Un soldado de cuatro siglos

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Gaspacher
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Gaspacher »

Pedro no recordaba haber pasado tanto peligro en toda su vida, ni en la anterior ni en la presente en el siglo XVII…bueno, eso podía no ser totalmente cierto, hubo una vez cuando atravesaba las rugientes en la que una tormenta había aterrado a toda la tripulación, el incluido, hasta un extremo difícil de precisar, pero de ello hacía ya veinte años, y las memorias se difuminaban y quedaban solo los buenos recuerdos…

En todo caso si no era el momento más peligroso desde su llegada a esta época, poco le faltaba. Un grupo de hombres de cuyo número no estaba seguro, media docena tal vez, o al menos esperaba que no fuesen más de media docena, le estaban acechando en el bosque tras localizarlo esa tarde en la campiña. Por fortuna había enviado de regreso a su esposa junto a Salvador que ejercía de guardaespaldas, y el tras mostrarse para llamar la atención de sus asesinos, había entrado en el bosque para atraerlos a aquel terreno hostil.

Un crujido a sus espaldas llamó su atención, sin embargo no se movió en absoluto y permaneció agazapado entre la hojarasca. Recordaba por esas memorias de otra vida muy lejana, una ocasión al poco de ingresar en el ejército, en la que habían tendido una emboscada durante su entrenamiento. En aquella ocasión a él le había tocado la tarea de cubrir uno de los flancos de la emboscada, y cuál sería su sorpresa cuando un binomio del pelotón al que iban a emboscar y que realizaba funciones de flanqueo, había pasado justo por su posición. Tan cerca habían pasado que podría haber tocado las piernas de uno de sus amigos…¿Cómo se llamaba? ¿Palacios y Ortega tal vez? Había pasado tanto tiempo que las memorias ya se difuminaban…pero volviendo a la realidad, aquella vez y pese a pasar a un paso de distancia de él, sus dos amigos no habían sido capaces de verle, en parte gracias al uniforma de camuflaje y en parte por su que su inmovilidad sirvió para no llamar la atención sobre él.

Había sido aquella vez cuando aprendió que el movimiento era el que llamaba la atención al cerebro y descubría a los incautos…y hoy aquel recuerdo debía salvarle la vida. Apenas se atrevió a mirar de reojo para intentar localizar el origen del ruido que acababa de escuchar, posiblemente una rama quebrándose al ser pisada, sin embargo ningún otro movimiento delató su presencia allí. Poco después uno de los asesinos que se cubría con una capa y tenía la cara embozada, pasaba a sus espaldas con un arcabuz en la mano. Al menos habían tenido la suficiente inteligencia como para emplear un arcabuz y no un pesado mosquete, pero no habría de servirles de nada.

Dejo que el asesino pasase junto a él, por fortuna sin localizarlo, y de inmediato se preparó para acabar con su enemigo. en el siglo XXI por mucho que las películas mostrasen a comandos acabando con centinelas con sus cuchillos de combate o incluso arcos, la realidad era que no había nada mejor que un arma con silenciador Porque, sinceramente, ¿Para qué jugarse la vida acercándose a un enemigo con un cuchillo cuando un arma con silenciador podía solucionar los problemas desde doce e incluso cien metros? Ahora por desgracia no disponía de tales refinamientos, por lo que repaso sus opciones con rapidez. Ahogarlo quedaba descartado pues al forcejear se producía mucho ruido y atraería al resto de asesinos sobre su posición….así que le restaba el cuchillo.

Cogerle la boca con una mano y utilizar la otra para clavarle el cuchillo en los pulmones a través de la espalda sin duda funcionaría, pero la realidad y contra la opinión generalizada de la industria del cine, eso sí hacía ruido. Cortarle el gaznate tres cuartos de lo mismo, aunque no hiciese ruido la traque abierta sonaba como un fuelle, y aunque el bosque pudiese ocultar un poco el ruido, no era cuestión de jugarse su vida en el envite. Tras escuchar con atención y mirar a izquierda y derecha en un intento de localizar más amenazas, se preparó para actuar.

Un segundo más tarde estaba junto a su enemigo, al que asestó una rápida puñalada ascendente en la parte posterior del cuello, buscando con la hoja el bulbo raquídeo, el centro de órdenes del cerebro. La puñalada penetró con un crac que señaló la rotura del hueso, y las piernas del asesino se doblaron sin más. Su muerte había sido tan rápida que no tuvo tiempo ni de sentir dolor…


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

La cara de asombro de mis interlocutores fue mayúscula! Iban desde la sorpresa contenida de Álvaro, hasta el franco estupor de los Martines. Les expliqué que gracias al aceite mineral que había obtenido el Marqués del Puerto, mezclado con aceites de palmera aceitera africana y sales de magnesio, había obtenido un compuesto que era muy inflamable y que lejos de consumirse, en presencia de agua se extendía y se hacía más vivo.

Les enseñé las cabezas de los cohetes, bueno “voladores”, que me habían hecho en Cadalso, pues había decidido utilizar vidrio, en buena cuenta unas botellas dobles, una grande de paredes gruesas con capacidad de medio azumbre, unos dos litros: esa era la carga principal. Como el licor incendiario necesitaba de un iniciador, una botella pequeña, del tamaño de una vinagrera de mesa, con un corcho como base, le servía de tapa. La botellita-tapa, de paredes bastante más delgadas, estaría llena de gasolina, con una mecha de trapo que sería encendida justo antes de disparar el volador, en otras palabras, un coctel molotov para encender una bomba de napalm!

Conversamos acerca del uso de las granadas, aunque Álvaro había puesto a entrenar a su tropa lanzando cantos rodados, aun ponía reparos para su uso masivo, pues las granadas él conocía, de hierro, y que eran las que se usaban en esas épocas, eran pesadas y manejables tan solo por gente muy corpulenta. Pero cuando le mostré las bondades de las baratas y ligeras granadas de terracota, su semblante cambio: con granadas que pesasen 10 veces menos, cualquier hijo de vecino razonablemente entrenado podría ser granadero. Además, eran mucho más económicas y fáciles de hacer que las de hierro, que necesariamente necesitaban una fundición.

Seguimos conversando, recordando a los estudiantes la necesidad de tener muchos pies de sutura, sobre todo de sutura de tripa, si es que queríamos estar bien provistos en caso de guerra. Y al joyero, exhortándolo a que tuvisese las máscaras listas a la brevedad. Nos despedimos recordándoles la necesidad imperativa de guardar silencio.

Los inviernos eran duros en el Siglo XVII y en Febrero aún más. Recordando la charla anterior, debí compartir el secreto del catgut con José de Beira, el boticario, eso sí, reservándome el privilegio de ser el único conocedor de la impregnación crómica. Evidentemente, el tener un contacto cercano con músicos y lutieres, me ayudo bastante, pues en esa época las cuerdas de los instrumentos eran justamente de tripas, y para ser sinceros, las cuerdas que daban las notas más agudas, eran sólo algo más gruesas que un hilo de sutura 1-0.

El invierno igualmente me dejaba algo más de tiempo para el gabinete. Era una bendición haber podido obtener alginato, pues hacia que las prótesis removibles fuesen más fáciles de hacer al no tener que tener al paciente con la boca abierta en citas de media o toda una tarde. Lo primitivo del torno hacia que tallar dientes para un puente o una corona aun fuesen tareas virtualmente imposibles. La falta de un material idóneo como base de una prótesis total, hacía que estas aun estuviesen algo lejanas, aunque en el horizonte podía ver al grupo a la gente que trabajaba en Valencia en la vulcanización del caucho. Pero había avanzado bastante desde que mi practica era solamente mutiladora: Además de los tratamientos endodónticos, también hacia obturaciones de amalgama de plata y últimamente, de oro cohesivo (restauraciones que eran prácticamente eternas: mi buen padre me refería tener registradas obturaciones de este tipo con más de 50 años en boca!). Las prótesis parciales removibles eran más exactas, y aunque los dientes de cerdo remachados no eran precisamente lo que yo tenía en mi cabeza como el ideal estético, ciertamente gustaban mucho en la corte y eso beneficiaba mi bolsa.

También seguía investigando como alimentar a un ejército: muchas veces el factor limitante de una campaña era la comida, pues ayer como hoy, los ejércitos marchan sobre sus estómagos. Cuando los Tercios tuviesen que combatir en Europa del Norte, en cualquier estación, lo mejor sería un alimento hipercalórico e hiperenergético, de fácil conservación, y barato. Sólo un alimento conjugaba estas características: el Pemican, el alimento de los tramperos franco-iroqueses de las grandes llanuras de Norteamérica. Con Leonor habíamos intentado replicarlo, utilizando cecina de res, en lugar de carne seca de bisonte, la grasa seguía siendo la ubicua manteca de cerdo, y en lugar de bayas de las praderas, había utilizado un picadillo de uvas y ciruelas pasas, dátiles e higos. Cuando tuviese oportunidad debería conversar con Pedro acerca de esto, pues las grandes praderas comenzaban en Nueva España. Y otra cosa: contando calorías, carbohidratos proteínas y grasas, el “desayuno de combate”, es decir la comida principal antes de una batalla, sería una especia de sopa espesa o gachas, a base de migas, leche condensada, el cereal que estuviese a la mano, aceite o manteca, y frutos secos.

La semana siguiente, en una visita al Castillo de Aulencia, Álvaro me mostró los progresos de sus mejores hombres con las granadas. Era un avance, pues sus granaderos debían ser tan valientes y audaces como los granaderos de siempre, pero ya no era necesario que midiesen más de metro ochenta y tuviesen un físico de Charles Atlas. El encendido de la granada era aún un incordio, pues remover la tapa de cobre (todas las granadas de cerámica tenían una tapa de este metal, que protegía la mecha y la pólvora de los elementos), estirar la mecha para que ardiese sin hacer cortocircuitos, soplar la cuerda para avivar su extremo ardiente, encender la mecha y lanzar la granada era un procedimiento tedioso, que requería mucho entrenamiento y sangre fría, especialmente en el fragor de una batalla.

Los cuasi-cirujanos militares (en realidad, a estas alturas, los muchachos tenían una tasa de éxito más alta en casi cualquier procedimiento que la mayoría no solo de cirujanos, sino también de médicos, e incluso, de médicos de la corte, pese a que solo eran “practicantes”) aparte de haber interiorizado los principios de higiene y desinfección, podían desde sacar una muela, hasta amputar un miembro sin dolor; y desde reducir una fractura, hasta poner en sus sitio nuevamente un articulación luxada. y Podían cohibir muchas hemorragias, sea con tapones hemostáticos, torniquetes o cauterizando las heridas. Algunos, tenían la curiosidad necesaria para empujar –empíricamente eso sí- los límites de su ciencia un poquito más allá, y todos manejaban bastante bien la rudimentaria farmacopea que teníamos, Y el incendio de la calle de los Tudescos los había aproximado algo al pandemonio que es un hospital de campaña en una batalla, pero aún faltaba la gran prueba…

El viernes, Álvaro, Fray Santiago y yo estábamos almorzando tardíamente en mi casa, un abadejo con miel que Leonor había aprendido a hacer con las monjas de Poblet a las que socorrí económicamente. Mientras conversábamos acerca de la situación general en Europa, como el comprometido estado de sumisión de los católicos en Japón desde que todos los resortes del poder habían quedado en manos del Shogun Tokugawa, tema al que Fray Santiago siempre hacia hicapie:

- Álvaro San, la persecución contra los fieles cristiano, tan católicos como vos, es terrible. Tan terrible como la era de los mártires. Nosotros aun resistimos, pero poco a poco, los daimos conversos…
- Disculpad, los que?
- Los nobles locales, los barones, Alvaro San. Decía, los daimos conversos están abjurando a su fe, y a los fieles que no se doblegan los están crucificando luego de terribles torturas.
- Francisco, vos que pensáis? No podemos hacer algo?
- Vos bien sabéis que el Reino esta muy exigido. Tenemos una corte que gasta como si mañana se fuese a acabar el mundo, unos nobles que no se preocupan en generar mas dinero, unos tercios que no son pagados a tiempo, aliados a los que tenemos que socorrer en el centro de Europa y enemigos por doquier. Decidme, de donde sacaría el Rey tropas para enviar a Cipango?
- Francisco San, os de de contar que hoy, las tropas del shogun son mucho menos que hace 40 años cuando aun debía de combatir por el poder. Muchos castillos han sido demolidos.
- Miki San, el Shogun puede levantar rápidamente un ejército solo con los ronin que aun pululan en vuestra tierra. Y no olvidéis que el fuego por descargas vuestros arcabuceros lo practicaban desde antes que nosotros naciésemos!
- Ah! Vos me hicisteis estudiar esa batalla! Nagasino la llamasteis!
- Decís bien, Álvaro. Nagashino. Vuestro padre debió haber sido un niño cuando se libraba. El fuego escalonado de los arcabuceros acabo con un mas de diez cargas de caballería y después, a los infantes.
- Nuevamente os digo, un enemigo entendido no hubiese atacado a los arcabuceros detrás de posiciones preparadas.
- Tal vez. Pero si hubiese sido una batalla campal? Como enfrentaríais la caballería?
- Nosotros, antaño formaríamos cuadros de arcabuces y picas: Hoy nuestros cuadros son de mosqueteros con estoques de breda… y si lo permitís, un par de vuestros cañoncitos en cada esquina del cuadro!

En eso Encarnación anuncio la llegada de un mensajero desde Valencia. Le dije que le diese de comer bien y luego de darle algunas monedas, me disculpe con mis invitados y examiné la correspondencia de Pedro: Era algún asunto importante, pues estaba usando el lacre más oscuro en el sello, la señal convenida para las cuestiones delicadas, urgentes o complejas. Rápidamente descifré la carta y regresé al comedor:

- Álvaro, Santiago. Ha llegado el momento. El hospital y la compañía han de salir en campaña – dije sacudiendo la carta – El Marques del Puerto sale en campaña contra los infieles, y necesita de nuestro concurso!


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reytuerto
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Mensaje por reytuerto »

Entre sorprendidos y emocionados, Santiago y Álvaro me preguntaron hacia dónde íbamos a ir. La carta era bastante sucinta, así que les explique lo que pude, o mejor dicho, lo poco que sabía:

- El Almirante de la Flota de Valencia, Don Pedro Llopis, pide y obtendrá nuestro concurso. Ha decidido acabar con los nidos de la piratería berberisca que tanto daño le hacen a la Cristiandad.
- Diréis que a España y sus aliados, porque aunque comulgue todos los días, el rey de Francia ha empeñado su alma al Sultán.
- Como fuere, debemos estar en Valencia en no más de tres semanas, eso nos da diez días de marcha y diez días de preparativos.
- Mi compañía puede salir mañana de ser preciso.
- Vos sabéis que lo sé. Pero es menester solucionar algunos asuntos antes de marchar.
- Qué queréis decir, Francisco San?
- Muchas cosas, Miki San: En primer lugar, y esto va para vos también, Álvaro, debo poner en orden mis bienes y dejar bien establecido como se han de repartir en caso de muerte. De mi muerte he de decir.
- No seáis pájaro de mal agüero, Francisco!
- No, Álvaro. La muerte es un lance que nos puede llegar en campana. Sea porque la nao que se nos lleve es devorada por la mar, sea porque en esas tierras malsanas las fiebres nos maten o nos vayamos en aguas e igual muramos, sea porque la espada del moro se haga de nuestras cabezas. O en vuestro caso, porque un esposo celoso contrata veinte espadas para que dejen vuestro corazón como un alfiletero.
- Entonces…
- Entonces poned vuestra cabeza en sosiego, escribid vuestra voluntad como si fuese la última y nombrad a un albacea de confianza. Y hacedlo esta noche.
- Y que otras cosas debemos hacer en el hospital?
- Debo conseguir que el Protomedicato se junte y examine a los muchachos. No pueden ir como practicantes, deben salir a campaña como cirujanos, para que cuando estén bajo la bandera del hospital, tengan todas las obligaciones y prerrogativas de un cirujano militar.
- Esa será vuestra tarea más difícil, Francisco. Sabéis que los matasanos de la corte no os miran con buenos ojos.
- Si Dios quiere, la tía de Fadrique nos hará el favor. Vos sabéis que vuestro protegido ha hecho buenas migas con el sobrino del joyero y con mi asistente. Sera menester pedir audiencia con ella a la brevedad. Iré a su palacio con las primeras luces.

Y así fue. Con mis mejores galas, impecables pero irremediablemente pasadas de moda, acudí al palacio de la Condesa de Paredes. Aunque no era usual que me recibiese, parecía que anticipaba la audiencia.
- Y bien Don Francisco, que gracia venís a pedir?
- Vuestra ayuda, y vuestro consejo, Sra. Condesa.
- Sabéis que podéis contar con ambos. Pero al ver que venís sin un ingenioso presente propiciatorio como es vuestra costumbre, he de suponer que es que se os ha presentado un imprevisto.
- Vuestra perspicacia iguala a vuestra prudencia.
- Lo único que puede causar en vos semejante prisa es la próxima campaña de la Flota de Valencia. Me dais la razón?
- Si, Sra. Condesa. El Almirante Llopis ha pedido que el hospital militar asista a sus tropas.
- Ah! El Marques del Puerto! Otro que comparte vuestra rareza, aunque viste, gasta y se exhibe mucho mejor que vos – dijo la diminuta condesa con una sonrisa discreta – Aunque hasta aquí he oído voces soterradas acerca de supuestas impurezas en su sangre…
- Al menos todos saben que mis bisabuelos maternos no conocieron el evangelio…
- Vuestro caso es diferente – dijo la condesa cortante – Pero, os he de prevenir que Pedro Llopis ha sabido (al igual que vos), poner a su favor a poderosos benefactores pero hombres igualmente poderosos se regocijarían con su caída, pero recordad que esos mismos benefactores solo lo seguirán protegiendo si tiene éxito en sus empresas. Y vos, que os pasa lo mismo, si la experiencia no me engaña, habéis unido vuestro destino al de él.
- Nuevamente vuestra experiencia no la engaña, Sra. Condesa. Somos socios en la compañía de Santa Apolonia…
- Además habéis comprado acciones en la Compañía del Carmen; tenéis una participación que por lo que se no es despreciable en sus diversas empresas ultramarinas; obtuviste a vuestro mayor buque de uno de sus despojos, buque al que habéis aparejado hasta hacerlo una barca poderosa y rápida; entrenáis a los hombres de vuestra compañía, porque no me engañáis, Álvaro Martínez de Luna es el capitán, pero la compañía es vuestra, remedando a las tropas de Llopis y de ese capitán que tampoco utiliza piqueros con mangas de arcabuceros.
- Diego de Entrerrios, condesa.
- Ese mismo. Y ahora, partís a la guerra apenas os lo pide.
- Vos sabéis que para eso he preparado a los muchachos.
- Y están listos?
- Tan listos como puede estar uno que no ha visto los horrores de un campo de batalla.
- Que deseáis pedir?
- Que el Tribunal del Protomedicato se reúna para otorgar la licencia de cirujano a mis estudiantes.
- A veces, vos sois muy predecible. Os ayudaré. Pero vos habéis de prometerme algo.
- Contad conmigo.
- Cuento con vuestro buen tino para que cuidéis tanto como os sea posible la vida de Fadrique.
- Ah! Vuestro sobrino se ofrecerá como voluntario para las empresas más arriesgadas! Vos lo conocéis mejor que yo, Sra. Condesa, vos sabéis que buscara los mayores peligros.
- Por eso os lo encomiendo. Álvaro le concederá como favor encabezar el asalto de una brecha. Vos encontrareis la forma de evitarle estar en ese brete, sin que sienta menoscabo en su honra, y sobre todo, sin que se dé cuenta que lo protegéis.
- Lo haré, Sra. Condesa, tened la certeza que pondré en ello todos mis esfuerzos.
- Tendréis noticias pronto. Que vuestros alumnos estén prestos.

Esa tarde me metí en el despacho y hasta que no tuve el testamento hecho, no dejé de escribir. Todos, absolutamente todos los que de una manera u otra me habían tendido la mano o se habían cruzado en mi vida para bien estaban incluidos. Al terminar, envié un mensaje a Don Gonzalo, invitándolo a desayunar para la mañana siguiente.

Fue un desayuno distendido, pese a lo serio de las circunstancias. Lo nombraba mi albacea, y en mi ausencia, se encargaría de pagar y mantener el personal de mi casa. Con la campaña que se avecinaba, ciertamente el Hospital de Campaña haría conocer las técnicas quirúrgicas modernas, incluida la anestesia y analgesia, por lo que era previsible una expansión de nuestro negocio con las adormideras, necesitaríamos el concurso de mas monjitas! Pero lo más importante era el encargo que le dejaba:

- Don Gonzalo, os ruego encarecidamente que en caso de mi muerte hagáis llegar al Almirante Pedro Llopis el arcón de nogal que os dejo en custodia.
- No os preguntaré por su contenido, pero recordad que él también ira de campaña. Y si muere también?
- Sí, he contemplado ese lance. Si muere es menester que entreguéis el arcón al Capitán Diego Entrerrios. Pero como es hombre de armas, y sólo Dios sabe a dónde lo llevaran las guerras de nuestra Católica Majestad, así que si la muerte también se ha llevado al capitán, entregad el arcón a Don Ignacio Otamendi, quien está construyendo la nueva Armada del Reino en Santander.
- Os juro que será como vos queréis.
- Y por favor, Don Gonzalo, os lo pido como hijo a su padre, que jamás os venza la curiosidad de saber que hay en la caja. Podéis perder no solo vuestro buen juicio, también pondréis en peligro la salud de vuestra alma cristiana.
Evidentemente, la caja de nogal contenía el Smartphone y la tarjeta de memoria. Sabía que el carácter recio del patriarca de los Martínez de Luna lo preservaría de cualquier curiosidad malsana, pero un artilugio del siglo XXI en el XVII podría trastocar los fundamentos mismos de la sociedad. En todo el mundo, el teléfono solo sería útil y estaría seguro con estas tres personas.

En lo que quedaba de la tarde, fui a mi banquero, el genovés Vicente Squarzafigo. Le hice varios encargos, para comenzar de conseguir una casa de alquiler en Valencia, pero más importante fue que comprase veinticinco toneles vinagre de vino, y diez de aguardiente de orujo. Y lo más importante, en mi ausencia, mensualmente le entregase una partida de dinero a Don Gonzalo Martínez de Luna, para que el favor no se convirtiese en una carga.

El resto de la semana los ajetreos, idas y venidas estuvieron a la orden del día. Álvaro también se mostraba incansable. En el hospital, se estaba inventariando y embalando todo lo necesario, desde suturas reabsorbibles, hasta hilos de seda, desde agujas hasta catéteres. Escalpelos, tijeras, piedras de amolar, sondas acanaladas, pinzas portaagujas, máscaras para anestesia, gasas, apósitos, vendas. Tintura de cannabis, morfina, éter, cocaína. Todo debidamente rotulado, era empaquetado y puesto en cajas. Las botellas para transfusión y sus respectivas agujas de plata, las jeringas para inyectar, y todo el instrumental de vidrio o loza, iba envuelto en tela o papel. Mandiles de cuero y batas blancas. Muchas barras de jabón, alcohol de orujo, cloro y agua oxigenada, en sus botellas transparentes, verdes o ámbar.

Mención aparte tiene el renglón de las “armas especiales”: Con Álvaro había hecho el inventario de todos los “voladores” grandes que habíamos acumulado desde la fiesta del Rey en el Palacio del Buen Retiro: los caldereros habían sido prolíficos, teníamos mas de 500 tubos acumulados, al os que podríamos poner tanto una cabeza incendiaria o explosiva. Los alfares de Talavera de la Reina habían estado igualmente diligentes, y las granadas de terracota se acumulaban en sus cajas, cientos y tal vez, pasasen del millar, eso sin incluir el centenar o más de granadas rojas, que habrían de contener la capsaicina lacrimógena. Había encargado dos espingardas más al Maestro Miruela, y sabía que Fadrique se había hecho regalar una adicional, en total habían 5 armas disponibles para los dos “cazadores” de la compañía.

Y la condesa de Paredes cumplió con lo prometido: el jueves por la mañana tuve que ir al Tribunal del Protomedicato en donde se me comunicó que se reuniría el Lunes para examinar a los aspirantes de cirujanos y enfermeros. Y aquí ya tuvimos un problema: No existía la categoría de “enfermero”! Luego de una breve exposición, acordaron que un enfermero era equiparable a un ensalmador y sangrador. No solo eso, el Tribunal de Protomedicato exigía media annata para cada uno de los aspirantes como derecho de examen, y querían que todos pagasen lo mismo. Les explique que mientras un cirujano ganaba 12 escudos, un ensalmador y sangrador solo ganaba 8. Luego de regatear quedamos en 10 para todos, aunque sabía que me estaban sisando, pero tenía muy claro que a veces perdiendo se gana. Les indique que el banquero Squarzafigo haría llegar el dinero. De esa forma, el regalo de los tudescos agradecidos se materializaría en beneficio de los estudiantes. Así pues, sería el lunes, y eso fue lo que dije a los muchachos, exhortándoles a mostrar aplomo en sus conocimientos, pero sobre todo humildad y prudencia ante unos examinadores que no veían con buenos ojos el arte que practicábamos.

El Lunes, estaban presentes los 24 aspirantes a cirujanos y 38 a ensalmadores y sangradores, todos vestidos en sus sobrios uniformes grises. En el tribunal del Protomedicato nos esperaban el mismísimo presidente del mismo, Luis Agustín de González, y cuatro alcaldes examinadores nombrados por el mismo y un par de escribanos. Primero examinaron a los enfermeros y he de confesar que fueron mucho más veniales de lo había esperado, no hubo ninguna prueba práctica y las preguntas anatómicas fueron muy elementales. Fue más un trámite de rigor que una prueba, todos obtuvieron su licencia que los habilitaban para ejercer de barberos sangradores y ensalmadores.

Pero con los aspirantes a cirujanos la cosa fue diferente. Aunque tampoco hubo prueba práctica (se notaba la mano de la Condesa), las preguntas tuvieron un rigor inusitado. Sin embargo los muchachos respondieron bien, sus conocimientos de anatomía eran sólidos. Y los procedimientos a los cuales estaban acostumbrados posiblemente fuesen más adelantados que los que practicaban sus examinadores. Pero yo los había prevenido, si deseaban la licencia, jamás debían contradecir el saber convencional de la época: Humildad y prudencia. Había convenido que mis dos alumnos más aventajados (y también más cercanos) abrirían y cerrarían los exámenes: así Martinico fue el primero, y Martin de Alcántara sería el último.

Me sorprendió el aplomo con que mi asistente respondió. Para ser sinceros, la pregunta fue una odontológica, acerca de cómo hacer una extracción de una raíz fracturada, lo que dio oportunidad para que explicase con lujo de detalles como desgastar la tabla ósea hasta llegar al borde de la raíz y hacer palanca con el botador hasta aflojar el raigón y sacarlo.

Y así fue pasando con todos: Pablo, natural de la villa, que además de tener espíritu de cronista, tiene una memoria enciclopédica, no me sorprendió cuando dio un repaso completo de la irrigación de la cabeza. Ni tampoco José de Segovia, otro de los alumnos aventajados, cuando disertó acerca del trayecto del Nervio Trigémino. Finalmente llegó el turno del sobrino de Lope de Toledo, Martin. Todo iba bien hasta que uno de los alcaldes examinadores, Juan de Rieros, que había sido catedrático de vísperas en Alcalá preguntó:
- Decidnos, Martin de Alcántara, como cortáis una hemorragia abundante?
- Haciendo un torniquete por encima de la herida, apretándolo con firmeza pero sin tosquedad, y aflojándolo después de un tiempo. Y taponando la herida con un lienzo limpio. Y si os es posible ver el vaso cortado, pinzándolo o cauterizándolo…
- Y si el doliente está muy pálido? – Alerta! Pregunta con vertiente resbaladiza! La reposición de la volemia no se conocía aun, unos pocos la habían oído en la Corte, y aunque algunos pensaban que era razonable y factible, la mayoría de esos matasanos encopetados estaban persuadidos de estar frente a las charlatanerías de barberos sin licencia.
- Depende que cuanta sangre haya perdido, VM. Si la perdida es de más de la mitad de la sangre que hay en el cuerpo, que es de un par de azumbres, el doliente ha de recibir los óleos porque morirá.
- Por vuestra respuesta estáis diciendo que si pierde menos sangre, un doliente así de condenado, puede aferrarse a la vida.
- Si lo ayudamos, lo que vos decís es posible, VM…
- Embustes! Nadie puede arrancar de la muerte a un desangrado! – tronó de Rieros – vos repetís los embustes que han inventado los flebotomianos más mentirosos del reino.

Vi a Martin, que con mucha entereza, se mordió la lengua y se abstuvo de comentar más, y con una lealtad admirable, se comió el marrón solo, pero el examinador aún no había terminado con su perorata.

- Os habéis condenado por embaucador y ladino! Jamás seréis cirujano mientras yo viva, o lo que es igual, hasta que a un sapo le salgan pelos!

El pobre Martin estaba devastado, todos los demás estudiantes estaban recibiendo las licencias que el escribano hacía con letra ampulosa. Habia preparado un ponche de huevo caliente para todos y conforme iban saliendo se fueron formando corillos de muchachos animados. Cuando los examinadores se fueron, lo primero que hice fue acercarme a Martin.

- Habéis sido valiente, Martin. Mucha hombría se necesita para saber refrenar la boca, ser leal para con nosotros y no decirle a ese zamarro su ignorancia en técnicas modernas. Iré a apelar esta injusticia, si es necesario acudiré al mismísimo rey, al que alguna vez expliqué en que consiste la reposición de fluidos. Venid a cenar esta noche a mi casa. Allí hablaremos, y sobre todo, no desesperéis.

Así pues, todos mis cirujanos militares y enfermeros estaban habilitados para ejercer. Ya no eran practicantes, así que por todo el año próximo estarían enganchados en el hospital de campaña, excepto uno de mis alumnos más aprovechados.

Esa noche, además de Martin y su tío, estaban Fray Santiago, Pedro de Astorga, Martinico y Pablo. No era una velada alegre, pues todos sabíamos que esa tarde se había perpetrado una injustica. Tocaron la puerta, y aparecieron Álvaro y Fadrique, con una sonrisa en la cara que desentonaba completamente de la gravedad imperante en mi casa.

- Albricias, hombres de buena voluntad! Veo rostros sombríos, sobre todo vos, Martín de Alcántara. Ea!, Francisco, tomad esta carta os la envía la tía de este zagal.

Casi le arranqué el papel de las manos , y con la letra menuda y elegante, la condesa de Paredes me escribía “Ni yo, ni las casas de Enríquez y Luján consentimos una injusticia, y menos una en la que podemos atestiguar. Decidle a vuestro alumno que hoy un sapo echo pelos”.

- Y vos Martin –siguió Álvaro – leednos lo que aquí dice, le dijo entregándole un papel enrollado.
- “Nos, D. Luis Agustín de González, presidente del Tribunal de Protomedicato, D. Joseph Ximénez de Bonilla y D. Juan de Rieros , alcaldes examinadores del mismo Tribunal, médicos y cirujanos del Rey nuestro Señor, hacemos saber a los que la presente vieran que ante nos apareció el aquí presente Martin de Alcántara, natural de la villa de Madrid, y nos hizo relación diciendo que había sido practicante del arte de cirujano por los dos años que su Majestad manda, como constaba la información que presentó, hecha por Dn. Fco Sánchez de Lima, cirujano real, y atento a la práctica, el mencionado Martin de Alcántara quería ser examinado en el arte y visto por nos su petición y la información la dimos por buena y le admitimos a examen y le examinamos en la teórica del arte acerca del conocimiento del cuerpo humano, las venas, los nervios y los huesos, las cavidades y los órganos, cuáles y cuántas son y en qué lugares se reparten, y de los nombres de ellas y del modo de sangrar, sajar flemones, sacar dientes y muelas, curar heridas y taponar sangramientos, a todo lo cual satisfizo y respondió bien y cumplidamente y por nos visto su habilidad y suficiencia y la buena cuenta y razón que en el examen dio le aprobamos y por la presente damos licencia y facultad cumplida a Martin de Alcántara para que libremente sin pena ni calumnia alguna pueda usar y ejercer el arte de cirujano, en los ejércitos de nuestra Católica Majestad el Rey, y en todos los casos y cosas a él tocantes y concernientes en todas las ciudades, villas y lugares de los reinos y señoríos de su Majestad, y del susodicho recibimos juramento de que bien y fielmente usará el dicho arte y a los pobres hará limosna en el llevar de su trabajo. Por tanto de parte del Rey nuestro Señor exhortamos y requerimos a todos y a cualesquier juez y justicia que le dejen y consientan usar el dicho arte sin ponerle embargo ni impedimento alguno por lo que mandamos dar y dimos este título y licencia signado de Manuel López, escribano del Rey nuestro Señor, habiendo pagado el mencionado Fco. De Lima el derecho de la media Anata del presente Martin de Alcántara. Dada en la villa de Madrid a veintiocho de febrero del año de mil seiscientos treinta y tres. Luis Agustín de González (rúbrica) y Juan de Rieros (rúbrica) y Joseph Ximénez de Bonilla (rúbrica) “.
- Enhorabuena Martin! Vos también lo habéis conseguido! - exclamaron riendo Álvaro y Fadrique - Buenos valedores tenéis!
- Debisteis haber visto la cara que puso Rieros cuando mi tía le dijo que vos habíais puesto agua salada en mis venas, salvándome de la muerte!
- Gracias, Fadrique; Gracias Don Álvaro!
- Nosotros sólo fuimos los testigos. Debéis saber que fue la Condesa misma, ni bien los alcaldes examinadores salieron, quien los conminó a que acudiesen ante ella. Y allí les dijo que todo lo que vos Martin habíais dicho era cierto, y que allí estaba Fadrique para atestiguar las bondades de vuestro arte.
- Pero como se pudo haber enterado la condesa de mi desventura? –ingenuamente pregunto Martin.
- Vos no sabéis que ella es los ojos y los oídos de la Casa de la Reina? Sabe más de vos, que lo que vuestro tío o vuestro maestro saben –dijo Fadrique con una mueca divertida: Obviamente de sus aventuras de muchachos tío y maestro lo ignorábamos todo.
- Entonces, celebremos hoy. Porque ahora todos vosotros sois cirujanos militares. Mañana firmareis vuestro enganche en el hospital de campaña por un año. Comed bien, pues en tres días nos pondremos en camino.

Y así fue, al día siguiente, en el patio del Buen Suceso, cirujanos, barberos flebotomianos y auxiliares estuvieron bajo el estandarte del rey. Les dije, que a partir de ese momento, la disciplina no sería solo la de un hospital, sino que sería la de un cuartel. Que el orden que habían adquirido en las marchas con la compañía se debían conservar en los campamentos, y en hospital, pues la vida dependía de ello.

Pero no fuimos los únicos en hablar, por toda la villa se había corrido la voz que los practicantes del Buen Suceso partían hacia Valencia y la guerra contra el moro. Y quería que fuese algo que se recordase. Para el jueves de nuestra partida, se repartiría gratuitamente pan y vino. Y tanto Eustaquio como O´Mallory estarían por Juan Hervás, un joven huérfano que Fray Santiago había recogido y que Eustaquio había enseñado a tocar el flautín.

Esos días, me despedí de la Condesa de Paredes, de la madre de Fadrique, del padre Feijoo de la iglesia de la Santa Cruz a cuyos pobres beneficiaba con las sopas de los viernes, al padre LasHeras que confortaba a los reos en capilla, y me abrace con afecto con Don Anselmo, prior del Buen Suceso y parte y testigo de mis andaduras matritenses. También deje instrucciones al personal de mi casa, aunque Leonor, Encarnación e Isidro vendrían conmigo a Valencia, al igual que Don Gonzalo, que iria a Levante antes de ir nuevamente a ver sus tierras en Aragón, Josefa llevaría las riendas de la casa hasta mi regreso.

Asi llegamos al jueves, antes del amanecer, la Compañía del Hospital y la Reina y el hospital de campaña, al que conoceríamos en lo sucesivo como Hospital de San Lucas Evangelista, estaban juntos en los predios del Buen Suceso. Cabalgaduras, carretas y bagajes nos esperaban a las afueras del muro de la villa, bajo una fuerte escolta. Escuchamos misa y ya antes de salir, los vecinos, peatones y pedigüeños habían recibido pan y vino aguado. Soldados y cirujanos recibieron una generosa racion de pan, queso y ponche de huevos. Y para hacer más memorable la partida, humildes músicos de la villa tocarían la marcha que en adelante se conocería como “el adiós de los cirujanos” o simplemente "marcha de los cirujanos" y que no era otra cosa que la antigua marcha de guardias valones adelantada en 50 años.

https://www.youtube.com/watch?v=GOJLuAIHfus

Álvaro y yo encabezaríamos el desfile, lado a lado. Y detrás de nosotros nuestras banderas, también lado a lado. Para evitar suspicacias y habladurías, en lugar de partir con mosquetes y bredas, todos los soldados de la compañía marcharían con picas, y los sargentos con partesanas o alabardas. Y asi en secciones de seis en línea partimos de la Villa, alcanzando a ver en medio de la multitud rostros conocidos de dolientes que habían acudido a nosotros desesperados por dolores de muelas, o enfermos, o accidentados e incluso a Maese Ramplon, que me hizo una profunda reverencia cuando pase frente a él. No faltaron algunas flores de pacientes agradecidos, oraciones de pobres alimentados, y gritos de “volved pronto” de una población que había arropado y hecho suyos a los practicantes. Y en mi particular andadura, era el fin de un capitulo y el comienzo incierto de otro.


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Real Fábrica de flotadores y jergones

La Real Fábrica de flotadores y jergones se localiza en el extremo sur de La Rábida, en la desembocadura del rio Odiel, del que cuyas aguas obtenía la energía para mover su maquinaria, y constituye uno de los ejemplos mejor conservados de la arquitectura industrial española del siglo XVII.

Historia

Durante las grandes exploraciones botánicas impulsadas por la Compañía Nuestra Señora del Carmen se descubrieron las cualidades del árbol conocido como Ceiba Petandra. Con las fibras obtenidas de este se podía elaborar Kapok para la fabricación de salvavidas y colchones, además de obtenerse de sus semillas un aceite muy utilizado para iluminación. Mientras de sus hojas y cortezas se podían obtener diversos jarabes, infusiones y remedios con cualidades diuréticas, astringentes, antitérmicas, antiespasmódicas, además de ayudar a controlar hemorragias, diarreas, disenterías, y otros males. De resultas de ello este árbol junto a algunos parientes suyos como el Bombax Ceiba asiático, fueron extensamente cultivados por agricultores españoles durante los años siguientes, logrando un aumento exponencial de las exportaciones de este producto.

En 1645 llegaron a Europa dos galeones que transportaron cincuenta y tres toneladas de este producto que fueron utilizadas para la confección de salvavidas para la armada. De resultas de ello el rey Felipe IV concedió a la compañía de Nuestra Señora del Carmen el monopolio sobre el Kapok, y ordenó la construcción de una real fábrica que elaborase flotadores para la armada, eligiéndose para su emplazamiento La Rábida.

Esta real fábrica obtuvo un éxito inmediato, y toda su producción de flotadores era rápidamente absorbida por la armada, al pronto que su capacidad de producción fue superada por la demanda en poco tiempo. Si en 1645 se habían transportado 53 toneladas de kapok para confeccionar flotadores, en 1667, cuando el kapok empezó a ser utilizado para la confección de colchones, se alcanzaron las 300 toneladas, superando ampliamente el millar de toneladas a finales de siglo.

Descripción

El recinto de la fábrica, de planta rectangular, está protegido por un grueso muro de medio metro y tres metros de alto, rematado por púas de hierro de un pie de longitud. Tras la monumental puerta barroca de entrada se encuentran tres grandes edificios fabriles, conectados en forma de H, y varios edificios más pequeños dispersos por el recinto que eran utilizados como almacenes, cochera, o caballeriza, pero también como alojamientos, lugares de esparcimiento e iglesia, destacando especialmente la ermita de Nuestra Señora del Carmen por ser la patrona de los marineros para los que se fabricaban los flotadores.

Construido en piedra y ladrillo adobe el conjunto se debe al arquitecto Alonso Carbonell, a la sazón aparejador mayor de las obras reales, y debe entenderse como proyecto de fábrica-ciudad. Destacan especialmente en el conjunto sus jardines, adornados con árboles entre los que destacan varios “ceiba petandra” llevados especialmente para adornarlos.


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Como ya adelante, ahora retrocedemos en el tiempo para seguir a Ignacio en su aventura como ingeniero...

—Sois el vascongado que ha ganado fama en Madrid. —afirmó más que preguntó un menestral que trabajaba en Guarnizo construyendo galeones y zabras que hacían la carrera de las Indias.

—Así es, maese Torcal, Ignacio de Otamendi es mi nombre. —respondió Ignacio presentándose.

—Y sois relojero… —dijo el menestral arrastrando la última silaba, como queriendo decir “¡Qué demonios hace un relojero queriendo saber de naos!” sin decirlo.

—Soy un ingeniero, maese Torcal, y un hombre de muchas inquietudes, y dichas inquietudes me han traído aquí.

—Nunca vi a un ingeniero bajando a la playa…bien, si vuesa merced desea que le construyamos un bajel, tenga por seguro que lo haremos, lo que no entiendo es vuestra querencia en observar el proceso.

—Quiero un bajel muy especial, maese Torcal, pequeño y rápido, de hecho espero que este sea el inicio de una relación muy fructífera. —explicó Ignacio logrando que el menestral Juan Torcal enarcase una ceja al pensar en una relación comercial a largo plazo, explico al tiempo que hacía sonar su abultada bolsa, dando a entender que tenía fondos en abundancia. —Tengo intereses en una compañía comercial que acaba de constituirse en Valencia y que pretende hacer comercio con las Indias Orientales, y para eso precisaremos muchos bajeles, grandes y resistentes.

—Si tenéis éxito…—dijo Torcal como poniendo en duda el éxito o la rentabilidad de la empresa, claro que él no tenía los conocimientos de los que gozaban Ignacio y sus compañeros, aunque estaba claro que los dineros que había mostrado servirían para lubricar adecuadamente cualquier posible problema. — ¿Y qué queréis que hagamos para vuesa merced?

—De momento precisare la ayuda de un carpintero y un herrero para auxiliarme en una tarea. Mandad primero un carpintero de confianza, precisare de un buen listón de madera, bien trabajada y lisa, de unas tres varas de largo. —dijo Ignacio.

Al día siguiente y ya con el listón de madera en sus manos, pudo dedicarse a la primera tarea que tenía en mente, crear una regla graduada que le permitiese realizar sus diseños con precisión. Para ello no tuvo más remedio que recurrir a utilizar su propia estatura como referencia. En primer lugar y con la ayuda del carpintero corto el listón de forma que este midiese lo mismo que él, y a continuación recurrió a las matemáticas y Tales de Mileto con su teorema de los triángulos semejantes…sí, la geometría debía solucionar su problema. Por supuesto sabía que él medía exactamente 1.75 metros, y por lo tanto tan solo precisó de un compás y un poco de paciencia para crear la primera regla métrica de la historia.

En primer lugar depositó el listón en el suelo, dibujando a continuación un segmento en ángulo sobre él. Hecho lo anterior utilizó el compás para realizar ciento setenta y cinco marcas sobre dicho segmento. Por ultimo tan solo tuvo que unir la última de las marcas con el final del listón, eso marcaría el metro setenta y cinco, y continuar trazando paralelas a dicho segmento para continuar con los triángulos semejantes, de forma que las marcas que se proyectaron sobre el listón crearon el resto de las divisiones. Logrado lo anterior hizo otro tanto para los milímetros. Ahora tenía la primera regla, aunque sabía que no podría explicar su utilización, por lo que mantuvo en secreto su utilidad. Tan solo el herrero encargado de fabricar reglas, escuadras y cartabones en finas láminas de hierro de una pulgada de ancho y tan finas como fuese posible sabría de su existencia, aunque no el para qué servían.

Mientras el herrero trabajaba en fabricar un juego de instrumentos de medida con aquel primer listón, ahora recortado de forma que tan solo tuviese cien centímetros, él continuó trabajando con el carpintero. Su primera tarea le había llevado tan solo unas pocas horas de trabajo, pero el siguiente prometía ser bastante más complicado, quería fabricar una mesa inclinada para dibujo técnico. Por fortuna pudo contar con la inestimable ayuda del carpintero, Fabricio Muñoz, quien le ayudo sobremanera a idear la mejor forma de colocar un contrapeso en la mesa, quedando este encargado de fabricar tres o cuatro mesas de dibujo para él.

Esa noche mientras descansaba en el portal de la casona en la que había alquilado una habitación pensó en lo mucho que había cambiado su vida y las de sus compañeros. Suponía que a esas alturas Diego estaría camino de Flandes, para ganarse la vida como soldado, y Pedro debía andar por Valencia o tal vez ya or Cádiz, buscando un bajel que le llevase a Siberia, a cazar animales para vender sus pieles. Allí en aquel alejado paraje con la única amenaza del invierno y unas tribus casi prehistóricas de cazadores recolectores, debería ser capaz de hacer fortuna con rapidez. Esperaba aprovechar ese tiempo, así que más tarde, a altas horas de la madrugada y encerrado en su cuarto con las ventanas y puerta firmemente cerradas, encendió su teléfono Smartphone, y revisó los dibujos y diseños de barcos que tenía en él para coger ideas. Por supuesto no eran de buques reales sino de las maquetas que construía, pero esperaba plasmar en sus diseños aquellos otros de juguetes….Empezaría con la goleta Bluenose II que había construido años atrás. Era un buen diseño, rápido y sobre todo, hecho para la pesca, por lo que le serviría como aprendizaje al tiempo que creaba un primer buque ligero y mucho más simple que el de los navíos de línea e Indiaman que también quería crear, o al menos eso esperaba.


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Calvo J. Historia de la geología. Ed Montesinos. Madrid (2006)

Bartolomeo Picchiatti y el nacimiento de la vulcanología: la erupción del Vesubio de 1631.

Aunque Bartolomeo Picchiatti fue un eminente arquitecto y arqueólogo italiano, es recordado por su predicción de la catastrófica erupción del Vesubio de 1631.

Nacido en Ferrara, poco se conoce de sus primeros años de vida y de su formación. En 1593 llegó a Nápoles como asistente del arquitecto Domenico Fontana, sucediéndole cuando su mentor pasó a España. Durante esos años dirigió la construcción de varios importantes edificios napolitanos como el Palazzo Monte dei Poveri o la iglesia de San Carlo alle Mortelle. Tras la muerte de Fontana en 1627 Picchiatti asumió el cargo de ingeniero de la corte real y diseñó el Duomo de Pozzuoli, emplazado sobre el antiguo capitolio romano. Fue durante su estancia en Pozzuoli cuando se despertó su interés por la geología: en los alrededores se estaba extrayendo ceniza volcánica para la construcción del puerto de Valencia, y las excavaciones mostraban los signos del turbulento pasado de la región. Picchiatti observó que los restos de una domus romana desenterrada mostraban daños similares a los que había observado durante su infancia en Ferrara, su ciudad natal, que había padecido un terremoto destructor poco antes de su nacimiento.

En Pozzuoli entró en contacto con varios ingenieros españoles que le hablaron de los motivos por los que se estaba extrayendo el material: se trataba de una especie de cemento natural que formaba una argamasa de gran dureza tras ser mezclado con cal. Ese material solo se encontraba en zonas próximas a volcanes. No había duda sobre la actividad volcánica de la comarca: en las cercanías de la ciudad se levantaba el Monte Nuovo, un cono de cenizas formado durante una erupción de cenizas en 1538. Mientras inspeccionaba las canteras Picchiatti mantuvo relaciones cordiales con los ingenieros valencianos, que le hablaron de Galileo Galilei, el científico y astrónomo pisano que se había refugiado en Valencia de la persecución inquisitorial. Galileo insistía en la importancia de la experimentación y la observación personal sobre el estudio de las fuentes clásicas. Meditando sobre sus observaciones, Picchiatti supuso que los terremotos y los volcanes estaban relacionados, y el estudio de estos tal vez permitiera predecir los movimientos sísmicos, lo que tendría gran importancia en una Italia asolada frecuentemente por terremotos destructores.

El aspecto de las arenas extraídas de las canteras era similar al de los materiales de las laderas del Monte Nuovo. Los ingenieros españoles dijeron a Picchiatti que habían sido enviados por Don Pedro Llopís, el marqués del Puerto, que decía que esas tierras habían sido expulsadas por los volcanes. Sin embargo los archivos que describían la erupción del Monte Nuovo relataban que no había llegado a afectar a la ciudad. Picchiatti exploró minuciosamente los alrededores de Pozzuoli buscando volcanes y encontró varias estructuras similares al Monte Nuovo, algunas de dimensiones mucho mayores. Es más, encontró varios acantilados de trazado curvilíneo que parecían corresponder a los bordes de enormes cráteres que medían hasta una legua de ancho; de hecho, cuando dibujó un mapa con sus hallazgos comprendió que la región estaba formada por una serie de enormes cráteres superpuestos. Sin embargo los lugareños no recordaban otras erupciones que la de Monte Nuovo, ni tampoco había registros en los archivos parroquiales. Buscó en las fuentes clásicas y aunque encontró la noticia de la erupción del Vesubio relatada por Plinio el Joven, nada decían de Pozzuoli. Picchiatti ordenó que se hiciesen excavaciones y encontró restos romanos a escasa profundidad, indicando que los volcanes cercanos a Pozzuoli eran anteriores a la época clásica.

Intentando datar los diferentes volcanes pudo apreciar dos hechos: por una parte, unos conos volcánicos se superponían a otros por lo que supuso que eran más recientes. Por otra, en algunos había profundos barrancos que faltaban en los que parecían más jóvenes. En el Monte Nuovo, el único del que conocía su edad (noventa años) no había apenas signos de erosión, que sin embargo eran patentes en el Monte Gauro o en el Cratere degli Astroni, dos de los edificios volcánicos que Picchiatti consideraba más jóvenes que el resto. El problema era que según sus cálculos esos volcanes se habían formado miles de años antes. La antigüedad de los más viejos resultaba inimaginable y desde luego mucho mayor que los pocos miles de años que, según la Biblia, habían transcurrido desde la creación. Años después, intentando comprobar si sus cuentas eran reales, observó las coladas superpuestas de volcanes como el Vesubio y el Etna investigando en los archivos si se habían descrito esas erupciones. Buscando alguna confirmación que no estuviese relacionada con los volcanes Picchiatti interrogó a lugareños de aldeas que estuviesen emplazadas cercanas acantilados de los que se hubiesen desprendido rocas, preguntando si en su vida habían visto caer alguna. De nuevo esos testimonios fueron raros, y un elemental cálculo indicaba que el mundo tenía cuando menos decenas de miles de años de antigüedad. Conociendo el destino que había sufrido Giordano Bruno, Picchiatti no se atrevió a publicar sus deducciones, pero tras su muerte su hijo Francesco Antonio publicó en Valencia el opúsculo «De aetate mundi». Por entonces la concepción bíblica del mundo ya mostraba muchas grietas, y la obra de Picchiatti, cuyo prestigio era inmenso, fue la palanca que la derribó.

Picchiatti aun no había iniciado esas investigaciones cuando le llamaron para que inspeccionase unos restos hallados en la cantera: bajo una capa de varios metros de piedra pómez habían encontrado troncos parcialmente quemados, tan antiguos que se habían convertido en piedra. Aunque aun no había perfeccionado sus cálculos, se decidió a comunicar sus observaciones a Galileo, que a su vez los mostró a Llopís. Este respondió a Picchiatti con una carta (conservada en el archivo del reino de Nápoles) en la que decía que él también sospechaba que la región era en realidad un inmenso volcán que periódicamente escupía fuego, y le animaba a que estudiase el prominente monte Vesubio.

Los napolitanos no ignoraban que el Vesubio era un volcán activo, pero por entonces llevaba medio siglo de inactividad. Solo se recordaban dos pequeñas erupciones, probablemente freatomagmáticas, acaecidas el siglo anterior. En la cima había un gran cráter parecido a los de Pozzuoli y en su centro un cono (el cono nuovo) prácticamente igual al Monte Nuovo. Picchiatti interpretó erróneamente que al ser un volcán más alto las erupciones del Vesubio habían sido mucho más potentes que las de Pozzuoli y que sus efectos habrían llegado más lejos. También sabía que Plinio el Viejo, un erudito romano, había muerto durante una erupción en la época clásica. Por entonces el arquitecto ya no aceptaba las fuentes clásicas sin otro tipo de comprobación, y empezó a explorar los alrededores del volcán. Parece que fue Llopís el que le recomendó que inspeccionase el sureste del volcán, en unos campos donde los campesinos encontraban frecuentemente piedras labradas. Bajo la dirección de Picchiatti se excavaron los campos, encontrando a varios metros de profundidad restos de una ciudad romana sepultada en arenas volcánicas. Los excavadores encontraron centenares de objetos finamente trabajados e incluso varios tesorillos de monedas de oro, pero también restos más macabros: las ruinas estaban llenas de esqueletos.

Picchiatti comprendió que los volcanes podían ser terriblemente peligrosos. La ciudad romana enterrada estaba casi a la misma distancia del Vesubio que Nápoles, y el arquitecto sabía que los cimientos de la ciudad se alzaban sobre una capa de tierra parecida a la que cubría Pozzuoli o Pompeya (el nombre de la ciudad romana aun no se conocía). Si el Vesubio volvía a emitir llamas era posible que cubriese con sus lavas la ciudad de Nápoles y matase a sus habitantes.

Inicialmente sus advertencias fueron ignoradas. El duque de Alba de Tormes, virrey de Toledo, las trató de infundios alarmistas. Picchiatti acudió al arzobispo Boncompagni, que a su vez solicitó consejo a Roma. Tan solo consiguió atraer la cólera de los jesuitas, que al saber que Picchiatti era corresponsal de Galileo denunciaron al arquitecto ante la Inquisición, que inició una investigación secreta. Parece que el papa Urbano VIII estaba tras el proceso, pues era partidario de la tesis teológica según la cual la cual las leyes físicas no podían limitar la omnipotencia divina y que por tanto los estudiosos que las formulaban eran sospechosos de herejía. Además el papa era partidario de Francia, recelando del marqués del Puerto y de sus protegidos por ser artífices de la recuperación española. Paradójicamente fue esa hostilidad antiespañola la que salvó a Picchiatti pues el duque de Alcalá, nuevo virrey de Nápoles, intervino para proteger a un sirviente real.

Fue entonces cuando el Vesubio empezó a mostrar signos de actividad. En agosto de 1931 se incrementó la actividad de las fumarolas y en sus laderas se vieron luces por la noche. Los habitantes de los pueblos cercanos contaban que la tierra temblaba continuamente. Aunque las advertencias de Picchiatti no habían sido públicas, empezaron a correr rumores que afirmaban que un eminente arquitecto había afirmado que el Vesubio estaba lleno de pólvora y explotaría en cualquier momento. Tanto la Iglesia como el virrey intervinieron; la primera ordenó que se celebrasen procesiones y actos penitenciales; en las iglesias de los jesuitas se llegó a decir que los temblores eran un castigo divino por dar crédito a teorías infundadas.

El virrey español, sin embargo, prefirió que se investigase más profundamente antes de tomar una decisión. Había conocido al marqués del Puerto en las recientes cortes de Valencia y respetaba su criterio; Llopís contestó con una carta en la que daba crédito a Picchiatti y aconsejaba al virrey que tomase medidas ante una próxima catástrofe. Por entonces los temblores se habían hecho más intensos e incluso habían llegado a Nápoles. El duque de Alcalá encomendó a Picchiatti que vigilase de cerca el volcán, y este estableció un sistema de vigilancia en la cima. Cuando estos dijeron que la tierra se movía en la cima ordenó que se colocasen estacas a distancias que se medían con cuerdas; pronto fue evidente que la tierra se estaba hinchando en el suroeste del cono sumital. A partir del diez de diciembre los terremotos se hicieron cada vez más frecuentes e intensos, se percibieron ruidos subterráneos y los pozos se secaron; poco después el cráter empezó a emitir tal cantidad de «vapores mefíticos» que los vigilantes tuvieron que retirarse. El virrey no dudo más y ordenó a los pobladores que abandonasen las laderas del volcán. También habilitó refugios en Nápoles y las ciudades cercanas, y envió tropas para que vigilasen las propiedades y los campesinos no temiesen dejarlas. Sin embargo no todos los lugareños obedecieron la orden de evacuación, pues muchos párrocos que seguían las instrucciones emanadas de Roma pidieron a sus feligreses que se quedasen y que orasen para aplacar la ira divina.

El dieciséis de diciembre de 1631, tras veinticuatro horas de terremotos de intensidad creciente, se abrió el flanco del cono sumital, elevándose una columna eruptiva que llegó a las nueve leguas de altura; ese dato se conoce porque Picchiatti había situado observadores con la misión de vigilar al volcán desde lejos y que pudieron triangular la columna eruptiva. El viento llevó las cenizas hacia el este llegando incluso a Constantinopla. En esa fase los vecinos que aun no habían escapado huyeron y solo quedaron en las laderas del volcán unos pocos penitentes, que perecieron cuando al día siguiente se derrumbó la columna eruptiva y se produjeron flujos piroclásticos que llegaron hasta el mar.

A pesar de la evacuación se produjeron cerca de un millar de víctimas, la mayoría entre los que se habían resistido a evacuar. Los flujos de lodo (lahares) que llegaron hasta grandes distancias arrasaron aldeas que se consideraban seguras, y las nubes ardientes que llegaron a la costa produjeron olas que barrieron el golfo de Nápoles. Las tropas españolas hicieron grandes esfuerzos para socorrer a los afectados salvando a centenares de personas que habían quedado aisladas. Las zonas cubiertas por los flujos piroclásticos permanecieron calientes durante meses. No se sabe cuántas vidas salvó la evacuación pero se calcula que fueron entre tres mil y seis mil.

El suceso tuvo una repercusión extraordinaria en toda Europa. Por primera vez un estudio científico había sido capaz de prever algo tan inesperado como la explosión de un volcán y había evitado miles de víctimas. Realmente la primacía correspondía al pararrayos (o mano de Santa Bárbara), pero hasta entonces su empleo había quedado circunscrito a los dominios españoles. La propaganda hispana empleó el suceso como demostración de los desvelos de la corona y el pueblo por sus súbditos; de hecho la actuación del virrey había sido clave y se granjeó la gratitud de los napolitanos. Además la predicción se había hecho en abierto enfrentamiento con la Iglesia y con el papa. El crédito de Urbano VIII se hundió y fue acusado de preferir la muerte de sus ovejas a rebajar su orgullo. La facción española del colegio cardenalicio hasta llegó a proponer la deposición del papa; no se llegó a tal extremo pero Urbano tuvo que emitir una carta en la que volvía atrás de sus posiciones, afirmando que Dios había hecho, en su infinita omnipotencia, un mundo sujeto a leyes físicas que los hombres podían aprehender con sus sentidos. La predicción de la erupción del Vesubio de 1631, junto a los descubrimientos de Galileo, la academia de Ciencias valenciana y la formulación de la teoría de la gravedad universal, son considerados los pilares sobre los que se edificó la ciencia moderna.



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Mensaje por Gaspacher »

Seguimos con Ignacio

En solo unos días el carpintero le entregó las primeras mesas inclinadas y solo unos días después el herrero pudo entregarle y ayudarle a instalar las reglas y escuadras que le había encargado. Unas veces en forma de regla en T y otra en forma de tecnígrafo para tener una mayor versatilidad. Solo unas horas después por fin tenía un estudio de diseño en el caserón en el que se alojaba, claro que en esa época nadie lo llamaría así, de hecho pocos comprenderían que era aquello, pero lo único que importaba era que por fin podía trabajar.

El día siguiente volvió a encender su teléfono móvil para repasar los datos que tenía en él. Le interesaban sobre todo las imágenes de las diferentes partes del Bluenose y las dimensiones de este, así que realizó unos primeros bosquejos esa noche. Al día siguiente y ya a plena luz llevó aquellos bosquejos a su estudio, y empezó a trabajar. Empezó, claro está, con un dibujo en perspectiva de la goleta, reflejando adecuadamente todas las medidas por medio de acotaciones. Cuando completó aquel primer dibujo, continuó dibujando las diferentes piezas que formarían el buque; los baos, cuadernas, mástiles, timón, y otras piezas, pero también diseñó nuevas y mejores piezas metálicas, bombas de achique, nuevas poleas mejoradas, e incluso un tambor de arrollamiento. Así mientras él iba dibujando la goleta y todas las piezas una a una naciendo el dibujo técnico.

Por supuesto no siempre estaba encerrado. Todas las mañanas bajaba al astillero para conversar con los trabajadores y contemplar sus técnicas de trabajo, aprendiendo el oficio poco a poco. Aquello también le servía para pensar en formas de mejorar el trabajo manual de la época. En Madrid Pedro y el habían creado un taladro manual, y sin duda era una herramienta que iba a ser de gran utilidad para los artesanos, españoles primero, y de todo el mundo en cuando se fuese extendiendo su uso. Y esa seria precisamente su próxima contribución. En una época en la que los agujeros los realizaban con hierros al rojo, un taladro de mayor potencia que el manual sería insustituible en el trabajo de los astilleros. Para lograrlo sería tan simple como mejorar el taladro manual creando un taladro manual de pecho, un taladro en el que instalando un brazo sobre el que descargar el propio peso corporal del trabajador, se mejorase la eficacia del taladro.

Diseñarlo le llevó poco tiempo pues tenía un taladro manual que había traído desde Madrid, y con la ayuda de un maestro herrero local que se llamaba Bernardo Rubio, pudo transformarlo con rapidez en un taladro de pecho. Así cuando llegase la próxima primavera y la madera que había adquirido y ahora estaba secándose, podría ponerse a trabajar en el que debía ser su primer buque. Pero para eso aún faltaba mucho, y se preguntaba qué medidas podía tomar para mejorar la construcción naval en la zona. ¿Tal vez na cámara de Vapor a presión para doblar la madera?...claro que si lo hacía precisaría desarrollar junto a ella algún tipo de máquina para ayudar a doblar la madera, aumentando la complejidad. Siendo así sería mejor tomárselo con calma y desarrollar dicha maquina con más tiempo, por lo que quizás fuese mejor dedicarse mejorar las grúas que utilizaban y que aún eran viejos modelos medievales basados en la grúa de rueda romana. Era algo que tenía que pensar con detenimiento.

Aquí el susodicho Bluenose junto a sus planos http://www.modelshipbuilder.com/page.php?26


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Mensaje por reytuerto »

- Vamos, Álvaro! A tomar el camino de Pinto.
- Entonces, ya lo habéis decidido. Iremos por el Camino Real.
- Sí. Aunque el camino de Cabrillas le haría mucho bien a tus infantes, yo tengo muchas piezas frágiles que tal vez no soporten esa calamidad de camino.
- Tenéis razón. Ya tendremos oportunidad de ver si Fray Santiago ha entrenado bien a tus zagales. A los míos, los deja siempre extenuados. Mi tropa puede correr todo el día.
- Eso lo podemos ver ya –respondí con una sonrisa, y dirigiéndome a los cirujanos, les dije en voz alta- Ea, muchachos! Enseñad a los soldados de la compañía del Hospital y de la Reina que vosostros también sois hombres aptos para las fatigas: Caminareis tan deprisa que hoy el almuerzo lo haremos en Aranjuez!
- Caminaremos como si nos persiguiesen mil diablos, Don Francisco!

Y así fue, caminando a buen paso, por un camino bastante aceptable y sin dejar atrás a las carretas y a los mulos, tanto soldados como el personal del hospital dejaron atrás a Pinto y poco después de las diez, a Valdemoro. Para la parada del almuerzo, estábamos entrando en Aranjuez. Después de las escaldaduras, había cejado en el intento de pasar comidas calientes durante la marcha, pero nadie pasaría hambre pues el almuerzo aunque frio, era de una libra de pan, con tocino y cebollas hechos la noche anterior, peras o manzanas recién cosechadas de postre y ya los había acostumbrado a tomar la bebida de campaña: la posca romana.

- Don Francisco - me preguntó Fadrique, que junto con Segoviano hacían de exploradores y de mensajeros – no es blasfemo que bebamos lo que tomó Nuestro Señor en la cruz?
- No, joven Luján. Si Dios hizo del agua con vinagre su última bebida antes de morir por nuestros pecados (la parte de catecismo es inevitable), prueba es de sus bondades como bebida. Y ved que si el legionario compasivo ofreció esa bebida a nuestro señor Jesús, fue porque era lo que tenía a mano, pues era lo que bebía como soldado. No os preocupéis por la salud de vuestra alma, la posca os mantendrá sin sed y sano. Id y decidle a Don Álvaro que podemos aflojar el paso porque esta noche la pasamos en Ocaña, y pasad antes por los carros de cocina y preguntadle a Blas que yantaremos antes de dormir.


Y así fuimos viendo que a un paso que se hacía lento para los infantes, el tren de carretas y mulos avanzaba bien. Podíamos apretar un más, pero con caminos malos (y eso que el Camino Real de Albacete estaba en relativo buen estado), el irremplazable equipo de vidrio se podía romper, pero alargando la jornada hacíamos más leguas por día, y estas ni se sentían en nuestras piernas.
La siguiente noche la pasamos en Mota del Cuervo, a la vista de unos molinos que seguramente fueron víctimas de las iras del Quijote, habiendo dejado atrás no uno sino dos pueblos en los que según el itinerario normal, debíamos haber pernoctado. Y así fuimos dejando atrás las villas y pueblos hasta llegar en dos jornadas a Almansa, villa a la que llegamos a media tarde, habiendo ganado ya todo un día desde que salimos de Madrid.

- Que pensáis, Don Gonzalo? – pregunté deferentemente a la cabeza de los Martínez de Luna.
- Aunque pareciese que tienen un andar ligero, vuestros hombres hacen más leguas porque caminan más horas.
- Padre, es mis hombres bien pueden caminar más rápido, pero a fuerza de dejar desamparados los bagajes.
- Ved jóvenes, ahora tenemos frente a nosotros el Corredor de Almansa, que es una vía natural entre la meseta castellana y la costa de Levante. Unos cuatro días nos separan del mar.
- Cuatro días? –Dijo Álvaro con una sonrisa de burla- Dadme la mitad de días y yo con mis hombres los estaremos esperando en Valencia.
- Contad con la mitad de vuestros hombres para vuestra caminata – Respondí divertido – pero no dejéis indefenso al Hospital.
- Indefenso?, vos no decís que vuestros cirujanos son cirujanos militares? – puyó Álvaro siempre con lengua incisiva - Si hay salteadores en los caminos, a fe mía que vuestros muchachos venderán caras sus vidas.
- Y yo me cortaría los cojo*** por imprudente! - agregué en tono más serio - Es seguro que enfrentarían a ladrones con espingardas, mosquetes o espadas. Pero no consentiría una muerte tan absurda de cualquiera de ellos. Y sabéis por qué he hablado de una muerte absurda? Porque a la vista de 50 hombres armados, ningún bellaco se atrevería a atacarnos.
- Habéis hablado con razón, Francisco. Hijo, tomad la mitad de vuestros hombres y si no completáis el camino a Valencia en dos días, de vuestro bolsillo pagareis la olla podrida que recompensará nuestras fatigas.
- Os tomo la palabra, padre! Pero si hago como he dicho que haré, seréis vos quien deberá aligerar la bolsa.
- Llevaos si queréis a vuestro alférez, pero dejadme a la mitad de los sargentos. Y que Fadrique también os acompañe.
- Marcharé ligero. Todos los bagajes rodados seguirán el camino con vos. Solo mulas con para las tiendas, el agua y el pan. Llevaré mi caballo, pero caminaré como ellos.
- Iréis como los hombres del romano Mario – señaló Don Gonzalo, y con una sonrisa burlona, agregó – Pero para hacer las cosas justas, debéis ir cargados como ellos: dejad las picas, tomad los mosquetes e id con carga completa de balas.
- Iré con carga doble de balas, Padre. No menos de 40 por cabeza. Y cada hombre llevara comida para un día en su morral.
- Entonces, id y escoged a vuestros hombres. En una hora debéis estar en marcha!

Y en una hora salieron. Álvaro, tal como dijo, iba a pie como sus mosqueteros. José de Burgos llevaba al hombro la bandera plegada y envuelta en un paño, y los hombres escogidos marchaban cargados, no tanto como las mulas de Mario, pero ciertamente no irían ligeros, 15 mulas con sus respectivos muleteros llevaban su impedimenta. Fadrique que hacia las de explorador, iba a descubierta.

- Que pensáis, Don Gonzalo?
- Si no cae una nevada, lo pueden hacer, pero el orgullo de mi hijo no se lo ha puesto fácil. Bien pudo haber dicho 3 días!
- Pero en ese caso, vos no hubieseis apostado una olla podrida para el doscientos!
- A fe mía que no! Ya soy muy viejo para ser tan tonto!
- Si Dios nos da una ayudita, y Santa Bárbara nos libra de una tormenta, nosotros mismos podremos hacer el camino en tres días. Pero decidme, Don Gonzalo, que pensáis de esta comarca?
- Sabed que en la época de los abuelos de mis abuelos, con pocos hombres se podia detener una invasion, cerrando el paso al que sube por la costa, o bloqueándoselo al que baja desde la meseta. Dios no lo quiera, pero si alguna vez los reinos de España guerreasen entre ellos, el Corredor de Almansa será la llave más importante.
- Pero hay otros pasos, Don Gonzalo.
- Ninguno como este, Francisco. Ninguno como este!
– No creéis que debía ser fortificado? Con tres castillos con traza italiana, dejaríamos el paso muy bien defendido...
- No! Francisco! - Me cortó abruptamente - Si es menester gastar el dinero del reino, debe ser defendiendo a España lejos de sus fronteras! Y con la ayuda de nuestro Señor bendito, derrotar a los enemigos en sus tierras o en la mar - respondió enfatizando sus palabras con un gesto severo - Pero, y escuchadme bien, Francisco, si Dios nos castiga, y sea preciso defender Castilla en Almansa, malo. Muy malo. Decídselo a vuestro amigo, el Marques del Puerto, si es que no lo sabe ya.


Quedo grabada en mi memoria esta conversación, ya transmitiría la inquietud de mi amigo y protector a Pedro. Nosotros seguimos caminando al paso previo, y pernoctamos en la Font de la Figuera, un pueblo en donde ya escuchábamos palabras en valenciano. Al día siguiente el almuerzo fue en Moixent y la siguiente noche dormiríamos en Montesa, a la vista de su imponente castillo.
Luego de un desayuno en donde incluimos sobrasada y naranjas locales, antes de mediodía dejamos atrás Játiva, una villa que prácticamente era la entrada al Levante, y de importancia en los intercambios comerciales entre la costa y el interior. Haciendo nuestra parada y almuerzo bien entrada la tarde en Pobla Llarga, caminamos hasta llegar a Alzira y pasar la noche allí.

- Ea, zagales! Un día más de camino! Escucháis? Un día más de camino! Creéis que podéis hacerlo?
- Sí, sí! Don Francisco! Cenaremos pescado fresco esta noche! – respondieron a coro los cirujanos y soldados, mostrando evidente buen ánimo, pese a que caminaban más de 12 horas al día.

El almuerzo lo hicimos en Beniparrell, en medio de un mar de naranjos, nos pusimos en marcha luego de la acostumbrada hora de descanso y seguimos descendiendo hacia la costa, por un camino de suave y casi imperceptible pendiente. Cuando pasábamos por Massanassa, puede gritar a los demás caminantes:

- Hinchad vuestros bofes, muchachos! Oled! Oled la sal del mar! Estamos cerca ya!

Desde allí envié a Pablo Segoviano, el otro cazador que hacía de explorador, para que buscase a Álvaro y preparase el alojamiento. Seguimos marchando y cuando pasamos Alfafar, me puse a lomos de caballo, llamé a Don Gonzalo, a los profesores y a Fray Santiago que montaba su yegua para que encabezásemos la columna. Ya era de noche, cuando llegamos al humilladero de Mislata, que marcaba la entrada de Valencia. Allí, en perfecta formación nos esperaban los mosqueteros (con picas), sus sargentos, su alférez, su capitán con una sonrisa que le ensanchaba la cara y el Marqués del Puerto.

- Sed bienvenidos a Valencia – dijo Pedro – Habéis hecho un buen tiempo vosotros también, pues os esperábamos para el desayuno. Tenéis un buen capitán y una buena tropa, llegaron ayer antes del anochecer, la buena madera se hereda – continuo, volteándose deferentemente hacia el patriarca de los Martínez de Luna – Don Gonzalo, vuestro hijo, Don Álvaro, ha compartido fatigas con sus hombres. Mañana me mostrará como los ha entrenado. Don Francisco, espero que vos y los demás profesores del hospital no estéis muy cansados, pues esta noche tendremos una velada interesante. Ah, y aunque vuestro banquero había reservado una casa, me he tomado la pequeña libertad de escoger vuestra vivienda temporal, espero que sea de vuestro agrado.

Efectivamente así lo fue!, la casa que Pedro había puesto a nuestra disposición era una de las “casas nuevas” de se estaban haciendo en una Valencia limpia y saneada. Alta, bien ventilada y bien iluminada, Contaba con un patio interno, dos plantas, cuarto de baño y una cocina aún más amplia que la de mi casa.

Luego de asearnos (yo me di un baño, casi de gato, pero baño al fin) y salimos hacia las afueras de la ciudad a la casa de Pedro. Bien valgan verdades, “casa” es un decir, porque el bueno de Pedro vivía dentro de las lindes de Valencia, en un palacete digno de uno de los hombres más ricos del reino, ni que decir de su residencia oficial en La Maestranza!. Nos recibió amablemente y nos introdujo a algunos de los presentes:

- Don Francisco de Lima, os presento a Don Galileo Galilei. Y vos, José de Beira, no reconocéis a vuestro tío Isaac? Fray Santiago, vuestra fama os precede, os presento a Fray Juan Eusebio, otro buen fraile de la Compañía de Jesús.

Y así no dejo instalados en corrillos que charlaban animadamente. Pedro Barea y José de Beira estaban encantados conversando con Isaac Cardoso. Santiago había captado el interés tanto de Caramuel como de Nierenberg, quienes seguían interesados el relato del pseudoposeso de Pozuelo. En tanto, Don Gonzalo conversaba atentamente con Juan Bautista Baliani. E incluso Fadrique, al que había llevado casi a rastras y pensaba que se aburriría en esta reunión, hablaba animadamente con el también joven Sebastian Rocafull. Pero cuando tuvo una oportunidad, Pedro me separó del sabio italiano para decirme:

- Paco, puedes improvisar una conferencia?
- Depende del tema, Pedrito.
- Libre. Cualquiera de las cosas que hacéis en el hospital.
- Si, por supuesto. Para cuando quieres que la dicte?
- En media hora, aquí!
- Dame lápiz y papel para que haga unos apuntes.
- Tiza y pizarra?
- Ayudará mucho, aunque dudo que tengas An Du Septic.

Nos reímos a gusto de mi ocurrencia. En media hora estuve dictando una charla bastante informal y distendida acerca de la reposición de fluidos. Mientras hablaba, pude ver como un grupo de escribanos me seguía atentamente, unos transcribiendo mis palabras, y otros tratando de copiar los dibujos que hacía en el pizarrón. Ya en el ágape que siguió a mi conferencia (buena falta nos hacía!), Pedro me informó que estaba registrando las actas de cada conferencia, pues pensaba publicarlas a nuestro regreso de África.

Una vez en nuestros aposentos, todos dormimos como piedras, por primera vez en una cama después de casi una semana de viaje. Por supuesto, Álvaro ya estaría haciendo de las suyas, pero al día siguiente estaba en el desayuno con nosotros.

- Os veo muy alegre, Álvaro.
- Es que estuve ocupando mejor mi poco tiempo en esta ciudad que vosotros. Pero vos Francisco debéis acompañarme pronto. El Marqués del Puerto verá a la Compañía del Hospital y la Reina en el campo, una de esas guerras fingidas del Barón de Cheb.
- Ya disteis de comer a vuestros hombres, Álvaro?
- Están bien comidos y dispuestos, padre. Pero están esperando la olla podrida que bien han ganado.
- El Marques desea ver como defiende la compañía al hospital?
- No, Francisco. Si me preguntáis, yo creo que tiene más interés en ver si puede hacernos formar con sus hombres.
- Entonces, no debemos hacerlo esperar.

Al pasear por la zona de Valencia en donde estábamos viviendo, pude ver el buen trazado de las calles, la ausencia de desechos sólidos o líquidos, humanos o animales, y el resultante hedor omnipresente en toda ciudad o villa de ese entonces. Es más, la calle principal estaba pavimentada! Cuanto había avanzado Valencia desde que conocí a Pedro apenas unos años antes! Por otro lado, se veía que la ciudad era prospera, o al menos, más prospera que Madrid, Ávila, Toledo o cualquier ciudad de la meseta. Hice el comentario a Don Gonzalo, que coincidió en mis apreciaciones.

Llegamos al vivac en donde se estaban concentrando las tropas que Pedro llevaría al norte de África. En una explanada bastante amplia, Álvaro se reunió con sus hombres y Don Gonzalo y yo fuimos al encuentro de Llopis, que estaba dando algunas indicaciones a uno de sus lugartenientes.

- Llegáis a buena hora, caballeros! Don Francisco, no deseáis compartir la arena con vuestros hombres?
- No, Don Pedro! Son los hombres de Don Álvaro, él los ha entrenado.
- Ya los he visto marchar. En orden cerrado lo hacen tan bien como cualquiera.
- Pero…
- Pero lo que quiero ver es como se desempeñan con las armas.

En eso, la Compañía del Hospital y la Reina llego marchando, los artilleros iban arrastrando las dos culebrinas, que se quedaron algo retrasadas. Álvaro dio la señal y se formaron inmediatamente tres líneas, la primera se arrodilló y las otras dos permanecieron de pie. Yo ya conocía esa parte del “drill”: Álvaro mostraría el fuego escalonado.

- Fuego a mi orden… Primera línea, seguid en posición. Segunda línea, apuntad al suelo a 80 pasos, que el Marqués vea como se levanta la tierra. Fuego!
Los sargentos los habían entrenado bien, no al unísono, sino por grupos a órdenes de cabos, la primera línea disparo su primera descarga, con algunos pies de diferencia, sus disparos levantaron una nubecilla de polvo a los 80 pasos ordenados.
- Retroceded y cargad! Tercera línea, apuntad a 60 pasos, esperad a mi orden... Fuego! Retroceded y Cargad! Segunda línea, estáis listos? Apuntad a 30 pasos, a mi orden. Fuego! Primera línea, de pie. Apuntad a 20 pasos. Fuego!

No era un logro menor, cuatro descargas en menos de un minuto. En un combate, si los muchachos conservaban su sangre fría, habrían sangrado al enemigo. Pero aun la demostración no había terminado:

- Bredas al frente, Cargad conmigo, castellanos, Santiago!
- Santiago, y a ellos!

A órdenes de su capitán la compañía salió a atacar a un enemigo ficticio, desplazándose en bloque unos 30 o 40 pasos hacia adelante. A una señal de Pedro, un grupo de caballería apareció al galope contra la compañía, Álvaro también había previsto este lance:

- Carrillo, atrás; Gaspar y García a los lados; zagales una línea aquí adelante, a mi orden! José, la bandera!

En un abrir y cerrar de ojos, se formó un cuadro defensivo, pequeño y de poca profundidad, pero los mosquetes coronados con estoques de más de medio metro, lucían como una intimidante barrera para cualquier jinete.

Pedro me miro satisfecho. Pero sabía que aún faltaba más. “Aguarda” , le dije con una sonrisa cómplice. Vi que unos jinetes colocaban a más de 250 pasos unos postes. Luego, Fadrique, Segoviano y tres mozos se separaron del grupo, Álvaro se adelantó con ellos y señaló a Fadrique uno de los postes, este cogió su espingarda, apunto con cuidado y sin prisa, disparo y acierto! Le dio el arma a uno de los mozos que inmediatamente comenzó a recargarla. Luego Álvaro señalo a Segoviano su blanco, que como buen cazador también acertó. Durante varios minutos, y moviéndolos de aquí para allá, Fadrique y Segoviano estuvieron disparando. 10 disparos, 10 aciertos, a 200 metros. Un logro notable para la época.

Álvaro dejo a sus tiradores selectos y ordeno a los hombres que se dispusiesen a lanzar las granadas. Rápidamente, la primera línea se arrodilló y la tercera retrocedió un par de pasos; los granaderos, que se encontraban en la segunda línea, lanzaron sus bombas de terracota a una distancia y con una velocidad incapaz de igualar por un granadero lanzando bombas de hierro, así midiese más de 7 pies de altura!

- Y eso? – Me preguntó en voz baja un sorprendido Pedro (y conste que este señor es difícil de sorprender)? – De dónde has sacado este truco?
- Yakuza –Respondí también en voz baja – granadas japonesas modelo 45.
- Interesante, muy interesante.
- Y muy baratas. Cuando le pongamos tirafrictor quedaran mucho mejor.
- Me escribiste acerca de una espoleta de percusión.
- Lo malo es que esa espoleta la hace un orfebre! Y como buen trabajo de orfebre es muy delicada. No esta lista.

Finalmente la “piece de resistance”, la demostración de los culebrinas escopeteras, que era el nombre que Álvaro había acuñado para ellas. Gregorio, Enaco, Melendo, Nuño, Bartolomé, Gil y Cristóbal, enfundados en gorros rojos, dieron muestras claras de haber aprendido el oficio durante el invierno. No solo cambiaban de dirección con soltura, sino que calculaban bien las distancias. En pocos disparos, las sabanas sobre las que hacían puntería estaban hechas jirones.

- Habéis entrenado bien a vuestros hombres, Don Álvaro! Debéis seguir con nosotros el resto del día para que ahora entrenen como parte de un Tercio. Debéis conocer los toques de tambor y de trompeta con el que se imparten órdenes y también debéis el sistema de mensajes a través del campo de batalla. Cuando marchéis con nosotros, seréis la compañía 35. – fueron las palabras de Pedro, y dirigiéndose a nosotros agregó.
- Vuestro hijo, Don Gonzalo, conoce a sus hombres y estos lo seguirán lealmente al combate más fiero. Necesitamos más capitanes así! Hicisteis bien en formar la compañía, Francisco.

Cuando salimos del campo de maniobras, dejando a los Martinez de Luna con los demás capitanes, en una cabalgata hasta el puerto, Pedro me señalo un navío que estaba en pleno proceso de carga.

- Míralo. Se ve bien, no?
- El “San Cosme”?
- Claro! No reconoces la arboladura que diseñaste? Ignacio hizo algunas mejoras, y además de rápido, también es cómodo. El personal del hospital embarcara allí.
- Preferiría que nos repartieses en varios barcos, Pedro.
- Ya. Como el equipo de apoyo de los paracaidistas, si uno se hunde siempre nos quedará algo! Pero fíjate, hay otros cuatro barcos de la compañía Santa Apolonia que vienen en la expedición. Iréis allí.
- Nunca se sabe! Yo soy de tierra adentro! Cuando salimos?
- Cuando la marea sea propicia. Han llegado apenas con tiempo! Zarpamos en dos días.

Y así fue. Luego de la olla podrida para el hospital y la compañía, pagada de la bolsa de Don Gonzalo, y un par de horas de descanso, cirujanos y soldados se dieron a la tarea de embarcar nuestro tren. Sin pausas, los cinco barcos de la Compañía de Santa Apolonia se fueron llenando. El 07 de Marzo de 1633, con la pleamar de madrugada salieron los buques de guerra de la Flota Real de Valencia, con el Marques del Puerto a la cabeza. Y con la marea alta de las dos de la tarde, nos tocó el turno a nosotros: Sólo Fray Santiago y Martinico me acompañaban, los cirujanos estábamos repartidos en 4 embarcaciones, pero Álvaro y la compañía viajaba entera en el “San Damián”. El capitán del “San Cosme”, Don Marcial, era un viejo marino de toda la confianza de Pedro y veterano de mil combates; la tripulación ya había hecho varios viajes a las costas peruanas y trabajaba al como un solo hombre, y los artilleros mantenían relucientes los 18 cañones de 18 libras. Una leve brisa fue sacando al resto de la flota del puerto, y cuando extendimos todo nuestro velamen, aproamos hacia el sur. La campaña había comenzado.


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Gaspacher
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Gaspacher »

Memorias de un ingeniero

Finalizados los planos, por fin había llegado el momento de empezar a construir una maqueta o más bien dicho, varias maquetas. Había decidido construir un juego de maquetas que reflejasen los diferentes estadios de su construcción, de modo que los carpinteros pudiesen consultar cada paso a realizar de forma sencilla y rápida. Para ello contraté un pequeño grupo de licenciados en artes mecánicas, lo que esperaba que en unas décadas fuesen verdaderos ingenieros navales. Ahora todo se estaba precipitando y cada vez tenía más trabajo. Tenía que preparar un taller para esta labor, por fortuna el caserón en el que me alojaba tenía suficiente espacio para ello. Por supuesto también tenía que organizar el alojamiento para mis nuevos ayudantes, pues gustándome la soledad para pensar, prefería que su alojamiento no interfiriese en mi vida cotidiana, aunque como se demostró pronto, había subestimado la vida social de estos.

Por si todo lo anterior fuese poco, recibí la visita de Gaspar Guzmán de Sandoval, a la sazón heredero del duque de Medina Sidonia. Quería el futuro duque, que le construyese un reloj como los que habían alcanzado renombre en Madrid para regalárselo a su señor padre. No pude hacer otra cosa que acceder, y de inmediato empecé a trabajar en el reloj, con la promesa de tenerlo completo a mediados de noviembre de forma que pudiese ser llevado a Andalucía a tiempo para ser entregado a su se excelencia en navidades.

Esto ahora absorbía todo mi tiempo, por lo que aproveche para ordenar a los licenciados que bajasen a los astilleros a contemplar y familiarizarse con aquellos trabajos. He de suponer que su presencia no debió gustar demasiado a los carpinteros y calafates, pero quien paga manda, y yo pagaba generosamente por tan pequeña molestia.

Así pasaron un par de semanas, hasta que con el trabajo del reloj ya avanzando a buen ritmo tras haber terminado el diseño y preparado los primeros moldes, pude volver a prestar atención a la construcción naval. Lo primero que hice fue preguntar a los licenciados qué impresiones habían extraído de su visita a los astilleros, y a partir de ahí fui guiándolos con una serie de preguntas a donde yo quería llegar.

¿Cómo miden los carpinteros los maderos que trabajan para hacer las distintas partes de la nao? “Utilizan manos y pies o se ayudan de varas como hacemos todos”, respondieron. El ancho de un dedo es una pulgada, los tres dedos forman una onza, y cuatro un palmo, una dicha si son dos palmos, y espitama si son tres, siendo cuatro un pie.

¿Es eficaz es tipo de medida o provoca muchos desajustes que deben ser solucionados por los maestros carpinteros? “No es eficaz puesto que aunque haya pocas variaciones, el tamaño de los dedos es diferente en cada persona, y debido a ello el trabajo realizado en el banco de carpintero o en la herrería, siempre deben ser ajustadas por el maestro constructor al ir a colocarlas.

Habiendo llegado a donde quería les mostré mi vara de medición a la que llamé regla graduada, explicándoles detenidamente su uso. Claramente esta regla suponía una mejora sobre el método actual, pues permitiría que todos los trabajadores, estuviesen donde estuviesen, utilizasen la misma escala de medición. Con ello en mente y mientras yo continuaba con el reloj, ellos tuvieron que familiarizarse con aquella regla. Les expliqué que había basado aquella escala de medida en el arco de un péndulo utilizando los estudios del italiano Galileo Galilei, habiendo escrito una disertación sobre dicha medición y su empleo como medida estándar (1). Logrado aquel primer "meter" o medidor latino, tan solo hubo que dividirlo en cien partes iguales logrando un instrumento de medida similar al nonio u otros medidores empleados en aquel momento pero que no se habían extendido al público general.

Con aquellas labores el tiempo fue pasando y el reloj estaba cada vez más cerca de ser completado, así que ordené a los licenciados que construyesen metros plegables utilizando el que yo tenía como base. Con su ayuda y la de un carpintero no tardamos en tener una cantidad adecuada de metros de madera muy sencillos de utilizar. También les enseñe los fundamentos del dibujo técnico, para lo cual empelaban las reglas de metal, mucho más finas y manejables que las de madera, enseñándoles la perspectiva caballera para dibujar las piezas.

Todo esto nos llevó varios meses hasta que por fin tuve el reloj acabado y pude volcarme en el trabajo naval. Construiría una maqueta de la nao, mientras mis ayudantes construían las suyas siguiéndome paso por paso. Así podría ordenar que las distintas maquetas se detuviesen en diferentes momentos, una al acabar el esqueleto, otra con la cubierta montada, y así hasta llegar a la que yo hacía, que sería la última y correspondería al buque ya completado.

1.- Trabajo hoy desaparecido. Por los instrumentos de medición de la época, podemos suponer que sus resultados serían muy similares sino idénticos a los logrados dos décadas más tarde por Marin Mersenne (0,994 m).

sobre las medidas
https://gredos.usal.es/jspui/bitstream/ ... ercate.pdf

Y el mencionado teorema de Tales de Mileto sobre los triángulos

https://www.youtube.com/watch?v=dqWRtHWI0-c


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

- Os sentís mejor, Don Francisco?
- No os preocupéis, Don Marcial, ya pasará – era la tercera vez que vomitaba esa mañana, quién fue el mentiroso que me dijo que la San Cosme era cómoda? Si el barquichuelo se zarandeaba a placer!
- Don Pedro me confió que en vuestra juventud vos navegasteis…
- Muchos años ha, Don Marcial! – en tanto pensaba “lo que Pedrito no te dijo es que nunca perdí de vista la costa, y nunca en algo más grande que un optimist” – Aún falta mucho?
- Si, VM! Estamos navegando al SE, y hay rachas de viento en contra. Además, recordad que debemos mantener la formación, pues la San Cosme es la nao más fuerte de la cola del convoy.
- Conocéis los otros barcos de la compañía?
- Si, Don Francisco, pero de lejos este es el mejor. La San Damián es grande, también está bien armada y es cómoda, pero es más lenta, y sobre todo, es bastante más terca al timón. Y si vos estáis mas verde que un prado gallego en la San Cosme, como estarías en la San Lázaro? Las otras dos, la Santa Isabel y Santa Marta, son dóciles cuando van con carga o al lastre, pero si navegan ligeras, cabecean tanto como la San Lázaro.

A Dios gracias, a las dos semanas me había medio acostumbrado al balanceo y cabeceo del buque. Las naranjas se estaban agotando, pero con la vitamina C que los había hecho ingerir hasta el momento, el escorbuto estaba bien a raya. Y todos, pasajeros y tripulantes se debían lavar las manos (con agua de mar eso sí) antes de comer o beber cualquier cosa, y después de ocuparse en los precarios retretes de las bordas.

Y Marcial me explicó el dispositivo que había adoptado la Real Flota de Valencia. A la cabeza marchaban los navíos más grandes, los transportes con las tropas, y parte del tren de avituallamiento. A medio día de distancia íbamos nosotros, con el resto tropas y del tren de bagaje. Cerrando la formación navegaban la San Cosme y la San Damián.

Por la cercanía, pude ver que Álvaro no tenía ociosos a sus hombres. O los hacia entrenar con picas, moharras y espadas, o los tenia haciendo la calistenia que Fray Santiago les había enseñado bien, pues los veía dar vueltas y vueltas por las cubiertas y castillos de la San Damián.

El último día de Marzo, un ágil jabeque valenciano vino a contraviento desde la vanguardia con las últimas órdenes. Debíamos estar preparados, pues el Marques del Puerto pensaba aparecer delante de Trípoli en menos tres días. En una maniobra que ya debían haber practicado con anterioridad, las dos largas filas de transportes se alinearon en 6 columnas, siempre con la San Cosme y la San Damián protegiendo la retaguardia, pero ahora claramente visibles también con tres o cuatro buques armados protegiendo cada flanco.

- Don Marcial, vosotros lo hacéis ver fácil! Ni una pavana en la corte se ve tan armoniosa!
- Eso es ahora, Don Francisco! Pero si hubieseis visto el pandemonio que fue el desembarco en Argel hace 4 años! Pero como veis, ya conocemos las mañas. Y es como vos decís, es como un baile, todo tiene un orden.
- Por favor, contadme como fueron los desembarcos en Argel, Marsella y Túnez.
- Tenemos todo el día, Don Francisco, esta brisa bien nos ha de llevar, sin pausa pero sin prisa. Como vos sabéis, en Marzo de 1629…

Así llegamos al 04 de Abril, aunque la flota había llegado el día anterior ante las costas de Trípoli, el desembarco de las primeras tropas recién se hizo en la madrugada del 04. A nosotros nos tocó tocar playa hacia el final de la tarde, primero los barcos más pequeños, luego la San Damián y al final la San Cosme. A Dios gracias la noche era clara, pues la tarea de desembarcar cajas con instrumental delicado o fármacos solubles en agua, fue ardua y nos afanó hasta bien entrada la madrugada. Simultáneamente, toneles y toneles de agua y vinagre bajaban de las carracas de transporte, y también las vituallas, pues esa noche hubo comida caliente para todos, sin duda, algo que contribuyo a mantener la moral a un nivel estupendo. Tal vez, la peor tarea tuvo la compañía de Álvaro, que tuvo que trocar sus mosquetes por zapapicos y palas, pues aunque estaban acostumbrados a labores de fortificación (después de todo, habíamos entrenado para eso), nunca habían emprendido trabajos de tanta envergadura. Con las primeras luces del nuevo día, el hospital estaba montado, bien a la retaguardia, y pude acompañar a los cirujanos de compañía a sus destinos y ver como acomodaban sus enseres. A José de Segovia, al estar cerca de las tiendas desde donde Pedro dirigía el sitio, le hice hincapié en tenerme al tanto de la salud del Marques del Puerto.

Para la cena, el foso y la empalizada estaban casi completos. Busque y encontré a Álvaro, que con buen ánimo me recibió con una lección de historia clásica.
- Albricias, Francisco! Veis que ahora somos como vuestros admirados romanos! Hemos hecho una circunvalación a toda regla!, oídme! que aprendí bien la palabra!, Digna de Julio Cesar!
- Yo diría que se parece más a Dyrrachium! Hay costa aquí - dije con cierta sorna!
- Alesia, Durazzo, qué más da? Vos veréis que haremos historia en Trípoli.
- Habéis terminado?
- Solo la circunvalación, como veis, ya los infieles están rodeados. Pero falta aún fortificar el campo antes de emplazar los cañones. Sabed que se harán tres bastiones a este lado del foso, y justo al frente de ellos, un hornabeque y más allá, dos revellines. Antes de una semana estará instalada la artillería y comenzaremos el castigo a la morería.
- Enhorabuena, Álvaro! Como que os veo muy avezado en fortificaciones de campaña?
- Recordad que la biblioteca de mi padre es buena, pero he conversado tanto como hemos podido con el que fuera segundo del gran Caraffa en las campañas anteriores, el Maestre Tomás de Roccarainola. Miradlo allí! El es quien está dirigiendo las obras exteriores.
- Seguid, no os interrumpo! Y dad el ejemplo a los demás tomando posca, que os mantendrá sin sed y sanos.

Y mientras las obras proseguían sin pausa, ya el tren de asedio ya empezaba a tocar tierra. Sin embargo, por su peso y su importancia, los cañones de a 24 recién estuvieron en la playa pasado el desayuno, y no terminaron de bajar todos hasta bien entrada la tarde. Por mi parte tampoco estuve ocioso, pues ordené cavar profundas zanjas para que sirviesen de sumidero, ya que en la Tripolitana, las lluvias de primavera nunca dejan de caer.

Y en buen momento las hicimos! Pues por cuatro días consecutivos, aguaceros torrenciales dejaron el campamento empantanado, haciendo difícil las obras de campaña e imposible el emplazamiento de la artillería. Álvaro y yo, acompañados de Fadrique y Segoviano, obtuvimos permiso para acompañar a los carabineros a caballo que desembarcaron justo antes de las lluvias. Con ellos cabalgamos a pueblos y aldeas alrededor de Trípoli, prendiéndoles fuego y liberando cautivos cristianos. Los carabineros fueron tan audaces que no solo dejamos atrás los muros de la ciudad y puerto, sino que llegamos hasta la aldea de Janzur casi dos leguas al oeste, a la que prendimos fuego. Antes de emprender el regreso, nos atrevimos a disparar con las espingardas hacia la puerta de Bab Zanata, en el oeste de la muralla, abatiendo a dos incautos que pensaron que los trescientos pasos de distancia los hacían inmunes a nuestros disparos. En esa semana aparte de rescatar más de cien (de hecho, casi doscientos) cristianos esclavizados, confiscamos varios centenares de animales entre burros, caballos, cabras y camellos, además de muchos quintales de grano. Lo que no pudimos llevar, fue pasto de las llamas.

Sin embargo, cuando las lluvias cedieron, los cañones fueron llevados a baluartes y bastiones, al hornabeque y a los ravellines. El 09 de Abril, con el alba, comenzó el cañoneo a los muros y la ciudad. Pedro había preparado concienzudamente la operación, y aunque los muros hechos por Turgut Reis el siglo anterior eran gruesos, no estaban pensados para resistir la artillería que traíamos. Poco a poco, se fueron debilitando y para el segundo día ya teníamos varias posibles brechas ubicadas. Esa noche, fui convocado a una reunión de Pedro con su plana mayor.

- Don Francisco, dadme el parte de enfermos y heridos.
- Nada que lamentar en exceso, Don Pedro. Durante el desembarco hubo una veintena de heridos, en donde el caso más grave fue el de un miembro aplastado que fue menester amputar. También tenemos menos de una docena de carabineros heridos, ninguno de gravedad. No hay fiebres, no hay disentería, y siempre y cuando los hombres hagan sus necesidades donde hemos estipulado que se hagan, siempre y cuando se laven las manos antes de comer, estas enfermedades se mantendrán a raya.
- Gracias Don Francisco. Decidme Don Tomás, cómo va el asedio?
- Don Pedro, hay siete o más partes del muro ya debilitadas – dijo Tommaso de Roccarainola, hijo bastardo de Tommaso de Caracciolo, hábil militar, paciente, metódico y ordenado cuando era el sitiador, arrojado y valiente en el combate abierto- Seguiremos con el cañoneo pero solo nos concentraremos en tres brechas. Mañana podréis asaltarlas.
- Maestre Idiáquez, los hombres están prestos?
- Todos, Don Pedro. Los batallones valencianos y los de la guardia esperan la orden.
- Y los suyos Maestre Torralbo?
- Igual que los valencianos, Don Pedro. El tercio de la guardia italiana solo espera que vos lo mandéis y atacará.
- No esperaba menos de vosotros, VMs. Don Pedro, mañana al alba, la flota cañoneará los fuertes y el puerto, el inicio del mismo será la señal – y pasando el dedo por el mapa que teníamos frente a nosotros, continuo – vos Don Tomás cañoneareis las brechas, y los batallones valencianos se colocarán aquí, y aquí; Maestre Torralbo, vos y sus italianos, estaréis aquí, y vuestros hombres Maestre de Idiáquez, esperaran en esta hondonada...

Esa noche no dormí mucho, estuve organizando espacios como para atender 300 heridos a la vez, por si salía mal el asalto. También me pasé por todas las cocinas del campamento. El desayuno de mañana por primera vez serían las “gachas de batalla”, un desayuno hiperenergético e hipercalórico que era una mezcla entre champurrado mexicano, gofio canario, pooridge inglés y el arroz con leche que hacia mi madre: avena, harina de maíz tostada, harina de trigo, arroz, leche, chocolate, miel, azúcar, canela, pasas y dátiles. Mantendría a las tropas con la tripa llena hasta bien entrada la tarde.

De regreso al hospital, tuve una rápida reunión con los cirujanos:
- Vos Martin, tendréis la poco envidiable posición de jugar a Dios. De vuestro temple y sangre fría dependerá la vida de muchos en las horas que han de venir – le dije a joven de Alcántara, encomendándole el triaje de heridos – vos seréis la criba que decida si un herido va a recibir los sacramentos con Fray Santiago, si ha de ser amputado, o si se le hará cualquier otro tratamiento de cirugía. Y debéis pensar y juzgar con rapidez, porque de sobra sabéis que el tiempo es aliado de la muerte.
- Si, Don Francisco.
- Mientras esté ausente, Pedro vos estáis al mando del hospital. Todos obedecedle y tened confianza en su buen juicio.
- Y vos José de Beira, sed prudente con los fármacos. Ni muy poco para que nuestros dolientes sufran, ni mucho para que los anaqueles queden desnudos después de la primera batalla.
- Vos, Pablo. No descuidéis vuestra labor de cirujano, pero apuntad todo lo que recordéis, oid y escribid todo lo que podáis!

Antes del alba, mientras un par de notarios estaban recogiendo los últimos testamentos de los soldados más remolones (Álvaro y yo habíamos hecho obligatorio el testamento de cada uno de los hombres tanto de la compañía como del hospital, facilitando el dinero para pagar al tinterillo si era menester), Fray Santiago estaba dando la absolución a la compañía, que marcharía con los batallones valencianos para atacar por las brechas. Me abracé con Álvaro que siempre con chanzas, se despidió prometiéndome compartir la mesa durante la cena.

- Fadrique, vos, Segoviano, y los tres mozos que os sirven debéis ir donde el Marques del Puerto, pues necesita de vuestras armas y vuestras habilidades.
- Don Francisco, y la compañía del Hospital y la …
- No discutáis conmigo, joven Luján. El capitán de esta empresa está por encima de Francisco Sánchez de Lima, y de Álvaro Martínez de Luna. El ha determinado que sois más útil con él que en las brechas.
A regañadientes, el sobrino de la condesa de Paredes fue con el otro espingardero a presentarse ante Pedro, el cual había destinado a un sotoalférez provisto de un anteojo largavistas para que actuase como “designador de objetivos”.

Tal como se había planificado, con las primeras luces la flota comenzó un fuego sostenido contra las murallas que daban al mar, el Castillo Rojo y el puerto. Diez minutos más tarde Tomas de Roccarainola hizo tronar la artillería que daba a la castigada cortina oriental de la ciudad, y al cabo de un par de horas tres brechas estaban claramente definidas, tanto que detrás de los detritos del bombardeo veíamos relucir las armas de los defensores.

Con parsimonia, doce batallones valencianos formaron en columnas de asalto, aún lejos de la artillería musulmana. En tanto, Roccarainola estaba regulando el fuego para que los disparos cayesen directamente en las brechas y sobre las murallas contiguas, de tal manera que cuando llegó la orden de ataque, los defensores habían sufrido un nutrido fuego de cañones de 24, 18, 12 y 8 libras. Mientras yo presenciaba desde el hornabeque como los valencianos (y con ellos, Álvaro y la compañía) cubrían el terreno que los separaba de las murallas con rapidez, pero también con los primeros muertos, pude ver también como frente a la puerta sudoriental de Bab Hawara, los tiros bien dirigidos de mis espingarderos cobraban la vida de defensor tras defensor. Pero en las brechas la lucha era fiera, y yo veía no pocos atacantes caidos, era hora de volver al hospital. Eso me impidió ver tanto a nuestros castellanos lanzando sus granadas, así como tampoco puede ver ceder súbitamente la defensa musulmana en las brechas, y menos como los doce batallones valencianos entraron a tropel.

Cuando llegue al hospital los camilleros estaban trayendo los primeros heridos. Juiciosamente, Martin de Alcantara enviaba a los que tenían heridas abdominales con eventraciones o no con Fray Miki luego de hacerlos beber una copa de láudano concentrado para evitarles sufrimientos mayores. Heridas de bala que tocaban a un hueso astillándolo eran para amputación, en tanto las que tocaban solo piel y músculos eran para ser curadas, previa eliminación de la bala, si es que era factible. Todos los contusos en la cabeza eran evaluados si es que habían perdido el conocimiento, a los que habían sufrido fracturas craneales con exposición, sin más trámite se les daba la extremaunción. Los desangrados seguían un protocolo definido, y luego de evaluar la frecuencia cardiaca y el color de las encías, se determinaba si el doliente era candidato a torniquete, a transfusión o a Fray Santiago.

Aun así, no eran muchos heridos los que llegaban (lo que no dejaba de darme mala espina: en ese entonces la cantidad de muertos en una batalla superaba con mucho a la de heridos), nunca atendimos más de cien simultáneamente. Lo peor de todo es que no podía saber si era porque nos iba bien en la batalla, o porque eran demasiado los muertos. De todos modos, era motivo para intentar algo nuevo.

En mis años mozos había leído detenidamente el experimento del neurocirujano Dr. Fernando Cabieses, quien utilizando instrumental pre incaico y asepsia moderna, había realizado con éxito en los años 1960s algunas intervenciones no exentas de riesgo o de complejidad. Los candidatos eran los heridos con TEC (traumatismos encéfalo-craneales) a los que los sesos no se les habían desparramado. Martinico y Pablo me asistirían, al igual que dos enfermeros.

Luego de limpiar y rasurar al paciente (valenciano joven al que le había impactado una piedra en la brecha, dejándole la bóveda craneal rota) y , Pablo se encargaba de manejar la mascarilla para anestesiarlo con cloroformo (el éter aunque barato y fácil de producir, era considerablemente menos predecible). Hice una incisión amplia y luego de escalpar el cráneo, procedí a retirar uno a uno los fragmentos de hueso roto, mientras Martinico cauterizaba las arteriolas más insistentes. Luego con una lima de hueso periodontal alisé todos los bordes. Al suturar, pudimos ver con claridad como la piel sobre el orificio resultante se movía rítmicamente al son del corazón: el paciente ya no estaba en mis manos, de su resistencia, sistema inmune y buena suerte dependería su supervivencia.

Cuando terminamos la primera operación de neurocirugía de campo (que para ser sinceros no fue demasiado prolongada, pues no podia darme ese lujo: estábamos en medio de un batalla!), salí a ver como estaba el hospital. Se habían hecho cerca de 70 amputaciones tanto de brazos o manos, como de piernas o pies. A mas de cien se les había extraído balas o restos de bala. Teníamos muchas curaciones por heridas de arma blanca, incluso flechas, la mayoría de ellas no revestían demasiada gravedad, excepto las que habían penetrado a las cavidades torácica o abdominal, y Fray Santiago había dado los santos óleos a cerca de doscientos. Entre muertos y heridos, menos de 500 bajas. Con suerte y nuestra higiene casi moderna, sobreviviría mas de la mitad de los heridos y amputados.

Cerca de las diez de la noche, me dirigí al pretorio del campamento, para rendir el informe del hospital al Marques del Puerto. Me entere que las bajas los muertos en la brecha no llegaban a cincuenta, pero como habían caído tan juntos, desde la mi posición en el hornabeque parecían mucho más. La victoria había sido completa y Pedro, siempre infatigable, estaba contabilizando tanto los cautivos liberados, los enemigos muertos y especialmente, los tesoros encontrados en el palacio del bey y las mercancías confiscadas en el puerto. Caminando por los vivaques, pude escuchar los pífanos y el tambor de la compañía 35 tocando la Marcha de los Cirujanos, y pude ver que Álvaro, José de Burgos, los sargentos Carrillo y Melchor, Fadrique y Segoviano y casi todos los soldados estaban chispeantes, pues el vino ya estaba corriendo.

- Venid, Francisco, compartid el vino! Hemos obtenido una gran victoria!
- Acabo de enterarme de vuestra hazaña, contádmela.
- Primero que estos zagales cuenten sus andanzas – me dijo señalándome a Fadrique y Segoviano.
- Mejor que os lo cuente nuestro superior, el sotoalférez Lluis de Muntaner – dijo deferentemente Fadrique.
- Don Francisco, es un privilegi – fue la respuesta medio en castellano, medio en valenciano – Don Pedro va ordenar me dirigir el foc del seu caçadors, vuestros espingarderos. Los llevé a la cortina más castigada, pues era donde se abriría la brecha, y donde había un capitán turco, lo señalaba y…
- Pum! Turco muerto! Don Francisco, cortó un Pablo Segoviano con la lengua algo estropajosa el vino. Aquí el sotoalférez tiene buen ojo para distinguir a los capitanes.
- Y si no eran sus capitanes, disparábamos a sus predicadores – agregó Fadrique.
- Imanes, joven Luján.
- Imanes, Don Francisco. Y si no eran imanes, eran abanderados. Al final a cualquier infeliz que se atreviese asomar la cabeza.
- Y a cuantos enemigos abatisteis?
- No menys de trenta. Vuestros cacadors al final no dejaban que los infidels asomasen la cap.
- Era como disparar a patos sentados, Don Francisco - dijo Segoviano en un risotada.
- Sabed Don Francisco, que cuando los infieles disparaban detrás de las almenas, mostraban sus testas. Y ahí les dábamos! A los capitanes era más fácil, tenían cascos con plumas y cota de malla, los imanes llevaban turbantes blancos voluminosos. Al final, solo lanzaban piedras sin apuntar – fue la acotación que hizo Fadrique – pero a fe mía que hubiese cambiado mi espingarda por mi espada para estar en la brecha! Don Álvaro, por favor contad otra vez como entraron a Trípoli!
- Escuchadme, Francisco, escuchadme! Cuando nos aproximamos a la brecha no tuvimos que lamentar ni heridos ni muertos porque los caminos estaban sumidos en la tierra y sinuosos, de tal suerte que si hubiese caído una bala de cañón, tan vez habría matado unos pocos, pero su carrera se detenía a las pocas varas, pues el camino cambiaba de dirección. Pero no paso eso, llegamos todos sanos hasta la brecha siguiendo la bandera – fueron las palabras de Álvaro al tiempo que señalaba a José de Burgos - el alférez venia conmigo adelante.
- Y cuando llegamos, ya los valencianos estaban descargando sus mosquetes a los infieles. Pero en la angosta brecha no podíamos desplegarnos en línea…
- Así que dije “dejadnos paso libre, nosotros echaremos a los moros!” -sabía que fanfarroneaba, ya desde Valencia Pedro había dispuesto que la compañía actuase como granaderos- y formamos justo detrás de la primeras líneas de valencianos. Ordené a los sargentos Carrillo y Gaspar que aprestase a sus hombres con las granadas. Apenas di la orden, treinta bombas salieron volando hacia los infieles, avanzamos y otra vez, treinta granadas más, seguimos avanzando y cuando no lanzábamos las bombas, el fuego de nuestros mosquetes era el que hacia retroceder a la morería!
- Y mirad la bandera, Don Francisco! Los agujeros que tiene os demuestran que fuimos nosotros quienes rompimos la resistencia del infiel.
- A fe mía que así fue! Porque apenas los empujamos más allá de la brecha, el valor les flaqueo! Junto con nosotros, los valencianos cargaron con bredas al frente y los echamos hacia la alcazaba. A partir de allí, todo fue mucho más fácil. Una vez dentro de los muros formamos en línea y cuando loa sarracenos osaron atacarnos, los destrozamos sin compasión.

Lo que ni Álvaro ni los valencianos sabían es que cuando ellos estaban lanzando las granadas, el tercio de la guardia del Maestre de Idiáquez se habían lanzado escalas en mano al asalto de la muralla oeste, ganando las almenas antes que el turco alcanzase organizar la defensa. Cuando la guardia bajo de las murallas, toda la defensa musulmana cedió, y la retirada de las brechas de la cortina oriental se convirtió en una desbandada. La firme disciplina que mostraron las tropas impidió que se dedicasen al saqueo, y se concentraron en derrotar al enemigo. Mientras el tercio de la guardia empujaba a los defensores hacia el mercado, los valencianos hacían lo mismo hacia la alcazaba, pero fue el tercio de italianos del Maestre Torralbo el primero en llegar a la Fortaleza Roja, derrotar a la guardia del bey, y cuando se mostró la cabeza del mismo en lo alto de una pica, la defensa de Trípoli se desmoronó. Habíamos ganado.

La compañía del Hospital y de la Reina había tenido 4 muertos, el sargento García sufrió la fractura de la tibia por una pedrada em la brecha, no fue necesario reducirla porque no estaba desplazada y confió en que caminará sin muletas en unos pocos meses. Intenté hacer alguna cirugía abdominal, pero a falta de antibióticos, todos los casos fracasaron: una herida en el abdomen aun era una condena a muerte. Nos faltaba mucho para lograr una apendicetomía exitosa! Y al precio de menos de 550 muertos y heridos (confiaba en conservar la vida de 200 de estos últimos, poco mas o poco menos), habíamos matado a más de 5000 enemigos, incluyendo 600 jenízaros y 2000 zuavos y teníamos a Tripoli a nuestros pies.

Los días siguientes seguimos rescatando cristianos, más de dos mil quinientos, de los que no pocos eran carpinteros, calafates, marineros, pilotos y artilleros que pasarían a engrosar nuestras fuerzas. Por supuesto, se saqueó concienzudamente a la ciudad. Para comenzar, en el puerto encontramos 6 bajeles de unas 300 toneladas, construidos a la holandesa, tal como le gustaban a los piratas de Berbería, fue una suerte (o la buena planificación de Llopis) que se estuviesen carenando cuando aparecimos, pues cada uno de ellos estaba artillado con no menos de 20 bocas de fuego. En el palacio del bey solo en joyas, gemas y oro se obtuvo no menos de 15,000 ducados. En los mercados y almacenes del puerto en sedas, especias, cueros, tabaco y café (Ah! Café!!!) obtuvimos otros tantos, eso sin contar los de más de dos mil sultaníes contantes y sonantes. Por respetar la vida de la judería local recaudamos 4000 ducados más. Y lo que cada soldado pudo obtener por su cuenta tanto en metálico como en especies, fueron 20,000 unos ducados, que fue el precio que los tripolitanos pagaron para que perdonemos sus vidas. Las semanas siguientes las ocupamos desmantelar las fortificaciones, adueñándonos de toda la artillería de la plaza, que como cañones no servían de mucho, pero al menos los podríamos utilizar de lastre en el viaje de vuelta. Pedro insistió en minar las murallas y la fortaleza hasta dejar indefensa la ciudad. Finalmente, antes de embarcar de regreso, prendimos fuego a Tripoli porque una cosa era perdonar vidas de viejos, mujeres y niños, otra muy diferente, dejar un nido de piratería a nuestras espaldas.


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Mensaje por Gaspacher »

El camino había sido largo y no había estado exento de problemas. Aunque algunas de las nuevas herramientas como los taladros de pecho habían causado sensación en el Astillero, los carpinteros de rivera acogieron los nuevos metros “de carpintero” con escepticismo, cuando no con una mal disimulada animadversión. Claramente creían que eran poco más que un engorro que más que facilitar su trabajo, lo dificultaba, pues no veían que aportase ninguna ventaja al método tradicional de medir con las manos los palmos y pulgadas de las piezas. Hizo falta pagar un buen suplemento para que accediesen a utilizar los metros de forma constante, e incluso para ello hubo que supervisar su trabajo por medio de los licenciados que formaban parte de mi equipo, lo que a su vez trajo nuevos problemas pues a nadie le gusta trabajar con un desconocido mirando por encima de su hombro cada paso que da.

Todo cambio unas semanas después, cuando los carpinteros comprobaron con asombro que las piezas que unos carpinteros construían en un lugar, encajaban de forma casi perfecta con las piezas talladas por otro carpintero en un lugar diferente al punto de no precisar más que las mínimas correcciones, repitiéndose eso en el caso de los herreros y demás artesanos que trabajaban en el buque. Fue sin duda una sorpresa para aquellos artesanos acostumbrados a un proceso artesanal, y su nuevo entusiasmo parecía prometer que en adelante podríamos avanzar sin nuevas interrupciones. Al menos si los franceses o algún otro de los enemigos de España no decidían visitar aquel puerto.

—Me preocupa el reanudamiento de la guerra con los herejes. . —dije un día mientras tomaba unos vinos con los trabajadores en la taberna local. —Deberíamos encontrar una forma de defender el puerto, tal vez toda la bahía de posibles ataques enemigos.

—¿Proponeis cañones? —preguntó uno de ellos, tal vez Felix de Oñate. —El rey ya intentó artillar la bahía años a, pero todo quedó en nada. No hay dinero para tamaña empresa.

—Mis buenos señores, el rey es el rey y está en Madrid, así que su capacidad de acción es limitada. Vuesas mercedes y yo estamos aquí y conocemos nuestras necesidades mejor que nadie.

—No podéis estar afirmando que podemos artillar la bahía nosotros mismos. —intervino maese Torcal. —No es ya el elevado precio que costaría construir un castillo para proteger la bahía, algo que ni tan solo su majestad pudo acometer, sino que la artillería es un recurso en manos de los reyes, ni tan siquiera los duques pueden disponer de ella, por lo que nunca podremos emprender tal tarea por nosotros mismos.

—Yo nunca he hablado de artillería, se bien que es Ultima Ratio Regis…pero somos hombres de mar, conocemos como navegan los bajeles, especialmente aquellos que quieren entrar en estas aguas, y eso nos brinda una oportunidad. —afirme dando a entender que tras los meses pasados allí ya era un hombre de mar, al menos hasta el punto en el que podía serlo alguien capaz de diseñar un bajel por si solo.

—¿A qué se refiere vuesa merced? —preguntó alguien desatando un aluvión de “eso”, y “tienes razón” o “que se explique”.

—A que conocemos como nadie las marismas, las zonas de bajíos, y las corrientes y vientos que recorren esta bahía, y las rutas que suelen emplear los bajeles que entran en ella. Y conociendo eso, tenemos las herramientas para impedir su entrada a cualquier posible enemigo de Dios y el Rey.

—Explicaos, por favor. —pidió maese Lorenzo García, uno de los pescadores de la zona ahora que había ganado la atención de los presentes.

—¿Qué ocurriría si cegásemos alguna de esas rutas clavando estacas en el lecho marino, con una de las puntas mirando al Cantábrico? Los griegos hicieron algo así en una ocasión y cualquier buque hereje que tratase de violentar nuestras aguas se empalaría en ellas, destrozando su casco y yéndose a pique en cuestión de minutos.

—Pero eso mismo impediría que nuestros bajeles surcasen estas aguas, Don Ignacio. —dijo maese Torcal. —al fin y al cabo los nuestros utilizan las mimas rutas y corrientes para navegar estas aguas.

—Sí, maese Torcal, tenéis razón, pero y si en su lugar preparásemos las estacas y las dejásemos a pie de playa, preparadas para ser utilizadas, de forma que en caso de peligro tan solo tuviésemos que emplear las traineras para recorrer las aguas de la bahía y colocar la empalizada submarina con buceadores.

—Eso es fácil de decir ahora, en verano y con las aguas templadas, pero esperad al otoño o la primavera y veréis que es imposible, ningún buceador podría actuar en esas circunstancias, sobre todo si debe trabajar para clavar cada pilote pues debería pasar horas en las gélidas aguas del cantábrico y eso acabaría con él en minutos.

—Salvo en el caso en el que ya tengamos preparada una cimentación, un lugar en el que encajar los pilotes de forma rápida. Tal vez una roca agujereada con la forma del pilote que podemos colocar en verano, preparada para acoger la estaca en caso de amenaza. —explique dibujando sobre la mesa con el dedo, como habrían de quedar. En mi mente rondaban ya varias ideas para impedir que buques enemigos pudiesen entrar en los puertos españoles, y debía pensar en todas y cada una de ellas. Tal vez alguna podría funcionar.


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Mensaje por Gaspacher »

—Se os ve contento Don Ignacio. —dijo el maestre Sebastián Bueno al ver la amplia sonrisa que mostraba Ignacio al sentir el viento en el rostro mientras su goleta cortaba las aguas del Cantábrico, cerca Santander. —Vuestro bajel navega mejor y más rápido que cualquier otro en el que haya navegado.

—Me siento libre, maese Sebastián, un día despejado, el mar en calma y el viento en el rostro mientras navegamos… —respondió Ignacio mientras sonreía. Por primera vez en mucho tiempo, tal vez desde que se había separado de sus compañeros o puede que incluso desde que llegase a este tiempo, se sentía verdaderamente libre. — ¿Qué velocidad estamos manteniendo?

—Doce magníficos nudos, más de lo que jamás hubiese soñado… Vuestro bajel está realmente logrado, más de lo que hubiese creído posible siendo vuesa merced novel en estas lides, Don Sebastián, pero a fe mía que teníais razón. Si vuestro predictor de tormentas funciona la mitad de bien de lo que habéis dicho, todas las mujeres de la costa rezaran por vuestra alma de aquí en adelante. —dijo Sebastián.

—No es mi predictor, maese Sebastián, es el predictor de un inventor y socio mío de Valencia, pero no habéis de temer, el predictor funciona correctamente.

—Confío en vuestra palabra, por desgracia será demasiado oneroso adquirirlos para todos los bajeles de la costa. —dijo Sebastián pensativo.
—Siempre se puede utilizar la inteligencia para solucionar los problemas, maese Sebastián. —respondió Ignacio. —No es necesario tener un predictor en cada pesquero de la costa. Tal vez bastaría con tener algunos en la costa, en cada puerto posible, y que en caso de amenaza las campanas de todos los campanarios tocasen a rebato. Unas buenas campanas se podrían escuchar a muchas millas de distancia, y alertar a todo bajel que navegase cerca de la costa.

La posibilidad pareció iluminar el rostro del maestre…pensó Ignacio, al tiempo que pensaba en la curiosa distinción que en esta época se hacía entre los maestres que eran los que comandaban todos los barcos que navegaban, y los capitanes, titulo reservado a quienes tenían cierta posición y prestigio asociado al mando militar. Ese era un dato que no había descubierto hasta poco antes, cuando investigando descubrió que la mayor parte de los barcos de la “Felicisima Armada”, habían estado comandados por maestres llevando un capitán a bordo para los temas militares…tal vez de ahí venía la expresión capitán de mar y guerra, de la unificación que se habría producido en siglos posteriores.

Llevaba un rato sumido en sus pensamientos cuando la voz de Sebastian lo saco de sus cavilaciones. —¿Qué hará vuesa merced ahora que ya ha terminado este bajel, Don Ignacio?

—Construir otros, don Sebastián. Los mejores buques de guerra que hayan visto los mares hasta ahora.

—¿Buques de guerra? —preguntó extrañado Sebastián pues al fin y al cabo la idea de un buque exclusivamente diseñado para hacer la guerra era casi extraña.

—Así es. Unos socios míos y yo tenemos grandes intereses en el comercio y precisaremos de buques capaces de proteger a nuestros galeones de carga. Si todo va bien en poco tiempo regresara uno de mis socios de las Indias Orientales, y cuando eso ocurra tengo que tenerlos listos.


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Mensaje por Gaspacher »

Ignacio bajo al astillero a revisar la construcción de los nuevos navíos de línea que estaba construyendo. Antes había seguido el mismo procedimiento que en el caso de su goleta, que ahora descansaba plácidamente en el puerto. Es decir, había empezado su diseño en la soledad de su habitación, la misma soledad que le permitía utilizar su portátil para revisar los diagramas que guardaba de su afición al modelismo naval y su manía de descargar cuanta imagen encontraba para ayudarse en su afición. Revisados estos llegaba la hora de pasarlos al papel, utilizando las mesas de diseño que tanta fama le habían dado en Guarnizo.

https://www.todoababor.es/historia/plan ... -san-jose/
https://forum.game-labs.net/topic/4124- ... ith-plans/

Solo logrados los primeros bocetos, los entregaba a sus ayudantes para que detallasen cada parte del buque a escala, de forma que en el futuro los carpinteros pudiesen trabajar cada pieza de forma individual y estas encajasen incluso si se fabricaban en lugares diferentes. Logrados los planos, una vez más llegó la hora de construir las maquetas del buque, y aunque tenía una idea bastante clara de su comportamiento en el mar gracias a sus lecturas históricas, no dudo en llevar la primera de las maquetas al río Asón para probarlas en un precario túnel de agua que mando construir. Ello aunque el rio Mina estaba más cerca, pero consideró que las características del río Asón, aguas más claras y algo más bravas, le permitirían observar mejor las características de su nuevo navío.

Solo cuando lo hubo probado ordenó la construcción de los dos navíos. Una vez más sus colaboradores bajaron al puerto y colaboraron con los carpinteros de rivera en la interpretación de planos. Principalmente en tareas relacionadas con la escala y la utilización de la perspectiva caballera en el diseño de piezas. Tareas extrañas a los carpinteros navales, pero en las que cada vez eran más duchos, lo que auguraba un buen futuro a la construcción naval española. Como mínimo en unos daños serían capaces de construir buques con piezas intercambiables, ahorrando esfuerzo y los tan preciosos materiales.

Todos estos pasos le llevaron de forma natural a su siguiente reto. Un sistema que le permitiese construir las cuadernas sin tener que tallarlas en la madera, y ello significaba doblar la madera. Claro que el doblado de madera con vapor se conocía desde antiguo, sino recordaba mal al menos desde el antiguo Egipto. Pero una cosa era doblar piezas pequeñas y otra el doblar las gigantescas cuadernas de un navío de línea, algo para lo que precisaría de varios elementos diferentes.

En primer lugar precisaba construir cámaras de vapor, y para ello necesitaría una caldera en condiciones, labor en la que necesitaría la ayuda de alguno de los herreros de la zona. Con su ayuda en primer lugar construiría un horno capaz de fundir hierro, y a continuación un molde con el que fabricar su caldera. En este caso se decidió por una caldera simple, una cámara de combustión con una puerta de hierro colado, y una cámara de agua cerrada con dos aperturas, una de llenado y la segunda para el vapor. De momento la primera no llevaría válvula de seguridad, y tan solo emplearía un tapón. En cuanto a la segunda, un simple grifo debería servir para controlar el paso del vapor hacia la cámara de saturación.

Precisamente ese sería su segundo paso. Construir una cámara de vapor hermética. Claramente hubiese sido mejor un autoclave, pero de momento eso estaba fuera de sus capacidades y tendría que conformarse con una habitación lo más hermética posible. Introduciría las vigas de madera en la cámara y las saturaría de vapor. Tendría que hacer varias pruebas buscando el tiempo y la cantidad de vapor para lograr esa saturación, por supuesto. Pero para invierno del 24 había logrado encaminar este desarrollo.

No sería hasta la primavera de 1625 cuando se enfrentó a su siguiente desafío. Había logrado la cámara de vapor y saturar adecuadamente la madera, pero doblar las cuadernas adecuadamente seguía siendo todo un reto. Y para solucionarlo precisaría construir matrices y moldes, posiblemente de metal, y una prensa para ayudar a la curvatura…


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Un soldado de cuatro siglos

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56,000 ducados! No era un mal botín el obtenido en una plaza de segunda o de tercera como era Trípoli. Descontando los 11,200 ducados que irían derecho a las arcas reales, alcanzaba para 3 ducados por cada soldado de la expedición, o que es igual 1175 maravedís, sin contar lo que los más avezados habían rapiñado por su cuenta. A los sargentos les tocaba el doble y a los capitanes 25 ducados, que fue la cantidad que me tocó a mí, además de cantidad similar por el manejo del hospital. Auxiliares, enfermeros y cirujanos fueron obsequiados generosamente por los heridos agradecidos, que ahora sabían que en el Hospital de San Lucas el dolor podía ser evitado. El viaje de retorno lo hice con los dos Martines, Pablo, José de Segovia, Fray Santiago y Pedro Barea, era mucho lo que tenía que conversar, y aunque invité a nuestro boticario, José de Beira, al San Cosme, este declinó la invitación de hacer el viaje de regreso con nosotros.

Mantuvimos la posición de retaguardia en el viaje de regreso. Don Marcial me explicó lo vulnerables que fueron algunos almirantes que confiaron en un retorno venturoso y sosegado, pues tal como él decía “en las artes de la mar, cuando pensáis que el peligro ha pasado, mayor este es”. Pero esta vez los vientos fueron más favorables, y salvo chubascos ocasionales, el regreso fue mejor que la ida. En poco más de tres semanas estuvimos en Valencia.

El desembarco de nuestros bultos su simultaneo al desembarco de los heridos y convalecientes. El Hospicio que Pedro había hecho en Valencia, era digno de un hospital del siglo XIX, con 250 camas distribuidas en pabellones bien ventilados y una limpieza escrupulosa de todas las superficies. Allí fue donde los cirujanos continuaron viendo a sus enfermos, pero también, si es que algún día la Corona facilitaba los fondos, a la sombra de ese hospital, seria donde se pondría la primera piedra de la Escuela de Cirujanos Militares y Navales, pues intuía que los ambientes del Buen Suceso habían quedado chicos para las necesidades del Ejército, la Marina y cuando se corriese la voz del éxito de nuestros procedimientos, el resto de la sociedad.

Durante el viaje de retorno, habíamos estado tabulando datos, tanto de las cirugías exitosas, como (especialmente) de las que habían terminado en el deceso del paciente. La primera semana en tierra, la pasamos afinando los informes pues quería que el Marques del Puerto supiese a la brevedad los pormenores de la sanidad militar de la campaña de Trípoli, preparamos concienzudamente la exposición pues sabía de la impresión que causásemos a nuestra audiencia, se jugaba el devenir de la cirugía y la medicina. Cuando estuvimos listos, repasamos una y otra vez las preguntas más controversiales, y si había espinas teológicas, Santiago se encargaba de retirarlas. Preparamos nuestras mejores ropas (con 6 ducados se puede comprar muy buena ropa negra!) y una de las primeras mañanas de Junio, acudimos al palacete valenciano de Pedro.

Deferentemente, no nos esperaba en su despacho, sino que fuimos conducidos a un salón de sobria elegancia, con paredes de granito y mármol, muebles de roble y ebano. Pedro me saludo con familiaridad, igualmente a Pedro y a Santiago, escuchó con cortesía la breve introducción que hacía de cada uno de mis asistentes, e incluso preguntó sorprendido por la ausencia de José de Beira, le respondí que como no hizo el viaje de regreso en la San Cosme, no se había embebido de los pormenores de lo que trataríamos hoy, y había preferido departir con su tío, el sabio Isaac Cardoso. Detecté algo de desagrado en la respuesta, pero él no ahondó el asunto.

- Don Francisco, podéis comenzar.
- Gracias, su excelencia. Como sabéis, la batalla de Trípoli fue unilateral, murieron 20 infieles por cada uno de los nuestros. Dios quiera que siempre las batallas se nos presenten así! , pero incluso con pocos muertos y heridos, podemos aprender de lo que hicimos bien, de lo que debemos evitar y de lo que se hizo mal.
- Mal debéis haber hecho poco. Habéis salvado a muchos.
- Mucho del esto se debe al cribado de los heridos que hizo Don Martin de Alcántara, él os dirá los criterios que utilizó para tal labor.
- Gracias Don Francisco – me dijo Martin agradeciendo con una educada inclinacion de cabeza el tratamiento de “don” que le di delante del hombre más importante de Valencia - Su excelencia, si el doliente pasa en espera mucho tiempo, todos sus males empeorarán. Más dolor, más pérdida de sangre, más heridas pútridas. A riesgo de tener algún yerro, es menester obrar con rapidez y decidir qué hacer con el doliente.
- Decís bien. Proseguid.
- Lo más importante, su excelencia, es separar los heridos a los que podemos atender con esperanzas de salvar su vida, de aquellos que deben recibir los auxilios de la santa religión. En el Hospital de San Lucas los heridos desahuciados son aquellos que presentan una herida penetrante en la cavidad torácica, o los que presentan una herida que los ha desventrado, con cortes que han sangrado tanto que las encías están blancas y el doliente atontado y adormecido, o los heridos con heridas en la cabeza que han desparramado la sesera, o con golpes en la cabeza que sin habérsela partido, ha ocasionado que salga sangre de los oídos.
- Decidme, por qué es mala señal el sangramiento por las orejas?
- Un sangramiento así, indica fractura en el piso medio del cráneo, su excelencia. Nadie puede sobrevivir a ese golpe.
- Gracias, continuad.
- Los heridos desahuciados son atendidos por el capellán y un sangrador les proporciona cuidados que llamamos paliativos hasta que llegue la hora de reunirse con su creador.
- Son los cuidados que hacen que la muerte no los arrebate con dolor?
- Si, su excelencia. El licor de adormideras les mitiga el sufrimiento hasta su muerte.
- Que hacéis con los heridos que podéis salvar?
- Si es una herida de bala, se examina donde ha sido. Si la herida no toca hueso, hay que examinar si ha tocado un nervio o un vaso grande. Si hay sangramiento, es menester cortar la hemorragia con una pinza o con un cauterio. Si la bala ha quedado adentro, es menester sacarla siempre que no se ponga el mayor riesgo la vida del doliente. Si la bala ha tocado el hueso y este se ha astillado, será menester amputar el miembro por arriba de la herida.
- Y las heridas de las armas blancas?
- Una herida que no ha penetrado en las cavidades, así sea en el tórax o en el abdomen, puede ser tratada con éxito, su excelencia. Mas si la herida ha entrado en contacto con las membranas del interior del cuerpo, el paciente no ha de sobrevivir, siendo las heridas del abdomen muy dolorosas pues al final, el doliente presenta un cuadro clínico parecido al del cólico miserere. Las heridas de los alfanjes turcos producen cortes profundos, pero generalmente limpios, y si el doliente es traído a tiempo, si Dios lo quiere, se le puede salvar la vida. El problema es que muchas veces, estas heridas ocasionan fiebres altas, incluso después de una amputación exitosa, fiebres que algunos dolientes no superan.
- Sabéis a que se deben las fiebres? – preguntó Pedro, mirándome, pues él si sabía a qué se debían.
- Nuestro Señor aún no nos ha dado luz suficiente como para averiguarlo – respondí - Pero Don Pablo de Luque ha indagado entre los cirujanos y ha encontrado algunos hechos que nos han llamado la atención.
- Gracias, Don Francisco. Su excelencia, en la pasada batalla por Trípoli se hicieron 72 amputaciones diversas: de las cuales 66 fueron por bala y 6 por espada, lanza o flecha. Los miembros amputados fueron 9 manos por encima de la muñeca, 37 brazos por debajo del codo, 1 brazo por encima del codo, 4 pies o dedos del pie, 19 piernas por debajo de la rodilla y 6 por encima de la misma. De estos 72 amputados, están con vida 45, solo 27 perecieron después de ser intervenidos. De estos 27, 22 murieron por fiebres, 3 por rigidez y solo dos por podredumbre.
- Rigidez?, contadme más de esta enfermedad.
- Su excelencia, luego de la amputación, a los pocos días comienza con espasmos leves en los músculos masticatorios de la quijada, cosa que Don Francisco llama “trismus”. Esta rigidez va bajando y afecta progresivamente el cuello, tórax y abdomen. Cuando llega a la zona ventral el paciente se arquea característicamente, separando la espalda de la cama. Hay babeo porque el doliente no puede tragar su propia saliva, el pulso es muy rápido, fiebre alta y mucha sudoración. A final llega la tembladera, que es muy dolorosa para el doliente y es cuando se le da licor de adormideras hasta que Dios reclame su alma. El paciente fallece cuando no puede respirar.

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- Vosotros sabéis por qué da la rigidez?
- Aún Nuestro Señor no ha permitido que sepamos su causa… Pero Don Francisco cree que es algo que está en el suelo.
- Por qué?
- Los tres dolientes que murieron de rigidez fueron amputados con instrumentos que cayeron al suelo. Pese a que se les lavó bien y fueron hervidos, algo de ese suelo no bendecido por la palabra del Dios verdadero debe haberlos ensuciado y eso fue lo que cobró esas vidas.
- Don Francisco, creéis que podáis hallar la causa de la rigidez.
- Sólo si Dios lo permite –dije con humildad.
- Fray Santiago, decidnos, vos creéis que nuestro señor ha de permitirlo?
- Su excelencia, vos sabéis al igual que yo, que los designios de nuestro señor son inescrutables para mentes simples como las nuestras. Pero como creyentes, debemos de confiar en su grandísima misericordia. Vos me preguntáis si Dios lo permitirá, yo como creyente, creo que sí. Cosa distinta es que las luces de nosotros pecadores – y Santiago me miro sin disimulo, pero también sin reproche- nos permitan encontrar las causas de esa y otras enfermedades.
- Entonces, Don Francisco, si Dios lo permite, vos hallareis la causa de la rigidez y otras fiebres –me dijo Pedro, entre socarrón y circunspecto.
- Don Pedro, su excelencia, creo que la raíz del problema está en el suelo, y creo que puede también darse en tierras tan católicas como las de este reino. Pero, ay! Lo que nuestros ojos pueden ver - y aquí lo miré con toda intencionalidad, lo que es igual no es trampa! y si él sabe que yo se, lo mismo se aplica en sentido inverso- solo son pequeñeces del tamaño de la pata de una pulga! Así como vuestro sotoalférez con un anteojo largavista señalaba los turcos que nuestros cazadores debían abatir en las murallas de Trípoli, debemos utilizar un artilugio con lentes para ver no a la lejanía, sino en vericuetos de la insignificante pequeñez!
- Tendréis esos lentes, Don Francisco -me respondió Pedro con una sonrisa, pues había entendido a la perfección que es lo que le pedía- os doy mi palabra que los tendréis.
- En el viaje de retorno, hemos establecido algunas normas para nuestros instrumentos. Al igual que el lavado de manos –mire a Pedro y me permití una brevísima sonrisa cómplice- no sabemos cómo funciona, p ero si sabemos que lavar los instrumentos, pasarlos los lejía, y pasarlos al vapor por una hora, hace que los dolientes no tengan fiebres después de ser amputados. Por favor, escuchad a Don Martin Núñez.
- Su excelencia, aunque el hospital de San Lucas tiene más instrumental que la mayoría de hospicios, rivalizando incluso con el hospital de Malinas, creemos que debemos tener aún más. Antes de la batalla, afilamos, limpiamos, lavamos y hervimos el instrumental que usamos, pero fue insuficiente.
- Que sucede cuando se acaban los equipos ya limpios?
- Su excelencia, pese a que para los entendidos en asuntos cuestiones de guerra, la victoria en Trípoli fue aplastante contra el turco, cuando llegaron nuestros heridos por docenas, justo al caer la brecha, se acabaron los instrumentos limpios. Teníamos a varios mozos limpiando con agua, jabón y cepillos los instrumentos utilizados que luego se echaban en una olla con agua hirviendo. Se enfriaban en orujo y luego se utilizaban. Pero la limpieza de este instrumental no fue como la que ya teníamos preparado: todos los dolientes que murieron por fiebres fueron amputados con estos fierros así lavados.
- Vosotros que habéis pensado hacer?
- Tener el cuádruple de instrumental, su excelencia. Cada equipo de instrumentos para una intervención determinada, deben estar lavados, envueltos en lienzos de lino, colocados dentro de cajas metálicas. Dentro de sus cajas van a las marmitas, y allí se cocinan con agua durante una hora. Esto se debe hacer uno o dos días antes de la batalla. Con el instrumental usado, se ha de cepillar con agua y jabón cuidadosamente, para retirar todo resto de carne o de hueso. Después de eso, se sumergen en agua con lejía, se enjuagan, se afilan nuevamente, se secan y se envuelven en lienzo y dentro de sus cajas, se meten en la marmita con agua, pero el agua no ha de contactar ni cajas ni lienzos ni instrumentos sueltos, se han de colocar en una parihuela y ser hervidos en lo que se conoce como un bano de maria, pues creemos que es mejor que hervirlos. Es un procedimiento más lento, por eso es que necesitaremos más instrumental.
- En qué otra cosa habéis pensado durante el viaje de retorno?
- Debemos de tener camas para intervenir de metal. La madera se ensucia y es difícil de limpiar. Y debe ser una superficie inclinada, para que la sangre y otras secreciones puedan resbalar. También debemos de tener mayor provisión de lienzos y vendas. Creemos que algunos muertos en el campo, de haber sido atendidos, hubiesen podido ser salvados si es que así era la voluntad de Nuestro Señor, por ello es menester que además de camilleros (que se cansan con tanto ir y venir), tener carros ligeros para transportar heridos, dos camillas a la vez. Finalmente – Martinico me miro rápidamente – es necesario que todos los cirujanos, sangradores y camilleros se laven las manos prolijamente. Con especial celo debajo de las unas. En el gabinete de Don Francisco –lo dijo con especial énfasis, como para recalcar que era mi asistente en la práctica privada – antes de intervenir a uno de sus dolientes, arañamos la pastilla de jabón con cada uno de nuestros dedos, así evitamos que se nos metan entre la una y la carne restos de sangre, saliva, dientes podridos o piedras. Pues hemos visto que con las manos limpias, las fiebres y otros males que aquejan a los amputados, son menos severas…
- Lo que nos lleva a revisar las reglas de higiene del ejército –interrumpió Pedro con elegante cortesía.
- Por favor, excelencia, escuchad entonces a Don Pedro Barea de Astorga, profesor de anatomía de nuestra escuela y médico estudiado en Salamanca.
- Don Pedro, permitidme preguntar cómo es que un médico de Salamanca ha accedido a ser profesor de cirujanos y sangradores?
- En Madrid escuché hablar del cirujano dentista de SM el Rey. Escuche de extracciones sin dolor, de reducción de fracturas sin amputación, de flemones que no terminan con la muerte del paciente, y aunque Dios me perdone! pensé en malas artes de tierras no evangelizadas -Barea se sonrojo un tanto, había recordado mi condición de nacido en las Indias- luego de indagar, supe que no había intervención del Maligno sino todo lo contrario. Quiso Dios que nos encontremos. Cuando el Rey encargo a Don Francisco hacer un hospital para sus ejércitos, él tuvo a bien confiarme la enseñanza del cuerpo humano.
- Pero no me habéis dicho por que lo hicisteis –replico incisivamente Pedro, aunque con también con cortesía.
- Su excelencia, en Salamanca mucho se discute de Hipócrates, Galeno y Paracelso. Pero hasta en los libros de los moros infieles hay más descripciones que nos ayudan a conocer tal o cual enfermedad. Deseaba menos de filosofía y más de medicina. Don Francisco observa y experimenta. Con el he aprendido mucho observando cómo llega la muerta a un reo condenado. He aprendido como ha arrancado de la muerte al cazador que ha derribado turco tras turco en la puerta de Trípoli reemplazando la sangre perdida con agua salada. He aprendido que un lavado de manos y de instrumentos puede salvar más vidas que conocer los todas las minucias de los humores hipocráticos.
- Entonces creéis que sus normas de limpieza sirven?
- Tanto como vos, su excelencia! Ved como en la Compañía del Hospital y la Reina, solo con la orden estricta de lavarse las manos antes de cada comida y después de ocuparse, no se ha dado una mortandad de disentería. Se que vos ordenáis con mucho cuidado que vuestras tropas se ocupen en un lugar lejano del suministro de agua, y eso ha evitado que muchos se vayan de vientre.
- Vuestras observaciones hacen justicia a la fama de sagacidad que os precede, Don Pedro.
- Su excelencia, en el viaje de ida, pude averiguar el celo que vos puso en las expediciones anteriores para evitar las enfermedades. En vuestro ejército, todos saben que el Marques del Puerto es un hombre de buen juicio y talento, por lo que cuando ordenó que el lavado de manos era obligatorio, aunque no entendiesen la orden, la cumplieron.
- Que otras medidas creéis que deban implementarse, Don Pedro.
- Hay un demonio temido, Belcebú. Los entendidos dicen que es el señor de las moscas. Y bien dicho esta! Donde hay moscas hay enfermedad. Hemos tenido suerte de haber hecho la campana cuando aun hacia algo de frio, pero en verano, las nubes de moscas lo invaden todo. Creemos que debemos poner mosquiteros de gasa, al menos en la parte donde se están interviniendo a los dolientes, para alejar a estos animales del diablo.
- Caballeros, no esperaba menos de vosotros -nos dijo Pedro con evidente satisfaccion - Debeis poner por escrito vuestras ideas, pues ya no serán solo ideas, serán las normas que han de regir los procedimientos de los hospitales del Ejército y la Armada. Sabed que los soldados tal vez no sepan nada de Hipocrates o Galeno, pero saben mucho de dolor, fiebres y muerte. Y el Hospital de San Lucas cuenta con el favor y el agradecimiento de ellos. No temais por lo que puedan decir de vosotros los médicos de la corte, por cada médico que os denigre, diez capitanes y maestres de tercio hablaran a vuestro favor, yo el primero!


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Mensaje por Gaspacher »

Ignacio contemplaba con detenimiento el navío de línea que, bajo sus directrices, estaba tomando forma en Guarnizo. El buque tenía finas líneas y un porte elegante aún antes de botarse al agua, y parecía capaz de afrontar cualquier peligro que pudiese acometerlo en el mar. Desde luego por historia, Ignacio sabía que así había sido a lo largo de casi doscientos años, y no veía razón para que ahora no ocurriese lo mismo o incluso que su valía fuese mayor, pues llegaba con casi un siglo de adelanto sobre la realidad.

En esas circunstancias el valor del navío se multiplicaba. Sus hechuras estaban mucho más afinadas que cualquier otro navío de la época, lo que auguraba una velocidad superior en dos o tres nudos a cualquier navío con el que tuviera que enfrentarse. Y aún más importante, las mejoras en su velamen y timón habrían de permitirle navegar en un menor angulo con respecto al viento que cualquier navío enemigo. Eso habría de permitirle el superar tácticamente a cualquier enemigo, ya fuese huyendo a contraviento o utilizando ese viento para superar a su enemigo colocándose en una posición ventajosa.

Y si el navío era impresionante no lo sería menos su artillería, que para un navío de dos puentes consistiría en dos baterías. La inferior consistiría en cañones de unas 24 libras y la superior en cañones de 18 libras, piezas muy pequeñas para lo que tenía pensado pues creía que un navío como este debería llevar cañones de 32 y 24 libras, pero esas piezas aún no existían, por lo que quedaba para una futura modernización. De momento se daría con un canto en los dientes si lograba reunir cañones de calibres algo normalizados, y no una amalgama de piezas más diversas del mundo.

Seguía pensando, evaluando sus opciones a futuro cuando una voz lo sacó de sus pensamientos. —La nao que estáis construyendo parece magnifica, Don Ignacio. ¿Por qué parecéis tan atribulado? —le preguntó Francisco Sirvent, un cordelero que estaba trabajando en la arboladura del navío.

—Ah, Don Francisco, disculpe vuesa merced…estaba pensando en uno de mis socios que acaba de regresar de las indias orientales con una gran carga de pieles. —explicó para cubrirse las espaldas. —Me escribió unos días a…y me contó las tribulaciones de su viaje y sobre todo sus planes a futuro, que parece pasan por construir factorías en el reino de Valencia… ¿Vuesa merced es de allí?

—No, Don Francisco, mi padre lo era, pero yo nací y crecí en Cartagena, donde en mi opinión se da el mejor cáñamo de España…material de primera clase para que los mástiles de vuestra nao aguanten la tensión a las que las velas lo someterán.

Ignacio sonrió y continuó hablando con Francisco mientras recorría “El Astillero”. Atrás quedaron los pensamientos sobre acelerar la construcción naval con un remedo de la construcción en cadena que con tanto éxito habían ensayado en Venecia, y la idea de construir un edificio de arbolado en la entrada del astillero. Un edificio-puente o unas torres gemelas a las que se acercasen remolcados los navíos, para allí montar sus mástiles en vertical.

Tal vez para otro día.


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.

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