Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Operación Armagh

Los detalles de la operación Armagh son poco conocidos, y no se sabe con seguridad cual fue el papel de la Nachtenab. Hay evidencia de que intervino enconando los ánimos, pero todavía no se ha podido confirmar si estuvieron implicadas las fuerzas especiales germanas.

Tras el tratado angloirlandés Inglaterra había mantenido un gobernador general en Dublín hasta que el cargo fue abolido en 1936; la representación británica en Irlanda pasó a una misión separada, la British Representative's Office, que actuaba como si fuese una embajada. Estaba situada en la plaza Merrion y había sido atacada en varias ocasiones durante los disturbios y había tenido que ser protegida por la policía irlandesa. También había algunos guardias ingleses cuya situación legal estaba en el limbo, ya que, teóricamente, la misión no tenía los derechos de extraterritorialidad de una embajada, pero a cambio Irlanda era todavía parte de la corona británica.

Von Lahousen estuvo considerando enviar un comando para atacar la misión. Era una operación factible, pues en Irlanda ya había personal alemán, no sería difícil encontrar voluntarios, y se sabía que en el servicio de vigilancia había varios policías simpatizantes del IRA. Sin embargo Von Hippel lo desaconsejó, pues las relaciones germano irlandesas aun no eran firmes y el presidente De Valera se encontraba en posición delicada entre los belicistas del IRA, su propio partido, la amenaza de una invasión inglesa y la posición probritánica de los Estados Unidos. Un ataque en suelo irlandés podría obligarle a hacer concesiones a los ingleses para demostrar que no estaba implicado. Von Hippel propuso que se realizase alguna una acción menos comprometida para las armas alemanas pero que podría tener una repercusión superior; los resultados superaron sus expectativas.

La misión británica al ser un símbolo de la odiada presencia inglesa en la isla atraía las manifestaciones irlandesas, aunque por lo general no se pasaba del lanzamiento de frutos podridos y alguna piedra. Von Hippel pensó que podría ser buen objetivo contra el que azuzar una turba enfurecida. Aunque la prensa escrita estaba sometida a un férreo control gubernamental, Von Hippel sobornó a varios censores para que permitiesen que el Freeman's Journal dublinés y el Cork Examiner publicasen un artículo sobre el asesinato de religiosos católicos por grupos orangistas. Cuando el gobierno secuestró las ediciones ya se habían distribuido miles de ejemplares. Al día siguiente una bomba destruyó al carguero Irish Larch en el puerto de Dublín. La explosión se produjo cuando se estaba descargando harina, y se produjo una gran deflagración que además de causar una decena de víctimas inició un gran incendio que fue visible desde toda la ciudad. A la mañana siguiente un avión Douglas DB-7 con marcas británicas sobrevoló Dublín, y tras disparar una ráfaga de ametralladora contra la catedral de san Patricio (causando mínimos daños) lanzó folletos en los que se decía que el ataque era una represalia inglesa por las acciones del IRA en el Úlster, y se amenazaba con bombardear Dublín si Irlanda no cedía a las exigencias inglesas. No ha llegado a ser identificado el avión. En las fotos que se le hicieron se ve que se habían borrado las marcas de identificación. Durante un tiempo se creyó que se trataba de un aparato francés, pero en la actualidad se piensa que se trataba de un avión capturado, de los que el KG 100 operó con al menos cinco.



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Los ánimos estaban tan exaltados que tras el paso del avión los dublineses se echaron a la calle. Activistas del Sinn Féil reunieron a miles de manifestantes y los condujeron a la plaza Merrion. Tras los incidentes de las semanas previas y sobre todo tras el asesinato de católicos en el Úlster, ya no se trataba de la multitud más o menos pacífica de ocasiones anteriores. La plaza se llenó de manifestantes que empezaron a lanzar piedras contra la misión británica, y en algún momento comenzó un tiroteo. No está claro el origen; se cree que debió iniciarlo algún policía inglés que habría perdido los nervios, aunque Londres afirmó que los guardias solo tenían autorización para disparar al aire, y que solo respondieron después de que dos policías fuesen heridos por disparos. Sin embargo, los testigos afirman que los manifestantes no empuñaban armas, y en las fotografías no se ha identificado ninguna. Algunos testigos afirmaron haber visto tiradores en los edificios próximos. Se sabe que en esas fechas habían llegado a Irlanda fuerzas especiales Brandenburger, pero por desgracia, los archivos de la misión militar alemana siguen sin poderse consultar debido a la Ley de los Cien Años.

Fuese cual fuese el origen de los primeros disparos, los policías irlandeses respondieron con sus armas cuando vieron que desde la British Representative's Office se disparaba contra los manifestantes. El tiroteo se generalizó y la multitud que había en la plaza (estimada en veinte o treinta mil personas) se desbandó en una carrera en la que quienes caían eran pisoteados y aplastados. Poco después llegaron refuerzos del ejército irlandés al mando del capitán Sheamus Dunne con dos cañones de campaña, que empezaron a disparar contra la misión británica, que se incendió y ardió hasta sus cimientos. El fuego y el humo ayudaron a que parte de los residentes escapasen por detrás, aunque posteriormente dos guardias británicos fueron reconocidos y linchados. El resto se entregó a la policía irlandesa que los deportó al Úlster.

Las víctimas fueron numerosas: las inglesas fueron catorce muertos, incluyendo a John Maffey, el representante inglés, y diez heridos. Se estima que murieron ciento veinte irlandeses, la mayor parte aplastados, aunque al menos una veintena lo fueron por armas de fuego; entre ellos había varias mujeres y tres niños. Hubo varios centenares de heridos.

Hubo varios aspectos oscuros en el incidente. Aunque no se haya podido comprobar documentalmente, se considera que el ataque al Irish Larch y el sobrevuelo del Hudson fueron orquestados por los alemanes, y probablemente también fueron responsables de los primeros disparos. También resulta sorprendente que se reuniese una gran masa y que convergiese en la plaza Merrion sin la cooperación o al menos la pasividad de la policía irlandesa. De hecho, hay dos imágenes que muestran policías uniformados uniéndose a los manifestantes, aunque no se sabe con seguridad si corresponden a ese incidente o si se tomaron durante la gran manifestación que se produjo al día siguiente. En cualquier caso, ni el alcalde ni el gobierno actuaron. Posteriormente declararon que desconocían lo que estaba ocurriendo debido a un corte de las líneas telefónicas, y que fue el sonido de los cañones de Dunne el primer indicio de lo que ocurría. Aun así, llama la atención que no recibiesen informes por otros medios y se piensa que fueron activistas irlandeses relacionados con el IRA los que incomunicaron al gobierno.

Otro aspecto oscuro de la operación es como el ejército pudo responder tan rápidamente. En la investigación posterior el capitán declaró que estaba preparándose para realizar unos ejercicios cuando el coronel Dugan Byrnes le ordenó que sofocase los disturbios que se estaban produciendo en la plaza. Byrnes, a su vez, dijo que había dado la orden al recibir una petición de ayuda del comisionado Jickey, que dijo a su vez que le había resultado imposible comunicarse con el gobierno debido al corte de las líneas telefónicas, que tampoco ha podido ser aclarado. En cualquier caso, cuando la unidad de Dunne llegó a la plaza vio que desde la misión se estaba disparando contra los bomberos que estaban intentando socorrer a los heridos (tres de ellos sufrieron heridas de bala) y respondió al fuego con sus cañones, como ya se ha señalado.

La presencia de bomberos y de periodistas también ha causado controversia. Sorprende que los bomberos supiesen de la desbandada en la plaza y que la alcaldía permaneciese in albis. Respecto a los periodistas, se hicieron gran número de fotografías que van desde la explosión del carguero y el paso del avión hasta la manifestación en la plaza. Se ha podido constatar que algunas se tomaron cuando la multitud todavía no era hostil (pues las ventanas de la misión aun estaban enteras) siendo muestra de la presencia de fotógrafos desde el primer momento; sin embargo estos declararon en la investigación posterior que habían salido a la calle al escuchar el paso del avión, y se unieron a los manifestantes.

El gobierno irlandés ordenó que se investigasen los hechos, pero las averiguaciones se finalizaron en cuanto resultó evidente la implicación de miembros de la administración, las fuerzas del orden y del ejército. La conclusión fue que había sido una manifestación espontánea debido a las amenazas inglesas, y que el fuego lo iniciaron los policías británicos, siendo la respuesta irlandesa proporcionada. Esas conclusiones no satisficieron a nadie, pero fue la única medida que el gobierno pudo tomar pues de revelarse lo ocurrido su posición quedaría comprometida. Tampoco se tomaron medidas contra los posibles implicados, aunque las carreras de los más significados (como el coronel Byrnes) quedaron afectadas. En la posguerra los repetidos intentos de recrear la comisión de investigación han sido anulados en el parlamento.

El enfrentamiento fue el más grave de los que se habían producido desde la independencia. Inglaterra acusó a Irlanda de haber atacado una sede diplomática aunque, en pureza de términos, la misión británica no disfrutaba de la extraterritorialidad pues Irlanda seguía siendo un dominio. Irlanda respondió culpabilizando a los ingleses de la catástrofe al haber disparado contra una manifestación pacífica. Al día siguiente se produjo una tormentosa sesión en la Dáil Éireann, la cámara baja del Oireachtas (parlamento irlandés). Parecía probable que se declarase la guerra con los votos del Sinn Féil y de parte del Fianna Fáil, pero De Valera se adelantó presentando una moción por la cual Irlanda se declaraba su independencia de Inglaterra y que fue aprobada por aclamación. Otra moción prohibía al gobierno aceptar un embajador británico hasta que el rey inglés pidiese perdón a la nación irlandesa, castigase a los responsables y compensase a las víctimas; la alusión a la corona fue una ofensa deliberada. Churchill rechazó las exigencias y en un discurso en el Parlamento dijo que la declaración irlandesa era ilegal y que tomaría las medidas pertinentes para anularla y para que los responsables del asalto a la misión compareciesen ante los tribunales británicos (utilizó esas palabras, sugiriendo que se anulaba la jurisdicción de la justicia irlandesa). Parecía que la guerra era inminente y Hull se preparó para un nuevo viaje a Irlanda cuando nuevos incidentes elevaron más si cabe la tensión.



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Operación Belfast

La más exitosa de las operaciones del Pacto realmente no se realizó en Irlanda y la colaboración del IRA fue pequeña.

Tras la batalla de Mogador la Home Fleet había abandonado las Orcadas para trasladarse al Clyde. El traslado se produjo por varias causas. En primer lugar, el riesgo de ataques aéreos era mayor en Scapa Flow que en la costa oriental escocesa. Además el fiordo escocés estaba próximo a la industria siderúrgica y naval, mientras que el abastecimiento de Scapa Flow requería el envío de suministros por vía marítima. Sobre todo, la base escocesa estaba más cerca tanto de las rutas de los convoyes como de la costa sur inglesa, que volvía a correr el riesgo de invasión. Si se producía un desembarco alemán la Home Fleet podría llegar al Canal en menos de veinticuatro horas atravesando el mar de Irlanda, que se consideraba seguro ya que sus dos entradas (los canales del Norte y de San Jorge) estaban muy vigiladas.

Poco después de la incursión del Scirè cruzó el canal de San Jorge la flotilla Robbe, que estaba formada por seis submarinos alemanes del modelo VIIE, los más modernos en servicio. Estaban equipados con el nuevo schnorchel, un sistema que permitía la navegación submarina por periodos prolongados. La flotilla siguió la ruta del Scirè y como en el caso anterior fue guiada por pesqueros controlados por el IRA, aunque en este caso el paso se hizo durante el día. Dos pesqueros remolcaron una red de arrastre que actuó como un dragaminas improvisado, seguidos por otros barcos a los que habían subido submarinistas actuaban como serviolas. Cada sumergible seguía a un pesquero, que le avisaba de la cercanía de aeronaves británicas mediante un código sonoro. Un submarino encalló pero pudo liberarse y volver a Vigo; el resto atravesó el paso y llegó hasta la bahía de Gyles, al norte de Dublín. Allí permanecieron a la espera, sumergidos durante el día, mientras botes marinados por el IRA mantenían la vigilancia.

Cinco días después una flotilla alemana simuló un ataque anfibio contra la bahía de Lyme; la operación incluyó un bombardeo aeronaval tras el cual los dragaminas procedieron a abrir pasos en los campos de minas. Lo hacían aparentemente para despejar canales al gran número de buques anfibios (se calcula que participaron en la operación casi medio centenar de barcos y unas trescientas lanchas) que habían zarpado de los puertos del Canal. Parecía que esa misma noche o a lo sumo a la mañana siguiente se iba a producir un desembarco del Pacto en el sur de Inglaterra. La Home Fleet, según lo planeado, partió del Clyde y entró en el mar de Irlanda.

En el Almirantazgo se dudaba del objetivo de la operación alemana, ya que en invierno el tiempo en el canal de la Mancha es imprevisible y frecuentemente tempestuoso. Además no parecía que la operación tuviese la magnitud necesaria para superar las defensas inglesas. En cualquier caso no se podía descartar que fuese una incursión como las realizadas en los años aunque pero a mayor escala, tal vez dirigida contra la isla de Portland. Se decidió que los buques de batalla permanecerían a la espera en el mar de Irlanda por si se detectaba la llegada de la flota de superficie enemiga, y que serían los cruceros y los destructores los encargados de atacar a los barcos del Pacto. Sin embargo, cuando llegaron a la costa sur encontraron que el mar estaba vacío, pues al anochecer la flota alemana se había retirado hacia Cherburgo y los puertos del Canal tras plantar varias líneas de minas. Aunque los destructores ingleses tendieron sus paravanes, un artefacto voló la popa del Ithuriel.

Fue el momento en el que la flotilla Robbe entró en acción. Dos días antes había recibido la orden de abandonar su refugio para desplegarse en el mar de Irlanda. El U-214 desapareció, probablemente a causa de una mina. El U-218 consiguió avistar a la Home Fleet aunque sin conseguir una posición de tiro; sin embargo el U-92 se encontró en el curso de la escuadra enemiga a la que lanzó una andanada de torpedos. Uno alcanzó al portaaviones Argus y otro al acorazado Resolution. El acorazado sufrió la inundación de una sala de calderas y una escora de 13°, debiendo ser tomado a remolque por el crucero antiaéreo Cairo. El que alcanzó al Argus causó una inundación incontenible, ya que el casco estaba en malas condiciones tras veinticinco años de servicio. Tuvo que ser embarrancado en la playa de Peel de la isla de Man, con el agua a nivel de la cubierta principal. Horas después el U-420 detectaba al Resolution. Un torpedo alcanzó al Cairo, que se partió por la mitad, y dos al Resolution, que se hundió una hora después.

Durante los días siguientes los cuatro submarinos de la flotilla aprovecharon la falta de defensas antisubmarinas para atacar la navegación británica a lo largo de la costa oriental, hundiendo once buques en tres días. Posteriormente volvieron a la costa irlandesa para luego salir al Atlántico como habían entrado. Sin embargo esta vez la inteligencia británica adivinó como habían llegado los submarinos al mar de Irlanda. Probablemente fue mediante agentes infiltrados en el IRA, aunque John Le Carré, en su novela de 1965 «La guerra del espejo», sugirió que había sido un agente doble el que había filtrado la información con el objetivo de agriar las relaciones entre Dublín y Londres.



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Operación Drogheda

Tras la actuación de la flotilla Robbe la Royal Navy envió unidades a vigilar la costa irlandesa y a tender campos de minas; durante estas operaciones el minador Shepperton estalló y se hundió con toda su dotación. Dos días después fue el vapor irlandés Irish Oak el que se perdió mientras doblaba el cabo Carnsore. Una flotilla de pesqueros irlandeses dragó la zona y recuperó una decena de artefactos submarinos con marcas británicas. Irlanda acusó a los británicos de violar sus aguas territoriales, mientras que los ingleses pensaron que habían sido sembradas por el IRA empleando buques de pesca. Como se sospechaba de su implicación en el ataque a los astilleros Harland así como de su colaboración con el paso de submarinos germanos, Londres envió una nota a Dublín en la que se declaraba zona de guerra el mar de Irlanda incluyendo las aguas territoriales irlandesas. Se prohibía la navegación de cualquier embarcación, incluso la deportiva, y también las actividades pesqueras. El gobierno irlandés declaró que la medida era ilegal, y De Valera permitió que se le fotografiase tomando un trasbordador en el puerto de Dublín para visitar la cercana isla de Lambay, desafiando el bloqueo inglés. Otros fueron más atrevidos y gran número de veleros y de barcas pesqueras se hicieron a la mar. Aunque los británicos tuvieron la sensatez de no actuar contra ellas, dos se hundieron a causa de las minas alemanas o británicas.

Los documentos desclasificados a los cincuenta años del final de la guerra muestran que se trató de otra operación clandestina alemana, que fue realizada por el submarino minador U-164. El U-164 entró en el mar de Irlanda poco después del paso de la flotilla Robbe y plantó artefactos de origen español pero de diseño británico en los que se habían falsificado las marcas. Por desgracia se perdió con toda su dotación a causa de una mina británica; su pecio fue encontrado en 1977 cerca del cabo Cahore, a poca distancia de la costa.



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Consecuencias

El objetivo alemán, causar una crisis entre Inglaterra e Irlanda, fue conseguido con creces. El ataque a la misión británica en Dublín y la pérdida del Resolutión, del Cairo y del Argus (que no llegó a ser reparado) se produjeron en apenas cuatro días. Cuando las noticias del asalto a la misión británica llegaron al Úlster se produjeron algaradas anticatólicas y quemas de iglesias. Después de los combates en el Mar de Irlanda los alborotos se extendieron a Inglaterra. Oficialmente hubo quince víctimas mortales, pero en realidad se estima que superaron el centenar.

Al conocerse el ataque a la Home Fleet Churchill pronunció un discurso en el Parlamento aun más incendiario que el anterior, acusando a De Valera de ser un traidor a sueldo de Berlín. No fue un buen momento porque en Irlanda se estaba guardando una semana de luto por las víctimas de la plaza Merrion. El presidente irlandés se vio obligado a convocar una sesión de urgencia en el Dáil Éireann, donde pronunció un discurso en el que se recordaba la Gran Hambruna y a los terratenientes rapaces que rechazaron la ayuda internacional diciendo que «Irlanda no mendiga». Lo finalizó comparando a Churchill con los lacayos que robaban el pan a los irlandeses. El parlamento aprobó una modificación del código penal que castigaba con severas penas a los militares británicos que violasen las fronteras irlandesas o sus aguas jurisdiccionales. También se prohibía la entrada en Irlanda de la familia real británica, una ofensa deliberada a la monarquía. Una última moción acusaba al primer ministro británico Churchill de crímenes contra la República y contra los ciudadanos de Irlanda y exigía su extradición.

Churchill respondió enviando patrullas navales al mar de Irlanda y reforzando el ejército del Úlster. Al saberse que Alemania estaba proporcionando armas a Irlanda también se trasladó a la 1ª división acorazada polaca que, a pesar de su nombre, era una formación casi exclusivamente de infantería pues solo contaba con veinte tanques Valentine y quince Matilda II. Imprudentemente las unidades fueron desplegadas en la frontera, donde se convirtieron en el objetivo del IRA, que las acosó con francotiradores, cargas explosivas y morteros. Los enfrentamientos en la zona fronteriza se hicieron casi continuos. En varias ocasiones las patrullas inglesas que perseguían a los activistas penetraron en territorio irlandés, donde registraron viviendas y detuvieron a sospechosos que fueron llevados a prisiones norirlandesas. De nuevo varios detenidos fueron asesinados durante el traslado; seis de ellos lo fueron en suelo irlandés y sus cadáveres fueron descubiertos poco después. Al día siguiente otra patrulla británica fue sorprendida cerca de Pettigo y tras un combate en el que se llegó a emplear artillería murieron seis soldados y fueron apresados ocho, cuatro de ellos heridos de gravedad. Aplicando el recientemente modificado código penal fueron acusados de violencia armada y de intento de homicidio, y trasladados a Dublín para ser juzgados.

En el Úlster se reavivaron los tumultos. Un grupo de unionistas que llevaban uniformes de Ulster Special Constabulary asaltó la catedral de San Pedro en Belfast, detuvo al obispo Mageean (que se había distinguido en su lucha por los derechos de los católicos) y al padre Watson (que había sustituido al asesinado padre McLaverty) y los ahorcó en la puerta de su templo. En otro grave incidente la ciudad de Lifford fue bombardeada con morteros desde el lado británico de la frontera, presumiblemente por unionistas protestantes. Ese mismo día tres miembros del Special Constabulary perecieron cerca de Kiltyclogher al ser emboscados cuando intentaban infiltrarse en la república. Además se produjo un segundo enfrentamiento aéreo en el corredor de Donegal, en el que cazas Tomahawk de la RAF derribaron a dos H-75.

Churchill, en lugar de frenar a los unionistas, acusó a los católicos de ser los culpables de la violencia y ordenó el toque de queda en los barrios católicos del Úlster, el internamiento de los sospechosos (entendiendo se por tales a cualquiera que militase en organizaciones católicas, incluyendo al clero) y el traslado a la provincia de unidades militares adicionales. También ordenó al estado mayor que estudiase un plan de invasión de Irlanda.




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Por desgracia para el premier inglés la opinión pública estadounidense no era indiferente a sus decisiones. La publicación primero en periódicos irlandeses y luego en los norteamericanos de fotografías del administrador y el obispo ahorcados desencadenó manifestaciones antibritánicas que culminaron con el asalto de los consulados ingleses en Boston y en Charleston. Poco después se supo (debido a un error de la censura británica) que en el combate de Donegal los ingleses habían empleado aviones cedidos por Estados Unidos. Los republicanos protestaron airadamente en el Congreso por el empleo de material norteamericano contra una nación neutral, pero fue más preocupante que lo hiciesen varios representantes de origen irlandés.

La crisis irlandesa estaba haciendo que por primera vez en ochenta años el partido demócrata estuviese al borde de la escisión. Los sectores izquierdistas (que más adelante se supo que estaban infiltrados por el espionaje soviético) apoyaban la política belicista del presidente, pero otros pensaban que Roosevelt estaba llevando al país a una guerra mundial únicamente para proteger el imperio británico. Los irlandeses, tradicionalmente antibritánicos, amenazaron con separarse del partido si el gobierno seguía apoyando la política de Churchill. Era mal momento para el presidente, pues se acercaban las elecciones para la Cámara de Representantes y para el Senado. Roosevelt seguía siendo partidario de la guerra pero sabía que le resultaría muy difícil gobernar si las cámaras estaban dominadas por el partido republicano. Además estaba disgustado con Churchill, que le estaba poniendo en un compromiso al no seguir sus sugerencias transmitidas por Hull. En parte para calmar al partido y en parte como advertencia, Roosevelt ordenó la suspensión temporal de las entregas de la Ley de Préstamo y Arriendo y que la marina norteamericana finalizase sus patrullas de neutralidad. El primer resultado del cambio de política se apreció en Halifax, a donde habían llegado varios buques norteamericanos para ser cedidos a la Royal Navy, y que negaron el acceso a los oficiales ingleses al recibir la orden presidencial.



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Dudo que el cruce de Suez se planificase con la meticulosidad con la que se organizó aquella cena. Aparentemente era una reunión de viejos camaradas de armas; que Von Lettow y Von Manstein nunca hubiesen servido juntos no era óbice para que dos militares tan prestigiosos quisiesen conocerse mejor de lo que permitían las reuniones del gabinete. Como yo había servido de ayudante con ambos era natural que me invitasen, y que de paso llevase a mi flamante novia. Al menos eso fue diciendo mi actual jefe, su alteza imperial Paul Von Lettow-Vorbeck, con ese pico de oro que Dios le había dado y que a veces hubiese estado mejor cerrado. Todos disfrutamos con la respuesta que soltó al eximio Führer que Satanás tenga en su parrilla, pero a veces esa espontaneidad resultaba un tanto insufrible.

En mi nuevo papel de organizador de celebraciones me planté en el Bendlerblock, donde Von Manstein había fijado su residencia; no era tonto el viejo zorro quedándose donde pudiese controlar al ejército. El mariscal se alegró al verme y me estuvo preguntando qué tal me iba con el regente. Yo le conté que bien, aunque tenía que reconocer que su estilo de mando era completamente diferente. Le dije que Von Lettow estaba deseando cenar con el mariscal y conocer a su esposa Jutta y que como yo había servido con los dos el regente quería que también estuviese en la cena. Así podría aprovechar para presentar a cierta personita. Von Manstein se rio, me tomó el pelo durante un rato, mientras yo representaba el papel de novio avergonzado con un arte merecedor del premio Goethe si por entonces se hubiese otorgado. Durante el tiempo que estuve con mi antiguo jefe estuve fumando como un poseído. Sé que al mariscal no le hacía demasiada gracia; aunque no le hacía ascos a un pitillo, tampoco le gustaban las chimeneas andantes al estilo Schellenberg. A mí no es que me agradase demasiado, pues notaba que cuando me pasaba con el tabaco al día siguiente me encontraba hecho unos zorros; además ya había oído que el Dr. Müller —no el infame de la Gestapo— había relacionado los tubitos blancos con las enfermedades de pulmón. Es más, al poco conseguí dejar el vicio, en buena parte ayudado por la noche de perros que pasé tras lo que fumé esa tarde. Acabé los cigarrillos que llevaba en el paquete y tuve que sacar el tabaco de liar; con un estilo digno de un prestidigitador conseguí que uno de los papelitos se me cayese. Von Manstein lo recogió y me lo dio, no sin antes leer que la cita iba a ser para una cuestión política muy importante pero que Schellenberg nos espiaba. El mariscal también resultó ser un consumado actor y tras leer la nota me entregó el papel para que me lo fumase a gusto.

La cena se iba a organizar en el palacio Schönhausen, que era un lugar más atractivo que el austero departamento de Von Manstein en el Bendlerblock. Siendo una reunión íntima no se emplearía el gran comedor sino el más reducido de los aposentos personales del regente. Por desgra-cia, unos días antes se había producido un accidente cuando un radiador reventó y cubrió con agua sucia suelos y paredes. Dada la premura hubo que llamar a toda prisa a unos fontaneros y unos pintores… recomendados por ese tal Gerard. Sé que aprovecharon la reforma para hacer un barrido de la fauna que pudiera haber por las paredes. Tiempo después supe que habían encontrado unos cuantos micrófonos que no retiraron sino que embadurnaron con agua salada hasta dejarlos inservibles. También se encontró un grabador escondido que, cosas de la vida, tampoco soportó un baño con la mezcla de yeso y salmuera. Como era de esperar uno de los más fieles ayudantes del regente corrió a plantar otro dispositivo; sirvió para detectar a uno de los «carteros» infiltrados —su seguimiento permitió descubrir a buena parte del torpe equipo de espionaje que habían plantado en Schönhausen— y para que el aparatejo sufriese otra oportuna avería a manos de un aprendiz de carpintero que se puso a martillear precisamente esa parte de la pared; qué casualidades tiene el espionaje.

La reunión iba a ser de amigos y por tanto informal. Tanto que no habría sirvientes en la sala sino que solo entrarían para servir o retirar los platillos. Yo actuaría en parte como camarero —una cosa que el regente fuera a quedar con un camarada y otra que se dedicase a servir la sopa— y aprovecharía la ocasión para emplear un cachivache que Gerard me había entregado: un potentísimo electroimán que serviría para revisar que no hubiese micrófonos «infiltrados» en el servicio de plata.



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Felix Thalberg era un fiel luchador por la revolución mundial y el triunfo del proletariado. Al menos, lo había sido hasta que había llegado ese tal Werther Klein. O como se llamase, pues estaba seguro de que ese no era su nombre. Werther había conseguido hacerse odioso con su suspicacia. No dejaba a Felix ni un minuto a solas. Literalmente: bastaba con que se entretuviese en el retrete para que abriese la puerta, a la que había quitado el cerrojo. Ni por la noche relajaba su vigilancia, como había comprobado cuando una noche se había levantado a orinar y tropezó con un trasto dejado en medio del pasillo. Resultaba insultante para alguien que había sabido guardar la fe durante tantos años de clandestinidad. Tentado estuvo de hacer algo que llamase la atención de la policía, como dejar algún trapo colgado de la ventana, o retirar las cortinas de oscurecimiento. Si no lo había hecho era porque su lealtad al Partido superaba el desagrado que pudiera causarle el agente al que ahora cobijaba.

Por su parte, Savely pensaba que ya había conseguido domar a ese alemán aburguesado. No sabía si pensaba traicionarle o no, pero daba igual porque no pensaba darle oportunidad. Además, al controlarlo tan de cerca lo estaba adiestrando como si fuese un perrillo, que corriese o saltase a la mínima insinuación.

A la mañana siguiente empezarían a recorrer Berlín para buscar el mejor lugar. No olvidaba que tenía que hacer los ajustes finales al fusil.



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Las máquinas escupieron tarjeras que eficientes secretarias tradujeron a listas de nombres y de direcciones. A cada momento las bandejas se llenaban de fichas mecanografiadas que había que comprobar una a una. Luego se introducían los datos en otras máquinas y tras descartar las repeticiones y las referencias equivocadas había que comprobar cada sospechoso, interrogando a los vecinos y finalmente, si procedía, a él mismo. Cientos de policías llamaban en las puertas buscando al asesino de Annelie Degenhart.

A Gerard no le agradaba demasiado ese sistema de investigación, no porque no fuese fructífero, pues sabía que el trabajo tedioso era el que solía atrapar a las alimañas —de hecho las investigaciones ya habían logrado atrapar a dos espías británicos y a un confidente de los italianos— sino porque requería un tiempo que no tenían. Los equipos rusos estaban preparados para saltar, como una trampa con el muelle tenso; suponía que la próxima reunión de Metz sería el detonante, pero no se atrevía a adelantarse y a desvelar su juego. Prefería correr el riesgo de que los saboteadores rusos destruyesen algún puente a que en la Lubyanka se oliesen el entramado que la Central había tejido. El único objetivo que tenía que defender a toda costa era Metz; no sería fácil sin alertar a los rusos y a Schellenberg, pero para eso estaban los dos tortolitos.

Tener que actuar como alcahuete para dos jovencitos enamorados era una molestia más. Había que tratarlos con mimo, pues Herta estaba hundida y su trabajo en la Sección ya se estaba resintiendo, y Von Hoesslin era un contacto demasiado valioso como para dejar que en él creciese el rencor.

Pensando en su nueva tarea como casamentero recordó a Nicole.

Nicole, vida mía, lloro por no tenerte.

Sigo sin recibir noticias tuyas ¿te has olvidado de mí? El general Schellenberg me ha asegurado que mis cartas te llegan, pero sigo esperando tu respuesta. Sabes que no puedo vivir sin ti ¿Por qué me torturas? Sin poder besarte, sin ver correr a Marcel por los campos, nada tiene sentido ¿Qué es una patria que no me deja abrazarte?

Perdóname. Sé por qué tienes que callar, sé por qué no puedo tenerte. El Reich corre peligro y la tormenta amenaza con descargar. Temo que sea en Metz donde el rayo caiga, aunque sé que el general se habrá preparado para destruir a los enemigos de Alemania.

Lloro por no verte. Mi Nicole.


Otra carta para consumo del general. Si Gerard no se estuviese quejando por no tener respuesta, Schellenberg creería o que era tonto o que había gato encerrado. Al Director le podrían acusar de muchas cosas menos de tonto, y era cierto que escondía algo, pero no un minino sino un tigre de tres metros rayado hasta la cola. Lo malo era que Schellenberg, aunque estuviese centrado en lo suyo, tampoco había llegado a donde estaba siendo un imbécil y era cuestión de tiempo que descubriese el pastel. Gerard ya se estaba comprometiendo demasiado y en el futuro lo iba a estar mucho más. Se conformaba con que Schellenberg siguiese en la inopia hasta después de lo de Metz; después, Dios proveería. Con todo, tenía que prepararse para luego. Iba a ser la última misión de Herta al frente de la Sección; para él sería la más importante.

El Director no se fiaba del teléfono; cables muy largos donde colgar cucarachas espías. Empleaba como enlaces solo a algunos amigos de confianza, y ni de ellos se fiaba demasiado. Tomó una cuartilla para redactar otra nota que un mensajero entregaría personalmente.

Es necesario que el equipo del barco esté preparado. Dentro de poco recibiréis una llamada pidiendo el estadillo de Núremberg; será la señal para que se ponga en marcha.

En la Sección sabrían que no tenían barcos ni un departamento en Núremberg; lo que si había era un equipo de seis ex policías que esperaban en Spittal, en los Alpes austríacos.



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Tenemos un avioncito cortesía de Reytuerto:

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El Douglas DB-7 en la operación Armagh

Saludos



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Capítulo 35

El horizonte es negro, la tempestad amenaza; trabajemos. Este es el único remedio para el mal del siglo.

André Maurois


Langstreckenfeuerzeug, es decir, mechero de largo alcance. Era como los tripulantes llamaban a los nuevos Fw 200D. El avión original ya adolecía de resistencia estructural y la versión Dora añadía la vulnerabilidad al fuego enemigo. Pésima combinación para los aviadores que volaban sobre el mar muy lejos de las costas propias. Pero el Fw 200D respondía a una petición de la Kriegsmarine, ya que el Fw 200C, cuyo alcance era de poco más de mil quinientos kilómetros en las misiones de bombardeo, no podía adentrarse en el Atlántico central. La marina reclamaba a la Luftwaffe que se detectasen los convoyes lejos de la costa británica y de su paraguas aéreo, pero ni cuando el Fw 200C operaba sin bombas tenía la autonomía necesaria para buscar al enemigo en medio del Atlántico. En el Fw 200D todo se había sacrificado al alcance, incluyendo la eliminación de cualquier asomo de protección. Era poco más que un avión de línea al que le habían desmontado el equipo de lujo sustituyéndolo por media docena de asientos espartanos y una mínima cabina para las largas horas sobre el océano. Un radiotelémetro instalado en un carenado en el morro extendía la capacidad de detección más allá del alcance visual. No había blindaje que protegiese a la dotación, a los motores o a los depósitos de combustible, y todos sabían que bastaría cualquier impacto para que el avión ardiese como una tea de gasolina, aluminio y magnesio. Bastante había sido con que se hubiese añadido en el suelo de la cabina un túnel para poder abandonar el avión con la mayor premura posible; en la puerta había una balsa a la que con suerte podrían llegar los náufragos y cambiar la muerte entre las llamas por otra de frío y sed.



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Mis cuitas amorosas no detenían el transcurso del conflicto, y menos ahora que se acercaba una fecha crucial para mi patria. Con las grandes victorias logradas en los años precedentes —que me habían costado el pie— Alemania había derrotado a sus enemigos consuetudinarios y conseguido resarcirse de las humillaciones de Versalles. Pero dos grandes potencias todavía neutrales, la Unión Soviética y Estados Unidos, esperaban su oportunidad para aplastarnos a traición. El gabinete sabía que era más que probable que el conflicto pasase a una nueva fase que afectaría a todo el mundo. Alemania, a pesar de todo su poder, sería incapaz de enfrentarse a tal alianza; previéndolo había formado una gran coalición que incluía a casi toda Europa, pero era una confederación cuya supervivencia dependía exclusivamente de los triunfos de nuestras armas. Era imprescindible consolidarla y eso pasaba por la creación de una Europa unida, no un imperio alemán sino una unión entre naciones amigas. Solo esa Europa unida sería capaz de resistir las asechanzas rusas y americanas, pero previamente había que liquidar todas las rencillas que amenazaban la alianza. Visto en perspectiva, parece absurdo que dos naciones que se juegan la existencia se peleen por unas pocas comarcas, pero esa había la historia de Europa. Alemania, Francia, Austria y España se habían desangrado guerreando por unas pocas fortalezas fronterizas mientras los ingleses se frotaban las manos.

Ni Hitler ni Goering habían tenido la amplitud de miras suficiente para ver que esas querellas de vecinos hacían que el gran imperio alemán que querían construir tuviese cimientos de barro. Aunque para Francia fuese mejor marchar de la mano de Alemania, los franceses no aceptarían jamás que Berlín les dictase lo que debían hacer. Ya lo había demostrado el régimen del finado Pétain, siempre prometiendo su colaboración y nunca cumpliendo su palabra. Era necesario sustituir la Unión Paneuropea de Goering, que en realidad no era sino un imperio alemán con otro nombre, por una Unión Europea de naciones iguales y amigas.

El primer paso de ese edificio era el tratado que se iba a formar en Metz. Por primera vez Francia y Alemania, las dos naciones enemigas que llevaban un milenio guerreando, habían dirimido sus diferencias no con las armas sino en una sala de reuniones. Aunque a mí tampoco me cayese bien Von Papen —en eso coincidía con el regente— tenía que reconocer que habían sido las ideas del ministro de exteriores las que habían abierto la puerta a la paz. Yo recordaba la cara que había puesto el mariscal Von Manstein cuando escuchó la propuesta de Papen; hay que reconocer que el mariscal, a pesar de sus cualidades, tenía el punto de vista del militar para el que todo es la victoria o la derrota. Por el contrario, el fuerte del ministro era la negociación; a veces demasiado, pues era dado a las componendas que no siempre acababan bien. Resultaba difícil olvidar que fueron sus maniobras las que abrieron el camino a los nazis. Pero esta vez había tenido la fortuna de encontrar a Adenauer, un hombre que aunaba bondad e inteligencia. Tenía la bonhomía necesaria para saber tratar a los enemigos vencidos como a iguales a los que no les había sonreído la fortuna, y el talento de proponer soluciones factibles. Yo creo que si Von Papen lo apoyó no fue tanto porque le gustase lo que decía Adenauer sino para utilizarlo en otra de esas marrullerías que tanto le gustaban; pero daba igual ya que estaba beneficiando a Alemania.

Tras horas y horas de negociaciones, más de discusiones de conversaciones, se había conseguido un acuerdo que solucionaba a satisfacción de ambas partes el espinoso problema fronterizo. Cierto era que la anuencia de París solo se había logrado usando la parte francófona de Bélgica como moneda de cambio, pero cierto era que los derechos de Francia sobre Valonia eran por lo menos tan buenos como los de Alemania sobre Alsacia. La cuestión era que tanto Francia como Alemania ganaban —a costa de holandeses y belgas, que hacían de parientes pobres— y por fin teníamos un arreglo. Era el momento de celebrarlo con la firma de un tratado que fuera la primera piedra de la Unión Europea. Iba a hacerse en Metz, la ciudad que había sido motivo de tantas guerras, y señal de la voluntad de paz germana iba a ser que previamente a la firma —era tal vez lo más importante— se arriaría la bandera alemana para sustituirla por la francesa.

Lógicamente, un evento tal iba a reclamar la presencia de las más altas autoridades de ambos países. Por nuestra parte acudirían el canciller Speer, el ministro Von Papen y el regente; este último, en teoría, solo a título personal, pero ocuparía un lugar de honor. No irían ni Von Manstein ni Schellenberg; aparentemente porque tras experiencias previas era necesario mantener las riendas de Berlín con mano firme. Otra cuestión eran las intenciones reales de cada uno. Las del mariscal ya las sabía: servir al Reich y a los alemanes. Las de Schellenberg… mi conversación con ese tal Gerard me había llenado de dudas.

Quedaban pocos días para la ceremonia y había que asegurarse de que todo estuviese en orden. Me iba a tocar desplazarme a la ciudad lore-nesa para revisar lo que le habían preparado al regente. No nos podíamos fiar ni de los franceses, siempre haciendo alarde de su república, ni de Von Papen, un elemento del que nadie sabía qué estaba pasando por su cabeza. No era extraño que un buen conocedor de hombres como Von Lettow lo denostase. Entre unos y otro a saber si pretendían ponerle en algún rincón de la tribuna, bien escogido tras algún mástil que lo ocultase, o si pretendían alojarlo en una buhardilla. No es que Von Lettow fuese amante del lujo, y entendía que al no ser aun oficial su posición —se esperaría a la firma de los tratados para su proclamación— aun no podría ocupar un lugar preeminente; pero una cosa es no destacar a deshora y otra ponerse en ridículo. No confiando ni en el ministro de exteriores ni en nuestros cordiales vecinos de París, había que enviar a algún ayudante para revisar los preparativos. Es decir, a un servidor. Que no iba a viajar solo.



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El pesado avión empezó a moverse por la pista que un quitanieves acababa de despejar.

La amenaza que suponían las fuerzas navales y aéreas del Pacto había obligado a los convoyes ingleses a navegar lo más al norte posible, muy cerca de Islandia. La ruta estaba en el límite del alcance de los aviones que partían desde Galicia o Bretaña, y había sido necesario desplegar aviones de reconocimiento en Noruega a pesar de su tiempo glacial. A nadie le gustaba vivir en Orland y su clima subártico, apenas atemperado por la cercanía del mar. Los vientos marinos impedían que las temperaturas descendiesen tanto como el gélido interior, pero traían temporales de nieve que cuando se fundía convertía la base en un barrizal. Salvo la pista, que había sido asfaltada ya que lo prioritario eran los aviones. Aunque el aeródromo fuese denostado por mecánicos y tripulantes, desde ahí los nuevos Fw 200D podían llegar más allá de Groenlandia.

Tres días antes una tormenta había cubierto de blanco la pista. Las máquinas la habían limpiado pero el suelo seguía congelado; para evitar que una maniobra intempestiva acabase con el Condor en la tierra el cuatrimotor tuvo que ser remolcado hasta el extremo. Allí el gran avión encendió los motores y empezó a moverse. El piloto manejó con tiento los frenos intentando no desviarse hasta que alcanzó velocidad suficiente y los planos de cola empezaron a morder el aire. Con cuidado levantó la cola y cuando el piloto notó que el avión respondía tiró de la palanca para elevarlo. Los aviadores pensaron que si despegar no había sido fácil, aterrizar sería una aventura.

El aparato puso rumbo al oeste suroeste para mantenerse alejado tanto de las islas Feroe como de Islandia y de los cazas de largo alcance ingleses. Cuando llegó a los veinte grados oeste de longitud viró hacia el sur y empezó la búsqueda.



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El Irish Cavalry Corps, cortesía de Reytuerto:

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Gerard había sabido de mi viaje a Metz mucho antes que yo, y seguramente antes de que al regente se le pasase por la cabeza enviarme de avanzada. La verdad era que daba grima tratar con personajes que se adelantaban de tal manera al futuro. Tras mi conversación en el Esplanade yo tenía la sensación de haber conocido al titiritero que mueve los hilos, y me sentía como el muñeco que salta y baila en el escenario. Yo no sé si Gerard me había convertido en su monigote, o si Herta era titiritera, marioneta o las dos cosas; de todas maneras, estaba preocupado cuando salí del hotel. Lo que me había contado de Schellenberg tenía visos de verosimilitud. Cierto es que ese hombre siempre me había preocupado. Será porque tiendo instintivamente a desconfiar de los hombres guapos, o porque me escamaba su jovialidad, pero tras meses de tratar con él me parecía que Schellenberg era como los actores griegos que cubrían sus facciones con una máscara. Aunque el general fuese de esos hombres que se las arreglaban para caer simpático a todo el mundo, yo no olvidaba que sus maniobras habían hecho caer a Himmler y a Goering. Ahora resultaba que su antiguo protegido Speer había escalado al puesto de canciller, y que Von Manstein había propuesto una restauración monárquica que condenaría al general a la sombra. Mientras durase la guerra y controlase los servicios de inteligencia, Schellenberg conservaría el poder pero ¿qué ocurriría en el futuro, cuando el Reich se estabilizase? Bastaba con recordar cuántos grandes hombres salvadores de la patria habían pasado al olvido en cuanto acabó la crisis que los había encumbrado. Peor aun, la historia mostraba que los próceres caídos eran pasto de los mediocres, que empleaban contra ellos las estructuras del estado que los salvadores de la patria habían ayudado a construir. Francamente, no me imaginaba a Schellenberg en una casita del campo escribiendo sus memorias, y menos aun tolerando la persecución de estúpidos y arribistas. En los últimos años Alemania había sufrido tres intentos de golpe de estado, o cuatro si contamos el exitoso del Gabinete ¿Schellenberg estaría preparando otro?

El regente me iba a enviar a Metz por cuestiones de protocolo, pero Gerard quería que hiciese mucho más. Me había pedido que inspeccionase la ciudad con el ojo de un soldado. Como me había dicho:

—Mayor, si algo he aprendido es que no hay nada que sustituya a la experiencia. Yo he sido policía y sé ver indicios que a cualquier otro pasarían desapercibidos. De Herta ya conoce su historia. Ella sabe reconocer como se mueve el dinero en lo que los demás solo ven listas de números. Usted es un militar y tiene experiencia de combate. Por desgracia, tengo motivos para creer que se pueda producir un atentado durante la ceremonia. En Verdún ya se vio en esa situación y supo responder; sin sus reflejos el mariscal Von Manstein ya no se contaría entre los vivos y a saber qué hubiese pasado en Berlín.

—Siento tener que contradecirle, pero yo estaba a cierta distancia del mariscal. Cuando escuché los motores me lancé al suelo sin llegar a pensarlo. Si se salvó no fue por méritos míos.

—No es lo que se dice. Fue usted el primero en detectar a los aviones enemigos y el que gritó para advertir a los demás. Cuando Von Manstein le vio tirarse a tierra él hizo lo mismo. Los que no anduvieron tan vivos ahora ven crecer las malvas desde abajo. La cuestión es que necesito su instinto. Me gustaría que se fije en las medidas de seguridad cuando visite Metz. Nos jugamos demasiado ahí.

Yo no recordaba haber gritado en Verdún, pero había actuado por instinto y es posible que lo hubiese hecho. Como no tenía sentido discutir por esa tontería respondí a Gerard que aceptaba su encargo.

—Lo haré, descuide —le dije—, pero no sé si voy a tener mucho tiempo para inspeccionar nada. Además de lo sospechoso que resultará que el enviado del regente se dedique a revisar las medidas de seguridad.

—Lo supongo y ya lo había previsto. Mire, usted es un oficial joven y se le ha visto últimamente muy acaramelado con cierta señorita ¿no es así? —fui a soltarle una fresca cuando él mismo se disculpó—. No se ofenda, mayor, que no pretendo burlarme. Le estoy diciendo lo que comentará la gente. Ya sé que su relación con Herta está pasando por un momento algo delicado, aunque le aseguro que esa jovencita tiene los huesos colados por usted.

Yo callé, esperando a ver qué decía Gerard. Porque la verdad era que Herta me seguía importando y mucho.

—La verdad, lo último que esperaba de Herta era que se enamorase. Usted ahora ya la conoce y sabe que la chica tiene una mente que ya quisieran muchas eminencias. Si ha visto algo en su persona será porque lo hay. No se sonroje, que todos hemos pasado por eso. Recuérdeme que algún día le presente a Nicole y a mi niño. Pero será mejor que no me despiste, que el tiempo no nos sobra a ninguno de los dos. Lo que quería decirle es que sería normal que un oficial joven llevase a su novia a Metz. Podrán pasear, visitar la ciudad y de paso hacerme el favor de tener los ojos bien abiertos.

No supe qué decir. Gerard siguió—: Le adelanto que con todo esto usted me está creando un buen problema. Le di permiso a Herta para que le contase todo a pesar de lo importante que es en mi organización. Me temo que con el viaje a Metz ella se va a exponer a miradas indiscretas y tendré qué pensar qué hacer con Herta en el futuro. Aunque bien pensado así le haré un favor a la chica, que necesita que por una vez las cosas le vayan bien en la vida. Usted no haga el tonto y no la deje escapar. Pero, por favor, no olvide mi encargo.



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