Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
—Freitag, venga a mi despacho.
Me temí que Möller me fuese a echar la bronca de turno aunque esta vez y sin que sirviese de precedente estaba seguro de no haber hecho nada mal. Es más, hasta los últimos bailes que me había pegado en la cantina habían sido más acertados de lo habitual, sin tirar sillas, vasos, ni levantar siquiera la ola de aplausos con los que el distinguido público solía acompañarme. Daba igual, porque ni siendo como un angelito conseguía que el coronel me viese con agrado. Con una expresión que imitaba la del pekinés de mi tía me dijo que el general Fink, el que estaba al mando del cuerpo aéreo —que se acababa de trasladar a Casablanca— me autorizaba a emplear los artilugios que había rapiñado en Jerez. Se trataba de un nuevo tipo de torpedo que iba a poder ensayar pero manteniendo la prohibición de emplearlos en combate. Podía probar dos —qué rumboso— tras desactivar su cabeza explosiva y siempre que no hubiese posibilidades de que los ingleses los capturasen.
Iba a estrenarlos en un ataque simulado a un convoy costero, pero insistiendo en aquello de «simulado». Möller añadió, espero que de su propia cosecha, que el mando agradecería que no hundiese ningún barco. Así que puse a los de la maestranza a toquitear los trastos, quitando el explosor y la cabeza de combate, sustituyéndola por bolsas de serrín que pesaban más o menos lo mismo, y regulando los ingenios para que navegasen a diez metros, por debajo de las quillas. Luego me puse a leer las instrucciones —lección aprendida, Inge—, y en seguida pensé que había un error. Todavía recordaba mi vuelo en un Heinkel torpedero y como había que volar bajito, despacio, y jugándose la vida para que el condenado artefacto no se deshiciese al tocar el agua. Pero según el folleto había que lanzar la cosa esa con un picado ligero y desde quinientos metros de altura. Ojalá fuese verdad, pero primero habría que probar alguno de esos bichos no sea que hubiese un malentendido y me cayesen las culpas. No es que no estuviese acostumbrado, pero ya tenía bastante con mis meteduras de pata para encima cargar con las de los demás.
Avisamos al mando del vuelo de «prácticas» y me autorizaron a «torpedear» a un barco que hacía el recorrido hasta Fuerteventura. No era un cascajo como esos barquichuelos que hacían el recorrido hasta Gran Canaria, sino un buque de cierto porte que hasta hace poco había actuado como crucero auxiliar. Como los ingleses conocían demasiado ya no podía seguir dedicándose al viejo oficio. Creo que lo llamaban Napis, Nanic, Nadir o a algo así, y tenía bastante historia porque había recorrido medio mundo capturando mercantes británicos. Ahora que lo tenían fichado se dedicaba a ir y venir desde los puertos del Mediterráneo hasta Fuerteventura, aprovechando su velocidad para eludir a los submarinos ingleses. No solía navegar por su cuenta, sino que le asignaban siempre alguna lata de conservas, es decir, alguno de esos cañoneros tenían los españoles y que empleaban contra los sumergibles; me tienen que explicar despacio como cazar un submarino a cañonazos, pero estos españoles son muy suyos y ya les dije que yo no me iba a poner a discutir con ellos.
Ya que se trataba de un cacharrillo nuevo y no era necesario volar tan bajito —ojalá— esta vez eché al piloto de su asiento y tomé los mandos del Heinkel. Otro más despegó detrás. Luego fuimos a la búsqueda del «objetivo» que, según se nos comunicó, estaba acercándose a Esauira, de vuelta de su última visita a Fuerteventura. Indicio de la escasa confianza del mando era que íbamos a atacar a un barco que volvía en lastre, y que teníamos prohibido ensayar con el cañonero. Además la misión podía resultar peligrosa por el sano temor de los marineritos a lo que volaba y la probabilidad de que hubiese algún gatillo loco en los barcos españoles. Para que no nos pusiesen tibios seguimos un procedimiento previamente acordado: tras encontrar el pequeño convoy descendí y lo rodeé un par de veces agitando las alas, dejando que me echasen un buen vistazo. Los del cañonero me dieron el visto bueno con señales de la lámpara. Contesté —bueno, yo no sino el ametrallador, que para eso estaba— emitiendo la letra «J». Ya todos amigos y con los dedos lejos delos gatillos, que las armas las carga el diablo, procedí a atacar: me elevé a mil y pico metros, y luego descendí en un picado suave pero sin acelerar, para no rebasar los 250 km/h. Apunté a un lugar hipotético situado doscientos metros corto y a cien metros por la proa y solté el torpedo; inmediatamente me pegué un viraje de los míos para poder ver lo que hacía el bicho. Me lo perdí: le había dado a la palanca con tal ímpetu y resolución que casi entré en barrena y me faltó poco para entrar en el agua tan resueltamente como un nadador olímpico. Al menos conseguí ver que los del Nadir soltaban vapor confirmando el acierto.
También pude ver el ataque del otro Heinkel. Hizo lo que yo: volar a cierta altura, descender suavemente y soltar el torpedo como si fuese una bomba que tuviese que caer desviada. Eso sí, el viraje final lo hizo con bastante menos estilo que el mío y así se ahorró un chapuzón. El torpedo cayó de la panza pero entonces se hinchó una especie de globo paracaídas. El torpedo planeó hasta caer suavemente al mar. Curiosamente, no rebotó —para eso estaba el anillo de madera del morro del bicho— y luego la estela pasó justo bajo el centro del barco español.
Más contento que unas pascuas me volví para la base. El nuevo torpedo, aparentemente, funcionaba a la perfección, y estaba deseando usarlo contra los ingleses. Aunque para la operación «de verdad» yo volvería a mi ametrallador para apoyar a los Heinkel torpederos, para satisfacción de sus dotaciones, que acababan de conocer mis cualidades como piloto.
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Un grupo entero abrumó el pequeño campo: estaban nuestros Fritz de la versión 7/B2 de largo alcance, dos escuadrillas de Bf 110 —los fracasados Zerstörer de Goering que sin embargo tan bien estaban rindiendo en sus misiones de ataque sobre Inglaterra y que aun podían hacer un buen papel sobre el mar—, y varios Dornier Do 217 para actuar como guías. En otros aeródromos cercanos se acumulaban bombarderos de todo tipo: Do 217, Ju 88 y He 111 alemanes, LeO 451 franceses o SM.79 y SM.84 italianos, además de aviones de ataque en picado Stuka y cazas de largo alcance franceses Potez 631 y Potez 670. Estos eran una versión mejorada del Potez 630 que las escuadrillas acababan de recibir y que según decían era comparable a nuestro Bf 110. No solo en Esauira había aviones: otros se basaron más al norte, en Casablanca y Safí, y también al sur, en Agadir y Tantan. No sabíamos la cantidad que el Pacto había reunido pero a la vista de los que había en nuestra zona, yo aventuraría que eran al menos mil o mil quinientos aparatos.
Para tamaño número de aparatos lo crucial eran los suministros, y ahí entró en juego el ferrocarril. Los franceses siempre habían cuidado los enlaces ferroviarios en sus colonias, y durante la guerra habían tendido un ramal que partiendo de Marrakech llegó primero a Agadir y luego a Tantan. Se habían establecido puntos de cruce y vías muertas para descarga, y decenas de convoyes bajaban desde los puertos del Mediterráneo o del Estrecho con destino a nuestras bases. Al personal auxiliar apenas le había llevado unas horas en preparar la nuestra. Lógico, pues hasta a los espartanos hubiese parecido rudimentaria: apenas unas cuantas tiendas de campaña que servían como alojamiento o protegían los elementos más valiosos del polvo y de la arena. Había otra tienda de mando y para la radio, más media docena de cisternas con el precioso fuel. Algo más lejos estaba el almacén de municiones protegido por un talud levantado a toda prisa. Los civiles de la zona, al ver que los oficiales pagadores traían fajos de marcos, trabajaron con entusiasmo en la preparación de las bases: en solo cuatro días desde que recibimos el aviso el Pacto había desplegado una enorme fuerza aérea en el sur de Marruecos.
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Néstor González Luján. La Guerra de Supremacía en el mar. Op. Cit.
La batalla de Mogador. Prolegómenos
La salida de los cruceros
El día 21 de febrero la flota del Pacto, bajo el mando del almirante alemán Ciliax, aparejó de Gibraltar con destino al Atlántico. El destino real se había mantenido en secreto y tan solo lo conocían los jefes al mando de las diferentes agrupaciones. Se había ordenado que los buques se preparasen para operaciones prolongadas pero sin más detalles; apenas unas horas antes de la partida los capitanes de los buques recibieron sus instrucciones en sobres cerrados que no pudieron abrir hasta salir del puerto.
La partida se hizo durante el día. Tras el desastre sufrido por Iachino, en el que tuvo papel protagonista un puesto de observación británico camuflado, se había «peinado» la Roca sin encontrar otros escondrijos. La prudencia hubiese recomendado una salida nocturna, ya que la costa andaluza hervía de espías británicos, pero la flota era muy numerosa (casi cincuenta buques entre barcos de batalla, cruceros y destructores) y la maniobra hubiese sido peligrosa, además de requerir encender las luces de la bahía. Por tanto, una partida nocturna tampoco hubiese pasado desapercibida. Al menos ese fue el rumor que se hizo correr a sabiendas de que llegaría rápidamente a oídos del Almirantazgo. Pues se sabía que en el Campo de Gibraltar operaban buen número de agentes británicos. Aunque el Peñón había sido revisado a fondo, se habían detectado emisiones radiofónicas desde otros puntos. Algunas procedían de Algeciras y otras de caseríos de la sierra; de hecho, mientras zarpaban los buques de detectaron nuevas emisiones y aunque una de las radios fue triangulada y su operador capturado, la alerta llegó a Londres esa misma tarde.
La flota partió rumbo oeste pero en cuanto cayó la noche y estuvo alejada de las vistas de tierra la mayor parte de las divisiones se volvieron para cruzar el Estrecho de vuelta, aprovechando que las farolas seguían encendidas. Luego se dirigieron a las cercanías del peñón de Alborán donde deberían permanecer a la espera. Para evitar miradas inoportunas se había restringido la navegación en el Mediterráneo Occidental, estableciendo unas rutas obligatorias para los buques, tanto del Pacto como neutrales, y se había incrementado la vigilancia. Se produjeron varios incidentes siendo el más grave el del Mayakovsky, un carguero soviético detenido por un crucero italiano en el estrecho de Sicilia, en cuyas bodegas se encontraron grandes cantidades de armas destinadas a grupos terroristas.
Además del aviso procedente del espionaje, el submarino británico Upright observó la salida de la flota, sin que a su vez fuese advertido. Pero el Upright no pudo ver que solo la división de cruceros pesados del vicealmirante español Regalado (que ostentaría el mando de la agrupación) y la de cruceros ligeros del francés Bourragué seguían su navegación por aguas atlánticas. Desde Londres se ordenó a la Fuerza H que aparejase para interceptar a la flota combinada. También se enviaron aviones de reconocimiento provistos de radiotelémetros, uno de los cuales detectó un grupo de buques enemigos que se dirigían hacia el Cabo de San Vicente. Sin embargo al llegar el día los cruceros de Regalado fueron escoltados por aviones basados en tierra y los británicos perdieron el contacto. Veinticuatro horas después los cruceros entraron en Vigo, cuya ría había sido escogida como la nueva gran base naval del Pacto en el norte de España. Aparentemente las divisiones habían entrado para que sus destructores repostasen; pero en realidad, se trataba de nuevo de una finta destinada a que no pasase desapercibida la salida de una escuadra del Pacto destinada aparentemente a atacar las líneas de los convoyes. Cuando al día siguiente los barcos de Regalado se hicieron a la mar fueron atacados por submarinos ingleses (sin efecto) que comunicaron el avistamiento a Londres.
En Londres cundió la consternación. El submarino Talisman había informado del avistamiento de dos acorazados y cuatro cruceros; al parecer había confundido a los dos cruceros pesados italianos por acorazados de la misma nacionalidad. Aunque el mensaje suscitó dudas, ya que pareció extraño que el Pacto destacase solo dos acorazados, se trataba de una fuerza que podía acabar con la escolta de cualquier convoy salvo que contase con acorazados. Además se trataba de unidades rápidas que podrían eludir a cualquier buque pesado que fuese lanzado contra ellas. Tan solo los acorazados rápidos o los cruceros de batalla podrían darles caza dependiendo de las condiciones de la mar. Un único crucero de batalla bastaría para acabar con los cruceros, pero el destino del Repulse pesaba en la mente de los lores del Almirantazgo. Aunque no se creía que los buques vistos por el Talisman fuesen acorazados, se había perdido el contacto con los buques pesados del Pacto y se temía que estuviesen cerca de los cruceros, protegidos por la caza propia (que había hecho prohibitivos los reconocimientos aéreos en aguas cercanas a Galicia) prestos a caer contra cualquier unidad británica aislada. Por otra parte, también era posible que la salida de Vigo fuese una distracción y que la flota del Pacto persiguiese otros objetivos. Finalmente se ordenó una medida intermedia: se reforzó la Fuerza H con los acorazados lentos y se ordenó que estuviese preparada para partir en seis horas. Además se envió una agrupación formada por el acorazado King George V, el crucero de batalla Renown, que acababa de llegar de Noruega, y el portaaviones Indomitable, escoltada por tres cruceros y seis destructores. Se esperaba que los aparatos del portaaviones detectasen a la flota enemiga si se encontraba en el Atlántico Norte y mantuviesen el contacto hasta que llegase la Fuerza H; de no haber buques pesados enemigos en el área, averiarían a los cruceros para que el King George V y el Renown los rematasen a placer.
El objetivo de Regalado era, como hemos visto, efectuar una distracción atacando los convoyes en el Atlántico Norte, pero el almirante decidió abortar la misión cuando un avión de reconocimiento alemán detectó a los barcos ingleses cuando aun estaban a trescientas millas de los cruceros, demasiado lejos para un ataque aéreo. Regalado consideró que en esas condiciones la salida al Atlántico sería excesivamente peligrosa, y el objetivo principal de la operación, dispersar las fuerzas británicas, ya se había conseguido. Como si volvía directamente a Vigo podría ser torpedeado por los aviones del portaaviones, decidió internarse en el Cantábrico y recalar en Santander. Por desgracia el submarino británico Tuna, que estaba patrullando la costa española, detectó y atacó a los barcos del Pacto. El destructor José Luis Díez fue hundido y el crucero ligero Galicia gravemente dañado, teniendo que embarrancar en la bahía para evitar su pérdida. El resto de los buques consiguió escapar del acoso británico y entrar al día siguiente en el Ferrol, pasando a Vigo dos días después.
Lamentablemente la operación que tan dolorosas pérdidas produjo a la Armada Española tuvo un éxito limitado. Como hemos visto, la Fuerza H fue reforzada por acorazados lentos que le daban una potencia de fuego superior a la del Pacto; paradójicamente, fue contar con ellos lo que decidió al almirante Somerville a aceptar la posterior batalla al tener mayor potencia de fuego que sus enemigos. Además otro avión de reconocimiento inglés observó la retirada de los cruceros de Regalado. Imaginando que se trataba de una añagaza el Almirantazgo ordenó que los tres grandes buques marchasen hacia las Azores a revientacalderas dejando atrás a los destructores de escolta; estaban ya cercanos a las Azores cuando se detectaron movimientos en el Estrecho. La única consecuencia práctica fue que los tres buques no tuvieron tiempo para repostar limitando su velocidad y por tanto la de la Fuerza H.
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Veréis que he inventado el autor del libro y ya no es Luis de la Sierra; me siento incapaz de escribir una prosa que haga justicia a la del maestro.
Saludos
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Luis de la Sierra... simplemente extraordinario. Que pena que no reediten todos sus libros. Como el Coronel Bande o el General Salas (magníficos escritores también) son víctimas de los tiempos.
Hasta otra><>
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Dios con nosotros ¿Quién contra nosotros? (Romanos 8:31)
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El combate de las Laquedivas
La presencia de los cruceros de Regalado en el Atlántico no era el único motivo de alarma en Londres. El mismo día que el vicealmirante español salía de Vigo se recibió un aviso inquietante: desde varias emisoras se había captado un mensaje enviado desde el mar Arábigo por el mercante SS Empire Cloud con su posición, a unas doscientas millas al sur del cabo Madrakah, y el código «RRR» que quería decir «soy atacado por un buque de guerra». El barco no había respondido a las llamadas que pedían explicaciones adicionales. Hasta el momento los corsarios de superficie del Pacto (españoles, alemanes e italianos) habían actuado en aguas alejadas de bases británicas, con tal intensidad que en algunas zonas, como en el Cabo de Buena Esperanza, había sido preciso recurrir al empleo de convoyes escoltados por cruceros auxiliares. Sin embargo, hasta ese momento los corsarios habían evitado las muy vigiladas aguas cercanas al estrecho de Ormuz, y la llamada del Empire Cloud hacía pensar que se estaba materializando uno de los peores temores del Almirantazgo: los buques de guerra del Pacto habían salido al océano Índico.
Tal posibilidad se contemplaba tras la pérdida de Adén, pero por desgracia el océano Índico estaba casi indefenso. Desde tiempos inmemoriales la Eastern Fleet había sido el «patito feo» de la Royal Navy, que la equipaba con unidades anticuadas más aptas para enseñar la bandera, perseguir el contrabando o amenazar a los sultanatos costeros rebeldes que para el combate. El canal de Suez, en manos británicas, debía permitir enviar esfuerzos más rápidamente que sus enemigos, obligados a rodear el Cabo de Buena Esperanza. Pero la pérdida de Suez seguida de los graves daños sufridos por los buques supervivientes de la Mediterranean Fleet, que habían tenido que empeñarse a fondo durante las evacuaciones de Palestina, Sudán e Irak, habían dejado al Índico aislado y a las fuerzas británicas muy reducidas. El acorazado Royal Sovereign, el único buque de batalla presente, estaba siendo reparado en Triconmalee tras haber sido torpedeado en Adén. Se había enviado un importante contingente de refuerzo, pero tardaría al menos tres semanas en llegar. Hasta entonces los británicos apenas disponían en Oriente de una docena de cruceros al mando del vicealmirante australiano Crace, de los que solo la mitad eran modernos. El único buque de guerra en el Índico que podía suponer una amenaza para los barcos del Pacto era el viejo portaaviones Hermes, el de menos capacidad de la Royal Navy.
Los barcos de Crace habían estado intentando dar caza a los barcos corsarios del Pacto en el sur del Índico, pero tras la pérdida de Adén habían sido destacados a la nueva base secreta británica en el atolón de Addu, en las Maldivas. Al recibirse la alerta enviada por el Empire Cloud el almirante australiano ordenó al convoy PB.3, que desde Baréin se dirigía a Bombay, que se refugiase en Karachi. El crucero Emerald, que formaba parte de la escolta del convoy debía investigar el contacto. Al mismo tiempo Crace aparejó de Addu con el portaaviones Hermes, los cruceros pesados Canberra (en el que izaba su bandera) y Shropshire, y los ligeros Leander y Sidney.
Crace creía que el autor del ataque era un crucero auxiliar o, en todo caso, un crucero, pues creía que el dispositivo de vigilancia en el golfo de Adén habría detectado el paso de una escuadra enemiga. Pero el almirante australiano no había sido informado de que tres días antes la aviación del Pacto había bombardeado la base aérea de Hadibu en Socotora, dañando su pista y destruyendo buen número de los aviones de vigilancia.
En las siguientes horas se repitieron las llamadas de auxilio de buques mercantes británicos. El MV Dumana comunicó que estaba siendo perseguido por cruceros enemigos y por ¡un acorazado francés! Debe recordarse que los blindados franceses, que concentraban su armamento pesado en la proa, tenían una silueta característica. La noticia, lógicamente, alarmó a Crace. El Strasbourg (de ser un acorazado no podría tratarse de otro buque) era un enemigo muy peligroso. Había sido concebido para dar caza a cruceros o acorazados de bolsillo, y aunaba una potente artillería (ocho cañones de 33 cm) con una velocidad que alcanzaba los 31 nudos y una coraza de 28 cm que lo hacía inmune a los cañones de 203 y 152 mm de los cruceros australianos. Además los mensajes del Dumana señalaban que el Strasbourg era acompañado de cruceros. La combinación de la artillería de largo alcance del Strasbourg con la velocidad de los barcos franceses podía ser letal para los cruceros de Crace. Ni siquiera se podía confiar en la oscuridad para que equilibrase las cuentas pues según los últimos informes los buques del Pacto estaban siendo equipados con radiotelémetros iguales o superiores a los radares británicos. La única posibilidad de Crace dependía de que los aviones del Hermes averiasen al acorazado enemigo. Pero el portaaviones, el más pequeño y menos capaz de la Royal Navy, solo embarcaba seis cazas Fulmar, once torpederos Albacore y dos Swordfish. Crace se encontraba ante un dilema: sus buques eran los únicos que podían impedir que la escuadra enemiga campase impunemente por el Índico, pero serían destruidos si se enfrentaban a los franceses. Ya en el Río de la Plata se había visto lo que los cañones pesados podían hacer con los cruceros pesados, barcos desequilibrados nacidos del Tratado de Washington y que estaban aun peor protegidos que los cruceros de batalla ingleses de Jutlandia. Esta vez, además, no se trataba de un «panzerschiffe» de diez mil toneladas sino de un acorazado que desplazaba treinta y un mil toneladas a plena carga. Por ello Crace decidió seguir una estrategia conservadora: se mantendría a corta distancia de los buques enemigos pero fuera del alcance de sus cañones, mientras intentaba inutilizarlos con los torpederos del Hermes. Asimismo ordenó al Emerald que se dirigiese independientemente a Bombay y que no se arriesgase contra la escuadra enemiga.
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Por cierto, los cruceros pasan a ser el Diomede (por el Emerald) y el Perth (por el Sidney).
Saludos
P.D.: Gracias a Von Scheer por su ayuda
Saludos
P.D.: Gracias a Von Scheer por su ayuda
Última edición por Domper el 11 May 2018, 15:42, editado 2 veces en total.
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Mientras Crace se dirigía hacia el norte la escuadra del almirante francés Laborde barría las aguas del Índico. Se componía, como sospecha-ban los británicos, del crucero de batalla Strasbourg, acompañado de los cruceros pesados Dupleix y Algérie, y del ligero Marsellaise. Habían partido de Massaua el día 19 de febrero, escoltados por cuatro destructores, que se habían vuelto tras sobrepasar Socotora. En esa isla la aviación italoalemana había concentrado sus ataques para incapacitar a los aviones de reconocimiento ahí basados. Los ingleses también habían creado una línea de vigilancia con submarinos, pero uno de ellos (el O 16, uno de los submarinos holandeses controlados por la Royal Navy) había sido detectado y hundido por el destructor italiano Batisti, y por el hueco había pasado la agrupación francesa. Como hemos visto, el día 21 Laborde encontró a su primera presa, el citado Empire Cloud, que navegaba desde Bombay hacia Gran Bretaña con carga general. En las siguientes veinticuatro horas fueron capturados los británicos Empire Hamble y Temple Arc, el griego Dimitrios Chandris y el sueco Thyra, que al estar cargado con municiones se consideró que llevaba contrabando de guerra. Todos ellos fueron enviados a Massaua con dotaciones de presa, aunque el Chandris sería echado a pique para impedir su recaptura por el submarino K XVI, también holandés. Al día siguiente los barcos de Laborde hundieron al ya citado MV Dumana, un ténder para hidroaviones Sunderland que había sido enviado a Bombay para reforzar las defensas de la base.
El día 23 un hidroavión Singapore localizó a los buques de Laborde con rumbo noroeste. Crace temió que el francés pretendiese bombardear Bombay, uno de los principales puertos de la India y que estaba indefenso, pues sus grandes fuertes de la época victoriana carecían de artillería mo-derna. Laborde, de hecho, había considerado realizar tal operación pero finalmente la había descartado porque correría el riesgo de ser atacado por aviones con base en tierra. Tan solo pretendía atacar la densa navegación costera en esas aguas, pero al saberse observado decidió virar al suroeste. Fue una decisión afortunada porque impidió que lo encontrasen los veinte Vildebeest y once Albacore de los escuadrones 36º y 273º que en su bús-queda partieron desde Bombay; siete de los primeros tuvieron que hacer amerizajes forzosos a la vuelta tras haber agotado el combustible. Tampoco Crace divisó a los buques franceses, aunque se cruzó con ellos durante la noche a apenas sesenta millas.
Durante los dos días siguientes Laborde permaneció en alta mar, fuera del alcance de los aviones de reconocimiento ingleses, mientras Crace lo buscaba entre Bombay y Karachi. Pero el crucero contra la navegación británica no se había suspendido, y el día 26 la agrupación francesa puso rumbo hacia Mangalore, en el suroeste del subcontinente. Los cruceros pesado Algérie se adelantaron para barrer la costa. Recono-cieron una decena de pesqueros (a los que se dejó seguir) y hundieron siete pequeños buques de cabotaje. Mientras desde el Strasbourg, que junto con el Marsellaise se mantenía alejado de la costa, se observó humo en el horizonte. Se trataba del convoy MB.13 que se dirigía en vacío desde Colombo a Bombay, donde debía embarcar fuerzas del ejército de la India con destino a Kenia. Debido al riesgo de encontrarse con un crucero auxiliar del Pacto estaba escoltado por el HMS Ascania de 14.000 Tn (capitán de navío retirado Davidson), un buque de pasaje de la Cunard que había sido militarizado y armado con ocho cañones de 152 mm. Era auxiliado por la corbeta hindú HMIS Lawrence. Cuando desde el Ascania se descubrió al Strasbourg se ordenó la dispersión mientras el crucero auxiliar intentaba ganar tiempo en una lucha que el capitán Davidson sabía sin esperanza, lo que no le impidió cumplir con su deber. Aunque el Ascania intentó cubrirse con una cortina de humo un huracán de proyectiles cayó sobre el gallardo pero desgraciado barco. Casi inmediatamente un proyectil de 33 cm estalló en el puente de mando matando a los presentes, incluyendo al valiente Davidson, que sería galardonado póstumamente con la Cruz Victoria. Apenas diez minutos después el crucero auxiliar comenzaba a hundirse mientras ardía en pompa. Los botes salvavidas habían sido destruidos, y en el agua quedaron dos centenares de supervivientes que vieron como los barcos de Laborde se alejaban; ha sido criticado por el abandono de los marinos británicos, pero el almirante fran-cés no olvidaba que estaba en aguas enemigas dentro del alcance de la aviación basada en tierra. Al mismo tiempo el Marsellaise hundía a la corbeta Lawrence, que con su único cañón de 10 cm no podía medirse con el francés. Los supervivientes padecieron el tormento del sol, la sed y el ataque de los tiburones. Tres días después un hidroavión avistó dos balsas, pero al día siguiente solo pudo ser localizada una de ellas con los únicos quince supervivientes del Ascania, entre los que no había ningún oficial. No se encontró a ninguno de los noventa y siete tripulantes de la Lawrence.
Mientras Laborde había emprendido la caza de los mercantes. El día era soleado, la visibilidad superaba a los cuarenta mil metros, y los barcos franceses pudieron perseguir a cada barco del convoy. Fueron hundidos los transportes de tropas Neuralia, Devonshire y Talma (afortunadamente vacíos), así como el pequeño carguero Jalakrishna, sumando un total de 35.000 Tn. El crucero estaba siendo muy productivo, pues ya se habían conseguido capturar o hundir dieciocho buques que sumaban setenta mil toneladas.
Tras la destrucción del convoy Laborde decidió cambiar de aguas y viró al suroeste para rehuir a la aviación terrestre, sin saber que Crace le había leído las ideas. Pensando que los franceses intentarían refugiarse en medio del océano para caer de nuevo contra la costa, decidió patrullar a trescientas millas del litoral. Al mediodía del siguiente el hidroavión Walrus del Canberra detectó a los barcos de Laborde a ciento cincuenta millas. Desde los barcos franceses también había sido visto el hidro e identificado como del tipo que empleaban los buques; significaba que en las cercanías se movía una agrupación enemiga. Según las órdenes recibidas Laborde no debía arriesgar el Strasbourg, y empeñar un combate contra un grupo de cruceros implicaba el riesgo de ser averiado en aguas hostiles, por lo que decidió rehuir el combate. Dos horas después era un Albacore el que empezó a seguirlos, indicando que la fuerza enemiga incluía al menos un portaaviones. El almirante ordenó aumentar el andar hasta los veintisiete nudos y aproar hacia Adén; a fin de cuentas el objetivo de la salida no había sido depredar el tráfico costero en la India sino atraer las reservas de la Royal Navy al océano Índico.
Crace supo del cambio de rumbo y consideró que su única opción estaba en un ataque torpedero inmediato. Por desgracia, un primer intento llevado a cabo por nueve Albacore y un Swordfish no fue capaz de encon-trar su objetivo a causa de un error de navegación. Por la tarde se lanzó un segundo ataque formado esta vez por solo siete Albacore y un Swordfish. Los aviones hallaron su blanco que estaba prevenido, pues el radiotelémetro recientemente montado en el Dupleix había detectado la aproximación de los aviones. Los torpederos, además, atacaron por la misma banda denotando valor pero escasa formación; todos los peces mecánicos pudieron ser evadidos, y cayeron derribados dos aviones.
Durante la noche Laborde mantuvo la velocidad, y a la mañana si-guiente ya se encontraba a cuatrocientas millas de los cruceros de Crace, que había tenido que retrasarse a causa de las maniobras del Hermes para lanzar o recoger aviones. Los aviones de reconocimiento fallaron en encontrar al enemigo, y el almirante australiano decidió desistir y encaminarse hacia Bombay. Mientras los buques franceses continuaron hacia Adén, entrando en Massaua tres días después. También lo hizo a la semana siguiente el crucero Lamotte-Priquet, hasta entonces destacado en Indochina. Aprovechando la presencia de los cruceros de Crace en el Índico occidental había cruzado el estrecho de Lombok escoltado por dos cruceros japoneses.
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Mis tardes con Katrin no contribuyeron a mi descanso pero sí a mi ánimo. Cada vez que nadaba en sus ojos me sentía diferente, mientras ella me contaba su vida. Había nacido en una ciudad provinciana y desde pequeña se había rebelado contra el papel de ama de casa y madre que le querían imponer. Vino a Berlín huyendo de un medio novio que le querían imponer, un imbécil con camisa parda que veía a las mujeres como máquinas de cocinar y de tener niños. Ahora trabajaba de secretaria en una de las innumerables oficinas económicas que habían surgido en el Ministerio de Armamentos y Economía, escribiendo cartas y transcribiendo largas y aburridas listas.
Ella hablaba y yo me la comía con los ojos. Esa tarde llevaba un conjunto de color claro — yo lo llamaría pardo pero ella usaba no sé qué palabra inglesa— con una camisa oscura de cuello alto y severo, que se negaba a ofrecer nada a las miradas que se me perdían. La falda larga, sin embargo, era un poco más estrecha de lo que hubiera aconsejado la modestia y dejaba adivinar su estrecha cintura y sus bien formadas caderas.
Yo poco le podía relatar de mis andanzas. Le hablé de la vida en una familia de tradición militar frustrada por el forzado desarme, mi incorporación a la academia de caballería, la campaña de Polonia siempre detrás de las orugas de los pánzer, y mi incorporación a las fuerzas mecanizadas para que en Egipto un proyectil destrozase mi pie. Casi nada más le dije; preferí callar a engañarla, y Katrin entendió que yo no era dueño de los secretos que conocía.
Cenamos y luego hablamos y hablamos. Esta vez no me atreví a bailar ni tampoco a pasear por las calles; la prudencia y el estado de mi pie recomendó que volviésemos en mi coche. Mientras estaba sentado en el asiento trasero, su mano se deslizó hasta la mía.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Para compensar el silencio dominical, ración doble.
Coincidió el turno de mañana libre con uno de esos raros días claros del invierno berlinés. Savely, que no le había dicho a Annelie que un rato libre, tomó su mochila, similar a la de tantos trabajadores, y un saco de tela en el que llevaba los tubos, envueltos en un trapo que había sustraído en la fábrica. Montó en el U-Bahn pero en lugar de dirigirse a Pankow tomó la línea del norte hasta el final. Luego un paseo le llevó hasta el frondoso bosque aledaño a la ciudad. Siguió por un camino que se internaba entre los árboles y, cuando consideró que nadie podía verle, saltó una alambrada para internarse en la parte más salvaje de la arboleda. Anduvo hasta que llegó a una hondonada que le pareció a cubierto de curiosos. Buscó un árbol, hizo una marca con su cuchillo y se alejó, contando cincuenta pasos.
Empezó a sacar tubos del bolsillo y montó el fusil. Luego cortó una tira del trapo que arrolló el trapo en la boca. Acopló una mira telescópica y apuntó a la marca con cuidado antes de disparar; el trapo contuvo parte del ruido. Vio que solo se había desviado unos centímetros a la derecha y abajo. Puso otra tira, corrigió con cuidado y volvió a disparar; casi en la marca. Un nuevo ajuste, y tres tiros más, todos en el centro.
Tras desmontar el arma y guardarla en la bolsa volvió a la ciudad.
—Todavía nada, señor Director.
—No me diga que no hay pensiones clandestinas en Berlín.
—Al contrario, hay centenares. La policía se alegrará si le pasamos las listas.
—Deje que la bofia se ocupe de sus asuntos ¿Por qué no han hallado nada?
—Son demasiadas para inspeccionarlas todas.
—Pues entonces controlen a los vigilantes de los bloques. Son los que tendrían que haber informado de esos establecimientos. Quiero saber quiénes son los más perdidos, los que aceptan dinero por mirar hacia otro lado. Miren si alguno figura en los archivos de la policía.
Coincidió el turno de mañana libre con uno de esos raros días claros del invierno berlinés. Savely, que no le había dicho a Annelie que un rato libre, tomó su mochila, similar a la de tantos trabajadores, y un saco de tela en el que llevaba los tubos, envueltos en un trapo que había sustraído en la fábrica. Montó en el U-Bahn pero en lugar de dirigirse a Pankow tomó la línea del norte hasta el final. Luego un paseo le llevó hasta el frondoso bosque aledaño a la ciudad. Siguió por un camino que se internaba entre los árboles y, cuando consideró que nadie podía verle, saltó una alambrada para internarse en la parte más salvaje de la arboleda. Anduvo hasta que llegó a una hondonada que le pareció a cubierto de curiosos. Buscó un árbol, hizo una marca con su cuchillo y se alejó, contando cincuenta pasos.
Empezó a sacar tubos del bolsillo y montó el fusil. Luego cortó una tira del trapo que arrolló el trapo en la boca. Acopló una mira telescópica y apuntó a la marca con cuidado antes de disparar; el trapo contuvo parte del ruido. Vio que solo se había desviado unos centímetros a la derecha y abajo. Puso otra tira, corrigió con cuidado y volvió a disparar; casi en la marca. Un nuevo ajuste, y tres tiros más, todos en el centro.
Tras desmontar el arma y guardarla en la bolsa volvió a la ciudad.
—Todavía nada, señor Director.
—No me diga que no hay pensiones clandestinas en Berlín.
—Al contrario, hay centenares. La policía se alegrará si le pasamos las listas.
—Deje que la bofia se ocupe de sus asuntos ¿Por qué no han hallado nada?
—Son demasiadas para inspeccionarlas todas.
—Pues entonces controlen a los vigilantes de los bloques. Son los que tendrían que haber informado de esos establecimientos. Quiero saber quiénes son los más perdidos, los que aceptan dinero por mirar hacia otro lado. Miren si alguno figura en los archivos de la policía.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 28
No siento el menor deseo de jugar en un mundo en el que todos hacen trampa.
François Mauriac
Tras repostar el grupo antisubmarino zarpó y puso rumbo al este, con el Vulcano en cabeza y los cuatro antisubmarinos abiertos por sus bandas y los sonotelémetros a todo trapo. Para variar pasamos por el estrecho de noche —el mando seguía sin fiarse de quien pusiera estar mirando— y nos adentramos en el Mediterráneo. La tarde siguiente sobrepasamos el islote del Alborán y al siguiente amanecer nos encontramos con el convoy que debíamos escoltar, que llevaba días cruzando esas aguas pero que ya había puesto proa hacia Gibraltar.
No vayamos a exagerar, no se trataba de uno de esos enormes con-voyes que estilaban los ingleses, capaces de juntar sesenta u ochenta mercantes. Era «solo» una veintena de barcos, pero todos grandes, modernos y rápidos, lo mejorcito de lo que había en el Mare Nostrum. Seguro que el Lori hubiese disfrutado un montón viéndolos y pensando en cómo hundirlos. Lo malo de escoltar a esos correcaminos era que los cañoneros apenas les sacábamos unos nudos de velocidad y nos costaba mantenernos a la altura. Para compensar la escolta iba a ser de campanillas: una escuadrilla de destructores —los tres Alsedo y los cuatro ex legionarios, que habían sido reconstruidos como barcos de escolta— y dos grupos antisubmarinos: el del Júpiter y el nuestro, el del Vulcano. Al mando estaba el contralmirante Pastor Tomasety, mientras que el vicealmirante Giuseppe Lombardi tenía el del convoy. Además nos apoyarían los Dornier que hasta entonces habían patrullado el golfo de Cádiz y que se estaban trasladando a la costa marroquí.
El primer día transcurrió sin pena ni gloria pues ahora dominábamos el sector. Pasamos el estrecho pero esta vez a plena luz del día. Nos cruzamos con varios grandes transatlánticos que desde Tánger volvían al Mediterráneo, y pusimos rumbo al suroeste, aprovechando el corredor minado que, por desgracia, finalizaba poco más allá de Larache. Muchas millas quedaban hasta nuestro destino, que era la bahía de Agadir, en el sur de Marruecos: dos días y pico de navegación que prometían ser eternos. Aunque intentábamos mantenernos cerca de la costa los campos de minas no eran suficientemente extensos y seguía existiendo el peligro de los submarinos ingleses. Los Dornier detectaron un par, por suerte demasiado lejos para suponer peligro.
Sin embargo el panorama cambió cuando estando a la altura de Kenitra. Un hidro Catalina, que debía venir de Madeira, nos sobrevoló y empezó a seguirnos desde lejos. Mi amigo Lori seguro que se habría entusiasmado porque los aviones enemigos atraen bichos de mal agüero, pero ni Pastor ni Lombardi tenían las aficiones subacuáticas del ahí presente y solicitaron el apoyo de cazas de escolta que espantasen al moscón. También podrían haber pedido la luna, o eso les debió parecer a los del aire, que les costó cuatro horas mandar un par de cazas bimotores franceses que ni siquiera fueron capaces de alcanzar al Catalina.
Lo lógico hubiese sido que el convoy aprovechase la cercanía de Ca-sablanca para refugiarse en su bien protegida rada pero Lombardi, que italiano tenía que ser, se empeñó en seguir adelante, ansioso de superar a Iachino. Yo me imaginaba que a esas alturas en todos los barcos de la Royal los contramaestres hacían sonar sus chifles metiendo orden para salir a la mar. Luego supe que no estaba nada descaminado. Pues ese mismo día otro avión inglés descubrió a la flota combinada, que también había salido al mar para darnos protección, y en pocas horas los amarraderos de las Azores quedaron vacíos mientras la Fuerza H al completo se dirigía contra nosotros.
Temiendo lo que nos preparase el destino sobrepasamos Casablanca con la sensación de dejar atrás el último refugio y seguimos barajando la costa africana hacia el suroeste. Al menos las primeras millas, cercanas a la gran base naval francesa, habían sido adecuadamente minadas. Los britanos ya habían perdido allí más de un sumergible y ahora se mantenían alejados de esas aguas.
No siento el menor deseo de jugar en un mundo en el que todos hacen trampa.
François Mauriac
Tras repostar el grupo antisubmarino zarpó y puso rumbo al este, con el Vulcano en cabeza y los cuatro antisubmarinos abiertos por sus bandas y los sonotelémetros a todo trapo. Para variar pasamos por el estrecho de noche —el mando seguía sin fiarse de quien pusiera estar mirando— y nos adentramos en el Mediterráneo. La tarde siguiente sobrepasamos el islote del Alborán y al siguiente amanecer nos encontramos con el convoy que debíamos escoltar, que llevaba días cruzando esas aguas pero que ya había puesto proa hacia Gibraltar.
No vayamos a exagerar, no se trataba de uno de esos enormes con-voyes que estilaban los ingleses, capaces de juntar sesenta u ochenta mercantes. Era «solo» una veintena de barcos, pero todos grandes, modernos y rápidos, lo mejorcito de lo que había en el Mare Nostrum. Seguro que el Lori hubiese disfrutado un montón viéndolos y pensando en cómo hundirlos. Lo malo de escoltar a esos correcaminos era que los cañoneros apenas les sacábamos unos nudos de velocidad y nos costaba mantenernos a la altura. Para compensar la escolta iba a ser de campanillas: una escuadrilla de destructores —los tres Alsedo y los cuatro ex legionarios, que habían sido reconstruidos como barcos de escolta— y dos grupos antisubmarinos: el del Júpiter y el nuestro, el del Vulcano. Al mando estaba el contralmirante Pastor Tomasety, mientras que el vicealmirante Giuseppe Lombardi tenía el del convoy. Además nos apoyarían los Dornier que hasta entonces habían patrullado el golfo de Cádiz y que se estaban trasladando a la costa marroquí.
El primer día transcurrió sin pena ni gloria pues ahora dominábamos el sector. Pasamos el estrecho pero esta vez a plena luz del día. Nos cruzamos con varios grandes transatlánticos que desde Tánger volvían al Mediterráneo, y pusimos rumbo al suroeste, aprovechando el corredor minado que, por desgracia, finalizaba poco más allá de Larache. Muchas millas quedaban hasta nuestro destino, que era la bahía de Agadir, en el sur de Marruecos: dos días y pico de navegación que prometían ser eternos. Aunque intentábamos mantenernos cerca de la costa los campos de minas no eran suficientemente extensos y seguía existiendo el peligro de los submarinos ingleses. Los Dornier detectaron un par, por suerte demasiado lejos para suponer peligro.
Sin embargo el panorama cambió cuando estando a la altura de Kenitra. Un hidro Catalina, que debía venir de Madeira, nos sobrevoló y empezó a seguirnos desde lejos. Mi amigo Lori seguro que se habría entusiasmado porque los aviones enemigos atraen bichos de mal agüero, pero ni Pastor ni Lombardi tenían las aficiones subacuáticas del ahí presente y solicitaron el apoyo de cazas de escolta que espantasen al moscón. También podrían haber pedido la luna, o eso les debió parecer a los del aire, que les costó cuatro horas mandar un par de cazas bimotores franceses que ni siquiera fueron capaces de alcanzar al Catalina.
Lo lógico hubiese sido que el convoy aprovechase la cercanía de Ca-sablanca para refugiarse en su bien protegida rada pero Lombardi, que italiano tenía que ser, se empeñó en seguir adelante, ansioso de superar a Iachino. Yo me imaginaba que a esas alturas en todos los barcos de la Royal los contramaestres hacían sonar sus chifles metiendo orden para salir a la mar. Luego supe que no estaba nada descaminado. Pues ese mismo día otro avión inglés descubrió a la flota combinada, que también había salido al mar para darnos protección, y en pocas horas los amarraderos de las Azores quedaron vacíos mientras la Fuerza H al completo se dirigía contra nosotros.
Temiendo lo que nos preparase el destino sobrepasamos Casablanca con la sensación de dejar atrás el último refugio y seguimos barajando la costa africana hacia el suroeste. Al menos las primeras millas, cercanas a la gran base naval francesa, habían sido adecuadamente minadas. Los britanos ya habían perdido allí más de un sumergible y ahora se mantenían alejados de esas aguas.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Gracias a Von Scheer, siempre al tanto de mis (enormes) meteduras de pata. En el pasaje del combate el HMS Ascania pasa a ser el HMS Ranchi, mandado por el capitán de navío retirado Sir John Meynell Alleyne.
Saludos, y gracias
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Seis tediosos días había estado la combinada cerca del islote de Alborán, un peñón en medio del extremo occidental del Mediterráneo donde solo había unos pocos soldados españoles y muchas gaviotas. Entonces comenzó la actividad. Lo primero fue un extraño convoy con varios enormes barcos de pasaje, alguno casi tan grande como el Tirpitz. El radiotelémetro los detectó pero no llegamos a verlos; la megafonía nos anunció que se dirigían a Tánger. Aun así permanecimos en el Mediterráneo mientras los destructores aprovechaban para rellenar sus depósitos. Apenas habían finalizado cuando un segundo convoy, cerca de cuarenta barcos entre mercantes y escoltas, llegó desde el este para dirigirse hacia el Atlántico. Esa tarde fue el turno de la flota: levamos anclas para esa misma noche cruzar el Estrecho y estar lejos de las vistas de tierra al amanecer.
Al día siguiente la combinada siguió hacia el oeste con una bienvenida compañía: durante todo el día fuimos sobrevolados por aviones de caza, primero monomotores y luego bimotores. Nos acompañaban aparatos Dornier y Condor que con sus radiotelémetros intentaban descubrir los sumergibles contrarios. El capitán Topp, comandante del Tirpitz, nos informó que los días pasados junto a Alborán había sido aprovechados por los españoles para hacer una escabechina con los sumergibles ingleses. Aun así el riesgo existía, aunque afortunadamente no se materializó. Por desgracia el radiotelémetro nos avisó de una visita menos apreciada: un aparato de grandes dimensiones que llegaba desde el este. No respondía a las señales del radiotelémetro: o se trataba de un aparato anticuado que no tenía el sistema de receptor y emisor que identificaba a los aviones, o era enemigo. Un mensaje con radio de onda corta encaminó a los cazas de escolta hacia el intruso. Resultó ser un gran hidroavión de tipo Sunderland, que se defendió con uñas y dientes, y que antes de caer se llevó por delante a dos Messerschmitt alemanes mientras radiaba al éter el avistamiento.
La partida se estaba haciendo más peligrosa. Si los ingleses sabían que estábamos en el mar enviarían contra nosotros todo lo que flotase. Hubiese sido el momento ideal para volverse e intentarlo otro día, pero no podíamos dejar a su suerte al convoy. Al ver que la combinada desviaba su curso hacia el sur, rumbo a las Canarias, supuse que no nos quedaba otra opción que apechugar. Aunque con la experiencia de las anteriores salidas, me sorprendía que el almirante Ciliax no intentase alguna añagaza.
Que el Sunderland nos había delatado resultó evidente cuando un segundo hidro llegó unas horas después. Esta vez los aviones de escolta solo consiguieron ahuyentarlo sin poder evitar que echase un buen vistazo a la agrupación. De nuevo, Ciliax, para mi sorpresa, no tomó ninguna medida. Mantuvo el curso y la velocidad, facilitando la tarea a un tercer avión. Era un moderno Halifax que se mantuvo a distancia prudencial, sin exponerse a los cazas y menos a los cañones antiaéreos. Los sensores del acorazado nos dieron una mala noticia: el aparato inglés estaba equipado con radiotelémetro, por lo que escapar de su vigilancia se presumía imposible. La llegada de la noche no interrumpió el seguimiento, porque el Halifax fue sustituido por otros aviones también con radiotelémetros. Eran al menos dos los que nos seguían.
A medianoche la flota invirtió el rumbo. Todos a bordo del Tirpitz esperábamos que fuese para volver a Gibraltar o al menos, para dirigirnos a la cercana Casablanca mientras el convoy se refugiaba en cualquier puerto de la costa, pero Ciliax nos sorprendió aproando hacia el Cabo de San Vicente. Los rumores empezaron a correr por el Tirpitz, hasta tal punto que el capitán Topp tuvo que informar por la megafonía que el convoy mantenía su rumbo hacia Canarias y que la misión de la flota era protegerlo. A nadie convenció: el curso que seguíamos animaba a los ingleses para que se nos echasen encima. Cuando llegó el mediodía la flota cambió por fin su rumbo hacia el sur, en demanda de la costa marroquí. Una agrupación de cruceros se separó y apuntó hacia Casablanca; aunque fuesen barcos italianos, me sentí como si me quitasen la ropa: entendía que el convoy necesitase protección, pero no creía que fuese aconsejable dividir la flota cuando la batalla era inminente. Finalmente el capitán anunció la noticia que todos temíamos: una importante flota inglesa había sido detectada al este de Madeira. Se encontraba a menos de cuatrocientas millas de distancia en posición ideal para interceptarnos. Forzando las máquinas aun se podría rehuir un enfrentamiento de superficie, pero no un ataque aéreo que casi con seguridad se produciría a la mañana siguiente.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Ya era la tercera patrulla de combate del U-217. Como en las anteriores la salida de Vigo había sido protegida por barcos antisubmarinos españoles y alemanes, y además había gozado de la escolta de cazas. La compañía no disgustaba al alférez Dieter Oster, pues aunque el riesgo de un ataque aéreo había disminuido mucho —las cosas no debían ir nada bien para los ingleses— no era raro que los submarinos ingleses rondasen Vigo plantando minas e incluso intentando cobrarse algún U-boot.
En otras ocasiones el sumergible aproaba al noroeste una vez en aguas abiertas, pero esta vez mantuvo el rumbo suroeste. El alférez pensó que el submarino se dirigía al Caribe, pero unas horas después el capitán Reichenbach-Klinke informó a la dotación que se iban hacia Madeira. Fue una sorpresa porque ese sector correspondía a los submarinos de Cádiz. Pero si el capitán no había dicho nada más era o por no saberlo o no querer contarlo, y Oster nada ganaría con preguntas.
La isla portuguesa se estaba convirtiendo en una importante base británica colmada de aviones, lo que no hizo fácil la vida al U-217 cuando dos días después llegó a su área de patrulla. Dos veces seguidas había sido preciso sumergirse cuando el Java —el sistema de alerta pasivo—detectó la aproximación de aviones enemigos. El capitán incluso ordenó desplegar el schnorchel, aparato odiado por los tripulantes por los violentos cambios de presión que causaba, que torturaban los oídos. Finalmente los aviones se alejaron. El capitán aun esperó treinta minutos antes de volver a cota periscópica; que el horizonte pareciese vacío no le tranquilizó e hizo un barrido con el radiotelémetro antes de atreverse a emerger.
Durante la noche el U-217 recargó sus baterías. Un par de horas después llegó un mensaje del Ferrol: el almirante Doenitz ordenaba variar la zona de patrulla: iban a estar a solo cincuenta millas de Porto Novo, isla al norte de Madeira donde los ingleses tenían un gran aeródromo. Con una base tan cerca enseguida se detectó la aproximación de aviones; el capitán ordenó la inmersión y, después de que el sanitario repartiese aspirinas, que se desplegase el schnorchel. Al menos las aguas no estaban muy agitadas y solo unas cuantas veces notó Dieter como las máquinas vaciaban de aire el sumergible. Con el amanecer llegó otra orden: el U-217 iba a cambiar esa zona tan peligrosa por otra más al este. Renqueando con el schnorchel desplegado el sumergible se alejó hasta que cesaron las emisiones de los equipos enemigos; entonces el barco emergió para poder navegar a mayor velocidad, aunque aun fue preciso sumergirse a toda prisa en otra ocasión. Por la noche ya estaba en su nueva destino. Apenas se insinuaba la aurora cuando el Java empezó detectar emisiones enemigas.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Teníamos tal confianza en nuestros aviones que esperábamos con ansia el enfrentamiento que con seguridad se iba a producir, ya que nadie creía que se hubiese movilizado tal fuerza aérea porque sí. No íbamos descaminados porque a la mañana siguiente el capitán Quasthoff nos reunió para informarnos.
—Todos ustedes sabrán que en las cercanas islas Canarias los españoles y los ingleses llevan algo más de un año peleándose. Nuestra flota permitió que el ejército español recuperase casi todas las islas y parte de Gran Canaria, pero nuestros aliados no tienen suficientes fuerzas para expulsar de una vez a los ingleses. La marina del Pacto está organizando una operación muy ambiciosa para llevar hasta Gran Canaria un convoy de grandes dimensiones, que incluirá el traslado de dos divisiones italianas. ¿Sí, teniente Peters? —dijo el capitán al ver que en el fondo un par de pilotos sonreían.
—Decíamos que muchas ganas de expulsar a los ingleses no tendrán si están pidiendo ayuda italiana.
—Muy divertido, Peters. Puedo decirle que las fuerzas que los italianos que van a traer son las que han conquistado Malta y Chipre ¿Le parecen bien o será mejor que consultemos con el mariscal Manstein y con el conde Ciano?
Peters quedó contrito mientras Quasthoff seguía—. Bien, ya saben que no me molestan las interrupciones pero, de ser posible, que sean con comentarios de mayor interés ¿Puedo seguir, Peters? —El aludido intentó desaparecer bajo su asiento—. Como les decía, en estos momentos está acercándose un gran convoy. Suponemos que a los ingleses no les parecerá del todo bien e intentarán atacarlo. Para protegerlo será escoltado por prácticamente toda la flota de superficie del Pacto ¿Entienden la importancia de la operación? Las marinas alemana e italiana, casi al completo, van a salir al Atlántico. Esperamos que, a su vez, la Royal Navy traiga hasta su última canoa para enfrentarse a nuestros buques.
El capitán calló un momento para que meditásemos en lo que acababa de decir. Tras unos instantes prosiguió—. Podrán ver que se está preparando una de esas grandes batallas navales que deciden las guerras, como Trafalgar o Jutlandia. Hasta ahora los ingleses siempre habían tenido ventaja, pero ahora la diferencia la podremos que poner nosotros. Tenemos la ocasión ya que la superioridad de la Royal Navy no es tan grande como en Jutlandia. Con todo no debemos olvidar que se trata de una fuerza veterana y entrenada, mientras que la flota del Pacto es una amalgama de barcos de varios países. Se ha hecho un enorme esfuerzo para mejorar la coordinación y el control, pero aun así no creo que nuestras escuadras puedan superar a las inglesas. Deben recordar los ingleses cuentan no solo con acorazados sino también con portaaviones, y supongo que ustedes no necesitarán que les recuerde que donde hay águilas, no hay merluzos que valgan.
Las risas se extendieron por la sala. Cuando se calmaron el capitán continuó—. Hace dos meses se produjo un poco al norte de donde estamos una batalla aeronaval en la que nuestro valiente acorazado Scharnhorst fue hundido por aviones torpederos ingleses. En aquella ocasión la aviación del Pacto no fue capaz de contener a los británicos y el almirante Iachino se libró porque a los ingleses, como en Jutlandia, les faltó decisión. Ahora la Luftwaffe va a equilibrar la balanza. Seremos nosotros los que derrotemos a los ingleses.
Tras la alocución, un tanto patriótica para mi gusto —todos éramos profesionales y no necesitábamos soflamas— el capitán procedió a describir las misiones que debía emprender cada escuadrilla. A esas horas el convoy se encontraba a la altura de Kenitra, demasiado al norte para nosotros. Aunque nuestros cazas tenían suficiente alcance, apenas podríamos mantenernos una hora en la zona. Tendrían que ser otros grupos emplazados en aeródromos norteños los encargados de la protección. Aun así no íbamos a estar de brazos cruzados, porque se nos iba a encomendar una caza poco prometedora pero de crucial importancia: acabar con los aviones de reconocimiento británicos que salían desde Madeira. Había que dejar al enemigo ciego, y los grandes polimotores eran sus ojos. En las últimas semanas los ingleses habían incrementado sus patrullas; ahora pagarían las consecuencias.
Por desgracia dar caza a un avión en medio del océano no era fácil. Contábamos con la red de radiotelémetros que se había emplazado a lo largo de la costa para vigilancia naval o aérea, pero no sería fácil interceptar a los contrarios: simple cuestión de matemáticas: aunque nuestros cazas doblasen la velocidad de los aparatos de reconocimiento ingleses, llevaba demasiado tiempo despegar, tomar altura y alcanzarlos. Así que íbamos a mantener patrullas sobre la costa, en el radio de acción de los radiotelémetros, que serían los que nos guiarían hacia el enemigo.
La misión se prometía tediosa y lo fue más de lo que esperábamos. Yo cubrí tres patrullas, y dos veces tuve que salir para interceptar intrusos; pero acabaron siendo Focke Wulf Condor alemanes. Lo único que conseguí de las misiones fue familiarizarme con la costa a cambio de muchas fatigas. Solo la patrulla del capitán Quasthoff se anotó el derribo de un hidro Catalina. Al atardecer el sentimiento era de frustración tras haber pasado todo el día volando para nada. Sin embargo fue entonces cuando llegó una noticia electrizante: se había avistado a la flota inglesa. Al día siguiente se produciría la batalla.
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