Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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José Manuel Martínez Bande. La campaña de Canarias. Op. cit.

Los planes defensivos de Roberts no tenían en cuenta el factor que desequilibró la campaña: el genio del general español Muñoz Grandes. Tras fracasar en Teror y en Telde decidió modificar por completo su estrategia; ya no volvería atacar por zonas previsibles sino que buscaría rincones apartados aparentemente sin valor. Modelo del cambio de táctica fue la ofensiva final de Canarias, que ha sido considerada un ejemplo clásico de la estrategia del «acceso indirecto» enunciada por el teórico inglés Liddel Hart. Este decía que la eficacia de las armas modernas haría fracasar que cualquier embate contra puntos fuertes. Por ello recomendaba atacar los puntos débiles aunque su toma no condujese, inicialmente, a objetivos de importancia. Tras la ruptura debía ser la maniobra tras las líneas enemigas la que permitiese culminar la ofensiva.

El examen de las líneas españolas a finales de febrero de 1942 hacía pensar que los puntos más prometedores para una ofensiva serían Telde y Teror: en ambos casos las avanzadas españolas estaban a apenas diez kilómetros de los arrabales de Las Palmas. Una ruptura en cualquiera de los dos puntos amenazaría con embolsar a los británicos y les obligaría a abandonar sus líneas. Muñoz Grandes supuso que los ingleses habrían previsto tal eventualidad. Por eso buscó las dos zonas que aparentemente tenían menos valor: la montaña central, en el sector de Pino Santo Alto, donde las líneas inglesas formaban un saliente, y el extremo occidental. Sería ahí, en las cercanías de Gáldar, donde se realizaría la ofensiva principal, que llevaría a cabo la división 74. Una vez creada una brecha la división avanzaría hasta Gáldar para luego realizar una conversión hacia el este y dirigirse hacia Arucas y Las Palmas.

Para la ruptura se escogió el llano de la Cebada, una montaña de relieve relativamente suave situado inmediatamente al oeste de Saucillo. Desde allí hasta Gáldar no había obstáculos naturales, aunque tanto al norte como al oeste de la población se levantaban macizos volcánicos agrestes. La 74 debía evitarlos dejando atrás solo una línea de vigilancia; serían las tropas del segundo escalón las encargadas de rodear la bolsa. Mientras la 74 se movería hacia el este por un terreno muy difícil, ya que estaba cruzado por profundos barrancos. Muñoz Grandes confiaba en que si sus avanzadas se movían con suficiente rapidez no daría tiempo a los británicos para que los defendiesen.

Con todo, confiar solo en el movimiento rápido de la división era demasiado arriesgado, por lo que Muñoz Grandes concibió una táctica para fijar a los británicos: una vez abierta la brecha las tropas españolas de los dos flancos pasarían a la ofensiva a su vez, con el objetivo no tanto de ampliar la ruptura como de fijar a los defensores británicos. El general español sabía que esos ataques podían ser muy costosos pues serían realizados con efectivos escasos contra posiciones fortificadas, pero pondrían a los defensores británicos en un brete: si resistían serían embolsados por la 74, y si se retiraban para contener el avance por la costa norte, lo harían acosados por los españoles. Esperaba impedir que los enemigos pudieran replegarse a las líneas defensivas que habían preparado en la retaguardia. A la postre las pérdidas serían menores que en un ataque más limitado.

Aun así, Muñoz Grandes creía que los británicos conseguirían restablecerse en Arucas o en los tres profundos barrancos que había entre esa localidad y la capital. Para eso había preparado su siguiente golpe: un día después de la ruptura de Saucillo los alpini italianos atacarían a su vez en Pino Alto Santo y la Caldera, en lo alto de la montaña, en la punta del saliente inglés. De nuevo se trataba de un lugar poco prometedor que suponía mal defendido, pues los ingleses esperarían el ataque en los flancos del saliente. Por otra parte había ordenado que las unidades italianas de refuerzo hiciesen un uso liberal de la radio, para que Roberts supiese que solo había desembarcado una brigada de las dos divisiones de Alpini y creyese que el ataque se postergaría unos días. Una vez roto el frente las tropas italianas se moverían directamente hacia la capital mientras que las españolas de los sectores de Teror y Telde se unían a la ofensiva, de nuevo con la intención de dificultar el repliegue británico.

El ataque de Saucillo resultó todavía más fácil de lo esperado: el enemigo no esperaba que la ofensiva se produjese tan pronto ni que fuese en un rincón tan alejado. Aunque se habían cavado algunas trincheras durante las semanas previas, estaban mal defendidas: de hecho el Llano de la Cebada y el Pico Viento (una suave loma situada inmediatamente al este de Saucillo) solo estaban defendidos por dos compañías provisionales formadas por soldados de la RAF. Según los planes de Roberts tenían que resistir el tiempo suficiente para que llegasen las reservas del sector (parte de la 7ª brigada canadiense con un batallón del Regina Regiment y otro del Royal Winnipeg Rifles) que estaban en Gáldar, pero los defensores, superados veinte a uno, apenas resistieron unos minutos. El batallón del Regina intentó detener el ataque pero fue sorprendido durante su marcha por la aviación del Pacto y sufrió muchas bajas; finalmente los ingleses lograron hacerse fuertes en las montañas de Amagro y de Gáldar, pero no pudieron evitar quedar aislados. Mientras los españoles alcanzaban la costa norte en los llanos de Parra y tras dejar fuerzas de cobertura para vigilar la bolsa británica prosiguieron hacia el este. El terreno era difícil pero las avanzadas españolas lograron superar los barrancos del Río (inmediatamente al este de Gáldar), de San Felipe, de Moya, del Salado, de Azuaje, del Tarajal y de Quintanilla. No se trató de una marcha demasiado larga (ocho kilómetros) y los barrancos tampoco eran excesivamente profundos, salvo el del Río. Aun así, de haber estado defendidos hubieran permitido a los ingleses sostenerse indefinidamente, pero los españoles apenas encontraron resistencia, y los pocos puntos fuertes pudieron ser rodeados con el auxilio de guías locales. Adelantándose al horario previsto los españoles llegaron ante Arucas al anochecer.




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Después de las batallitas marineras los de los Mochos volvimos a Tenerife. Nuestro vuelo se alegró con la visión de un pequeño convoy que navegaba hacia Santa Cruz; eran aguas en las que antes nuestra bandera temía asomarse y que ahora dominaba.

El convoy nos alegró el regreso pero no hizo más agradable la tarea que nos reclamaba: regar con explosivos a los herejes que estaban atrapados en Gran Canaria. A ver si nos entendemos, éramos muy valientes y muy españoles, y nos dolía en el alma que la bandera de la pérfida aun ondease en un rincón de nuestro territorio patrio. Pero de ahí a disfrutar tirando bombas va un mundo, que ya he relatado las malas relaciones que teníamos con la antiaérea. Además esos días lucía un sol que facilitaba encontrar los objetivos… tanto a nosotros como a nuestros amiguitos britanos, que podían apuntarnos a placer sin que hubiese nubes donde esconderse. Hasta ahora los de los Mochos nos librábamos de muchas de estas misiones por el riesgo de que amaneciesen los bombarderos o los aviones navales enemigos por Tenerife, pero ahora ya no había manera de escaquearse de los ametrallamientos.

Así que al día siguiente despegamos cargados como mulos, llevando un par de contenedores de gasolina de esos que inventó Gallarza y que eran delicia de los canarios, gustosos del hereje a la parrilla. Hasta Gran Canaria había poco menos de media hora y eso que rodeamos un poco para llegar desde el mar, que teníamos un sano respeto por los riscos del interior que a la mínima se cubrían. Ya se sabe que para un aviador y mientras no se demuestre lo contrario, las nubes tienden a estar rellenas de montañas. Esa mañana fue la primera vez que las vi despejadas; también observé el humo que levantaba la artillería: los nuestros volvían a la carga antes de lo que yo hubiera creído.

Nuestro objetivo era un pico en el nordeste de la isla. Identificarlo entre tanta montaña resultó sencillo pues sobre él describía círculos un Romeo de reconocimiento. Los Romeo eran tastarros que al acabar la guerra civil ya estaban tan viejos como Matusalén y más gastados que sus calzoncillos, pero se pelea con lo que se puede y no con lo que se quiere. Después de Portugal los súper pavas no estaban en su mejor momento y los italianos nos habían cedido unos cuantos Ro-37; me imagino que se quedaron más anchos que largos. Volar esas cosas lentas y vulnerables venía a ser como jugar a la ruleta rusa pero en peor, pero para la observación tenían su aquel. Aunque no tenían la radio de los Henschel podían llevar bombetas de humo que mal que bien hacían un papel. El Romeo debió ver algo porque tiró un par y nosotros, obedientemente, lanzamos nuestra carga de nafta a la flama. Como aun nos quedaba combustible y munición nos dimos un garbeo por la cercana Las Palmas. Teníamos instrucciones de vigilar los movimientos de botes y de mandar al fondo a todos los que no llevasen una rojigualda grande como la mayor de un galeón. No era raro ver alguna barquita por las calas y playas y si a los herejes no les gustaban los agujeritos que les hacíamos, pues no haber venido, que aquí nadie les llamó.

Volar sobre la ciudad era invitar a la antiaérea pero esta vez no daba señales de vida; buena señal, o muy mala porque estaban esperando que nos confiásemos. Por si las moscas pican —y ya se sabe que en la guerra hasta un nimio mosquito puede resultar ser un avispón— yo cambiaba de curso y de altura mientras intentaba ver si entre las ruinas habían escondido botes, como si fuese fácil ver algo entre los escombros. Entonces vi un movimiento con el rabillo del ojo. Avisé a los demás, balanceé el Mocho, y al acercarme el puntito acabó siendo un hidroavión cuatrimotor tan grande que no cabría ni en el estanque del Retiro. Me acerqué porque la norma era identificar antes de disparar, que por ahí había más amiguetes que malotes. El modelo no me sonaba de nada, tampoco era raro porque muchos de esos bichos se construían en series de media docena y no los reconocería ni su ingeniero padre. La cosa esa tenía ala alta de parasol y cuatro motores, como ni sé cuántos hidros que aun rondaban por los cielos. Eso sí, lucía una escarapela tricolor de factura hereje ideal para practicar la puntería. Desde el hidro no disparaban; tampoco me iba a quejar, que los ingleses tenían algunos con más armas que púas los puercoespines. Eso sí, en lugar de poner tibio el fuselaje apunté al ala y tiré solo con las ametralladoras, que si los otros no contestaban no era cosa de exagerar. Dio igual porque el motor interior izquierdo se convirtió en una bola de fuego y el ala se partió, con los efectos imaginables para el aparato y los desventurados que iban dentro.

Ya de vuelta en la base reconocí a la bestia como un Sikorsky S-42, un aparato norteamericano de pasaje; casi seguro se lo habrían regalado los gringos a sus primos. No supe hasta un tiempo después que había sido el último avión enemigo en intentar escapar de las Canarias.



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Las tormentas que rugían en Europa habían modificado el curso de los vientos. Por unos días los alisios habían cesado y la capa de nubes que suele cubrir la ciudad, la «panza de burra», había desaparecido. Los refugiados no lo agradecían porque significaba que los aviones del Pacto podían escoger sus objetivos a placer.

Durante el día se sucedieron las escuadrillas que se descolgaban en picado con las que lanzaban sus bombas desde lo alto. Sin embargo, también llegó otro aparato de aspecto inofensivo pero que acabó siendo más temido: un solitario Fw 189 que empezó a orbitar sobre la ciudad y sobre la Isleta, dirigiendo el fuego de la artillería de largo alcance.




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Aunque hacia el noroeste se veía el resplandor de las explosiones, en Pino Santo Alto reinaba la calma. Los centinelas británicos habían aprendido a hacer guardia por parejas y a mantenerse alerta; demasiadas veces los centinelas que se dormían habían amanecido con el pescuezo rebanado por algún negro malnacido. Pero su atención se desviaba por los relámpagos que se vislumbraban al otro lado de la montaña. Poco hubiese importado que estuviesen atentos a su alrededor pues una ondulación ocultaba al guía. Parpagnoli seguía al canario que parecía saber encontrar el camino en la negrura; afortunadamente los alpini que les seguían eran veteranos montañeros que sabían pisar sin hacer rodas las piedras. El lugareño les llevó a un recoveco entre las peñas donde se abría la boca de una galería. Sin dudarlo el canario se internó y tras avanzar unos metros encendió una vela. Parpagnoli fue a reprenderlo pero el hombre contestó con un suave cuchicheo que solo pudo oírse a unos metros.

—Mi comandante, en estos tunelitos hay gases mefíticos. La velita es para salir vivitos y coleando.

Se movieron por el conducto, tan estrecho que apenas dejaba pasar a un hombre. La vela del guía brillaba indicando que el aire era respirable. Detrás los soldados chapoteaban en el agua que rezumaba de las paredes, pues la galería había sido excavada para recoger el agua que se filtraba por las rocas volcánicas. Finalmente el guía se detuvo y apagó la llama de un soplido. Con cuidado pasó delante y luego llamó a los alpini, que uno a uno salieron a la noche. Estaban detrás de la posición inglesa.

El mayor esperó unos momentos mientras respiraba vigorosamente, hasta que su mirada se adaptó a la suave luz de las estrellas. Luego fue enviando por la contraladera a los hombres que salían de la galería; estos siguieron moviéndose con cuidado mientras buscaban las posiciones británicas. Durante casi media hora no pasó nada; luego se produjeron los destellos y estampidos de las bombas de mano. Entonces Parpagnoli lanzó una bengala, la señal para el ataque.

Los alpini entraron en tromba en la posición británica, atacando a los centinelas y lanzando bombas. Sorprendidos por detrás los defensores apenas resistieron y tras pocos minutos se rindieron. Muchos ni habían llegado a salir de sus refugios.



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Las bengalas flotaban irradiando su luz espectral, formando sombras temblorosas en las paredes devastadas. Cada poco los proyectiles estallaban lanzando fragmentos de metal asesino. El periodista se movía entre los escombros intentando orientarse en el laberinto de ruinas. Le pareció escuchar el llanto de un niño y se atrevió a recorrer la calle; con una corta carrera se resguardó junto al muro que era todo lo que quedaba de una casa. Justo a tiempo porque al momento una columna de trazadoras cayó del cielo. Entonces vio la ranura de luz que buscaba; apartó la manta y encontró en un refugio lleno de civiles: viejos hombres con expresión contrita, llorosas mujeres sosteniendo a bebés que gimoteaban, y al fondo un hombre que intentaba que su arenga superase el bramido de las explosiones.

Estaba en la puerta cuando alguien le tiró del brazo; segundos después las ráfagas deshicieron la tela. Los niños lloraron y el orador alzaba aun más la voz ordenando que se apagasen las lámparas para que el refugio pasase desapercibido al avión que seguía disparando. El periodista se alejó de la entrada, oyendo las balas que repicaban como lluvia, murmurando «es una cosa muy seria».




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Quedaban pocos barquitos a flote y la mayoría tenían bandera de las nuestras, y Dios sabe por qué razón al mando no le hizo gracia dejar a un Freitag suelto y me mandaron a incordiar por otro lado.

Tras mi chapuzón un patrullero español que se llamaba Motril pero apodaban Gachupín o algo así me había dejado en Gran Canaria. Por suerte el servicio aéreo con Fuerteventura funcionaba y conseguí un hueco en un Junkers de los que iban y venían. Cuando me presenté en el aeródromo le di un buen disgusto al coronel Möller, que debía estar entusiasmado creyendo que me habían transferido a la unidad especial de Pedro Botero. También recogí la irremediable carta de Inge y sin siquiera sentir el perfume la archivé en el horno de la cocina. Entonces me llegó un aviso del coronel, que quería volver a verme. Por lo visto el tipo seguía dispuesto a deshacerse de un servidor y pensaba que si a la primera no salía, pues a la segunda. Sin dejarme descansar me ordenó que me montase en otro Heinkel pues me necesitaban en Gran Canaria. También me soltó que se acababan por ahora los jueguecitos con torpedos y que lo mío iba a ser darle a la ametralladora para apoyar a los españoles. Al escuchar lo de «apoyo directo» me entusiasmé. Tanto que al coronel le temblaron las rodillas y me dijo que bromas las justas y que si me acercaba a menos de cinco kilómetros del frente se haría un monedero con mis pelendengues. Así que pensando en mi futura descendencia —que con suerte no sería con Inge— me apliqué a las órdenes que eran impedir que los ingleses pudiesen retirarse.

Entonces el coronel soltó lo mejor: me dijo que las montañas de Canarias eran muy peligrosas y que de noche seguro que la pegaba, así que tenía que volar de día. Casi me caigo al suelo del pasmo: imaginen cómo pueden disfrutar los de los antiaéreos con mi Heinkel volando bajito, despacito y dando vueltas. Así que le empecé a dar vueltas al cacumen, intentando hallar una manera de combinar las órdenes del coronel y mi interés en mantener íntegra el pellejo. Lo menos estuve pensando dos minutos cuando una idea iluminó las tinieblas de mis entendederas ¿se trataba de impedir movimientos? Pues los impediría, aprovechando que una MG34 tiene más alcance que un tirachinas y que el de un cañón del dos es la leche.

Como habían llegado un par de Heinkel ametralladores de repuesto no tuve que descabalgar a nadie. Despegar con luz se me hizo raro; al menos, con el sol brillando sobre las islas no tuve problemas de navegación. Me imagino que Möller se sorprendería viéndome volar hacia el oeste, en dirección correcta. Por el camino vi un pequeño convoy que parecía decir ametrállame, pero órdenes son órdenes y lo ignoré. Mejor, porque resultó que era español y ya he dicho que yo no quiero discutir con esos señores. Luego llegué a Gran Canaria, una isla que tiene forma de flan mal hecho. Los ingleses estaban por el norte y se suponía que escapaban por los caminejos que había en el fondo de los «barrancos», que vienen a ser como los valles de los Alpes pero en miniatura y más secos. Me mantuve bien alto, por encima de los dos mil metros, y le dije al observador que buscase movimientos. Él me dijo que hacia la izquierda veía alguno.

Alguno decía. Vaya con la descripción del amigo. Parecía que la mitad de los ingleses del mundo estaban en una especie de carretera que parecía una guirnalda enredada de curvas que tenía. Se veían camiones remolcando cañones, coches, soldados por todas partes… Como a eso iba a eso me dediqué. Avisé por la radio por si no lo contaba, y sin descender me puse a malgastar munición. Tiraba ráfagas muy cortas, calculando con las trazadoras para que cayesen más o menos por el camino, y a cada momento daba un viraje brisco tirando de alerones y timón, por si a los de abajo no les gustaban mis atenciones y salían respondones. Normalmente tirar desde tan lejos es malgastar munición, pero al hacerlo desde lo alto las balas se frenan poco, y si te pega un proyectil explosivo del dos da lo mismo que lleve fuerza o que no. Abajo pensaron lo mismo, no quisieron comprobar si esas trazadoras tenían peligro o no, y se montó una buena desbandada con la gente buscando rincones para refugiarse. Supongo que algunos me disparaban, pero no di tiempo a que montasen los antiaéreos y al momento me fui a buscar otro caminejo por el fondo de otro barranco hasta que me quedé sin munición. Esa tarde tocó el mismo plan pero por los suburbios de la capital ¿Qué veía soldaditos desfilando? Ráfaga desde lo alto para que corriesen. No creo que le diese a muchos pero seguro que les metí el miedo en el cuerpo.

Lo mejor es que yo no andaba solo. También daban vueltas unos cuantos Uhu y Henschel, e incluso algunos biplanos italianos. Cuando veían algo lo marcaban con bombas, y entonces era turno a veces mío, otras de los cazas, o de los bombarderos de alta cota que esos sí que iban tan panchos soltando sus pepinos desde tres mil metros. Hasta los Stuka se lucieron. Se montó un circo aéreo como el del tío del mandamás de la Luftwaffe, aunque yo supongo que los espectadores de abajo aplaudieron poco.



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Las gentes se hacinaban en el barrio de la Isleta, que a diferencia del istmo aun conservaba algo parecido a casas. Una y otra vez se escuchaban silbidos y la gente se encogía de hombros, como si así pudiese protegerse de las esquirlas de acero. Los proyectiles estallaban sobre la carretera que llevaba al faro y en los caminos que llevaban al norte, donde unos hombres cavaban pozos y trincheras, y otros mejoraban las sendas que llevaban al agua.

El fotógrafo notó movimiento y preparó la cámara. Así pudo captar el momento en el que cinco botes de remos que acababan de ser botados eran deshechos por dos cazas.



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—Tranquilo, Nazario, que no tienes que acabar la guerra tú solo.

—Mi teniente —dijo el sargento—, es que ahora es el momento, que de tanto correr están apocaos. Si seguimos ahora nos meteremos en sus trincheras, pero si les damos tiempo plantarán sus viquerés y nos harán papilla.

—Tengo órdenes de esperar hasta que la artillería nos despeje el paso.

—Los inútiles de los cañones —se fue murmurando el sargento—. Nos va a pasar como en el Ebro.

Aunque el avance se hubiese detenido no era cuestión de perder el tiempo. El suboficial se adelantó para mirar el terreno, intentando hacerse una idea de por dónde subir al cerro, volcán o lo que fuese. Estuvo revisando posibles ángulos de fuego y desenfiladas hasta que un mensajero le avisó. El guripa temblaba como una hoja pues estaba ante Ballarín, el sargento que se comía los reclutas crudos

—Mi sargento, el teniente Pérez quiere verle.

Nazario se volvió a buscar al oficial, que tenía cara de pocos amigos.

—Ya tenías razón, Nazario. El mando quiere ese cerro para tener buen observatorio sobre los barrancos, y lo tenemos que tomar nosotros. Tendríamos que haber seguido palante cuando decías.

—Qué se le va a hacer, mi teniente. Aunque qué quiere que le diga, nos ha tocado bailar con la más fea.

—Y que lo digas. Al menos no vamos a ir solos. La primera compañía atacará por el norte hacia el barranco, y la tercera irá por el pueblo. A nosotros nos han dejado el pico ¿tú crees que los herejes estarán arriba? —el teniente había aprendido a confiar en el olfato y la experiencia de su subordinado.

—Seguro que sí, mi teniente ¿usted no estaría allí? Tendrán algún ojeador en esta ladera y habrán puesto los morteros al otro lado. Yo diría que para cubrir la ladera habrán puesto algunas ametralladoras allí en el pueblo y por allá, en esas casitas.

—Nazario, no sé cómo lo haces pero parece que los huelas.

—Es fácil, mi teniente. Solo tengo que pensar en lo que haría yo.

—Es que si tú estuvieses por ahí no pasaba ni Cristo. Lo malo es que si están donde dices nos harán pedazos en la ladera.

—Mi teniente, si vamos a la brava seguro que nos apiolan. Pero mirando ese mogote creo que he encontrado como atacarlo. Mire allí a la derecha, por encima de esas casas, y fíjese en esas terrazas —dijo señalando unos estrechos bancales—. Pueden venirnos muy bien porque si nos pegamos al muro y vamos agachados no podrán ver ni desde arriba ni desde abajo. Luego, cuando se acaban las terrazas, podremos seguir por esa esa barranquera hasta allí, donde esas piedras.

Barranquera, pensó Pérez. Si apenas se veía un surco. Pero si Ballarín lo decía, sería porque se podía, así que aceptó la sugerencia—. Buena idea. Tú ve por ahí con tu sección. Lanata moverá la suya por la base del cerro para llamar la atención pero sin exponerse ¡Paco! —llamó al brigada que mandaba la sección de morteros—, tú tira contra esas casas —dijo señalándolas.

—Los morterazos no les harán ni cosquillas, mi teniente.

—Da igual. Contento me quedaré si consigues que los herejes agachen la cocorota.

Los hombres se desplegaron. Minutos después escucharon el sonido de motores y cuatro aviones lanzaron bombas incendiarias sobre la cima. Luego la artillería empezó a disparar, primero sobre la cima y el pueblo, luego por delante de las líneas españolas.

—Vamos —ordenó Nazario—. Pegaos a las explosiones. Mariño, tú vas delante por donde te he dicho.

Los soldados se movieron dejando que Mariño los guiase. Yendo entre las terrazas y un murete gozaron de protección hasta que pasaron las casas. Luego subieron entre la maleza; como había predicho Nazario, las balas pasaban sobre sus cabezas.

—Nos quedan los peores treinta metros. Ya sabéis, un pelotón por cada lado y yo iré por el centro.

Los guripas se levantaron y ascendieron cansinamente; entonces empezaron a caer. El sargento gruñó; de ahí solo se podía salir por arriba o con los pies por delante. Siguió hasta llegar a una especie de muesca que un derrumbamiento había dejado en la ladera de la montaña. Estaba a pocos metros de la cima y los ingleses no podían darle, pero si les tiraban granadas, iban dados. Había que salir de ahí cuanto antes. Nazario empezó a trepar por la ladera, tan empinada que necesitaba manos y pies, pero la tierra suelta se desprendía. Viendo que no llegaba al borde de arriba llamó a dos soldados.

—Vosotros de escalera. Los demás, detrás mío.

Un soldado se apoyó en la tierra y el otro se aupó encima. Ballarín trepó sobre ellos, y llegó a la parte final, donde solo quedaban arbustos ennegrecidos. A su derecha seguían disparando desde un pozo, pero no veían al sargento; una granada y dos hombres salieron despedidos. Con un acorta carrera llegó a la cima de la loma. Se tiró antes de llegar al borde y siguió tirando bombas de mano. Tras lanzar la tercera se echó a correr y de un salto se metió en la trinchera enemiga. Al ver el espeluznante espectáculo bajó el subfusil: la zanja solo estaba ocupada por cadáveres achicharrados.

Desde la cima Nazario pudo ver el mar y la capital, casi al alcance de la mano.



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José Manuel Martínez Bande. La campaña de Canarias. Op. cit.

… El sector donde se produjo el ataque español estaba defendido por dos brigadas provisionales, formadas en su mayoría por personal de marina o de aviación. La más oriental fue la que sufrió el embate y en pocas horas dejó de existir como fuerza organizada. Solo un batallón, el que defendía Agaete, logró unirse al del Regina en las montañas de Amagro y de Gáldar. La brigada que defendía el sector entre Saucillo y Teror empezó a replegarse de manera más o menos ordenada, pero las avanzadas españolas, que se movían rápidamente, ocuparon Marente cortando la carretera. La retirada tuvo que realizarse por los caminos de la montaña y cuando las tropas hispanas del sector se unieron al ataque se convirtió en desbandada. Apenas una tercera parte de la brigada logró llegó a Arucas, llevando apenas con sus armas personales. Detrás quedaron abandonados equipos y provisiones.

El sector de Teror, como hemos visto, estaba mucho mejor defendido. Inicialmente no fue atacado y las unidades que la guarnecían empezaron a retirarse hacia Arucas, pero los españoles también pasaron al ataque y las columnas que se replegaban se encontraron sometidas a repetidos ataques aéreos. Aunque las pérdidas fueron mucho menores que en el sector occidental también quedó abandonado casi todo el armamento colectivo. Aun así las fuerzas británicas que se retiraban se apostaron en Arucas para intentar detener la ofensiva, pero apenas habían empezado a preparar las posiciones cuando se produjo la segunda ofensiva.

Durante la noche una brigada italiana logró una segunda ruptura en el sector de Pino Santo Alto y avanzó rápidamente hacia la capital. Como en Saucillo, los españoles situados a ambos lados de la brecha atacaron a su vez y el repliegue pasó a ser un sálvese quien pueda. Las patrullas italianas superaron las líneas defensivas que se habían preparado previamente antes de que llegasen a ser ocupadas por los británicos que huían. El avance italiano amenazó por la espalda las fortificaciones de Arucas, que cayeron en unas horas ante la división 74. Pocas horas después españoles e italianos se daban la mano en los suburbios de la capital.

Aunque Roberts no hubiese podido llevar a cabo la retirada escalonada que había planeado todavía disponía de veinticinco mil hombres. Aparentemente eran más que suficientes para defenderse primero en las calles de Las Palmas y luego en el istmo de Guanarteme. Sin embargo la situación británica era crítica. Aunque había muchos hombres, estaban dispersos y desmoralizados, con pocas municiones y sin armas pesadas. Carecían de provisiones y de agua, ya que ni en las Palmas ni en la Isleta había fuentes, y las conducciones que desde la montaña llevaban aguas a las Palmas habían sido destruidas por la guerrilla meses antes. Los guerrilleros conocían la situación de los escasos aljibes que eran castigados por la artillería y la aviación. Además estaban a su cargo a diez mil refugiados españoles que se amontonaban en las ruinas de la ciudad. El general canadiense, tras valorar sus escasas posibilidades, emitió un mensaje que causó consternación en Londres: solo tenía recursos para resistir cuatro o cinco días más. Si para entonces sus tropas no habían sido rescatadas se vería obligado a deponer las armas.



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Egil Khersi. Inferno e paradiso: la mia battaglia in Canarie. Op. cit.

La historia oficial, por lo menos la italiana, dice que fueron los alpini los que dieron la puntilla a los ingleses. Los españoles habían roto las líneas enemigas en el noreste y se movían por la costa hacia la capital, pero aun se estaban encontrando con bolsas de resistencia. Entonces fue cuando la brigada italiana atacó en Pino Santo Alto y todo el frente central se hundió. La campaña se convirtió en una carrera con los ingleses escapando y las patrullas italianas descendiendo por los montes mientras aceptaban la rendición de millares de hombres. Aunque la ruptura de Pino Santo Alto pasaría a la historia de los Alpini con letras de oro, yo sé que si los británicos levantaban las manos era por el alivio que les suponía ver los bombachos y las gorras con la pluma. Pensaban que así se libraban de la vendetta española, y los entiendo. Los españoles son latinos y tienen la misma memoria de elefante que mis compatriotas. La diferencia es que los italianos somos más sutiles. Las venganzas españolas son bárbaras y de vez en cuando se encontraban los restos horrorosos de soldados que habían caído en manos de los canarios.

Con los alpini recorriendo una montaña que se cubría de banderas blancas los ingleses tampoco podían resistir el avance español, y al final empezaron a correr cuando nuestros aliados superaron el penúltimo cinturón enemigo. Los dos ejércitos nos dimos las manos en los arrabales de la capital, que era —o había sido— la mayor ciudad del archipiélago. Estaba casi completamente arrasada. Por fortuna el barrio de Vegueta se había librado de la destrucción. Aunque era la parte artísticamente más valiosa estaba situado al sur y los ingleses debieron considerarlo indefendible. Hasta ahora los ingleses habían sido como plagas de langosta, saqueando todo lo que se pudiese mover y destruyendo el resto, pero ahora le veían las orejas al lobo y respetaron las nobles piedras del pasado canario. Con todo, esa retirada táctica supuso un error, porque en el barrio estaba la catedral y el son de las campanas anunció a los ingleses que habían perdido la campaña. Yo acompañé al general Muñoz Grandes al templo, donde se celebró un Te Deum mientras poco más lejos la guerra aun seguía con furia.

Tras la ceremonia el general De Giorgis ofreció sus hombres para acabar con los ingleses.

—Mi general, los ingleses están acabados. Tienen una posición fuerte entre esas ruinas pero mis dos divisiones bastarán para romperlos. Aunque no será fácil bastarán dos o tres días para que gocemos de la gloria de la victoria.

—Gracias, querido amigo, pero lo que me propone significará una sangría para sus hombres.

—Están dispuestos a ofrendar sus vidas por la patria —al escucharlo me temblaron las rodillas; se me debía haber pegado parte del carácter anárquico español y me estremecía ante los generales que ganan honor con la sangre de sus hombres.

—Se lo agradezco, querido amigo, pero no quiero perder ni un soldado más. Le pido que suspenda los ataques.

Poco a poco la batalla remitió mientras los soldados se retiraban abandonando la tierra de nadie. Pero las armas no callaron: la artillería y la aviación iniciaron un bombardeo despiadado de lo que quedaba de la capital. Calculábamos que en esas piedras se agazapaban por lo menos quince mil hombres; difícil sería que lograsen esconderse de la metralla. Más adelante supimos que eran treinta y cinco mil contando a los españoles renegados. Me aterra pensar lo que los explosivos hicieron en esa multitud. Durante la noche pudimos ver los relámpagos de un combate naval y los cañones cambiaron su objetivo a la Isleta y a los pequeños puertos naturales del norte. Después volvieron a tirar contra las ruinas. Poco después del amanecer los centinelas vieron banderas blancas en la línea enemiga. El bombardeo se detuvo y minutos después una delegación enemiga cruzó la tierra de nadie.

Muñoz Grandes ordenó que condujesen a los ingleses al mismo lugar donde meses antes habían matado al comandante Payeras. Aunque la delegación inglesa incluía un traductor, un español renegado, el general español rechazó tratar con traidores. Como yo chapurreaba el inglés tuve el honor de participar en aquella ocasión histórica.

El enviado británico era un coronel británico apellidado StJohn que era baronet de no sé qué. Se notaba que era un aristócrata por su porte altivo y por cómo era capaz de despreciarnos con una mirada. Venía con la actitud del «gentleman» deportista que ha sufrido un contratiempo ante los vasallos pero que sabe que es cuestión de tiempo que Inglaterra se imponga para que los miserables italianos y los abominables españoles volvamos a la mugrienta aldea de la que nunca debimos haber salido. El tipo empezó mal dirigiéndose a De Giorgis y no a Muñoz Grandes. Este calló escuchando lo que soltaba el presuntuoso. Dijo que venía con el encargo de Roberts de negociar las condiciones de capitulación, ofreciendo deponer las armas si se permitía que sus hombres volviesen a Inglaterra y Canadá bajo promesa de no volver a participar en el conflicto. También se atrevió a recordarnos las normas de la Convención de Ginebra, e incluso tuvo la desfachatez de pedir —aunque por su tono fue más bien una exigencia— que se permitiese la evacuación de los españoles renegados. Acabó su parrafada apelando al honor del soldado.

Mientras traducía yo veía como Muñoz Grandes empalidecía de furia. Cuando habló lo hizo de manera contenida, pero su mensaje era inequívoco.

—Señor coronel, me repugna escuchar como sus labios ensucian la palabra honor. En España ya sabemos lo que los ingleses entienden por honra y lo demostraron aquí, donde sus honorables soldados asesinaron a un oficial español demostrando el respeto que a ustedes les merecen las leyes de la guerra.

El inglés empezó a protestar pero el general español le interrumpió.

—Señor inglés, un general español no se rebaja regateando con una banda de forajidos y asesinos. Usted ha presentado su propuesta. Ahora escuchará la mía —dijo mientras me daba un documento.

Yo empecé a leerlo. Ya lo conocía y sabía que había costado bastantes discusiones entre los españoles y mis jefes, que no querían que se repitiesen sucesos como los de Laredo o Alicante en la Guerra Civil.

—Primer punto: todas las fuerzas británicas de la isla depondrán sus armas y se entregarán a las fuerzas españolas e italianas como prisioneros de guerra —esta era una de las concesiones; los españoles querían que se rindiesen a ellos, pero De Giorgis sugirió que tendrían menos reparos si se entregaban a los dos ejércitos a la vez.

—Segundo punto. Las fuerzas enemigas se entregarán con todo su armamento sin destruirlo ni inutilizarlo —otro aspecto que había levantado polémica; era razonable que los ingleses estropeasen sus armas, pero los españoles deseaban hacerse con el botín y amenazaban con no respetar a los que destruyesen el armamento.

—Tercer punto. El ejército español y el italiano cuidarán de las necesidades de los prisioneros de guerra, que serán trasladados a campos de trabajo según lo que disponen las convenciones de la guerra —a pesar de lo prometido a los ingleses les esperaban malos días: en la isla apenas había comida para los canarios y Muñoz Grandes no iba a quitársela para alimentar a asesinos. Durante bastantes días tuvieron que sobrevivir con las provisiones que habíamos capturado y con las magras raciones que trajeron los aviones.

—Cuarto punto. Los oficiales y jefes han manchado sus uniformes y su honor por lo que deberán considerarse despojados de su rango y correrán la misma suerte que sus hombres —nuestros aliados hubiesen preferido juzgar a todos los que llevasen galones; bastante había sido lograr que les respetasen la vida como para eximirlos de trabajar.

—Quinto punto. Serán liberados todos los militares españoles, aliados de los españoles o españoles civiles fieles que puedan estar retenidos, sin que sufran ningún tipo de maltrato o de vejación. Las fuerzas británicas serán responsables de la seguridad de esos hombres.

—Sexto punto. Los militares ingleses colaborarán con el ejército español en las averiguaciones para conocer el destino de la guarnición original de Gran Canaria y de los españoles fieles que quedaron en la isla —aun no lo sabían, pero significaba que miles de ingleses se iban a convertir en sepultureros.

—Séptimo punto. Los militares que hayan cometido crímenes de guerra serán juzgados por consejos de guerra hispanoitalianos y afrontarán las condenas a las que sus crímenes hayan hecho acreedores —se había decidido juzgar a los jefes con el grado de coronel o superior, más los de menor grado que se hubiesen significado en la represión de la guerrilla.

—Octavo punto. Los prisioneros de guerra que no tengan responsabilidades penales podrán ser intercambiados por prisioneros españoles o italianos. Para ello el gobierno español consultará al inglés sobre el destino de los militares o civiles que hayan desaparecido durante la ocupación de las islas —era un punto envenenado porque Madrid consultaría sobre el sino de los «desaparecidos» finiquitados por «incontrolados» o por las patrullas volantes.

—Noveno punto. Los malos españoles que se unieron a los invasores se entregarán a las fuerzas españolas e italianas para afrontar sus crímenes, confiando en la clemencia de la justicia. —Ese punto debiera bastar para hacer temblar las rodillas de los desgraciados refugiados, pero se había acordado que solo los dirigentes o los responsables de crímenes de sangre, especialmente los integrantes de las «patrullas volantes», podrían ser condenados a la pena capital. Al resto se les despojaría la ciudadanía española y pasaría a campos de trabajo en África. Al menos mis jefes habían conseguido arrancar la promesa de que los tribunales no serían duros con mujeres y niños.

—Décimo punto. La rendición debe producirse antes del mediodía de mañana. Cualquier intento de evacuación a partir de ahora se considerará una ruptura de las negociaciones. En tal caso los ejércitos español e italiano proseguirán la ofensiva hasta sus últimas consecuencias. Igual suerte correrán aquellos que no respeten el acuerdo de capitulación.

Al escuchar las condiciones el inglés se puso como la grana. Fue a protestar pero Muñoz Grandes le cortó y le espeto—: Recuerde, tienen hasta mañana a mediodía. Elijan. Pueden venir con banderas blancas, o encontrar lo que han venido a buscar a España: la muerte.



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Néstor González Luján. La Guerra de Supremacía en el mar. Op. Cit.

El combate de Anaga

El cerco de la guarnición de Gran Canaria


El combate de Anaga fue el último de la serie de enfrentamientos aeronavales que se produjeron en el triángulo entre las Azores, Canarias y Gibraltar. Han recibido el nombre de accidentes geográficos más o menos cercanos, aunque en realidad los combates se produjeron aproximadamente en la misma zona. Concretamente, el combate de Anaga se produjo mucho más cerca de las islas Salvajes que del cabo tinerfeño del que recibió el nombre.

Tras la catastrófica derrota sufrida en Mogador el primer ministro Churchill se decidió por fin a evacuar a la guarnición de Gran Canaria. Sin embargo la operación, que se hubiese podido realizar con facilidad dos meses antes, se enfrentaba ahora a enormes dificultades. Afortunadamente durante las semanas previas se habían seguido las instrucciones secretas del general Deverett (que iban contra las directrices del Premier británico) y se habían evacuado de la isla cerca de veinte mil hombres, entre personal especializado, enfermos y heridos incluyendo los leves. Con todo, cuando se reanudó la ofensiva española el general Roberts aun disponía de treinta y cinco mil hombres. Por desgracia solo una fracción era de fuerzas de combate, ya que el resto era personal de servicios, de la RAF o de la Royal Navy. Además había que tener en cuenta a unos diez mil canarios de ideas republicanas que habían apoyado la invasión británica.

Incluso antes del desastre de Mogador el contacto que se mantenía con la guarnición era tenue. Tras la pérdida del crucero minador Adventure con casi todos los hombres que transportaba ya no se enviaron nuevos convoyes y el enlace se realizaba mediante submarinos e hidroaviones. Incluso esa débil conexión era precaria, como demostró la pérdida del submarino Tetrarch mientras descargaba suministros en la bahía del Confital, al ser torpedeado por una lancha germana. Más eficiente fue el puente aéreo con hidroaviones de largo alcance, algunos del Coastal Command pero la mayoría procedentes de la BOAC o cedidos por Estados Unidos. Cada aparato solía realizar dos o tres vuelos diarios entre Funchal y Las Palmas, donde amerizaban en el puerto de la Luz o en la bahía del Confital. Aunque la mayor parte de los hidros eran de origen civil y carecían de armamento defensivo la operación se realizó con relativa seguridad hasta que los españoles instalaron un radiotelémetro en las cercanías de Teror. A partir de entonces y a pesar de la distancia que había hasta las bases españolas, varios aviones fueron derribados. Se intentó realizar misiones nocturnas pero fueron más peligrosas que de día, en parte por lo peligroso que era amarar y despegar de noche, y también por la intensa actividad de las lanchas torpederas españolas y alemanas. Aun así se seguía evacuando a varios centenares de refugiados cada noche, pero el puente aéreo se interrumpió cuando la mayoría de los hidroaviones fueron destruidos durante el bombardeo naval de Funchal. Los pocos que quedaron hicieron algunos vuelos más hasta que el nueve de marzo fue derribado un Sikorsky S-43 [sic] sobre Las Palmas. Ese mismo día los submarinos Tribune y Trident tuvieron que retirarse perseguidos por patrulleros antisubmarinos tras ser detectados intentando acercarse a la Isleta, un islote volcánico al norte de las Palmas que más adelante adquirió relevancia.

El bombardeo de Funchal tuvo otra consecuencia: la Royal Navy había decidido enviar varias lanchas cañoneras para apoyar las operaciones, pero debido a la presencia de los cruceros enemigos hubo que desviar a las Azores al barco que las llevaba. En el Almirantazgo se comprendió que dado el dominio cada vez mayor que el Pacto tenía de las aguas alrededor de Gran Canaria cualquier nuevo intento de evacuación debía hacerse con toda la fuerza disponible.




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Situación británica en vísperas del combate

Tras el relevo del comodoro Wake-Walker recibió el mando de la Fuerza H el vicealmirante Harwood, el vencedor del combate del Río de la Plata. Por desgracia se iba a enfrentar a un problema muy difícil: no disponía ni de buques de combate ni de portaaviones de flota, ya que los que no habían sido hundidos precisaban reparaciones de gran magnitud. El único que aun podía seguir prestando servicio, el acorazado Queen Elizabeth, había sido reclamado por la Home Fleet. A cambio, la Fuerza H aun conservaba buen número de cruceros: el pesado London, los «ligeros» Newcastle y Trinidad (con desplazamiento similar al London y que contaban con doce cañones de 15 cm) y los antiaéreos Euryalus y Hermione. Por desgracia la Fuerza H solo disponía de cuatro destructores, un número absolutamente insuficiente, ya que buena parte de los barcos de este tipo estaban escoltando a las unidades dañadas en la batalla. Como hemos visto tampoco contaba con fuerzas sutiles, que habían sido desviadas a las Azores, ni buques de escolta, necesarios en los convoyes transatlánticos.

Además de los buques de combate Harwood disponía de los cruceros minadores Manxman y Welshman y de cuatro destructores de transporte, resultado de la modificación de buques de la clase Wickes de origen norteamericano. Para preparar la evacuación fue reforzado con otros dos cruceros minadores (Abdiel y Latona, de la misma clase que los anteriores) y con cinco transportes rápidos del tipo Hunt Ib. Se trataba de destructores de escolta que habían sido convertidos en transportes rápidos agrandando sus superestructuras y desmontando parte del armamento. Hay que tener en cuenta que los cruceros minadores, a pesar de su nombre, solo llevaban tres montajes dobles de 10 cm, y los destructores de transporte uno o dos cañones del mismo calibre.

Una incorporación de mayor importancia fue la del portaaviones de escolta Charger y de los dos primeros barcos «MAC» (Merchant Aircraft Carrier). El primero había sido finalizado tan apresuradamente que carecía de equipos claves como la catapulta. Solo llevaba diez aviones, seis cazas Wildcat y cuatro bombarderos Dauntless. Procedían directamente de las escuadrillas de la US Navy y se les había pintado las escarapelas británicas cubriendo las estadounidenses. El Charger también contaba con un centenar voluntarios norteamericanos que eran en realidad personal de la US Navy con un permiso especial. Los MAC eran dos graneleros (Empire Lapwing y Empire Drayton) a los que se había colocado una cubierta de vuelo. Aunque la conversión se había hecho debido al empeoramiento de la amenaza submarina fueron transferidos a Harwood para apoyar la evacuación. Aunque se trataba de barcos de capacidad muy limitada que solo llevaban tres biplanos Swordfish de lucha antisubmarina, jugarían un papel de gran importancia en la batalla. Con los portaaviones llegaron cuatro destructores de escolta, dos de la clase Clemson (ex norteamericanos) y dos Hunt.

Se esperaba también el apoyo de la Fuerza G (acorazados Valiant y Malaya y portaaviones Archer) que desde Dakar estaba volviendo a Inglaterra, pero el adelanto de la ofensiva española impidió su participación. Tampoco se podía contar con apoyo aéreo tras la destrucción de las bases en Madeira.



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Situación del Pacto

El Pacto de Aquisgrán tampoco contaba con la fortaleza desplegada durante la batalla de Mogador. Las dos divisiones de acorazados habían vuelto a Gibraltar, donde se estaban realizando reparaciones urgentes en el Bismarck y el Gneisenau. El resto de los buques de batalla tenía los pañoles y los depósitos casi vacíos. Tampoco la potente división de cruceros que mandaba el almirante español Regalado podría participar ya que estaba en Vigo preparándose para efectuar una nueva incursión en el Atlántico. De igual importancia era que buena parte de los aviones que habían participado en la batalla de Mogador habían vuelto a Europa, aunque en Canarias aun quedaban más de trescientos aviones, de los que un centenar eran bombarderos y torpederos.

Aun así el Pacto mantenía una importante fuerza naval en el área. Las dos agrupaciones principales eran las de cruceros de los almirantes Cattaneo y Legnani. Cattaneo disponía de seis cruceros: los pesados Zara, Pola y Gorizia y los ligeros Abruzzi, Garibaldi y Cervantes (español). El Abruzzi y el Garibaldi acababan de incorporarse tras haber sido modernizados y equipados con modernos radiotelémetros de origen germano, y el Cervantes español montaba un equipo similar. Por el contrario los tres cruceros pesados carecían de sistemas electrónicos de exploración. La otra división era la del almirante Legnani, que contaba con los cruceros ligeros Savoia, Aosta, Díaz y Barbiano; estos dos últimos también disponían de radiotelémetros. El cerco a la guarnición se completaba con unidades ligeras que vigilaban la costa enemiga durante la noche: dos cañoneros antisubmarinos, una decena de lanchas rápidas torpederas y varios «bous» de vigilancia costera al mando del contraalmirante español Arriaga.



P.D.: resulta que el Empire Lapwing era demasiado pequeño por lo que es sustituido por el Empire Lakeland.



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Primeros movimientos

Aunque el Estado Mayor Imperial ya había advertido al general Roberts de la inminencia de una ofensiva hispanoitaliana sorprendió su rapidez y violencia. Apenas veinticuatro horas tras su inicio Roberts transmitió a Londres que su situación era desesperada y que precisaba ser evacuado inmediatamente. El Almirantazgo tuvo que ordenar a Harwood que partiese inmediatamente, sin esperar a la llegada de la Fuerza G.

La Fuerza H se dividió en tres grupos. El aeronaval incluía al Charger, a los dos barcos MAC y cuatro destructores. La fuerza de protección estaba compuesta por cinco cruceros y cuatro destructores y era mandada directamente por Harwood que enarbolaba su insignia en el HMS Newcastle. El comodoro Dickson comandaba la de evacuación, que contaba con los cuatro minadores y nueve destructores de transporte. Según los planes el grupo del Charger debía apoyar la operación sin sobrepasar Madeira mientras Harwood sobrepasaba las islas Salvajes por el oeste intentando atraer al enemigo. Dickson debía navegar directamente desde Madeira hasta Gran Canaria pasando al este de las Salvajes.

Los planes empezaron a torcerse cuando a las pocas horas de zarpar la Fuerza H fue detectada por uno de los nuevos Fw 200D de muy largo alcance. Indicio de la escasa preparación de la dotación del Charger fue que se tardó casi veinte minutos en lanzar dos Wildcat que no fueron capaces de dar caza al vulnerable avión alemán. Sin embargo el avistamiento no fue de todo desfavorable a los británicos, ya que el Condor informó de la presencia de un portaaviones de flota y dos ligeros. Probablemente el pequeño tamaño de los destructores hizo parecer mayores los portaaviones de escolta. No sería la última vez que se produjesen errores de este tipo durante la batalla.

Al descubrirse la salida inglesa se ordenó que las divisiones de Legnani y a Cattaneo interceptasen a la Fuerza H. Estaban cerca de Casablanca a donde se dirigían tras bombardear Madeira, por lo que se ha dicho que los barcos italianos estaban escasos de munición. Sin embargo estudios recientes han demostrado que los barcos de Cattaneo aun conservaban dos terceras partes de sus proyectiles y la mitad los de Legnani; además los cruceros Abruzzi y Garibaldi, recién incorporados, tenían los pañoles al completo. El almirante Cattaneo, que como más antiguo había tomado el mando táctico de la fuerza, valoró sus opciones. Si arrumbaba directamente hacia Madeira podría interceptar a la Fuerza H durante la tarde, pero los buques de Legnani (que estaban más cerca de Casablanca) no se le podrían incorporar. Sobre todo al almirante le preocupaba el informe del Condor. Consideró que acercarse a Madeira sería muy peligroso, pues los ingleses podrían haber enviado aviones de refuerzo (que en realidad tardaron varios días en llegar) y que a los británicos les quedaban varios portaaviones de escuadra, y alguno de ellos podía ser el avistado. Cattaneo sabía que la Royal Navy conservaba los viejos Argus y Furious (asignados a la Home Fleet) y también era posible que estuviesen en servicio el Formidable si ya se habían acabado sus reparaciones, el Victorious del que no se sabía su estado, o incluso alguno de origen norteamericano. Por ello pensó que si se acercaba a Madeira se expondría a las aeronaves enemigas en una suerte de Mogador a la inversa, así que decidió adoptar una postura mucho más conservadora manteniéndose al sur de las Salvajes para no alejarse de las bases canarias. Su intención era dejar que los ataques aéreos diezmasen al enemigo para a la mañana siguiente rematar a los barcos aliados. La táctica era similar a la adoptada por Ciliax en Mogador, pero el desempeño fue mucho peor. Sobre todo, no tuvo en la posibilidad de una acción nocturna. Unos días antes el almirante Ciliax había empleado los radiotelémetros de sus buques para evitar enredarse en un combate de este tipo.

Esa misma tarde se produjeron las primeras escaramuzas. Un Wildcat del Charger consiguió derribar a un Dornier 24 español pero casi simultáneamente el U-215, que ya tenía en su haber al Duke of York, hundió con tres torpedos al Empire Lakeland, uno de los MAC. Harwood temía por el valioso Charger y ordenó que su agrupación volviese a las Azores, lo que le dejó sin protección aérea al día siguiente. A su vez el almirante Arriaga ordenó la retirada de las fuerzas sutiles hispanoalemanas, ya que sus buques ligeros eran inadecuados para enfrentarse con destructores y las lanchas estaban escasas de torpedos.

Mientras los buques de Harwood se preparaban para recorrer las últimas millas que les separaban de Gran Canaria. Se trataba de aguas dominadas por los aviones enemigos por lo que surcarlas a la luz del día era suicida. Hasta entonces los convoyes de destructores habían conseguido eludirlos empleando no solo las horas de oscuridad sino las del atardecer y el amanecer, en las que el riesgo de ataques aéreos era menor: si se realizaban por la tarde los aviones participantes tendrían que realizar peligrosos aterrizajes nocturnos, y para la mañana se contaba con el tiempo que costaría a los aparatos de reconocimiento descubrir a los barcos ingleses y guiar hacia ellos a los bombarderos y torpederos. En la práctica los destructores ingleses rebasaban las islas Salvajes durante la tarde intentando llegar a la costa canaria a media noche, y zarpaban antes de las tres de la mañana para aprovechar las pocas horas de oscuridad. Combinando la velocidad de los buques con un cálculo medido de tiempos se lograba que cuando los barcos fuesen detectados ya estuviesen demasiado lejos. Por desgracia solo era válido para aviones de corta autonomía como los Stuka. Los torpederos tenían un alcance muy superior y lo demostraron cuando una escuadrilla de Heinkel atacó a la fuerza de evacuación al norte de las Salvajes. Aunque no lograron blancos la operación sufrió una hora de retraso. A cambio, Cattaneo recibió de nuevo informes erróneos: los pilotos de los Heinkel dijeron haber atacado a cinco cruceros pesados y diez destructores, y se recibió un mensaje del U-215 en el que afirmaba haber atacado a una fuerza de portaaviones.

No solo el Pacto sufrió los avistamientos inexactos: a media tarde un hidroavión Catalina que había partido de Funchal (a donde se había trasladado desde las Azores) avisó a Harwood de la presencia de «dos acorazados, seis cruceros y diez destructores» que navegaban en rumbo de encuentro. Ya hemos visto como en la anterior batalla de Mogador los aviones de reconocimiento ingleses habían confundido los cruceros italianos con acorazados; en esta ocasión parece que se debió al gran parecido del Abruzzi y del Garibaldi con los acorazados modernizados.




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El combate

La actitud de los dos comandantes fue completamente diferente. Harwood, aun sabiéndose muy inferior, prefirió mantener el curso confiando en el entrenamiento de sus dotaciones en el combate nocturno. Posteriormente relató que había buscado el combate pensando que si conseguía dañar a los dos acorazados avistados lograría equilibrar el resultado de la anterior batalla. Ordenó a Dickson que siguiese hacia Gran Canaria mientras dirigía sus barcos contra los enemigos avistados. Por el contrario Cattaneo, a pesar de contar con más información, se equivocó en su valoración. Como siguió creyendo que se enfrentaba a varios portaaviones enemigos y que las maniobras del enemigo eran fintas para alejarlo de la cobertura de cazas, prefirió mantenerse cerca de las bases propias a la espera del amanecer. Durante las horas de oscuridad había planeado mantenerse entre los meridianos de Santa Cruz y el de Las Palmas, mientras que Legnani lo haría entre el de Las Palmas y el de Jandía.

Cattaneo ya se había equivocado al minusvalorar las intenciones del enemigo pero cometió un error mayor con sus disposiciones para la noche. A pesar de la experiencia del combate del cabo Passero y de las advertencias de los marinos españoles (la Armada recordaba unas maniobras nocturnas realizadas por la Home Fleet cerca de Galicia en los años treinta) el almirante italiano no pensó que Harwood pudiera buscar un combate nocturno. Creyendo que el principal riesgo estaba en los submarinos y en los abordajes nocturnos como el sucedido en el anterior combate de Larache, dispuso sus barcos en una larga columna precedida por los tres cruceros pesados. Parece Cattaneo no confiaba en los capitanes del Abruzzi y el Garibaldi ya que nunca había operado con ellos, ni en el del Cervantes, que era español y había sido agregado a su división para la anterior batalla. Como precaución ordenó al capitán Battaglia, comandante del Abruzzi, que mantuviese una separación de mil metros con su matalote de proa. El Garibaldi y el Cervantes le seguirían. Tres destructores se situarían a cada banda. Mientras Legnani adoptó una formación similar aunque con una diferencia: situó a sus destructores a la popa de sus cruceros.

La primera virada, a la altura de Tenerife, se produjo cuando aun había luz y transcurrió sin incidentes. A las 22:50 llegó al meridiano de Las Palmas y ordenó una nueva inversión cayendo a babor. Sin embargo desde el Abruzzi no se observó la orden (retransmitida mediante lámparas de señales; se ha dicho que la señal del Zara fue ocultada por el Pola o el Fiume) y mantuvo su curso durante dos minutos. Cuando quiso invertirlo, se encontró con el destructor Vittorio Alfieri, que sí había recibido la orden. Tuvo que realizar un giro de emergencia a estribor, siendo seguido por el resto de la formación. Battaglia no había recibido instrucciones sobre cómo actuar en tal caso, salvo la de evitar colisiones, por lo que prefirió no intentar reincorporarse a Cattaneo. Este fue informado de que ya no era seguido por los tres cruceros ligeros, pero prefirió mantener el silencio radiofónico. Ni Cattaneo ni Legnani intentaron coordinarse. Como consecuencia la división de Cattaneo pasó a estar formada por dos subdivisiones, la delantera con tres cruceros pesados (Zara, Pola y Fiume), que no tenían radiotelémetros, y la segunda con tres ligeros (Abruzzi, Garibaldi y Cervantes). Legnani navegaba a unas veinte millas a popa.

Los cruceros pesados tampoco se prepararon para un enfrentamiento: los cañones estaban orientados a crujía y se había permitido que parte de la dotación descansase en preparación del día siguiente. En los buques de Legnani se hizo lo mismo. Por el contrario, los capitanes Battaglia del Abruzzi, Caraccioti del Garibaldi y Meléndez del Cervantes mantuvieron a las dotaciones en sus puestos de combate, permitiendo solo cortos descansos.



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