Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Tras el acuerdo con el rey de Arabia Saudita y Guardián de los Santos Lugares (antes conocido como el sátrapa de Riad, pero la diplomacia es así) nuestras tropas entraron en su país. El avance fue rápido porque nuestros actuales amigos de Aramco habían hecho el favor de construir carreteras bastante decentes para lo que se estilaba por esos andurriales. Las patrullas motorizadas recorrieron la costa occidental del Golfo Pérsico, acompañadas de policías religiosos que miraban a nuestros hombres con cara de pocos amigos y se aseguraban de que ni una gota de pecaminoso alcohol profanase su país. Menos mal que el general Rommel, conociendo el percal, había ordenado que la policía militar revisase a fondo los vehículos antes de que saliesen de Kuwait; la cantidad de licor que se encontró hubiese bastado para emborrachar a medio Islam. Aun así, hubo tripulaciones que hicieron acopio de un anticongelante especial —líquido de gran importancia en el desierto— de aroma peculiar.

Tres días después las patrullas entraron en Catar y se dirigieron hacia la capital, Doha. La guarnición del emirato consistía en unos pocos policías militares británicos que al ver acercarse nuestros blindados pusieron pies en polvorosa y salieron zumbando hacia el puerto para escapar a Abu Dabi en cualquier cosa que flotase. El sultán del lugar vio la luz, como Pablo en el camino de Damasco, e hizo declaraciones de amistad eterna al Reich. De poco le valieron porque un acuerdo es un acuerdo y detrás nuestro llegaron los saudíes para apropiarse de esa península arenosa. No les había hecho ninguna gracia que el catarí se hubiese decantado por nosotros, que éramos tan infieles como los ingleses, y traían una cimitarra e intención de saldar viejas cuentas. Como tampoco era cuestión de hacerse mala fama le echamos un cable al pobre hombre. Un Fokker lo llevó junto con su familia hasta Kuwait y luego a Berlín donde se le trató a cuerpo de rey; nunca viene mal tener un as en la manga.

Los españoles dicen algo de cuando las barbas de tus vecinos veas pelar y los demás jeques, sultanes y reyezuelos pusieron las suyas a remojar entre juramentos de fidelidad al rey Saud. Les fue bien o mal dependiendo de si había ingleses a mano o no. Si no era así, como pasó en Dubai y en Sarjah, los saudíes entraban, quemaban algunos objetos de lujo y las cosas seguían como siempre. Si los ingleses estaban al quite, reexpedían al jeque levantisco a alguno de los islotes que tenían por el Índico.

Al ver como avanzábamos el rey de Arabia se creció y envió sus propias patrullas motorizadas a arramblar con lo que encontrase, pero en Abu Dabi se encontraron con un batallón hindú que les dio un buen repaso. Luego no esperaron a que llegasen nuestros tanques y aprovechando que la Royal Navy pasaba por ahí salieron pitando con destino a Mascate. En poco más de diez días la costa del golfo quedaba libre de ingleses, con la excepción del enclave omaní de Musundam y la isla de Bahréin.



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Desde el Strasbourg también se había detectado al avión de patrulla británico. Sabiéndose descubierto antes de tiempo, a Laborde le quedaban pocas alternativas. Su intención había sido atacar algún convoy en la costa de Kenia o de Zanzíbar, pero seguramente se habrían puesto fuera de su alcance. También podía cañonear algún puerto, pero el más valioso, el de Mombasa, estaba en el interior de una bahía y apara alcanzarlo el Strasbourg tenía que acercarse demasiado a la costa, exponiéndose a las minas o a la potente artillería costera. Bombardear otros puertos como los de Zanzíbar, Tanga o Dar-es-Salaam sería más peligroso aun por tener que adentrarse en aguas confinadas. Además los servicios de inteligencia también habían detectado la presencia de aerotorpederos; en realidad se trataba de cuatro Swordfish viejos y seis Audax, que se empleaban como señuelos.

Laborde consideró que el riesgo era excesivo para los magros beneficios que podía obtener y decidió pasar a la segunda parte de la operación. Se adentró en el océano hasta quedar fuera del alcance del reconocimiento enemigo y luego se dirigió hacia el norte para encontrarse con un pequeño convoy formado por los petroleros Lot y Narbona (este último se trataba del antiguo Eclipse, capturado por el corsario español Ciudad de Alicante el año anterior y que había sido vendido a la marina nacional francesa), los paquebotes Île-de-France y De Grasse y la motonave Sinfra. Estaba escoltado por cuatro grandes destructores. El escuadrón francés lo acompañó hasta el ecuador y posteriormente el Strasbourg y el Marsellaise retornaron al mar Rojo pasando entre Socotora y Somalia, mientras el convoy siguió hasta Diego Suárez, acompañado por los cruceros Algérie y Dupleix. Entraron en la base malgache tres días después y los cruceros, tras repostar del Lot, emprendieron un crucero por el sur del Índico en el que capturaron cuatro mercantes. Una semana después volvieron al mar Rojo por la misma ruta que el Strasbourg y llegaron sin más incidentes a Massaua, donde ya estaban los otros buques franceses.

Aunque la incursión de Laborde no había sido demasiado provechosa, había trastornado el tráfico naval en el Índico durante casi dos semanas. De mayor importancia había sido reforzar Madagascar, que había permanecido aislada hasta la toma de Bab-el-Mandeb. Aunque el convoy solo llevó un batallón (se consideró excesivamente arriesgado transportar más tropas por aguas hostiles) elevaron la moral de la guarnición. Además el combustible transportado permitió el traslado de cazas de largo alcance y de aviones de reconocimiento, así como el comienzo de un puente aéreo (empleando la gasolina transportada por submarinos franceses e italianos) que permitió reforzar la guarnición.

Por su parte Layton emprendió la primera misión de abastecimiento. Tras repostar en Bombay se internó en el mar Arábigo, aunque sin acercar sus unidades mayores a la isla. Dos cruceros y cuatro destructores se acercaron a Socotora y tras dejar provisiones y municiones en Di Hamri siguieron hasta el aeródromo de Mori que bombardearon poco antes del amanecer. Aunque solo se contaba con la débil protección de los cazas del Hermes y del Ardent los barcos ingleses no molestados, ya que la flota de apoyo se había retirado al mar Rojo y en Mori solo había una docena de aviones que fueron dañados por el bombardeo. Sin embargo Layton desperdició la ocasión de atacar al convoy en su viaje de retorno, que pasó a menos de doscientos kilómetros de su posición.



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Las últimas acciones en el Golfo Pérsico fueron espectaculares aunque casi innecesarias. Aviones Junkers y Fokker volaron desde Kuwait llevando a los Fallschirmjägerregiment 2 y 6, repostaron en Damman con la gasolina que gentilmente puso Aramco a nuestra disposición, y luego se dirigieron a Manama, la capital de Bahréin. Esperábamos una resistencia feroz, pero los mismos barcos que habían evacuado Abu Dabi también se habían llevado a las pocas tropas británicas que había en la isla. Nadie esperaba a los paracaidistas y el aeródromo de la capital cayó sin resistencia; la segunda oleada en lugar de saltar pudo desembarcar directamente de los aviones.

Nuestros soldados aun estaban reagrupándose para entrar en la ciudad cuando llegó la comitiva del jeque. Sabiendo lo ocurrido con sus colegas quiso rendirse a los saudíes, pero le sugerimos que se lo pensase dos veces ya que íbamos a ser nosotros quienes nos quedásemos en la isla. Decir que se alegró fue poco; estaba claro que prefería un amo lejano a los fanáticos wahabitas. Más contento que unas castañuelas puso su pequeño país a nuestra disposición.

Inmediatamente después se repitió el asalto pero esta vez contra Musundam, el cabo que cierra el estrecho de Ormuz y que era un enclave omaní separado del resto del país. Se trataba de un lugar desértico y agreste en el que los británicos hubiesen podido resistir durante meses, y la experiencia de la guerra era que los británicos dejaban en lugares así pequeñas guarniciones que nos causaban molestias hasta que las destruíamos. Suponiendo que habría una fuerza apreciable y como no queríamos darles tiempo para que se fortificasen, tres días después de la invasión de Bahréin el Fallschirmjägerregiment 6 saltó sobre Jasab, el villorrio que pasaba por capital del lugar. De nuevo lo encontraron vacío; parecía que en Londres había entrado el sentido común y ya no dejaban tropas en rincones indefendibles. Era una medida sensata, porque en pocos días hubiesen llegado nuestras fuerzas terrestres contra las que poco tenían que hacer; aunque lo cierto es que no nos vino mal no tener que librar una campaña en un lugar tan distante. Además Musandam tenía gran valor estratégico. Poco después se construyó un aeródromo en Jasab y se colocaron minas en el estrecho de Ormuz, dejando solo un estrecho paso para los petroleros de bandera neutral, es decir, para los de Aramco. A las pocas semanas se instalaron baterías de costa y llegaron unidades navales ligeras que habían sido trasladadas desmontadas hasta Basora. El golfo Pérsico se había convertido en otro lago del Pacto.

Los asaltos a Bahréin o Musandam, desde el punto de vista militar, habían sido poco más que un entrenamiento. Los únicos disparos fueron contra las serpientes que infestaban esos andurriales, y las pocas bajas que se produjeron fueron por accidentes o por insolación. Realmente, si las operaciones tuvieron algún renombre se debió a haber sido el estreno de la segunda división paracaidista, que inmediatamente después montó en los aviones para volver a Europa, y porque fue la primera vez que se empleó en combate —o en ausencia de combate— el Fokker F.25.



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VV.AA. Atlas de la aviación militar española. Ed. Susaeta. Madrid, 1983.

El Fokker F.25 fue la versión del Pacto de Aquisgrán del avión de transporte norteamericano Douglas DC-3, que fue fabricado en grandes cantidades en Holanda, Francia y España.

La génesis del DC-3 estuvo en el accidente mortal que sufrió un Fokker F-10 en 1931 en el que pereció Knute Rockne, entrenador del equipo de fútbol americano de la Universidad de Notre Dame. Se debió a un fallo estructural del ala de madera al desprenderse el adhesivo del larguero principal. En cuanto se conoció la causa los viajeros estadounidenses rechazaron volar en aviones monomotores (que también tenían mala fama debido a los repetidos accidentes de las aeronaves que transportaban el correo) o que estuviesen construidos con madera, y las aerolíneas norteamericanas tuvieron que sustituirlos por monoplanos polimotores de construcción metálica. El primer avión de este tipo fue el Boeing 247, fruto de un encargo de la compañía United Airlines. Su rival TWA quiso adquirir el modelo, pero Boeing se negó a vender el 247 hasta que no completase el pedido de United, y la TWA tuvo que solicitar a Douglas que diseñase una alternativa al 247. El resultado fue el DC-2, que fue el primer avión de transporte que fue al mismo tiempo cómodo, seguro y rentable. También por petición de TWA se desarrolló el DST (Douglas Sleeping Transport), un derivado con cabina más ancha para poder llevar camas. El DST tuvo poco éxito, pero Douglas lo modificó para que llevase asientos convencionales. El avión, llamado DC-3, tuvo un enorme éxito comercial y desplazó del mercado a los otros modelos. Cuando se inició la Guerra de Supremacía Douglas había recibido ochocientos pedidos, y habían adquirido la patente la Unión Soviética y Japón.

El panorama aeronáutico en Europa era diferente. Los constructores norteamericanos, para sobrevivir, dependían de pedidos de aerolíneas cuya propia supervivencia dependía de la rentabilidad de los aviones. En Europa las aerolíneas eran «de bandera», es decir, estatales, y no se esperaba que tuviesen beneficios, aunque a cambio estaban obligadas a adquirir los productos de la industria aeronáutica de su país por malos que fuesen. El negocio de los fabricantes no dependía de producir aviones seguros y rentables, sino del capricho de los políticos; la consecuencia fue que las compañías prefirieron gastar el dinero en sobornos y no en desarrollar aeronaves avanzadas. Casi lo única exigencia que se les hacía era que los aviones fuesen baratos para poder justificar las adquisiciones ante los parlamentos. Después no importaba que fuesen inseguros o que el mantenimiento resultase ruinoso. Como consecuencia en Europa se siguieron construyendo modelos que eran poco mejores que los del decenio anterior, y se fabricaban en series muy reducidas o incluso en ejemplares únicos; por ejemplo, del Couzinet 70 «Arc-en-ciel» solo se fabricaron tres ejemplares. Una vez empezó la guerra la utilidad de esos aparatos fue prácticamente nula.

La excepción era la compañía holandesa Fokker. Holanda no tenía la capacidad económica de otras potencias y aunque tenía sus propias líneas aéreas de bandera, Fokker no podría subsistir únicamente con sus pedidos. Holanda tampoco tenía una aviación militar de entidad suficiente para la supervivencia de la compañía. Fokker dependía de las ventas a otros países y a las líneas aéreas de naciones sin industria aeronáutica potente, como era el caso de España, debiendo competir con los norteamericanos. En el periodo de entreguerras la compañía había construido una larga serie de polimotores de pasaje (uno de ellos, el F-10 en el que pereció Rockne), pero incluso el F.XXIII, su diseño más moderno, era inferior al DC-2. Fokker propuso el F.24, un avión completamente metálico de ala alta, pero no logró interesar a las compañías aéreas y tan solo logró un magro pedido de la KLM de cuatro unidades que no justificaba iniciar la producción. Posteriormente el F.24 fue la base del exitoso F.27.

Aunque Fokker también producía aviones de combate, la compañía no sería viable si se quedaba sin pedidos civiles. Otras hubiesen reconocido que no podían luchar contra el Douglas y hubiesen liquidado su división civil para intentar sobrevivir de los encargos militares. Pero Fokker no solo era un pionero de la aviación, sino también un magnífico negociante. Haciendo bueno el dicho «si no puedes vencer a tu enemigo únete a él» se hizo con la representación en exclusiva de Douglas para Europa y con la licencia de los DC-2 y DC-3. Por desgracia cuando comenzó la guerra aun no se había iniciado la producción, y tras la invasión de Holanda se cortaron las relaciones con la compañía norteamericana.

Paradójicamente fue la ocupación alemana la que dio impulso a la factoría Fokker. Alemania no estaba interesada en los diseños de Fokker y pretendía que construyese el transporte Ju 52. Fokker objetó aduciendo que ya casi estaba preparada la producción del DC-3, que fabricar el Ju 52 implicaría mayores retrasos, y que el Douglas era muy superior al Junkers. El nombre de Fokker aun pesaba en Alemania y logró que se comparase un Ju 52 con un DC-2. El aparato norteamericano superó de tal manera al alemán que la Luftwaffe se vio obligada a acceder a las pretensiones del ingeniero holandés.

La ruptura de las relaciones con Estados Unidos no supuso excesivo inconveniente, en parte por la experiencia de Fokker en la construcción aeronáutica, y también gracias a la colaboración de la japonesa Nakajima. La compañía nipona cedió tres aviones Nakajima L2D (DC-3 fabricados bajo licencia) que llegaron a Holanda a través de la Unión Soviética; con ellos llegó una delegación de ingenieros y técnicos que auxilió a los holandeses. Con la ayuda japonesa el prototipo del Fokker F.25 hizo su primer vuelo en febrero de 1941, y en octubre del mismo año se entregaron los primeros aviones de serie. Aunque inicialmente los F.25 solo hubiesen debido diferenciarse de los DC-3 de Douglas en emplear medidas métricas, los aparatos de producción tenían importantes diferencias respecto al original. La más importante fue la sustitución de los motores Twin Wasp por los Gnome-Rhône 14R de 1.200 Kw; la mayor potencia hizo que los F.25 se asemejasen en prestaciones a los Súper DC-3. Dado que el F.25 estaba siendo construido para usos militares llevaba una gran puerta del lado izquierdo y se había reforzado el suelo para poder transportar cargas pesadas.

Los primeros aparatos fueron entregados al Transportgeschwader 1 que los empleó en Oriente. En ese escenario los F.25 superaron a los Ju 52 no solo en capacidad de carga, velocidad o autonomía, sino también en resistencia. Para sorpresa de los aviadores germanos el F.25 soportaba mejor las duras condiciones ambientales que el legendario «Tante Ju». La Luftwaffe aumentó sus pedidos y lo mismo hicieron otras fuerzas aéreas del Pacto; tal era la demanda que el avión también fue producido por la española CASA (como CASA C-225) y por la francesa Amiot (Amiot-Fokker 25). Parte de los Amiot fueron cedidos a la Regia Aeronautica italiana, que los empleó para sustituir a los anticuados Savoia Marchetti 81. En total se produjeron 1.720 F.25, 1.200 Amiot-Fokker 25 y 160 CASA C-225.

En España los CASA C-225 sustituyeron a los Junkers 52, que databan de la Guerra Civil y estaban muy gastados. Ciento veinte unidades equiparon a los grupos de transporte del Ejército del Aire, que los mantuvo en servicio hasta los años setenta. Iberia empleó otros veinte C-225, y al acabar el conflicto adquirió más aviones excedentes de guerra. El resto de los aparatos fabricados por CASA fueron vendidos a la fuerza aérea portuguesa. El Ejército del Aire español no solo empleó los C-225 como transportes, sino que convirtió dieciséis en cañoneros, que fueron llamados C-225AM. Llevaban el mismo armamento que los Heinkel ametralladores empleados por Alemania; aunque el Fokker era menos resistente a los daños en combate, al ser más espacioso podía llevar más munición y más iluminantes.



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El Fokker F.25

Imagen
El Fokker F.25 en DeviantArt con texto adicional.

Saludos



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Savely maldijo su suerte. El objetivo estaba junto al canal Landwehr, una de las zonas más elitistas de la capital. Al recorrer el paseo de la orilla se sintió como una mosca en un plato de leche. Aunque, pensándolo bien, incluso la decadente aristocracia necesitaba la ayuda plebeya.

A Felix le costó un par de días hacerse con todo, pero cuando volvieron cada uno llevaba un cajetín del que desbordaban las herramientas, y empujaban un carricoche cargado con maderas. Les paró un policía, pero le dijeron que iban a reparar los daños de un apartamento. Una explicación plausible; ahora la RAF raramente atacaba Berlín, pero hasta hacía unos meses las visitas no habían sido raras y de vez en cuando habían caído bombas. Una lo había hecho junto al canal, enfrente de un edificio cuya fachada mostraba las marcas de la metralla. Unas ventanas ennegrecidas mostraban que varios apartamentos se habían quemado; con la gran demanda de vivienda que había en la capital, no era raro que el antiguo propietario quisiese adecentarlos para alquilarlos.

La explicación tampoco extrañó al portero. Era una pena lo que había pasado con el apartamento de Herr Leiner. Al menos no estaba tan dañado como los otros y tapando las ventanas, arreglando alguna tubería y con una buena limpieza podría volver a ser habitable. Era normal que Herr Leiner, que ahora vestía de gris y estaba destinado en algún lugar de Portugal, fuese a ceder el apartamento a sus primos. No sabía que la limpiadora era una cotilla que hablaba más de la cuenta, y que las reparaciones eran tan imaginarias como los primos; en cualquier caso, habiendo convencido al portero Felix y Savely podrían volver todas las veces que fuese necesario.

Una vez en el piso Savely inspeccionó las ventanas. Las vistas no eran tan buenas como quisiera; aunque la bomba había destrozado un par de árboles, aun quedaba otro que le tapaba el domicilio de su objetivo. Al menos, había una vista razonablemente buena de la entrada; tendría que ser ahí. Por desgracia la distancia era excesiva para un fusil sin ajustar.



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La matrona estaba conversando animadamente con el panadero, diciéndole que se había trasladado desde Hamburgo; a su hija le molestaban esos pajarracos nocturnos que por Berlín ya no se dejaban ver, y habían aprovechado que el primo August era un bendito para hacerle una visita. Al primo no le hacía gracia que sus familiares se multiplicasen pero que se aguantase, que la familia está para cuando se necesita, y que además le iba a adecentar un poco ese piso que parecía una leonera. Ya se sabe, esos hombres solos que viven de salchichón y cerveza. Estos días el primo trabajaba en el turno de noche y ella tenía el día libre para disfrutar de la primavera.

Al panadero le hizo gracia lo que decía la parlanchina mujerona porque caía sobre Berlín un desagradable aguanieve: parecía que la primavera se iba a hacer esperar. El hombre ya había visto otras veces a esa señora. Debía dormir muy poco y siempre estaba rondando las tiendas del barrio. Tampoco le importaba que entrase en la panadería porque era una mujer agradable que siempre le compraba algo, aunque fuese un bollo.

Gertrud siguió su ronda. Ahora perdería un buen rato en la carnicería. Compraría un par de salchichas pero primero daría palique al carnicero para perder tiempo mientras vigilaba el portal. Aun no había visto a nadie pero quién sabe, igual al día siguiente tenía su oportunidad.



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Capítulo 37


Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos


William Shakespeare


El radiotelémetro FuMO 23c Zermatt del Seydlitz había detectado a los buques de convoy dos horas antes. Lütjens había ordenado apagarlo para no descubrirse; además poco después el FuMB 3 Bali del crucero captó las emisiones de un barco enemigo. El almirante condujo sus buques dando un rodeo por el sur para que el temporal meridional que se acercaba desde el mediodía ocultase a los barcos. Minutos después los cruceros quedaron envueltos en un aguacero y la visibilidad bajó hasta apenas dos mil metros.

Temiendo un encuentro inesperado Lütjens ordenó que el Seydlitz realizase barridos con el radiotelémetro centimétrico Morse; inmediatamente detectó a varios grandes buques a menos de cinco mil metros. Ordenó caer a estribor, y las torres de los cruceros se orientaron hacia los contactos. Entonces el Seydlitz salió del chubasco, y desde el puente se pudo ver a corta distancia la escuadra enemiga. El almirante pudo verlo desde el puente: el que encabezaba la línea enemiga no era un crucero sino un gran buque que parecía un crucero de batalla; lo seguían otros tres cruceros de amenazador aspecto.

Lütjens sabía que los cruceros de batalla enemigos eran mastodontes con piel de papel, y si sorprendía al buque inglés tendría una oportunidad de acabar con él. Por el contrario, si trataba de escapar el enemigo daría cuenta del lento Lutzow. A esas alturas lamentaba que fuese el Seydlitz el que encabezase la formación, pues tenía sistemas electrónicos muy potentes pero su artillería tenía menos poder que la del crucero acorazado; iba a tener que confiar en que el Lutzow dejase fuera de combate cuanto antes a los dos cruceros ligeros más a popa de la división inglesa.

Cuando la distancia era de tres mil metros la silueta de sus enemigos se hizo claramente visible. Lütjens esperaba que el temporal ocultase las de sus buques, pero no se atrevió a acercarse más. Los cruceros lanzaron torpedos contra la línea enemiga y se aprestaron para disparar.



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Como yo era representante del altísimo no viajamos a Metz de cualquier manera, sino que nos asignaron una preciosa avioneta Siebel que de no ser por su pintura caqui hubiese parecido uno de esos avioncitos de los que disfrutaban los caballeros deportistas en tiempos más pacíficos.

Antes pasé por el Esplanade, donde había quedado con Herta. Me costaba mantener la indiferencia ante mi conductor, ahora que sabía que me espiaba, pero ya he dicho que podría dar lecciones de actuación en el Sauchspielhaus cuanto estoy inspirado. Además ¿cómo no iba a estarlo si iba a recoger a Herta? Tras ver como hablaba a dos prohombres del Reich me di cuenta que debajo de esa fantástica envoltura había una mujer que no podía dejar escapar.

Ella me esperaba de uniforme. Es decir, se había maquillado y llevaba un vestido capaz de condenar a un convento de cartujos. Tanto el portero del hotel como el conductor la miraron con reproche. Miradas que se repitieron en Hegel; no era raro que los oficiales jóvenes presumiesen de queridas, pero llevarla en un viaje oficial… El vuelo a Metz transcurrió sin incidentes, y en el aeródromo nos esperaba otro coche que nos llevó a lo que pasaba por hotel en esa ciudad provinciana. Un mozo que era todo sonrisas nos abrió la puerta y recogió el equipaje. Después nos recibió un recepcionista bastante añoso que inmediatamente llamó al director, un tipo de mediana edad con unos cuantos kilos de más y que de obsequioso resultaba empalagoso. Me explicó que habían decorado el vestíbulo expresamente para su augusto visitante: estaba plagado de colgaduras con esvásticas. Yo resistí la carcajada y le contesté que agradecía mucho sus esfuerzos pero que el regente no gustaba de los símbolos nazis, y que prefería los colores imperiales. Al buen hombre se le iluminó la cara aun más y dijo que él había nacido cuando Metz aun era una ciudad alemana. Sin perder un momento llamó a un ayudante y le ordenó sustituir la decoración.

Después nos guio hasta la habitación. Me dijo que era la suite presidencial y que la estaba preparando para su alteza. Podríamos disfrutarla y así apreciar si era adecuada. Yo correspondí con una buena propina —los marcos eran muy apreciados por esos lares— y le agradecí las atenciones. Una vez cerrada la puerta recorrí la dependencia, pensando que si eso era una suite, prefería no ver cómo era el cuarto de la fregona. Siguiendo el plan que habíamos preparado, empecé una charla intrascendente.

—Qué tipo más desagradable. Muy atento pero no ha quitado la vista de tu escote —dije mientras sacaba del maletín el aparato que me había dado Gerard.

—Roland, no te piques. Que disfrute mirando a estas dos —dijo moviendo los hombros para que el escote se abriese—, que las verá pero no las catará.

Yo no sabía si me divertía o si me molestaba cuando se ponía así, pero tenía que seguir con el numerito.

—No me tientes que tengo que colgar el uniforme o se llenará de arrugas.

—¿Ni un mordisquito?

Herta lo hacía francamente bien. Tenía las piernas un poco flexionadas, lo justo para que yo pudiera ver sus bien torneados muslos, y se había desabrochado el escote ese poco que dicta la indecencia. Como estaba inclinada la blusa se abría un poco, para beneficio de mis ojos y perdición de otras partes más meridionales.

—¿No puedes esperar ni un momento? —le contesté mientras seguía revisando las paredes; como me temía, la lucecita del aparato se encendió una y otra vez denotando que teníamos audiencia.

—No sé si puedo —se acercó y se frotó contra mí—. Huy, veo que estás contento ¿Seguro que no tienes un momentín para probar esa piltra?

Mientras lo decía me desabrochaba los botones de la guerrera. Herta lucía una sonrisa que yo no sabía decir si era de alegría o de burla. Entonces se acercó aun más, me mordió la oreja, y me dijo muy suavemente.

—Roland, ya sabes que tengo que representar el papel de putilla.

—Herta, tan solo tienes que actuar. No quiero que te veas obligada a hacer nada que no quieras.

Ella terminó de soltarme la guerrera y comenzó con el cinturón, mientras me respondía— ¿Por qué piensas que no quiero?

No era momento de palabras sino de acción, y malo sería que un oficial de la caballería no supiese como desenvolverse en una escaramuza. Yo empecé a desnudarla, tal vez con demasiado brío.

—No seas loco, que no he traído demasiada ropa; no quiero que me dejes esta blusa hecha unos harapos. Espera un momento.

Fueron momentos de anhelo y de tortura. Anhelo imagínese por qué. Tortura porque ella se quitó la ropa centímetro a centímetro mientras yo me la comía con los ojos. Se desabrochó la blusa pero se volvió para que siguiese cubriendo sus pechos, e hizo resbalar su falda y las medias sobre sus piernas. Tomó la sábana para cubrirse mientras me daba un envoltorio.

—Espera un momento, león, que no quiero que me hagas un leoncito. Ponte primero el gorro.



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El HMS Esperance Bay navegaba por el flanco sur del convoy, seguido por los trillizos HCMS Prince Henry, Prince David y Prince Robert. El aspecto del Esperance imponía, y sus seis cañones de quince pulgadas más; lástima que fuesen tubos de madera y tela. En realidad su armamento se reducía a media docena de cañones de cuatro pulgadas de tiempos pretéritos, pues el Esperance Bay era un paquebote disfrazado para parecer un crucero de batalla, y su cometido era espantar a cualquier crucero enemigo que amaneciese por esas aguas.

A su popa navegaban los tres Princes, barcos de impresionante aspecto y que montaban cañones de seis pulgadas nada desdeñables de no tener medio siglo de antigüedad y de haber llevado algo parecido a un sistema de puntería. El armamento antiaéreo se reducía a dos viejos cañoncitos de tres pulgadas de gran utilidad si los alemanes atacaban con dirigibles y tenían la cortesía de volar bajito. Media docena de ametralladoras y dos raíles para cargas de profundidad complementaban la panoplia. A fin de cuentas, los tres barcos de la clase Prince David no eran buques de guerra sino pequeños transatlánticos que habían sido convertidos en cruceros auxiliares. Gracias a sus airosas líneas que los hacían parecer cruceros ligeros resultaban la compañía ideal para el Esperance Bay; para cualquier observador la agrupación parecería una escuadra enemiga a la que convendría dar buen resguardo. Pero los Princes no eran buques de guerra; su armamento era deficiente y carecían por completo de protección. A cambio, tenían pocos años de servicio, alcanzaban los veinte nudos y gozaban de autonomía transoceánica, siendo ideales para patrullar los flancos de los convoyes. Corrían el riesgo de ser torpedeados, y en otra singladura el Prince Henry ya había esquivado dos peces metálicos; al menos podía dar algún susto a los U-boat con las cargas de profundidad que llevaba en la popa.

Desde el día anterior el convoy estaba siendo seguido por aviones de reconocimiento enemigos. Era un funesto presagio, pues los Condor habrían radiado la posición del enorme convoy a indeseables compañías. Un grupo de refuerzo se acercaba, encabezado por los cruceros Sussex y Orion, que navegaban a revientacalderas. No bastarían para detener a la flota alemana si se presentaba al completo, pero su misión sería ganar tiempo ya que el HX-174 era demasiado valioso. Pero aun tardarían varias horas el llegar y hasta entonces el convoy dependería de sus propios medios.

Según los informes de inteligencia, los alemanes solo disponían en el norte de un crucero pesado y otro ligero; el capitán Piers, al mando del grupo de escolta, estuvo considerando desplegar los cruceros auxiliares en el flanco norte, el más expuesto, pero luego pensó que el engaño sería más creíble si se separaban del convoy y llegaban cuando ya se hubiese entablado el combate. Así que había situado sus destructores al norte, donde sus radares podrían detectar a los buques enemigos, dejando al Esperance y a los Princes al sur.

El capitán Holden, que además de mandar el Esperance actuaba como comodoro de los cuatro cruceros auxiliares, estimulaba a los serviolas para que vigilasen las aguas y así detectar los periscopios o las estelas de torpedos con suficiente antelación. Prestaban menos atención al horizonte, pero a uno le pareció ver unas sombras y avisó al capitán. Cuando el Holden se volvió vio como el mediodía se iluminaba y sintió que su buque se estremecía.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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No contaré nada más de esa noche; baste decir que ni nos acorda-mos de la cena. A la mañana siguiente nos arreglamos y nos besamos otra vez antes de bajar a desayunar. El recepcionista al vernos bajar de la mano mostró una sonrisa cómplice y nos indicó donde nos iban a servir el tentempié. El refrigerio merecía nota ¿no decían que en Francia lo estaban pasando mal? Nadie lo hubiese dicho viendo los panecillos, la mantequilla, la bandeja de huevos revueltos y el café turco recién hecho. Le hicimos los honores que merecía y nos dispusimos a salir.

Yo tenía una reunión con el coronel que mandaba la guarnición a úl-tima hora de la mañana, así que disponía un par de horas para recorrer la ciudad y cumplir el encargo de Gerard. Yendo acompañado de Herta todos los que me viesen pensarían que era el típico alemán que aprovechaba los frutos de la victoria; pondrían malas caras pero no sospecharían de mí. La tomé del brazo y recorrimos las calles. Hacía frío pero al menos no llovía; hubiese sido raro ver a una pareja paseando bajo un aguacero. En cuanto nos alejamos del hotel y de los micrófonos le fui a preguntar lo que me había venido a la boca durante toda la noche, pero ella me puso un dedo en los labios.

—Calla, Roland —me dijo—, no lo estropees todo. Sé lo que estás pensando. Tú me conoces ¿Crees que alguien me puede obligar a hacer algo que no quiera?

Yo farfullé no sé qué, y ella siguió—. No pienses que cumplo órdenes de Gerard. Ni él me lo hubiese pedido, ni yo le hubiese obedecido. He sacrificado demasiadas cosas en mi vida por no querer ser un juguete de machos con ínfulas. El otro día te dije que prefería que nos diésemos tiempo; pero desde entonces he descubierto que si no estoy contigo me falta algo.

—Yo también te necesito. Más que nada.

—Ya lo sé, tonto ¿Crees que no lo noté ayer? —se puso de puntillas y me besó—. Pero ahora sigamos con el paseo; tenemos una misión que cumplir.

La inspección confirmó las peores sospechas de Gerard. No digo que no hubiese seguridad, pero era rutinaria: más apariencia que otra cosa. Había bastantes cañones antiaéreos, como si los ingleses fuesen a repetir la jugada de Verdún; incluso había un par en las esquinas de la plaza. Pero las dotaciones estaban en sus barracones y solo un par de guardias vigilaban las armas. Hubiese sido un juego de niños ponerlos fuera de combate y emplear los cañones para barrer las tribunas con fuego automático. El día de la ceremonia seguramente habría más control, pero no era serio que a media mañana los soldados estuviesen en la cantina y no junto a las piezas. Después me acerqué a un edificio y con disimulo saqué una palanqueta y forcé la cerradura; la verdad es que me hubiese bastado con un mondadientes. Subimos por la escalera y recorrimos los pasillos sin que a nadie extrañase; hasta pudimos entrar en una habitación con vistas a la plaza. Allí aprovechamos para repetir el número de la parejita acaramelada, aunque a sabiendas de que podríamos haber entrado con un fusil. En el resto de la ciudad se repetía la misma tónica. Había algunos controles, pero pude pasar por la mayoría simplemente haciendo valer mis galones; en pocos me pidieron que enseñase mis documentos, y en ninguno me exigieron que justificase el motivo por el que estaba ahí.

Volví al hotel más que preocupado. Tras dejar a Herta me dirigí a la comandancia, donde me reuní con el coronel Lenz, que mandaba la guarnición. Me recibió con más atención de la que hubiese merecido un simple mayor; supongo que ayudó la carta de presentación firmada por el regente. Lenz también debía saber de mi proximidad al Gabinete y a Von Manstein. Me preguntó por los planes de Von Lettow, y yo le dije que aunque el general prefería permanecer al margen, pues aun seguía siendo un «privatus», tampoco quería que se le hiciesen desaires. No porque le importasen mucho sino para que nadie metiese la pata por no saber que iba a ser nombrado regente, y luego su desliz le condicionase; no sería la primera vez que el destino de una nación había dependido de una mala impresión. Le dije pues a Lenz que convendría reservar algún lugar digno. No le pareció mal y me dijo que el programa ya estaba casi confeccionado y que al día siguiente un ayudante me lo entregaría. Le agradecí el interés —con el respeto lógico que merece un superior— y después aproveché para consultarle sobre las medidas de seguridad, preguntándole si habían recibido alguna alerta. Me dijo que no le habían advertido de nada, pero que no me preocupase, que en Metz no podía entrar ni una mosca. Yo le contesté que se sospechaba que hubiese grupos de terroristas dispuestos a amargarnos la ceremonia —Gerard me había autorizado a decirlo, pero yo se lo hubiese contado al coronel de todas maneras, pues mi lealtad era para el regente— pero el hombre no se alarmó lo más mínimo. Insistió en que no había motivos para inquietarse y que el día de autos en Metz todo iría como la seda.



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Lütjens estaba extrañado porque según los informes a los británicos ya no les quedaban cruceros de batalla; pero no sería la primera vez que buques que supuestamente descansaban en el fondo del océano amanecían en el momento más inoportuno. Cualquier marino sabía que en un combate librado desde decenas de kilómetros de distancia, el fogonazo de una andanada podía confundirse con la explosión de un pañol, y un barco que desaparecía tras una nube de humo tal vez no estuviera camino de la morada del seis dedos sino de vuelta a la base, para que a la semana pueda volver al combate con unas vendas y algo de árnica. Para Lütjens era evidente que los informes de Mogador no eran correctos, y solo podía suspirar que las andanadas que estaba disparando pudiesen al enemigo fuera de combate antes de que pudiese reaccionar.

Los resultados colmaron sus deseos; el almirante alemán sabía que la artillería de sus unidades era potente, pero no esperaba que fuese tan efectiva. En el crucero de batalla dos surtidores demostraron que los torpedos habían alcanzado su blanco. Segundos después los proyectiles de los cañones alemanes se enterraron en el buque de batalla enemigo; desde el Seydlitz pudieron verse las salpicaduras levantadas por los restos que habían salido proyectados. Los tres cruceros británicos también fueron alcanzados: el que seguía al de batalla se plegó como una navaja tras recibir un torpedo; en el segundo se produjo una enorme explosión en la popa, y el que iba en último lugar quedó detenido en el agua cuando le cayó un aluvión de proyectiles del Lutzow. El almirante pudo ver saltar por los aires una pieza de artillería de la proa del desgraciado barco.

Los tres cruceros germanos mantuvieron el fuego. El Seydlitz siguió disparando andanada tras andanada contra el supuesto crucero de batalla, que parecía haber sufrido daños importantes ya que no respondía al fuego. La torre de proa se había convertido en chatarra con los tubos de los cañones caídos sobre la cubierta. La torre B no estaba mejor ya que uno de los cañones parecía haber estallado. Aun así bastaba con un único proyectil de los potentes cañones británicos para causar daños letales en los barcos alemanes; como los tres cruceros parecían fuera de combate (uno se hundía y otros dos ardían en pompa) Lütjens ordenó al Eugen y al Lutzow que disparasen contra el crucero de batalla. El gran buque quedó envuelto en piques aunque seguía negándose a hundirse. Los alemanes no podían saber que los proyectiles perforantes alemanes atravesaban al pobre Esperance Bay como si estuviese construido con cartón, y que si no se iba a pique era porque sus bodegas estaban llenas de bidones vacíos. El buque aguantó varios minutos de bombardeo inmisericorde hasta que se incendió y empezó a escorarse. Ya no era un enemigo peligroso pero no se le podía dejar escapar, y Lütjens ordenó rematarlo con torpedos. Tras recibir otros dos el gran barco dio la voltereta. Solo entonces los buques alemanes emprendieron la persecución del convoy, cuyas pulcras hileras se estaban desordenando: el comodoro Austin había ordenado dispersarse.



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El disgusto que me había dado Lenz se me pasó por la noche adivínese con qué medicina. A la mañana llegó un capitán con el programa de la celebración, que me pareció de lo más confuso, y después tocó volver a Berlín para comparecer ante el regente. Llegue con tales ojeras que en cuanto Von Lettow me vio me recomendó unas vacaciones en el campo lejos de malas compañías.

Después de aguantar sus chanzas le conté cuáles eran los planes de Lenz. No le disgustaron del todo al regente; no le importaba mucho que el alojamiento no fuese ninguna maravilla, y le gustó el lugar que le había reservado en la tribuna; sin embargo le preocupó mucho la desidia de la guarnición. El Reich llevaba tal racha de magnicidios que descuidar la vigilancia más que en la indolencia rayaba en la traición. Von Lettow tomó el teléfono, llamó al Bendlerblock y Von Manstein se puso en seguida; lo de estar a la cabeza del imperio tiene esas ventajillas. Cuando el regente le contó lo que yo había visto el mariscal se mosqueó un poquillo —según un conocido, se subió por las paredes— y envió a Metz al coronel Busse, un ayudante suyo con fama de enérgico. Lenz acabó dirigiendo la residencia de oficiales de Coblenza, un destino más apropiado para sus capacidades.

No hablé con Gerard, ni creo que hiciese falta; fue Herta la que se encargó de contarle todo y de decirle que estaba arreglado lo de la seguridad. Cuando volví a verla le pregunté si al Director le había parecido mal que yo forzase la intervención de Von Manstein —igual había exagerado un poco cuando le fui con el cuento al regente, pero a esas alturas el manejo de los mariscales del Reich era una de mis habilidades— pero me dijo que el Director ni se había inmutado. Bien pensado, era normal que al titiritero no le extrañase que algún otro supiese mover hilos, y era natural que el mariscal se cabrease al ver el informe de su antiguo ayudante.

Herta estaba reticente a decirme nada más, y yo le dije que entendía que no me contase más, que no se llega a un puesto importante en una agencia de inteligencia largando por los codos. Pero ella se rio.

—Roland, parece mentira lo mal que se os da a los militares pensar como los espías. Después de mi viaje turístico como queridita de cierto oficial me he «quemado». Seguro que Schellenberg ya ha puesto a un par de carteros para que sigan mis pasos; como Gerard habrá puesto a alguien para controlarles, cuando me mueva por las calles parecerá que encabezo una procesión. Ahora tendré que limitarme a trabajar de secretaria; igual podrías hablar con el regente para que me busque algún rinconcito en su oficina. No te preocupes por la Sección que ya tiene otro jefe. También tendré tiempo para otros quehaceres —me dijo mientras arqueaba la espalda y movía un poco los hombres; como por arte de magia su escote se abrió para que yo pudiese ver el cielo.

Cuando volví a mi ser —que no me costó poco— pensé en lo importante que tenía que ser la partida si Gerard había renunciado a una reina como Herta. Quise pensar que ella también lo había hecho por mí, y me sentí el hombre más feliz del mundo. Tanto que casi me avergoncé.



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Los cruceros de Lütjens dieron caza a los mercantes que trataban de escapar. Temiendo que hubiese destructores armados con torpedos el almirante alemán mantuvo la distancia y reservó la potente artillería principal del Lutzow. Los directores de tiro fueron marcando objetivos para los cañones; el primero en ser alcanzado fue un petrolero cargado de gasolina que se convirtió en una bola de fuego. Un segundo ardió como una tea momentos después. Un carguero que seguramente transportaba minerales se hundió como una piedra tras ser tocado por la batería secundaria del Lutzow, y dos más se fueron a pique al recibir los proyectiles de los antiaéreos del Seydlitz y del Prinz Eugen. Unos minutos después el Lutzow cañoneó a otro mercante que empezó a arder con humo de color marrón para luego volatilizarse con un destello de luz blanca. La onda expansiva abrió las cortinas de agua que descargaba el temporal, descubriendo decenas de barcos que intentaban escapar, y convirtió a un petrolero cercano en una nube de humo y llamas.

Los cruceros seguían buscando presas cuando el Seydlitz se vio rodeado por piques: entre los cargueros asomaba un cañonero desafiante. Era un objetivo merecedor de la artillería principal y el crucero le dedicó tres andanadas que lo arruinaron. Un segundo cañonero fue hundido por el Prinz Eugen. Después volvieron su fuego contra los mercantes, pero momentos después tuvieron que cambiar de objetivo de nuevo ya que el radiotelémetro del Seydlitz había detectado dos contactos que se acercaban a gran velocidad.



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La guerra no se detenía ni por Herta ni por mí, y yo seguía asistiendo a las reuniones del Gabinete. Durante esos primeros días de marzo la guerra estaba en un «impasse» salvo en el Canal de la Mancha y el Atlántico. Por tierra solo se combatía en la frontera norte de Kenia —donde ninguno de los bandos ponía excesivo interés—, en el Golfo de Guinea y al sur del Sáhara —allí se buscaban las columnas de franceses leales y de traidores gaullistas— y en el Golfo Pérsico, donde Rommel apoyaba a los sauditas que sin demasiado éxito intentaban hacerse con Omán. Las enormes distancias impedían que las operaciones fuesen resolutivas.

El mariscal Von Manstein estuvo explicando las dificultades que estaba encontrando el Orientpanzerarmee. Lo que allí llamaban carreteras eran en realidad caminejos apenas aptos para asnos. Los camiones no estaban preparados para esas pésimas rutas y sufrían tal desgaste que las cunetas estaban llenas de vehículos averiados. Había grupos especiales encargados de recuperar los vehículos, pero faltaban las piezas de recambio y por todo Irak estaban estacionados centenares de camiones esperando componentes que no llegaban. Incluso donde las rutas eran decentes los viajes llevaban días. Eso significaba que las operaciones requerían una cantidad desproporcionada de vehículos, tantos que en la actualidad suponían la cuarta parte del parque del Pacto. Había un ferrocarril, el de Alepo, pero su capacidad era escasa a pesar de las mejoras y de haberse llevado material móvil alemán. Turquía seguía siendo renuente y además su colaboración tampoco ayudaría demasiado pues los ferrocarriles turcos estaban en mal estado; además parte de la red ferroviaria de Irak había sido arrasada por los británicos cuando se retiraban. Al mariscal, por otra parte, no le agradaba depender de ferrocarriles controlados por otras potencias. Se estaba considerando tender una vía por el corredor de Transjordania, pero la distancia a salvar era de setecientos kilómetros, sería necesario transportar cantidades ingentes de material y la obra llevaría años.

Como complemento se había establecido un puente aéreo pero tampoco daba más de sí. Aunque el incremento de la producción aeronáutica había aumentado la flota de aviones de transporte, la mayoría eran aparatos de diseño un tanto añoso y capacidad justita. El grueso de la fuerza estaba compuesto de trimotores Junkers 52 y Savoia 81, aparatos que estaban anticuados y que tenían «patas cortas» ya que habían sido diseñados para saltos cortos, de unos cientos o a lo sumo de mil kilómetros. El Savoia 82 italiano era más capaz y tenía mayor alcance, pero era de construcción anticuada y adolecía de potencia. Se habían desarrollado versiones más potentes pero la obsoleta construcción del SM.82, de tubo de acero, madera y tela, ya no daba más de sí. Piaggio, Focke Wulf y Junkers tenían cuatrimotores modernos, pero eran caros y se necesitaban para otras misiones. Mejor resultado estaba dando el bimotor holandés Fokker F.25, pero aun había pocos y tampoco era un aparato de largo alcance. Al menos nuestros aviones volaban sobre una tierra que manaba petróleo, y las refinerías de Kirkuk y de Haifa proporcionaban toda la gasolina que se necesitaba.

La solución hubiese debido ser el transporte marítimo, pero era obvio que estaba fuera de nuestro alcance. Bastante era poder auxiliar a los italianos vía el Mediterráneo y el mar Rojo; aventurar nuestra escasa flota mercante más allá del cuerno de África no tenía sentido. Al menos, el dominio del estrecho de Bab-el-Mandeb había permitido emplear el ferrocarril entre Yibuti y Addis-Abeba, y con la colaboración saudí se había establecido un segundo puente aéreo entre Yambo y Kuwait.

En África Occidental la situación era la misma o peor. Los franceses estaban interesados en recuperar las colonias que se habían unido a los «franceses libres» del traidor De Gaulle, pero necesitaban enviar tropas, armas y suministros. La victoria de Mogador había permitido reanudar la navegación costera, pero más allá de las Canarias estaba demasiado expuesta a las incursiones británicas. Aun así para París era un escenario tan importante que parte de su marina estaba escoltando convoyes justo cuando se necesitaba cada barco en el Atlántico norte. Malo era que tuviesen unidades en un escenario excéntrico, pero además habían perdido al crucero Émile Bertín, torpedeado por un submarino inglés, y a un par de destructores. Aunque los franceses estaban trabajando un ferrocarril transahariano, era una obra faraónica que con suerte tardaría un par de años en ser finalizada.



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