Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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El Ju 188 en España

España recibió doscientos cincuenta y cuatro ejemplares de Ju 188. Los primeros en llegar fueron veinticuatro Ju 188C-3/R-2 de caza nocturna que llegaron en octubre de 1942 y estuvieron basados en Matacán y en Getafe. Fueron los únicos Ju 188 españoles con motor lineal ya que España, que estaba iniciando la producción del Fw 190 y del motor BMW 801, prefirió los que empleaban la citada planta motriz. A finales de 1942 se recibieron ciento veinte Ju 188E destinados a sustituir los Heinkel 111 y Do 17 que quedaban en servicio, y en 1944 llegaron otros ciento diez Ju 188G adicionales para sustituir las pérdidas. Con todo, el Ju 188 nunca fue popular en España, pues para las misiones de caza se prefirió el más veloz Me 218, para las de asalto y bombardeo en picado al Ju 287, y como bombardero el Ju 188 se consideró demasiado frágil y excesivamente sensible al polvo. El Ejército del Aire se decantó por el sólido He 211 y al acabar el conflicto los Ju 188 supervivientes fueron devueltos a Alemania, que los transfirió a Turquía y Egipto.




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Yo había odiado desde pequeño a los nazis. De crío, cuando aun pensaba que llevar un Von en el apellido hacía mejores a las personas, los consideraba unos advenedizos brutales. Más adelante aprendí a ver más allá de las apariencias y comprendí que el régimen nazi tenía una vena demoniaca que contaminaba el alma de los que rozaba. Yo creía que los juicios de Berlín habían acabado con esa lacra, y por eso me repugnó saber que el general Schellenberg estaba coqueteando con los gusanos que seguían escondidos. Me daba igual que lo hiciese por ambición o por seguir creyendo en el nacional socialismo. Lo importaba era que si los nazis volvían al poder el honor de Alemania se perdería... Desde luego, que era posible que fuese una invención de ese tal Gerard, y que todo fuera una lucha por el poder en la que me quisiese involucrar; no sería la primera de la larga historia de Alemania. Pero si el tipo tenía razón, el Reich estaba al borde del abismo. Tenía que contárselo al regente para que él decidiese.

No sería fácil. Gerard, el que decía ser el «Director» de la «Central», me advirtió de algo que ya imaginaba: los hombres de Schellenberg nos vigilaban de cerca. Incluso en el parque había micrófonos; yo recordaba el artilugio que pocos días antes había aplastado el regente con su bastón. No podíamos fiarnos de nadie y menos aun del servicio, ya que incluso el subordinado con el que tuviésemos mayor confianza podía estar a las órdenes de los «carteros», como llamaba la «Central» a los esbirros de Schellenberg. Si hubiese dependido de mí hubiese organizado algo en el campo: una cacería —aunque marzo no era el momento para las escopetas—, una cabalgada o lo que fuese. Pero el Director me dijo que sería muy sospechoso que a un mutilado y un anciano —el regente no era un chaval— les diese por los paseos a caballo. Además el poder estaba en el Gabinete y no en Von Lettow, y no bastaría con contárselo al regente. Además, conociéndole, no podía descartar que respondiese con el mismo tacto que un toro bravo en una cristalería. Había que ponerse en contacto con el Gabinete de otra manera.

Quitando a Schellenberg, tan solo podíamos confiar en el mariscal Von Manstein. Von Papen no solo estaba cada día más orillado, sino que había dado sobradas muestras en los años de Weimar de estar dispuesto a cambiar su chaqueta sin pensar mucho en las consecuencias. El canciller Speer era honesto pero había sido un devoto admirador de Hitler —aunque ahora supiese un par de cosas no muy agradables de su ídolo— y había sido un hombre de Schellenberg. Así que había que hablar con el mariscal, pero estaría bajo más miradas que una corista en un escenario. A mí no se me ocurría como burlar a los carteros, pero el Director había pensado en todo. Tuve que sugerir al regente —durante un paseo por el parque, de esos que probablemente fuesen seguros— que invitase a Von Manstein a una cena de antiguos camarada de armas. Llamé al mariscal, que aceptó encantado. Pero el plan tenía un inconveniente. Yo debía estar presente en la cena, y la única manera creíble de acudir sería llevar a Herta.



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A Savely no le gustaba haber tenido que recurrir a un agente durmiente. No se fiaba de él: no sería la primera vez que un espía que se hacía pasar por un fiel del enemigo hubiese acabado seducido por el lujo capitalista. No era casual que los comunistas se organizasen en células y comités: se necesitaba la guía emanada desde Moscú para mantener la lealtad y el fervor. Desconfiaba de ese tal Felix, que con los años que llevaba tras su aparente abandono del Partido había tenido demasiado tiempo para rumiar.

—¿Dónde vas, camarada? —dijo al ver que tomaba el abrigo

—Tengo que ir al trabajo. No te preocupes, que aquí estarás bien —respondió Felix.

—Ni lo pienses, camarada. De aquí no vas a salir.

—Pero me echarán en falta.

—Pues llamas por teléfono diciendo que estás enfermo.

—Si no voy puedo perder mi empleo.

—Camarada ¿Estás diciendo que valoras más tu trabajo como lacayo de los fascistas que el triunfo de la revolución?

Aunque Felix no supo que contestar no dejó el abrigo.

—¿No te he dicho que no puedes salir?

—Tengo que hacer esa llamada o desconfiarán. Además no hay suficiente comida en el piso. Habrá que ir a comprar algo.

—Pues espera un momento, que iremos los dos.

Savely no pensaba perderle de vista ni un segundo, ni le permitiría hablar por el teléfono a solas. Tomó su sobretodo y palpó el bolsillo para ver si la daga y la pequeña pistola seguían allí.



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Pasaban las horas y las máquinas no daban resultados. Mejor dicho, ofrecían demasiados. Escupían miles de fichas de antiguos comunistas que habían abandonado el Partido, unos para unirse a los nazis, otros porque preferían no meterse en líos. La Central tenía recursos para investigar docenas de sospechosos, pero no a medio Berlín.

—Acoten la búsqueda. Descarten a todos los que tengan familia. A partir de ahora solo buscaremos a antiguos izquierdistas que vivan solos.

Las máquinas volvieron a traquetear.



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Ahora que el capítulo ha acabado vayamos con los avioncitos:

Junkers Ju 188

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Ju188 en DeviantArt con el dibujo al tamaño original.

Saludos



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Ju 188C

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El Ju188C en DeviantArt. Incluye la imagen a tamaño original y texto explicativo.

Saludos



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Junkers Ju 188P

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La imagen en DeviantArt en la resolución original.

Saludos



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Junkers Ju188M

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El Ju188M en DeviantArt con el dibujo a resolución original. Nótese que lleva torpedos LT 850b.

Saludos



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Capítulo 34

¿Quién eres tú que entre nocturnas sombras sorprendes de este modo mis secretos?

William Shakespeare

Aun ardía Londres cuando la Luftwaffe volvió sobre Inglaterra. Esta vez centenares de aviones se dirigieron hacia la costa sur. Los bombarderos en picado aplastaron la batería de artillería de costa de Browstone, las que rodeaban Plymouth y las de la península de Portland. Otros grupos de aviones buscaron en el interior instalaciones de radar, estaciones ferroviarias, vías de tren y carreteras. En los blocaos de la costa los hombres se encogían de hombros como si intentasen resistir las bombas, rezando para que ninguna llevase su nombre.

La Luftwaffe se centró en la isla de Portland, que se cubrió de polvo y del humo acre de los explosivos. Los cañones fueron destruidos mientras sus servidores se escondían en refugios, mirando con aprensión los trozos de cemento que se desprendían de los techos de hormigón cada vez que una bomba explotaba cerca. Aunque no todos se resguardaban: junto a las ruinas del faro, demolido por un bombardeo no hacía ni un mes, se alzaba un «pillbox», un pastillero, como llamaban los ingleses a esos pequeños búnkeres por su forma. Por las rendijas un oficial vigilaba las aguas. El polvo y el humo bloqueban su visión pero una ráfaga de viento abrió una grieta permitiéndole ver en el horizonte unas siluetas grises. El vigía comprobó que el teléfono aun tenía línea: previendo los bombardeos el cable telefónico que recorría el istmo estaba enterrado dentro de un tubo de acero. Todavía no había llegado a Londres la noticia cuando los cruceros Leizpig, Nürnberg y Köln abrieron fuego.



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Para los que estábamos muertos de asco en esa ciudad provinciana las noticias del triunfo de nuestras armas en Canarias tuvieron un sabor agridulce. Nos alegramos por la victoria, como no; ya no quedaba suelo español hollado por el inglés, e incluso se decía que en Guinea Ecuatorial los soldados españoles que se habían escondido en la selva estaban a punto de recuperar la pequeña colonia para la Patria. Pero era amargo perder el tiempo en un barracón desvencijado, aguantando a Montes y ensayando una y otra vez los desfiles cuando nuestros camaradas lograban una victoria de las que pasaban a los anales. La verdad es que yo en Ciudad Rodrigo había tenido anales de sobra, pero siempre daba un poco de envidia —de la sana, no se equivoquen— ver que unos compañeros conseguían medallas y promociones.

Para empeorar nuestra miseria el insufrible de Montes estaba cada día peor. Se creía un sargento leyendo la lección a una caterva de reclutas y a la mínima nos echaba unas broncas que temblaba el misterio. A más de un compañero sorprendí acariciando su pistola cuando se acercaba al imbécil, pero éramos soldados de España, los mejores de los mejores, y sabíamos aguantar las impertinencias. A menos el rancho había mejorado gracias a la intercesión del general Galera —ya he contado que entre nosotros había quien tenía mano con el altísimo—, y de vez en cuando nos metíamos unos cocidos entre pecho y espalda que no se los saltaba un torero. Los franceses ya podían dar la murga con sus fuás y sus confís; donde haya unos garbanzos o unas buenas alubias que se quiten los palomos escaldados en vinazo. He de decir que el morapio del lugar no era malo del todo, pero el que nos daban con el rancho era el que les sobraba de limpiar desagües.

Un español sin pirriaque era como un día sin sol, y buenos éramos para aguantar el matarratas que los gabachos nos reservaban. Aprovechamos cuando Montes estuvo liado con jefecillos y jefecetes para visitar la cantina por la puerta de atrás, empleando como distracción a un gaditano con ese gracejo que Dios les ha dado a los de la Isla. El de la tacita intentó camelarse al cantinero con sus chanzas, aunque yo creo que el tipo no entendía ni palabra, aparte que era de esos gabachones que creían que los hispanos éramos una especie de moros que solo valían para limpiar bidés. El tío intentó quitárselo de encima sin darse cuenta que nosotros estábamos desmontando la ventana. Agradecimos las atenciones del franchute aliviándolo de unas cuantas cajas.

Después vino Montes hecho una furia, diciendo no sé qué de honor español, pero habíamos escondido las botellas en el falso techo —ahí de paso se refrescaban— mientras nos hacíamos los tontos poniendo cara de llevar todo el día jugando al mus. Al final se cansó de que no le hiciésemos caso y se fue. Nosotros seguimos jugando a las cartas pero como por arte de birlibirloque apareció al lado de cada cual un vaso lleno de un borgoña que levantaba el alma. Al día siguiente pensábamos echarle un tiento al armañac, que es como un coñac pero en finolis. Con el calorcillo del licor se hacía más amena la espera.



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Los cañones de los cruceros dieron un respiro a la isla de Portland cuando se cebaron con el adyacente puerto de Weymouth, del que intentaban salir todo tipo de embarcaciones ligeras. Lanchas torpederas y cañoneras intentaron acercarse pero eran acosadas por los cazabombarderos y, si lograban acercarse a los barcos alemanes, fulminadas por su artillería o la de los destructores. Mientras los Stuka convertían la rada en un cementerio de barcos en el que se acumulaban lo srestos de pesqueros convertidos en patrulleros y dragaminas; de repente una gran explosión barrió los muelles de Portland cuando el Noontide, un vapor cargado de municiones, voló por los aires tras ser alcanzado por una bomba.

El no muy lejano puerto de Plymouth también recibió las atenciones de la aviación. Los bombarderos en picado tuvieron que enfrentar a las baterías antiaéreas cuando atacaro a la flotilla de destructores de la fuerza antiinvasión, que aumentaba la presión de las calderas. Dos no llegaron a zarpar a causa de los daños causados por las bombas, y otro fue hundido por un Stuka en la bocana. El Evans logró salir al mar solo para ser atacado por seis Junkers torpederos que lo enviaron al fondo, y el mismo destino sufrió el Mansfield cuando intentó socorrer a su compañero.

Mientras, el oficial naval que había alertado de la llegada de los cruceros alemanes no solo informaba del desigual combate que se libraba ante Portland: el viento había arreciado llevándose el humo y dejaba ver que el horizonte se estaba llenando de lanchas de todo tipo.

En un sótano de Londres sonó un timbre. El oficial de guardia escuchó la llamada y avisó a su superior, que a su vez hizo llegar un mensaje urgente al general Deverett. Menos de una hora después dos Spitfire de reconocimiento sobrevolaron la costa francesa del Canal. Uno fue derribado, pero el otro pudo observar como de los puertos estaban saliendo decenas de buques, incluyendo grandes cargueros y lanchas de desembarco de tanques. Al poco los teléfonos extendieron la alarma de invasión por toda Inglaterra.



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Yves tradujo las órdenes de Iván: como no estaban allí para perder el tiempo iban a aprovechar la espera entrenándose. Los franceses protestaron pues sabían lo que se escondía bajo los plantones y la tierra removida, pero el ruso fue inflexible. A Olexiy tampoco le hizo demasiado gracia ponerse a dar brincos por un terreno sembrado de gases venenosos y de granadas sin estallar, pero era un soldado disciplinado y en Finlandia ya había aprendido a moverse por un campo minado.

Los rusos se dividieron en equipos, a cada uno de los cuales se unió un pelotón de franceses, y empezaron a recorrer el bosque. Tenían que ser sigilosos y no dejar huellas; era preferible tardar horas en moverse unos metros que golpear algún proyectil que llevase años a la espera de un torpe. Aun así se produjeron accidentes: un francés se desangró cuando una explosión cercenó sus piernas, y otros dos perecieron al quedar envueltos en una nube de gas mostaza. La suerte que corrieron esos dos casi alegró a Iván, pues a partir de entonces los hombres fueron más cuidadosos con sus máscaras antigases. Era más que probable que el ruido de las detonaciones hubiese llegado a las aldeas cercanas, pero los lugareños ya estaban acostumbrados a los bramidos de esa zona de muerte.

Una y otra vez se entrenaron en recorrer el bosque sin hacer ruidos ni dejar rastros. Cuando fueron capaces de moverse sin espantar a las aves que empezaban a colonizar los raquíticos árboles, practicaron como desplegarse y escoger los campos de fuego. Aun así todos se impacientaban ¿cuánto tiempo más seguirían en ese bosque ponzoñoso?



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Era la primera vez que la flotilla de dragaminas se adentraba tanto en las aguas enemigas. El suave entrante de la bahía de Lyme había estado cubierto por los pesados cañones de Portland y los más ligeros de Lyme Regis, pero ahora las dos baterías habían sido arrasadas por las bombas de la Luftwaffe. Poco después comenzaron a disparar dos cañones de cuatro pulgadas emplazados en Hengistbury Head, un pequeño promontorio que dividía la larga playa del fondo de la bahía, pero antes de que llegasen a centrar sus fuegos una escuadrilla de cazabombarderos Bf 110 los cubrió de bombas. Similar destino sufrieron minutos después los de Buller's Way y de Abbotsbury Castle.

Sin miedo a los cañones, la flotilla solo tenía que luchar contra su enemigo natural, no por conocido menos temible: las líneas de minas. No solo se enfrentaban a las de orinque, las más fáciles de destruir, sino también a las de fondo que los ingleses habían copiado a la Kriegsmarine. Los cascos metálicos de los dragaminas eran especialmente vulnerables a esos artefactos. Aunque iban por delante cuatro pesqueros construidos con madera que también participaban en la limpieza, no tenían medios para detectarlas. Pero la técnica acudió en su ayuda.

Por delante de los barcos volaba una docena de viejos Junkers 52 con la peligrosa misión de hacer estallar las minas de influencia británicas. Para ello llevaban un generador y un gran anillo metálico que producía un potente campo magnético. Como solo eran eficaces si volaban a pocos metros de altura, cada Junkers remolcaba un peso al final de un cable: cuando empezaba a rozar las olas significaba que el aparato estaba a solo diez metros de altura, la idónea para hacer detonar los artefactos. A esa cota las explosiones hubiesen sido tan eficaces con los trimotores como con los barcos, pero las minas inglesas tenían un retardo de unos segundos, pensado para que estallasen lo más cerca posible del casco de los barcos. Significaba que cuando explotaban levantando enormes columnas de agua los aviones ya estaban lejos. Aun así era habitual que los aparatos sufriesen daños, y más de un piloto contaba con amerizajes forzosos en su haber.

El paso de los aparatos quedó jalonado por las explosiones. Desde un dragaminas pudieron ver como una de las minas explotaba antes de lo pensado, y el Junkers cayó como una piedra con las alas arrancadas. Los tripulantes de la flotilla tenían sus propias preocupaciones y no podían lamentar la suerte de sus camaradas: segundos después el M31 se partía en dos, y al momento fue el Sperrbrecher 117 el que quedó malparado al chocar con dos minas. Los demás dragaminas no podían abandonar la formación y tuvieron que ser pequeñas lanchas las que socorriesen a los supervivientes. Poco a poco la flotilla consiguió abrir un paso en la bahía.

Tras los dragaminas se acercaron a la bahía los buques anfibios. Flotillas de lanchas de desembarco de tanques formaban uves en el mar, guiadas cada una por un cañonero. Más atrás navegaban los transbordadores, y en el horizonte destacaban cuatro transportes de asalto y ocho grandes mercantes de cuyos pescantes colgaban lanchas de desembarco. Lanchas rápidas y torpederos los escoltaban.



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En cuanto se familiarizaron con la zona de muerte tanto rusos como franceses empezaron a realizar largas marchas nocturnas, llevando largos palos y mochilas con veinte kilos de sacos terreros. Cargados como mulos iban y venían por las trincheras, no para endurecerse sino aprendiendo a moverse por la noche sin hacer ruidos. Los rusos ya estaban habituados y sabían preparar el equipo, cubriendo las partes metálicas con telas y asegurando las anillas y hebillas con cinta adhesiva. Los franceses, al principio, parecían sonajeros con todo tipo de herrajes golpeándose, pero pronto se empaparon de las mañas de sus compañeros. También aprendieron a cubrir sus botas con grandes calcetines que ataban a los tobillos y que impedían que los clavos de la suela rechinasen contra las piedras. Aunque los pesados fardos resbalaban los hombros y los palos se enganchaban con los árboles o golpeaban a los camaradas, con la práctica supieron como desenvolverse en medio de la oscuridad.

Fue igualmente importante que los hombres se habituasen a marchar a un paso constante, sin perder de vista al compañero que les precedía ni dejar atrás al siguiente. Evitaban pisar las ramas secas, pasaban los mensajes a lo largo de la columna tocando el hombro del de delante y seguían las marcas apenas visibles en el suelo. Otras veces les tocaba vigilar a los andarines para descubrir lo delatores que pueden ser los jadeos, los tropiezos y las imprecaciones. Para su sorpresa notaron que los cuchicheos que les parecían suaves se escuchaban desde mucho más lejos que una charla queda.

A la noche siguiente la sección de Olexiy se preparó para otra marcha nocturna, pero esta vez el entrenamiento iba a ser diferente. Los hombres se alegraron: iban a salir del bosque maldito. En cuanto oscureció los hombres cargaron sus pesados macutos y esperaron a que el ruso revisase uno por uno el equipo de los hombres, comprobando que no hubiese elementos sueltos. Luego tomaron las varas y siguieron los casi imperceptibles lazos blancos que marcaban la ruta entre los árboles. Justo cuando llegaron a la linde del bosque se abrieron las nubes y la luna llena iluminó los campos. Aunque los franceses se alegraron Olexiy se preocupó, pues el objetivo de la maniobra era acercarse hasta un pequeño pueblo y volver sin ser observados ni dejar huellas. Intentando pasar inadvertidos los hombres aumentaron la distancia entre unos y otros y se movieron por cuidado, siguiendo los márgenes de los caminos para no perfilarse contra el paisaje. Avanzar tan arrimados a los setos era difícil pues las ramas parecían buscar las caras, pero por fin llegaron a un camino. Ahí Olexiy redobló sus precauciones; envío a uno de sus hombres a explorar y solo al escuchar el sonido convenido —el ulular de un mochuelo— dejó que los demás lo siguiesen. Procuraban pisar entre las roderas de los carros, donde el camino era duro y no había charcos. Con cuidado se fueron acercando hasta que vislumbraron las primeras casas. No se aproximaron más; a Olexiy le bastó con verlo. Luego volvieron por el mismo camino, consiguiendo llegar al bosque antes que despuntase la aurora. Ahí pudo reportar a Iván que sus hombres habían logrado acercarse a un pueblo y que ni los perros habían ladrado.



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Los equipos de tierra se esforzaron en preparar los aviones que estaban escondidos en los márgenes de los bosques o bajo techos confeccionados con ramaje vivo. Al mismo tiempo los pastores retiraron el ganado que hasta ahora había pastado en grandes praderas mientras otros quitaban los maceteros que simulaban setos, dejando libres las extensiones que servían de bases improvisadas. Más allá, en las bases escocesas e irlandesas a las que la Luftwaffe no llegaba, se cargaron las bodegas de los grandes bombarderos. En otros campos se retiraron las redes de camuflaje que ocultaban tanques y cañones, que luego se movieron hacia Cornualles formando largas columnas.

No habían pasado cuatro horas desde el inicio del combate cuando sobre el sur de Inglaterra se libró una gran batalla aérea. Los aviones ingleses intentaban acercarse a la fuerza enemiga, pero se enfrentaban a centenares de aparatos alemanes y franceses. Los cazas británicos bastante tenían con intentar sobrevivir y no pudieron escoltar a los vulnerables bombarderos y torpederos. Muchos cayeron antes de llegar al mar. Una escuadrilla de torpederos Swordfish aprovechó las colinas de Devon para acercarse, pero en cuanto llegó al mar sufrió un ataque concentrado y los seis biplanos fueron derribados sin llegar a lanzar sus torpedos. Mejor suerte corrió otra de torpederos Beaufort; aunque cuatro cayeron al agua, el resto consiguió alcanzar con sus torpedos al Flottentender Hecht, que se partió en dos y se hundió. Peores resultados lograron los bombarderos pesados, de los que cayeron dos decenas y solo lograron hundir dos lanchas y averiar otras tres.

Mientras proseguía la batalla aérea, en el Clyde los mensajeros reclamaron a los oficiales para que se presentasen en sus buques. El humo salía por las chimeneas mientras se elevaba la presión en las calderas. Esta vez iba a ser la primera en muchos siglos que la Royal Navy no zarpaba para disputar el dominio de los mares sino para impedir que el enemigo asaltase las costas de la patria. Con la marea alta soltaron amarras dos acorazados, dos portaaviones y tres cruceros.



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