Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Desde el puente del buque frigorífico El Argentino el vicealmirante Austin veía el mar lleno de barcos. El HX-174, con sus ochenta buques, era uno de los más nutridos de la guerra. Contaba con una escolta especialmente numerosa; dado que la Royal Navy apenas daba abasto era la marina canadiense la que aportaba catorce de los veinte destructores, corbetas y dragaminas. Una fuerza tan potente siempre era bienvenida, aunque Austin conocía la razón: el HX-174 reunía los barcos de tres convoyes cuya salida se había retrasado a causa de la presencia de buques enemigos en el Atlántico. Juntar tantos mercantes era una medida desesperada que había sido preciso tomar debido a las graves pérdidas de barcos de escolta de los meses precedentes. Por desgracia, organizar el gran convoy había trastornado el tráfico en el Atlántico durante una semana, y cuando los mercantes llegasen a Inglaterra tendrían que esperar días hasta que fuesen descargados en los abarrotados puertos escoceses. No todo eran desventajas: un convoy tan grande tenía un perímetro menor que tres más pequeños, y con tantos buques de escolta se había podido organizar una reserva. Dos destructores y tres «sloops» navegaban a popa del convoy, prestos a atacar a cualquier sumergible enemigo que se detectase. Los dos sloops y cinco corbetas que estaban a proa también podían volverse para acosar a los sumergibles enemigos que se detectasen. Sin embargo los vulnerables flancos solo estaban cubiertos por dragaminas y por cuatro cruceros auxiliares, tres de ellos antiguos buques Q. Esos barcos solo tenían dos cualidades: parecían barcos de guerra y eran tan poco valiosos que podían exponerse a los ataques enemigos. Su misión era espantar a los corsarios, detectar a los submarinos y, con suerte, sobrevivir.

A Austin le hubiese gustado contar también con la protección de la Home Fleet, pero eran demasiadas ovejas para muy pocos pastores. La Royal Navy ya no disponía de acorazados modernos, y las maquinarias de los que quedaban, veteranos de la anterior guerra, apenas daban de sí. Aun así estaba previsto que al llegar a los quince grados oeste se le uniese una agrupación liderada por el viejo Malaya. Quedaban trescientas millas, poco más de un día.

—Almirante, el Saguenay avisa que se acerca un avión.

El Saguenay era el destructor que comandaba la escolta, y disponía de un radar del tipo 271 capaz de detectar aviones e incluso la pequeña torre de un submarino. Austin tomó los prismáticos y miró hacia donde le indicaban. Tardó unos minutos, pero al fin logró ver al cuatrimotor que se mantenía a distancia.




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Solo me faltaba que Gerard hiciese de casamentero. La verdad es que yo no sabía si quería ver a Herta. La chica me gustaba muchísimo, y cuando la vi con lo que ella llamada «su uniforme» casi me vuelvo loco. Por otra parte, a nadie le agrada que le engañen. Aunque pensándolo bien solo lo había hecho diciéndose llamar Katrin. Yo no conseguía recordar ninguna otra mentira. Aunque tampoco había sido sincera, ya que m Me había contado esas medias verdades que eran casi peores. Según ella se dedicaba a una labor administrativa en la oficina demográfica del Reich; olvidó decir que era el nombre falso de una agencia secreta, y que mandaba una de sus principales secciones. Tampoco me dijo que se dedicaba a perseguir espías tanto alemanes como enemigos. Yo me quedé de piedra cuando lo supe todo. Obviamente no me gustó mucho que Herta y ese tal Gerard me manejaran. Era suficiente motivo para no volver a mirarla.

Lo malo era que eso decía mi mente pero no mi corazón. Yo creí sus palabras cuando me dijo que se había enamorado de mí. Mi cabeza podía pensar lo que fuera, pero sus ojos me desarmaban. Sin ella me sentía como si me hubiesen arrancado mucho más que ese pie que se llevó una mina. Así que cuando Gerard me pidió que llevase a Herta a Metz no supe qué hacer, si soltarle cuatro frescas o si danzar de contento.

Habíamos quedado otra vez en el bar del Esplanade. Esta vez me adelanté, pues no quería que Herta sufriese las miradas de los gaznápiros y pisaverdes que poblaban los locales de ocio berlineses. Esperaba que no llegaría con los aires modosos de otros tiempos y no me equivocaba: se había soltado su melena rubia, que era como oro flotando que deslumbraría a Midas. Llevaba un vestido ajustado de un rojo apagado; mejor, porque de haber sido brillante, con sus curvas hubiese detenido la ciudad. Al verme me regaló una de esas sonrisas capaces de derretir un iceberg, se acercó y me dio un beso entre las envidias del público. Mientras la estrechaba aproveché para mirar las caras que ponía la concurrencia: divertía ver el enojo de las demás mujeres cuando intentaban contener las miradas furtivas de sus acompañantes.

Como se suponía que era una cita normal, no de las de alcoba, la acompañé a una mesita un poco apartada. Los dos sabíamos que las parejas que poblaban el local se cuidarían muy mucho de acercarse; ellas para no desmerecer, ellos intentando no enfadarlas todavía más. Solo existía el riesgo de que algún petimetre despistado se quisiese arrimar, pero el sitio estaba bien elegido y el lechuguino que intentase escucharnos necesitaría orejas de Dumbo. Además la mesita, todo hay que decirlo, había sido limpiada a fondo por un agente de la Central, que era como llamaban a esa agencia. Que no pudiésemos vernos sin tomar esas precauciones era señal de que la desconfianza de Gerard rayaba en la paranoia. Cuando estuve hablando con él me advirtió que durante el viaje no nos iba a poder proporcionar protección: si queríamos decirnos algo que no debiera llegar a oídos ajenos —es decir, a los del general Schellenberg— teníamos que aprovechar la tarde.

Nos sentamos, llamamos al camarero para pedirle unos cafés —de Turquía seguía llegando uno caro pero excelente— y estuvimos contándonos banalidades hasta que nos quedamos solos. Entonces me quedé callado, sin saber qué decir. Ella sonreía, aunque no sabía si su gesto era burlón o de contento. Al final me decidí y empecé a decirle lo que la echaba de menos, pero me puso un dedo en los labios para hacerme callar.

—Roland, no sigas. Yo también te he echado en falta. Pero entre nosotros había un secreto demasiado grande, una cuña que acabaría rompiéndonos. Yo hubiese preferido no verte tan pronto, pero Gerard me lo ha pedido. Debe ser por algo importante, pues supongo que sabrás que viajar contigo me quemará como agente.

—¿A qué te refieres?

—Estoy segura de que la mitad de los servicios de inteligencia del globo están interesados en tu persona y en su acompañante. A partir de ahora ya no podré seguir en la Central y la Sección. Como mucho, me relegarán a tareas de escritorio.

Más adelante supe que esas tareas de escritorio iban a ser desvelar los movimientos de dinero tanto en el Reich como en sus aliados y en el mundo. Pero en ese momento solo pude pensar en lo que ella había sacrificado. Pero tenía que preguntarle otra cosa.

—¿Qué es lo que teme Gerard en concreto?

—Si lo supiese no te necesitaría. Todo lo que tiene son sospechas. Sabemos que los soviéticos están preparando atentados por toda Europa, pero no tenemos claro si los equipos que deben realizarlos tienen orden de esperar o si van a actuar enseguida. Aunque Gerard apuesta por lo último. Además los soviéticos están moviendo tropas por el este, junto a nuestra frontera y a la de Rumania.

—No es nada nuevo —le respondí—. La Luftwaffe está realizando vuelos de reconocimiento y ya había detectado esos traslados. Nuestras estaciones de intercepción radiofónica dicen lo mismo, y el general Schellenberg ha contado que buen aparte del Ejército Rojo se está moviendo hacia el oeste.

—Supongo que los genios del Gabinete ya habrán imaginado lo que significa —me dijo Herta.

—¿Qué los rusos van a atacarnos? —contesté—. Es posible, pero mi impresión, o mejor dicho, la del Gabinete, es que son maniobras de carácter defensivo. Como mucho, se preparan para aprovechar cualquier oportunidad. Si se hubiese salido de tiesto cualquiera de esos golpes de estado que hemos sufrido yo no descarto que Stalin hubiese querido meter la cuchara.

—Es posible, pero piensa. Si estás a la espera de una oportunidad ¿no sería mejor fabricarla? —dijo Herta.

—¿Te refieres a provocar una crisis en Alemania? Es posible, pero no creo que vayan a lograr mucho plantando unas cuantas bombas. Además, si fuese así hubiésemos detectado cambios en el dispositivo soviético. Un ejército no puede prepararse para atacar en unos pocos días. Si van a emprender una ofensiva lo sabremos con antelación.

—Roland, tú eres el militar y sabes más que yo de eso, pero me gustaría recordarte que Alemania ha conseguido sorprender a sus enemigos varias veces. Churchill también nos dio un buen susto en Portugal, y aun no sabíamos lo que pasaba cuando los ingleses desfilaban por Lisboa. Sé que nuestras redes de agentes en Inglaterra funcionan mal, pero te aseguro que espiar ahí es un juego de niños comparado con lo que es hacerlo entre los rusos, que desconfían hasta de su sombra. No imaginas lo opresivo que es el estado soviético. La suspicacia es la forma de vida. Los porteros de las casas son realmente vigilantes que anotan los movimientos de cada inquilino y los comunican a la policía secreta. Basta cualquier desliz para ser reo de traición: incluso escuchar un chiste te puede llevar a un campo en Siberia del que no se vuelve. Los rusos están obligados a delatar cualquier indicio sospechoso, y más vale que lo hagan, porque la policía secreta tiene agentes provocadores. Una de sus tretas preferidas es contar en medio de una borrachera alguna historia jocosa sobre Stalin; pobre del que no lo denuncie, pues le espera la deportación o algo peor. En ese ambiente, infiltrar un espía resulta prácticamente imposible. Hazme caso, no tenemos ni idea de lo que pasa al otro lado de la frontera.

—Tampoco es eso. Disponemos de las fotos aéreas y escuchamos sus conversaciones por radio.

—Te vuelvo a pedir que pienses un poco, Roland. Si estuvieses preparando un gran ataque ¿Cómo lo harías? Yo movería los tanques de noche y los escondería en bosques, y además prohibiría cualquier mensaje por radio. Para que no hubiese un silencio sospechoso tendría a unos cuantos agentes enviándose mensajes de rutina. De paso, pondría mucha policía en la frontera para que ningún desertor vaya con el cuento. Hasta que el día menos pensado…

Medité lo que me había dicho y le repuse—. Será una señal a tener en cuenta. Si despliegan policía en la frontera será señal de que algo pasa.

—¿Schellenberg no os ha dicho nada? Según Gerard, parece que han situado varios regimientos de la NKGB al otro lado de la línea.

—¿Cómo lo sabe? —le pregunté— ¿Se lo ha dicho Schellenberg o se lo ha chivado Stalin? —Entonces me callé dándome cuenta de que ya sabía cuáles eran los métodos de la Central—. Perdona, Herta, pero a veces digo tonterías. Es que, sin querer, me resisto a creer que está pasando todo esto. Lo que me estás contando es muy grave ¿No te parece que tendría que contárselo a Von Manstein y al regente?

—Es lo que quiere Gerard —ya estábamos otra vez igual, con ese tipo llevándome hacia donde él quería—. Ha pensado que podrías presentarme a tus jefes en esa cena íntima que estás organizando.

—Pero lo que me has dicho no puede esperar a que volvamos de Metz.

—Tienes razón. Cuanto antes lo sepan, mejor —me dijo Herta—. Ahora que lo pienso, tampoco sería tan raro que me conociesen antes del viaje ¿no te parece?

—Después, a Metz.

—A Metz. Mi jefe teme que sea allí donde los rusos creen la ocasión que antes te decía. Con tantos mandamases reunidos sería el momento ideal para descabezar al Reich y a Europa.



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El radiotelémetro detectó la gran concentración enemiga mucho antes de que estuviese a la vista. El Focke Wulf empezó a emitir mensajes y los repitió hasta que fue respondido desde la lejana Bergen. Conocida la posición del convoy inglés empezaba la parte más peligrosa de la misión. Ya que no bastaba con saber que el enemigo estaba allí. Había que verlo, contarlo, saber de cuántos barcos se componía y conocer la fuerza de la escolta. Todo ello mientras se rezaba para que no hubiese portaaviones.

El avión se elevó hasta los cinco mil metros antes de acercarse; altura excesiva pero que le daría alguna oportunidad ante los cazas enemigos; si no era así siempre habría tiempo de realizar una segunda inspección. El observador tomó los prismáticos y, tras la primera ojeada soltó un silbido, pues nunca había visto tal concentración. Como mínimo eran cien barcos de los que una veintena parecían de escolta. No se veía ninguna cubierta plana y el piloto, más tranquilo, descendió describiendo una amplia curva.

El HX-174 no disponía de portaaviones, ni siquiera de un buque MAC, pero no estaba indefenso. En la proa del Primrose Hill un grupo de hombres se afanaba alrededor de un avión. Su piloto, que llevaba un uniforme especial para protegerlo del frío, respondió con la mano a un auxiliar: el viejo Hurricane ya podía despegar.

Un observador en el Condor estaba intentando contar e identificar los barcos cuando vio una gran llamarada en uno de la primera fila. Podía ser un torpedo, pero le extrañaba, pues no había visto surtidores de agua. Tampoco parecía el efecto de una bomba. A saber qué significaba, pero que coincidiese con la llegada del vulnerable cuatrimotor no auguraba nada bueno. El piloto mantuvo la distancia y ordenó al observador que estuviese atento. Pero el color oscuro del Hurricane se confundía con el gris plomizo del cielo y solo distinguió al caza cuando se recortó contra el horizonte. Inmediatamente el piloto viró y puso los motores a máxima potencia para intentar escapar.




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Herta se puso en contacto con Gerard, que aprobó mi sugerencia de adelantar la cena. Aunque cuando pensaba en mi última cita yo no sabía decir si había sido idea mía, si había partido de Herta, o si otra vez había sido Gerard. Con todo esto yo me sentía como la marioneta que saltaba al capricho del titiritero, y no olvidaba que era Herta quien tiraba de mis hilos. Aunque eso solo lo pensaba cuando no la tenía cerca. A su lado no pensaba sino que me deshacía.

Al regente pareció agradarle la idea.

—Así que por fin me presentarás a tu chica. Un pajarito me ha dicho que es un primor; mi esposa conoce a no sé quién que la vio, y con solo nombrarla ya se ha puesto celosa.

—Gracias, alteza.

—Las gracias las tendré que dar yo si es como cuentan. No es que yo esté para muchas alegrías, que los años no pasan en balde y con mis setenta cumplidos tendría que estar al amor de la lumbre jugando con mis nietos, y no metido en el berenjenal en el que me has embarcado. De todas maneras, aunque no pueda probar la comida ¿me dejarás echarle un vistazo al menú?

Nunca me habían gustado las conversaciones que derivaban hacia las curvas y salí por peteneras, hablando de si era mejor la letra cursiva o la germánica para el menú de un restaurante. El regente debió pensar que yo no razonaba porque tenían sorbido el seso —razón no le faltaba— y prefirió no insistir. Después le dije que me agradaría mucho reunirme con Von Manstein y, que si no le importaba, me encargaría de organizarlo todo. De nuevo el regente debió pensar que tenía un ayudante majara, pues yo estaba precisamente para eso, pero me dijo que sí, que lo hiciese todo y que ya me daría el visto bueno. Así que me faltó tiempo para correr al Bendlerblock para hablar con el mariscal. Obviamente no fui ahí así como así, pues Von Manstein, aunque afable, era un devoto de la jerarquía, y si me hubiese plantado en su oficina por las buenas me hubiese despedido con cajas destempladas. Por eso me adelanté enviando una nota con el sello del regente solicitando una cita. Me excedí de mis funciones al indicar que sin ser urgente corría prisa; me respondió casi inmediatamente diciendo que me esperaba en un par de horas. Tiempo que aproveché para escribir unas líneas que guardé en el bolsillo.

Tras llegar al cuartel general casi no tuve que hacer antesala. Fue el mismísimo mariscal el que se adelantó para abrirme paso, un raro honor para quien no era sino un simple mayor.

Me puse firmes y saludé—. Mi mariscal, se presenta el mayor Von Hoesslin. A sus órdenes.

—Roland, no sabes lo que me alegra verte fuera del Gabinete.

—También es un placer para mí, mariscal.

—Venga, apéame del tratamiento que ya hemos corrido muchos ki-lómetros juntos ¿Qué tal te va con el regente?

Fui sincero. Le dije que me parecía un gran hombre y que lo único que lamentaba era ya no estar a las órdenes del mariscal. Von Manstein agradeció el cumplido y me preguntó qué era lo que corría tanta prisa.

—Mi mariscal, el regente siente interrumpirle en sus tareas, pero desearía tener una conversación con usted antes del asunto de Metz. Me dice que no es nada demasiado importante pero que queda poco para la ceremonia y como en pocos días yo voy a partir hacia la ciudad, quería verle antes.

—¿Solo a mí o a ti también? ¿Irás solo? Porque las malas lenguas di-cen que últimamente frecuentas compañías que no llevan uniforme.

Me las arreglé para sonrojarme. No me era difícil; me bastaba con aguantar un poco la respiración, pensar en ya se sabe qué, y me ponía rojo como un tomate. Era una maniobra muy útil en determinados supuestos tácticos. Cuando mis orejas alcanzaron la temperatura adecuada tartamudeé un poco, eché una risita estúpida y le dije que sí, que últimamente no estaba solo y que el regente quería que fuese una cena de parejas.

Von Manstein se rio a carcajadas mientras yo pensaba que mi actuación hubiera debido levantar una oleada de aplausos en cualquier teatro berlinés; esperaba que así conseguiría despistar a cualquier oreja indiscreta de las que seguramente habría.

—Si es así estaré encantado de veros —siguió el mariscal—. Es más, si la cosa llega a mayores no me importaría ser tu padrino, suponiendo que su alteza imperial me deje.

Nueva actuación: orejas coloradas, cara de vergüenza, sonrisa tonta e intentar seguir hablando—. Mi mariscal, le traigo la invitación. Si no le supone mucho inconveniente, al regente le gustaría que la cena fuese mañana mismo —le dije mientras le entregaba un sobre abierto. Dentro estaba el tarjetón de la invitación, pero también una hoja de papel de fumar con unas líneas apretadas. Von Manstein me miró con extrañeza, pero yo me llevé el dedo índice a la oreja y luego a la puerta. Casi imperceptiblemente el mariscal asintió para que yo supiese que había recibido el mensaje: las paredes oyen.

—Mi mariscal, gracias por recibirme. Si no me ordena nada, el regente me ha pedido que no le interrumpa demasiado —al mismo tiempo señalé la nota y luego crucé los dedos: le pedía que después de leerla la destruyese.

—Sí, sí— me respondió—. Los quehaceres me ahogan. Aunque siempre será un placer verte.

Salí y le dejé con la nota. En ella le indicaba que la cena iba a ser un pretexto para discutir un asunto que afectaba a la misma supervivencia del Reich. Además volvía a recomendarle que destruyese el papelito, algo sencillo para un inveterado fumador.



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Desde el convoy no se volvió a ver ni al Condor ni al Hurricane ¿derribado por el avión alemán, o perdido mientras intentaba volver? El vicealmirante Austin sintió un estremecimiento pensando en lo que sería quedar solo en esas gélidas aguas. Incluso consideró destacar una corbeta para que buscase al joven piloto, pero en seguida lo pensó mejor, pues cualquier barco de escolta que se alejase del convoy estaría condenado si había submarinos cerca. Hasta ahora no tenía indicios de que hubiese alguno, pero últimamente los U-boat eran mucho más escurridizos y sabían mantenerse alejados del radar. Seguramente llevaban algún equipo que detectaba las emisiones.

El Saguenay no había detectado tampoco señales de radares enemigos, ni tampoco las esperaba: parecía que los jerrys habían aprendido y solo los empleaban de vez en cuando. Seguramente les bastaba con mantenerse a la escucha del radar tipo 271 del destructor para saber por dónde se movía el convoy. Además, cualquier esperanza del que el HX-174 pasase desapercibido se había esfumado cuando el maldito Condor los había visto. Con un poco de suerte los krauts estarían siendo pasto para peces, igual que el desgraciado que pilotaba el Hurricane, pero seguro que los alemanes habían tenido tiempo para radiar la posición a medio Atlántico.

Confirmando los temores de Austin, tres horas después se recibió un mensaje desde Islandia advirtiendo que se habían detectado emisiones de radio alemanas en la cercanía del convoy. Durante la noche los equipos del Saguenay recogieron la distintiva señal del radar de un avión germano.



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A la noche siguiente llegué a Schönhausen en compañía de Herta. Se había puesto un vestido ajustado que aun no le había visto, con un escote que daban ganas de zambullirse en él. Los ojos de los que encontrábamos parecían salirse de las órbitas y aprovechaban los segundos en los que pensaban que nadie les miraba para atisbar la ranura entre los senos y la promesa que se escondía bajo la tela.

Su alteza imperial el general Von Lettow-Vorbeck demostró no estar hecho de barro y recibió a mi pareja con una mirada de las que dedicaba a reconocer los campos de batalla, midiendo cada colina —sobre todo las gemelas— y cada valle. Tanto que su esposa y Herta estaban empezando a sulfurarse pero la inteligencia del regente despertó y supo salir del apuro con una chanza.

—Señorita, espero que perdone los desvaríos de este abuelo. Había oído que Roland iba a traer una compañía digna de ver, pero nunca hubiera esperado recibir a una diosa. Ahora le pido disculpas; le prometo que no va a tener que aguantar más impertinencias, al menos por mi parte.

Von Lettow se adelantó a besarle la mano y en lo sucesivo trató a Herta como si fuese la más exquisita de las princesas. También su esposa actuó con corrección, aunque yo pude apreciar que la maldición de Herta que despertaba la animosidad en las demás mujeres también estaba actuando en ella. Pero si en esa reunión había una inteligencia, era la que llevaba vestido escotado. Fue Herta la que sin esperar hizo una elegante reverencia.

—Alteza, es para mí un placer y un honor estar en su presencia. Me pongo a sus órdenes de la misma manera que Roland está a las de su marido— al nombrarme tan familiarmente consiguió que Martha, la esposa del regente, ya no la viese como una rival, sino como la pareja de alguien que podía ser su hijo. Con una sonrisa que ya no era forzada la dueña de la casa aceptó la cortesía.

Casi al momento llegó el coche del mariscal Von Manstein. Fue el regente el que salió a la entrada a pesar de la cellisca que caía; era una manera de romper las tensiones entre un mariscal del Reich y un simple general que, por azares de la vida, se había arrimado al trono. Yo también salí mientras Herta se quedaba con la esposa de Von Lettow; no sé de qué hablaron pero cuando entramos las dos estaban riendo. Con Von Manstein se repitió la escena de las miradas y del mal humor de su esposa Jutta; esta vez Herta sofocó las sospechas arrimándose a mi brazo de manera bastante poco protocolaria.

Pasamos al salón que iba a servir de comedor. La oportuna fuga de agua de unos días antes había permitido escoger una sala situada en una esquina; dos agentes de la Central, disfrazados de soldados, vigilaban las ventanas, y otro recorría el piso de arriba para asegurarse de que nadie hubiese hecho agujeros. Yo actuaba como auxiliar del anfitrión, y me encargaba de llamar a los camareros para que trajesen los platos; en cuanto la puerta se cerraba inspeccionaba la vajilla con el aparatillo que Gerard me había entregado. Las dos esposas de mis jefes me miraron con extrañeza, pero un gesto de sus maridos les hizo callar. Como era de esperar, no tardé mucho en encontrar escondida bajo la sopera una cucaracha con antena y todo. Serví el consomé —que dicho sea de paso, estaba delicioso— y luego levanté la fuente para mostrar el artilugio que había encontrado, no mayor que una caja de cerillas. No lo toqué; iba a dejar que los «carteros» pensasen que nos engañaban. Cuando retiraron ese servicio y vi que el siguiente no incluía chismes electrónicos se lo indiqué a los dos militares; fue el momento que Herta aprovechó para decir que tenía que ir al tocador. Yo me había acercado a la puerta y escuché unos pasos apresurados; por lo visto Schellenberg no confiaba de todo en los aparatos y también quería un poco de inteligencia humana. Cuando Herta volvió yo cerré la puerta pero un poco más fuerte de lo debido, para que rebotase y quedase levemente entreabierta. Me quedé atisbando por la ranura hasta que llegó un camarero que hizo una seña convenida; era otro hombre de la Sección que se quedaría en la antesala. Cuando estuve seguro de que nadie podía escucharnos hice un gesto a Herta y la presenté.

—Alteza, mariscal, señoras, supongo que les estará extrañando toda esta comedia, pero es que la reunión solo ha sido un pretexto para que Herta pueda hablar con ustedes. Me imagino que la habrán investigado y creerán que es otra de esas chicas monas que rondan por Berlín a la caza de algún buen partido. He de decirles que están equivocados. Esta joven es una espía, de las mejores del Reich. Herta, por favor, es tu turno.

El ángel se levantó y se transfiguró. Seguía siendo una diosa, pero una diosa guerrera que se comportaba a modo de un general que describía una batalla. Hablaba con aplomo, como si descubrir las cloacas del Reich ante los asombrados comensales fuese algo que hiciese todos los días. En primer lugar les pidió disculpas por haberse presentado así, y les dijo que el exagerado vestido era parte de la ficción. Luego les relató un poco por encima lo que había sido su vida, lo justo para que la creyesen pero sin llegar a aburrirles. También les describió la Central, una agencia secreta que Schellenberg había creado para perseguir las redes soviéticas. Dijo que su director, Gerard, era el policía que había descubierto al asesino de Hitler y que posteriormente había sufrido un «accidente» cuando viajaba con el coronel Nebe, su antiguo jefe. La diferencia estuvo en que Gerard había resucitado mientras que Nebe seguía en su tumba. En ese momento las mujeres miraron a sus maridos con cara de extrañeza, demostrando que no sabían nada de aquello, pero tanto el regente como el mariscal permanecieron imperturbables.

Herta siguió contando que la Central había crecido hasta conseguir controlar el espionaje soviético, y como empleaba las máquinas de su sótano para revisar millones de fichas que contenían los secretos del Reich. Les habló de vigilancias, de seguimientos, y narró como las investigaciones de Gerard habían descubierto las oscuras actividades de Schellenberg. Por eso había creado la Sección, una agencia aun más secreta que Herta dirigía. Dijo que sentía no poder proporcionarles pruebas, pero ya se arriesgaba demasiado al acudir a esta cena. También relató cómo me había escogido para llegar ante el mariscal y el regente, aunque ahorró decirles que se había enamorado. En todo momento supo dominar la conversación así como responder con inteligencia a las cuestiones de Von Lettow y de Von Manstein. Se disculpó ante Jutta y Martha, las dos esposas, por haber tenido que implicarlas; tuvo la inteligencia de no pedirles que guardasen silencio.

En ese momento las caras de las esposas eran de asombro: nunca habían podido imaginar que una niña mona pudiese ser, en realidad, una de las mejores espías del mundo. Yo la miraba intentando ocultar mi arrobo: escuchándola recordaba que de ella no me había atraído su cuerpo —bueno, un poco sí— sino su personalidad y su inteligencia. Ella siguió describiendo como la Sección había desvelado las actividades de Schellenberg, y como había descubierto la red que implicaba a antiguos nazis, a militares descontentos y a empresarios sin escrúpulos. También contó que el general había ignorado las advertencias de Gerard. Se entretuvo describiendo los indicios que apuntaban a que Stalin se estaba preparando para atacar a Alemania, y que la ofensiva coincidiría con acciones terroristas dirigidas a debilitar al Reich. Gerard había intentado que Schellenberg le atendiese pero no solo no le había hecho caso sino que le había ordenado que detuviese las investigaciones.

En ese momento Hera calló unos instantes, mientras dejaba que los demás entendiesen las implicaciones de lo que había desvelado. Luego les dijo que nuestro viaje a Metz había sido idea de Gerard, pues quería que alguien que no estuviese relacionado con Schellenberg o sus adláteres inspeccionase la ciudad. La Central iba hacer lo posible por proteger a los dignatarios, pero de todas maneras Gerard pedía a los dos militares que sufriesen alguna enfermedad diplomática que les ahorrase el viaje.



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Otro Fw 200D se movía al norte del HX-174, pero su objetivo no era el convoy. Le llevó casi dos horas encontrar a los buques grises. Tras identificarlos el Condor descendió y emitió señales con una lámpara que fueron respondidas desde barco de cabeza. Entonces el cuatrimotor descendió lo suficiente para poder recibir un largo mensaje mediante radioteléfono de corto alcance. Después se elevó y se alejó antes de reenviarlo por radio. Desde Kiel se emitió otro mensaje que confirmaba que se había recibido la respuesta.

Desde el puente del novísimo crucero Seydlitz el Lütjens vio como el Condor desaparecía. El almirante estaba otra vez en el mar; ahora no mandaba acorazados sino tres grandes cruceros. Pues en la estela del Seydlitz se movía el de su mismo tipo Prinz Eugen, y poco más atrás el ya añoso pero potente Lutzow, un «acorazado de bolsillo» que era en realidad un crucero acorazado. Solo setenta millas les separaban del HX-174.



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Eberhard Birk. Bombarderos sobre Inglaterra. Oldenbourg Wissenschaftsverlag. Berlín, 2014.

Operación Aletsch



La primera de las operaciónes fue llamada Eiger, por la famosa montaña escalada en 1938 por un equipo alemán. Era la más importante de la campaña y se pretendía sorprender a los británicos. Debido a la lejanía del objetivo y al riesgo que suponían los cazas nocturnos británicos se seleccionó para realizarla el Junkers Ju 188, una versión mejorada del Ju 88 que acababa de entrar en servicio. El Ju 188 además de una línea más refinada y motores de mayor potencia tenía una bodega de bombas agrandada que hacía innecesario llevar el armamento en soportes externos como tenía que hacerlo el Ju 88; la menor resistencia le permitía alcanzar velocidades comparables a las de los cazas. Para la operación Junkers fabricó una serie especial que carecía del carenado ventral y de la torre superior, ya que se juzgaba que el armamento defensivo sería inútil en una misión nocturna; fue la base de los posteriores Ju 188P de reconocimiento. El armamento se sustituyó por equipos de navegación similares a los del Ju 88E-1, una versión especializada en la guía de bombarderos.

El arma escogida fue la BT-400 (BT significaba «bombentorpedo»). Se había concebido como alternativa a los torpedos estándares de la Luftwaffe, que eran complejos, muy caros (requerían unas dos mil horas de trabajo), propensos a los fallos, y con una carga explosiva reducida ya que solo la sexta parte de su peso consistía en explosivos. Además lanzar torpedos era muy peligroso ya que el torpedero debía dirigirse hacia su objetivo volando a baja altura y a poca velocidad, convirtiéndose casi en un blanco estacionario; de hecho las pruebas realizadas en Alemania con los nuevos cañones M41 de 3,7 cm, que tenían control de tiro centralizado, demostraban que un ataque torpedero convencional contra un barco equipado con esas armas (u otras similares) era suicida. Solo los ataques en masa tenían alguna posibilidad aunque a costa de elevadas pérdidas, pero el nuevo sistema Narwhal 2 de control de tiro permitía combatir varios blancos a la vez. Era previsible que los aliados estuviesen desarrollando sistemas similares. Los torpedos de alta cota (LT 850 y LT 1300) eran más efectivos que los convencionales, pero eran excesivamente pesados para los aviones ligeros su carga explosiva era pequeña, no podían emplearse en aguas confinadas, y seguían siendo muy caros. Tras comparar su eficacia con otras armas antibuque se decidió dar menor prioridad al desarrollo de torpedos, y los estudios se limitaron a reducir su coste (como el torpedo LT 2000 de motor cohete, que no llegó a tiempo para ser empleado en combate) y al desarrollo de torpedos buscadores.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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A pesar de sus inconvenientes, el torpedo era un arma muy peligrosa para un barco. Mientras que en las explosiones aéreas se disipa gran parte del efecto de los explosivos, en las submarinas como el agua es incompresible la onda de choque se dirige contra el barco. De ahí los graves daños que causan las minas incluso cuando estallan a bastantes metros de distancia. Además los elementos más valiosos de un buque, como los pañoles o las máquinas, se encontraban bajo la línea de flotación, en parte por su peso y en parte por salvaguardarlos de la artillería enemiga; una explosión en esa área era mucho más peligrosa que en las superestructuras. Como mínimo las explosiones submarinas abrían vías de agua que inundaban compartimentos y podían amenazar a la estabilidad o la flotabilidad del barco. Aunque los modernos acorazados llevaban complejos sistemas de protección antitorpedos, apenas bastaban para impedir que el barco sufriese daños críticos; en buques de menor porte el efecto de un único torpedo siempre era grave cuando no letal.

Entre los programas de armas antibuque de la Luftwaffe que había impulsado el almirante Marschall estaban los destinados a diseñar bombas de lanzamiento aéreo que tuviesen el mismo efecto que los torpedos. El motivo de tal preferencia era que las bombas llevaban mayor proporción de explosivos (hasta un 40% del peso) y eran mucho menos costosas: para una BT-400 se precisaban cincuenta horas de trabajo y estaba hecha con acero de baja calidad, mientras que un torpedo necesitaba unas dos mil horas y requería cobre y otros metales escasos. Incluso las bombas guiadas como las Fritz-X eran más baratas que un torpedo. Lo difícil era conseguir el mismo efecto, para lo que se necesitaba que la bomba estallase bajo el agua junto al costado del barco atacado; bastaba con que lo hiciese a pocos metros para que el agua en lugar de agravar los daños actuase como un colchón amortiguador.

Los ensayos con bombas teledirigidas fueron frustrantes. Las Fritz-X caían casi verticalmente y la bomba tenía que acertar en una estrecha banda de apenas dos o tres metros junto al costado, algo más difícil que conseguir un impacto directo. La bomba planeadora Hs 294, derivada de la Hs 293, estaba diseñada para entrar en el agua como un torpedo y estallar bajo el casco del buque empleando una espoleta magnética, pero de nuevo los resultados fueron descorazonadores porque las alas la frenaban durante el trayecto subacuático, que no superaba los veinte metros; para el operador resultaba casi imposible lograr que el arma cayese a la distancia adecuada del blanco. Basándose en ella se desarrolló la Hs 298, que dejaba caer en las proximidades del objetivo un torpedo buscador. Pero esos primitivos torpedos ligeros eran poco veloces y fáciles de eludir, y la Hs 298 fue relegada al ataque a los sumergibles enemigos desde más allá del alcance de las armas antiaéreas. Aun en esa misión se encontraron dificultades inesperadas como el método de liberación del torpedo, que hicieron que cuando finalizó el conflicto la Hs 298 aun no fuese operativa. Basándose en ella apareció a principios de los cincuenta el Hs 398, un zombie antisubmarino que equipó a los barcos de escolta de la Kriegsmarine.



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Un método más sencillo de poner una bomba junto al casco de un barco era el «bombardeo de rebote»: un avión volando rasante y a alta velocidad lanzaba un artefacto de forma redondeada que rebotaba en el agua hasta que chocaba con el costado. Entonces se hundía y una espoleta hidrostática o de tiempo la hacía estallar a unos metros de profundidad. El sistema fue empleado con cierta fortuna por ambos bandos, pero era tan peligroso como el torpedeo y e incluso requería más habilidad. Además no se podía emplear en muchas radas que eran demasiado pequeñas o en las que las defensas antiaéreas eran grandes. En la práctica se empleó casi exclusivamente contra mercantes o barcos de guerra de pequeño porte. En las últimas fases de la guerra los aliados desarrollaron una bomba de rebote giratoria aparentemente más eficaz, pero cuando se probó en combate las pérdidas de los aparatos que las lanzaban fueron muy altas.

Con el equipo de la Luftwaffe colaboraban expertos en balística de la Kriegsmarine que sugirieron otra posibilidad. Durante años se había estudiado la trayectoria subacuática de los proyectiles de artillería, y se sabía que cuando caían al mar seguían cursos variables que dependían de su velocidad, del ángulo de incidencia y sobre todo de la forma del morro. Por raro que parezca, cuando los proyectiles con punta plana entraban en el agua con un ángulo agudo (veinte o treinta grados) primero se hundían unos metros y luego seguían una trayectoria paralela a la superficie, similar a la de un torpedo, durante unos ochenta calibres (el diámetro del arma); posteriormente y dependiendo de su velocidad o emergían (como si rebotasen) o se hundían. Se pensó que una bomba especialmente diseñada si caía a menos de treinta metros de su objetivo tendría la energía suficiente para penetrar el costado del objetivo; aunque el barco atacado llevase algún sistema antitorpedos, la explosión en el interior causaría como mínimo daños graves muy costosos de reparar. Si no tenía energía suficiente y no perforaba el revestimiento, estallaría como un torpedo.

Tras los estudios realizados en el polígono de tiro naval de Rügen se desarrolló una bomba con un morro en forma de cono aplanado (como un sombrero chino) y con un cuerpo ahusado que recordaba a una botella de champán. Cuando se lanzaba a velocidades superiores a 400 km/h y en picado suave entraba en el agua sin rebotar, se sumergía hasta unos cuatro metros de profundidad y recorría aproximadamente treinta metros antes de frenarse. El principal problema encontrado fue el de las espoletas. Inicialmente se intentó desarrollar una doble, que se activaba con el choque con el agua y que estallaba tras un segundo choque. Sin embargo, cuando se probó empleando como objetivo el viejo acorazado Zähringen (que había sido convertido en buque blanco; se usaron bombas con carga reducida) se vio que por lo general el segundo impacto no tenía la energía suficiente para activar la espoleta. Las de tipo magnético no funcionaron mejor por ser excesivamente delicadas. Finalmente se escogió un sistema más sencillo: una única espoleta de impacto que se activaba tras chocar con el agua y que tenía un retardo de 1,2 segundos. En las pruebas se vio que el efecto variaba con a distancia a la que caían; si era menor de veinte metros se perforaba el casco, y si era entre veinte y treinta rebotaban con el casco y estallaban junto a él. Como la tasa de fallos de las espoletas fue excesivamente elevada por defectos del mecanismo pirotécnico se incorporó otra espoleta de tiempo que se activaba cuando el avión soltaba la bomba, y una tercera que se activaba si la bomba se movía, para dificultar su recuperación. Más adelante, una vez que la bomba ya no era un secreto, se sustituyeron por espoletas magnéticas o de presión, de tal manera que las bombas que fallasen quedarían enterradas en el fondo como si fuesen minas. Finalmente, un pasador de seguridad impedía que las espoletas se activasen durante el vuelo.

En noviembre de 1941 empezó la producción de la BT-400a, la versión que se transportaba externamente, que llevaba tres grandes aletas estabilizadoras. Tras las primeras pruebas se consideraron engorrosas y poco después se produjo la BT-400b, que tenía cuatro pequeñas aletas que se desplegaban tras el lanzamiento y que podía llevarse tanto en la bodega de los bombarderos como en montajes externos. La BT-400c era un modelo simplificado que llevaba cuatro aletas fijas y que se llevaba externamente. Posteriormente se desarrollaron otras más grandes (BT-800 y BT-1400) y más ligeras (BT-200), todas con aletas fijas.

Los aviones encargados del lanzamiento llevaban un visor de bombardeo modificado en el que había que seleccionar la altura de lanzamiento. Un giroscopio calculaba el ángulo de picado, y un tubo pitot la velocidad. Entonces se proyectaba una luz en una retícula que mostraba el lugar al que el piloto debía apuntar. Estos visores aun no estaban listos en marzo de 1942 y a los Ju 188 que participaron en el ataque se les instruyó para que picasen con ángulo de 30º y velocidad de 500 Km/h, y que lanzasen el artefacto a 300 m de altura. Tenían que emplear un visor convencional con el que debían apuntar a la borda contraria del barco al que atacaban.

A pesar de ser un arma prometedora, las bombas BT no llegaron a sustituir a los torpedos de lanzamiento aéreo. Lanzarlas era casi tan peligroso como el torpedeo, y varios aparatos se perdieron porque no pudieron recuperarse del picado. Como el trayecto submarino era muy corto, al buque atacado le bastaba con un pequeño cambio de rumbo (que debía realizarse mientras atacaba el bombardero) para evadir la bomba. Cuando se incorporó un cohete de combustible sólido resultó que el trayecto submarino era irregular y las bombas pasaban inofensivamente bajo el blanco. Con todo las BT funcionaron mejor cuando se emplearon conjuntamente con bombarderos convencionales y torpederos, y fueron especialmente efectivas en puerto: cuando el lanzamiento era largo y chocaban con el barco, funcionaban como una bomba convencional. Si quedaban largas, actuaban como minas que había que remover cuidadosamente antes de poder trasladar al barco atacado.



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Para la operación Aletsch se organizó una escuadrilla en un ala recién creada, la KG 106. Según lo planeado la I.KG 106 hubiese debido tener cuarenta Ju 1088, pero para la operación Eiger solo había disponibles veintisiete. Cada bombardero iba a llevar dos BT-400b en la bodega; aunque hubiesen podido llevar armas adicionales en montajes externos, hubiesen ralentizado a los aviones. Fueron apoyados por seis Ju 88E cuya misión sería iluminar los blancos.

El ataque se pospuso en varias ocasiones debido a las inclemencias del tiempo o a la ausencia de luz lunar, pero el ocho de marzo el pronóstico meteorológico era favorable y la luna en cuarto menguante iba a proporcionar suficiente luz. Para distraer a los cazas nocturnos la fuerza especial no operó por separado, sino que encabezó una masa de aviones que aparentemente se dirigía a bombardear las áreas industriales de Glasgow. Los aviones de la I./KG 106 aparentaron ser aviones guía, que los ingleses no solían atacar pues eran objetivos difíciles. Aun así dos Ju 88 y cinco Ju 188 tuvieron que volver por fallos técnicos, y dos de los bombarderos fueron derribados. Al llegar a Faslane los Ju 88 lanzaron bengalas para iluminar a los barcos presentes en la rada; después los veinte Ju 188 que quedaban atacaron uno a uno en picado suave.

La nueva bomba sorprendió a los británicos. La rada de Faslane estaba protegida por barreras de globos y redes antitorpedos, pero los Ju 188 volaban a mayor altura que los globos, y las bombas cayeron en el interior de las redes. Como el visor especial aun no estaba disponible la precisión de los Ju 188 fue bastante baja: una evaluación posterior mostró que solo la quinta parte de las cuarenta BT-400b lanzadas alcanzó sus objetivos, y el resto quedaron cortas o actuaron como bombas convencionales.

Según lo planificado el objetivo primario debían ser los portaaviones, después los acorazados y finalmente los demás buques presentes en la rada. El primero en ser alcanzado fue el gran portaaviones Formidable, el mejor de los que quedaban en servicio y que acababa de reincorporarse tras ser reparado en Nueva York. Fue alcanzado por dos bombas; una rebotó en la cubierta blindada y cayó por la otra banda, donde estalló inofensivamente. La otra penetró en una sala de calderas que quedó destruida. El buque quedó con once grados de escora aunque no corría peligro inminente. El segundo en ser atacado fue el viejo Furious. La única bomba que lo alcanzó reventó en el túnel de la hélice interna de estribor y causó una inundación que no se pudo contener. El Furious tuvo que ser embarrancado cuatro horas después para evitar que se hundiese. Después los Ju 188 se lanzaron contra los portaaviones de escolta Avenger y Biter, pero parece que su pequeño tamaño los confundió y solo una BT-400 atravesó el voladizo de la cubierta de vuelo del Biter y detonó inocuamente varios metros más allá. Un Ju 188 se estrelló contra la cubierta del Avenger.

Tras los portaaviones los Ju 188 se dirigieron contra el resto de los barcos presentes en la rada. El acorazado Barham recibió dos bombas en la proa y en el combés que causaron vías de agua moderadas. El Valiant lo fue por otra que rebotó contra el caparacho de la torre B. El crucero Manchester perdió la proa cuando una bomba hizo estallar el pañol proel; si el barco no se hundió fue gracias a las amarras y a la acción de dos remolcadores.

Minutos después del ataque de los Ju 188 se produjo el de la fuerza principal de bombarderos. Inicialmente había parecido dirigirse hacia Glasgow, y varios aviones lanzaron señales de color amarillo sobre los barrios industriales; pero esta vez la orden era ignorarlas. Los aviones guía que habían acompañado a la I.KG 106 dejaron caer sobre Faslane marcadores de color rojo y más bengalas que facilitaron la puntería de los bombarderos. Doscientos cuarenta Ju 88 y Do 217, los más modernos de la Luftwaffe, que lanzaron una combinación de bombas semiperforantes y de alto explosivo. Aunque el ataque se produjo desde una cota relativamente baja, solo cinco buques fueron alcanzados. El ya previamente tocado Barham lo fue en la popa por un artefacto que tras perforar cuatro cubiertas estalló en la sala del timón de estribor. Una bomba de alto explosivo alcanzó al Queen Elizabeth en la dirección de tiro de popa proyectando un huracán de metralla que barrió a los servidores de los antiaéreos pero que causó pocos daños de consideración. El crucero Gambia lo fue en el puente por una bomba semiperforante que no estalló. El petrolero Derwentdale fue atravesado por una bomba perforante que estalló bajo el casco y produjo una gran vía de agua, y el destructor Tartar perdió la proa al estallar el pañol del cañón A.



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Aunque la operación Eiger fue un éxito también resultó costosa. Se perdieron seis aviones de la fuerza especial y veintiuno de la principal, sumando las bajas un 9% del total. Tres noches después se repitió el ataque esta vez contra Wallsend en el Tyne (operación Mönch), donde el acorazado Anson estaba siendo alistado. Fue alcanzado por seis bombas y el barco quedó apoyado en el fondo. Sin embargo se perdieron diecinueve aviones. Diez días después se repitió un ataque contra Glasgow (operación Jungfrau) dirigido contra el Howe y el Prince of Wales, que estaba siendo reparado. Esta vez los bombarderos fueron escoltados por cazas Ju 88C equipados con radiotelémetros sintonizados para detectar las emisiones de los cazas nocturnos británicos. Sin embargo los británicos emplearon generadores de humo que ocultaron a los acorazados; solo el Howe recibió una bomba en la banda que causó daños leves. A pesar de la escolta de caza fueron veintidós los aparatos perdidos.

En conjunto la primera fase de la operación Aletsch había sido muy exitosa ya que había dejado fuera de combate a la mayor parte de los buques de batalla que aun tenía la Royal Navy. Especialmente graves fueron los daños sufridos por el añoso Furious; tras inspeccionarlos se decidió postergar su recuperación para dar prioridad a otros buques más valiosos; posteriormente fue declarado una pérdida constructiva total y desguazado in situ. Otro barco que no fue reconstruido fue el crucero Manchester. Fue trasladado a Glasgow para ser reparado, pero diez días después volvió a ser alcanzado, se hundió en el dique y ya no fue recuperado. En 1944 fue puesto a flote y desguazado. Similar suerte corrió el acorazado Anson. Aunque las averías no eran tan serias como en el Manchester, se decidió emplear sus componentes para acelerar los trabajos en el Howe (cuyas daños solo supusieron un retraso de dos semanas) y en el Prince of Wales.

Inicialmente se pensó que los daños en el Formidable no eran excesivamente graves, pero la explosión de la bomba que inundó la caldera había deformado la quilla del castigado barco, que era la cuarta vez que sufría daños en combate. El portaaviones de escolta Avenger había sufrido un grave incendio que había afectado a la cubierta de vuelo y al hangar. El Barham también estaba en mal estado y la popa iba a tener que ser reconstruida. Los repetidos bombardeos que estaba sufriendo Glasgow obligaron a trasladar los dos barcos a Belfast, que aun estaba relativamente a salvo de la Luftwaffe. El Avenger fue devuelto a la US Navy para que fuese reparado, y el Tartar fue reconstruido a pesar de tener el tercio anterior destrozado, empleando la proa del destructor de su misma clase Nubian, que había perdido la popa un mes antes tras ser torpedeado. Los demás buques alcanzados no tenían daños serios y pudieron ser alistados en pocos días, aunque en el Valiant la torre alcanzada quedó atorada; repararla llevaría semanas y dada la situación bélica se prefirió mantenerlo en servicio. Fueron igualmente graves los daños que sufrieron las instalaciones portuarias y los astilleros, agravados porque fueron causados por bombas de alto explosivo y no por incendiarias.

Sin embargo los alemanes se vieron obligados a suspender la operación, en parte por los magros resultados del último ataque (que demostraron que los británicos habían desarrollado una manera de confundir a los atacantes) como por las pérdidas, que entre las tres incursiones sumaron noventa y seis aviones contando los de la KG 106, los de unidades de reconocimiento y los accidentes. Suponían un 21% de los asignados originalmente y en la I./KG 106 las bajas alcanzaron el 40%. Aunque se entregaron Ju 188 adicionales, ese ritmo de bajas no era sostenible y hubo que anular la segunda fase de la ofensiva, en la que se pretendía actuar contra los mercantes surtos en los puertos de la costa oriental de Escocia.

La suspensión de la operación Aletsch no significó que terminasen las operaciones contra las instalaciones navales escocesas, sino un cambio de la táctica. Se intensificó el acoso a los cazas nocturnos británicos empleando cazas pesados Ju 88 y Bf 110 que realizaron repetidas incursiones sobre sus aeródromos, en las que lanzaron bombas y minas y se atacó a los aviones enemigos en el aire. Los efectos de los ataques fueron pequeños; parece que solo se consiguió derribar cuatros Beaufighter y un deHavilland Mosquito, más otros seis aparatos destruidos en tierra, a cambio de doce cazas alemanes; pero desataron el «Blitz panic» entre las desmoralizadas dotaciones de la RAF, que estaban siendo atacadas en su hasta ahora inviolable santuario escocés. De hecho, parece que tres de los aviones derribados lo fueron por otros aviones ingleses que los confundieron con incursores alemanes. También se emplearon en número no visto hasta entonces aviones equipados con sistemas destinados a interferir los radares británicos y las comunicaciones por radio, empleando bombarderos He 111 y Do 217 convertidos. Además en el ataque realizado contra Elswick se emplearon por primera vez el «Düppel»: eran tiras de papel metalizado que lanzaban las tripulaciones y que cegaron a los radares británicos.

Las incursiones realizadas fueron de dos tipos. Prácticamente todas las noches pequeños grupos de bombarderos Ju 88 y Ju 188 que llevaban cargas ligeras (para que no tuviesen que llevar armamento externo que ralentizase a los aviones) atacaron los puertos y astilleros. Gracias a su velocidad, eran aviones difíciles de interceptar, aunque causaban daños pequeños. Con todo, su misión no era provocar destrucción sino dificultar las tareas de reconstrucción y agotar a los escoceses, que durante el «Scotland Blitz» tuvieron que dormir todas las noches menos dos en los refugios. Además se realizaron grandes incursiones «convencionales» sobre áreas industriales del norte de Gran Bretaña empleando bombas explosivas e incendiarias. En estos ataques participó la mayor parte de los bombarderos nocturnos alemanes (salvo los más viejos Dornier 17), y en el realizado contra Govan participaron seiscientos cincuenta bombarderos, cuarenta cazas t treinta y cinco aviones de interferencia.



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Savely y Felix apenas abandonaban el apartamento, pero una salida obligada era para comprar la prensa. El alemán leía las noticias sobre la titánica batalla naval que se había librado en las Canarias, unas islas cerca de África de las que nunca había oído hablar, pero Savely prefería los anuncios. Sobre todo los personales, que repasaba uno a uno, y volvía a revisar para que nada le pasase desapercibido. Una buena costumbre, porque en una de esas relecturas fue cuando descubrió una nota: una tal Anna Rauschenberger pedía información sobre su marido Jurgen Rauschenberger, que era un soldado que servía en Mesopotamia. Solicitaba que si alguien sabía algo de él mandase una carta a un apartado de correos. Savely miró en otro periódico y encontró el mismo anuncio. Tras cotejarlos y comprobar que eran idénticos, Savely contó cuántas veces aparecía la palabra «der» en el texto: eran cinco, es decir, tenía que actuar siguiendo el plan cinco. Ya sabía qué significaba: conocía el objetivo y, por tanto, el lugar. Era el momento de hacer los últimos preparativos.

—Felix, ponte el abrigo que nos vamos a pasear.



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Ahora que el asunto de Herta y ese mayor barbilampiño parecía funcionar, resultaba que el dichoso Johan volvía a las andadas. Había tenido la desfachatez de buscar una cabina de teléfono para llamar a Jutta y darle instrucciones. Gerard no esperaba que el ruso emplease un método tan directo; menos mal que cuando el dependiente de la tienda de ultramarinos de la esquina subió al piso para avisar que estaban llamando —pues la traidora no tenía teléfono en casa— la agente de la Central había tenido la entereza de hacerse pasar por Jutta. Llevaba tiempo intentando copiar el acento báltico de la esposa del difunto Jurgen, y afortunadamente parecía que Johan nunca había hablado con la renegada y no conocía su voz.

Johan le dictó a la falsa Jutta un corto texto que le hizo repetir para asegurarse de que no hubiese errores, y le ordenó publicarlo en varios periódicos. También le dijo que cuando lo hiciese tenía que parecer una esposa engañada que buscaba a un marido que había aprovechado la llamada de las armas para darse el piro. Obedientemente la Central siguió las instrucciones al pie de la letra. Gerard estuvo tentado de modificar el anuncio, pero luego se lo pensó mejor: Alemania no era famosa por sus fallos y seguramente Johan revisaría los periódicos con lupa.

Un presentimiento le dijo a Gerard que esa nota de prensa iba dirigida al Alto. Ya sabía que el agente ruso que era una bomba, y ahora habían encendido la mecha.

—¿Cómo va la búsqueda de nuestro amigo?

—Seguimos trabajando, Herr Director. Pero no es fácil. Las listas de sospechosos son largas y tenemos que comprobarlos uno a uno, y no tenemos suficientes agentes.

—Es posible que ahora tengamos algo. Vamos a cambiar el método. Ya no vais a perder tiempo investigando los sospechosos uno a uno. Vamos a enviar a agentes a pasear cerca de sus domicilios. Es posible que el Alto salga a la calle. Si es así, que ni lo piensen: quien lo vea que se acerque y que le descerraje un tiro en la tripa. Luego, si sobrevive, ya lo interrogaremos.



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