Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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No era necesario revisar los datos proporcionados por los instrumentos: bastaba con escuchar como la ventisca golpeada la ventana. El invierno estaba siendo casi tan crudo como el anterior, e incluso las orillas del Mar Negro seguían congeladas. En Leningrado, a pesar de la cercanía del mar, el termómetro bajaba de los treinta negativos, y en Moscú se habían alcanzado unos increíbles cincuenta bajo cero. Aunque la predicción meteorológica tenía mucho de adivinación, parecía que en lo que quedaba del invierno el tiempo iba a seguir siendo malo, y que durante el inicio de la primavera sería igual de malo o incluso peor que el de los dos años anteriores.

En 1942 todos sabían que un error podía llevar una bala en la nuca, pero Iliá Afanásevich Kíbel conocía su deber. Confeccionó un informe que afirmaba que el deshielo se iba a retrasar al menos otros quince días.



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Durante la vuelta a Schönhausen el regente estuvo hablando de las excelencias de nuestros marinos y aviadores como si no hubiese quedado pendiente una cuestión mucho más grave. Pero yo ya sabía que Von Lettow era cada vez más precavido con lo que decía, dónde lo hacía y ante quién. Cualquiera podía ser un informante a sueldo, y de la sospecha no se libraban ni los servidores más veteranos. Siendo nuevo el personal de Schönhausen yo apostaría mi pie sano a que incluía buen número de agentes a saber de qué pelaje.

Cuando llegamos el regente me dijo mientras descendía del coche—. Roland, podríamos dar una vuelta por el jardín si tu pie aguanta. Ya sabes que salgo de estas reuniones con la cabeza como un bombo.

El paseo entre los árboles se estaba convirtiendo en una costumbre tras cada conferencia. Tuve que abrir un paraguas pues el día anterior había llovido bastante y las hojas aun goteaban. Mientras Von Lettow estuvo hablando de lo que podía costar el programa de portaaviones que Marschall demandaba. Siguió dándole vueltas hasta que llegamos a una zona especialmente húmeda. Ahí apoyó su bastón y entonces cambió de tema.

—Me imagino que el agua no le sentará nada bien a tu pie, pero va a ser la única manera de asegurarnos de que nadie nos oye. Supongo que ningún micrófono habrá sobrevivido al temporal de ayer.

—Alteza, ya me imaginaba que si estábamos chapoteando no era por gusto.

—El mío al menos no— rio Von Lettow—. Mis huesos no agradecen las humedades. Pero no me gusta que me espíen, y me da que nuestro querido Schellenberg está pendiente hasta de mis suspiros.

Mientras lo decía, el regente miraba a un árbol. En su tronco pude ver un fino cable pintado de marrón que llegaba hasta el suelo; ahí se apreciaba la marca del bastón, con el que el regente había aplastado la conexión.

—Ya ves que no nos pierden de vista o, mejor dicho, de oídas. Vi el cacharrito el otro día. Quiero pensar que alguno de mis fieles sirvientes lo habrá colocado para mi seguridad. Me imagino que la lluvia lo habrá averiado, y si no, no creo que haya resistido el bastonazo. A los escuchas no les extrañará que con el aguacero ya no funcione. De todas formas luego pondremos una piedra encima y la pisaremos, para que parezca que hemos aplastado el micro accidentalmente.

Yo sonreí mientras esperaba que el regente se explicase.

—Bonita y agradable reunión ¿verdad?

—Me parece que el general no tenía su mejor día.

—Roland ¿te parece que Schellenberg me toma por tonto?

Sabía que era una de las preguntas retóricas del regente. Esperé a que él mismo diese la respuesta.

—Yo esperaba que fuese una reunión amable, para felicitar a los militares por la victoria, darles unas palmaditas en la espalda y colgarles otra condecoración, pero parecía como si a Schellenberg le hubiese molestado la victoria. No creo que nuestro querido general se haya ganado muchas lealtades esta tarde ¿no te parece curioso que alguien tan ambicioso desprecie a dos de los principales jefazos de Alemania? Luego se ha puesto tan impertinente he estado tentado de enviarle al lugar por donde amargan los pepinos. Después nos sale con eso de que los ingleses van a resistir, y encima va y dice que en Moscú no pasa nada ¿no te parece todo muy extraño?

—Desde luego, Alteza, yo creo que el análisis de Schellenberg es un poco pesimista.

—Roland, no te hagas tú también el tonto. No me refería a las valoraciones de inteligencia; siempre he pensado que acertar lo que piensa el enemigo es como intentar atinar una tirada de dados. Aunque tengamos que usar espías no me fiaría mucho pues ¿podemos confiar de quien traiciona a su país? Yo pensaba en la actitud de Schellenberg ¿Lo habías visto muchas veces en este plan?

—La verdad es que no. Aunque últimamente estaba un poco distante, me imagino que porque no le ha gustado todo el asunto de la monarquía.

—Sí, ese berenjenal en el que me has metido. No pienses que no se me olvida, que ya te lo haré pagar un día de estos. Pero ahora quiero que pienses. Me dices que Schellenberg estaba raro y que así no lo habías visto nunca. Además se ha ganado la enemistad de dos de las ramas de nuestras fuerzas armadas. Coincidirás conmigo en que el general es muy inteligente y sabe perfectamente lo que dice o lo que deja de decir ¿Crees que ignora que ponerse en plan chulesco le perjudica? Si se ha puesto a discutir con Marschall y con Von Manstein es por otro motivo. Yo creo que lo que quería era despistarme. O despistarnos a todos, aun no lo sé. Roland ¿crees que podrías sugerir a Von Manstein para que nos invite a cenar? Como viejos compañeros de armas y todo eso. De paso, podrías traer a tu chica y así la conoceré.

Mi chica, pensé. Mi chica. Tenía que sincerarme con el regente.



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Gerhard Koop y Klaus-Peter Schmolke. Deutsch Flugzeugträger Kriegsführung Vorherrschaft. Op. cit.

El Plan HS

El plan naval de 1942, más comúnmente conocido como plan HS (Hochsee o Alta Mar) estuvo destinado a expandir la flota alemana para que fuese capaz de disputar el dominio del mar a la británica y la estadounidense.

Empezó a gestarse en el verano de 1941, cuando a pesar de las victorias de Egipto, Palestina e Irak el Reino Unido no solo se negó a aceptar la derrota sino que invadió Portugal para luego atacar a España, uno de los aliados de Alemania. La campaña portuguesa acabó en un desastre para la causa británica pero demostró la importancia del dominio de los mares. Su posesión permitía que Inglaterra importase los suministros y el armamento que necesitaba, y gracias a la libertad de navegación los ejércitos británicos podían actuar en territorios alejados. Los ingleses no tenían capacidad para atacar Europa, pero era más que probable que interviniesen en la periferia, sobre todo en las colonias. Muchas estaban en mala situación: algunas habían quedado aisladas, y en otras las autoridades se habían rebelado con el apoyo británico. Debe recordarse que para los ingleses era tradicional aprovechar los conflictos europeos para hacerse con las posesiones de ultramar de los demás, sin detenerse a considerar en si eran enemigos o aliados. La única manera de impedirlo era mediante una flota potente que disputase el dominio del mar a la Royal Navy. Factor adicional era la creciente involucración de los Estados Unidos y su potente marina en el conflicto.

La marina del Pacto de Aquisgrán no era desdeñable: la alemana era reducida pero moderna, y si se unía a las de sus aliados (las de Italia, Francia y en menor medida España) se podía reunir una fuerza capaz de enfrentarse a la británica. La mejora de la coordinación aumentó la eficacia aunque inicialmente se produjeron algunos problemas de coordinación. Con todo, los buques británicos, comparados unidad por unidad, eran más acertados que los del Pacto (con contadas excepciones). Además la Royal Navy tenía una ventaja que desde los primeros compases de la guerra se reveló crucial: disponía de portaaviones y de aviación embarcada. Aunque la capacidad aeronaval de la Royal Navy era escasa comparada con las que se emplearían en fases posteriores de la guerra, los obsoletos aviones navales de la Fleet Air Arm habían conseguido grandes éxitos sobre los buques del Pacto de Aquisgrán: habían logrado hundir cuatro acorazados (aunque posteriormente pudieron ser recuperados y reparados el Dunkerque, el Richelieu y el Cavour) y averiar a varios más. Especialmente exitosos habían sido los ataques a Tarento y el combate de Larache. La flota británica no había salido indemne y a principios de 1942 ya solo conservaba la mitad de sus portaaviones, pero un análisis detenido demostraba que las bajas se habían debido a las tácticas equivocadas y a lo inadecuado de los aviones ingleses, y no a fallos inherentes a ese tipo de buques.

Aun así en la decisión de prescindir de los acorazados en el rearme pesó otra consideración tan decisiva como la táctica: el escaso tiempo disponible. Aunque se repitiese un diseño ya existente para abreviar los plazos, construir un acorazado llevaría de cuatro a seis años; casi con seguridad la guerra ya habría acabado cuando el nuevo buque de batalla entrase en servicio. Además los acorazados requerían materiales especiales, como las placas de blindaje o la artillería pesada, que la sobrecargada industria germana tenía dificultades para entregar. Sin embargo un portaaviones de la época era poco más que un crucero grande y no necesitaba equipos especialmente complejos. Así que Alemania se vio forzada por las circunstancias a lo que posteriormente se consideró una decisión valiente, arriesgada y acertada.



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El proceso de rearme naval ya había empezado cuando se trazaron las líneas básicas del plan HS. El portaviones Graf Zeppelin, cuyas obras se habían reiniciado tras ser detenidas en 1939, gracias a la asistencia japonesa estaba a punto de ser finalizado. Además se trabajaba en el programa Hilfsflugzeugträger 40, destinado a equipar a la Kriegsmarine con portaaviones auxiliares mediante la conversión de unidades mercantes. También acababa de ser entregado el crucero pesado Seydlitz, la cuarta unidad de la serie Hipper; el quinto, el Lutzow, había sido vendido a la Unión Soviética. Asimismo se estaban entregando los destructores del tipo 1936. Por desgracia el resultado de esas unidades fue mediocre. El portaaviones Graf Zeppelin tuvo una vida operativa muy corta debido a los daños causados por una mina. Los portaaviones auxiliares fueron poco satisfactorios: uno, el Frisches, se perdió en un accidente, y los demás tenían defectos tan graves que solo pudieron ser empleados en la instrucción de pilotos y dotaciones. Tan solo los cuatro de la clase Rhein, que entraron en servicio en 1943, dieron buen servicio, aunque con las limitaciones debidas a su origen. Mejor resultado dieron el crucero Seydlitz y los destructores de la clase 1936b. Sin embargo, eran una adición minúscula a la flota.

Además de terminar las obras en curso, a lo largo de 1941 se habían puesto las quillas de gran número de unidades de todo tipo, incluyendo dos portaaviones pesados, dos ligeros, y los primeros cruceros de la clase Stadt. El esfuerzo afectó también a los astilleros holandeses, ahora bajo control germano, que reemprendieron las obras de los cruceros holandeses de la clase Eendracht (rebautizados Amsterdam y Rotterdam) y de los «torpederos» (destructores) del tipo 1940. En Alemania también se inició la construcción de un buen número de número de unidades de menor porte como destructores, torpederos, minadores y buques auxiliares.

Dada la urgencia del Plan HS se decidió no desarrollar nuevos tipos sino ampliar las ordenes de los ya en construcción, modificados a la luz de la experiencia bélica. El número de unidades encargadas hubiese sido inimaginable antes del inicio del conflicto y superaba al ambicioso Plan Z de 1939. Como se ha dicho la prioridad fueron los portaaviones de los que se encargaron otros veintidós (diez pesados de la clase Káiser y doce ligeros de la Hindenburg); aun así parecían pocos y se añadieron otros ocho pesados y ocho ligeros cuya quilla se pondría cuando hubiese gradas disponibles, bien en las de nueva construcción o las que quedasen libres tras la botadura de los barcos que ya estaban en obras. También se decidió la conversión de cuatro de los cruceros que se estaban construyendo; más adelante se transformaron cuatro más. El programa resultó demasiado ambicioso y finalmente solo se finalizaron ocho de los Káiser, doce Hindenburg y ocho Berthold (resultado de la conversión de cruceros ligeros).

Los nuevos portaaviones alemanes, diseñados con la ayuda japonesa, incorporaban elementos como catapultas de vapor comprimido de nuevo diseño (que les permitían lanzar aviones pesados como los Ju 287) y la cubierta oblicua probada en los Jade. Esta última innovación multiplicó la eficiencia de los portaviones al permitir recoger aviones con mayor seguridad y lanzar otros al mismo tiempo. La experiencia de Frisches hizo que los buques germanos incorporasen sistemas de seguridad mejorados que los hicieron muy resistentes a los daños. Aunque en conjunto la fuerza aeronaval del Pacto fue inferior a la anglonorteamericana, fue capaz de lograr la superioridad en las áreas en las que podía colaborar con el apoyo de la aviación terrestre.

Ya se ha indicado que los astilleros alemanes no tenían capacidad para construir los buques que se demandaban por lo que se decidió engrosar la fuerza de portaaviones modificando varias unidades civiles, a pesar de la mala experiencia con los Hilfsflugzeugträger. Primero se pensó en los dos grandes buques de pasaje Europa y Bremen, pero tras estudiarlos se consideró que serían inadecuados para su conversión. A pesar de sus grandes dimensiones no podrían llevar más de cincuenta aviones porque la estructura de los barcos no permitía instalar un hangar de doble piso, y estaban resultando muy útiles como transportes de tropas de gran capacidad. En su lugar fueron transformados cinco barcos de menores dimensiones: los Scharnhorst (que había regresado desde Japón tras un largo y arriesgado periplo), Berlín, Potsdam, Deustchland y Hamburg. El Hamburg, rebautizado Hase, fue el primero en ser finalizado en diciembre de 1942; el resto entraron en servicio en los meses siguientes. Por desgracia los buques de la clase Hase (que llevaron nombres de ríos alemanes) no rindieron el resultado esperado. Nunca consiguieron sobrepasar los 21 nudos, menos de los que hubiera alcanzado el Europa o el Bremen, y además sufrieron averías continuas ya que sus maquinarias, diseñadas para el empleo civil, no resistían los continuos cambios de ritmo de una unidad militar. El problema fue especialmente grave en el Saale y en el Pegnitz (los antiguos Scharnhorst y Potsdam) ya que empleaban calderas de alta presión especialmente frágiles. Su limitada velocidad los condenó a realizar misiones auxiliares, normalmente junto con los Rhein. Al acabar el conflicto fueron ofrecidos a sus antiguos propietarios que los rechazaron, ya que el coste de la reconstrucción en buques de pasaje resultaba demasiado alto. Finalmente fueron adquiridos por la Kriegsmarine; el Hase y el Dahme fueron empleados como buques de instrucción durante unos años siendo posteriormente vendidos a Argentina. Los Pegnitz, Saale y Breitach fueron vendidos como chatarra y desguazados.




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Un segundo pilar del Plan HS estuvo en la construcción de una poderosa fuerza que acompañase a los portaaviones. Como se ha dicho se prefirió no diseñar tipos nuevos y se solicitaron unidades adicionales de la clase Stadt (ciudad). Llegaron a ser encargadas sesenta, aunque solo fueron finalizadas diecinueve; deben añadirse otros ocho construidos en Italia y España y los ocho portaviones de la clase Berthold. Los diecinueve Stadt, más los dos Amsterdam, dos Prinz Eugen, dos Leipzig y el Köln supusieron un enorme avance pero siguieron siendo insuficientes; por ello tuvieron que ser complementados por una fuerza muy numerosa de destructores pesados y de torpederos. La ventaja de centrarse en unidades ligeras estaba en que podían ser construidos en astilleros de pequeñas dimensiones y, según el tipo, sin excesiva experiencia. Nada menos que trescientas noventa y nueve unidades fueron entregadas durante el conflicto. Solo treinta y seis fueron clasificadas como «destructores» (los tipos 1936b, 1936c y 1942) denominándose al resto torpederos; debe tenerse en cuenta que la Kriegsmarine entendía por torpederos lo que otras potencias denominaban destructores ligeros. Por ejemplo, los del tipo T117 superaban las dos mil toneladas de desplazamiento.

Además se construyeron gran número de unidades de menor porte, como minadores, lanchas torpederas o buques anfibios. Dada la saturación de los astilleros principales muchas fueron encargadas a instalaciones a la orilla de ríos navegables; en el caso de los barcos de mayor porte, como los dragaminas del tipo M1942, se construyeron en secciones prefabricadas que fueron ensambladas, procediendo los astilleros solo al montaje final. De nuevo la capacidad de los astilleros resultó insuficiente y para las misiones menos comprometidas tuvieron que emplearse barcos civiles, no siempre adecuados: por ejemplo, los pesqueros rindieron un servicio aceptable como patrulleros pero resultaron mediocres como escoltas, obligando a adquirir unidades de origen español. Aunque también se precisaban buques auxiliares de mayor porte los tipos existentes eran demasiado complejos y solo se construyeron doce petroleros de flota de la clase Dithmarschen (de los que cuatro serían finalizados como portaaviones auxiliares) u ocho buques de abastecimiento de la clase Waldemar Kophamel. En su lugar se inició la construcción de varios tipos estándar que podían ser finalizados para una u otra finalidad: los Frachtschiff 3.000, 7.000 y 12.000 (por su desplazamiento a plena carga), los Tanker 2000, 8000 y 12000, y los Landung 200 y 800. Por desgracia la sobrecarga de la industria naval hizo que el ritmo de entrega de las nuevas construcciones fuese muy lento. Fue necesario emplear buques ya existentes, buen número de ellos de los capturados al enemigo, que dieron peor resultado que las unidades concebidas como militares.



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La Kriegsmarine no olvidó su arma clásica, los submarinos. Cuando se aprobó el Plan HS el esfuerzo realizado desde 1940 estaba dando frutos y se estaban entregando nuevas unidades a buen ritmo. Aunque la sustitución del tipo VII por los mayores del tipo IX conllevó algunos retrasos, no fueron demasiado perjudiciales pues se estaba experimentando dificultades con la formación de las dotaciones. A finales de 1942 entraron en servicio los tipos avanzados VIID, VIIE, VIIF e IXD; en 1944 fueron complementados por los tipos XXI, XXII y XXIII. Los submarinos germanos se convirtieron en una grave amenaza para las marinas de guerra aliadas, y en 1945 los tipo XXIC revolucionaron la guerra naval al atacar con misiles la costa norteamericana.

Aunque la parte más conocida del plan HS fue la referente a la incorporación de nuevas unidades, tan importante o más fue habilitar recursos para fabricarlas y mantenerlas. La expansión de la marina de guerra afectó a toda la economía de guerra. Por ejemplo, fue necesario aumentar la producción de acero lo que requirió que se ampliasen las minas existentes (tanto las de carbón como las de mineral de hierro, no solo en Europa sino también en el norte de África) y se mejorase el tratamiento del metal para incrementar la producción de acero con las calidades necesarias. En lo referente directamente a la marina, hubo que construir nuevos astilleros y ampliar los existentes, principalmente los situados en la costa alemana del Báltico, aunque también los de Holanda, las repúblicas bálticas y los situados a la orilla de los grandes ríos navegables. Lo mismo se hizo con las bases existentes y se crearon otras nuevas, siendo de gran importancia las de Gibraltar y Vigo, en España, Bergen en Noruega y Zula en el Mar Rojo. La necesidad de proveer a estas bases con equipos adecuados llevó al empleo de medios novedosos, como los diques flotantes extensibles que sustituyeron parcialmente a los fijos.

Otro aspecto que incluía el Plan HS y del que no suele hacer se mención fue el gran estímulo que recibió la investigación. Ya un programa a menor escala había llevado al desarrollo de los radiotelémetros con magnetrón de cavidad resonante, que tuvieron un papel crucial en las batallas de finales del 41 y principios del 42. Ahora se multiplicaron el personal y los fondos destinados al desarrollo de nuevos equipos. Como era de esperar, la mayor parte de los programas emprendidos no conllevaron resultados positivos, pero otros fueron muy exitosos, como el de los submarinos lanzamisiles.

La faceta menos conocida del Plan HS fue el estímulo a la cooperación con los aliados, lo que contrastaba con la política seguida hasta entonces por Alemania. Previamente las relaciones habían sido de naturaleza mercantil y por lo general, desequilibradas a favor de Alemania. Sin embargo a partir de mediados de 1941 la Kriegsmarine había empezado a colaborar con sus aliados. Alemania cedió armas y equipos electrónicos, licencias de fabricación, buques ligeros e incluso unidades de guerra de gran porte, como el crucero Emden, entregado a la Armada Española. En menor medida la flota japonesa también se benefició de la cooperación. Asimismo se establecieron programas de formación conjunta que facilitaron las operaciones combinadas. El resultado fue muy favorable ya que se consiguió mejorar la eficiencia de las marinas aliadas, que eran potentes pero que técnicamente se estaban quedando atrás. Al actualizarse y al poder operar junto a la flota alemana se logró que, tomada en conjunto, la marina del Pacto pasase a ser la segunda del mundo, y que jugase un rol de gran importancia en la resolución favorable de la guerra. Alemania también obtuvo beneficios, no solo por la mayor eficiencia de las flotas aliadas, sino por recibir equipos muy efectivos diseñados por sus aliados como los torpedos japoneses de los tipos 91, 93 y 95, o el cañón antiaéreo automático de diseño italiano Breda Allargato de 7,5 cm.




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La invitación del regente me hizo volver a pensar en Katrin. O en Herta, pues ahora conocía su verdadero nombre.

La tarde anterior, mientras Alemania celebraba el gran triunfo, yo recibía la mayor impresión de mi vida. Katrin no estaba alegre sino cabizbaja y apesadumbrada. No vestía con los alegres colores de otros días, sino un vestido gris de mal corte y peor confección. Su pelo había perdido el brillo y estaba recogido en un apretado y poco sugerente moño; solo sus ojos conservaban la luz. Ella dejó que yo la tomara del brazo. Pensé que íbamos a pasear, pero Katrin me llevó al reservado de un café en el que nunca habíamos estado. Cuando intenté besarla me rechazó.

—Roland, me muero por darte un beso; pero no sé si querrás hacerlo cuando sepas toda la verdad. Estaré hablando un tiempo. Te pido, por favor, que no me interrumpas.

Katrin empezó a contar su historia. Se llamaba realmente Herta Eberhart, era la única hija de un contable, y había nacido en Schramberg, una pequeña ciudad al pie de la Selva Negra. Fue concebida poco después de la vuelta de su padre de las trincheras, donde los gases habían destrozado sus pulmones. En esos difíciles años en Alemania faltaban varones pero en el campo y no en oficinas. La arruinada salud de su padre no le permitía los trabajos duros y la pequeña familia conoció la pobreza. La hambruna primero, luego la revolución y finalmente la hiperinflación les forzaron a trasladarse a la pequeña aldea de la montaña de la que procedía la madre y donde Herta aprendió las primeras letras. Más adelante la economía mejoró y pudieron volver a Schramberg, donde su padre había recuperado su puesto en el banco. Tras acabar sus estudios Herta, ya hecha una mujer, acudió a la capital en busca de trabajo.

Hasta ahí parecía la vida de cualquier joven. Lo único que sorprendía era que hubiese rehuido del ideal de la mujer alemana, destinada desde el nacimiento a las tres kas: kinder, kirche, küche (niños, iglesia, cocina). Pero Herta me dijo que había nacido con una doble maldición: la belleza y la inteligencia.

Desde sus primeros años había sido una niña tan adorable que despertaba la envidia de las familias que no habían sido bendecidas con tal preciosidad. Cuando la pequeña se hizo mujer su atractivo evolucionó. Seguía despertando los celos de las demás mujeres pero ya no solo porque las hiciera desmerecer, sino porque los hombres de la localidad bebían los vientos por la joven. Despertaba pasiones en los chicos de la calle, en los estudiantes, en sus profesores, en cualquiera que se cruzase. No solo el ansia de conocerla y abrazarla, sino también otra más carnal. Si Herta hubiese sido como las demás chicas se hubiese entregado al que más le apeteciese y ahora cuidaría una jauría de niños rubios muy guapos y con ojos azules. Pero ella no solo era bella sino también inteligente, mucho más que cualquiera de los que la rodeaban. Ya de pequeña Herta hacía preguntas que ponían en compromiso hasta a sus profesores; con ello logró que las mujeres, incluso su madre, encontraran otro motivo de rencor. Los hombres no la entendían y tampoco comprendían que no despertasen en la chica el mismo anhelo que ellos sentían. Eso alejó de ella a los más decentes; los demás pensaban que esa hembra despampanante debía ser suya por las buenas o por las malas.

La maldición convirtió el paso por la escuela en un suplicio. Los profesores la temían porque comprendía la lección mejor que ellos, o la odiaban porque no caía rendida ante ellos. Los estudiantes peleaban por conseguirla como botín, pero un botín que debía aceptar los dictados del macho vencedor. En la calle los viejos verdes la desnudaban con la mirada y siempre había alguno dispuesto a aprovechar las apreturas del autobús para acariciar sus curvas.

Herta estaba sola. No podía acercarse a sus compañeros, y las chicas del colegio murmuraban y la acusaban de quitarles sus novios. Las mujeres de la ciudad la consideraban una fulana que iba provocando para arrebatarles sus maridos. Incluso su madre la reconvenía. Porque para Herta bastaba con pasear por cualquier calle para atraer todas las miradas, aunque llevase el mismo uniforme anodino de las demás chicas. Simplemente, era como el sol que brilla entre las nubes. Solo su padre la entendía, y los recuerdos más felices de la infancia eran de esas veladas que pasaban juntos. Al principio él la ayudaba a aprender las lecciones; más adelante Herta le alivió de las innumerables horas que tenía que pasar ante los libros de contabilidad. Las tareas escolares le resultaban tan sencillas que pronto aprendió las técnicas contables, además de todo lo que encontraba en la biblioteca de la pequeña ciudad.

Pero la maldición fue capaz de acabar hasta con esos momentos felices. En los años treinta los energúmenos que pretendían a Herta se aunaron y vistieron camisas pardas. El más gallito resultó ser el hijo del gerifalte local y cuando Herta se resistió pensó que se encontraba ante un reto y quiso forzarla. Literalmente. Primero fueron sugerencias, luego presiones y finalmente amenazas. Hasta que una tarde la buscó cuando volvía de la escuela. Pensaba que su envergadura bastaría para lograrla; luego Herta, contrita, aceptaría que su destino era criar alemanitos a los que enfundar la esvástica. Pero ella tenía otra opinión y unas tijeras que el imbécil se encontró clavadas en el muslo. El escándalo fue de órdago. La policía no intervino. El inspector, viendo lo ocurrido, el tamaño de Herta y el de su agresor, supo que había intentado violarla, pero detener al retoño del stellenleiter no sería bueno para su carrera. El papá, por desgracia, era digno progenitor de su cavernicolita y pensó que si el nene quería un juguete Herta tendría que haberse alegrado por el honor. Así que decidió aportar su granito de arena y la familia se encontró bajo el peso del partido.

Aunque Herta decidió escapar a Berlín de poco le sirvió a su padre. Fue despedido del banco y falleció poco después; la joven lo supo por una carta llena de rencor que recibió de su madre. Herta ni se dignó responder. Desde entonces no volvió a tener relación con sus familiares. Al menos había encontrado un refugio: su padre no pudo darle sino unos pocos billetes y una carta de recomendación para un antiguo compañero del regimiento. Resultó ser un hombre de honor que acogió a Herta en su domicilio y le proporcionó trabajo en su departamento de inversiones. Allí absorbió los conocimientos como una esponja, aprendiendo cuál era el flujo de dinero en la nación y el mundo. Fue donde supo que las fortunas no eran barras de metal precioso ni montones de billetes, sino simples cifras anotadas en libros.

Berlín también fue la escuela en la que aprendió a emplear su cuerpo. Las calles eran un laboratorio en el que experimentar como la elección de ropas y un sutil toque de maquillaje podía transformar una beldad en un adefesio. Normalmente trataba de ocultarse bajo un feo moño, un traje ordinario y basto, y empleando trucos como poner una piedrecita en el zapato para obligarse a mantener un andar renqueante. Aun así siempre había algún libidinoso con mejor ojo que el resto y que buscaba en el U-Bahn la ocasión para apretujarse contra el pecho de la joven; así aprendió la segunda lección, el efecto de un sopapo a tiempo. La tercera, que igual usaba los cosméticos para afearse, con ellos podía transformarse en una diosa. La belleza era una maldición pero también un arma.

Pero en la vida de Herta la felicidad no duraba y esta vez fue culpa de la guerra. Su jefe volvió al ejército no sin recomendarle que buscase un puesto en el que servir al país. Para lograrlo la joven se dirigió al RHSA vistiendo sus mejores galas; encontró el puesto que quería pero también despertó a la maldición en forma de otro anormal. Por desgracia esta vez el baboso llevaba galones y se creía con aun más derechos que el orangután con el que la chica había lidiado en Schramberg. Tras unos pocos y torpes escarceos se lanzó contra Herta. Aun recuerdo como al contarlo su voz recuperó el tono de complicidad.

—Roland, la verdad es que estaba harta de ese zoquete y no pensé en las consecuencias. Esperé a que hubiese público y entonces le solté una bofetada con la mano abierta. Yo ya sabía cómo propinarlas; hay que darlas girando el cuerpo y con el brazo estirado pero no rígido, para que no sea un cachetito sino un bofetón digno de un boxeador. El guantazo que le solté restalló como un pistoletazo y atrajo todas las miradas. Imagina como le di que aunque el mamón se quedó rojo como un tomate, en su cara quedó la marca pálida de mis dedos.

Luego Herta volvió a su tono neutro, casi profesional, mientras me seguía relatando sus últimos meses. Había tenido que dejar el RHSA pero no pudo volver a la asesoría, que ya había sido contaminada por la podredumbre nazi. No encontró empleo ni en oficinas gubernamentales ni en los bancos porque su acosador la seguía persiguiendo. Se dedicó a limpiar domicilios, pero antes o después la dueña le echaba una mirada y la despedía pensando en el efecto que las curvas podrían tener en maridos o hijos. Herta no quería volver a su pueblo, y se estaba resignando a buscar trabajo en alguna fábrica a sabiendas de lo que le pasaría, cuando recibió una llamada por teléfono. Resultaba que una compañera que había oído hablar del soplamocos —huelga decir que el cuento corrió por toda la ciudad— le dijo que trabajaba en la Oficina Demográfica del Reich, uno de esos organismos que aparecían como hongos en la ciudad en guerra, y que el jefe quería entrevistarla.

Herta no sabía a qué atenerse, si disfrazarse de pordiosera o de estrella de cine. Finalmente escogió una posición intermedia, lo justo para ser tentadora pero no estridente: quería ver cuál era la reacción del que la recibiese. Pero el que la citó, un tal Gerald, aunque la apreció —su mirada no engañaba— se mantuvo en un plano profesional. La joven esperaba encontrar un trabajo de mecanógrafa o algo así, pues no creía que pudiese acceder a un puesto acorde con sus capacidades. Pero ocurrió que la oficina era realmente una agencia de inteligencia, y Herta acabó dirigiendo una importante sección.

—Roland, es ahora cuando entras tú. Gerard necesitaba comunicarse con el gabinete y no podía hacerlo a través de su jefe, el general Schellenberg. Me pidió que buscase la amistad de alguien de dentro. Ahora sabes que puedo hacerlo —me dijo mientras se inclinaba lo justo para que el escote se abriese un par de centímetros y permitiese un atisbo al nacimiento de sus senos.

—Había pensado en tu canciller, en Speer —siguió diciendo—. Ya sé que está felizmente casado, pero viéndolo tan atildado supe que era vulnerable. Pero entonces te vi y me llamó la atención tu aspecto juvenil. Al principio pensé que serías otro emboscado, pero leí tu expediente —no me dijo como había accedido pero comprendí que la agencia en la que trabajaba, de la que nunca había oído hablar, tenía grandes recursos— y vi que no solo eras un héroe de guerra, que tenías un pasado antinazi, y me asombró que la idea de la restauración monárquica fuese tuya. No te imaginas lo que me sorprendió que un militar idease un sistema que haría que el ejército cediese el poder. Así que quise conocerte antes de atacar al canciller. Como me pareciste un hombre honrado preferí no emplear mis armas y me vestí de patito feo. Ya sabía que el disfraz duraría poco tiempo; viendo como reaccionabas sabría si todo lo que buscabas era meterme mano. No esperaba lo que ocurrió: sé que no me creerás, pero me enamoré de ti. Me prendaste de tal manera que disgusté a mi jefe, que quería que la relación fuese menos estrecha, al menos por mi parte. Él piensa que para manejar a un hombre es mejor una mujer que no esté enamorada. Pero yo no te quiero utilizar. No eres una marioneta sino el hombre de mi vida. Ahora te voy a perder. Voy a dejarte, aunque antes tengo que cumplir mi misión.

Me entregó una nota y me dijo—: Te pido que mañana estés allí. Yo te esperaré y te llevaré ante mi jefe. Después ya no te molestaré.

Iba a responder pero me aferró y me dio el beso más tórrido que jamás había experimentado. Luego se fue.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La amenaza del cuchillo en la garganta silenció a la casera.

—Mujer, permanece callada o te mataré. Solo voy a atarte. Luego escaparé.

La casera notó que su inquilino hablaba un alemán casi perfecto. Aunque temblaba como una hoja se dejó hacer. Savely primero la amorda-zó, llenándole la boca con un pañuelo y cerrándosela con otro. La mujer lloraba y moqueaba, y apenas podía respirar, pero a Savely no le importa-ba. Partió una sábana y ató sus extremidades a la cama. Otra tira más rodeó la garganta de la casera para que cualquier movimiento la asfixiase. Entonces empezó a trabajar.

Primero tomó un palo de escoba y lo introdujo entre las piernas, pri-mero suavemente; luego con un buen empujón la empaló. Después fue la cara. Unos cortes limpios la dejaron sin párpados antes de quitarle los ojos. Siguió por las orejas; un corte por detrás y un tirón para despren-derlas. Luego aprovechó los cortes para arrancarle la piel y el pelo. Tenía que darse prisa pues la mujer sangraba como una cochina y si se moría ya no disfrutaría igual. Así que volvió a ponerle la piel en la cabeza y pasó al abdomen. Un suave corte desde el esternón al pubis y el intestino se de-rramó. Savely se apartó para que la sangre no le salpicase demasiado. Arrancó la escoba y con el mango extendió las tripas; si no llegaban a los rincones, empleaba el cuchillo.

La mujer ya no se retorcía; apenas respiraba y Savely supo que solo le quedaban minutos. Dejó que se desangrase mientras limpiaba el cuchillo con la colcha. Luego se lavó las manos y la cara, se cambió la ropa y recogió las piezas del fusil, la pistola y la bolsa que contenía el dinero y los documentos. Se puso su raído abrigo y abandonó el apartamento. No salió del cuartel por la puerta principal, donde el cotilla del portero siempre estaba al quite, sino que había preparado hacía tiempo su escape cortando los clavos de una ventana. Bastó con sacudirla para que se soltase. Con cuidado la desmontó, salió a la calle y volvió a colocarla. No estaba fija y en cuanto alguien la tocase se caería, pero a Savely daba igual; ya no volvería ahí y solo se trataba de ganar tiempo.

Después anduvo por la acera, soportando la fría lluvia que el viento arrastraba, como si fuese otro trabajador que madrugaba para llegar a la fábrica. Al llegar al metro esperó hasta que llegó un convoy; pero en las estaciones siguientes empezó el baile; entraba en un vagón y salía cuando las puertas estaban a punto de cerrarse y cambiaba de dirección o de línea. Durante casi dos horas estuvo saltando por todo Berlín; solo empezó a buscar otro refugio cuando se sintió seguro.

Maldita Annelie, pensaba Savely; aunque al final había podido divertirse un poco.



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Uno de los agentes vestidos de policía volvió la cabeza y vomitó. Otro apenas podía contener las arcadas viendo los restos de la casera esparcidos por la habitación, en la que flotaban miasmas de sangre, heces y muerte.

Gerard dejó que sus hombres revisasen el piso; tal vez tuviesen suerte y hallasen alguna pista, aunque lo dudaba. Miró al portero. Ese idiota tenía una ficha policial más larga que el listín telefónico de Berlín. Hasta ahora habían sido menudencias, pero esta vez se había metido en algo demasiado grande. Sopesó lo que podría hacer con él. Los de su calaña siempre están dispuestos a servir a la policía, pero el Director no se fiaba y menos de su capacidad para mantener la boca cerrada. Llevarían al portero al sótano de la Central, pero su destino final sería el Spree.

—Señor Director, tenemos un problema. Parece que el Alto ha salido por detrás. Solo teníamos dos agentes que han intentado seguirlo, pero lo han perdido en el U-Bahn.

—¿Se ha dado cuenta de que tenía cola?

—Creen que no, pero no están seguros.

Todos esperaban que Gerard explotase. El Director había ordenado detenerle, no seguirle, pero los dos hombres no se habían sentido capaces de hacerlo. Pero el Director, por el contrario, casi pareció alegrarse.

—Bueno, la fiera ha escapado pero ahora está al descubierto y es vulnerable. Tendrá que buscar otro cubil. Reemprenderemos la búsqueda y esta vez lo atraparemos.



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Capítulo 32

Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico,
con sus faroles rojos en la noche calina


Tomás Morales


Los quinientos metros de altura del pico de Facho extendían el alcance del radar; por desgracia también señalaba su posición a los aviones del Pacto. Solo hierros retorcidos quedaban de la antena del equipo CHL que una bomba había destruido dos días antes. Un equipo estaba sustituyendo la antena, trabajando con tesón porque el radar era fundamental para la defensa del aeródromo de Porto Santo. La base era la única cercana a la disputada Gran Canaria que podía admitir aviones pesados, y sufría ataques casi continuos.

Era ya de noche cuando se finalizó la labor. Los técnicos pusieron en marcha el generador y el radar empezó a calentarse. Al final se pudo conectar la antena y empezar a transmitir.

—Algo pasa —dijo el operador—. Estoy recibiendo ecos muy cercanos. Parece que están a nivel del mar. Vamos a ver… sí, se desplazan lentamente. Me parece que el equipo está funcionando bien. Eso debe ser algún convoy de la Royal Navy. Habrá rodeado Madeira para esquivar a los submarinos nazis.

—Seguro que sí. De todas maneras voy a confirmarlo con el mando.

Sin embargo el teléfono no daba línea. Era un fastidio que no extrañó a los soldados. La resistencia en Madeira era menos activa que en las Canarias, y en la pequeña Porto Santo la actividad de los partisanos se reducía a algunos cortes de cables. A fin de cuentas, para hacerlo bastaba con un palo y una hoz. Sin embargo reparar la línea de noche era muy peligroso. En Canarias había sido habitual que los resistentes colocasen trampa cazabobos, y en Porto Santo ya se habían encontrado un par de bombas junto a los cables cortados, esperando al equipo de reparación. No suponían mucho riesgo de día, pero eran muy peligrosas durante la oscuridad. A la mañana siguiente la arreglarían, pero ahora habría que enviar un mensajero.

El soldado Jones montó en la bicicleta y descendió con cuidado por la ladera, pues aunque había luna llena las piedras creaban sombras engañosas. Solo pedaleó con mayor tranquilidad al llegar al llano. Iba pensando en su servicio en Gran Canaria. Había pasado dos meses chapoteando en trincheras infectas cubiertas de lodo y de mugre. Tuvo la fortuna de ser evacuado por una disentería, pero ya se había recuperado e igual volvían a mandarlo a la condenada isla ¿Por qué no se la dejaban a los dones si tanto la querían?

Entonces Jones vio el resplandor de varias hogueras. Seguro que los cabrones salazaristas las habrían prendido para orientar a los bombarderos nocturnos. Esos hijos de puta se estaban creciendo y habría que darles una lección. Jones se regodeaba con lo que les harían en cuanto los pillasen cuando los reflejos de veterano actuaron, y se encontró tirado en la cuneta antes de oír el silbido del proyectil.

El radiotelémetro del Cervantes había detectado el macizo del norte de la isla y algo después las emisiones del radar británico, cuando ya era demasiado tarde para los ingleses. Siguiendo lo planeado el crucero español viró a babor para rodear la formación por sotafuego y situarse en la cola. El Zara, insignia del contralmirante Cattaneo, pasó a dirigir la línea. Las torres se orientaron hacia estribor y los ascensores de municiones empezaron a subir los proyectiles. Desde la dirección de tiro se pudieron ver tres fogatas que permitieron que el crucero se situase con toda precisión. Momentos después Cattaneo autorizó al capitán Corsi para que abriese fuego. En los minutos siguientes un aluvión de proyectiles cayó sobre el aeródromo mientras el Cervantes disparaba contra el radar del pico do Facho. Casi al mismo tiempo la división de cruceros del almirante Legnani bombardeaba el puerto de Funchal y la pequeña pista situada junto a Santa Cruz, en Madeira.



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Egil Khersi. «Inferno e paradiso: la mia battaglia in Canarie». Lo scarabeo. Roma, 2003.


Tras el bombardeo de Gando me había quedado en la isla para preparar algún ataque contra los pantalanes que los ingleses empleaban para desembarcar suministros, pero estaban demasiado alejados de las líneas españolas para llegar nadando. Al poco llegaron a la isla un par de escuadrillas de lanchas rápidas, una española y otra alemana. Cualquiera podría haberme llevado, pero su pesado armamento era más que sobrado contra los amarraderos ingleses y me quedé sin quehacer.

Aprovechando que los aviones ya llegaban a la isla de manera regular yo esperaba que me reclamasen, pero en su lugar llegó una orden por la que se me transfería al estado mayor del general Muñoz Grandes, el español que había tomado el mando de las fuerzas en la isla. Yo debía actuar como oficial de enlace con mis compatriotas. Al principio era una tarea sencilla pues tan solo se trataba de las dotaciones de los aparatos de transporte que llegaban a Maspalomas, donde ya había un oficial de la Regia Aeronautica que chapurreaba el español. Sin embargo la tarea se amontonó cuando empezaron a llegar refuerzos. Aun así relacionarme con los compatriotas que llegaban a la isla no era sino una parte minúscula de mis tareas. La principal, con diferencia, era intentar seguir al general Muñoz Grandes.

Yo no había estado en España durante su guerra civil y por eso pensaba que los españoles serían más o menos parecidos a los italianos, menos nerviosos pero más cachazudos. Era una verdad a medias, sobre todo en el sur de España, según aprendí después. Ahí sabían elevar la indolencia al estado de arte. Aunque también eran industriosos cuando querían, y solo había que ver las Canarias, con terrazas agrícolas encaramadas en acantilados tan imposibles que tenían que cavar túneles para acceder a dos palmos de tierra. Algo así hacían con la guerra. Lo de cuidar sus armas, por no decir de sus uniformes, lo llevaban mal: cuando pienso en el soldado español me imagino a un italiano al que le hubiesen cambiado su bonito uniforme por otro desastrado, mal abrochado, salpicado de manchas de grasa y comida que competían en antigüedad con el negro de sus uñas. Imagínenlo mal afeitado y desgreñado, con un pitillo mal liado colgando de la comisura de la boca. El fusil terciado de cualquier manera, con la madera arañada y el metal pintado con el rojo del óxido.

Con todo, en la descripción falta un minúsculo detalle: aunque el aspecto del soldado español diese grima era un hombre había nacido para la guerra. Podía ser un vago redomado que siempre estaba buscando un rincón para escaquearse y disfrutar de una buena siesta, o ideando trucos para rapiñar un chusco de pan o un cacho de chorizo. Pero con el fusil en las manos se transfiguraba. Usaba su astucia para sorprender al enemigo y, si se terciaba, sabía morir como un héroe. La historia de España está colmada de gestas de soldados que dijeron «yo de aquí no me voy» y que resistieron mientras les quedó un hálito de vida. Lo que en otros ejércitos eran heroicidades aquí se esperaba de cualquier soldado. No pegaba con ellos el valor flemático de ingleses o rusos, capaces de formar una línea y fusilarse durante horas. Sabían hacerlo, pero ellos preferían escurrirse tras cualquier piedra y enseñar al invasor en qué país de orates se había metido. No llevaban bien la disciplina y el servicio cuartelero, pero si se trataba de matar, encantados iban, y si no había un invasor que echarse al diente organizaban una guerra civil con la que entretenerse. Tras el conflicto estudié la historia militar española y me quedé asombrado ¿pudiera alguien imaginar que lucharon contra los holandeses durante ochenta años antes de darse por vencidos? ¿Qué cuando sus colonias se rebelaron, los españoles peninsulares y los de allende los mares pelearon durante decenios? Leí que hubo una minúscula guarnición española en Baler, un rincón de las Filipinas, resistió durante casi un año, negándose a acatar las órdenes de rendirse incluso mucho tiempo después de acabar la guerra. No me extraña que a mis antepasados romanos les costase dos siglos conquistarles.

Muñoz Grandes había nacido para mandar a tales hombres. Era un «africanista», es decir, de los que voluntariamente se presentaron para luchar en Marruecos en lugar de disfrutar de la plácida vida de guarnición. Luego se distinguió durante la Guerra Civil llegando a mandar un cuerpo de ejército con el que hendió las líneas republicanas. Ahora, ascendido a general de división y habilitado como teniente general, dirigía las tropas en Gran Canarias. No lo hacía como un general británico o italiano sino que su estilo era del estilo alemán o incluso lo acrecentaba. Cuando estaba en su cuartel general parecía una araña que en lugar de leer las vibraciones de los hilos empleaba los teléfonos y la radio como nervios con los que sentía cualquier cambio en sus tropas o en el enemigo. Eso, los momentos que estaba quieto, pues casi diariamente tomaba su caballo —se negaba a gastar ni una gota de la preciada gasolina— para recorrer el fragoso interior de la isla, visitar sus líneas y ver las del enemigo. Él iba delante y los demás intentábamos seguirle, tendiendo líneas telefónicas o estableciendo contactos radiofónicos.

Tras los fallidos ataques de Teror Muñoz Grandes había seguido acosando a los ingleses, no con ofensivas masivas sino con patrullas o tiradores que se infiltraban una y otra vez en las líneas para que los enemigos viviesen en vilo; huelga decir que los españoles se adaptaban magníficamente a tal quehacer. Ya he dicho que suyo no era el valor del soldado que permanece a pie firme en la fila sino el del que se escurre entre el matorral para degollar al odiado hereje. Sin embargo que el frente no se moviese no era sino un espejismo tras el que se agazapaba dispuesto a saltar contra el odiado inglés.

El mismo día que empezaron a llegar los refuerzos de la división Julia el general tomó un caballo y partió hacia el sur. Yo había conseguido un penco con el que mal que bien podía seguir sus huellas. Al llegar a Maspalomas vi que ya se había reunido con el general de Giorgis, que mandaba la división Julia.

—Gracias por venir, camarada. Me alegra que españoles e italianos vayan de la mano como lo hicieron en la cruzada. Además es para mí un honor saludar al vencedor de Malta y de Creta.

—Molto grazie, mio generale. En Italia se admira la sua gesta en Canarias.

Tras unos minutos de cortesías el general español desgranó sus órdenes. La Julia iba a sustituir a los españoles en la llanura costera. Ante las protestas de Giorgis, Muñoz Grandes admitió que los alpini eran inmejorables para la guerra de montaña, pero que incluso a la orilla del mar se iban a cansar de ver despeñaderos. La misión de la Julia debía ser romper las líneas en Telde, pero no en la costa sino más hacia el interior, por los cerros, en el sector de Pino Santo Alto. Luego debía seguir en dirección noroeste hacia la capital. Debía estar preparado para atacar en tres días.

—Mio generale, la mia división tardará diez días en estar completa. Aun tengo duo reggimienti en Agadir.

—Lo sé, amigo mío, pero no podemos esperar. Tendrá que hacerlo con lo que pueda. La tarea que le pido es muy dura, pero confío en sus hombres.

Tras despedirse del italiano Muñoz Grandes siguió su gira. Dejamos los caballos a unos asistentes que los conducirían hacia el interior y nos dirigimos a la playa, donde nos esperaban botes que nos llevaron hasta dos lanchas rápidas. Eran de aspecto típicamente alemán pero ondeaban la rojigualda. En cuanto embarcamos zarparon hacia el oeste con los motores a máxima potencia, dando saltos entre las olas; la mitad del personal echó por la borda la comida de toda la semana, pero tras mi experiencia en la flotilla no era sino una singladura más. A esa velocidad llegamos en un par de horas a nuestro destino, una minúscula playa bien llamada del Risco porque estaba enmarcada por imponentes acantilados. Era de cantos negruzcos y bastante tuvimos con no dejarnos un tobillo; aun así, sin descansar ni un momento la comitiva partió hacia unas casas que teníamos encima. Allí nos esperaban unas mulas y un guía local que nos llevó por una senda que entre revueltas ascendía por la ladera roja de un volcán apagado. Aun nos dio tiempo a coronar la montaña —más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar— y ya entrada la noche llegamos a Fagajesto, otra de esas aldeas canarias que tenía buenas vistas hacia el norte y desde la que Muñoz Grandes iba a dirigir la operación.



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José Manuel Martínez Bande. La campaña de Canarias. Op. cit.

El desastre sufrido por la Royal Navy en la batalla de Mogador hizo insostenible la posición británica en Canarias, y el Estado Mayor Imperial ordenó al general Roberts que se preparase para la evacuación de sus fuerzas. No sería una tarea fácil, pues las fuerzas británicas en Canarias a principios de marzo de 1942 superaban los treinta mil hombres, más unos doce mil españoles republicanos (incluyendo sus familias) que habían colaborado con los invasores.

Tras los combates de enero los británicos seguían conservando la franja norte de la isla de Gran Canaria, en una línea que partía de Jinamar en la costa este para seguir por el Palmital y el Gamonal hasta Pino Santo Alto y la Caldera, donde formaba un saliente. Luego seguía hacia el norte hasta Guanchilla, y luego continuaba hacia el oeste, formando un entrante siguiendo las alturas que dominaban por el norte la localidad de Teror, que ya estaba en manos españolas tras su última ofensiva. Luego volvía al sur, hasta Fontanales, y seguía al oeste hasta llegar al mar justo al sur de Agaete. En total, treinta y cinco kilómetros que hubiesen sido excesivos para la debilitada fuerza britanocanadiense de no ser por el terreno. Gran Canaria es una isla de origen volcánico muy erosionada, con un macizo central del que parten cordilleras de forma más o menos radial (los «lomos») dejando profundos «barrancos» entre ellas. Las montañas cambiaban de dirección en bastantes puntos, como al norte de Teror, ofreciendo excelentes posiciones defensivas. Además no todos los sectores eran igualmente peligrosos. Roberts consideraba que los lugares donde más probablemente se produciría la ofensiva serían la costa este o Teror; desde cualquiera de esos puntos solo doce kilómetros separaban las avanzadas españolas de los arrabales de la capital.

Pensando en la evacuación Roberts había obligado a los civiles españoles que quedaban en la isla a construir dos líneas defensivas más cortas, a las que se retiraría a medida que fuesen evacuadas las tropas. Una iba desde la Montañeta («Montagneta» en las fuentes inglesas) en la costa este, seguía por el Picacho, al norte de Teror, para seguir hasta Agaete. La segunda partía de la Fuentecilla y por la Matula y Almatrille llegaba a Arucas. Resulta llamativo que Roberts solo hubiese planeado abandonar Agaete y Gáldar en la tercera fase del repliegue, pero en la costa norte había varios fondeaderos con los que contaba para la evacuación (los de Agaete, el Pagador y el Puertito, entre otros), y consideraba que el sector corría poco peligro. Aun había una línea final en los arrabales de Las Palmas. Más allá estaba el istmo de Guanarteme, una faja arenosa de unos cientos de metros de anchura donde en 1942 se levantaban las ruinas del barrio marítimo. Finalmente estaba la Isleta, un islote montañoso con algunas calas que estaba unido a la isla principal por el citado istmo.

Roberts pensaba que los españoles aun tardarían una semana en atacar. En ese intervalo empezaría la evacuación y se replegaría a las posiciones de retaguardia. Cuando se produjese la ofensiva enemiga la frenaría gracias a los imponentes obstáculos naturales mientras seguía retirándose. Calculaba que bastaría con dos operaciones de rescate para evacuar por completo sus fuerzas.



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Apenas había estirado las piernas en la playa de piedras cuando Parpagnoli recibió un mensaje apremiante del coronel Lorenzetti. El general de Giorgis quería que su división, la Julia, llegase al frente antes que la Cuneense. Los deseos del general suelen traducirse en órdenes terminantes así que los alpini tomaron sus pesadas mochilas y marcharon al norte.

Siguieron la carretera de la costa, que recorría un paisaje desértico, con llanuras arenosas en las que apenas se veían algunos míseros matojos, salpicadas por rocas rojas y negras. Cruzaban torrenteras en las que no se veía ni una gota de agua, y la vida animal se reducía a alguna cabra, bastantes lagartijas, y una miríada de moscas. De vez en cuando pasaban ante edificios requemados que mostraban que la sangre había bañado esas piedras. Los soldados solo llevaban una cantimplora —les habían prometido que al norte encontrarían agua— y provisiones para tres días; el resto de la carga se componía de armas y municiones. Ni siquiera habían tomado las tiendas; al menos el suave clima canario no las hacía precisas. Descansaron donde les piló la noche y a la mañana siguiente llegaron a Telde o, mejor dicho, al lugar donde había estado antes de que los explosivos la pulverizasen.

No entraron en las ruinas sino que el batallón se dirigió hacia el oeste, hacia el interior, ascendiendo por una sierra antes cubierta de arbustos pero ahora torturada por el acero y los explosivos. Siguió una costosa marcha entre pequeñas terrazas, arbustos, chumberas y pequeños bosquecillos, siempre intentando quedar a cubierto de las vistas inglesas, hasta llegar a un pueblo algo mayor llamado Vega de San Mateo. Aun quedaban unas horas de luz y el comandante, tras estudiar los mapas, decidió subir a un alto mirador. Era una colina cuya forma de herradura denotaba que había sido un volcán. Desde su cima pudo ver las líneas inglesas que estaban a apenas dos kilómetros. Parpagnoli se quedó muy preocupado. Aunque ahí no había los profundos barrancos que había visto durante la ascensión, y el lomo donde se apoyaban los ingleses era ondulado y accesible por casi cualquier lugar, estaba salpicado por una miríada de pequeñas granjas y cabañas podían resultar magníficos fortines para el enemigo. Al ojo atento del oficial no pasó desapercibido que las ondulaciones probablemente dejaban huecos para la infiltración; aun así superar las posiciones inglesas sería un asunto sangriento.

Se reunió con el teniente coronel Pampaloni, que mandaba el regimiento, y con el coronel español que había estado a cargo del sector. Hacia el oeste ya se escuchaba el fragor de la batalla, y a la mañana siguiente tendrían que atacar hubiese llegado la artillería o no. Parpagnoli temía una carnicería como las de la Gran Guerra, pero entonces llegó un teniente español que por su aspecto parecía proceder de la guerrilla. Le acompañaba un lugareño.



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No había pasado ni una semana del desastre cuando la Fuerza H volvió a hacerse a la mar. No quedaban acorazados ni portaaviones, salvo el pequeño de escolta Charger, que solo llevaba nueve cazas, y los dos MAC, con cuatro Swordfish cada uno. Era una miseria comparada con la potente flota que había cruzado esas aguas apenas hacía diez días, pero la Royal Navy no podía abandonar al ejército. Los cruceros London (cuyo puente aun estaba manchado con sangre), Newcastle, Trinidad, Euryalus y Hermione zarparon para apoyar a los minadores rápidos Abdiel, Latona, Manxman y Welshman. Dieciséis destructores los acompañaban, de los que nueve eran de transporte.

Pocas horas después fueron seguidos por un gran cuatrimotor al que los cazas del Charger solo consiguieron ahuyentar. Habían sido detectados.




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Nicanoras y Nicanores, Pichis y Pichotes, obuses legionarios y cañones alemanes, toda la montaña se iluminó cuando la artillería inició la preparación. Constante es que en las guerras la infantería muere y la artillería aprende; los diestros servidores supieron dirigir el fuego de su variopinta artillería batiendo no solo los cerros sino también las contraladeras de los barrancos, donde los británicos cavaban sus trincheras para quedar a cubierto de observadores y de proyectiles, tras el duro aprendizaje sufrido en las montañas canarias.

—¡Adelante, tíos, es la hora de echarle huevos!

El sargento Ballarín salió de la trinchera encabezando a sus hombres, no en una loca galopada sino moviéndose a saltos de piedra en piedra. Más atrás el teniente Pérez dirigía los movimientos de la sección. Unos cuantos chicos, más valientes, más locos o más embriagados por el «saltaparapetos» se adelantaron a la carrera, gritando y agitando sus fusiles.

—¡Al suelo, coñ*, o los herejes os apiolarán!

Pero el fragor de las explosiones tapaba cualquier voz y los guripas siguieron a la carga hasta caer derribados por una Vickers. El sargento miró hacia adelante pero no la localizó; significaba que la ametralladora estaba emplazada tras la baja loma. Buen escondite pero mal abrigo, pensó, ya que si él no la veía, tampoco ellos verían como se acercaba. Eso significaba que habría otra ametralladora que cubriría la aproximación, pero seguramente sus servidores tendrían la perola agachada ahora que la barrera artillera se les acercaba.

—Vosotros tres detrás mío. Bombas de mano y con cuidado.

Nazario se movió, de nuevo a saltos, no por donde habían caído los locos sino a su derecha. Era la parte más expuesta de la loma pero confiaba en que la artillería entretendría a los ingleses durante unos segundos. Cuando estuvo cerca de lo alto se tiró a tierra y reptó hasta el borde, aunque sin atreverse a mirar. Sonó un tableteo próximo y escuchó un gorgoteo a su lado: uno de sus hombres ya no tenía cabeza. El sargento se aplastó aun más contra la tierra mientras preparaba un par de granadas de palo y otra de biberón. Tiró del tirafrictor de las de palo, esperó dos segundos y las lanzó. Un par de estallidos sordos y la metralla silbó sobre su cabeza; entonces se levantó, corriendo a saltos, y metió la otra en un pequeño reducto. Apenas había estallado cuando saltó a la trinchera empuñando el naranjero, recorriendo la zanja con la técnica aprendida allá en el Ebro: llegaba hasta el siguiente recodo, tiraba una bomba y después iba él, regando la trinchera y los cuerpos con las ráfagas. Hasta que los ingleses, temiendo al demonio que se había metido en sus posiciones, empezaron a levantar las manos.

—García, ve a decirle al teniente que esto está limpio. Mariño, tu vigila a los herejes y si se desmandan les das caña. Los demás conmigo.

—Nazario, tranquilo, que esto no es una carrera —dijo el teniente Pérez, que sudaba por todos sus poros cuando alcanzó al sargento.

—Mi teniente, fíjese, las trincheras estaban casi vacías. Me parece que estaban dándose el piro y que los hemos pillado a contrapié. Si seguimos ahora les daremos tanto por cul* que se lo dejaremos como un tomate.

—Bueno, Nazario, si tú lo dices… —Pérez respetaba el criterio de su aniñado pero veterano suboficial—. Pero espera un momento, que voy a mandar un propio al batallón para que alarguen el fuego.

—Mejor, mi teniente. También sería bueno que les diga a los Robinjús de los Pichis que repasen ese cerro de ahí que me da grima.

Primero la sección de Nazario, luego la compañía de Pérez y luego todo el batallón se introdujeron en la brecha. Una hora después, brincando entre las peñas, la sección de Nazario llegó a Los Silos, y tras otra hora de bregar entre riscos, vallas de piedra y campos abandonados alcanzó por fin el llano. Gáldar estaba ya al alcance de la mano y por la tarde los primeros españoles se asomaban a los acantilados de la costa norte.



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