Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
En 1643, tras haber dedicado diez años a la armada, fui sustituido por petición propia, y pude regresar a la vida civil. Dejaba tras de mi, una armada organizada y eficaz, con tres arsenales modernos y bien defendidos, buenos diseños de buques, y un gran sistema fabril encargado de mantener la armada. Ahora podía concentrarme en la ingeniería civil, y muchos proyectos hasta entonces postergados, ocupaban mi mente, y para ello regrese al norte, a los paisajes de mi niñez entre los que siempre me sentí más feliz.
Mi intención era empezar a estudiar la conversión de aquellos carriles de madera que se habían empleado en Valencia, en carriles de hierro, y así aumentar su resistencia para mejorarlos e impedir que cayesen en desuso como allí había ocurrido. Por desgracia nuevas obligaciones aparecieron antes de poder dedicarme a esa tarea. En los últimos años se habían dado una serie de cambios sociales que habían provocado un gran aumento de la demanda de las cenizas de madera que se empleaban como sosa. La mayor parte de las cenizas que se empleaban en Europa procedían de España y se exportaban a un alto precio, siendo muy apreciadas las de barilla por su alto contenido en Sodio.
Pero ahora en España se habían popularizado las ventanas de vidrio, los cambios en la higiene requerían cada vez mayores cantidades de jabones, y la aparición de la porcelana se había sumado a las necesidades de sosa, y si quería evitar que los bosques españoles estuviesen en peligro debía buscar otra forma de conseguirla, y ello le recordó los métodos de Leblanc y de Solvay. Por supuesto sabía que el segundo de ellos era mucho más eficaz, pero en un momento en el que la química estaba en pañales, era demasiado complejo de realizar. Para el de Leblanc en cambio tan solo se necesitaba ácido sulfúrico y sal marina como materias primas y piedra caliza y cenizas en otras partes del proceso, por lo que era una solución optima para lo que buscaba.
Durante los meses siguientes me dedique a reconstruir el método Leblanc, buscando las proporciones y las temperaturas adecuadas requeridas para él. Fueron necesarios meses de trabajo y cientos de experimentos de prueba y error en compañía de los investigadores en alquimia de la Universidad de Valencia para lograrlo. Solo entonces pude mandar construir una fabrica capaz de producir sosa por el método Leblanc a gran escala, cerca de Valencia. Allí la fabrica estaría cerca de las fabricas de vidrió, espejos y porcelana, además de las de jabones especiales que surtían los baños “romanos” de la ciudad, y no interferiría con la exportación de las cenizas de barilla.
La fabrica, construida según el estilo industrial español, es decir, con grandes edificios rodeados de altos muros de ladrillo rojo, y en su interior los talleres, almacenes y hornos precisos para la fabricación, así como un poblado en miniatura en que los trabajadores podían alojarse. Mientras tanto busque y empece a formar los artesanos necesarios para trabajar.
Mi intención era empezar a estudiar la conversión de aquellos carriles de madera que se habían empleado en Valencia, en carriles de hierro, y así aumentar su resistencia para mejorarlos e impedir que cayesen en desuso como allí había ocurrido. Por desgracia nuevas obligaciones aparecieron antes de poder dedicarme a esa tarea. En los últimos años se habían dado una serie de cambios sociales que habían provocado un gran aumento de la demanda de las cenizas de madera que se empleaban como sosa. La mayor parte de las cenizas que se empleaban en Europa procedían de España y se exportaban a un alto precio, siendo muy apreciadas las de barilla por su alto contenido en Sodio.
Pero ahora en España se habían popularizado las ventanas de vidrio, los cambios en la higiene requerían cada vez mayores cantidades de jabones, y la aparición de la porcelana se había sumado a las necesidades de sosa, y si quería evitar que los bosques españoles estuviesen en peligro debía buscar otra forma de conseguirla, y ello le recordó los métodos de Leblanc y de Solvay. Por supuesto sabía que el segundo de ellos era mucho más eficaz, pero en un momento en el que la química estaba en pañales, era demasiado complejo de realizar. Para el de Leblanc en cambio tan solo se necesitaba ácido sulfúrico y sal marina como materias primas y piedra caliza y cenizas en otras partes del proceso, por lo que era una solución optima para lo que buscaba.
Durante los meses siguientes me dedique a reconstruir el método Leblanc, buscando las proporciones y las temperaturas adecuadas requeridas para él. Fueron necesarios meses de trabajo y cientos de experimentos de prueba y error en compañía de los investigadores en alquimia de la Universidad de Valencia para lograrlo. Solo entonces pude mandar construir una fabrica capaz de producir sosa por el método Leblanc a gran escala, cerca de Valencia. Allí la fabrica estaría cerca de las fabricas de vidrió, espejos y porcelana, además de las de jabones especiales que surtían los baños “romanos” de la ciudad, y no interferiría con la exportación de las cenizas de barilla.
La fabrica, construida según el estilo industrial español, es decir, con grandes edificios rodeados de altos muros de ladrillo rojo, y en su interior los talleres, almacenes y hornos precisos para la fabricación, así como un poblado en miniatura en que los trabajadores podían alojarse. Mientras tanto busque y empece a formar los artesanos necesarios para trabajar.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
...Finalizado mi trabajo en Valencia, por fin pude desentenderme de las necesidades de la Compañía y dirigirme a Asturias en busca de sus cuencas carboníferas. Mi soñado proyecto de construir grandes hornos en los que crear los nuevos rieles de hierro para sustituir los carriles de madera, por fin empezaba a tomar forma y por fin pude regresar a los verdes paisajes del norte de mi niñez, en los que más paz encontraba. Frente a mi esperaba el mayor proyecto de mi vida. Construir unos grandes hornos industriales, y a ello dedique todo mi esfuerzo.
Por supuesto mi primera labor fue encontrar las zonas carboníferas más prometedoras. Por conversaciones y datos que había recabado, creía que estas estarían localizadas en torno a Langreo, especialmente en la zona de La Felguera. Para comprobarlo, viaje a la zona en verano de 1643, y allí pude comprobar lo acertado de mis suposiciones, y aún mejor, el magnifico emplazamiento que proporcionaba el río Nalón y su poder hidráulico para complementar la labor del Alto Horno. De inmediato y aprovechando que aquella villa pertenecía al realengo y no debía tratar con ningún noble, y tras comprobar la presencia de carbón de roca, en este caso una mezcla de antracita y hulla bituminosa, ordené adquirir tierras para construirme un palacete y solicite a su magestad, el preceptivo privilegio para instalar el citado Alto Horno.
Por suerte era bien conocido en la corte y gracias a los muchos apoyos que en ella tenía, no tardé en recibir el citado privilegio, pudiendo empezar a trabajar ese mismo otoño. Para entonces ya había diseñado la estructura básica del Alto Horno. Por supuesto no empece de la nada. Los altos hornos eran conocidos desde siglos atrás, o en China donde se habían empezado a emplear dos mil años atrás. Aun así mi idea era mejorar en grado sumo lo existente hasta entonces, y dar el salto a la metalurgia industrial. Para ello precisaría dejar atrás el carbón vegetal y utilizar carbón mineral, lo que suponía que tenía que ser capaz de transformar la hulla bituminosa de la región en coque, y para eso precisaba de un primer horno de transformación, y ya que iba a construirlo, aprovecharía uno de sus subproductos, el gas, para crear sistemas de iluminación idénticos a los de Valencia.
Solucionado el problema del coque, debía construir el alto horno. Por supuesto emplearía ladrillos refractarios para construir el horno, y en la medida de mis capacidades, tenía la intención de cubrirlo con una cubierta de acero para facilitar su refrigeración. Y ahí ya entrabamos en el terreno de las innovaciones. Para que el alto horno tomase un cariz industrial debía dotarlo de maquinas y herramientas de todo tipo. Un puente grúa con polipastos ayudaría a trasladar las cargas más pesadas con facilidad, pero si utilizaba vapor para hacerlo funcionar, sería aún más efectivo y aliviaría a los hombres. La carga de mineral y carbón podía hacerse por una rampa a brazo o con carretilla, pero si podía colocar una cinta transportadora a vapor sería aun mejor, y luego estaban los problemas con el procesado del hierro, que no acero, aunque ya habría tiempo para eso...
Tantas ideas y aún más necesidades. El problema era ¿como llevarlo a cabo?
Por supuesto mi primera labor fue encontrar las zonas carboníferas más prometedoras. Por conversaciones y datos que había recabado, creía que estas estarían localizadas en torno a Langreo, especialmente en la zona de La Felguera. Para comprobarlo, viaje a la zona en verano de 1643, y allí pude comprobar lo acertado de mis suposiciones, y aún mejor, el magnifico emplazamiento que proporcionaba el río Nalón y su poder hidráulico para complementar la labor del Alto Horno. De inmediato y aprovechando que aquella villa pertenecía al realengo y no debía tratar con ningún noble, y tras comprobar la presencia de carbón de roca, en este caso una mezcla de antracita y hulla bituminosa, ordené adquirir tierras para construirme un palacete y solicite a su magestad, el preceptivo privilegio para instalar el citado Alto Horno.
Por suerte era bien conocido en la corte y gracias a los muchos apoyos que en ella tenía, no tardé en recibir el citado privilegio, pudiendo empezar a trabajar ese mismo otoño. Para entonces ya había diseñado la estructura básica del Alto Horno. Por supuesto no empece de la nada. Los altos hornos eran conocidos desde siglos atrás, o en China donde se habían empezado a emplear dos mil años atrás. Aun así mi idea era mejorar en grado sumo lo existente hasta entonces, y dar el salto a la metalurgia industrial. Para ello precisaría dejar atrás el carbón vegetal y utilizar carbón mineral, lo que suponía que tenía que ser capaz de transformar la hulla bituminosa de la región en coque, y para eso precisaba de un primer horno de transformación, y ya que iba a construirlo, aprovecharía uno de sus subproductos, el gas, para crear sistemas de iluminación idénticos a los de Valencia.
Solucionado el problema del coque, debía construir el alto horno. Por supuesto emplearía ladrillos refractarios para construir el horno, y en la medida de mis capacidades, tenía la intención de cubrirlo con una cubierta de acero para facilitar su refrigeración. Y ahí ya entrabamos en el terreno de las innovaciones. Para que el alto horno tomase un cariz industrial debía dotarlo de maquinas y herramientas de todo tipo. Un puente grúa con polipastos ayudaría a trasladar las cargas más pesadas con facilidad, pero si utilizaba vapor para hacerlo funcionar, sería aún más efectivo y aliviaría a los hombres. La carga de mineral y carbón podía hacerse por una rampa a brazo o con carretilla, pero si podía colocar una cinta transportadora a vapor sería aun mejor, y luego estaban los problemas con el procesado del hierro, que no acero, aunque ya habría tiempo para eso...
Tantas ideas y aún más necesidades. El problema era ¿como llevarlo a cabo?
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
Roca de Cashel , condado de Tipperary.
Con una práctica nacida de la repetición constante el Tercio de soldados irlandeses desplegó con inusitada precisión. A cada lado, dos pequeños escuadrones, no más de 100 hombres en cada uno.
Diego, rodeado de su estado mayor, contempló como los oficiales ingleses trataban de hacer lo propio, pero para ello, los soldados debían soltar el botín que acaban de conseguir. Alguno incluso daba muestras de no poder sostenerse en pie, por lo que suponía Diego que alguna bodega había sido saqueada.
-"Los hemos sorprendido"-comentó Thorton.
-"Cierto, no esperaban una respuesta tan rápida".Añadió otro irlandés.
-"No esperaban ninguna respuesta, ni lenta ni rápida"-adujo Diego. -"Confían, y con razón, en que los políticos debatan y debatan sin fin, tentándolos con la paz con una mano y la espada en la otra. Pero eso terminará hoy. Ordenar al Maestre de Campo avanzad".
Un mensajero, un joven de los varios que habían sido admitidos como cadetes (aunque Diego no tenía claro si mantener esa palabra, que al fin y al cabo era francesa) para aprender el oficio de la milicia, cabalgó raudo a transmitir la orden.
Pocos minutos después, banderas verdes al viento, la línea formada por 3 filas de soldados avanzó. Los ingleses no habían tenido tiempo de orientar sus cañones, pues estaban apuntado al monasterio que se aprestaban a saquear. Los ingleses, piqueros y tiradores avanzaron. Destacaron varias mangas de tiradores, los "forlon hope" intentando debilitar a los irlandeses. Pero uno de los escuadrones de estos en formación de punta de flecha los dispersó sin que los jinetes ingleses llegaran a tiempo de hacer nada.
A pesar de este contratiempo el grueso inglés no se amilanó y continuaron con paso firme. Pensaban que las picas se cobrarían su peaje contra la delgada línea irlandesa.
Se equivocaron. Antes de que pudieran comenzar ellos a disparar, la primera descarga de cada una de las filas irlandesas acabaron con los mas resueltos (en la primeras filas). Las filas traseras, testigos de la mortandad comenzaron a flojear. Diego vio como comenzaba el "paloteo". El característico movimiento ondulante de las picas que indicaba el desasosiego de los piqueros. Siguiendo el plan establecido, el Maestre de Campo ordenó atacar breda en ristre. Los ingleses decidieron que ya era bastante y cedieron la formación. Los jinetes acabaron el trabajo.
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Waterford. Varios días después.
La reunión del consejo era tumultuosa. Los gritos se oían desde la calle. Los irlandeses se echaban en cara unos a otros recriminaciones, antiguas o actuales, reales o falsas. Diego permanecía callado. Alguien, partidario de un acuerdo con los ingleses se dirigió a él.
-"No teníais derecho de actuar así, nadie os autorizó a atacar a los ingleses".
Diego ya conocía el suficiente idioma del lugar para contestar, aunque con un fuerte acento.
-"Fue una casualidad, pasábamos por allí y vimos como intentaban saquear un lugar sagrado".
-"¿También fue necesario matar a los prisioneros?. ¿A todos?".
- Sí, eso le quitará las ganas a los ingleses de negociar".
Un tumulto de gritos volvió a surgir de varios de los presentes.
-"¡¡Habéis acabado con la posibilidad de la paz!!
-¡¡¡¿Que paz?!!!- devolvió Diego. "Están saqueando vuestros pueblos, matando a vuestras mujeres y habláis de paz. Si no lucháis hoy mañana os exterminarán, os expulsarán de vuestra isla, dividirán a los irlandeses como ganado, enviarán a los que den problemas a sus colonias...¿Queréis esa paz?"
- "Por eso matasteis a los prisioneros, para obligar a los ingleses y a nosotros a luchar".
Otro de los partidarios de un acuerdo añadió en voz mas baja. "A pesar de todo, podemos seguir hablando con ellos". Es mejor una paz que una mala guerra."
Este comentario provocó otra catarata de gritos, esta vez de los partidarios de continuar la lucha. Pero cuando el griterío se calmó Diego se levantó.
"No, no podeis". Todos le miraron. "Enterramos a todos los ingleses en Cashel, pero a uno le faltaba una parte. No creo que los ingleses estén muy contentos con lo que les he enviado".
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Londres, sede del Parlamento.
La caja había llegado con un mensajero desde Irlanda. Maldita isla y malditos irlandeses masculló el lider de los parlamentios, Oliver Cromwell.
Abrío la caja e inmediatamente la dejó caer. De dentró cayó rodando una cabeza. Las cuencas vacía de los ojos le miraron. No había sido muy de fiar, pero a pesar de todo, era una afrenta. Lo que quedaba de Murrough O'Brien, VI baron de Inchiquin y I conde de Inchiquin, que había intentado saquear la roca de Cashel le miraba desde mas allá de la muerte.
Con una práctica nacida de la repetición constante el Tercio de soldados irlandeses desplegó con inusitada precisión. A cada lado, dos pequeños escuadrones, no más de 100 hombres en cada uno.
Diego, rodeado de su estado mayor, contempló como los oficiales ingleses trataban de hacer lo propio, pero para ello, los soldados debían soltar el botín que acaban de conseguir. Alguno incluso daba muestras de no poder sostenerse en pie, por lo que suponía Diego que alguna bodega había sido saqueada.
-"Los hemos sorprendido"-comentó Thorton.
-"Cierto, no esperaban una respuesta tan rápida".Añadió otro irlandés.
-"No esperaban ninguna respuesta, ni lenta ni rápida"-adujo Diego. -"Confían, y con razón, en que los políticos debatan y debatan sin fin, tentándolos con la paz con una mano y la espada en la otra. Pero eso terminará hoy. Ordenar al Maestre de Campo avanzad".
Un mensajero, un joven de los varios que habían sido admitidos como cadetes (aunque Diego no tenía claro si mantener esa palabra, que al fin y al cabo era francesa) para aprender el oficio de la milicia, cabalgó raudo a transmitir la orden.
Pocos minutos después, banderas verdes al viento, la línea formada por 3 filas de soldados avanzó. Los ingleses no habían tenido tiempo de orientar sus cañones, pues estaban apuntado al monasterio que se aprestaban a saquear. Los ingleses, piqueros y tiradores avanzaron. Destacaron varias mangas de tiradores, los "forlon hope" intentando debilitar a los irlandeses. Pero uno de los escuadrones de estos en formación de punta de flecha los dispersó sin que los jinetes ingleses llegaran a tiempo de hacer nada.
A pesar de este contratiempo el grueso inglés no se amilanó y continuaron con paso firme. Pensaban que las picas se cobrarían su peaje contra la delgada línea irlandesa.
Se equivocaron. Antes de que pudieran comenzar ellos a disparar, la primera descarga de cada una de las filas irlandesas acabaron con los mas resueltos (en la primeras filas). Las filas traseras, testigos de la mortandad comenzaron a flojear. Diego vio como comenzaba el "paloteo". El característico movimiento ondulante de las picas que indicaba el desasosiego de los piqueros. Siguiendo el plan establecido, el Maestre de Campo ordenó atacar breda en ristre. Los ingleses decidieron que ya era bastante y cedieron la formación. Los jinetes acabaron el trabajo.
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Waterford. Varios días después.
La reunión del consejo era tumultuosa. Los gritos se oían desde la calle. Los irlandeses se echaban en cara unos a otros recriminaciones, antiguas o actuales, reales o falsas. Diego permanecía callado. Alguien, partidario de un acuerdo con los ingleses se dirigió a él.
-"No teníais derecho de actuar así, nadie os autorizó a atacar a los ingleses".
Diego ya conocía el suficiente idioma del lugar para contestar, aunque con un fuerte acento.
-"Fue una casualidad, pasábamos por allí y vimos como intentaban saquear un lugar sagrado".
-"¿También fue necesario matar a los prisioneros?. ¿A todos?".
- Sí, eso le quitará las ganas a los ingleses de negociar".
Un tumulto de gritos volvió a surgir de varios de los presentes.
-"¡¡Habéis acabado con la posibilidad de la paz!!
-¡¡¡¿Que paz?!!!- devolvió Diego. "Están saqueando vuestros pueblos, matando a vuestras mujeres y habláis de paz. Si no lucháis hoy mañana os exterminarán, os expulsarán de vuestra isla, dividirán a los irlandeses como ganado, enviarán a los que den problemas a sus colonias...¿Queréis esa paz?"
- "Por eso matasteis a los prisioneros, para obligar a los ingleses y a nosotros a luchar".
Otro de los partidarios de un acuerdo añadió en voz mas baja. "A pesar de todo, podemos seguir hablando con ellos". Es mejor una paz que una mala guerra."
Este comentario provocó otra catarata de gritos, esta vez de los partidarios de continuar la lucha. Pero cuando el griterío se calmó Diego se levantó.
"No, no podeis". Todos le miraron. "Enterramos a todos los ingleses en Cashel, pero a uno le faltaba una parte. No creo que los ingleses estén muy contentos con lo que les he enviado".
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Londres, sede del Parlamento.
La caja había llegado con un mensajero desde Irlanda. Maldita isla y malditos irlandeses masculló el lider de los parlamentios, Oliver Cromwell.
Abrío la caja e inmediatamente la dejó caer. De dentró cayó rodando una cabeza. Las cuencas vacía de los ojos le miraron. No había sido muy de fiar, pero a pesar de todo, era una afrenta. Lo que quedaba de Murrough O'Brien, VI baron de Inchiquin y I conde de Inchiquin, que había intentado saquear la roca de Cashel le miraba desde mas allá de la muerte.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
- reytuerto
- Mariscal de Campo
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- Ubicación: Caracas, Venezuela
Un soldado de cuatro siglos
Me había metido en un problema por mi propia mano! Y con un agravante, ya no podía alegar que sabía lo que ocurriría en el futuro porque simplemente en los últimos 15 años, Pedro, Diego, Ignacio y Francisco habían alterado el reinado de Felipe IV de manera substancial. Y solo por la cantidad de tierras que no se pondrían a barbechar este año gracias al guano de islas del Perú, el fantasma de la hambruna de 1632 se alejaba cada vez más. Sin la hambruna, el germen de la rebelión no encontraría eco ni en Cataluña ni en Andalucía, y si no había rebelión en Andalucía, no habría secesión de Portugal, y si la corona se mantenía firme y en paz interna, no habría batalla de Rocroi, o al menos no una con el resultado que conocemos. La batalla en la que se probaría mi compañía y a mí como capitán, no estaba escrita en los libros de historia, nos tocaba escribirla sin libreto previo.
Pero no me quiero llenar la cabeza con disquisiciones que a la larga me van a confundir más. Tengo que ponerme tareas concretas y cruzar un puente a la vez. Por lo pronto, es imperativo convencer a Álvaro para que me conceda el mando de una de las compañías de su bandera, pues prefiero que la decisión la tome sin que Pedro meta la mano.
Pero teníamos que celebrar su nombramiento como jefe de una bandera, lo que en el siglo XIX, XX y XXI era equivalente a teniente coronel! No era un mal ascenso! Así que le pedí a Leonor que fuese al mercado y consiguiese un cochinillo lechal, que lo asase pues ese sería el plato fuerte de la cena. Personalmente, fui a buscar el mejor vino de la comarca, y como lo que es bueno, es bueno desde antiguo, mi elección fue de vinos de Utiel Requena, pero para el postre no cambiaría una costumbre que viene desde casa: vino de Málaga. Eso sí, el postre sería un tradicional platillo peruano: unos buñuelos en forma de aro llamados “picarones”, saborizados con una miel de chancaca, hojas de parra, ralladura de cítricos, canela y clavo.
Esperaba que Álvaro llegase trasnochado, pero cuando lo vi, estaba fresco como una lechuga y con una cara de preocupación. Lo salude efusivamente:
- Enhorabuena, Álvaro! Venga! Un abrazo de felicitación!
- Gracias, Francisco! Gracias! Pero en menudo brete me ha metido vuestro amigo…
- No seáis ingrato! Estáis haciendo carrera!
- No, no me entendéis. Claro que estoy agradecido al Marqués del Puerto. Y a fe mía que sé que he estado menos de un año como capitán de una pequeña compañía. Eso no es lo que me preocupa.
- Entonces?
- Vos sabéis que he entrenado y he sabido hacer combatir bien a la Compañía del Hospital y la Reina. Y sé, vos sabéis que lo sé! qué puedo hacer que los muchachos se batan peor que fieras! Ya tienen una batalla a cuestas, y espero hacer que en la próxima lo hagan mejor. Vive Dios! Que en la próxima no habrá quien pueda contra ellos!
- Mi pregunta sigue en pie, entonces?
- Que una cosa es una compañía y otra, una bandera.
- Dudáis de vos?
- Duda no es la palabra. Pero me pregunto si el bocado es grande en demasía para mis fauces.
- Álvaro, sabed que todo hombre prudente se hace esa pregunta. Vos solamente debéis repetir cuatro veces el trabajo que hicisteis con vuestra compañía –le dije quitándole peso a mis palabras con una sonrisa franca- Cuando hayáis elegido a los capitanes de vuestras compañías os sentiréis más tranquilo.
- Ese es justamente otro de los problemas! He de reclutar gente de aquí!
- Dudáis de los valencianos? Se batieron tan bien como los nuestros.
- No, no dudo de ellos! Pero no los conozco! No se cómo son.
- Hombres son hombres, Álvaro! Sabed que en este reino, todos los hombres tienen sangre roja! O creéis que los catalanes son diferentes porque tienen un pelo más en el cul*? Todos nuestros hombres saben el Páter Nóster, todos aprenderán a disparar el mosquete y a plantar los estoques de breda ante cualquier horda así sea de infieles, malos cristianos o herejes. Valencianos, aragoneses, murcianos o castellanos, deberán entender órdenes en castellano y vos, deberéis aprender algunas palabras en valenciano o catalán. Pero escoged bien a vuestros capitanes, eso es importante.
- Ya había pensado en eso.
- Sabed Álvaro que yo me ofrezco como uno.
- No, Francisco.
- No?
- No.
- Dudáis de m?
- No, Francisco. Vos sois como mi hermano. Y no dudo que seríais un buen capitán.
- Entonces porque vuestra negativa.
- Vos sois la cabeza del hospital. No sabéis la importancia que ahora tiene el hospital para los hombres que están batalla. No sabéis lo que dice de vos y de los vuestros!
- No, qué dicen?
- Que habéis traído de la muerte todos los heridos, incluso a los desventrados y a los descalabrados!
- Sabéis que eso no es cierto!
- Yo sí, pero los hombres que sostienen picas y mosquetes, no! Y eso, mi amigo, es lo que importa. Sabéis lo que significaría para ellos enterarse que Francisco de Lima fue muerto en batalla, condenándolos a morir también? No!, yo Álvaro Martínez de Luna no lo puedo consentir! Y si es menester hablar hasta medianoche para haced que vuestra cabezota lo entienda, pues hablaremos entonces.
- Es vuestra última palabra?
- Si, Francisco. Vos no me moveréis de aquí. No seréis uno de mis capitanes.
- Agradezco vuestra sinceridad, hermano!
- Sin embargo, no os sintáis desazonado. No tendréis el mando de una de las compañías, pero os pido que me ayudéis a levantar la bandera que me han encomendado.
- No os entiendo. No deseáis que sea uno de vuestros capitanes…
- Pero deseo que seáis mi furriel.
- Furriel? –le pregunte extrañado.
- Vos mismo me dijisteis que un ejército avanza sobre su estómago! Si el hospital os deja tiempo, necesito que me ayudéis a organizar mi bandera. Vos sois bueno en eso. Además, tenéis buen ojo para juzgar a las personas. Ayudadme a elegir a mis capitanes!. Pero, que ha pasado con vuestra proverbial cortesía? No me vais a ofrecer nada de vuestra mesa?
Comimos y estuvimos conversando entre cochinillo, picarones, vino y vino, hasta altas horas de la madrugada. Bosquejamos como sería la unidad, una bandera más numerosa que las ordinarias, pues tendría 5 compañías de mosquetes, y una de cazadores: la compañía del Hospital y la Reina, para hacer un total de casi 1000 hombres. Necesitaríamos normalizar las armas, y desde ya, redactamos las especificaciones que oportunamente haríamos llegar a Ignacio y a la fundición de Ávila. La industria textil en Valencia había sido impulsada por Pedro y no sería ni difícil ni costoso conseguir buenos géneros para la uniformidad. Ya al despedirnos, le dije a un Álvaro somnoliento:
- Pero recordad siempre, comenzar por lo primero.
- Vos y vuestras minucias! Esto no es lo primero?
- Hay algo más importante.
- Decídmelo pues!
- Asegurad los reales! Acudid donde Don Pedro y pedidle los dineros necesarios para vuestra bandera.
- Si no supiese de vuestra sangre inga, diría que os bulle sangre marrana! Cuentas, cuentas y más cuentas!
- Sacadlas con cuidado. Y os recomiendo que Fadrique las haga con vos. Es bueno con los números, pero sobre todo, conforme vayáis creciendo, deberéis tener un segundo que crezca con vos. Enseñadle!
- Se que ha tendido buenos maestros…
- Que entre espadas y duelos apenas ha aprovechado. Pero se interesa por el arte militar. Y vos seréis mejor maestro que los que le enseñaron a manejar la pluma.
- Sea pues, mañana hare cuentas con Fadrique.
- Y pasado mañana, iréis con el Marques del Puerto. Presto!
Al día siguiente no vi a Álvaro hasta la hora de cenar. Llegó con Fadrique y ambos lucían cansados.
- Tenéis caras de haber acompañado a Filípides en su carrera, VM!
- La carrera del ateniense no nos hubiese agotado tanto como los números que hemos tenido que hacer, Don Francisco.
- Que habéis sacado en claro?
- Que una guerra es muy cara!
- Si es que la queréis ganar, sí. Es carísima. Por eso es que es menester de vosotros, la nobleza del reino, hacer que el dinero fluya a las arcas reales.
- Lo que vos siempre conversáis con mi tía.
- …Y con mi padre.
- Si, mis amigos! La guerra la gana el soberano que conserve el último ducado en la mano. Y los herejes de Londres y Ámsterdam hacen más dinero que nosotros, a despecho de las minas de Potosí y Taxco, a despecho del oro de Santa Fe. Fijaos bien como las reformas del Marques del Puerto han hecho que Valencia esté a la cabeza de los reinos de nuestro rey. Fijaos bien, pero aprended mejor. Pero ahora decidme, que dicen vuestras cuentas.
- 1000 mosqueteros, sin armas, ni ropas: 3000 escudos.
- Escudos? Por qué escudos?
- Es lo que acostumbran aquí, don Francisco –respondió Fadrique con presteza – Es más fácil cuadrad las cuentas con 10 reales, que con 11 (en los ducados). Y 350 maravedís en lugar de 375.
- Es un pensamiento sesudo. Y en armas?
- No menos de 200 reales por mosquete, si queremos que sean como los de la compañía del Hospital. Sabed que ya enviado un mensajero a Santander para que entregue una carta al Maestro Otamendi.
- Además de los estoques de breda y una espada por hombre.
- Y eso sin contar los sueldos de los cabos, sargentos, alféreces y capitanes.
- No os olvidéis de la soldada del furriel! –exclamé.
- Y veinte escudos por cada una de las banderas de tafetán!
- 65 mil reales por cada uno de los cañones de vuestra invención. Deseo tener 8 en la bandera.
- Por favor, no olvidéis 1500 reales por cada espingarda que encargaremos al Maestro Miruela.
- Cuánto?
- Más de cuatrocientos mil reales.
- Mañana, Álvaro, tratad de ser muy pulcro con vuestros números, y muy claro en vuestra exposición, de otro modo no convenceréis al Marqués. Y vos Fadrique, mañana vendréis conmigo.
Así pues, mientras el novel teniente coronel acudía a conseguir los dineros necesarios, yo lleve a Fadrique con el Maestro Pedro de Ambuesa. Con él tomaría lecciones de dibujo y arquitectura. Una vez terminadas las presentaciones, nos dirigimos al puerto y allí nos encontramos con el Nostromo José, que era el tío materno de Don Marcial, el patrón del San Cosme, y como él también marino curtido pero al que el reumatismo ya no le permitía navegar, daba lecciones de artes de mar a quien se lo pidiese y pudiese pagar (aunque cobraba barato!, Don José tenia rentas, y participaba a pequeño nivel en varias sociedades mercantiles). Una vez terminadas las presentaciones, fue con Fadrique a tomar el almuerzo frente al mar, y entre fritura de pescado y chatos de vino, tuvimos una pequeña charla:
- Don Francisco, podéis instruirme? Por qué he de tomar clases con el aparejador y con el marino?
- Porque estoy pensando en vuestro futuro, Fadrique. Vos no os quedareis como cabo o sargento, ni siquiera he pensado en vos como capitán. Esos serán tan solo escalones en vuestro ascenso. Recordáis cuando me acompañasteis en las correrías de caballería en Trípoli?
- Si, Don Francisco! –y sonrió, en medio de todo, era aún un chaval- derribé a un moro en la puerta.
- Más adelante, cuando os envíen a hacer un reconocimiento, deberéis saber poner en papel lo que vuestros ojos ven. Pero también deberéis saber los puntos débiles de una muralla. Y el Maestro aparejador ha estudiado en Italia, allí quien ha aprendido a construir una iglesia, primero ha debido aprender a construir una muralla o una fortificación. Vos debéis saber cuánto castigo de vuestros cañones puede soportar el lienzo de un muro. Si por ventura estáis a cargo de un sitio, vos deberéis ser capaz de leer un mapa. Y tanto en mar como en tierra, vos debéis estar orientado. Por eso es que conocer el uso de la brújula y el astrolabio os es de gran importancia. Vos manejáis la pluma, y sabéis hacer bien las cuentas, pero ahora aprenderéis que rendir a una fortaleza por asedio o por asalto, van de la mano del conocimiento íntimo de la estructura de esa fortificación.
- Decidme Don Francisco, es mi tía quien os ha hecho el encargo?
- No, Fadrique. Soy yo quien ha decidido esto. Pero ha de ser vuestra bolsa quien pague las lecciones! – Le dije con sorna cómplice, que el joven tomo muy bien- Pero no os preocupéis mucho. Esta noche vos y Álvaro comenzareis juntos unas lecciones que os han de servir tanto como las clases de dibujo y navegación, y esas lecciones serán gratis, o casi.
Nos reunimos en casa en la noche, y nos acompañaba como en muchas otras noches Fray Santiago. Álvaro llego con buenas nuevas, o casi: El Marques del Puerto estaba satisfecho de su explicación, y luego del necesario regateo, habían convenido en que levantaría la bandera con 400 mil escudos, ni uno más. También había avenido a prestar 8 sargentos de sus banderas provinciales para facilitar la instrucción.
Una vez que Leonor retiro los platos de la cena, les dije sin más preámbulos:
- Vos sois jugadores avezados del ajedrez, el juego de reyes. Os mantiene alertas, y os afila el ingenio, pues es como un campo de batalla sin sangre. Pero ahora Fray Santiago os enseñara a jugar el ajedrez de China, pues aunque nuestro juego es bueno para la táctica, el juego de ellos es mejor para la estrategia.
- Caballeros, en vuestro ajedrez el objetivo del juego es rendir al enemigo mediante ataques y muertes, en el igo, el objetivo del juego es controlar una cantidad de territorio mayor a la del oponente. Para controlar un área, debe rodearse con fichas. Gana el jugador que controla la mayor cantidad de territorio al finalizar la partida.
- Fray Santiago –aventuró a preguntar Fadrique – Don Francisco ha dicho que vuestro juego es mejor para enseñarnos estrategia, podéis decirnos la razón?
- Oh, joven Fadrique, Francisco San ha dicho bien, pero no ha dicho todo: La estrategia general del igo es expandir el territorio de uno cuando sea posible, pero también atacar los puntos débiles del oponente, esas son batallas tácticas! Lo que vos no debéis hacer es perder de vista todo el tablero: Ved no al árbol, sino a todo el bosque!
- Suena interesante, Fray Santiago –se animó a intervenir Alvaro al ver el entusiasmo de jesuita nipón – decidme, en vuestro juego cual es la pieza de más valor?
- No, Alvaro San! No hay piezas de valor diferente! Vos disponéis de 180 peones, y vuestro rival también.
- Entonces quién gana?
- Quien controla más territorio inmovilizando al adversario!
- No lo entiendo…
- Es un arte que puede tomar toda una vida entender, Álvaro San! Pero sentaos conmigo, aprended jugando!
Así, otra vez estábamos bregando por levantar no una sino 5 compañías! Y ya con los reales en mano, seguimos por lo más solucionar otro problema: A una compañía la podíamos meter en un castillo ruinoso, pero a una o más banderas era otra cosa. Necesitaba un alojamiento grande, que pudiese crecer, y lo que tenía en mente, era algo que seguramente a Pedro le iba a gustar, por lo que pedí audiencia, y puedo considerarme afortunado, porque en medio de su muy apretada agenda, me la concedió para la misma semana: Mejor así! Tendría unos días más para ajustar mis bosquejos.
Pedro me esperaba en horas de la tarde en su casa, una deferencia hacia mi, me recibió informalmente y sin muchos preludios, estuvimos conversando:
- Pedro, dónde estabas cuando el golpe de Tejero?
- Dime tu! Yo no soy tan viejo!
- Era un niño, ávido lector de cuestiones militares, incluida la GCE, y muy influido por dos profesores de colegio, ambos españoles, pero mientras uno me daba a leer el ABC, el otro me daba El País, al otro lado del Océano y de la cordillera!
- Uno de derechas y el otro de izquierdas…
- Y mi cabeza, su campo de batalla! Bueno, la cosa es que de lo poco que pasaron por TV, me llamo la atención la salida de los tanques de Milans del Bosch en Valencia.
- Y qué tiene que ver eso con nosotros?
- Vas a seguir con las reformas del Ejercito, y Valencia será tu base de operaciones. Deberás tener un acantonamiento grande, muy grande.
- Veo que has estado dándole vueltas, eh! Vamos, dispara!
- Bétera. Con su castillo y todo. Los predios que en nuestra época son la Base Jaime I, no todo, por supuesto, pero Bétera está lo suficientemente lejos para que te dejen en paz, pero a menos de medio dia de marcha, por si hay algún problema que solucionar. La zona produce los alimentos suficientes como para mantener a un ejército contento, sin que 10 mil bocas sean carga para Valencia.
- Has pensado eso para la bandera de Álvaro?
- Sí, inicialmente para su bandera, pero por lo que hemos conversado, en el futuro no vamos a estar hablando de batallones, sino de divisiones.
- Me sigues –dijo Pedro con una sonrisa, medio cansada, medio satisfecha – Si, he estado trabajando en eso, pero no en Betera, sino en Manises.
- No tan alejado.
- No, las distancias de ahora son diferentes, y los tiempos también. Manises es mejor. Además, la está muy adelantada la adquisición de los terrenos.
- Estuve conversando con Pedro de Ambuesa, y ha visto los planos preliminares que le lleve: No estoy inventando el agua tibia, de hecho, se basan en lo encontrado en Renieblas.
- Ahora estas plagiando a Escipión!
- Es poco lo que puedo mejorar al Africano, exceptuando la evacuación de las heces! Pero lo he pensado como un crecimiento modular: cuarteles para una compañía bastante autónomos, y una especie de pretorio para el mando de la bandera. Por favor, échale una mirada.
Estuvimos intercambiando opiniones. Pedro sabía muchísimo más que yo los tiempos de construcción necesarios, los costos, y las personas adecuadas para el trabajo. Sin embargo, considero que no había mucho que agregar al cuartel básico, por lo que no fue difícil convencerlo para comenzar a la brevedad las obras, ya no en Betera sino en Manises. Al despedirnos, me ofreció su carruaje.
- El verano es corto en la pequeña edad de hielo.
- Un poco de sereno no me va a matar.
- Debo de cuidar a mi dentista designado, por si llego a necesitarlo.
- Deberías aprovechar… A todo esto, tú ya sabias, no?
- Saber qué?
- Que Álvaro no me iba a hacer uno de sus capitanes.
- Claro, ilustre gilipollas! Tengo que conocer cuál es el sentir de la tropa. Pero no iba a ser yo quien te lo dijese! Vamos! Tu tan bien como yo sabes que un furriel competente y honrado es más necesario que un capitán así tenga los cojo*** del caballo de Espartero – y dándome una palmada en la espalda a modo de despedida, agregó con una sonrisa entre cómplice y divertida- además te lo estas tomando muy en serio.
Pero no me quiero llenar la cabeza con disquisiciones que a la larga me van a confundir más. Tengo que ponerme tareas concretas y cruzar un puente a la vez. Por lo pronto, es imperativo convencer a Álvaro para que me conceda el mando de una de las compañías de su bandera, pues prefiero que la decisión la tome sin que Pedro meta la mano.
Pero teníamos que celebrar su nombramiento como jefe de una bandera, lo que en el siglo XIX, XX y XXI era equivalente a teniente coronel! No era un mal ascenso! Así que le pedí a Leonor que fuese al mercado y consiguiese un cochinillo lechal, que lo asase pues ese sería el plato fuerte de la cena. Personalmente, fui a buscar el mejor vino de la comarca, y como lo que es bueno, es bueno desde antiguo, mi elección fue de vinos de Utiel Requena, pero para el postre no cambiaría una costumbre que viene desde casa: vino de Málaga. Eso sí, el postre sería un tradicional platillo peruano: unos buñuelos en forma de aro llamados “picarones”, saborizados con una miel de chancaca, hojas de parra, ralladura de cítricos, canela y clavo.
Esperaba que Álvaro llegase trasnochado, pero cuando lo vi, estaba fresco como una lechuga y con una cara de preocupación. Lo salude efusivamente:
- Enhorabuena, Álvaro! Venga! Un abrazo de felicitación!
- Gracias, Francisco! Gracias! Pero en menudo brete me ha metido vuestro amigo…
- No seáis ingrato! Estáis haciendo carrera!
- No, no me entendéis. Claro que estoy agradecido al Marqués del Puerto. Y a fe mía que sé que he estado menos de un año como capitán de una pequeña compañía. Eso no es lo que me preocupa.
- Entonces?
- Vos sabéis que he entrenado y he sabido hacer combatir bien a la Compañía del Hospital y la Reina. Y sé, vos sabéis que lo sé! qué puedo hacer que los muchachos se batan peor que fieras! Ya tienen una batalla a cuestas, y espero hacer que en la próxima lo hagan mejor. Vive Dios! Que en la próxima no habrá quien pueda contra ellos!
- Mi pregunta sigue en pie, entonces?
- Que una cosa es una compañía y otra, una bandera.
- Dudáis de vos?
- Duda no es la palabra. Pero me pregunto si el bocado es grande en demasía para mis fauces.
- Álvaro, sabed que todo hombre prudente se hace esa pregunta. Vos solamente debéis repetir cuatro veces el trabajo que hicisteis con vuestra compañía –le dije quitándole peso a mis palabras con una sonrisa franca- Cuando hayáis elegido a los capitanes de vuestras compañías os sentiréis más tranquilo.
- Ese es justamente otro de los problemas! He de reclutar gente de aquí!
- Dudáis de los valencianos? Se batieron tan bien como los nuestros.
- No, no dudo de ellos! Pero no los conozco! No se cómo son.
- Hombres son hombres, Álvaro! Sabed que en este reino, todos los hombres tienen sangre roja! O creéis que los catalanes son diferentes porque tienen un pelo más en el cul*? Todos nuestros hombres saben el Páter Nóster, todos aprenderán a disparar el mosquete y a plantar los estoques de breda ante cualquier horda así sea de infieles, malos cristianos o herejes. Valencianos, aragoneses, murcianos o castellanos, deberán entender órdenes en castellano y vos, deberéis aprender algunas palabras en valenciano o catalán. Pero escoged bien a vuestros capitanes, eso es importante.
- Ya había pensado en eso.
- Sabed Álvaro que yo me ofrezco como uno.
- No, Francisco.
- No?
- No.
- Dudáis de m?
- No, Francisco. Vos sois como mi hermano. Y no dudo que seríais un buen capitán.
- Entonces porque vuestra negativa.
- Vos sois la cabeza del hospital. No sabéis la importancia que ahora tiene el hospital para los hombres que están batalla. No sabéis lo que dice de vos y de los vuestros!
- No, qué dicen?
- Que habéis traído de la muerte todos los heridos, incluso a los desventrados y a los descalabrados!
- Sabéis que eso no es cierto!
- Yo sí, pero los hombres que sostienen picas y mosquetes, no! Y eso, mi amigo, es lo que importa. Sabéis lo que significaría para ellos enterarse que Francisco de Lima fue muerto en batalla, condenándolos a morir también? No!, yo Álvaro Martínez de Luna no lo puedo consentir! Y si es menester hablar hasta medianoche para haced que vuestra cabezota lo entienda, pues hablaremos entonces.
- Es vuestra última palabra?
- Si, Francisco. Vos no me moveréis de aquí. No seréis uno de mis capitanes.
- Agradezco vuestra sinceridad, hermano!
- Sin embargo, no os sintáis desazonado. No tendréis el mando de una de las compañías, pero os pido que me ayudéis a levantar la bandera que me han encomendado.
- No os entiendo. No deseáis que sea uno de vuestros capitanes…
- Pero deseo que seáis mi furriel.
- Furriel? –le pregunte extrañado.
- Vos mismo me dijisteis que un ejército avanza sobre su estómago! Si el hospital os deja tiempo, necesito que me ayudéis a organizar mi bandera. Vos sois bueno en eso. Además, tenéis buen ojo para juzgar a las personas. Ayudadme a elegir a mis capitanes!. Pero, que ha pasado con vuestra proverbial cortesía? No me vais a ofrecer nada de vuestra mesa?
Comimos y estuvimos conversando entre cochinillo, picarones, vino y vino, hasta altas horas de la madrugada. Bosquejamos como sería la unidad, una bandera más numerosa que las ordinarias, pues tendría 5 compañías de mosquetes, y una de cazadores: la compañía del Hospital y la Reina, para hacer un total de casi 1000 hombres. Necesitaríamos normalizar las armas, y desde ya, redactamos las especificaciones que oportunamente haríamos llegar a Ignacio y a la fundición de Ávila. La industria textil en Valencia había sido impulsada por Pedro y no sería ni difícil ni costoso conseguir buenos géneros para la uniformidad. Ya al despedirnos, le dije a un Álvaro somnoliento:
- Pero recordad siempre, comenzar por lo primero.
- Vos y vuestras minucias! Esto no es lo primero?
- Hay algo más importante.
- Decídmelo pues!
- Asegurad los reales! Acudid donde Don Pedro y pedidle los dineros necesarios para vuestra bandera.
- Si no supiese de vuestra sangre inga, diría que os bulle sangre marrana! Cuentas, cuentas y más cuentas!
- Sacadlas con cuidado. Y os recomiendo que Fadrique las haga con vos. Es bueno con los números, pero sobre todo, conforme vayáis creciendo, deberéis tener un segundo que crezca con vos. Enseñadle!
- Se que ha tendido buenos maestros…
- Que entre espadas y duelos apenas ha aprovechado. Pero se interesa por el arte militar. Y vos seréis mejor maestro que los que le enseñaron a manejar la pluma.
- Sea pues, mañana hare cuentas con Fadrique.
- Y pasado mañana, iréis con el Marques del Puerto. Presto!
Al día siguiente no vi a Álvaro hasta la hora de cenar. Llegó con Fadrique y ambos lucían cansados.
- Tenéis caras de haber acompañado a Filípides en su carrera, VM!
- La carrera del ateniense no nos hubiese agotado tanto como los números que hemos tenido que hacer, Don Francisco.
- Que habéis sacado en claro?
- Que una guerra es muy cara!
- Si es que la queréis ganar, sí. Es carísima. Por eso es que es menester de vosotros, la nobleza del reino, hacer que el dinero fluya a las arcas reales.
- Lo que vos siempre conversáis con mi tía.
- …Y con mi padre.
- Si, mis amigos! La guerra la gana el soberano que conserve el último ducado en la mano. Y los herejes de Londres y Ámsterdam hacen más dinero que nosotros, a despecho de las minas de Potosí y Taxco, a despecho del oro de Santa Fe. Fijaos bien como las reformas del Marques del Puerto han hecho que Valencia esté a la cabeza de los reinos de nuestro rey. Fijaos bien, pero aprended mejor. Pero ahora decidme, que dicen vuestras cuentas.
- 1000 mosqueteros, sin armas, ni ropas: 3000 escudos.
- Escudos? Por qué escudos?
- Es lo que acostumbran aquí, don Francisco –respondió Fadrique con presteza – Es más fácil cuadrad las cuentas con 10 reales, que con 11 (en los ducados). Y 350 maravedís en lugar de 375.
- Es un pensamiento sesudo. Y en armas?
- No menos de 200 reales por mosquete, si queremos que sean como los de la compañía del Hospital. Sabed que ya enviado un mensajero a Santander para que entregue una carta al Maestro Otamendi.
- Además de los estoques de breda y una espada por hombre.
- Y eso sin contar los sueldos de los cabos, sargentos, alféreces y capitanes.
- No os olvidéis de la soldada del furriel! –exclamé.
- Y veinte escudos por cada una de las banderas de tafetán!
- 65 mil reales por cada uno de los cañones de vuestra invención. Deseo tener 8 en la bandera.
- Por favor, no olvidéis 1500 reales por cada espingarda que encargaremos al Maestro Miruela.
- Cuánto?
- Más de cuatrocientos mil reales.
- Mañana, Álvaro, tratad de ser muy pulcro con vuestros números, y muy claro en vuestra exposición, de otro modo no convenceréis al Marqués. Y vos Fadrique, mañana vendréis conmigo.
Así pues, mientras el novel teniente coronel acudía a conseguir los dineros necesarios, yo lleve a Fadrique con el Maestro Pedro de Ambuesa. Con él tomaría lecciones de dibujo y arquitectura. Una vez terminadas las presentaciones, nos dirigimos al puerto y allí nos encontramos con el Nostromo José, que era el tío materno de Don Marcial, el patrón del San Cosme, y como él también marino curtido pero al que el reumatismo ya no le permitía navegar, daba lecciones de artes de mar a quien se lo pidiese y pudiese pagar (aunque cobraba barato!, Don José tenia rentas, y participaba a pequeño nivel en varias sociedades mercantiles). Una vez terminadas las presentaciones, fue con Fadrique a tomar el almuerzo frente al mar, y entre fritura de pescado y chatos de vino, tuvimos una pequeña charla:
- Don Francisco, podéis instruirme? Por qué he de tomar clases con el aparejador y con el marino?
- Porque estoy pensando en vuestro futuro, Fadrique. Vos no os quedareis como cabo o sargento, ni siquiera he pensado en vos como capitán. Esos serán tan solo escalones en vuestro ascenso. Recordáis cuando me acompañasteis en las correrías de caballería en Trípoli?
- Si, Don Francisco! –y sonrió, en medio de todo, era aún un chaval- derribé a un moro en la puerta.
- Más adelante, cuando os envíen a hacer un reconocimiento, deberéis saber poner en papel lo que vuestros ojos ven. Pero también deberéis saber los puntos débiles de una muralla. Y el Maestro aparejador ha estudiado en Italia, allí quien ha aprendido a construir una iglesia, primero ha debido aprender a construir una muralla o una fortificación. Vos debéis saber cuánto castigo de vuestros cañones puede soportar el lienzo de un muro. Si por ventura estáis a cargo de un sitio, vos deberéis ser capaz de leer un mapa. Y tanto en mar como en tierra, vos debéis estar orientado. Por eso es que conocer el uso de la brújula y el astrolabio os es de gran importancia. Vos manejáis la pluma, y sabéis hacer bien las cuentas, pero ahora aprenderéis que rendir a una fortaleza por asedio o por asalto, van de la mano del conocimiento íntimo de la estructura de esa fortificación.
- Decidme Don Francisco, es mi tía quien os ha hecho el encargo?
- No, Fadrique. Soy yo quien ha decidido esto. Pero ha de ser vuestra bolsa quien pague las lecciones! – Le dije con sorna cómplice, que el joven tomo muy bien- Pero no os preocupéis mucho. Esta noche vos y Álvaro comenzareis juntos unas lecciones que os han de servir tanto como las clases de dibujo y navegación, y esas lecciones serán gratis, o casi.
Nos reunimos en casa en la noche, y nos acompañaba como en muchas otras noches Fray Santiago. Álvaro llego con buenas nuevas, o casi: El Marques del Puerto estaba satisfecho de su explicación, y luego del necesario regateo, habían convenido en que levantaría la bandera con 400 mil escudos, ni uno más. También había avenido a prestar 8 sargentos de sus banderas provinciales para facilitar la instrucción.
Una vez que Leonor retiro los platos de la cena, les dije sin más preámbulos:
- Vos sois jugadores avezados del ajedrez, el juego de reyes. Os mantiene alertas, y os afila el ingenio, pues es como un campo de batalla sin sangre. Pero ahora Fray Santiago os enseñara a jugar el ajedrez de China, pues aunque nuestro juego es bueno para la táctica, el juego de ellos es mejor para la estrategia.
- Caballeros, en vuestro ajedrez el objetivo del juego es rendir al enemigo mediante ataques y muertes, en el igo, el objetivo del juego es controlar una cantidad de territorio mayor a la del oponente. Para controlar un área, debe rodearse con fichas. Gana el jugador que controla la mayor cantidad de territorio al finalizar la partida.
- Fray Santiago –aventuró a preguntar Fadrique – Don Francisco ha dicho que vuestro juego es mejor para enseñarnos estrategia, podéis decirnos la razón?
- Oh, joven Fadrique, Francisco San ha dicho bien, pero no ha dicho todo: La estrategia general del igo es expandir el territorio de uno cuando sea posible, pero también atacar los puntos débiles del oponente, esas son batallas tácticas! Lo que vos no debéis hacer es perder de vista todo el tablero: Ved no al árbol, sino a todo el bosque!
- Suena interesante, Fray Santiago –se animó a intervenir Alvaro al ver el entusiasmo de jesuita nipón – decidme, en vuestro juego cual es la pieza de más valor?
- No, Alvaro San! No hay piezas de valor diferente! Vos disponéis de 180 peones, y vuestro rival también.
- Entonces quién gana?
- Quien controla más territorio inmovilizando al adversario!
- No lo entiendo…
- Es un arte que puede tomar toda una vida entender, Álvaro San! Pero sentaos conmigo, aprended jugando!
Así, otra vez estábamos bregando por levantar no una sino 5 compañías! Y ya con los reales en mano, seguimos por lo más solucionar otro problema: A una compañía la podíamos meter en un castillo ruinoso, pero a una o más banderas era otra cosa. Necesitaba un alojamiento grande, que pudiese crecer, y lo que tenía en mente, era algo que seguramente a Pedro le iba a gustar, por lo que pedí audiencia, y puedo considerarme afortunado, porque en medio de su muy apretada agenda, me la concedió para la misma semana: Mejor así! Tendría unos días más para ajustar mis bosquejos.
Pedro me esperaba en horas de la tarde en su casa, una deferencia hacia mi, me recibió informalmente y sin muchos preludios, estuvimos conversando:
- Pedro, dónde estabas cuando el golpe de Tejero?
- Dime tu! Yo no soy tan viejo!
- Era un niño, ávido lector de cuestiones militares, incluida la GCE, y muy influido por dos profesores de colegio, ambos españoles, pero mientras uno me daba a leer el ABC, el otro me daba El País, al otro lado del Océano y de la cordillera!
- Uno de derechas y el otro de izquierdas…
- Y mi cabeza, su campo de batalla! Bueno, la cosa es que de lo poco que pasaron por TV, me llamo la atención la salida de los tanques de Milans del Bosch en Valencia.
- Y qué tiene que ver eso con nosotros?
- Vas a seguir con las reformas del Ejercito, y Valencia será tu base de operaciones. Deberás tener un acantonamiento grande, muy grande.
- Veo que has estado dándole vueltas, eh! Vamos, dispara!
- Bétera. Con su castillo y todo. Los predios que en nuestra época son la Base Jaime I, no todo, por supuesto, pero Bétera está lo suficientemente lejos para que te dejen en paz, pero a menos de medio dia de marcha, por si hay algún problema que solucionar. La zona produce los alimentos suficientes como para mantener a un ejército contento, sin que 10 mil bocas sean carga para Valencia.
- Has pensado eso para la bandera de Álvaro?
- Sí, inicialmente para su bandera, pero por lo que hemos conversado, en el futuro no vamos a estar hablando de batallones, sino de divisiones.
- Me sigues –dijo Pedro con una sonrisa, medio cansada, medio satisfecha – Si, he estado trabajando en eso, pero no en Betera, sino en Manises.
- No tan alejado.
- No, las distancias de ahora son diferentes, y los tiempos también. Manises es mejor. Además, la está muy adelantada la adquisición de los terrenos.
- Estuve conversando con Pedro de Ambuesa, y ha visto los planos preliminares que le lleve: No estoy inventando el agua tibia, de hecho, se basan en lo encontrado en Renieblas.
- Ahora estas plagiando a Escipión!
- Es poco lo que puedo mejorar al Africano, exceptuando la evacuación de las heces! Pero lo he pensado como un crecimiento modular: cuarteles para una compañía bastante autónomos, y una especie de pretorio para el mando de la bandera. Por favor, échale una mirada.
Estuvimos intercambiando opiniones. Pedro sabía muchísimo más que yo los tiempos de construcción necesarios, los costos, y las personas adecuadas para el trabajo. Sin embargo, considero que no había mucho que agregar al cuartel básico, por lo que no fue difícil convencerlo para comenzar a la brevedad las obras, ya no en Betera sino en Manises. Al despedirnos, me ofreció su carruaje.
- El verano es corto en la pequeña edad de hielo.
- Un poco de sereno no me va a matar.
- Debo de cuidar a mi dentista designado, por si llego a necesitarlo.
- Deberías aprovechar… A todo esto, tú ya sabias, no?
- Saber qué?
- Que Álvaro no me iba a hacer uno de sus capitanes.
- Claro, ilustre gilipollas! Tengo que conocer cuál es el sentir de la tropa. Pero no iba a ser yo quien te lo dijese! Vamos! Tu tan bien como yo sabes que un furriel competente y honrado es más necesario que un capitán así tenga los cojo*** del caballo de Espartero – y dándome una palmada en la espalda a modo de despedida, agregó con una sonrisa entre cómplice y divertida- además te lo estas tomando muy en serio.
La verdad nos hara libres
- reytuerto
- Mariscal de Campo
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- Registrado: 12 Ene 2003, 18:23
- Ubicación: Caracas, Venezuela
Un soldado de cuatro siglos
- Y ahora? – Me preguntó Álvaro mientras devoraba un cabrito al horno con patatas – sí, en tierras en donde fueron introducidas por Pedro a las papas las llamaban “a la española”.
- Mientras el clima ayude, los soldados vivirán en un vivac de campaña. Tal vez tus capitanes y sargentos puedan alquilar habitación en las casas de Manises, pero la tropa en tiendas. Y ya podéis ir comprando viandas y vino, que aunque la recluta sea en esta comarca, Valencia bulle de gentes de toda la península.
- Don Francisco, las gentes de otras tierras son diferentes? – Preguntó Fadrique.
- Sí, pero también no, mi joven amigo! Pero un hombre como vuestro mentor, que predicará con el ejemplo, será capaz de guiar a gentes muy diferentes en torno a él.
- Yo? Vos sabéis tan bien como yo de que pie cojeo.
- Y los hombres son indulgentes con los líos de faldas… siempre y cuando tengáis el buen tino de no follar con la mujer de uno de ellos!
Todos nos reímos por la humorada, pero de inmediato el Conde Belisario, o mejor dicho Robert Graves salió a hacerme el quite:
- Mis amigos, sabed como veo las cosas. Seleccionad hombres sanos, de estómagos fuertes, capaces de sobrevivir a fiebres y diarreas; que en campaña coman como monjes de ordenes ascéticas aunque en el guarnición coman como obispos; no queremos hombres demasiado apegados a su tierra, pues quien sabe a dónde irán a parar sus huesos, así que pensad dos veces antes de escoger a jornaleros que huyen de la pobreza, e incluso de los aparceros, a no ser que sean cristianos de valía comprobada como los que escogisteis en Ávila o los que llegaron de Pozuelo. Otro tanto sucede con veteranos de otros tercios o banderas, no, no me miréis así, no podéis comparar a vuestros hombres de la Compañía del Hospital, a esos los habéis entrenado vos y los habéis bautizado en batalla, esos son vuestros, así que si son veteranos, escogedlos con mucho cuidado, pues unas veces un veterano piensa que sabe más que vos y los demás sargentos juntos solo por el hecho de ser veterano, y otras solo sirven para enseñar malas mañas a los reclutas.
- Don Francisco, esos son los que no queréis, a quien queréis con vos?
- La gente de montaña suele ser recia y parca, de vista y oídos agudos, miembros agiles, y toman decisiones por ellos mismos. Eso es algo que os puede servir.
- Apuntado queda! Solo montañeses?
- No, a fe mía que no, Álvaro! Fijaos, como eran los Tercios del Gran Capitán. Abundaban los hidalgos empobrecidos, los segundones, o como el Marques Gobernador que conquisto mi tierra para Castilla, bastardos audaces. Tenedlos en cuenta, si aún los halláis.
- Si, tenéis razón otra vez. Y que se condene mi anima si miento!, pero ya había pensado en ello. Con mi padre lo conversamos mucho, recordad que él sirvió muchos años en los ejércitos del padre del rey.
- Os creo, Álvaro. Y también aprovechad que hay marineros que también desean sentar plaza como soldados.
- Marineros? – pregunto Fadrique con asombro – Por qué podría desear marineros?
- Porque la gente de mar es habilidosa con las manos, tiene muchos recursos, y sabe emplear bien las horas muertas. Además, al ser como perros sin dueño, saben sentirse a sus anchas en tierras extrañas, y tienen la extraña habilidad de hacerse entender entre extranjeros aun sin saber sus lenguas.
- Que lengua deben de hablar?
- No importa. Habladle de dinero a un catalán y os juro por la salud de mi alma que os entenderá tan bien como yo os entiendo. No, vuestros hombres se harán soldados aprendiendo órdenes en castellano y misa en latín!, pero procurad que vos y vuestros oficiales y sargentos aprendan valenciano, catalán, o la lengua que sea menester aprender por si hay muchos portugueses o italianos.
- Vos decís entonces que tendremos compañías de castellanos, de montañeses y de levantinos?
- No! No hagáis eso. Mezcladlos a todos, que todos aprendan de todos y que su patria sea la tienda que compartan todas las noches. En un año todos serán españoles, y españoles de tu bandera!
- Mientras el clima ayude, los soldados vivirán en un vivac de campaña. Tal vez tus capitanes y sargentos puedan alquilar habitación en las casas de Manises, pero la tropa en tiendas. Y ya podéis ir comprando viandas y vino, que aunque la recluta sea en esta comarca, Valencia bulle de gentes de toda la península.
- Don Francisco, las gentes de otras tierras son diferentes? – Preguntó Fadrique.
- Sí, pero también no, mi joven amigo! Pero un hombre como vuestro mentor, que predicará con el ejemplo, será capaz de guiar a gentes muy diferentes en torno a él.
- Yo? Vos sabéis tan bien como yo de que pie cojeo.
- Y los hombres son indulgentes con los líos de faldas… siempre y cuando tengáis el buen tino de no follar con la mujer de uno de ellos!
Todos nos reímos por la humorada, pero de inmediato el Conde Belisario, o mejor dicho Robert Graves salió a hacerme el quite:
- Mis amigos, sabed como veo las cosas. Seleccionad hombres sanos, de estómagos fuertes, capaces de sobrevivir a fiebres y diarreas; que en campaña coman como monjes de ordenes ascéticas aunque en el guarnición coman como obispos; no queremos hombres demasiado apegados a su tierra, pues quien sabe a dónde irán a parar sus huesos, así que pensad dos veces antes de escoger a jornaleros que huyen de la pobreza, e incluso de los aparceros, a no ser que sean cristianos de valía comprobada como los que escogisteis en Ávila o los que llegaron de Pozuelo. Otro tanto sucede con veteranos de otros tercios o banderas, no, no me miréis así, no podéis comparar a vuestros hombres de la Compañía del Hospital, a esos los habéis entrenado vos y los habéis bautizado en batalla, esos son vuestros, así que si son veteranos, escogedlos con mucho cuidado, pues unas veces un veterano piensa que sabe más que vos y los demás sargentos juntos solo por el hecho de ser veterano, y otras solo sirven para enseñar malas mañas a los reclutas.
- Don Francisco, esos son los que no queréis, a quien queréis con vos?
- La gente de montaña suele ser recia y parca, de vista y oídos agudos, miembros agiles, y toman decisiones por ellos mismos. Eso es algo que os puede servir.
- Apuntado queda! Solo montañeses?
- No, a fe mía que no, Álvaro! Fijaos, como eran los Tercios del Gran Capitán. Abundaban los hidalgos empobrecidos, los segundones, o como el Marques Gobernador que conquisto mi tierra para Castilla, bastardos audaces. Tenedlos en cuenta, si aún los halláis.
- Si, tenéis razón otra vez. Y que se condene mi anima si miento!, pero ya había pensado en ello. Con mi padre lo conversamos mucho, recordad que él sirvió muchos años en los ejércitos del padre del rey.
- Os creo, Álvaro. Y también aprovechad que hay marineros que también desean sentar plaza como soldados.
- Marineros? – pregunto Fadrique con asombro – Por qué podría desear marineros?
- Porque la gente de mar es habilidosa con las manos, tiene muchos recursos, y sabe emplear bien las horas muertas. Además, al ser como perros sin dueño, saben sentirse a sus anchas en tierras extrañas, y tienen la extraña habilidad de hacerse entender entre extranjeros aun sin saber sus lenguas.
- Que lengua deben de hablar?
- No importa. Habladle de dinero a un catalán y os juro por la salud de mi alma que os entenderá tan bien como yo os entiendo. No, vuestros hombres se harán soldados aprendiendo órdenes en castellano y misa en latín!, pero procurad que vos y vuestros oficiales y sargentos aprendan valenciano, catalán, o la lengua que sea menester aprender por si hay muchos portugueses o italianos.
- Vos decís entonces que tendremos compañías de castellanos, de montañeses y de levantinos?
- No! No hagáis eso. Mezcladlos a todos, que todos aprendan de todos y que su patria sea la tienda que compartan todas las noches. En un año todos serán españoles, y españoles de tu bandera!
La verdad nos hara libres
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Mientras Álvaro y sus sargentos se dedicaban a la recluta, yo volvía a las tareas del hospital. Rutina. Sin embargo, a fines de ese ajetreado verano tuve la ingrata suerte ver de una corrida de toros del siglo XVII y ser parte de lo que ocurría dentro del ruedo. Ojo! No me gustan los toros, de hecho, no me gusta ver u ocasionar el sufrimiento de cuadrúpedos o bípedos (aunque me puedo permitir algo de brutalidad, e incluso un toque de sevicia con estos últimos), sin que esto signifique que haya renunciado a tener carne en mi mesa. Pero sea una gallina, un cordero o un cerdo, los animales beneficiados en mi casa eran despachados sin sufrimiento y con rapidez. Y ninguna de esas dos premisas se daban en el ruedo: los toros como buenos mamíferos tenían un sistema sensorial igualito al de nosotros, y situaciones de estrés les generan idéntica sensación de angustia y desesperación.
Pero esto comenzó de una manera mucho más venial. No sé si se sabe, pero en Valencia las corridas de toros desde tiempos del rey anterior, Felipe III, las organiza el Hospital de la ciudad. Y como en tiempos de paz, el Hospital de Campaña de San Lucas Evangelista era un apéndice del Hospital de Valencia, no tarde en recibir el encargo (muy regateado por cierto) de componer la música para la Feria de Sant Jaume de ese año. La idea me gustaba, y a falta de pasodobles, debí recurrir a algo que se le pareciese, en ritmo y en espíritu. No hay que tener mucha imaginación para suponer que recurrí al repertorio de las nubas de los regimientos de regulares, pues el sonido de las chirimías es perfectamente equiparable al de las dulzainas del siglo de Oro.
Una caja, un atabal, cuatro tamboriles, un pandero, un címbalo, cuatro chirimías y seis cornetas, arreglos para banda de chaconas y fandangos del siglo XVII y XVIII en donde Boccherini ocupaba el lugar más destacado, sin dejar de lado pasacalles de mi tierra (que pese a la innegable influencia melancólica andina, era un estilo musical asimilable a lo que la nuba tocaría, obstinato incluido).
Y el ruedo? No, la majestuosa plaza de toros de Valencia no existía ni por asomo. De hecho, en toda España no había ni un solo coso! Las corridas se hacían cerrando las plazas públicas, alquilando los balcones y ventanas para los nobles y los ciudadanos más privilegiados, y el pueblo llano ocupando improvisadas graderías de madera. Tampoco había que traer diestros, pues en esa época la mayoría de suertes eran a caballo, y los jóvenes de la nobleza local y regional compiten ferozmente en demostrar su valor ante las reses, su habilidad como jinetes y especialmente en la calidad de sus caballos y el esplendor de sus arreos.
Así pues, que empecé a practicar con el maestro García, el más veterano de los cornetas y los demás músicos a principios de Julio. Eran músicos avezados, que lo que no aprendiesen en dos semanas, seguramente lo improvisarían sobre, la marcha. Casi al mismo tiempo, los carpinteros empezaban los trabajos en la plaza de la Almoina, primero cerrando la plaza a excepción de tres entradas, una para los toros, otra para los jinetes y la última para el arrastre de las reses muertas. Luego una barrera de la altura de un hombre (bajito) delimito el ruedo rectangular y después de unos callejones, empezaban las gradas. Casi simultáneamente, a los propietarios de las casa de la periferia de la plaza los conminaron a acondicionar y alquilar las mejores piezas de sus viviendas con ventanas y balcones a la calle por los días que duraría la fiesta de Sant Jaume.
Los del hospital, y también en el Ayuntamiento, se mostraron considerados: me asignaron un balcón casi en la esquina de la plaza, un puesto lejos de las gradas, pero bastante discreto. En lo personal no me interesaba hacerme ver, pero sin duda el puesto seria del agrado Antonia (Antoñita) Ximénez, una morena clara de felinos ojos verdes, sobresaliente del teatro de la legua que estaba en Valencia desde hacía una temporada y que en esas ajetreadas semanas calentaba ora mi lecho, ora mi cabeza.
Pero grande fue mi sorpresa al enterarme que Álvaro, mi buen amigo y ahora flamante comandante de una bandera valenciana, seria parte del cartel! Y no solo él (un Martínez de Luna), sino que los demás jinetes serian de la flor de los jóvenes nobles del Levante: Rocamora, García de Lasa, Musoles, Cotoner, Orís y hasta un Blasco, descendiente del malogrado primer virrey del Perú (los encomenderos del naciente virreinato peruano encabezados por Gonzalo, el hermano menor del Marques Gobernador, le cortaron la testa en Añaquito. Mal precedente! Los golpes de estado no cesaron ni en el virreinato, ni en la república)! Pero mi asombro fue aún más grande cuando vi a Álvaro a caballo! Claro, hasta ahora solo lo había visto cabalgando en la ciudad o en los caminos, sabía que como gentilhombre de armas, era un experto en el manejo de la ropera y también de armas de asta, pero no fue hasta esta feria que lo vi haciendo gala de su buen hacer en la doma y su maestría sobre su caballo, o mejor dicho, sus caballos porque tenía 3 reservados para el espectáculo, y su montura principal era un magnifico tordo que se había hecho traer desde Córdoba ni bien llegamos de la expedición a África.
Así pues fueron pasando los días hasta que comenzó la Feria. Pese a la insistencia de Antoñita, no tenía ganas de ir a un espectáculo que no me gustaba, así que deje que los dueños de casa usaran a su antojo el balcón que me asignaron. Sin embargo no podía desairar ni a la que compartía la cama, ni a Álvaro que era un diestro de la última corrida. Por lo que no muy convencido, anuncie que iría al último día de la Feria. Una de las primeras cosas que hice, antes incluso que regasen la arena, fue poner un tapiz en las barandillas del balcón, así Antoñita y yo tendríamos algo más de intimidad cuando entre astado y astado, ella hiciese las virguerías que tanto me gustaban. No nos faltaban viandas, ni vino, ni refrescos fríos, ni fruta de la estación fresca. La música sonaba bien. Y desde mi esquinita podía ver a todos los personajes importantes de Valencia, Pedro ocupando un especialísimo lugar, junto con las demás autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad. Pero lo socialmente más interesante era la “promiscuidad de linajes” que se daba en la fiesta, pues había en ventanas y balcones desde nobles que conocían sus antepasados desde antes de la reconquista, hasta burgueses y banqueros adinerados, científicos e intelectuales notables, militares afamados pero sin abolengo e incluso dentistas con algo de buen nombre y cierta fortuna! Sí, esta pluralidad social en los toros era una particularidad en la rígida corte de los Austrias, para otras cosas tan pegada al protocolo.
Y en las gradas el hervidero de gente era igual de interesante: Estaba el cura gordo con la tonsura tapada con un sombrero redondo, el letrado vestido de negro, la viuda y sus hijas casaderas, el pescadero y la verdulera, algún hidalgo empobrecido, gente de mar de diversa índole, también pude ver a muchos soldados y algún sargento de la Compañía del Hospital y la Reina, y como no, pude distinguir los rostros de una multitud de jóvenes cirujanos militares y camilleros, que en grupos estaban distribuidos en los tendidos, graderíos, cuchillos y nichos de la plaza.
La corrida comenzó cuando los alguaciles hicieron desalojar el ruedo. Alabarderos de la guarnición de la ciudad, sacaron a los parroquianos que querían ver el espectáculo desde cerca, no sin cierta resistencia de algunos que habían comenzado a empinar el codo desde temprano. El primer lance estuvo a cargo de Jaime de Rocamora y García, que aunque era un estupendo jinete, utilizo al toro más como un entrenamiento militar propio del de sus bisabuelos, haciendo contados quietes con el caballo, y ultimando al toro de un brutal lanzazo.
El segundo jinete fue Álvaro, que salió al ruedo con un costoso traje de terciopelo negro, un sombrero con no menos costosas plumas de avestruz y botas muy altas por encima de la rodilla; montaba el tordo cordobés, pero dos de los mozos de su cuadrilla tenían a punto un alazán jerezano y un lindísimo zaino de las vegas del Guadalquivir. Montando a la jineta (como los demás diestros) en lugar de utilizar las anacrónicas lanzas, puyaba al bicho con rejones. Era muchísimo más generoso en el espectáculo, citando al toro con elegancia para luego haciendo diversos pases con su capote llevarlo hasta al centro de la plaza, y eso al público gustaba, pues recibía constante aplauso desde las gradas, ventanas y balcones. No, no había banderillas en ese entonces, pero Álvaro se lució haciendo una serie de adornos con exhibición de la doma de su caballo. Finalmente, con una limpieza encomiable, despachó a su astado al primer intento, clavando hondamente el rejón de muerte entre las agujas.
Pero cuando las cosas van a pasar, pasan. Y nada presagiaba el desastre que se estaba gestando en el momento en que “Jabato”, el toro que le tocaba a Francisco de Orís y Vinyoles, entró en el ruedo. De hecho, no vi nada pues cuando escuché el primer “Ohhhh!!!!” me encontraba por debajo del nivel del tapiz de la barandilla. Pero no tardé en darme cuenta de lo ocurrido: el toro había derribado a Orís y su caballo y uno de sus pitones lo había herido en la pantorrilla. Cuando sus lacayos acudieron a hacerle el quite, “Jabato” (los toros no tienen una pizca de bobos) salió a por el infeliz que no llevaba capote, lo corneó feamente en el abdomen, y al sentirse acorralado, la pobre bestia paso al otro lado de la barrera de un salto desesperado, y ahí comenzó la desgracia.
Los callejones eran mucho más anchos que los de cualquier coso de los que se conocen ahora y por ahí el astado intentó escapar, corneando a diestra y siniestra, a un jovenzuelo cogido en la ingle lo levantó como una pluma arrojándolo a varios pasos del lugar, a otra matrona la cogió en el pecho, y a muchos más en piernas, abdomen y bajo vientre. Pero lo peor fue el pánico que se apoderó del graderío y ocasionó una estampida hacia el lado en donde no se percibía peligro, pero los maderos cedieron y con un crujido espantoso, parte de ese tendido se vino abajo. Para más inri, los gemidos de dolor y los gritos de desespero atrajeron la atención de “Jabato” que en una corta arrancada llego a sembrar más caos en una plaza en donde hacía apenas minutos reinaba una feliz algarabía.
Poca gente lo vio, pero Álvaro tomando dos lanzas, guió a su tordo hacia la barrera en donde el callejón se veía más ancho, la saltó limpiamente, y sorteando heridos y parroquianos en fuga, se puso pudo poner al costado del toro, alanceándolo con destreza. Pero tanta era la furia del bicho que fue recién con la segunda herida que Jabato (noble animal al fin y al cabo) dobló sus patas.
La plaza era un desastre completo. Me arregle la calzas y al salir recomendé a Antoñita “trancad la puerta y no salgáis hasta que vuelva”. Pasé al lado del Maestro Garcia y le conmine “Venid!” y los dos bajamos al centro de la plaza y allí le dije: “tocad “reunión” hasta que no tengáis resuello!”. Las estridentes notas de uno de los toques que todo hombre del Hospital de San Lucas Evangelista y de la Compañía del Hospital y la Reina conocían desde el Castillo de Aulencia se elevó por sobre el pandemonio reinante.
De pocos fueron bajando mis hombres: No tardo mucho Álvaro en reunirse conmigo en el centro. Luego llegó Martinico y casi de inmediato aparecieron el otro Martín, Pablo, José y Miguel, mis cirujanos militares más aprovechados.
- Álvaro, ordenad a vuestros hombres! Id y rescatad a los infelices del tendido. A los vivos primero!
- Enhorabuena que estáis aquí, muchachos!
- Mandad, Don Francisco!
- Vos Martin, otra vez os encomiendo que juguéis a Dios. Separad con presteza a los heridos en las piernas, a los corneados en el vientre o pecho, a los aplastados y a los que se reunirán con su Creador el día de hoy.
- Martinico, id volando al Hospital y traed las cajas quirúrgicas que encontréis. Pero volando es volando!
- Álvaro, hacedme el favor, que vuestros compañeros de arte muestren que saben domeñar sus corceles en las calles de la ciudad! Que lleven a Martinico con sus mozos y traigan el instrumental con presteza pero sin romper nada.
- Voy presto!
- Otro favor, id personalmente donde el Marques del Puerto y decidle que consiga con carácter de urgencia a José de Beira, es quien tiene las llaves de la farmacia
- Pablo, id a los alguaciles de la plaza y decidles que el cirujano del Rey Dn. Fco. De Lima requiere sabanas limpias de inmediato! También traed mesas. Y luego pedid vinagre, mucho vinagre.
Implementamos a trancas y barrancas un hospital de sangre. Las dos primeras mesas que llegaron se cubrieron con sábanas, y luego de medio lavarnos con una pastilla de jabón que Pablo consiguió, empezamos a ver a los primeros heridos. Los corneados en los tendidos mostraban gran variedad en la gravedad de sus lesiones: el pobre desgraciado al que Jabato hizo girar como un aspa, había sido cogido en el triángulo de Scarpa y era cadáver cuando Martin de Alcántara lo vio: desangrado por la femoral; la mujer cogida en el pecho tenía un pulmón perforado y varias arterias principales seccionadas, tampoco tardó mucho en morir.
Lo primero que me llamó la atención fue la extensión de los daños de las cornadas: los desgarros eran muy graves, sobre todo en los infelices que fueron cogidos en los callejones: Apenas Martin termino el triaje, Pablo me alcanzó un tabulado rápido: 45 heridos, de los cuales 31 lo fueron por la caída del tendido. De estos, había 17 magullados y contusos, a los que dimos de alta luego de asegurarnos que no tenían algún traumatismo encéfalo-craneal, 10 tenían fracturas cerradas que con inmovilización se solucionarían, y a los 4 más graves, para prevenir el síndrome de aplastamiento, deberíamos amputarles algún miembro. De los 14 corneados, la mayoría presentaba heridas en las piernas. Francisco de Oris presentaba una cornada en la pantorrilla que le había desgarrado uno de los gemelos, estaba con un torniquete y en apariencia, su vida no peligraba, pero como el habían 6 más: el muchacho muerto, y 5 cogidos en la pierna y el muslo. 2 estaban corneados en el pecho, la mujer muerta y una joven con una herida en el mediastino que gracias a Dios no comprometía ni corazón ni pulmones. Había 4 heridos en el abdomen, de los cuales, uno, el mozo de la cuadrilla de Oris ya era cadaver; y otro, un hombre fornido, se veía muy grave pues estaba francamente despanzurrado. Finalmente había una damisela, con una cornada superficial en la ingle que no involucraba estructuras importantes.
Martinico y las cajas de cirugía llegaron coincidiendo con el boticario, que acudía presuroso con 3 jinetes de Pedro, cada uno con una alforja con éter, cocaína y morfina, amortiguados con paquetes de gasa. Nos quedaban 4 horas de luz útil. Al rejoneador Orís, luego de anestesiarlo localmente, debridamos la herida, retirando todo tejido muscular y conjuntivo lacerado, lavamos abundantemente y luego de examinar con cuidado la arteria tibial posterior, determiné que para evitar la estenosis suturando directamente la arteria, le colocaría un “parche” venoso fijado con catgut. Luego suturamos por planos, y quedamos a la espera. Ojalá no se complique con tétanos! Ojalá sobreviva a la infección! Pero el mozo de a pie de su cuadrilla sufrio la suerte inversa: el piton habia sido tan profundo y con tanta furia que habia perforado la aorta abdominal, cuando lo vio Alcantara lo vio, ya era cadaver.
La herida torácica de la joven, aunque aparatosa por el hematoma y el sangramiento, tan solo era un “puntazo”, y como ya vimos en el triaje, no comprometía grandes vasos, ni corazón ni pulmones, aunque al perforar la pleura, se había instalado un neumotórax que hacía que la respiración fuese difícil y dolorosa, cosa que era agravada porque el apófisis xifoides estaba fracturado, al igual que una costilla. En el siglo XVII era una herida de pronóstico muy reservado. Lavamos bien y taponamos la herida con una gasa engrasada, y pasamos los siguientes heridos, pues nada más podíamos hacer para controlar la infección.
Los otros eran corneados en las piernas, gracias a Dios, todos por la cara externa, por lo que si bien en uno de los casos la herida era extensa, en ninguno era profunda. La chica con una herida en el periné recibió el pitón en la vulva, por lo que luego de limpiar bien la zona afectada, suturamos por planos sin más trámite.
El hombretón corneado en el abdomen era otra cosa, cogido luego del derrumbe del tendido, el tejido adiposo de su prominente barriga lo había protegido de una herida más profunda, pero desgraciadamente el astado al girar su cabeza había desgarrado feamente no solo el peritoneo, sino también había seccionado la arteria mesentérica inferior y perforado el colon: el desgraciado estaba condenado, por lo que tan solo inyectamos morfina y pinzamos la arteria afectada.
Los otros heridos abdominales ofrecían más esperanzas, pues el cuerno tan solo había perforado el yeyuno íleon en un caso, y en otro el colon descendente. He de confesar que yo jamás había intervenido en un abdomen, excepto en una guardia de navidad como interno (es decir, hace muchísimas lunas), en que me permitieron ingresar a ver cómo era una apendicectomía. Sin embargo, muchas veces, había suturado los intestinos que examinábamos en las clases de anatomía, pero nunca lo había hecho en un ser vivo.
Ya nos había llegado en ese momento varias frascas de solución salina, las necesitaríamos hasta la última gota. Tambien teníamos hipoclorito de sodio, en buen momento pues el vinagre casi se había acabado. Comenzamos con el del yeyuno íleon y luego de poner al paciente en una posición inclinada para que la sangre y los fluidos no quedasen empozados, de limpiar y desinfectar, anestesiar al paciente con éter, hice una incisión muy conservadora (de esas que se hacen con miedo) y expuse toda el asa involucrada. No sería posible reparar el intestino corneado con una simple sutura, así que mientras Miguel controlaba el goteo de éter a la máscara, Martinico y Pablo separaban los tejidos, Martin pinzaba cualquier arteria sangrante y yo cortaba los intestinos. Previsiblemente era una cirugía bastante sucia, pues el contenido intestinal invadía todo. Seccione el intestino 4 dedos arriba y 4 dedos abajo del lugar de la cornada, y luego suture con catgut, muy despacito, y con los puntos bastante juntos entre sí. Y luego lavamos, lavamos mucho, para finalmente cerrar por planos y suturar la piel con seda negra.
Después de limpiar y desinfectar con cloro la improvisada mesa de operaciones, preparamos al otro paciente, esta vez la incisión fue más grande, pues al ser el corneado un hombre grueso, había más grasa abdominal. Sin embargo, el olor acre nos indicaba inequívocamente que el contenido cuasi fecal del intestino grueso ya se había desparramado. La cornada había sido bastante benigna, pues apenas perforaba el colon, así que aun temiendo una estenosis futura, suture directamente la herida. Lavamos profusamente, pues la contaminación era evidente.
Con poca luz remanente, fuimos a reducir las fracturas, cosa que hicimos luego de una oportuna inyección de morfina, estábamos escayolando a los últimos cuando vimos llegar una carreta con Leonor, Encarnación e Isidro, acompañados por Álvaro a caballo. Y de la carreta salía un olorcito que nos supo a Dioses...
- Don Francisco, apenas Don Álvaro nos avisó del accidente de la plaza me puse a cocinar más.
- Dios te bendiga, Leonor. No tuve cabeza para pensar en eso.
- Disculpadme, pero puse más rabos de toro en los fogones.
- Hicisteis bien, mi buena Leonor! Los conseguisteis sin problemas?
- Si, Don Francisco. Esa casquería es barata y nadie los cocina como VM me enseñó.
- Los cocinasteis a fuego bajito?
- Si, en vino tinto. Luego de pasarlos por harina y por fuego, y de cocinar en esa grasa los pimientos rojos de vuestras Indias y las cebollas. Ha quedado “meloso” que es como a VM le gusta! Pero sólo desmeché la carne de un par de rabos, no me dio tiempo para más! Disculpad!
- No os angustiéis!
- Y yo hice las papas majadas que tanto os gusta! – Dijo jubilosa Encarnación.
- Con aceite o con mantequilla, hijita?
- Con mantequilla!
- Eso debe estar bueno.
- Pero como vuestros hombres deben estar hambrientos, yo puse a hacer mucho arroz! Y con huesos y manos, junto con todas las hierbas que había hice un caldo como el que le dais a vuestros enfermos.
- Buena Leonor! Siempre previsora!
- Y yo os traje algo de vino! Veo que controlasteis bien la situación! – dijo Álvaro luego de dar un rápido vistazo circular al improvisado hospital.
- Y a fe nuestra que nosotros nunca os habíamos visto cabalgar así!
- A la jineta! Que es la escuela de doma más española!
- Hacedme un favor enorme, Álvaro.
- Decidme.
- Podéis llevar a la dama que me acompañaba en el balcón a su domicilio o a dónde prefiera?
- No tenéis mas que pedirlo, Francisco!
- Ah, Álvaro! Es a su casa, no a vuestro lecho! –le dije guiñándole un ojo, siempre es bueno saber de qué pie cojean los amigos!
- Descuidad! Hoy nadie matará a un Fernán Gómez de Guzmán!! – y los dos reímos de su ocurrencia! No habíamos olvidado Fuenteovejuna!
- Servid, servid la comida. Isidro, llamad a los cirujanos!
Comimos en silencio. El cuerpo no daba para mucho. Hasta que Martinico se animó a preguntar.
- Decidnos, Don Francisco, que creéis que vaya a pasar con los heridos?
- Ved, Martinico – le dedique una mirada con cariño, y luego a los demás – mirad, muchachos. Hoy hemos hecho un poco más de lo que nuestro conocimiento y nuestras artes nos permiten. Lo que pase en los próximos días más dependerá de la Divina Providencia.
- Pero vos que creéis?
- Creo que si Dios permite que los corneados sobrevivan a las fiebres que de todos modos han de llegar, creo que si no les da trismus y tembladera, tal vez puedan vivir. Ahora solo nos queda confiar en la misericordia del Señor y esperar.
Y eso fue lo que hicimos. El hombretón corneado en el abdomen (previsiblemente) murió al día siguiente; la muchacha cogida en el pecho tampoco vivió mucho más, pues fue víctima del tétanos, cosa que también ocurrió con dos de los corneados en el muslo o la pierna. La chica que recibió el pitonazo en la vulva también pudo vivir, luego de casi una semana con fiebre. Francisco de Oris sobrevivió, luego de estar tres días postrado con fiebre alta. Todos los demás corneados en las piernas sobrevivieron.
Pero los dos corneados en el abdomen no lo consiguieron. El cogido en el colon, recupero la conciencia, pero luego sobrevinieron las fiebres con escalofríos, la piel se encontraba fría y húmeda, y el paciente dejó de orinar, el último día comenzó con una respiración rápida y superficial, la temperatura corporal descendió abruptamente, y el pulso estaba desbocado; el sopor y la muerte llegarían horas más tarde: en siglos posteriores eso se conocería como shock séptico.
El corneado en el intestino delgado al principio nos dio más esperanzas pues hizo menos fiebre, o al menos la fiebre en un principio no fue tan alta. Pero a los 5 días el proceso comenzó a empeorar cuando el paciente retuvo la orina. Cuando supimos que el sopor estaba próximo, mandé traer a Fray Santiago para que administrase la extremaunción.
- Miki San, cuando el doliente muera VM ha de autorizarnos…
- Autorizaros a que Fco. San? – preguntó el jesuita con cierto sobresalto.
- A que abramos al cadáver. Nosotros debemos ver cómo está por dentro.
- Lo que me pedís es un sacrilegio, Fco. San - Me dijo con voz paternal y convencida – y una aberración. No puedo autorizar una práctica que parece que fuese dictada por el demonio mismo.
- Santiago, no es nada demoniaco. Si os he llamado es porque deseo que todos mis actos sean con sanción de la Santa Iglesia, porque deseo preservar la salud de mi alma. Si conseguimos averiguar que está matando a nuestros enfermos, tal vez, si Dios quiere, algún día podamos evitar que se nos escapen. Queréis acaso que abra al enfermo cuando aun vive?
- No! –dijo Santiago, santiguándose- no, eso es peor aún. Solo decidme, Francisco, como podríais saber que mata a este hombre? Decídmelo!
- Creedme Santiago, no obro por vanidad, pues sé que este es el pecado preferido del Diablo, pero solo viendo nuevamente la herida por dentro podremos averiguar cómo llego la muerte al doliente. Pedid a Dios para que ilumine mi entendimiento!
- No me convencéis, Francisco. Pero algunas veces os he visto actuar sin entender lo que hacíais, y vuestros dolientes vivieron. Tampoco creía correcto hacer que vuestros cirujanos abriesen los cuerpos de los condenados, o viesen como un verdugo arrancaba la vida a un reo, pero después entendí que gracias a eso, muchas vidas de soldados cristianos se preservaron luego de la batalla. Os autorizo, no con convicción, pero rezando a nuestra Madre Celestial para que guie vuestra mano y vuestra mente.
- Gracias, Miki-San. No quería hacerlo sin vuestro consentimiento.
- Pero lo habríais hecho de igual manera.
Callé, porque Santiago era mi confesor, y ambos sabíamos que la respuesta era afirmativa.
Cuando el paciente murió, tenía un frasco con gelatina estéril listo. Saque unas gotas de sangre y con un asa rudimentaria las sembré en la gelatina. Otras gotas las esparcí en una lámina portaobjetos. Luego abrimos. No habíamos terminado de llegar a la cavidad peritoneal cuando una ingente cantidad de pus empezó a salir. Lavamos con agua hasta aclarar los intestinos, y una vez que los revisamos señalé:
- Ved! Jóvenes caballeros, lo que mató a este doliente no fue la cirugía: Mirad! Los puntos están en su sitio, no hay desgarro ni rotura. Este pobre hombre murió por la podredumbre. Donde hay pus, hay podredumbre! Es menester averiguar si en la sangre está lo que lo ha matado. Ahora cerradlo, y dejad adecentado al muerto antes de entregarlo a su familia.
Las semanas pasaron, y la muerte de los corneados fue el principal tema de conversación tanto en el Hospital como en la sobremesa de casa. Esa noche, ni Álvaro ni Fadrique se habían incorporado a la tertulia.
- Albricias! Carta de mi tío! En Madrid ya conocen lo sucedido en la plaza de Almoina!
- Espero que eso satisfaga la inversión de la Reina – dijo Pedro de Astorga, con una sonrisa entre divertida y mordaz.
- Esperemos que Fadrique nos cuente algo de eso – replique con aire cómplice.
- Yo ruego a Nuestra Señora por la protección de la reina si es que la Inquisición hace oídos a los envidiosos.
- Que habéis escuchado?
- Que somos nigromantes, que nuestras artes son de inspiración demoniaca, que nuestro saber es el de los infieles…
- …Y que bajo el ala de hospital se ocultan marranos cripto-judíos.
- Sí, tenemos gente que nos envidia y desea nuestra perdición, pero también contamos con amigos poderosos en la Corte, y aquí en Valencia.
- Don Francisco, vos pensáis que la sangre que tomasteis del ultimo corneado en morir no ha de revelar la causa de su muerte?
- Ved joven cirujano – debía pensar rápido, no podía tener deslices que me pusiesen a un paso de la herejía – imaginaos que en el cuerno del toro hay una ponzoña, que en el aire es inofensiva, inerte, pero que dentro de vuestro cuerpo despierta, y conforme va creciendo, va tomando vuestra vida y eso se nota en la enfermedad.
- Es como una posesión demoniaca?
- No, no. La muerte tal vez sea consecuencia de la tentación demoniaca a Adán y Eva, pero esta ponzoña que estamos buscando no es manifestación del maligno. Si vos caéis al mar y os ahogáis, el mar no es ni demoniaco, ni malévolo, sólo es el mar: un líquido que os impedirá respirar si entra a vuestros bofes. Por eso es que quiero que primero vosotros conozcáis como es la sangre normal tal como se ve en el microscopio (sí, ya habíamos comenzado a llamarlo así), para luego comparar lo que veis en la sangre de los heridos o enfermos.
- Por eso es que habéis puesto la sangre en la gelatina?
- Ah! Esa observación es buena, Miguel. Sí, tal vez la gelatina actue como comida para la ponzoña, y esta crezca sobre ella y podamos verla.
- Pero hay otra cosa que os está consumiendo la sesera, decídnoslo!
- Bien me has llegado a conocer, Pedro! Sí, vos tenéis razón. No deja de ocupar mi mente la razón por la cual de los 7 corneados en las piernas, el trismus y tembladera solo le dio a 2.
- Divina Providencia, Don Francisco!
- Si, Martinico. Fue la Providencia. Pero yo deseo saber por qué la voluntad de Dios actuó en 5 de los heridos, cuando en igualdad de condiciones, la ponzoña de la que os he hablado, debió haber matado a todos.
En eso entraron presurosos Álvaro y Fadrique, interrumpiendo la velada.
- Pero esas pesquisas, Francisco, deberán esperar! – dijo Álvaro con voz y semblante preocupados, y sacudiendo una carta aun con su sello, continuó – si mi padre os dice lo mismo que me ha dicho a mi, deberéis partir al alba hacia Barbastro. Y no iréis solo, vuestros hombres de confianza, Fadrique y Segoviano, serán vuestra escolta. Y por favor, Francisco, afilad bien vuestra espada!
Pero esto comenzó de una manera mucho más venial. No sé si se sabe, pero en Valencia las corridas de toros desde tiempos del rey anterior, Felipe III, las organiza el Hospital de la ciudad. Y como en tiempos de paz, el Hospital de Campaña de San Lucas Evangelista era un apéndice del Hospital de Valencia, no tarde en recibir el encargo (muy regateado por cierto) de componer la música para la Feria de Sant Jaume de ese año. La idea me gustaba, y a falta de pasodobles, debí recurrir a algo que se le pareciese, en ritmo y en espíritu. No hay que tener mucha imaginación para suponer que recurrí al repertorio de las nubas de los regimientos de regulares, pues el sonido de las chirimías es perfectamente equiparable al de las dulzainas del siglo de Oro.
Una caja, un atabal, cuatro tamboriles, un pandero, un címbalo, cuatro chirimías y seis cornetas, arreglos para banda de chaconas y fandangos del siglo XVII y XVIII en donde Boccherini ocupaba el lugar más destacado, sin dejar de lado pasacalles de mi tierra (que pese a la innegable influencia melancólica andina, era un estilo musical asimilable a lo que la nuba tocaría, obstinato incluido).
Y el ruedo? No, la majestuosa plaza de toros de Valencia no existía ni por asomo. De hecho, en toda España no había ni un solo coso! Las corridas se hacían cerrando las plazas públicas, alquilando los balcones y ventanas para los nobles y los ciudadanos más privilegiados, y el pueblo llano ocupando improvisadas graderías de madera. Tampoco había que traer diestros, pues en esa época la mayoría de suertes eran a caballo, y los jóvenes de la nobleza local y regional compiten ferozmente en demostrar su valor ante las reses, su habilidad como jinetes y especialmente en la calidad de sus caballos y el esplendor de sus arreos.
Así pues, que empecé a practicar con el maestro García, el más veterano de los cornetas y los demás músicos a principios de Julio. Eran músicos avezados, que lo que no aprendiesen en dos semanas, seguramente lo improvisarían sobre, la marcha. Casi al mismo tiempo, los carpinteros empezaban los trabajos en la plaza de la Almoina, primero cerrando la plaza a excepción de tres entradas, una para los toros, otra para los jinetes y la última para el arrastre de las reses muertas. Luego una barrera de la altura de un hombre (bajito) delimito el ruedo rectangular y después de unos callejones, empezaban las gradas. Casi simultáneamente, a los propietarios de las casa de la periferia de la plaza los conminaron a acondicionar y alquilar las mejores piezas de sus viviendas con ventanas y balcones a la calle por los días que duraría la fiesta de Sant Jaume.
Los del hospital, y también en el Ayuntamiento, se mostraron considerados: me asignaron un balcón casi en la esquina de la plaza, un puesto lejos de las gradas, pero bastante discreto. En lo personal no me interesaba hacerme ver, pero sin duda el puesto seria del agrado Antonia (Antoñita) Ximénez, una morena clara de felinos ojos verdes, sobresaliente del teatro de la legua que estaba en Valencia desde hacía una temporada y que en esas ajetreadas semanas calentaba ora mi lecho, ora mi cabeza.
Pero grande fue mi sorpresa al enterarme que Álvaro, mi buen amigo y ahora flamante comandante de una bandera valenciana, seria parte del cartel! Y no solo él (un Martínez de Luna), sino que los demás jinetes serian de la flor de los jóvenes nobles del Levante: Rocamora, García de Lasa, Musoles, Cotoner, Orís y hasta un Blasco, descendiente del malogrado primer virrey del Perú (los encomenderos del naciente virreinato peruano encabezados por Gonzalo, el hermano menor del Marques Gobernador, le cortaron la testa en Añaquito. Mal precedente! Los golpes de estado no cesaron ni en el virreinato, ni en la república)! Pero mi asombro fue aún más grande cuando vi a Álvaro a caballo! Claro, hasta ahora solo lo había visto cabalgando en la ciudad o en los caminos, sabía que como gentilhombre de armas, era un experto en el manejo de la ropera y también de armas de asta, pero no fue hasta esta feria que lo vi haciendo gala de su buen hacer en la doma y su maestría sobre su caballo, o mejor dicho, sus caballos porque tenía 3 reservados para el espectáculo, y su montura principal era un magnifico tordo que se había hecho traer desde Córdoba ni bien llegamos de la expedición a África.
Así pues fueron pasando los días hasta que comenzó la Feria. Pese a la insistencia de Antoñita, no tenía ganas de ir a un espectáculo que no me gustaba, así que deje que los dueños de casa usaran a su antojo el balcón que me asignaron. Sin embargo no podía desairar ni a la que compartía la cama, ni a Álvaro que era un diestro de la última corrida. Por lo que no muy convencido, anuncie que iría al último día de la Feria. Una de las primeras cosas que hice, antes incluso que regasen la arena, fue poner un tapiz en las barandillas del balcón, así Antoñita y yo tendríamos algo más de intimidad cuando entre astado y astado, ella hiciese las virguerías que tanto me gustaban. No nos faltaban viandas, ni vino, ni refrescos fríos, ni fruta de la estación fresca. La música sonaba bien. Y desde mi esquinita podía ver a todos los personajes importantes de Valencia, Pedro ocupando un especialísimo lugar, junto con las demás autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad. Pero lo socialmente más interesante era la “promiscuidad de linajes” que se daba en la fiesta, pues había en ventanas y balcones desde nobles que conocían sus antepasados desde antes de la reconquista, hasta burgueses y banqueros adinerados, científicos e intelectuales notables, militares afamados pero sin abolengo e incluso dentistas con algo de buen nombre y cierta fortuna! Sí, esta pluralidad social en los toros era una particularidad en la rígida corte de los Austrias, para otras cosas tan pegada al protocolo.
Y en las gradas el hervidero de gente era igual de interesante: Estaba el cura gordo con la tonsura tapada con un sombrero redondo, el letrado vestido de negro, la viuda y sus hijas casaderas, el pescadero y la verdulera, algún hidalgo empobrecido, gente de mar de diversa índole, también pude ver a muchos soldados y algún sargento de la Compañía del Hospital y la Reina, y como no, pude distinguir los rostros de una multitud de jóvenes cirujanos militares y camilleros, que en grupos estaban distribuidos en los tendidos, graderíos, cuchillos y nichos de la plaza.
La corrida comenzó cuando los alguaciles hicieron desalojar el ruedo. Alabarderos de la guarnición de la ciudad, sacaron a los parroquianos que querían ver el espectáculo desde cerca, no sin cierta resistencia de algunos que habían comenzado a empinar el codo desde temprano. El primer lance estuvo a cargo de Jaime de Rocamora y García, que aunque era un estupendo jinete, utilizo al toro más como un entrenamiento militar propio del de sus bisabuelos, haciendo contados quietes con el caballo, y ultimando al toro de un brutal lanzazo.
El segundo jinete fue Álvaro, que salió al ruedo con un costoso traje de terciopelo negro, un sombrero con no menos costosas plumas de avestruz y botas muy altas por encima de la rodilla; montaba el tordo cordobés, pero dos de los mozos de su cuadrilla tenían a punto un alazán jerezano y un lindísimo zaino de las vegas del Guadalquivir. Montando a la jineta (como los demás diestros) en lugar de utilizar las anacrónicas lanzas, puyaba al bicho con rejones. Era muchísimo más generoso en el espectáculo, citando al toro con elegancia para luego haciendo diversos pases con su capote llevarlo hasta al centro de la plaza, y eso al público gustaba, pues recibía constante aplauso desde las gradas, ventanas y balcones. No, no había banderillas en ese entonces, pero Álvaro se lució haciendo una serie de adornos con exhibición de la doma de su caballo. Finalmente, con una limpieza encomiable, despachó a su astado al primer intento, clavando hondamente el rejón de muerte entre las agujas.
Pero cuando las cosas van a pasar, pasan. Y nada presagiaba el desastre que se estaba gestando en el momento en que “Jabato”, el toro que le tocaba a Francisco de Orís y Vinyoles, entró en el ruedo. De hecho, no vi nada pues cuando escuché el primer “Ohhhh!!!!” me encontraba por debajo del nivel del tapiz de la barandilla. Pero no tardé en darme cuenta de lo ocurrido: el toro había derribado a Orís y su caballo y uno de sus pitones lo había herido en la pantorrilla. Cuando sus lacayos acudieron a hacerle el quite, “Jabato” (los toros no tienen una pizca de bobos) salió a por el infeliz que no llevaba capote, lo corneó feamente en el abdomen, y al sentirse acorralado, la pobre bestia paso al otro lado de la barrera de un salto desesperado, y ahí comenzó la desgracia.
Los callejones eran mucho más anchos que los de cualquier coso de los que se conocen ahora y por ahí el astado intentó escapar, corneando a diestra y siniestra, a un jovenzuelo cogido en la ingle lo levantó como una pluma arrojándolo a varios pasos del lugar, a otra matrona la cogió en el pecho, y a muchos más en piernas, abdomen y bajo vientre. Pero lo peor fue el pánico que se apoderó del graderío y ocasionó una estampida hacia el lado en donde no se percibía peligro, pero los maderos cedieron y con un crujido espantoso, parte de ese tendido se vino abajo. Para más inri, los gemidos de dolor y los gritos de desespero atrajeron la atención de “Jabato” que en una corta arrancada llego a sembrar más caos en una plaza en donde hacía apenas minutos reinaba una feliz algarabía.
Poca gente lo vio, pero Álvaro tomando dos lanzas, guió a su tordo hacia la barrera en donde el callejón se veía más ancho, la saltó limpiamente, y sorteando heridos y parroquianos en fuga, se puso pudo poner al costado del toro, alanceándolo con destreza. Pero tanta era la furia del bicho que fue recién con la segunda herida que Jabato (noble animal al fin y al cabo) dobló sus patas.
La plaza era un desastre completo. Me arregle la calzas y al salir recomendé a Antoñita “trancad la puerta y no salgáis hasta que vuelva”. Pasé al lado del Maestro Garcia y le conmine “Venid!” y los dos bajamos al centro de la plaza y allí le dije: “tocad “reunión” hasta que no tengáis resuello!”. Las estridentes notas de uno de los toques que todo hombre del Hospital de San Lucas Evangelista y de la Compañía del Hospital y la Reina conocían desde el Castillo de Aulencia se elevó por sobre el pandemonio reinante.
De pocos fueron bajando mis hombres: No tardo mucho Álvaro en reunirse conmigo en el centro. Luego llegó Martinico y casi de inmediato aparecieron el otro Martín, Pablo, José y Miguel, mis cirujanos militares más aprovechados.
- Álvaro, ordenad a vuestros hombres! Id y rescatad a los infelices del tendido. A los vivos primero!
- Enhorabuena que estáis aquí, muchachos!
- Mandad, Don Francisco!
- Vos Martin, otra vez os encomiendo que juguéis a Dios. Separad con presteza a los heridos en las piernas, a los corneados en el vientre o pecho, a los aplastados y a los que se reunirán con su Creador el día de hoy.
- Martinico, id volando al Hospital y traed las cajas quirúrgicas que encontréis. Pero volando es volando!
- Álvaro, hacedme el favor, que vuestros compañeros de arte muestren que saben domeñar sus corceles en las calles de la ciudad! Que lleven a Martinico con sus mozos y traigan el instrumental con presteza pero sin romper nada.
- Voy presto!
- Otro favor, id personalmente donde el Marques del Puerto y decidle que consiga con carácter de urgencia a José de Beira, es quien tiene las llaves de la farmacia
- Pablo, id a los alguaciles de la plaza y decidles que el cirujano del Rey Dn. Fco. De Lima requiere sabanas limpias de inmediato! También traed mesas. Y luego pedid vinagre, mucho vinagre.
Implementamos a trancas y barrancas un hospital de sangre. Las dos primeras mesas que llegaron se cubrieron con sábanas, y luego de medio lavarnos con una pastilla de jabón que Pablo consiguió, empezamos a ver a los primeros heridos. Los corneados en los tendidos mostraban gran variedad en la gravedad de sus lesiones: el pobre desgraciado al que Jabato hizo girar como un aspa, había sido cogido en el triángulo de Scarpa y era cadáver cuando Martin de Alcántara lo vio: desangrado por la femoral; la mujer cogida en el pecho tenía un pulmón perforado y varias arterias principales seccionadas, tampoco tardó mucho en morir.
Lo primero que me llamó la atención fue la extensión de los daños de las cornadas: los desgarros eran muy graves, sobre todo en los infelices que fueron cogidos en los callejones: Apenas Martin termino el triaje, Pablo me alcanzó un tabulado rápido: 45 heridos, de los cuales 31 lo fueron por la caída del tendido. De estos, había 17 magullados y contusos, a los que dimos de alta luego de asegurarnos que no tenían algún traumatismo encéfalo-craneal, 10 tenían fracturas cerradas que con inmovilización se solucionarían, y a los 4 más graves, para prevenir el síndrome de aplastamiento, deberíamos amputarles algún miembro. De los 14 corneados, la mayoría presentaba heridas en las piernas. Francisco de Oris presentaba una cornada en la pantorrilla que le había desgarrado uno de los gemelos, estaba con un torniquete y en apariencia, su vida no peligraba, pero como el habían 6 más: el muchacho muerto, y 5 cogidos en la pierna y el muslo. 2 estaban corneados en el pecho, la mujer muerta y una joven con una herida en el mediastino que gracias a Dios no comprometía ni corazón ni pulmones. Había 4 heridos en el abdomen, de los cuales, uno, el mozo de la cuadrilla de Oris ya era cadaver; y otro, un hombre fornido, se veía muy grave pues estaba francamente despanzurrado. Finalmente había una damisela, con una cornada superficial en la ingle que no involucraba estructuras importantes.
Martinico y las cajas de cirugía llegaron coincidiendo con el boticario, que acudía presuroso con 3 jinetes de Pedro, cada uno con una alforja con éter, cocaína y morfina, amortiguados con paquetes de gasa. Nos quedaban 4 horas de luz útil. Al rejoneador Orís, luego de anestesiarlo localmente, debridamos la herida, retirando todo tejido muscular y conjuntivo lacerado, lavamos abundantemente y luego de examinar con cuidado la arteria tibial posterior, determiné que para evitar la estenosis suturando directamente la arteria, le colocaría un “parche” venoso fijado con catgut. Luego suturamos por planos, y quedamos a la espera. Ojalá no se complique con tétanos! Ojalá sobreviva a la infección! Pero el mozo de a pie de su cuadrilla sufrio la suerte inversa: el piton habia sido tan profundo y con tanta furia que habia perforado la aorta abdominal, cuando lo vio Alcantara lo vio, ya era cadaver.
La herida torácica de la joven, aunque aparatosa por el hematoma y el sangramiento, tan solo era un “puntazo”, y como ya vimos en el triaje, no comprometía grandes vasos, ni corazón ni pulmones, aunque al perforar la pleura, se había instalado un neumotórax que hacía que la respiración fuese difícil y dolorosa, cosa que era agravada porque el apófisis xifoides estaba fracturado, al igual que una costilla. En el siglo XVII era una herida de pronóstico muy reservado. Lavamos bien y taponamos la herida con una gasa engrasada, y pasamos los siguientes heridos, pues nada más podíamos hacer para controlar la infección.
Los otros eran corneados en las piernas, gracias a Dios, todos por la cara externa, por lo que si bien en uno de los casos la herida era extensa, en ninguno era profunda. La chica con una herida en el periné recibió el pitón en la vulva, por lo que luego de limpiar bien la zona afectada, suturamos por planos sin más trámite.
El hombretón corneado en el abdomen era otra cosa, cogido luego del derrumbe del tendido, el tejido adiposo de su prominente barriga lo había protegido de una herida más profunda, pero desgraciadamente el astado al girar su cabeza había desgarrado feamente no solo el peritoneo, sino también había seccionado la arteria mesentérica inferior y perforado el colon: el desgraciado estaba condenado, por lo que tan solo inyectamos morfina y pinzamos la arteria afectada.
Los otros heridos abdominales ofrecían más esperanzas, pues el cuerno tan solo había perforado el yeyuno íleon en un caso, y en otro el colon descendente. He de confesar que yo jamás había intervenido en un abdomen, excepto en una guardia de navidad como interno (es decir, hace muchísimas lunas), en que me permitieron ingresar a ver cómo era una apendicectomía. Sin embargo, muchas veces, había suturado los intestinos que examinábamos en las clases de anatomía, pero nunca lo había hecho en un ser vivo.
Ya nos había llegado en ese momento varias frascas de solución salina, las necesitaríamos hasta la última gota. Tambien teníamos hipoclorito de sodio, en buen momento pues el vinagre casi se había acabado. Comenzamos con el del yeyuno íleon y luego de poner al paciente en una posición inclinada para que la sangre y los fluidos no quedasen empozados, de limpiar y desinfectar, anestesiar al paciente con éter, hice una incisión muy conservadora (de esas que se hacen con miedo) y expuse toda el asa involucrada. No sería posible reparar el intestino corneado con una simple sutura, así que mientras Miguel controlaba el goteo de éter a la máscara, Martinico y Pablo separaban los tejidos, Martin pinzaba cualquier arteria sangrante y yo cortaba los intestinos. Previsiblemente era una cirugía bastante sucia, pues el contenido intestinal invadía todo. Seccione el intestino 4 dedos arriba y 4 dedos abajo del lugar de la cornada, y luego suture con catgut, muy despacito, y con los puntos bastante juntos entre sí. Y luego lavamos, lavamos mucho, para finalmente cerrar por planos y suturar la piel con seda negra.
Después de limpiar y desinfectar con cloro la improvisada mesa de operaciones, preparamos al otro paciente, esta vez la incisión fue más grande, pues al ser el corneado un hombre grueso, había más grasa abdominal. Sin embargo, el olor acre nos indicaba inequívocamente que el contenido cuasi fecal del intestino grueso ya se había desparramado. La cornada había sido bastante benigna, pues apenas perforaba el colon, así que aun temiendo una estenosis futura, suture directamente la herida. Lavamos profusamente, pues la contaminación era evidente.
Con poca luz remanente, fuimos a reducir las fracturas, cosa que hicimos luego de una oportuna inyección de morfina, estábamos escayolando a los últimos cuando vimos llegar una carreta con Leonor, Encarnación e Isidro, acompañados por Álvaro a caballo. Y de la carreta salía un olorcito que nos supo a Dioses...
- Don Francisco, apenas Don Álvaro nos avisó del accidente de la plaza me puse a cocinar más.
- Dios te bendiga, Leonor. No tuve cabeza para pensar en eso.
- Disculpadme, pero puse más rabos de toro en los fogones.
- Hicisteis bien, mi buena Leonor! Los conseguisteis sin problemas?
- Si, Don Francisco. Esa casquería es barata y nadie los cocina como VM me enseñó.
- Los cocinasteis a fuego bajito?
- Si, en vino tinto. Luego de pasarlos por harina y por fuego, y de cocinar en esa grasa los pimientos rojos de vuestras Indias y las cebollas. Ha quedado “meloso” que es como a VM le gusta! Pero sólo desmeché la carne de un par de rabos, no me dio tiempo para más! Disculpad!
- No os angustiéis!
- Y yo hice las papas majadas que tanto os gusta! – Dijo jubilosa Encarnación.
- Con aceite o con mantequilla, hijita?
- Con mantequilla!
- Eso debe estar bueno.
- Pero como vuestros hombres deben estar hambrientos, yo puse a hacer mucho arroz! Y con huesos y manos, junto con todas las hierbas que había hice un caldo como el que le dais a vuestros enfermos.
- Buena Leonor! Siempre previsora!
- Y yo os traje algo de vino! Veo que controlasteis bien la situación! – dijo Álvaro luego de dar un rápido vistazo circular al improvisado hospital.
- Y a fe nuestra que nosotros nunca os habíamos visto cabalgar así!
- A la jineta! Que es la escuela de doma más española!
- Hacedme un favor enorme, Álvaro.
- Decidme.
- Podéis llevar a la dama que me acompañaba en el balcón a su domicilio o a dónde prefiera?
- No tenéis mas que pedirlo, Francisco!
- Ah, Álvaro! Es a su casa, no a vuestro lecho! –le dije guiñándole un ojo, siempre es bueno saber de qué pie cojean los amigos!
- Descuidad! Hoy nadie matará a un Fernán Gómez de Guzmán!! – y los dos reímos de su ocurrencia! No habíamos olvidado Fuenteovejuna!
- Servid, servid la comida. Isidro, llamad a los cirujanos!
Comimos en silencio. El cuerpo no daba para mucho. Hasta que Martinico se animó a preguntar.
- Decidnos, Don Francisco, que creéis que vaya a pasar con los heridos?
- Ved, Martinico – le dedique una mirada con cariño, y luego a los demás – mirad, muchachos. Hoy hemos hecho un poco más de lo que nuestro conocimiento y nuestras artes nos permiten. Lo que pase en los próximos días más dependerá de la Divina Providencia.
- Pero vos que creéis?
- Creo que si Dios permite que los corneados sobrevivan a las fiebres que de todos modos han de llegar, creo que si no les da trismus y tembladera, tal vez puedan vivir. Ahora solo nos queda confiar en la misericordia del Señor y esperar.
Y eso fue lo que hicimos. El hombretón corneado en el abdomen (previsiblemente) murió al día siguiente; la muchacha cogida en el pecho tampoco vivió mucho más, pues fue víctima del tétanos, cosa que también ocurrió con dos de los corneados en el muslo o la pierna. La chica que recibió el pitonazo en la vulva también pudo vivir, luego de casi una semana con fiebre. Francisco de Oris sobrevivió, luego de estar tres días postrado con fiebre alta. Todos los demás corneados en las piernas sobrevivieron.
Pero los dos corneados en el abdomen no lo consiguieron. El cogido en el colon, recupero la conciencia, pero luego sobrevinieron las fiebres con escalofríos, la piel se encontraba fría y húmeda, y el paciente dejó de orinar, el último día comenzó con una respiración rápida y superficial, la temperatura corporal descendió abruptamente, y el pulso estaba desbocado; el sopor y la muerte llegarían horas más tarde: en siglos posteriores eso se conocería como shock séptico.
El corneado en el intestino delgado al principio nos dio más esperanzas pues hizo menos fiebre, o al menos la fiebre en un principio no fue tan alta. Pero a los 5 días el proceso comenzó a empeorar cuando el paciente retuvo la orina. Cuando supimos que el sopor estaba próximo, mandé traer a Fray Santiago para que administrase la extremaunción.
- Miki San, cuando el doliente muera VM ha de autorizarnos…
- Autorizaros a que Fco. San? – preguntó el jesuita con cierto sobresalto.
- A que abramos al cadáver. Nosotros debemos ver cómo está por dentro.
- Lo que me pedís es un sacrilegio, Fco. San - Me dijo con voz paternal y convencida – y una aberración. No puedo autorizar una práctica que parece que fuese dictada por el demonio mismo.
- Santiago, no es nada demoniaco. Si os he llamado es porque deseo que todos mis actos sean con sanción de la Santa Iglesia, porque deseo preservar la salud de mi alma. Si conseguimos averiguar que está matando a nuestros enfermos, tal vez, si Dios quiere, algún día podamos evitar que se nos escapen. Queréis acaso que abra al enfermo cuando aun vive?
- No! –dijo Santiago, santiguándose- no, eso es peor aún. Solo decidme, Francisco, como podríais saber que mata a este hombre? Decídmelo!
- Creedme Santiago, no obro por vanidad, pues sé que este es el pecado preferido del Diablo, pero solo viendo nuevamente la herida por dentro podremos averiguar cómo llego la muerte al doliente. Pedid a Dios para que ilumine mi entendimiento!
- No me convencéis, Francisco. Pero algunas veces os he visto actuar sin entender lo que hacíais, y vuestros dolientes vivieron. Tampoco creía correcto hacer que vuestros cirujanos abriesen los cuerpos de los condenados, o viesen como un verdugo arrancaba la vida a un reo, pero después entendí que gracias a eso, muchas vidas de soldados cristianos se preservaron luego de la batalla. Os autorizo, no con convicción, pero rezando a nuestra Madre Celestial para que guie vuestra mano y vuestra mente.
- Gracias, Miki-San. No quería hacerlo sin vuestro consentimiento.
- Pero lo habríais hecho de igual manera.
Callé, porque Santiago era mi confesor, y ambos sabíamos que la respuesta era afirmativa.
Cuando el paciente murió, tenía un frasco con gelatina estéril listo. Saque unas gotas de sangre y con un asa rudimentaria las sembré en la gelatina. Otras gotas las esparcí en una lámina portaobjetos. Luego abrimos. No habíamos terminado de llegar a la cavidad peritoneal cuando una ingente cantidad de pus empezó a salir. Lavamos con agua hasta aclarar los intestinos, y una vez que los revisamos señalé:
- Ved! Jóvenes caballeros, lo que mató a este doliente no fue la cirugía: Mirad! Los puntos están en su sitio, no hay desgarro ni rotura. Este pobre hombre murió por la podredumbre. Donde hay pus, hay podredumbre! Es menester averiguar si en la sangre está lo que lo ha matado. Ahora cerradlo, y dejad adecentado al muerto antes de entregarlo a su familia.
Las semanas pasaron, y la muerte de los corneados fue el principal tema de conversación tanto en el Hospital como en la sobremesa de casa. Esa noche, ni Álvaro ni Fadrique se habían incorporado a la tertulia.
- Albricias! Carta de mi tío! En Madrid ya conocen lo sucedido en la plaza de Almoina!
- Espero que eso satisfaga la inversión de la Reina – dijo Pedro de Astorga, con una sonrisa entre divertida y mordaz.
- Esperemos que Fadrique nos cuente algo de eso – replique con aire cómplice.
- Yo ruego a Nuestra Señora por la protección de la reina si es que la Inquisición hace oídos a los envidiosos.
- Que habéis escuchado?
- Que somos nigromantes, que nuestras artes son de inspiración demoniaca, que nuestro saber es el de los infieles…
- …Y que bajo el ala de hospital se ocultan marranos cripto-judíos.
- Sí, tenemos gente que nos envidia y desea nuestra perdición, pero también contamos con amigos poderosos en la Corte, y aquí en Valencia.
- Don Francisco, vos pensáis que la sangre que tomasteis del ultimo corneado en morir no ha de revelar la causa de su muerte?
- Ved joven cirujano – debía pensar rápido, no podía tener deslices que me pusiesen a un paso de la herejía – imaginaos que en el cuerno del toro hay una ponzoña, que en el aire es inofensiva, inerte, pero que dentro de vuestro cuerpo despierta, y conforme va creciendo, va tomando vuestra vida y eso se nota en la enfermedad.
- Es como una posesión demoniaca?
- No, no. La muerte tal vez sea consecuencia de la tentación demoniaca a Adán y Eva, pero esta ponzoña que estamos buscando no es manifestación del maligno. Si vos caéis al mar y os ahogáis, el mar no es ni demoniaco, ni malévolo, sólo es el mar: un líquido que os impedirá respirar si entra a vuestros bofes. Por eso es que quiero que primero vosotros conozcáis como es la sangre normal tal como se ve en el microscopio (sí, ya habíamos comenzado a llamarlo así), para luego comparar lo que veis en la sangre de los heridos o enfermos.
- Por eso es que habéis puesto la sangre en la gelatina?
- Ah! Esa observación es buena, Miguel. Sí, tal vez la gelatina actue como comida para la ponzoña, y esta crezca sobre ella y podamos verla.
- Pero hay otra cosa que os está consumiendo la sesera, decídnoslo!
- Bien me has llegado a conocer, Pedro! Sí, vos tenéis razón. No deja de ocupar mi mente la razón por la cual de los 7 corneados en las piernas, el trismus y tembladera solo le dio a 2.
- Divina Providencia, Don Francisco!
- Si, Martinico. Fue la Providencia. Pero yo deseo saber por qué la voluntad de Dios actuó en 5 de los heridos, cuando en igualdad de condiciones, la ponzoña de la que os he hablado, debió haber matado a todos.
En eso entraron presurosos Álvaro y Fadrique, interrumpiendo la velada.
- Pero esas pesquisas, Francisco, deberán esperar! – dijo Álvaro con voz y semblante preocupados, y sacudiendo una carta aun con su sello, continuó – si mi padre os dice lo mismo que me ha dicho a mi, deberéis partir al alba hacia Barbastro. Y no iréis solo, vuestros hombres de confianza, Fadrique y Segoviano, serán vuestra escolta. Y por favor, Francisco, afilad bien vuestra espada!
La verdad nos hara libres
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Tome la carta y rompí el lacre con premura, pude ver la letra corrida y elegante del patriarca de los Martínez de Luna:
“ Mi buen cirujano y amigo:
A vos os ha de llegar la mala noticia escrita por mano amiga y no como habladurías de truhanes andariegos. Unos bribones han osado intentar asaltar la casa de las hermanas en Guell. Descuidad, sus vidas no están en peligro. Tampoco las existencias de las medicinas que ellas preparan. Pero la desgracia no ha estado ausente, pues al oír el alboroto, varios vecinos acudieron presurosos a brindar auxilio, y uno de ellos, Juan López fue asaeteado y murió, dejando viuda e hijos.
Semanas después, los muy bellacos, prendieron fuego al nuevo plantío de adormideras, aquel que solo tiene marcadas las lindes con un seto. Las buenas monjas apenas habían pasado dos días antes rajando los capullos y recogiendo su zumo, pero me temo que el resto de las plantas con la que vos hacéis el medicamento que mata el dolor, se ha perdido.
Estando yo en Barbastro, acudí presto hasta Guell, y os he de confesar que las jerónimas están asustadas, no porque teman por sus vidas pues saben que el martirio siempre será a la mayor gloria de Dios, mas si temen por la destrucción de todo lo que vuestra industria, mi dinero y el trabajo destas hermanas ha conseguido en estos años. Os lo digo, el temor de Sor Beatriz es grande pues un mal presentimiento le dice que las fechorías son obra de de enemigos de la reina, o que la mano del taimado y mal católico rey de Francia, la de los herejes de Inglaterra o Flandes, o la del Gran Turco estén detrás de tanta calamidad. Ya hechas están las diligencias en la Audiencia de Lérida, y autorizado estoy a levantar una hueste de hasta 20 lanzas, pues como vos ya sabéis, en estas tierras la Santa Hermandad brilla por su ausencia.
Yo os prevengo, no busquemos manos lejanas en esta maldad! Esta es obra de ladrones! Ladrones que saben del valor del zumo de la adormidera! Vive Dios! Pues no tuvieron ni tiempo ni oportunidad de violentar la casa de las jerónimas, ni de violar sus caudales o encontrar el almacén del medicamento. Pero lo intentaran de nuevo. Ya en la corte se sabe que vuestra medicina es buena contra el dolor, y muchos desean echar mano a lo que está reservado para los que han derramado su sangre por Dios y por el Reino.
Venid presto. Que os acompañen las espadas que siempre os rodean y los hombres que Álvaro pueda daros. Las gentes buenas de Guell y demás pueblos de la comarca no han descansado en ayudar a las jerónimas y a vos, pues están agradecidos por el abono y los cultivos que han preservado a la región de las malas cosechas que han asolado valles y pueblos más cercanos a la costa. Yo tendré cuidado de socorreros apenas lleguéis, pues vuestras fatigas también son las mías.
Vuestro amigo
D. Gonzalo M. de Luna, señor de Gotor y Almonacid .”
“ Mi buen cirujano y amigo:
A vos os ha de llegar la mala noticia escrita por mano amiga y no como habladurías de truhanes andariegos. Unos bribones han osado intentar asaltar la casa de las hermanas en Guell. Descuidad, sus vidas no están en peligro. Tampoco las existencias de las medicinas que ellas preparan. Pero la desgracia no ha estado ausente, pues al oír el alboroto, varios vecinos acudieron presurosos a brindar auxilio, y uno de ellos, Juan López fue asaeteado y murió, dejando viuda e hijos.
Semanas después, los muy bellacos, prendieron fuego al nuevo plantío de adormideras, aquel que solo tiene marcadas las lindes con un seto. Las buenas monjas apenas habían pasado dos días antes rajando los capullos y recogiendo su zumo, pero me temo que el resto de las plantas con la que vos hacéis el medicamento que mata el dolor, se ha perdido.
Estando yo en Barbastro, acudí presto hasta Guell, y os he de confesar que las jerónimas están asustadas, no porque teman por sus vidas pues saben que el martirio siempre será a la mayor gloria de Dios, mas si temen por la destrucción de todo lo que vuestra industria, mi dinero y el trabajo destas hermanas ha conseguido en estos años. Os lo digo, el temor de Sor Beatriz es grande pues un mal presentimiento le dice que las fechorías son obra de de enemigos de la reina, o que la mano del taimado y mal católico rey de Francia, la de los herejes de Inglaterra o Flandes, o la del Gran Turco estén detrás de tanta calamidad. Ya hechas están las diligencias en la Audiencia de Lérida, y autorizado estoy a levantar una hueste de hasta 20 lanzas, pues como vos ya sabéis, en estas tierras la Santa Hermandad brilla por su ausencia.
Yo os prevengo, no busquemos manos lejanas en esta maldad! Esta es obra de ladrones! Ladrones que saben del valor del zumo de la adormidera! Vive Dios! Pues no tuvieron ni tiempo ni oportunidad de violentar la casa de las jerónimas, ni de violar sus caudales o encontrar el almacén del medicamento. Pero lo intentaran de nuevo. Ya en la corte se sabe que vuestra medicina es buena contra el dolor, y muchos desean echar mano a lo que está reservado para los que han derramado su sangre por Dios y por el Reino.
Venid presto. Que os acompañen las espadas que siempre os rodean y los hombres que Álvaro pueda daros. Las gentes buenas de Guell y demás pueblos de la comarca no han descansado en ayudar a las jerónimas y a vos, pues están agradecidos por el abono y los cultivos que han preservado a la región de las malas cosechas que han asolado valles y pueblos más cercanos a la costa. Yo tendré cuidado de socorreros apenas lleguéis, pues vuestras fatigas también son las mías.
Vuestro amigo
D. Gonzalo M. de Luna, señor de Gotor y Almonacid .”
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Un soldado de cuatro siglos
Esa noche nadie durmió en casa. Envié a Isidro a que avisase al Maese Juan que él y los otros guardas debían estar prestos a mi servicio antes del alba. Álvaro me cedió sin problemas a Fadrique, Segoviano y dos espingarderos más. Y las buenas mujeres de servicio trasnocharon para tenernos viandas para el camino y el desayuno listo. Me despedí de Pedro de Astorga y los cirujanos, exhortándolos a seguir investigando. Finalmente encomendé a Álvaro para que pusiese al corriente al Marques del Puerto de los motivos de mi ausencia.
Los guardaespaldas fueron llegando, Maese Juan el primero, todos con sus roperas y dagas de mano izquierda a la vista, pero bajo los pliegos de la capa no tenía la menor duda que tendrían la mejor pistola que mi sueldo podía pagarles. No tardaron en llegar Fadrique y los demás tiradores, todos con antecedentes de haber disfrutado la caza, ora como el bastardo del rey, ora como cazador furtivo o guardabosques. Para hacer el viaje lo más rápido posible, viajaría sin criado. Desayunamos suculentamente bajo la mirada silenciosa de las mujeres de mi casa y partimos antes que rayase el sol.
Tomamos el camino de la costa, que seguía el trazado de la romana Vía Augusta. Llegamos a Sagunto antes del almuerzo, luego de dejar descansar a los caballos y comer, emprendimos camino de nuevo y cuando las sombras se empezaron a hacer largas vimos las murallas de Burriana, sin embargo, no entramos sino que pasamos la noche en una venta a extramuros de la localidad. Al amanecer, nos pusimos en camino y en una jornada algo más larga que el día anterior, llegamos a Castellón cuando ya nuestros estómagos nos decían que era la hora del almuerzo. A ese paso nos demoraríamos más de diez días en llegar a Barbastro, por lo que decidimos apurarlo, así que yendo a veces a un trote no exigido, y las más al paso, divisamos las magníficas murallas de Peñiscola cuando ya había caído la noche, y a pesar de tener buenos caballos, Fadrique me señalo que nos habíamos excedido y que a ese ritmo íbamos a agotar a nuestras monturas. También esta vez pernoctamos en una venta a las afueras de la ciudad.
Haciendo oído a las recomendaciones del hijo del rey, las noches siguientes la pasamos en Amposta, Hospitalet del Infante, Tarragona, Montblanch hasta llegar a Lérida. Y de allí, a Binefar para finalmente entrar en la novena noche a Barbastro: habíamos ahorrado un día de camino, sin reventar a los caballos! En la ciudad Don Gonzalo nos esperaba a la entrada de su casa, bueno de su casa en la localidad, un palacete como el de Madrid, pero no tan grande (aunque menos suntoso, si es que hay algo de suntuosidad en la espartana majestad de la casa solariega de un noble español) como el de Almonacid.
A los guardaespaldas y espingarderos (incluido a Fadrique, que no acudía como amigo de la familia, sino como soldado de la bandera la su hijo) los destino a una cuadra amplia con catres confortables y los criados de la casa les dieron una comida copiosa y suculenta, sin que el vino estuviese ausente. Eso para ellos, pero a mí me reservaba un tratamiento más esmerado.
Cenamos, pero no en el comedor principal, sino en uno privado. Platos de fondo y cubiertos de plata, vajilla de Talavera y cristalería de fina de los maestros vidrieros que Pedro había llevado a Valencia, casi igual a como se estilaba en la Corte. Pero la cena fue una olla podrida bien hecha en una casa noble, la célebre “gran olla podrida” pero pesadísima como ultima comida del día. Una sucesión de carnes de granja y de caza, de pelo y de pluma, no menos de tres tipos de chorizo, morcillas y por si fuese poco las judías: Si terminaba de comer todo lo que me servían, la sobremesa sería mi mortaja! Por lo que pedía que me pusiesen muy poco cada vez, digamos que era como una degustación, o lo que es igual, como un plato de restaurante caro!
En la sobremesa, Don Gonzalo me puso al tanto de los pormenores del asalto a las jerónimas y terminó diciéndome:
- Así pues, mi buen Francisco, no os afaneis buscando testas coronadas detrás de estos vejámenes, os lo digo, son ladrones.
- Vos que habéis escuchado. Don Gonzalo?
- Estos pueblos son pequeños, todas sus gentes se conocen. Os puedo asegurar que no han sido lugareños…
- Pero
- Ha habido mucho trasiego de gentes. No solo los pastores de siempre, muchos caminantes de Aragón, Castilla, Navarra y Vizcaya han tomado los caminos que los llevan hacia Valencia.
- La prosperidad del Marques del Puerto?
- Vos lo habéis dicho bien. Por eso os lo repito, hay muchos forasteros de paso por la comarca.
- Yo os he de hacer una confesión, que me atenaza el corazón.
- Decidme.
- Temo, el diablo siempre puede torcer hasta el camino más recto, que algún herido con dolores al que hayamos tratado con el extracto de las adormideras, se haya aficionado al medicamento.
- Eso es justo –y haciendo un gesto entre displicente y condescendiente agregó- Alivia su dolor.
- No, Don Gonzalo. Al decir que se ha aficionado, le estoy diciendo que busca con ansia el jugo de adormideras aun sin dolor. Y esas ansias son capaces de hacerle cometer crímenes terribles.
- Como es posible eso, Francisco? –me respondió con un gesto de sorpresa.
- El extracto de adormideras en realidad no quita el dolor, no es lo que nosotros llamamos un anestésico, lo que hace es que el doliente sea indiferente a ese dolor aun sintiéndolo. Y lo que es peor, no solo hace que sea indiferente a los dolores del cuerpo, sino también del alma.
- Como el mal de amores?
- Para comenzar, pero también adormece las angustias cuando se han tenido reveses de fortuna. Pero es un alivio engañoso, que poco a poco va nublando el entendimiento, perdiendo el control sobre si mismo abandonándose a los impulsos más mezquinos.
- Dios nos libre! Imaginaos si un poderoso del reino llegase a caer en ese vicio!
- Por eso es que la llave de la farmacia del hospital es tan importante. Puede abrir las puertas del infierno.
- Sabéis de algún herido así?
- No, no. Todos los heridos que han recibido el medicamento están registrados. Y procuramos que aquellos que tienen dolores todos los días, alivien su mal con la infusión de cáñamo. Solo en casos excepcionales continuamos la administración del extracto de adormideras luego que el doliente deja el hospital, y José de Beira, nuestro boticario, lleva una lista de todos los que lo reciben.
- Y sabéis de alguien que se haya aficionado a vuestra medicina por placer?
- No! La Virgen me proteja con su manto!
- Escuchadme Francisco, ignoraba lo poderoso que era vuestro elixir. Pero si puede controlar la voluntad de un hombre, puede hacer mucho daño. Pero, Vive Dios! Habremos de resolver este entuerto. Dejadme que os cuente la hueste que he podido levantar: de la gente de mi casa tengo 6 monteros con sus perros, pero también 4 rodeleros que son muy buenos con la espada pero que no saben moverse por el monte, y de Guell y demás pueblos de la comarca he conseguido a 8 loberos mas, hábiles en seguir rastros y mejores con la moharra y la ballesta.
- Yo vengo con 4 espadas, de los que se cómo se mueven en batalla, pero no en el monte, y dos cazadores de ojo experto y dos mas a los que no conozco.
- Si, conozco a uno de ellos –agrego sonriendo- Bueno con la ballesta tambien.
- Con la ballesta no he visto a Fadrique, pero estos ojos lo han visto acertar a un moro a 300 pasos de distancia. Creéis que los ladrones sean tantos?
- No, pero hay que rastrearlos como zorros y cazarlos como lobos. 3 de los nuestros por cada uno de ellos es lo que los años y la experiencia me dicen.
- Y que habéis pensado hacer?
- Mirad, lo primero será enviar a mis rodeleros con las jerónimas, para dar sosiego a sus almas mientras batimos el monte. Pero la gente sabe que vos sois el cirujano. Por lo que vos iréis a recoger los medicamentos con una acemila. Francisco, vos sereis el cebo…
Los guardaespaldas fueron llegando, Maese Juan el primero, todos con sus roperas y dagas de mano izquierda a la vista, pero bajo los pliegos de la capa no tenía la menor duda que tendrían la mejor pistola que mi sueldo podía pagarles. No tardaron en llegar Fadrique y los demás tiradores, todos con antecedentes de haber disfrutado la caza, ora como el bastardo del rey, ora como cazador furtivo o guardabosques. Para hacer el viaje lo más rápido posible, viajaría sin criado. Desayunamos suculentamente bajo la mirada silenciosa de las mujeres de mi casa y partimos antes que rayase el sol.
Tomamos el camino de la costa, que seguía el trazado de la romana Vía Augusta. Llegamos a Sagunto antes del almuerzo, luego de dejar descansar a los caballos y comer, emprendimos camino de nuevo y cuando las sombras se empezaron a hacer largas vimos las murallas de Burriana, sin embargo, no entramos sino que pasamos la noche en una venta a extramuros de la localidad. Al amanecer, nos pusimos en camino y en una jornada algo más larga que el día anterior, llegamos a Castellón cuando ya nuestros estómagos nos decían que era la hora del almuerzo. A ese paso nos demoraríamos más de diez días en llegar a Barbastro, por lo que decidimos apurarlo, así que yendo a veces a un trote no exigido, y las más al paso, divisamos las magníficas murallas de Peñiscola cuando ya había caído la noche, y a pesar de tener buenos caballos, Fadrique me señalo que nos habíamos excedido y que a ese ritmo íbamos a agotar a nuestras monturas. También esta vez pernoctamos en una venta a las afueras de la ciudad.
Haciendo oído a las recomendaciones del hijo del rey, las noches siguientes la pasamos en Amposta, Hospitalet del Infante, Tarragona, Montblanch hasta llegar a Lérida. Y de allí, a Binefar para finalmente entrar en la novena noche a Barbastro: habíamos ahorrado un día de camino, sin reventar a los caballos! En la ciudad Don Gonzalo nos esperaba a la entrada de su casa, bueno de su casa en la localidad, un palacete como el de Madrid, pero no tan grande (aunque menos suntoso, si es que hay algo de suntuosidad en la espartana majestad de la casa solariega de un noble español) como el de Almonacid.
A los guardaespaldas y espingarderos (incluido a Fadrique, que no acudía como amigo de la familia, sino como soldado de la bandera la su hijo) los destino a una cuadra amplia con catres confortables y los criados de la casa les dieron una comida copiosa y suculenta, sin que el vino estuviese ausente. Eso para ellos, pero a mí me reservaba un tratamiento más esmerado.
Cenamos, pero no en el comedor principal, sino en uno privado. Platos de fondo y cubiertos de plata, vajilla de Talavera y cristalería de fina de los maestros vidrieros que Pedro había llevado a Valencia, casi igual a como se estilaba en la Corte. Pero la cena fue una olla podrida bien hecha en una casa noble, la célebre “gran olla podrida” pero pesadísima como ultima comida del día. Una sucesión de carnes de granja y de caza, de pelo y de pluma, no menos de tres tipos de chorizo, morcillas y por si fuese poco las judías: Si terminaba de comer todo lo que me servían, la sobremesa sería mi mortaja! Por lo que pedía que me pusiesen muy poco cada vez, digamos que era como una degustación, o lo que es igual, como un plato de restaurante caro!
En la sobremesa, Don Gonzalo me puso al tanto de los pormenores del asalto a las jerónimas y terminó diciéndome:
- Así pues, mi buen Francisco, no os afaneis buscando testas coronadas detrás de estos vejámenes, os lo digo, son ladrones.
- Vos que habéis escuchado. Don Gonzalo?
- Estos pueblos son pequeños, todas sus gentes se conocen. Os puedo asegurar que no han sido lugareños…
- Pero
- Ha habido mucho trasiego de gentes. No solo los pastores de siempre, muchos caminantes de Aragón, Castilla, Navarra y Vizcaya han tomado los caminos que los llevan hacia Valencia.
- La prosperidad del Marques del Puerto?
- Vos lo habéis dicho bien. Por eso os lo repito, hay muchos forasteros de paso por la comarca.
- Yo os he de hacer una confesión, que me atenaza el corazón.
- Decidme.
- Temo, el diablo siempre puede torcer hasta el camino más recto, que algún herido con dolores al que hayamos tratado con el extracto de las adormideras, se haya aficionado al medicamento.
- Eso es justo –y haciendo un gesto entre displicente y condescendiente agregó- Alivia su dolor.
- No, Don Gonzalo. Al decir que se ha aficionado, le estoy diciendo que busca con ansia el jugo de adormideras aun sin dolor. Y esas ansias son capaces de hacerle cometer crímenes terribles.
- Como es posible eso, Francisco? –me respondió con un gesto de sorpresa.
- El extracto de adormideras en realidad no quita el dolor, no es lo que nosotros llamamos un anestésico, lo que hace es que el doliente sea indiferente a ese dolor aun sintiéndolo. Y lo que es peor, no solo hace que sea indiferente a los dolores del cuerpo, sino también del alma.
- Como el mal de amores?
- Para comenzar, pero también adormece las angustias cuando se han tenido reveses de fortuna. Pero es un alivio engañoso, que poco a poco va nublando el entendimiento, perdiendo el control sobre si mismo abandonándose a los impulsos más mezquinos.
- Dios nos libre! Imaginaos si un poderoso del reino llegase a caer en ese vicio!
- Por eso es que la llave de la farmacia del hospital es tan importante. Puede abrir las puertas del infierno.
- Sabéis de algún herido así?
- No, no. Todos los heridos que han recibido el medicamento están registrados. Y procuramos que aquellos que tienen dolores todos los días, alivien su mal con la infusión de cáñamo. Solo en casos excepcionales continuamos la administración del extracto de adormideras luego que el doliente deja el hospital, y José de Beira, nuestro boticario, lleva una lista de todos los que lo reciben.
- Y sabéis de alguien que se haya aficionado a vuestra medicina por placer?
- No! La Virgen me proteja con su manto!
- Escuchadme Francisco, ignoraba lo poderoso que era vuestro elixir. Pero si puede controlar la voluntad de un hombre, puede hacer mucho daño. Pero, Vive Dios! Habremos de resolver este entuerto. Dejadme que os cuente la hueste que he podido levantar: de la gente de mi casa tengo 6 monteros con sus perros, pero también 4 rodeleros que son muy buenos con la espada pero que no saben moverse por el monte, y de Guell y demás pueblos de la comarca he conseguido a 8 loberos mas, hábiles en seguir rastros y mejores con la moharra y la ballesta.
- Yo vengo con 4 espadas, de los que se cómo se mueven en batalla, pero no en el monte, y dos cazadores de ojo experto y dos mas a los que no conozco.
- Si, conozco a uno de ellos –agrego sonriendo- Bueno con la ballesta tambien.
- Con la ballesta no he visto a Fadrique, pero estos ojos lo han visto acertar a un moro a 300 pasos de distancia. Creéis que los ladrones sean tantos?
- No, pero hay que rastrearlos como zorros y cazarlos como lobos. 3 de los nuestros por cada uno de ellos es lo que los años y la experiencia me dicen.
- Y que habéis pensado hacer?
- Mirad, lo primero será enviar a mis rodeleros con las jerónimas, para dar sosiego a sus almas mientras batimos el monte. Pero la gente sabe que vos sois el cirujano. Por lo que vos iréis a recoger los medicamentos con una acemila. Francisco, vos sereis el cebo…
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Un soldado de cuatro siglos
Ah! Si iba voluntariamente a poner mi cabeza en el tajo, al menos tenía que ser una escena creíble, y dentro de lo posible, preservando mi pescuezo! Intentaría comprar las mulas de una en una, para no llamar la atención, pero sabiendo que en pueblo chico infierno grande, todo el mundo se enteraría que las estaba adquiriendo. Lo mismo sucedió con las botellas y el orujo que pude conseguir. Me quede con mis cuatro guardaespaldas y le cedí los cazadores a Don Gonzalo. Este, con gran alharaca, mandó a sus rodeleros a Guell y poniéndolos al servicio de la Hermana Beatriz.
Sabía que la ida no sería un problema. Las dificultades estarían al salir. Una tarde, al despedirse, Juan mirándome, se tocó casi imperceptiblemente el pecho con el anillo y pude escuchar a metal: lo entendí al vuelo:. Esa noche, estaba probando piezas de armadura que el Señor de Gotor y Almonacid tenía en su casa solariega. Algunas piezas eran milanesas de más de un siglo de antigüedad, aunque de estupenda factura y mejor metal, pero bastante conspicuas. Así que escogí una más modesta brigantina, prácticamente seria indetectable bajo la capa y no haría ruido. Todo estaba dispuesto y para bien o para mal, iríamos a ver a las jerónimas.
Salimos muy de mañana, y allí se vió el buen oficio del Maese Juan: Mientras Sancho iba a varios cuerpos por delante, Juan iba ora a mi derecha, ora a mi izquierda, pero siempre a menos de un cuerpo de caballo, en tanto Fernando y Antonio marchaban cerrando el grupo a poca distancia de mí. Todos íbamos armados y no solo con roperas. Tomamos el camino al norte, y sin prisas a los cinco días estábamos al margen del Isabena. Se notaba que eran las tierras que había beneficiado de manera especial con guano y semillas: había sembradíos bien llevados de papas, maíz y tomates, pero también pude ver que los paltos prosperaban, e incluso uno que otro chirimoyo! Y aunque Don Gonzalo había aconsejado discreción fue evidente que nuestra llegada había sido comunicada por los correveidiles del camino a la Hermana Beatriz, pues todas las religiosas nos esperaban a la entrada de la comunidad y nos recibieron con muestras de alivio, cariño y alegría. Los cuatro rodeleros ocupaban una habitación contigua a la puerta y era una manera manifiesta de declarar que otro ataque a las jerónimas era un ataque a gente poderosa. No, en realidad yo dudaba que los asaltantes fuesen tan insensatos como para intentar otro ataque a Guell.
- Madre Beatriz, decidme, habéis perdido mucho de la cosecha?
- No toda, Don Francisco, pero si buena parte. Nosotras ya habíamos rajado los bulbos y obtenido el licor. Pero todas las plantas de un potrero que estaban ya para cortarse se han quemado.
- Y los otros potreros?
- No los han tocado. Desde que estamos aquí, vuestros cultivos de adormidera han aumentado al triple.
- Y vuestra comunidad también, Madre! –noté inmediatamente que se sintió muy halagada por ese tratamiento.
- Trabajo y oración. Oración y trabajo.
- Para mayor gloria de Nuestro Señor y de su Católica Majestad.
- Amen, Don Francisco.
Trabajando una semana, que era el tiempo que demoraba cuando iba a Guell, con lo que habían recolectado las religiosas pude hacer una bala de opio de casi media libra, nada mal. Y triturando tallos verdes y bulbos ya rajados pude aprovechar utilizando el método de Gregory hasta las últimas “sobritas”, que llevaría líquidas a Valencia para ahí aislar los alcaloides. Y en las noches, escuchaba todos los pormenores de las monjas, enseñándoles a las más algún guiso con papas o con choclos; pero iniciando a otras en el arte de sacar una muela utilizando solo el elevador y extracto de opio! Buenas mujeres, mejores religiosas (si así fuesen todos los curas el mundo hubiese sido otro!)! Se acercaba la hora de partir.
Esa noche cenamos ligero, más ligero que lo habitual. Me quede hasta tarde con la hermana Beatriz dando indicaciones acerca de qué hacer en caso de mi muerte (dándole un par de cartas tanto para Ignacio como para Pedro. Don Gonzalo tenía sus propias instrucciones pues lo había designado como mi albacea), me interesé por la suerte de la viuda de López y sus hijos, prometiéndole que no quedarían desamparados. Dejaría con las jerónimas tanto la bala de opio como las partes no procesadas de las adormideras: si salía bien librado las recogería, de lo contrario Don Gonzalo las llevaría a Valencia. Antes de acostarme me di un baño y dejé mis armas preparadas, cuando fui a la celda que habían acondicionado como mi dormitorio, escuche a toda la comunidad en oración.
Desayunamos bien, aunque lo ideal sería ir con la tripa vacía, aunque en el siglo XVII y en pie de monte aragonés, eso era intrascendente: cualquier herida más o menos seria, era un pasaporte para ver a San Pedro. Al igual que antes de acostarme, al irnos dejamos a las hermanas rezando. Salimos con el sol de regreso a Barbastro, los cinco y dos fornidos vecinos del caserío que hacían de muleros, las pobres bestias en lugar de ir cargadas de fármacos valiosos llevaban frascos de pepinillos encurtidos, algún escabeche de pollo, choclos frescos, y por supuesto, papas amarillas, pero eso solo lo sabíamos Beatriz, Juan y yo.
Ya habíamos hecho casi todo un día de camino, estando en el medio del sotomonte y quedando apenas dos horas de luz, en un recodo Maese Juan me dijo:
- No me gusta.
- Que es lo que no os gusta, Juan.
- El silencio.
Era cierto! A esa hora de la tarde deberíamos estar escuchando los trinos de muchas aves, pero sirvió para enmarcar con claridad el zumbido de un dardo, y una maldición de Antonio:
- Ah! Malditos! Nos están atacando! – gritó colérico – Me han disparado!
- Alerta atrás! Ballesteros! - Avisó Sancho desde la vanguardia – Atacan adelante.
- Desmontad, presto! Han soltado sus virotes desde atrás y adelante. Seguramente van a disparaos también desde el monte a la vera del camino. Guardeceos en ese roquerío, que nosotros vamos a forzar el camino…
Ni bien mis pies tocaron el suelo un dardo hirió el anca de mi montura y esta salió disparada, llevándose en el arzón una carabina en la que tenía muchas esperanzas puestas. El ojo avisor de Juan me había salvado, pues las rocas algo me parapeteaban, aunque sea en una dirección. Solo tenía un par de pistolas, la ropera y el bordon convertido en moharra conmigo. Ya había contado los disparos y no eran muchos, a lo más estaríamos bajo el ataque de media docena de malnacidos.
- Ahí! Ahí está un bastardo! – grité a mi guardaespaldas, señalando a uno de los forajidos que se había incorporado para tensar la ballesta, pero el gesto fue inútil. Sancho y Juan estaban adelante y ambos habían disparado sus pistolas hacia hacia el monte.
-
Pero Fernando me oyó y espoleo su montura en persecución del malhechor, pero no había dado más que unas pocas zancadas cuando la buena bestia rodó por el suelo asaeteada, y su jinete quedó aplastado por el caballo. Así pues, que entre ser cazado y salir a cazar, opté por lo segundo, sabiendo que ambos ballesteros estarían recargando sus armas.
Avance por el monte sin perder de vista a mis enemigos, cuando estaba a unos veinte metros, el primero de ellos me volvió a tener a tiro, pero el monte era espeso y yo busque resguardo detrás de una sabina achaparrada: tenía que ser ahora, si los dos ballesteros venían a por mí, tendría todas las de perder: Amartillé mi arma y salí gritando como si me persiguiesen mil diablos hacia un haya algunos metros más adelante, el forajido perdió sus nervios y disparó: zummm! Toc! Sentí como el virote rebotaba en la brigantina que llevaba, seguí subiendo y a poco más de diez metros apunte la pistola y disparé: cada uno de los reales que el maestro Miruela me había cobrado los valían: el ánima rayada, la fiable llave de miquelete y una precisión digna de pistola de duelo del siglo XIX consiguieron que pudiese colocar el tiro en el pecho. Uno menos.
Zummm! Mierda! Otro dardo! Habían sido tres los ballesteros que me atacaron! Ellos recargarían pronto sus ballestas, la moharra se había quedado abajo y la ropera en este brete no sería mucha utilidad por lo que nuevamente estaría en la misma situación en la que temía estar instantes antes, así que me tocaba seguir subiendo! y para no ir desarmado amartillé la pistolita de anima lisa que nunca me abandonó en este viaje. El segundo truhan se encontraba a unos menos de quince pasos, cuando escuche el “cric” que me indicaba que la ballesta estaba amartillada; diez pasos, y vi que estaba poniendo e virote en el riel; ocho pasos y se llevó la ballesta al hombro, pero fue entonces que disparé al bulto, con tan buena suerte que le atiné en el vientre! El malnacido se dobló por el dolor y disparo de cualquier forma pues el virote salió muy desviado, pero yo ya estaba desenvainando la espada y sin mayores florituras, atravesé al que hacía un momento tenía mi vida en la punta de su dedo. Otro más.
No había tiempo de festejar quedaba otro y ya debía tener la ballesta presta. Pero estábamos a mano, así que protegiéndome detrás de una encina y procedí a cargar mis armas, el tercer forajido no se movió ni disparó, seguramente estaba esperando que yo me moviese primero para cazarme como a una fiera. Pero a la lejanía escuche unos disparos, después un cuerno, y luego ladridos! Era Don Gonzalo y su partida de loberos. Era el momento de subir por el faltaba!, trepé con rapidez la pendiente y lo encontré. Tenía la ballesta lista, pero nunca más podría usarla: al desgraciado lo habían acuchillado en la nuca y habia muerto tan rapido que ni siquiera se habia dado cuenta.
Sabía que la ida no sería un problema. Las dificultades estarían al salir. Una tarde, al despedirse, Juan mirándome, se tocó casi imperceptiblemente el pecho con el anillo y pude escuchar a metal: lo entendí al vuelo:. Esa noche, estaba probando piezas de armadura que el Señor de Gotor y Almonacid tenía en su casa solariega. Algunas piezas eran milanesas de más de un siglo de antigüedad, aunque de estupenda factura y mejor metal, pero bastante conspicuas. Así que escogí una más modesta brigantina, prácticamente seria indetectable bajo la capa y no haría ruido. Todo estaba dispuesto y para bien o para mal, iríamos a ver a las jerónimas.
Salimos muy de mañana, y allí se vió el buen oficio del Maese Juan: Mientras Sancho iba a varios cuerpos por delante, Juan iba ora a mi derecha, ora a mi izquierda, pero siempre a menos de un cuerpo de caballo, en tanto Fernando y Antonio marchaban cerrando el grupo a poca distancia de mí. Todos íbamos armados y no solo con roperas. Tomamos el camino al norte, y sin prisas a los cinco días estábamos al margen del Isabena. Se notaba que eran las tierras que había beneficiado de manera especial con guano y semillas: había sembradíos bien llevados de papas, maíz y tomates, pero también pude ver que los paltos prosperaban, e incluso uno que otro chirimoyo! Y aunque Don Gonzalo había aconsejado discreción fue evidente que nuestra llegada había sido comunicada por los correveidiles del camino a la Hermana Beatriz, pues todas las religiosas nos esperaban a la entrada de la comunidad y nos recibieron con muestras de alivio, cariño y alegría. Los cuatro rodeleros ocupaban una habitación contigua a la puerta y era una manera manifiesta de declarar que otro ataque a las jerónimas era un ataque a gente poderosa. No, en realidad yo dudaba que los asaltantes fuesen tan insensatos como para intentar otro ataque a Guell.
- Madre Beatriz, decidme, habéis perdido mucho de la cosecha?
- No toda, Don Francisco, pero si buena parte. Nosotras ya habíamos rajado los bulbos y obtenido el licor. Pero todas las plantas de un potrero que estaban ya para cortarse se han quemado.
- Y los otros potreros?
- No los han tocado. Desde que estamos aquí, vuestros cultivos de adormidera han aumentado al triple.
- Y vuestra comunidad también, Madre! –noté inmediatamente que se sintió muy halagada por ese tratamiento.
- Trabajo y oración. Oración y trabajo.
- Para mayor gloria de Nuestro Señor y de su Católica Majestad.
- Amen, Don Francisco.
Trabajando una semana, que era el tiempo que demoraba cuando iba a Guell, con lo que habían recolectado las religiosas pude hacer una bala de opio de casi media libra, nada mal. Y triturando tallos verdes y bulbos ya rajados pude aprovechar utilizando el método de Gregory hasta las últimas “sobritas”, que llevaría líquidas a Valencia para ahí aislar los alcaloides. Y en las noches, escuchaba todos los pormenores de las monjas, enseñándoles a las más algún guiso con papas o con choclos; pero iniciando a otras en el arte de sacar una muela utilizando solo el elevador y extracto de opio! Buenas mujeres, mejores religiosas (si así fuesen todos los curas el mundo hubiese sido otro!)! Se acercaba la hora de partir.
Esa noche cenamos ligero, más ligero que lo habitual. Me quede hasta tarde con la hermana Beatriz dando indicaciones acerca de qué hacer en caso de mi muerte (dándole un par de cartas tanto para Ignacio como para Pedro. Don Gonzalo tenía sus propias instrucciones pues lo había designado como mi albacea), me interesé por la suerte de la viuda de López y sus hijos, prometiéndole que no quedarían desamparados. Dejaría con las jerónimas tanto la bala de opio como las partes no procesadas de las adormideras: si salía bien librado las recogería, de lo contrario Don Gonzalo las llevaría a Valencia. Antes de acostarme me di un baño y dejé mis armas preparadas, cuando fui a la celda que habían acondicionado como mi dormitorio, escuche a toda la comunidad en oración.
Desayunamos bien, aunque lo ideal sería ir con la tripa vacía, aunque en el siglo XVII y en pie de monte aragonés, eso era intrascendente: cualquier herida más o menos seria, era un pasaporte para ver a San Pedro. Al igual que antes de acostarme, al irnos dejamos a las hermanas rezando. Salimos con el sol de regreso a Barbastro, los cinco y dos fornidos vecinos del caserío que hacían de muleros, las pobres bestias en lugar de ir cargadas de fármacos valiosos llevaban frascos de pepinillos encurtidos, algún escabeche de pollo, choclos frescos, y por supuesto, papas amarillas, pero eso solo lo sabíamos Beatriz, Juan y yo.
Ya habíamos hecho casi todo un día de camino, estando en el medio del sotomonte y quedando apenas dos horas de luz, en un recodo Maese Juan me dijo:
- No me gusta.
- Que es lo que no os gusta, Juan.
- El silencio.
Era cierto! A esa hora de la tarde deberíamos estar escuchando los trinos de muchas aves, pero sirvió para enmarcar con claridad el zumbido de un dardo, y una maldición de Antonio:
- Ah! Malditos! Nos están atacando! – gritó colérico – Me han disparado!
- Alerta atrás! Ballesteros! - Avisó Sancho desde la vanguardia – Atacan adelante.
- Desmontad, presto! Han soltado sus virotes desde atrás y adelante. Seguramente van a disparaos también desde el monte a la vera del camino. Guardeceos en ese roquerío, que nosotros vamos a forzar el camino…
Ni bien mis pies tocaron el suelo un dardo hirió el anca de mi montura y esta salió disparada, llevándose en el arzón una carabina en la que tenía muchas esperanzas puestas. El ojo avisor de Juan me había salvado, pues las rocas algo me parapeteaban, aunque sea en una dirección. Solo tenía un par de pistolas, la ropera y el bordon convertido en moharra conmigo. Ya había contado los disparos y no eran muchos, a lo más estaríamos bajo el ataque de media docena de malnacidos.
- Ahí! Ahí está un bastardo! – grité a mi guardaespaldas, señalando a uno de los forajidos que se había incorporado para tensar la ballesta, pero el gesto fue inútil. Sancho y Juan estaban adelante y ambos habían disparado sus pistolas hacia hacia el monte.
-
Pero Fernando me oyó y espoleo su montura en persecución del malhechor, pero no había dado más que unas pocas zancadas cuando la buena bestia rodó por el suelo asaeteada, y su jinete quedó aplastado por el caballo. Así pues, que entre ser cazado y salir a cazar, opté por lo segundo, sabiendo que ambos ballesteros estarían recargando sus armas.
Avance por el monte sin perder de vista a mis enemigos, cuando estaba a unos veinte metros, el primero de ellos me volvió a tener a tiro, pero el monte era espeso y yo busque resguardo detrás de una sabina achaparrada: tenía que ser ahora, si los dos ballesteros venían a por mí, tendría todas las de perder: Amartillé mi arma y salí gritando como si me persiguiesen mil diablos hacia un haya algunos metros más adelante, el forajido perdió sus nervios y disparó: zummm! Toc! Sentí como el virote rebotaba en la brigantina que llevaba, seguí subiendo y a poco más de diez metros apunte la pistola y disparé: cada uno de los reales que el maestro Miruela me había cobrado los valían: el ánima rayada, la fiable llave de miquelete y una precisión digna de pistola de duelo del siglo XIX consiguieron que pudiese colocar el tiro en el pecho. Uno menos.
Zummm! Mierda! Otro dardo! Habían sido tres los ballesteros que me atacaron! Ellos recargarían pronto sus ballestas, la moharra se había quedado abajo y la ropera en este brete no sería mucha utilidad por lo que nuevamente estaría en la misma situación en la que temía estar instantes antes, así que me tocaba seguir subiendo! y para no ir desarmado amartillé la pistolita de anima lisa que nunca me abandonó en este viaje. El segundo truhan se encontraba a unos menos de quince pasos, cuando escuche el “cric” que me indicaba que la ballesta estaba amartillada; diez pasos, y vi que estaba poniendo e virote en el riel; ocho pasos y se llevó la ballesta al hombro, pero fue entonces que disparé al bulto, con tan buena suerte que le atiné en el vientre! El malnacido se dobló por el dolor y disparo de cualquier forma pues el virote salió muy desviado, pero yo ya estaba desenvainando la espada y sin mayores florituras, atravesé al que hacía un momento tenía mi vida en la punta de su dedo. Otro más.
No había tiempo de festejar quedaba otro y ya debía tener la ballesta presta. Pero estábamos a mano, así que protegiéndome detrás de una encina y procedí a cargar mis armas, el tercer forajido no se movió ni disparó, seguramente estaba esperando que yo me moviese primero para cazarme como a una fiera. Pero a la lejanía escuche unos disparos, después un cuerno, y luego ladridos! Era Don Gonzalo y su partida de loberos. Era el momento de subir por el faltaba!, trepé con rapidez la pendiente y lo encontré. Tenía la ballesta lista, pero nunca más podría usarla: al desgraciado lo habían acuchillado en la nuca y habia muerto tan rapido que ni siquiera se habia dado cuenta.
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Un soldado de cuatro siglos
La “cacería” de Don Gonzalo fue un paseo! Mientras Antonio hacia huir a los dos ballesteros que lo habían atacado, Sancho y Juan dieron cuenta de los dos que habían detenido nuestra columna. Sin embargo, la trampa que nos habían preparado no se terminó de cerrar, pues con mucho sigilo Fadrique y de sus hombres habían asaeteado oportunamente a los bellacos que deberían haberme atravesado con virotes desde el otro lado del camino. Casi simultáneamente, los monteros de Don Gonzalo peinaron el monte y capturaron a los malhechores que habían huido de la cólera de Antonio, y remataron otros dos que Fadrique y los suyos habían herido.
Fernando había tenido una fractura cerrada de tibia, dolorosa, pero que sanaría bien apenas lo escayolásemos en Guell. Le dimos un tiro de gracia a su potro y terminamos de hacer el recuento de muertos. Y no cuadraban las cuentas:
- A ver, Francisco, recapitulad. Vos dijisteis que os cargasteis a dos?
- Si, Don Gonzalo. A uno le di un pistoletazo en el pecho, y al otro lo rematé a espada.
- Y vos y vuestros hombres Maestro Juan?
- A dos, Don Gonzalo, solamente a dos.
- Vos Fadrique, sois el que habéis atinado a más!
- Tres a saeta, Don Gonzalo. Segoviano a otro más, también a saeta. Incluyendo a los que fueron rematados después por vuestros loberos.
- Cuantos han huido?
- Antonio con su espingardilla hizo huir a los tres que cerraban la retirada, huyeron por el camino pero fueron muy mentecatos al seguir por ahí, debieron haberse metido al monte. Adelante sólo vimos a los dos que matamos, pero tal vez hubiesen más, que huyeron apenas vieron como les cambiaron las tornas – agregó Juan.
- Ocho. Pero tenemos nueve perros muertos.
- El acuchillado vuestro Don Francisco! – dijo de nuevo Juan, con aire despreocupado.
- Ese no está en mi cuenta, Maese Juan, a fe mía que no.
- No lo entiendo, Francisco. Pudo haberse movido para buscar vuestro flanco. Pero si no lo movisteis, el bellaco fue atacado desde atras pero seguia cubierto por el roble, donde lo hallasteis.
- Y no se debe haber enterado que lo mataban, pues tenía la ballesta apoyada sobre la robusta raíz que uso de parapeto. Una herida asi, en la nuca - no entre a mencionar que era en todo el tronco encefalico- mata con una rapidez pasmosa.
- No soltó el virote? – preguntó Fadrique.
- No. La ballesta estaba armada.
- Eran ballestas de caza. No son armas de villano.
- Eso nos salvó, Don Gonzalo – dijo Juan en voz baja – si hubiese sido una ballesta de guerra el coselete no hubiese protegido la vida de Don Francisco.
- Decís la verdad, buen hombre. Vuestra experiencia no os engaña. Soltad lo que tenéis en mente.
- Estos eran unos cagalindes. No conozco las mañas del monte, pero estos no son hombres de armas.
- Tampoco son hombres de monte, Don Gonzalo. Los que matamos dejaron un rastro tan notorio como las huestes de Jerjes el persa a su paso por Ática –agregó Fadrique, con un aire de orgullo apenas contenido al ver como el padre de su protector asentía.
- Que haréis, Don Gonzalo? – le pregunté no sin preocupación.
- Tenemos a tres sietemachos que tienen una cita con el sayón. Pero antes hablaran. A fe mía que hablaran!
Fernando había tenido una fractura cerrada de tibia, dolorosa, pero que sanaría bien apenas lo escayolásemos en Guell. Le dimos un tiro de gracia a su potro y terminamos de hacer el recuento de muertos. Y no cuadraban las cuentas:
- A ver, Francisco, recapitulad. Vos dijisteis que os cargasteis a dos?
- Si, Don Gonzalo. A uno le di un pistoletazo en el pecho, y al otro lo rematé a espada.
- Y vos y vuestros hombres Maestro Juan?
- A dos, Don Gonzalo, solamente a dos.
- Vos Fadrique, sois el que habéis atinado a más!
- Tres a saeta, Don Gonzalo. Segoviano a otro más, también a saeta. Incluyendo a los que fueron rematados después por vuestros loberos.
- Cuantos han huido?
- Antonio con su espingardilla hizo huir a los tres que cerraban la retirada, huyeron por el camino pero fueron muy mentecatos al seguir por ahí, debieron haberse metido al monte. Adelante sólo vimos a los dos que matamos, pero tal vez hubiesen más, que huyeron apenas vieron como les cambiaron las tornas – agregó Juan.
- Ocho. Pero tenemos nueve perros muertos.
- El acuchillado vuestro Don Francisco! – dijo de nuevo Juan, con aire despreocupado.
- Ese no está en mi cuenta, Maese Juan, a fe mía que no.
- No lo entiendo, Francisco. Pudo haberse movido para buscar vuestro flanco. Pero si no lo movisteis, el bellaco fue atacado desde atras pero seguia cubierto por el roble, donde lo hallasteis.
- Y no se debe haber enterado que lo mataban, pues tenía la ballesta apoyada sobre la robusta raíz que uso de parapeto. Una herida asi, en la nuca - no entre a mencionar que era en todo el tronco encefalico- mata con una rapidez pasmosa.
- No soltó el virote? – preguntó Fadrique.
- No. La ballesta estaba armada.
- Eran ballestas de caza. No son armas de villano.
- Eso nos salvó, Don Gonzalo – dijo Juan en voz baja – si hubiese sido una ballesta de guerra el coselete no hubiese protegido la vida de Don Francisco.
- Decís la verdad, buen hombre. Vuestra experiencia no os engaña. Soltad lo que tenéis en mente.
- Estos eran unos cagalindes. No conozco las mañas del monte, pero estos no son hombres de armas.
- Tampoco son hombres de monte, Don Gonzalo. Los que matamos dejaron un rastro tan notorio como las huestes de Jerjes el persa a su paso por Ática –agregó Fadrique, con un aire de orgullo apenas contenido al ver como el padre de su protector asentía.
- Que haréis, Don Gonzalo? – le pregunté no sin preocupación.
- Tenemos a tres sietemachos que tienen una cita con el sayón. Pero antes hablaran. A fe mía que hablaran!
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Un soldado de cuatro siglos
ARCHIVO GENERAL DE ANDALUCIA
COLECCIONES.
Correspondencia de Sor Luisa Magdalena de Jesús.
Caja No. 2
Carta de Dn. Fadrique Enríquez Manrique de Lara, Marqués de la Buenafuente.
“Muy querida tía y madrina:
No tuvisteis noticias mías desde que salimos de Barbastro. Disculpadme, y obtened para mí el perdón de mi madre, pues mi pereza os ha tenido en angustias gratuitas. Os he de contar que los afanes de Don Gonzalo fueron exitosos. A casi un día de camino de Guell emboscamos a los canallas que tanto mal hicieron en la huerta de las jerónimas. El hijo de vuestra hermana fue el mejor ballestero de la partida, pues abatió a dos. En total, matamos a ocho y los monteros capturaron a tres. Ninguno de nosotros tuvo mayores males, solo tuvimos que lamentar una pierna rota que el buen cirujano arregló con otro de sus inventos: una bota de escayola por encima de la rodilla!
Iba a regresar con los demás cazadores, cuando Dn. Fco. me apartó y me envió con Dn. Gonzalo diciéndome “ved y oíd todo, aprended bien”. Sabed que uno de los monteros de Don Gonzalo, Bartolomé, antiguo sirviente de su ya fenecido hermano, fue donado a los dominicos cuando el mayor de los Martinez de Luna profesó los votos, al morir este, no pudo ser familiar del Santo Oficio por falta de medios, pero ayudo a los legos y familiares en sus inquisiciones, hasta que Don Gonzalo lo tomó nuevamente al servicio de su familia. Este Bartolo es hombre de poco hablar, pero dueño de muchas mañas, entre ellas las de dar tormento a un reo hasta obtener deste todo lo que se desea.
La misma noche de nuestra enteca victoria, volvimos a la casa apartada de todo pueblo o camino que nos había cobijado los días previos, en ausencia de potro o garrucha, Bartolo utilizó el agua. Pero primero vendó los ojos de los tres reos “hablan más rápido así” fue lo único que dijo. Atados y acostados boca arriba, les puso un lienzo sobre la cara y uno por uno los fue anegando. Paraba cuando los reos empezaban con la tembladera. Don Gonzalo, con voz severa preguntaba: “vos quien sois?”, “de dónde sois?”, “cual es vuestro oficio?”, “quien os ordenó robar a las jerónimas?”, “quien os ordenó matar al cirujano?”, “quien os manda?” y otras preguntas parecidas.
No tuvimos mucho en claro. Tal como el jefe de los espadas del cirujano dijo, eran unos bellacos cagalindes. No habían servido bajo las banderas del rey, apenas eran fantoches de venta o crápulas de taberna. No eran de la región, unos eran de Zaragoza o Huesca, los más de Lérida, y otro de la costa allende Tarragona. También tuvimos una cifra: los habían enganchado con 40 reales de a 8, con la promesa de otros 40 al terminar el robo del licor del cirujano y su cabeza cortada. Pero no supieron decirnos quien era su patrón. Solo dijeron en medio de sus temblores que este y dos espadas que lo guarnecían huyeron apenas escucharon los disparos y vieron los muertos propios eran más que los caídos ajenos. Que seguramente regrasaron a Lérida de donde habían salido.
Al ver que poco o nada más conseguiría, con la misma voz severa Don Gonzalo les dijo que pusiesen en paz su alma con Dios y que agradeciesen que no les daba la muerte que merecían. Dicho esto, salió y Bartolomé les rebanó los guargueros con una rapidez que los zascandiles seguramente agradecieron desde el infierno. Tuvieron más suerte que los otros bellacos ya muertos cuyos cadáveres quedaron insepultos a la vera del camino a merced de lobos y cuervos, pues los enterramos en un foso retirado en el bosque en donde nadie encontrará sus huesos.
Con cólera por la ventaja que nos llevaban, Don Gonzalo decidió regresar a Guell. Allí Fco. curó la pierna rota de su espada, confortó a las jerónimas y repartió dadivas con nosotros. Luego, Don Gonzalo ordenó a los monteros regresar a Barbastro, y con el cirujano, 7 espadas, Segoviano y vuestro ahijado, partimos a Lerida a perseguir a quienes estaban detrás del daño hecho.
Me despido pues, madrina mía. Velad por mi madre vuestra hermana como siempre habéis hecho. Cuidaos y rezad por mi.
Fadrique.”
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Un soldado de cuatro siglos
Salimos de Guell luego de despedirnos de las jerónimas y de todo el pueblo, que pudo respirar aliviado. Tomamos directamente el camino hacia Lérida y aunque marchábamos a buen paso, indudablemente no llevábamos el ritmo de una persecución, cosa que no dejaba de extrañarme, por lo que acicatee mi montura hasta ponerme a la par con el mayor de los Martínez de Luna.
- Don Gonzalo, hermoso paisaje el del pie de monte aragonés.
- Bien lo decís, Francisco. Dios puso esmero en esta tierra.
- Disculpadme, pero la contemplación del esmero divino no está haciendo que los malvados nos aventajen demasiado?
- Jajaja! Ah, mi joven y querido sacamuelas! No os dije que debisteis haber venido con nosotros cuando cazábamos?
- No os entiendo Don Gonzalo.
- Mirad! Los bellacos que perseguimos solo pueden ir a dos lugares desde aquí, a Barbastro y a Lérida. En ambas rutas tengo ojos que nos avisaran de la progresión de cualquier extraño. La trampa está tendida, y los que deseaban nuestro mal, aunque no lo sepan, ya tienen una cita para bailar una jota al extremo de una soga. Ahora como buenos cazadores, debemos tener paciencia, dejar que los malos se metan de cabeza a su perdición antes de soltar los perros!
- Y los perros somos nosotros.
- Aprendéis de prisa, cirujano!
Efectivamente, durante la tarde llego un mensajero diciéndole que tal como Gonzalo había imaginado, los malhechores no habían ido hacia Barbastro sino que se dirigían al trote hacia Lleida. Y de esa ciudad solo había dos posibles caminos a elegir: Barcelona o la frontera francesa. Pero Don Gonzalo era un cazador avezado, y todas las puertas de la ciudad y muchas de las tabernas y hospedajes tenían ojos y oídos a sueldo.
Cuando llegamos a Lérida descansamos en una cómoda casa que ya Luna había reservado. En la noche conversamos acerca de lo sucedido y lo por suceder.
- Creéis que los malvados dirijan sus pasos por el camino de Francia?
- Si os he de ser sincero, Francisco, no lo creo. Recordad lo que dijo vuestro hombre de armas. Ninguno de los salteadores tenían el temple de soldados. Buenos para aterrorizar a unas monjas solitarias o a unos aldeanos desarmados, pero mojaron sus calzas de miedo cuando se las vieron con vos o conmigo.
- Que pensáis entonces, Don Gonzalo?
- Dinero. Lo hacen por dinero.
- Sí, es una poderosa motivación. Pero…
- Pero?
- Si hubiesen deseado solo el dinero, se habrían contentado en robar todo el licor de adormideras que hubiesen podido encontrar, y no quemar las plantas.
- Sí, he pensado en eso. El afán por el dinero no está reñido con las ganas de hacer daño.
- Daño a quien, Don Gonzalo. A vos, a mí, a las jerónimas o al Rey?
- En Guell, los cabos están muy entrelazados: vuestro hospital y el destino de mi hijo están unidos con remaches de acero, y así, vuestra cabeza está unida a la ventura de mi casa. Y no olvidéis que quien puso los maravedís para vuestro hospital fue la reina, y cuando sepáis más de la Corte veréis que la casa de la Reina no siempre baila la misma tonada que la casa del Rey. Oh! Y claro, siempre habrá alguien que quiera saber cómo hacer el licor de adormideras. En la canasta de Guell, mucho me temo que hemos puesto demasiados huevos, joven amigo!
- Y habéis pensado quien dio muerte a la sabandija que buscaba mi perdición?
- No, y os diré que tampoco me importa. Si nuestro Señor mandó a San Miguel, Gabriel u a otro arcángel, enhorabuena! Pero ciertamente, quien despacho a ese hijo´e puta, sabía su oficio. Una mano amiga y providencial!
- Conocéis a alguien?
- Ambos tenemos gentes que nos quieren bien, asi como muchos que aplaudirían por ver nuestras cabezas ensartadas en un pica. Pero esta pequeña aventura no la sabia nadie, excepto Álvaro y Fadrique.
- Y Fadrique está con nosotros.
- Y Álvaro es como una tumba
- Excepto cuando una moza le abre las piernas, Don Gonzalo
- No, en asuntos de faldas mi hijo será muy deslenguado, pero nunca cuando la vida de su padre, de su amigo o de su reino están en juego.
- Una mano amiga y anónima entonces.
- Pues de momento, sí.
- Entonces pensáis que tomarán el camino al mar.
- Vos lo decís bien. En Barcelona los horizontes se ampliarán mucho. Su puerto es activo y una vez en un barco, mi caza habrá terminado. Soy cazador no navegante, Francisco. Por eso apenas sepamos que han ido hacia allí, nos apresuraremos a seguirlos. Y con la ayuda de Dios, encontraremos de donde ha salido toda esta ponzoña.
Cenamos y dormimos bien, y tal como lo había previsto Don Gonzalo, antes del almuerzo nos llegó el mensaje esperado: No tres, sino cinco extraños que perseguíamos habían tomado el camino a Barcelona. La caza continuaba!
- Don Gonzalo, hermoso paisaje el del pie de monte aragonés.
- Bien lo decís, Francisco. Dios puso esmero en esta tierra.
- Disculpadme, pero la contemplación del esmero divino no está haciendo que los malvados nos aventajen demasiado?
- Jajaja! Ah, mi joven y querido sacamuelas! No os dije que debisteis haber venido con nosotros cuando cazábamos?
- No os entiendo Don Gonzalo.
- Mirad! Los bellacos que perseguimos solo pueden ir a dos lugares desde aquí, a Barbastro y a Lérida. En ambas rutas tengo ojos que nos avisaran de la progresión de cualquier extraño. La trampa está tendida, y los que deseaban nuestro mal, aunque no lo sepan, ya tienen una cita para bailar una jota al extremo de una soga. Ahora como buenos cazadores, debemos tener paciencia, dejar que los malos se metan de cabeza a su perdición antes de soltar los perros!
- Y los perros somos nosotros.
- Aprendéis de prisa, cirujano!
Efectivamente, durante la tarde llego un mensajero diciéndole que tal como Gonzalo había imaginado, los malhechores no habían ido hacia Barbastro sino que se dirigían al trote hacia Lleida. Y de esa ciudad solo había dos posibles caminos a elegir: Barcelona o la frontera francesa. Pero Don Gonzalo era un cazador avezado, y todas las puertas de la ciudad y muchas de las tabernas y hospedajes tenían ojos y oídos a sueldo.
Cuando llegamos a Lérida descansamos en una cómoda casa que ya Luna había reservado. En la noche conversamos acerca de lo sucedido y lo por suceder.
- Creéis que los malvados dirijan sus pasos por el camino de Francia?
- Si os he de ser sincero, Francisco, no lo creo. Recordad lo que dijo vuestro hombre de armas. Ninguno de los salteadores tenían el temple de soldados. Buenos para aterrorizar a unas monjas solitarias o a unos aldeanos desarmados, pero mojaron sus calzas de miedo cuando se las vieron con vos o conmigo.
- Que pensáis entonces, Don Gonzalo?
- Dinero. Lo hacen por dinero.
- Sí, es una poderosa motivación. Pero…
- Pero?
- Si hubiesen deseado solo el dinero, se habrían contentado en robar todo el licor de adormideras que hubiesen podido encontrar, y no quemar las plantas.
- Sí, he pensado en eso. El afán por el dinero no está reñido con las ganas de hacer daño.
- Daño a quien, Don Gonzalo. A vos, a mí, a las jerónimas o al Rey?
- En Guell, los cabos están muy entrelazados: vuestro hospital y el destino de mi hijo están unidos con remaches de acero, y así, vuestra cabeza está unida a la ventura de mi casa. Y no olvidéis que quien puso los maravedís para vuestro hospital fue la reina, y cuando sepáis más de la Corte veréis que la casa de la Reina no siempre baila la misma tonada que la casa del Rey. Oh! Y claro, siempre habrá alguien que quiera saber cómo hacer el licor de adormideras. En la canasta de Guell, mucho me temo que hemos puesto demasiados huevos, joven amigo!
- Y habéis pensado quien dio muerte a la sabandija que buscaba mi perdición?
- No, y os diré que tampoco me importa. Si nuestro Señor mandó a San Miguel, Gabriel u a otro arcángel, enhorabuena! Pero ciertamente, quien despacho a ese hijo´e puta, sabía su oficio. Una mano amiga y providencial!
- Conocéis a alguien?
- Ambos tenemos gentes que nos quieren bien, asi como muchos que aplaudirían por ver nuestras cabezas ensartadas en un pica. Pero esta pequeña aventura no la sabia nadie, excepto Álvaro y Fadrique.
- Y Fadrique está con nosotros.
- Y Álvaro es como una tumba
- Excepto cuando una moza le abre las piernas, Don Gonzalo
- No, en asuntos de faldas mi hijo será muy deslenguado, pero nunca cuando la vida de su padre, de su amigo o de su reino están en juego.
- Una mano amiga y anónima entonces.
- Pues de momento, sí.
- Entonces pensáis que tomarán el camino al mar.
- Vos lo decís bien. En Barcelona los horizontes se ampliarán mucho. Su puerto es activo y una vez en un barco, mi caza habrá terminado. Soy cazador no navegante, Francisco. Por eso apenas sepamos que han ido hacia allí, nos apresuraremos a seguirlos. Y con la ayuda de Dios, encontraremos de donde ha salido toda esta ponzoña.
Cenamos y dormimos bien, y tal como lo había previsto Don Gonzalo, antes del almuerzo nos llegó el mensaje esperado: No tres, sino cinco extraños que perseguíamos habían tomado el camino a Barcelona. La caza continuaba!
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Un soldado de cuatro siglos
Pues sí, la caza continuaba. Salimos detrás de nuestra presa con tres horas de retraso, y Don Gonzalo, hombre previsor y mañoso, enviaba todas las mañanas dos hombres por delante, después de todo, nuestra partida de 9 hombres era numerosa y así, estábamos pisando los talones a los 5 malhechores y era menos probable que estos se diesen cuenta de ello, pues los hombres de vanguardia y sus monturas rotaban a lo largo del día.
Los tres primeros días todo transcurrió según lo que el avisado Señor de Gotor y Almonacid había previsto, sin embargo en la mañana del cuarto nuestras presas en lugar de seguir hacia Barcelona se desviaron en Tárraga hacia el Sur. Uno de los jinetes hizo un rodeo al pueblo para avisar a Don Gonzalo en tanto el otro seguía hacia Barcelona para despistar a los malhechores.
A la hora estábamos en Tarraga, Don Gonzalo despacho a dos jinetes hacia Barcelona, y mientras decidíamos que hacer, le espetó a Segoviano:
- Ea, vos! Don Francisco me dice que tenéis buena nariz para las pistas, que veis en el camino?
Pablo se apeo del caballo, camino buena parte del camino y dijo:
- Don Gonzalo, en este camino han circulado muchas monturas, bestias, gentes y algunas carretas. He de contar que en la mañana, el mozo al que enviasteis a Barcelona siguiendo a los malhechores cambio de caballo conmigo, y mi montura tenia en la mano, una herradura con el extremo roto. Mirad, he aquí su huella. Va a Barcelona, pero después se devuelve. Os podría jurar, que Joaquín la joven espada que mandasteis, está siguiendo el rastro de los bellacos que perseguimos!
- Qué camino han seguido? – me apresuré a preguntar.
- Este, este que va al sur.
- El que va a Tarragona! – Segoviano, vos podéis seguir el rastro?
- Podré, Don Gonzalo. La herradura de mi caballo es fácil de seguir.
- Hacedlo! y tendréis 10 reales en vuestra bolsa!
Segoviano, feliz, siguió en la delantera del grupo, que se puso en marcha. Al poco regresaron los dos jinetes que habían ido por el camino de Barcelona, confirmando que no habían podido encontrar ni a Joaquín ni a nuestros perseguidos por esa ruta. Caminamos por tres horas y en un recodo del camino, Pablo llamó con agitación al patriarca de los Martínez de Luna:
- Ved, Don Gonzalo. Sangre! Aquí el caballo se detuvo, dio vueltas, y después continuó. Ahí! Sangre! a la vera del camino, han arrastrado algo.
- Aquí, aquí! – gritó Fadrique.
Trotamos a unos roquedales a algunas unas varas del camino, y detrás de unas retamas, estaba Joaquín, muy pálido, con una profunda herida en un lado del cuello, por donde el pobre se había desangrado hasta morir.
Los tres primeros días todo transcurrió según lo que el avisado Señor de Gotor y Almonacid había previsto, sin embargo en la mañana del cuarto nuestras presas en lugar de seguir hacia Barcelona se desviaron en Tárraga hacia el Sur. Uno de los jinetes hizo un rodeo al pueblo para avisar a Don Gonzalo en tanto el otro seguía hacia Barcelona para despistar a los malhechores.
A la hora estábamos en Tarraga, Don Gonzalo despacho a dos jinetes hacia Barcelona, y mientras decidíamos que hacer, le espetó a Segoviano:
- Ea, vos! Don Francisco me dice que tenéis buena nariz para las pistas, que veis en el camino?
Pablo se apeo del caballo, camino buena parte del camino y dijo:
- Don Gonzalo, en este camino han circulado muchas monturas, bestias, gentes y algunas carretas. He de contar que en la mañana, el mozo al que enviasteis a Barcelona siguiendo a los malhechores cambio de caballo conmigo, y mi montura tenia en la mano, una herradura con el extremo roto. Mirad, he aquí su huella. Va a Barcelona, pero después se devuelve. Os podría jurar, que Joaquín la joven espada que mandasteis, está siguiendo el rastro de los bellacos que perseguimos!
- Qué camino han seguido? – me apresuré a preguntar.
- Este, este que va al sur.
- El que va a Tarragona! – Segoviano, vos podéis seguir el rastro?
- Podré, Don Gonzalo. La herradura de mi caballo es fácil de seguir.
- Hacedlo! y tendréis 10 reales en vuestra bolsa!
Segoviano, feliz, siguió en la delantera del grupo, que se puso en marcha. Al poco regresaron los dos jinetes que habían ido por el camino de Barcelona, confirmando que no habían podido encontrar ni a Joaquín ni a nuestros perseguidos por esa ruta. Caminamos por tres horas y en un recodo del camino, Pablo llamó con agitación al patriarca de los Martínez de Luna:
- Ved, Don Gonzalo. Sangre! Aquí el caballo se detuvo, dio vueltas, y después continuó. Ahí! Sangre! a la vera del camino, han arrastrado algo.
- Aquí, aquí! – gritó Fadrique.
Trotamos a unos roquedales a algunas unas varas del camino, y detrás de unas retamas, estaba Joaquín, muy pálido, con una profunda herida en un lado del cuello, por donde el pobre se había desangrado hasta morir.
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Un soldado de cuatro siglos
- Hijos de puta! Una y mil veces, hijos de puta! - gruñó furibundo Gonzalo Martínez de Luna – Se han cargado al pobre rapaz! Lo han degollado como a un cordero.
- No, Don Gonzalo. Joaquín ha muerto, pero no como un cordero. Observad la herida, no es el corte limpio del degüello con la victima inerme, esta es una herida de lucha, la daga entró por el cuello y seguidamente cortó la yugular hacia afuera. Mirad! Tampoco tiene la daga al cinto. Si hubiese sido degollado sería una herida continua de corte de oreja a oreja.
- Entonces, vos creéis que…
- Joaquín fue sorprendido por su inexperiencia, sí. Pero se repuso e intentó defenderse. Pero su oponente, ay! fue más diestro.,
- Vos tenéis razón, Don Francisco – apuntó Maese Juan, ésta herida es mortal, y la hizo una mano que conoce su oficio.
- Entonces, además de los cagalindes, hay gente de armas.
- No sé si de armas, pero sí saben matar. Además de saber que vamos tras ellos.
- Francisco, por lo que me habéis dicho, vos pensáis que Joaquín no nos delato, me equivoco?
- Aunque arriesgue la vida con ello, no, Don Gonzalo. No creo que Joaquín haya dicho algo antes de morir.
- Segoviano! Otra vez, a fe nuestra, podéis seguir el rastro?
- Sí, Don Gonzalo. Se han llevado mi caballo y en tanto pueda seguir su herradura rota, podré seguirlos.
- Seguid! Iré a Tárrega a enterrar a Joaquín. Me quedo con el que queda de mis mozos y vos me tendréis que prestar a uno de vuestros espadas, que un viejo y un muchacho viajando solos pueden dar malas ideas a esos hijos de mala madre.. Vosotros cinco os tendréis que apañar en el camino. Nos encontraremos antes de Montblanch.
Avanzamos en silencio por el camino, royendo nuestra cólera. Pasamos un pueblo, luego otro y otro, sin que mediasen palabras y sin que recordemos siquiera sus nombres. Poco después, Juan puso su montura a mi lado y me dijo:
- Don Francisco, somos un grupo demasiado grande, nos hacemos notar en este camino.
- Pero vos visteis, no podemos permitirnos seguirlos con uno solo. Los villanos acabarían con él.
- Dejadme ir.
- Pero vos sabéis seguir rastros?
- Dadme a Segoviano.
- No os expongáis, recordad que Pablo es diestro con el mosquete o la espingarda más no con la espada, pero averiguad lo más que podáis.
- Descuidad, regresaremos enteros y cuidaré del montero.
- Id prestos entonces!
Partieron y el resto del grupo los siguió media hora después. Cabalgamos 4 horas, hasta que Segoviano vino a nuestro encuentro.
- Don Francisco, los bellacos están en la venta a media legua de aquí. Los hemos seguido a distancia. En el pueblo han vendido a mi caballo a un viajero que iba de regreso a Lérida, creo que para despistarnos! Vano intento! Yo ya tengo cogido el rastro, y no son cinco sino siete los perros a quienes perseguimos. Maese Juan está a la vera del camino, echándole un ojo a la venta y nos espera ahí.
Efectivamente, en un robledal con la posada a la vista, estaba Juan, que había dejado su montura a cargo de unos aldeanos para que lo alimentasen bien y se había desplazado solo y a pie a seguir oteando a los asesinos de Joaquín.
- Venid, Don Francisco, y agachaos para que no os vean. Mirad. Hay siete caballos, tres deben ser los cagalindes que intentaron matarnos, dos con roperas al cinto van a la retaguardia. Hay uno, que debe ser el pez gordo, y otro que no se le despega. Ese es el de cuidado!
- Por qué lo decís, Maese Juan?
- Porque es lo que yo haría, Don Francisco. A menos que como vuestra merced, mi protegido quiera batirse también.
- Que haremos?
- Esperar, deben pensar que habiendo matado al mozo de Don Gonzalo, nosotros debemos estar camino a Barcelona. Las noches ya son frías, pero como no hay luna nueva, podemos montar guardia aquí hasta que los bellacos se pongan en movimiento por la mañana y si pretenden salir por la noche, podremos verlos también.
- Sea! Nosotros nos quedaremos con los aldeanos que cuidan vuestra montura, y cada tres horas, mandaré un relevo.
Por lo que pudimos ver, nuestros perseguidos estaban confiados, pues recién se pusieron en movimiento cuatro horas después del alba. No se veía el puesto de observación desde la venta, y los de allí no deben haber sospechado nada, pues nuestras monturas estaban a buena distancia. Con una hora de separación, nos pusimos en marcha, envié a Fadrique con Segoviano y Juan, quedándome una milla por detrás con Sancho. Dos jornadas más tarde, llegamos a Montblanch y tal como nos había dicho en Tárraga, Don Gonzalo apareció justo a tiempo para tomar una decisión.
- De Montblanch, el camino se bifurca, a la derecha va hacia Alcóver y de allí a Reus; y por la izquierda a Valls y luego a Tarragona. Los bellacos han ido a la derecha.
- Don Gonzalo, ir a Reus no tiene sentido.
- Si se quedasen allí, no; ciertamente no. Pero el camino no termina allí, pues un ramal va Tarraco, y otro llega hasta Salou.
- Vos que creéis?
- Que embarcaran en una caleta discreta. Pero por más que me devano los sesos, no logro ver a donde irán después.
- Si somos más diestros que ellos, irán a parar al extremo de una soga, eso puede jurarlo, Don Gonzalo.
- Está todo dicho, que Dios nos perdone porque iremos a buscar venganza. A por ellos!
- No, Don Gonzalo. Joaquín ha muerto, pero no como un cordero. Observad la herida, no es el corte limpio del degüello con la victima inerme, esta es una herida de lucha, la daga entró por el cuello y seguidamente cortó la yugular hacia afuera. Mirad! Tampoco tiene la daga al cinto. Si hubiese sido degollado sería una herida continua de corte de oreja a oreja.
- Entonces, vos creéis que…
- Joaquín fue sorprendido por su inexperiencia, sí. Pero se repuso e intentó defenderse. Pero su oponente, ay! fue más diestro.,
- Vos tenéis razón, Don Francisco – apuntó Maese Juan, ésta herida es mortal, y la hizo una mano que conoce su oficio.
- Entonces, además de los cagalindes, hay gente de armas.
- No sé si de armas, pero sí saben matar. Además de saber que vamos tras ellos.
- Francisco, por lo que me habéis dicho, vos pensáis que Joaquín no nos delato, me equivoco?
- Aunque arriesgue la vida con ello, no, Don Gonzalo. No creo que Joaquín haya dicho algo antes de morir.
- Segoviano! Otra vez, a fe nuestra, podéis seguir el rastro?
- Sí, Don Gonzalo. Se han llevado mi caballo y en tanto pueda seguir su herradura rota, podré seguirlos.
- Seguid! Iré a Tárrega a enterrar a Joaquín. Me quedo con el que queda de mis mozos y vos me tendréis que prestar a uno de vuestros espadas, que un viejo y un muchacho viajando solos pueden dar malas ideas a esos hijos de mala madre.. Vosotros cinco os tendréis que apañar en el camino. Nos encontraremos antes de Montblanch.
Avanzamos en silencio por el camino, royendo nuestra cólera. Pasamos un pueblo, luego otro y otro, sin que mediasen palabras y sin que recordemos siquiera sus nombres. Poco después, Juan puso su montura a mi lado y me dijo:
- Don Francisco, somos un grupo demasiado grande, nos hacemos notar en este camino.
- Pero vos visteis, no podemos permitirnos seguirlos con uno solo. Los villanos acabarían con él.
- Dejadme ir.
- Pero vos sabéis seguir rastros?
- Dadme a Segoviano.
- No os expongáis, recordad que Pablo es diestro con el mosquete o la espingarda más no con la espada, pero averiguad lo más que podáis.
- Descuidad, regresaremos enteros y cuidaré del montero.
- Id prestos entonces!
Partieron y el resto del grupo los siguió media hora después. Cabalgamos 4 horas, hasta que Segoviano vino a nuestro encuentro.
- Don Francisco, los bellacos están en la venta a media legua de aquí. Los hemos seguido a distancia. En el pueblo han vendido a mi caballo a un viajero que iba de regreso a Lérida, creo que para despistarnos! Vano intento! Yo ya tengo cogido el rastro, y no son cinco sino siete los perros a quienes perseguimos. Maese Juan está a la vera del camino, echándole un ojo a la venta y nos espera ahí.
Efectivamente, en un robledal con la posada a la vista, estaba Juan, que había dejado su montura a cargo de unos aldeanos para que lo alimentasen bien y se había desplazado solo y a pie a seguir oteando a los asesinos de Joaquín.
- Venid, Don Francisco, y agachaos para que no os vean. Mirad. Hay siete caballos, tres deben ser los cagalindes que intentaron matarnos, dos con roperas al cinto van a la retaguardia. Hay uno, que debe ser el pez gordo, y otro que no se le despega. Ese es el de cuidado!
- Por qué lo decís, Maese Juan?
- Porque es lo que yo haría, Don Francisco. A menos que como vuestra merced, mi protegido quiera batirse también.
- Que haremos?
- Esperar, deben pensar que habiendo matado al mozo de Don Gonzalo, nosotros debemos estar camino a Barcelona. Las noches ya son frías, pero como no hay luna nueva, podemos montar guardia aquí hasta que los bellacos se pongan en movimiento por la mañana y si pretenden salir por la noche, podremos verlos también.
- Sea! Nosotros nos quedaremos con los aldeanos que cuidan vuestra montura, y cada tres horas, mandaré un relevo.
Por lo que pudimos ver, nuestros perseguidos estaban confiados, pues recién se pusieron en movimiento cuatro horas después del alba. No se veía el puesto de observación desde la venta, y los de allí no deben haber sospechado nada, pues nuestras monturas estaban a buena distancia. Con una hora de separación, nos pusimos en marcha, envié a Fadrique con Segoviano y Juan, quedándome una milla por detrás con Sancho. Dos jornadas más tarde, llegamos a Montblanch y tal como nos había dicho en Tárraga, Don Gonzalo apareció justo a tiempo para tomar una decisión.
- De Montblanch, el camino se bifurca, a la derecha va hacia Alcóver y de allí a Reus; y por la izquierda a Valls y luego a Tarragona. Los bellacos han ido a la derecha.
- Don Gonzalo, ir a Reus no tiene sentido.
- Si se quedasen allí, no; ciertamente no. Pero el camino no termina allí, pues un ramal va Tarraco, y otro llega hasta Salou.
- Vos que creéis?
- Que embarcaran en una caleta discreta. Pero por más que me devano los sesos, no logro ver a donde irán después.
- Si somos más diestros que ellos, irán a parar al extremo de una soga, eso puede jurarlo, Don Gonzalo.
- Está todo dicho, que Dios nos perdone porque iremos a buscar venganza. A por ellos!
La verdad nos hara libres
- reytuerto
- Mariscal de Campo
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Un soldado de cuatro siglos
A por ellos! Más fácil era decirlo que hacerlo! bufaba para mis adentros. Reus, Salou, nada me decían esos nombres, a excepción de la planta de montaje de Polikarpovs en la primera localidad, y la revista naval de 1939 en postrimerías de la guerra civil, y todo eso, en la primera mitad del siglo XX. Por lo que nada de mis conocimientos del futuro ayudarían en este lance, solo contaba con la experiencia de Gonzalo, la habilidad de Fadrique y Segoviano, el valor y lealtad de los hombres que guardaban mis espaldas y que la buena suerte no se me acabase ahora. Las dudas e incertidumbres me pesaron durante todo el descenso desde el pie de monte catalán hasta el mar.
Ya a una jornada de Reus, nos detuvimos los ocho a la vera del camino a almorzar, pues no deseábamos alarmar a nuestros perseguidos. Viendo mi talante, el mayor de los Martínez de Luna me hablo:
- Decidnos, Francisco, qué os tiene tan acongojado. Pareciese como si una losa oprimiese vuestro pecho.
- Ah, Don Gonzalo. La incertidumbre! No conozco ni siquiera por referencias estas comarcas, no sé a dónde vamos, ni cómo podremos echar mano a los bellacos que perseguimos.
- No os preocupéis. En mi juventud, muchos asuntos me trajeron a Tarragona, Reus y Salou. Como os lo dije antes de dejar los montes, dudo que los bellacos se queden en Reus, así como no se quedaron ni en Montblanch o Alcóver. Van al mar. Y si he adivinado su movimiento, no han ido al puerto de Tarragona, porque han de embarcar en un puerto menos visto. Salou. – y volviéndose a los demás, ordenó – Venid, acercaos.
Gonzalo tomo una ramita y realizó unos trazos en la tierra, luego tomo unas cuantas piedras y las colocó sobre el improvisado mapa.
- Ved, Salou ofrece un puerto abrigado a poniente del Cabo del mismo nombre. Tanto a poniente como a levante del puerto hay dos playas amplias y barridas por el viento. Los pescadores usan ambas playas para sus botes, pero son muy expuestas a miradas indiscretas. Hasta un ciego podría ver quien se embarca y quien no! Pero en el mismo cabo, hay varias calas, muy abrigadas, pero sobre todo muy recogidas y con acceso desde tierra que no es difícil. Si yo quisiese embarcar sin que me vean, lo haría desde allí.
- Que distancia hay desde las calas que vos decís hasta el puerto?
- A ojo de buen cubero, media legua.
- Una media hora a caballo.
- No, vos no estáis considerando que tal vez necesitemos ayuda. Hasta la Torre de Salou, por lo menos hora y media.
- En las calas del cabo hay algún pueblo?
- En las calas mismas, nada permanente. Un cuarto de milla tierra adentro, tal vez unas casas aisladas de pescadores.
- Lejos de ojos y oídos indiscretos, don Gonzalo.
- Pero nos obligara a estar separados, Francisco. Yo iré con Segoviano y el joven Diego a echar un ojo por el puerto y en la cala de los Lenguadetes. Vos iréis con los demás, tened armas cargadas y espadas prestas pues esos hijos de mala madre no se hacen pedir dos veces antes de matar. Id al cabo de Salou. Empezad por las calas Morisca y de los Cangrejos, que son las más lejanas. Entraremos a Salou separados, y a horas diferentes. Es menester que yo hable con algunos notables, por si necesitamos iayuda.
- Permitidme añadir un comentario, Don Gonzalo.
- Hablad, Juan. Os habéis ganado ese derecho.
- Compradnos burros y mulas. 5 hombres a caballo entrando en una aldehuela de pescadores será muy notorio. Si llevamos unas acémilas, aunque los modos de Fadrique lo puedan delatar, los demás podremos pasar sin llamar la atención.
- Palabras sensatas. Comprad lo que veáis, y regatead bien, en estas comarcas no soltéis con largueza el dinero. Llamariais la atencion de todos!
En el pueblo siguiente compramos 4 mulas de trece manos, útiles como acémilas, pero también buenas para montar, y dos burros de raza catalana, sufridos y resistentes. Cambiamos monturas, dejando nuestros caballos (excepto el de Fadrique) con Don Gonzalo, y de esa manera entramos a Reus. En esa ciudad, Juan siguió discretamente a nuestras presas, Gonzalo tomó posada en el centro de la ciudad, no muy lejos de los perseguidos; en cambio nosotros nos quedamos en una venta a las afueras.
Durante la cena, instruí a Fadrique para que hiciese un reconocimiento en las calas del Cabo de Salou, y tal como Juan sugirió, sus porte y sus modales de gentilhombre eran inocultables, por lo que los utilizaríamos a nuestro favor: iría a guisa de artista. Le di varios folios de papel que siempre llevaba conmigo, con la recomendación que hiciese buen uso de las clases de dibujo:
- Salid antes del alba, Fadrique. Haced que os vean. Dibujad todo lo que veáis, desde un pescado hasta las mozas de las calas, así nadie imaginará cuales son vuestros afanes verdaderos. Así que tampoco os llevéis la ropera! Id y haced que vuestro maestro Pedro de Ambuesa esté orgulloso de vos. Y Fadrique, recordad, hoy vuestros afanes son por hacer justicia a Joaquín, pero tal vez mañana, os sirvan para rendir una ciudad!
Ya a una jornada de Reus, nos detuvimos los ocho a la vera del camino a almorzar, pues no deseábamos alarmar a nuestros perseguidos. Viendo mi talante, el mayor de los Martínez de Luna me hablo:
- Decidnos, Francisco, qué os tiene tan acongojado. Pareciese como si una losa oprimiese vuestro pecho.
- Ah, Don Gonzalo. La incertidumbre! No conozco ni siquiera por referencias estas comarcas, no sé a dónde vamos, ni cómo podremos echar mano a los bellacos que perseguimos.
- No os preocupéis. En mi juventud, muchos asuntos me trajeron a Tarragona, Reus y Salou. Como os lo dije antes de dejar los montes, dudo que los bellacos se queden en Reus, así como no se quedaron ni en Montblanch o Alcóver. Van al mar. Y si he adivinado su movimiento, no han ido al puerto de Tarragona, porque han de embarcar en un puerto menos visto. Salou. – y volviéndose a los demás, ordenó – Venid, acercaos.
Gonzalo tomo una ramita y realizó unos trazos en la tierra, luego tomo unas cuantas piedras y las colocó sobre el improvisado mapa.
- Ved, Salou ofrece un puerto abrigado a poniente del Cabo del mismo nombre. Tanto a poniente como a levante del puerto hay dos playas amplias y barridas por el viento. Los pescadores usan ambas playas para sus botes, pero son muy expuestas a miradas indiscretas. Hasta un ciego podría ver quien se embarca y quien no! Pero en el mismo cabo, hay varias calas, muy abrigadas, pero sobre todo muy recogidas y con acceso desde tierra que no es difícil. Si yo quisiese embarcar sin que me vean, lo haría desde allí.
- Que distancia hay desde las calas que vos decís hasta el puerto?
- A ojo de buen cubero, media legua.
- Una media hora a caballo.
- No, vos no estáis considerando que tal vez necesitemos ayuda. Hasta la Torre de Salou, por lo menos hora y media.
- En las calas del cabo hay algún pueblo?
- En las calas mismas, nada permanente. Un cuarto de milla tierra adentro, tal vez unas casas aisladas de pescadores.
- Lejos de ojos y oídos indiscretos, don Gonzalo.
- Pero nos obligara a estar separados, Francisco. Yo iré con Segoviano y el joven Diego a echar un ojo por el puerto y en la cala de los Lenguadetes. Vos iréis con los demás, tened armas cargadas y espadas prestas pues esos hijos de mala madre no se hacen pedir dos veces antes de matar. Id al cabo de Salou. Empezad por las calas Morisca y de los Cangrejos, que son las más lejanas. Entraremos a Salou separados, y a horas diferentes. Es menester que yo hable con algunos notables, por si necesitamos iayuda.
- Permitidme añadir un comentario, Don Gonzalo.
- Hablad, Juan. Os habéis ganado ese derecho.
- Compradnos burros y mulas. 5 hombres a caballo entrando en una aldehuela de pescadores será muy notorio. Si llevamos unas acémilas, aunque los modos de Fadrique lo puedan delatar, los demás podremos pasar sin llamar la atención.
- Palabras sensatas. Comprad lo que veáis, y regatead bien, en estas comarcas no soltéis con largueza el dinero. Llamariais la atencion de todos!
En el pueblo siguiente compramos 4 mulas de trece manos, útiles como acémilas, pero también buenas para montar, y dos burros de raza catalana, sufridos y resistentes. Cambiamos monturas, dejando nuestros caballos (excepto el de Fadrique) con Don Gonzalo, y de esa manera entramos a Reus. En esa ciudad, Juan siguió discretamente a nuestras presas, Gonzalo tomó posada en el centro de la ciudad, no muy lejos de los perseguidos; en cambio nosotros nos quedamos en una venta a las afueras.
Durante la cena, instruí a Fadrique para que hiciese un reconocimiento en las calas del Cabo de Salou, y tal como Juan sugirió, sus porte y sus modales de gentilhombre eran inocultables, por lo que los utilizaríamos a nuestro favor: iría a guisa de artista. Le di varios folios de papel que siempre llevaba conmigo, con la recomendación que hiciese buen uso de las clases de dibujo:
- Salid antes del alba, Fadrique. Haced que os vean. Dibujad todo lo que veáis, desde un pescado hasta las mozas de las calas, así nadie imaginará cuales son vuestros afanes verdaderos. Así que tampoco os llevéis la ropera! Id y haced que vuestro maestro Pedro de Ambuesa esté orgulloso de vos. Y Fadrique, recordad, hoy vuestros afanes son por hacer justicia a Joaquín, pero tal vez mañana, os sirvan para rendir una ciudad!
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