Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 36
El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía.
Mark Twain
Tras los combates del verano de 1940 el canal de Suez estaba bajo control italiano y alemán, pero tres cuartos de siglo de presencia británica habían dejado huellas. Una era la red de espías que desde Port Said y Suez controlaba el paso de buques. De ahí que en Londres se supiese del paso al mar Rojo de una importante fuerza enemiga pocas horas después de que los barcos recorriesen el canal. Dos días más tarde llegó otro aviso: desde Massaua se estaban haciendo a la mar unidades francesas, italianas y españolas.
No era un buen momento para la Royal Navy que estaba debilitada por sus derrotas en el Atlántico. Apenas quedaban barcos modernos en el Índico e incluso había pocos de los destinados a la vigilancia. La anterior incursión francesa y la actividad cada vez mayor de los submarinos hacían excesivamente peligroso que los barcos de superficie vigilasen la salida del mar Rojo. Solo podían hacerlo los sumergibles, pero tampoco había suficientes, y casi todos los que quedaban estaban anticuados. Aun así hubo suerte y el HSM Osiris consiguió detectar el paso de una importante fuerza naval. Por desgracia estaba demasiado lejos para atacarla, pero pudo apreciar su composición. Seis horas después el sumergible emergió y su mensaje confirmó lo que ya se sabía: la flota francesa volvía al Índico.
En cuanto las calderas tuvieron presión zarparon desde False Bay el portaaviones Hermes y dos cruceros. Desde Attu lo hicieron el acorazado Royal Sovereign, que ya había finalizado sus reparaciones, otros cuatro cruceros y el portaaviones de escolta Ardent. Por desgracia el Ardent era un buque de capacidad muy limitada y los ocho cazas Wildcat que llevaba no eran suficientes para oponerse a los aviones del Pacto basados en Somalia y en Adén. El Hermes con sus doce Fulmar no estaba mejor equipado. Tras la experiencia de Mogador el almirante Layton no pensaba arriesgarse en aguas cercanas a las bases del Pacto, y menos sin disponer de suficiente apoyo aéreo. Estableció las Seychelles como punto de cita; desde allí podrían atacar a los barcos franceses si intentaban acercarse a Madagascar, o interceptarlos si realizaban alguna correría. También se avisó a los convoyes para que se acogiesen al puerto más cercano.
El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía.
Mark Twain
Tras los combates del verano de 1940 el canal de Suez estaba bajo control italiano y alemán, pero tres cuartos de siglo de presencia británica habían dejado huellas. Una era la red de espías que desde Port Said y Suez controlaba el paso de buques. De ahí que en Londres se supiese del paso al mar Rojo de una importante fuerza enemiga pocas horas después de que los barcos recorriesen el canal. Dos días más tarde llegó otro aviso: desde Massaua se estaban haciendo a la mar unidades francesas, italianas y españolas.
No era un buen momento para la Royal Navy que estaba debilitada por sus derrotas en el Atlántico. Apenas quedaban barcos modernos en el Índico e incluso había pocos de los destinados a la vigilancia. La anterior incursión francesa y la actividad cada vez mayor de los submarinos hacían excesivamente peligroso que los barcos de superficie vigilasen la salida del mar Rojo. Solo podían hacerlo los sumergibles, pero tampoco había suficientes, y casi todos los que quedaban estaban anticuados. Aun así hubo suerte y el HSM Osiris consiguió detectar el paso de una importante fuerza naval. Por desgracia estaba demasiado lejos para atacarla, pero pudo apreciar su composición. Seis horas después el sumergible emergió y su mensaje confirmó lo que ya se sabía: la flota francesa volvía al Índico.
En cuanto las calderas tuvieron presión zarparon desde False Bay el portaaviones Hermes y dos cruceros. Desde Attu lo hicieron el acorazado Royal Sovereign, que ya había finalizado sus reparaciones, otros cuatro cruceros y el portaaviones de escolta Ardent. Por desgracia el Ardent era un buque de capacidad muy limitada y los ocho cazas Wildcat que llevaba no eran suficientes para oponerse a los aviones del Pacto basados en Somalia y en Adén. El Hermes con sus doce Fulmar no estaba mejor equipado. Tras la experiencia de Mogador el almirante Layton no pensaba arriesgarse en aguas cercanas a las bases del Pacto, y menos sin disponer de suficiente apoyo aéreo. Estableció las Seychelles como punto de cita; desde allí podrían atacar a los barcos franceses si intentaban acercarse a Madagascar, o interceptarlos si realizaban alguna correría. También se avisó a los convoyes para que se acogiesen al puerto más cercano.
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Tilo Schroeder. Con Rommel en el Edén. Heder. Freiburgim Breisgau, 1963.
La caída de Basora marcó el final de la campaña de Mesopotamia; ya solo quedaron operaciones de limpieza. Nuestras avanzadas persiguieron a los británicos que se retiraban por la costa iraní del Golfo Pérsico pero infructuosamente. Los contingentes ingleses (mejor dicho, hindúes) que quedaban eran pequeños y se retiraban apresuradamente en cuanto nos veían, no sin antes arrasar cualquier cosa que nos pudiese servir; que Irán fuese un país neutral parecía no importarles demasiado. Dejaron la refinería de Abadán convertida en un infierno llameante, y con los rieles del ferrocarril hicieron unos lazos muy curiosos que llamaban corbatas de Sherman. También destruyeron puentes, líneas eléctricas, de telégrafo, y todo lo que separaba a ese desgraciado país de la Edad Media. En el momento que veían acercarse a nuestras patrullas escapaban o se encerraban en enclaves costeros hasta que los evacuaba la marina, no sin sembrar de pecios y explosivos las radas.
El avance de nuestros hombres se estaba complicando porque ade-más de carecer de provisiones y combustible estaban sufriendo el martirio de los aviones enemigos. No es que les quedasen muchos en Oriente, y la mayoría era de tipos anticuados; fue en esas operaciones la última vez que se vieron antiguallas como el Hawker Audax, que a saber en qué museo habrían encontrado. Por viejos que fuesen, suponían una molestia pues nuestras bases estaban demasiado lejos y no teníamos suficientes Bf 110, ya que no se estaban reemplazando las pérdidas e incluso habían llamado a Europa a un grupo. No menor importante era que nos estábamos moviendo por lo que en teoría era un país neutral. Al Sha no le agradaba que su país se convirtiese en un campo de batalla y envió a sus tropas para impedir que los ingleses siguiesen haciendo el animal; pero también colocó algunas barreras para detenernos. Nada amenazador, apenas unos pocos pelotones que parecían más una guardia de honor que fuerzas de combate. Nos hubiese bastado con un soplido para apartarlas, pero por esos lares preferíamos tener aliados a enemigos. Tras consultar con Berlín el general Rommel decidió dar por finalizada la persecución y nos retiramos, aunque mantuvo una importante fuerza en la frontera para tener argumentos de peso en nuestras negociaciones con el Sha. El monarca persa no nos hacía ascos, pero no olvidaba que tenía a un lado la colonia de la India —entre hindúes y persas la animosidad era cen-tenaria— y al norte al oso ruso, siempre presto a avanzar hacia tierras más cálidas. Así que todo quedó en un acuerdo según el cual reconocíamos su neutralidad siempre que los demás lo hiciesen; los ingleses, que ya estaban metidos en líos sin cuento, prefirieron hacer lo mismo y retirarse hacia su colonia a intentar aplacar los malos vientos que soplaban por el subcontinente, que amenazaban en convertirse en temporal.
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Obviamente, a nosotros nos venía de perlas que la intranquilidad se extendiese por la India. Sería la joya del imperio, pero estaba engastada en la corona británica muy a disgusto. Hasta entonces Londres se las había apañado para controlar el inmenso país con un puñado de hombres valiéndose de las divisiones internas y de la cohorte de reyezuelos, rajás, maharajás que infestaban el subcontinente. Pero las elites hindúes siempre habían odiado a sus opresores, a los que acusaban no sin parte de razón de los terribles desastres que les afligían en forma de hambrunas y epidemias. Los británicos sabían con quienes se jugaban los cuartos y no les temblaba la mano cuando tenían que reprimir las protestas aunque fuese a sangre y fuego; ya se sabe que los ingleses son muy civilizados pero solo con los seres humanos, un concepto muy suyo que incluye a los que son rubios y con ojos azules —siempre que no tengan acento irlandés— y que rebaja a la categoría de negros a hispanos, hindúes y lo que se tercie. Obviamente, negros y aborígenes quedan degradados al nivel de los monos y son perseguidos como alimañas.
Los ingleses tenían la fortuna de que muchos hindúes odiaban la violencia y que los lideraba por un tal Gandhi, un santón que promovía la resistencia pacífica. Eso venía a ser una huelga de brazos caídos a ver quién se cansaba antes, método que puede ser útil en tiempos de paz pero menos en medio de una guerra, en la que bastaba con opinar a destiempo para acabar internado en un campo. Además el santón ese era antialemán y había dicho a los suyos que hasta que no acabase la guerra, a trabajar como Dios manda. O como mandan los de su panteón, que de dioses por ahí no andan faltos.
A otros indios no les molestaba tanto la sangre, pues el subcontinente era morada de castas guerreras cuyo honor estaba en la espada. Aunque no había una resistencia organizada, de vez en cuando se atracaban bancos, se volaba un tren o se cargaban a algún comisionado que molestase más de la cuenta. Aunque apenas eran picotazos preocupaban a los británicos que sabían que eran signo de que se podía producir una explosión en cualquier momento. También era señal de que los hindúes se estaban envalentonando, aprovechando que el prestigio de los ingleses estaba por los suelos. Los británicos de la India sabían que los tiempos habían cambiado, y ya no veían en los ojos de sus sirvientes la sumisión de otra época. Mala cosa, porque el colonialismo depende en buena parte de que los indígenas se dejen colonizar, y a los indios ya no les hacía tanta gracia ver a los sahibs disfrutando de sus gin-tonics mientras los negros —ya he explicado que significaba ese concepto— morían como perros. O peor que perros, que los canes de los señores recibían mejor trato que los miserables que llenaban las aceras. La consecuencia era que había miembros del congreso nacional dispuestos a tratar con nosotros, pensase lo que pensase ese tal Gandhi. Aunque los ingleses vigilaban con lupa los movimientos de los nacionalistas más de uno había seguido la ruta de su antiguo presidente Chandra Bose, y vía Afganistán e Irán se habían plantado en nuestra puerta para rogarnos que liberásemos su país.
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He citado a ese Chandra Bose porque era un elemento que Berlín nos había mandado a ver qué podíamos hacer con él. Había sido un dirigente del movimiento nacional hindú y en 1939 lo habían detenido por convocar huelgas contra los ocupantes; protestaba por la decisión del virrey de la India de declararnos la guerra, ya que el sahib se había pasado leyes y normas por cierto sitio y lo había hecho sin la preceptiva consulta al congreso hindú. Total, para qué iba a hacer caso a una panda de negros. Tras algunas peripecias Chandra Bose se había plantado en Berlín, y Von Papen nos lo reexpidió con la intención de meter cizaña. Había que aprovechar que habíamos capturado a muchísimos soldados hindúes (entre los atrapados en Sudán, Palestina y Mesopotamia sumaban unos cincuenta mil, a buena parte de los cuales teníamos en campos en Irak) para formar con ellos un ejército proalemán.
Con ese tipo también nos llegó la recomendación de que tuviésemos cuidado. Bose era un presuntuoso que se arrogaba la representación de la India aunque era abominado por amplios sectores de su propio partido. Actuaba como si fuese el líder de una gran potencia mundial que condescendía a relacionarse con nosotros, cuando en realidad era un pobre refugiado que nos lloraba para que le ayudásemos. No era cuestión de ofenderlo pero tampoco de aceptar sus exigencias. Además su ascendencia, como la del partido del congreso, se reducía casi exclusivamente a los hinduistas. La India, con su atribulada historia, era una mezcla de razas, culturas y religiones. Las principales eran el hinduismo, el sijismo, el Islam, y también había budistas e incluso algún cristiano despistado. El partido del congreso era apoyado casi exclusivamente por los hinduistas y por pocos sijs; se debía a que en la estructura de castas de la India la mejor manera que tenía un apestado para salirse del sistema era cambiar de credo; últimamente las conversiones habían sido al cristianismo, pero como los emperadores mogoles de religión islámica habían dominado durante siglos, había muchísimos musulmanes. Los hinduistas, que no eran tontos, sabían que muchos de esos fervorosos seguidores de Mahoma descendían de intocables, y buenos eran ellos para tratarlos como iguales y no como a ratas. Por su parte los muslimes tampoco necesitaban mucha provocación para liarse a tortas con los adoradores del dios elefante.
A nosotros también nos interesaba contactar con los representantes de los musulmanes, pero desde que un tal Dietrich se cargó al muftí de Jerusalén —una especie de pope que nos estaba haciendo la puñeta—, nuestra popularidad en el mundo islámico no era excesiva. Que no hubiésemos exterminado a los judíos tampoco ayudaba, y aun menos que estuviésemos protegiendo a los cristianos de Mesopotamia. Ya se sabe que la memoria de un fanático religioso deja en mantillas a la de los elefantes, y muchos paquistaníes preferían seguir lamiendo las botas inglesas si de vez en cuando podían martirizar paganos, politeístas o los que tuviesen a mano.
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La tenue luz del amanecer apenas dejaba ver la árida costa cuando el crucero Navarra, uno de los buques más antiguos de la flota del Pacto, tuvo el honor de disparar el primer cañonazo. Del aeródromo de Mori se elevaban columnas de humo consecuencia de los bombardeos aéreos del día anterior; ahora los proyectiles empezaron a caer sobre las playas. Momentos después se unieron al Navarra el acorazado Provence y los cruceros San Giorgio y Bari. Los hidroaviones del Giuseppe Miraglia y del Comandant Teste corrigieron el tiro de los buques y buscaron nuevos objetivos para los cañones. Desde Mori la estación de radio emitió mensajes pidiendo auxilio, cada vez más desesperados. Antes de quedar en silencio emitió un radio comunicando que estaban desembarcando tropas del Pacto.
Al mismo tiempo llegó un mensaje del Osiris informando que había atacado a un gran convoy del paso en el golfo de Adén. El submarino había tenido que permanecer sumergido para eludir la vigilancia de los hidroaviones, pero emergió al anochecer y consiguió detectar con su radar una masa de buques que se dirigía directamente hacia su posición. Cuatro horas después pudo lanzar ocho torpedos, alcanzando a dos buques. El Osiris pudo zafarse del acoso de los destructores y seis horas después emitió un mensaje que informaba del paso del convoy y del ataque. Mientras los destructores Quintino Sella, Carlo Mirabello y Augusto Riboty pudieron salvar a los mil doscentos hombres que llevaban los transportes torpedeados.
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Aunque a los clérigos muslimes no les hiciésemos demasiada gracia, los soldados hindúes de esa religión eran profesionales que necesitaban seguir cobrando si querían que sus familias comiesen. Se suponía que los británicos entregarían las pagas a las familias de los prisioneros, pero si Inglaterra era derrotada ese dinero se evaporaría; por eso, languidecer en un campo de prisioneros no era la mejor opción. Más interesantes aun eran los demás, pues unos eran sijs —una religión guerrera del noroeste de la India— y los otros procedían de castas guerreras. El honor formaba parte de su tradición y había quedado mancillado al ser derrotados ignominiosamente. Poco costó convencerlos de que la causa del desastre había sido la estupidez de sus generales ingleses —era verdad— y que poca dignidad había en servir a los que disparaban contra sus familias. Ese argumento impresionó sobre todo a los sijs, que recordaban la masacre de Amritsar, su ciudad sagrada. Ahí los ingleses habían ametrallado a una manifestación causando miles de muertos. Como no era la única matanza de la que podían hacer gala los sahibs, también pudimos convencer a los soldados hinduistas, que además eran en su mayoría seguidores del partido del congreso.
Necesitábamos reclutarlos porque Berlín, en vez de enviar refuerzos, estaba reclamando algunas de nuestras unidades. Ya nos habíamos quedado sin muchos veteranos, nos habían retirado la mayor parte de los cazas, y la séptima panzer acababa de recibir la orden de volver a Europa. Nos extrañó porque en Alemania tenían tanques para dar y regalar, y transportar una formación pesada era engorroso. Pero órdenes son órdenes y tuvimos que despedirnos de la división que tan gallardamente había peleado en Habbaniya.
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Equipar a las fuerzas auxiliares no sería problema porque el ejército nadaba en armas capturadas; algunas fueron enviadas a la metrópoli —bastantes fueron recalibradas para que empleasen munición estándar alemana y otras fueron cedidas a nuestros aliados— pero las que quedaron eran tantas que Berlín nos pidió que reclutásemos a todo lo que se moviese y que fuese mínimamente confiable. Para sorpresa de propios y extraños, las primeras unidades nativas se formaron en Palestina y estaban formadas por hebreos. Parecerá extraño tras las veleidades antisemitas de los nazis, pero los juicios de Berlín habían demostrado al mundo que lo de apalear judíos era cosa del pasado. Además enviaron desde Berlín a un buen hombre, un negociador llamado Ludwig Erhard. Era un industrial que había caído en desgracia ante los nazis por haber trabajado por la concordia internacional, y llevar la paz a esa tierra torturada le pareció la oportunidad de su vida. No sabía que le costaría la suya, pues el grupo Irgún agradeció sus desvelos asesinándole. Antes pudo llegar a un acuerdo con Ben Gurión, el líder de la agencia judía. Negociar con una persona de convicciones tan firmes debió ser épico, ya que Erhard tuvo que decirle que aunque se iba a respetar los bienes de los judíos, la propiedad de algunas tierras era como mínimo dudosa. En su día hubo acaudalados árabes que sobornaron a los funcionarios turcos para que inscribiesen a su nombre enormes extensiones; poco importaba que los campesinos llevaran siglos viviendo en ellas. Después las habían vendido a los sionistas, que habían erigido sus colonias tras expulsar a sus anteriores ocupantes. Ahora íbamos a revisar con lupa esas adquisiciones y si se demostraba que eran fraudulentas se devolverían las tierras a sus propietarios.
Sin embargo, no íbamos a echar a los judíos de las tierras así como así. En una reunión previa que tuvieron Rommel y Erhard se había decidido que aunque la propiedad de esas tierras fuese dudosa, los hebreos habían pagado por ellas y las habían mejorado. Buena parte de los terrenos que ahora tenían habían sido eriales o ciénagas que los árabes les habían vendido muy a gusto, y habían sido redimidas con gran esfuerzo. Ahora los palestinos los reclamaban diciendo que el tatarabuelo Hassan había llevado a sus cabras a esas peñas, o que el bisabuelo Mohamed oía cantar las ranas de aquellas charcas palúdicas. Incluso en las parcelas más feraces se habían construido regadíos, caminos y casas cuyo valor superaba al de la tierra. Si los árabes las deseaban, magnífico, pero no las iban a recibir de balde. Los hebreos, además, no solo habían cultivado las tierras sino que las habían regado con su sangre, ya que muchos de esos plutócratas árabes sin escrúpulos les habían vendido tierras incultas para acto seguido azuzar a las masas para que acabasen con los recién llegados. Era la manera con la que los desalmados de El Cairo o de Beirut se enriquecían y al mismo tiempo quedaban como adalides de la causa palestina. Simplemente, no íbamos a expulsar a aquellos hombres cuyos familiares descansaban para siempre en el país por el que habían luchado.
La administración alemana iba a mediar entre ambas partes ya que tenía bazas de gran peso: las grandes fortunas confiscadas a los partidarios del Muftí y de sus esbirros. Uno de los pilares de la política germana en esas tierras era acabar con el poder de los grupos hostiles y entre ellos destacaba la familia Husseini. No era una familia como podamos entenderla en Alemania sino más bien una tribu, un clan con miles de miembros que se habían infiltrado por todas partes y que llevaba siglos rebelándose contra el gobernante de turno; si fuese por lograr la independencia de su patria aun tendría un pasar, pero a los Husseini solo les importaba el poder y su patria era la riqueza de su familia. Si el ocupante de turno era demasiado fuerte, como en su momento los ingleses, buscaban otras maneras de deshacerse de sus enemigos. En los años veinte habían aprovechado la llegada de inmigrantes hebreos para emplearlos como chivo expiatorio: habían sido los primeros en venderles tierras para luego provocar motines contra ellos, y luego aprovechar las algaradas para acabar con sus rivales, sobre todo los moderados de la familia Nashashibi. Por suerte para nosotros el muftí había sido un insensato que creía que podía enfrentarse al Reich y organizó un atentado contra Goering que estaba lleno de cabos sueltos. Pocas horas tardó en pagar con su vida, y sus familiares bastante tenían con seguir de una pieza, pues el decreto del Statthalter que los condenaba a desaparecer había sido relajado tras su muerte. Pero lo único que salvaron fue la vida. Se les arrebataron todas sus propiedades y si querían permanecer en Palestina, lo harían como miserables jornaleros. A los que quisieron los dejamos marchar pero solo con lo puesto, y pesando sobre ellos la amenaza de convertirse en objetivo de la larga mano alemana si se atrevían a mover un dedo contra nosotros. No fue una advertencia vana como comprobaron un par de grupúsculos que intentaron resurgir en Bagdad y en Estambul, y de los que no volvió a saberse.
La familia, por unos medios o por otros, se había hecho con media Palestina, y sus antiguas posesiones fueron excelente moneda de cambio. Erhard se reunió con Raghib al-Nashashibi; era el líder del clan rival y se había convertido en el representante de los árabes palestinos. Era de los pocos que aceptaban la presencia judía, hasta tal punto que se había casado con una hebrea francesa, pero cabalgaba en el tigre que habían despertado los Husseini. Es probable que cuando exigió que se echase a los judíos sionistas lo hiciese no por convicción personal sino presionado por sus seguidores. En cualquier caso, Erhard le contestó que era esa propuesta podría considerarse, ya que se podría asentarlos en las tierras de los Husseini. Obviamente Nashashibi se puso como un basilisco, no solo porque su propio clan ambicionaba las tierras de los rivales sino porque tal medida significaría dejar sin tierras a muchos campesinos. Nuestra respuesta vino en bandeja ¿no estaban pidiendo los árabes que se expulsase a los judíos? Pues a ese juego podían jugar dos. Mal que bien se fue llegando a acuerdos que permitieron que la mayoría de los hebreos que ya estaban en la región conservasen sus tierras. Posteriormente se dijo, no sin parte de razón, que Alemania les había favorecido; pero no solo era una comunidad que nos parecía más confiable, sino que teníamos presente el efecto que tendría entre los judíos estadounidenses el trato que diésemos sus correligionarios. En los pocos casos en los que no hubo acuerdo el gobierno alemán no dejó a los hebreos en la estacada. Había enormes extensiones incultas que solo esperaban la llegada del agua para dar frutos, y también se ayudó a aquellos que lo deseasen a establecerse en las antiguas colonias inglesas.
Esas medidas no terminaron de gustar a Ben Gurión, que como buen sionista pensaba que su pueblo tenía derecho divino a quedarse con toda Palestina —había extremistas que reclamaban desde el Nilo hasta Damasco— pero nuestra postura fue inamovible; queríamos una Palestina en paz y no un avispero. Los fanáticos abominaron del acuerdo, como si no nos odiasen lo suficiente, e incluso se produjeron algunos atentados. Poco duró la resistencia: Erhard le dijo a Ben Gurión que si no colaboraba con nosotros disolveríamos la agencia judía y expulsaríamos a todos los judíos de Palestina, salvo a los que pudiesen acreditar que vivían allí antes de 1880. Para demostrar que no nos íbamos a andar con contemplaciones se juzgó y ejecutó a dos docenas de terroristas que habíamos capturado. Al final Ben Gurión transigió y los asesinos del Irgún y del grupo Stern vieron cómo se les cerraban las puertas en todas partes. Por desgracia, uno de sus últimos crímenes fue el atentado que costó la vida a Erhard. A su funeral asistieron miles de hebreos y de palestinos que lloraban por el sacrificio del que había conseguido ofrecer un futuro a esas tierras a esas tierras empapadas de sangre.
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El acuerdo entre Ben Gurión y Erhard no se limitó a Palestina. De mayor importancia era resolver el problema judío, una cuestión que siempre había sido grave en Europa oriental —apalear hebreos era el deporte nacional polaco— y que los criminales nazis habían enconado. Nos comprometimos a que cesase la persecución no solo en Alemania —donde era cosa del pasado— sino en el resto de Europa. No fue fácil: aunque los juicios de Berlín hubiesen acabado con los criminales más destacados, quedaban muchos nazis de medio pelo que creían en la pureza de la raza, y más de uno pasó una temporada a la sombra meditando sobre la igualdad de los alemanes ante la ley. También fue preciso llamar la atención de algunos fascistas locos de los Balcanes, en ocasiones de manera un tanto expeditiva: por ejemplo, hubo que advertir a Antonescu —muy diplomáticamente— que si no abolía las leyes antisemitas lo aboliríamos a él. Además se indemnizó a los hebreos perjudicados por la vesania nazi. Supuso una suma muy importante, pero Berlín dio el visto bueno aunque solo fuese por la favorable publicidad que nos reportó.
Respecto a Palestina —o Israel, como prefería llamarla Ben Gurión—, se crearon zonas de mayoría hebrea y zonas de mayoría árabe y se favoreció el reasentamiento de las poblaciones. Como concesión a los árabes se limitó drásticamente la inmigración judía a Palestina. Como era previsible se disparó la emigración ilegal, que aprovechaba que el Mediterráneo ya no era una zona de guerra. Un bonito negocio que perdió atractivo cuando los marineros de los barcos pirata acabaron colgados de los penoles, y los pasajeros, en batallones de trabajo. Como quedaban en Europa muchos judíos con ganas de emigrar —no creo que les apeteciese seguir en Polonia, donde se les odiaba— se les prometió la creación de un estado judío en algún punto de África todavía por decidir. Ese estado gozaría de la soberanía compartida sobre Palestina con un modelo similar al de Alsacia y Lorena. Lógicamente, solo se podría hacer tras la guerra: razón de más para que los hebreos nos apoyasen.
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Las propuestas políticas y territoriales no eran las que Ben Gurión hubiese querido, pero para endulzar la pócima se incluyó la constitución de un ejército nacional judío. Ya existía —era la Haganá— pero era una organización clandestina; ahora iba a adquirir forma legal. Durante la guerra iba a quedar subordinado al ejército alemán, e inicialmente sus unidades, del tamaño máximo de brigadas, tendrían mandos germanos. No tanto por garantizar su fidelidad sino porque la experiencia militar de los hebreos no pasaba de algunas escaramuzas. A medida que hubo militares judíos preparados fueron sustituyendo a los nuestros. Pronto destacó un joven oficial, un tal Moshe Dayán, que ya se había distinguido al derrotar a una banda de salteadores árabes. Se le ascendió a mayor y recibió el mando de un batallón. Acabó la guerra al frente de la primera brigada acorazada judía, y en la posguerra fue el organizador del ejército de Sion.
El ejército alemán armó y entrenó a esas brigadas. Algunos batallones se quedaron en Palestina colaborando con las fuerzas germanas en el mantenimiento de la paz. Fue preciso advertirles que no se tolerarían las tropelías contra los árabes. El resto se integró en la Wehrmacht operando en oriente; durante la guerra rotaron los batallones estacionados en Palestina con los del frente con la intención de que todos adquiriesen experiencia militar. Para animar a los posibles voluntarios y por sugerencia de Erhard se creó el título «Reichsfreund», amigo del Reich, que confería a su titular ciertos privilegios. Entre ellos, poder quedarse en Palestina —en el caso de los ilegales—, tener prioridad en la asignación de tierras, poder pedir el auxilio de los consulados y embajadas alemanes y, con ciertas condiciones, hasta podrían aspirar a la ciudadanía alemana —los que no la tuviesen— y emigrar al Reich. También se estableció un fondo para compensar a los familiares de los que cayesen en combate.
Independientemente de las ventajas individuales que tuviesen los soldados, la Agencia Judía también estaba muy interesada en la creación de ese ejército. Supuso que la Agencia recuperase su estatus oficial —desde nuestra llegada el año anterior había estado en el limbo—, y a nadie se le escapó que las brigadas judías iban a ser una baza de crucial importancia para la posguerra. También era obvio que existiendo un ejército judío la comunidad hebrea ya no tendría nada que temer de Alemania.
En poco tiempo se formaron largas colas ante las oficinas de reclutamiento. Algunos se presentaron a título individual, sobre todo los que veían peligrar su estancia en Palestina, pero otros lo hicieron siguiendo órdenes de la Haganá. En febrero se constituyó oficialmente la primera brigada judía y durante la guerra se crearon ocho más, tres en Palestina y el resto en Europa. En Palestina solo se quedaron dos batallones, y los demás fueron enviados a Mesopotamia, ya que pensábamos repetir las prácticas del antiguo imperio español, es decir, el exilio militar. Los hispanos enviaban a los soldados lejos de la tierra en la que nacieron: españoles a Flandes, valones a España e italianos a donde fuese, para que fuesen todos extranjeros y sin ganas de hacer causa común con los de casa.
Contado así parecería que fue todo un camino de rosas; ni por asomo. Hubo bastantes descontentos, e incluso ocasionales intentos de infiltración por grupos terroristas, que terminaron cuando los protagonistas comparecieron ante consejos de guerra. Las deserciones fueron plaga entre los que supieron que iban a ser destinados fuera de Palestina; tuvieron la suerte de que tuviésemos que tratarles con mucho tacto, ya que esa brigada se estaba convirtiendo en un estupendo instrumento de propaganda. No se les aplicó el castigo que merecen los que abandonan las armas, pero se les envió a batallones de trabajo y perdieron el derecho a residir en Palestina. Algunos formaron bandas de salteadores, y perseguirlos fue la primera operación del nuevo ejército; la segunda, acabar con los seguidores de los Husseini que se habían echado al monte; he de decir que la brigada judía mostró más entusiasmo cuando iba tras los árabes.
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Para los veteranos de Malta, Creta y Chipre el desembarco en Socotora fue un paseo. No había artillería de costa y la guarnición era pequeña: se reducía a dos brigadas incompletas, la 44 de infantería hindú y la segunda de África Oriental, más los restos de la legión beduina Hdrami que habían sido evacuados de Adén y un par de batallones de recluta local. Tenían que defender una isla tan grande como Mallorca. La defensa de Mori había sido encomendada a un batallón de Socotora y a otro africano, que se dispersaron en cuanto empezó el desembarco. Los beduinos tampoco prestaron resistencia; por el contrario, en cuanto vieron a los italianos se entregaron con la condición de ser devueltos a su tierra. Solo la brigada hindú y parte de la africana mantuvieron la cohesión y se retiraron hacia Hadibu, sin más acoso que el de unas pocas patrullas de reconocimiento. Mientras los alpini de la división Tridentina formaron un perímetro que defendía Mori y su aeródromo, al que la semana siguiente empezaron a llegar aviones de caza, bombardeo y patrulla marítima. También llegaron refuerzos que comenzaron a presionar a las fuerzas británicas que quedaban en la isla.
En las Seychelles el almirante Layton consideraba sus opciones. Al parecer la operación del Pacto se limitaba a la captura de Socotora. No era inesperado, ya que la isla tenía gran valor para el Pacto al ser la llave del golfo de Adén; significaba que también tenía valor para el Imperio. Además Socotora tenía un interior montañoso en el que las fuerzas británicas podrían sostenerse si recibían suministros y refuerzos. Algo que no sería fácil. El Pacto había situado varios aeródromos en el cuerno de África, y poco después se supo que se estaba construyendo otro en Kilmia, una isla desértica entre Socotora y Somalia. Cerca estaban las bases de Yibuti y Somalia, y disponía de una vía de comunicación segura a través del canal de Suez, por el que se había detectado el paso del gran transatlántico Comte de Savoia.
Por el contrario, los territorios más cercanos en posesión imperial apenas tenían los medios para resistir, ya que en Kenia se temía una invasión italiana, y en Omán apenas quedaban las fuerzas para frenar las apetencias del vecino saudí. La flota tendría que escoltar a los convoyes de refuerzos desde la India, por un océano infestado de submarinos. Además los débiles los débiles grupos aéreos del Hermes y del Ardent no le permitían acercarse a las costas enemigas. Si los británicos querían mantenerse en Socotora sería necesario construir un aeródromo en la parte de la isla que seguía bajo control británico. El almirante envió un mensaje al Almirantazgo indicando que para sostenerse en la isla era imprescindible construir una base, y que para ello necesitaría que el virrey Linlithgow le proporcionase refuerzos aéreos y navales; de no ser así, recomendaba la retirada. Layton pensaba que recibiría la autorización para evacuar a la guarnición, pero cuarenta y ocho horas después recibió la orden de enviar suministros a la isla; aunque para entonces el almirante tenía otras preocupaciones.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
En Mesopotamia hicimos lo mismo que en Palestina. Al gobierno de Rashid Alí no le gustó el caso que hacíamos a sus minorías, pero para ratos íbamos a dejar que los majaderos de Bagdad se dedicasen a torturar chiitas o cristianos. A los iraquíes les dejamos su ejército de juguete, cuidándonos mucho de cederles material pesado, y mientras organizamos un par de batallones con cristianos. De paso nos presentamos como protectores de las diferentes sectas cristianas que había por todo Oriente Medio (asirios, nestorianos, ortodoxos y qué sé yo), algo que gustó en Madrid y en Roma y que de rebote nos dio una red de informadores por toda esa conflictiva región. También sirvió para decir a los vecinos islámicos que se anduviesen con ojo y que no escuchasen a los locos que los azuzaban para que acabasen con sus vecinos. Lo mismo que con los cristianos hicimos con los chiitas, una secta islámica que desde siempre había sido oprimida por los dominantes sunitas. El gesto sentó mal en Bagdad, pero de perdidos al río; a cambio, nos granjeó las simpatías del Sah, pues los persas también eran chiitas.
Con cristianos y chiitas hicimos igual que en Palestina: dejarles en Irak era pedir a gritos que se dedicasen a masacrar a sus antiguos opresores, así que allí solo se quedaron unas pocas compañías y trasladamos al resto al frente de Abisinia. Como hubo que foguearlos, pues los reclutas procedían de comunidades a las que sus anteriores gobernantes no dejaban ver una espada ni de lejos, los nuevos batallones orientales tardaron algunos meses en estar disponibles. Para controlar Mesopotamia conseguimos que los italianos enviasen algunas unidades etíopes, que siendo también cristianas no permitieron que los musulmanes se saliesen del tiesto.
Al principio el reclutamiento en Mesopotamia no tuvo tanto éxito como en Palestina, supongo que por temor a las represalias de los árabes sunitas. Sin embargo cuando se creó el título de Reichsfreund los voluntarios empezaron a llegar y tras unos meses pudimos darnos el lujo de elegir a los aspirantes. Formar las tropas, foguearlas y trasladarlas llevó tiempo pero a la larga Alemania consiguió una fuerza auxiliar multiétnica que fue además el germen de futuros ejércitos nacionales ligados con el Reich por lazos de amistad.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Hebreos, cristianos orientales, chiitas y abisinios eran apenas gotas cuando necesitábamos un mar de soldados; así que tontos hubiésemos sido de no haber aprovechado a los hindúes. Eran los mejores hombres que cualquiera pudiera soñar. La mayor parte pertenecía a castas o religiones guerreras con una tradición bélica que daba ciento y raya a la germánica. Tenían cierta instrucción y farfullaban algo de inglés. Manejaban las armas como si se hubiesen criado con ellas y, más importante, sentían el honor militar como el mejor mariscal prusiano.
Precisamente ese honor los ponía en situación vulnerable, porque estaban avergonzados por la sucesión de derrotas. Su dignidad estaba manchada y, como ya he dicho, no costó demasiado convencerles de que no era culpa suya sino de los incompetentes que plagaban el ejército británico, encumbrados únicamente por su antigüedad. Nos ayudó también la altanería inglesa; si esos oficiales de orígenes aristocráticos que lucían apellidos compuestos despreciaban a los reclutas ingleses, se podrá imaginar cómo trataban a los «negros». Mi tío había servido en Tanganica con Von Lettow y nos contó que los británicos trataban a los soldados hindúes peor que a los animales; los alimentaban con basura, no les daban quinina, y el paso de sus ejércitos dejaba un rastro en forma de miserables que perecían por malaria, disentería o desnutrición. Mi tío llegó a encontrar cadáveres ultimados con un tiro de gracia, como si fuesen bestias.
La India no olvidaba y sus soldados eran hijos del pueblo que sentían la opresión a la que estaba sometida su patria. Solo la lealtad que deben los militares a sus superiores habían mantenido unido al ejército; pero los ingleses habían dilapidado ese capital. La mayor parte de los soldados sentían que ya no debían nada a los ingleses y con la ayuda de Chandra Bose conseguimos ganárnoslos.
El primero de enero de 1942 se formó el Azad Hind (el Gobierno Provisional de la India Libre) presidido por Chandra Bose, así como la primera división del Azad Hind Fauj (Ejército de la India Libre). Oficialmente la unidad fue la 350 división del ejército alemán. En los siguientes meses se formaron otras dos. Como era de esperar, dieron bastantes problemas. Uno fue el de las diferencias entre credos; aunque nuestra intención había sido que no hubiese separación por religión o casta, al final fue necesario segregar a los musulmanes aunque solo fuese porque resultaba difícil compaginar sus preceptos dietéticos con los hinduistas. Otro fue que apenas había oficiales hindúes de rango superior a mayor. La primera división pasó a estar mandada por los coroneles Shah Nawaz Khan, la segunda por Prem Sahgal y la tercera por Singh Dhillon; los tres habían sido capitanes antes de ser capturados. Mohan Singh pasó a ser el jefe del ejército. Dado que una cosa era dirigir secciones y otra batallones, se asignó a cada división un estado mayor germano y se recomendó a los hindúes que atendiesen a las «sugerencias» de sus auxiliares alemanes. Hubo que escoger cuidadosamente a los oficiales de enlace, pues el ejército alemán no estaba falto de presuntuosos.
Un dolor de cabeza fue la pretensión de los hindúes —empezando por Mohan Singh— de actuar como si el ejército auxiliar indio fuese una fuerza independiente que podía decidir su estrategia. Resulta obvio que si se les permitía semejante dislate ese ejército auxiliar no auxiliaría nada, y a las primeras de cambio sería deshecho por los ingleses, de los que seguramente serían objetivo igual que en su día habían hecho con el iraquí. Se precisó una mezcla de promesas vagas y amenazas; finalmente se llegó a un acuerdo según el cual los hindúes actuarían bajo control alemán pero se les consultaría su opinión. Claro que se habló de consultar, no de hacerles caso. Menos mal, pues el tal Mohan Singh como estratega no valía un pimiento. En la práctica las tres divisiones operaron conjuntamente con las alemanas y se revelaron tan confiables como las mejores de Prusia.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Los buques más viejos de la flotilla internacional siguieron apoyando a los italianos, pero el escuadrón francés —el acorazado Strasbourg y los cruceros Algérie, Dupleix, Marsellaise y Lamotte-Picquet— se alejó de la isla con rumbo noroeste. Al amanecer el Marsellaise lanzó un hidroavión Loire que una hora después comunicó que había detectado una formación enemiga.
Se trataba de un pequeño convoy que bordeaba la costa y que estaba formado por los cañoneros Aphis y Scarab, los patrulleros Thomas Currell y Baroda (de las marinas neozelandesa e hindú) y seis pequeños cargueros. Su destino había sido Mukalla, la capital del protectorado de Hadramaut, y llevaban dos batallones de gurjas para detener a las patrullas francesas que operaban desde Adén; aunque las dos ciudades estaban separadas por quinientos kilómetros, en la costa sur de Arabia apenas quedaban fuerzas inglesas. Si Mukalla caía luego sería el turno de Omán y del estrecho de Ormuz. El ejército de la India podría haber proporcionado las tropas, pero el malestar se estaba extendiendo tras la derrota de Mesopotamia y se prefirió enviar a los confiables nepalíes.
Aun estaba lejos de su destino cuando el convoy fue avistado por uno de los hidros Breguet que operaban desde Adén. Poco después se había detectado la salida del mar Rojo de una escuadra enemiga y el convoy había recibido la orden de refugiarse en Salalah, un pequeño puerto de la costa omaní. Aun no habían llegado cuando se recibió un aviso aun más apremiante: la cercana isla de Socotora estaba siendo invadida y había potentes fuerzas navales enemigas en el área. Los pequeños y viejos buques exprimieron sus cansadas máquinas intentando llegar al puerto, pero todavía quedaban millas cuando al amanecer fueron seguidos por un hidroavión que solo podía proceder de un crucero o un acorazado.
El capitán Cox, comandante del Aphis y del convoy, ordenó a los mercantes que siguiesen hasta el puerto y que al llegar desembarcasen las tropas con la mayor rapidez, aunque fuese necesario embarrancar. Los dos patrulleros los acompañarían mientras los cañoneros intentaban retrasar al enemigo. No había llegado el mediodía cuando se divisaron los altos mástiles de un acorazado y después los de cuatro cruceros.
El almirante Laborde no quería arriesgar su acorazado en aguas poco profundas y envió contra el convoy a sus dos cruceros ligeros. Los dos cañoneros intentaron defenderse con su potente armamento, dos cañones de seis pulgadas cada uno; pero no eran rivales para los diecisiete de similar calibre de sus enemigos. Aun así el Aphis logró alcanzar al Lamotte-Picquet en la proa antes de hundirse como una piedra tras recibir una andanada; el Scarab se había ido a pique diez minutos antes.
Una hora después llegó el turno de los dos patrulleros, y después los cruceros acabaron con los cargueros. Los gurjas observaron el desigual combate apostados en los edificios de la ciudad, pero los barcos franceses no llegaron a ponerse al alcance de sus armas. Tras arrasar el puerto se perdieron en el horizonte.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El cese de las operaciones en Irán no significó que acabase la guerra en Oriente Medio. Los ingleses todavía conservaban grandes extensiones en la costa del golfo Pérsico, y además teníamos un asuntillo pendiente con el reyezuelo de Riad, que el año anterior había intentado arrebatarnos Transjordania con sus irregulares. Nuestra aviación les había dado un buen repaso y a partir de entonces los saudíes habían estado mucho más tranquilos; nada como nuestros bombarderos para que observasen estrictamente la neutralidad.
Lo que pensase un tiranuelo en medio de un erial nos hubiera importado muy poco. Necesitábamos paso libre por sus posesiones si queríamos atacar a los enclaves del golfo, pero si nos lo negaba no sería muy difícil organizar un golpe palaciego. Además había muchos árabes a los que no agradaba el wahabismo, la versión extremista del Islam que practicaban los saudíes. Sin embargo en Arabia teníamos que movernos con pies de plomo, ya que pocos años antes una compañía norteamericana, la Aramco, había descubierto petróleo precisamente en la costa del golfo. Por entonces no tenía demasiada importancia: la producción era pequeña y aun no se sabía que Arabia albergaba las mayores reservas petrolíferas del mundo. Nosotros teníamos más que de sobra con el de Mosul, el de Egipto y el de Libia (que se estaba empezando a extraer) y además el saudí no podíamos transportarlo. Pero la clave estaba en que los norteamericanos pensaban que Arabia era su feudo.
Ya que deponer a Ibn Saud no era una opción, necesitábamos llegar a un acuerdo con el personaje. Afortunadamente teníamos lo que él deseaba: territorios. Un Cóndor de la Lufthansa voló hasta la capital en cuanto supimos que el rey estaba dispuesto a negociar. Era de suponer que entenderían la indirecta; había sido el mismo tipo de avión el que les había mostrado meses antes lo largo de nuestro brazo. Pero esta vez el monarca esperaba conseguir de nosotros lo que no había logrado de los británicos y el recibimiento fue el que se hace a un amigo. Árabes vestidos de blanco esperaron a nuestros delegados y los condujeron a palacio, donde los obsequiaron con un banquete que estuvo mejor que bien. Después se reunieron con el monarca, y empezó un tira y afloja más propio de un zoco y no de la residencia real.
Quien haya regateado alguna vez sabe más o menos como se hace: el vendedor dice un precio disparatado y el comprador hace una oferta ridícula; tras una animada conversación las dos partes llegan a un acuerdo. Ocurrió lo mismo: el rey presentó unas exigencias aberrantes: quería toda la península arábiga incluyendo Yemen y Adén, que italianos y franceses acababan de conquistar, más todos los estados del golfo que nosotros teníamos que arrebatar a los ingleses, Kuwait, Siria, Transjordania y el sur de Irak. También nos pedía que equipásemos su ejército con nada menos que mil tanques, mil cañones y doscientos aviones. Nuestros delegados consiguieron retener las carcajadas y rechazaron la oferta con suma educación. Dijeron que entendían que las demandas del monarca estaban justificadas, pero que Alemania no podía aceptarlas ya que algunos territorios estaban en manos francesas o italianas —aunque no impediríamos que Riad acudiese a París o Roma con sus demandas— y otros eran necesarios mientras continuase el conflicto. Ahora debíamos ser nosotros los que hiciésemos la contrapropuesta, que ni podía ser muy alta —pues a partir de ahí se negociaría— ni tan baja que ofendiese al rey. Así que le ofrecimos los emiratos del Golfo, exceptuando las islas y Omán, y propusimos equipar su ejército con armas checas, que aun nos quedaban bastantes.
El chalaneo continuó y finalmente se llegó a un acuerdo que más o menos satisfacía a ambas partes: el rey permitiría el paso de tropas alemanas por su territorio aunque sin entrar en contacto con los habitantes locales. Estarían bajo supervisión religiosa para que no infringiesen los preceptos coránicos, es decir, nada de schnapps, salchichas de cerdo y ni hablar de fornicio. Además proveeríamos al ejército del monarca de armamento moderno; inicialmente consistiría en cien blindados, la mitad tanques, y doscientos aviones, incluyendo ochenta cazas y cincuenta bombarderos. También proporcionaríamos instructores. A cambio, el monarca podría quedarse con los emiratos de marras y más adelante se estudiaría la situación de Omán. Nosotros nos reservábamos las islas del golfo y Musandam, en el estrecho de Ormuz.
Nuestra delegación insistió en que el rey nos facilitase una reunión con los directivos de Aramco. Era de crucial importancia no ofender a los yanquis, y la mejor manera era entrarles era por la cartera. La reunión fue secreta, ya que Roosevelt vigilaba con ojo de halcón a las grandes compañías. Pero Aramco dependía casi exclusivamente de sus pozos en Arabia, y teniéndonos tan cerca tenían que escuchar lo que tuviéramos que decirles. No fue lo que esperaban. Yo supongo que creían que les íbamos a chantajear, exigiéndoles fortunas para que pudieran seguir sus actividades, pero fue justamente al contrario: les íbamos a dejar en paz. Aramco gozaría de la exclusividad sobre los yacimientos arábigos, podría proseguir sus operaciones con libertad, no molestaríamos a sus petroleros —siempre que se identificaran claramente— y no íbamos a pedirles ni un centavo; al contrario, si precisábamos su colaboración pagaríamos a tocateja. Todos quedamos más contentos que unas pascuas: ellos, por salvar su petróleo, nosotros, por haber dado buena impresión a los plutócratas norteamericanos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
En las Seychelles Layton aun dudaba sobre las intenciones de Laborde. Salalah, donde había sido destruido el pequeño convoy, estaba directamente al norte de Socotora. Desde allí los franceses podrían mantenerse en los alrededores de la isla atacada para bloquearla, pero también era posible que en estos momentos se estuviesen acercando al estrecho de Ormuz, a la costa india, o incluso que estuviesen yendo hacia el sur. En cualquier caso la Eastern Fleet no podía permanecer indefinidamente en las Seychelles mientras Laborde hacía estragos, y el inglés resolvió dirigirse hacia el noroeste para situarse a mitad camino de Bombay.
Al día siguiente un hidroavión Sunderland encontró a los barcos franceses. Estaban al sur de Omán y navegaban con rumbo noroeste; aparentemente se dirigían hacia Karachi. El puerto no estaba indefenso, pero los cañones de 190 mm que lo protegían no podían medirse con los del acorazado galo. Además había una densa navegación costera que los franceses podrían depredar. Layton ya estaba dirigiéndose hacia la zona y como aun tardaría en llegar recomendó que se enviasen aviones adicionales.
Sn embargo el objetivo de Laborde no estaba en la India. Se sabía que los británicos habían reforzado sus fuerzas aéreas en el subcontinente y que tenían aviones torpederos modernos de origen norteamericano. En realidad en la India solo había una docena de Douglas Boston con instalación para llevar torpedos, más dos escuadrones de biplanos Vickers Vildebeest. También se había intentado modificar el bombardero Martin Baltimore para que pudiese llevar torpedos, pero si ya de por sí era difícil de controlar el aparato durante el despegue, resultó imposible si se cargaba con un torpedo, que además debía ir bajo el ala; aun así se modificaron dos docenas de Baltimore para que pudiesen llevar torpedos falsos. En realidad eran carcasas vacías que normalmente se llevaban desmontadas en la bahía de bombas (los Baltimore no llegaron a volar con torpedos, ni siquiera con los falsos) y se montaban cuando estaban en las bases. Los supuestos torpederos volaban de base en base para dejarse ver, y la prensa difundió fotografías de bombarderos Baltimore con torpedos. La consecuencia fue que los servicios de inteligencia del Pacto calculaban que había entre seis y diez escuadrones de aerotorpederos en la India.
Laborde no era consciente que estaba siendo víctima de un engaño y consideró que acercarse a la costa enemiga sin disponer de portaaviones sería excesivamente peligroso. Cuando el francés vio que era seguido por aviones británicos esperó hasta la noche e invirtió el rumbo para volver a Socotora. Allí llenó los depósitos de sus buques de los petroleros San Delfino (que había sido capturado por el crucero auxiliar Thor y puesto al servicio de la Kriegsmarine) y Proserpina. Después rodeó la isla por el oeste para una vez lejos de la costa ir hacia el sur.
Aunque el paso de la escuadra de Laborde había sido observado desde la isla los informes que recibió Layton eran confusos. Lo más probable era que el escuadrón francés estuviera bloqueando la isla o que se hubiese unido a la flota que seguía bombardeando a las tropas aliadas en la isla, pero también podía tratarse de un error de identificación y en realidad siguiese con rumbo a Karachi. O como en su anterior salida, que hubiese modificado su curso tras ser observada y ahora estuviese internándose en el océano Índico. La posición de la Eastern Fleet seguía siendo la mejor para interceptarlo, pero los destructores se estaban quedando sin combustible y el almirante británico no quería arriesgarse a navegar sin escolta por esas aguas. Por otra parte, la guarnición de Socotora precisaba ser auxiliada cuanto antes. Finalmente resolvió dirigirse hacia Bombay. Desde ahí podría enfrentarse a Laborde si se acercaba a la costa hindú y si no, volver a Socotora con sus destructores.
La escuadra británica llevaba un día con rumbo nordeste cuando recibió un mensaje que puso al descubierto las intenciones francesas: un hidroavión Catalina había detectado al Strasbourg acercándose a Mombasa.
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