Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Mi estancia en Berlín fue como las visitas del médico: apenas el tiempo justo para informar al regente, asistir a la reunión del gabinete, darle un beso de despedida a Herta, volver a Schönhausen y salir pitando hacia Metz. Como esta vez iba con Von Lettow el viaje no fue en una avionetilla, sino en un precioso Fw 200 pintado de celeste con vistosos detalles azules. Llevaba el escudo familiar delante y el águila imperial en la cola. Las malas lenguas decían que era el avión personal de Hitler al que le habían echado una manita de pintura, pero yo recordaba como se puso el regente cuando le hicieron tal sugerencia —vino a decir al que se lo propuso que podría quitarle las alas al avioncito del eximio para que le entrase por cierto sitio más empleado como salida— y al final le adaptaron el prototipo del Fw 200D tras acondicionarlo como avión de representación. Por su color y por ser el primero se le llamó «Blaue Eine» (azul uno) y el apodo se quedó. En lo sucesivo el avión imperial ha sido siempre de lo mejorcito de la industria aeronáutica alemana y se llama «blaue» seguido del ordinal. Creo que ya van por el doce.
Speer y Von Papen emplearon —ellos sí— los que habían sido las monturas de los anteriores dictadores, uno el del Hitler y otro el de Goering. Viajaron por separado. Independientemente de cómo se llevasen —Von Papen tenía la habilidad de caer cada día peor a los que lo conocían— era de sentido común que en tiempos de guerra no volasen en el mismo aparato. Aunque los aviones iban a llevar fuerte escolta los ingleses tenían cazas relámpago norteamericanos de largo alcance, y bastaba con que un agente inglés conociese el horario para que tuviésemos un disgusto. Además yo sabía que había otro motivo para tomar precauciones. Aunque las máquinas fueron revisadas a fondo antes de despegar, el avión del regente sufrió una oportuna avería que obligó a que un grupo de mecánicos lo volviese a inspeccionar; obvia decir que esos «mecánicos» eran hombres de Gerard que se aseguraron de que el avión imperial no llevaba cargas inesperadas. De paso, se revisó a fondo el equipaje, incluyendo el de Von Lettw; no le hizo gracia pero entendió que si querían deshacerse de él, nada mejor que un poco de explosivo en cualquier maleta.
El vuelo transcurrió sin mayores contratiempos y un par de horas después nos posamos en la base aérea de Metz-Frescaty, donde ya estaban los otros dos Condor. Al verlos no pude contener una sonrisa: los aparatos de Speer y de Papen estaban pintados de gris mustio y desmerecían comparados con el azul brillante del regente. Además el águila imperial de la cola mostró a propios y extraños lo que se cocía en Alemania.
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Las patrullas antisubmarinas volvieron a batir con sus equipos electrónicos y acústicos las aguas de la bahía de Vigo. Al menos ya no se consideraba un fondeadero peligroso: las redes y los campos de minas impedían que los sumergibles británicos acechasen en las bocas, y los cada vez más numerosos patrulleros hacían demasiado peligroso acercarse a las Cíes. La guerra que se libraba en aquellas aguas se había cobrado víctimas, y a los pecios que alfombraban las peligrosas aguas gallegas se habían unido el destructor Lángara, el cañonero Denia y los patrulleros Betanzos y Monteventoso; dolorosas pérdidas pero que habían costado a los ingleses los submarinos Upright y P37. Ahora ya no había naves negras acechando la salida de los cruceros.
Las divisiones de Regalado (los cruceros Canarias, Trento y Trieste) y de Bourragué (Gloire, Galissonière y Vienne) se hicieron al mar, escoltadas por seis destructores. Esta vez los barcos del Pacto llevaban pasajeros poco habituales en unidades de combate: inspectores neutrales (argentinos y suecos la mayoría) cuya misión sería atestiguar que se respetaban escrupulosamente las leyes de la guerra.
Horas después las dos divisiones de cruceros se encontraron con la flota combinada, y la gran masa de barcos se dirigió hacia el noroeste.
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Los que se ocultaban en el funesto bosque venenoso vigilaban esperanzados los movimientos de Valery. Suspiraban cada vez que se metía en el hueco cubierto de ramas que pasaba por la choza de la radio, deseando que al fin llegase la orden de salir. Por desgracia las esperanzas se frustraban una y otra vez al ver a Valery salir del refugio para volver a sus quehaceres. Sin embargo esta vez vieron cómo se dirigía al rincón donde estaban Ivan y Jacques. Momentos después el ruso y el francés se movieron por las antiguas trincheras repitiendo la orden en voz queda: había que moverse. Desde Suiza había llegado la orden de comenzar la misión.
Los hombres habían ensayado tantas veces lo que tenían que hacer que en pocos minutos estaban preparados. Tomaron el equipo imprescindible —armas y unas pocas provisiones—, enterraron el resto, y en cuanto oscureció salieron de la antigua zona de batalla. La oscuridad no permitía adivinar a donde se dirigían, o tal vez sí; un veterano de otra guerra susurró una palabra que corrió por las filas.
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Los buques de la combinada no fueron los únicos en zarpar. Los puertos españoles resultaban ideales para el Pacto por su adelantada posición en el Atlántico, su buena comunicación con el Mediterráneo y por lo difícil que era bloquearlos. Excelentes para los cruceros auxiliares.
Tanto La Kriegsmarine como la Armada habían adquirido gran experiencia con esas unidades. La marina imperial alemana había operado con ellos en la Gran Guerra con cierta fortuna, y en el nuevo conflicto media docena de unidades operaban en mares lejanos, enviando a España sus presas y visitando sus puertos como bases. La Armada, enfrentada a la gran penuria de la Guerra Civil, había alistado decenas de unidades auxiliares, las más pequeñas para operar en aguas costeras, pero otros habían llegado a actuar en el mar del Norte o en el Egeo. Tras la victoria habían sido devueltas a sus propietarios, pero tras la agresión británica muchos de esos buques habían vuelto a ser reclamados por la Armada y enviados para actuar como corsarios. Sus actividades habían sido un dolor de cabeza para la Royal Navy y una bendición para la asediada España, a la que llegaban sus capturas. Muchas de ellas, a su vez, habían sido convertidas en nuevos cruceros auxiliares.
Ahora salían al mar en masa. Desde Cádiz lo hizo el Nadir, uno de los corsarios más exitosos, tanto que su perfil e había hecho demasiado familiar para propios y extraños. Incluyendo a la marina británica, por lo que había pasado los últimos meses como transporte en la costa norteafricana. Ahora, pintado de gris naval y con nuevos sistemas electrónicos, se iba a unir a las fuerzas de bloqueo.
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Romier era bastante más sensato que el invicto y había comprendido que la cortesía era mejor forma de estrechar lazos. Nosotros habíamos dado el primer paso al permitir que el francés actuase como anfitrión, algo que no era cuestión menor. Oficialmente Metz seguía siendo una ciudad alemana, pero para el presidente galo era tan francesa como la rive gauche. Que una delegación alemana lo recibiese hubiese sido ofensivo aunque fuese con toda la pompa del mundo. Afortunadamente Adenauer tuvo la idea de permitir viajar a Romier como si siguiese dentro de Francia, y que fuese él el que diese la bienvenida a los alemanes aunque Metz aun no fuese suya. A fin de cuentas iba a serlo y poco costaba halagar el orgullo francés.
Romier ya había perdido media mañana recibiendo a Speer y a Von Papen, pero tuvo la amabilidad de esperar a la llegada del avión de Von Lettow-Vorbeck. En un gesto de deferencia que no había tenido con los anteriores visitantes se adelantó hasta el pie de la escalerilla para tomar al regente del brazo. Ayuda bienvenida pues para Von Lettow no pasaban los años en balde. Los dos pasaron revista a una guardia de honor formada por una compañía francesa y otra alemana; todos sabíamos que las armas estaban descargadas, pues nadie quería que un fanático como el que mató a Pétain nos arruinase la jornada. Después se dirigieron hasta una sala que habían habilitado como comedor donde compartieron un refrigerio. Después un fastuoso Delage D8 llevó al regente al hotel. Yo llegé después en un Citröen más normalito, pero es que no puede compararse la categoría de un mayor con la de su Alteza Imperial.
Por ahora todo iba bien. Durante el traslado yo había podido ver que se habían reforzado las medidas de seguridad. Un detalle que me gustó fue que en el aeródromo había varias baterías de cañones automáticos, pero las dotaciones aunque estaban cerca no las cubrieron hasta que los aviones aterrizaron; no era mala precaución, que en la antiaérea había mucho tiroloco de gatillo rápido. En el camino desde el aeropuerto pude ver centinelas apostados no solo en las calles sino en los tejados, y el hotel también estaba bien custodiado. Como mi trabajo incluía la desconfianza me acerqué a la ventana con unos prismáticos para echar una ojeada a las ventanas y azoteas cercanas, descubriendo a una pareja de soldados con fusiles y miras telescópicas que se aseguraban de que nada amenazase el descanso del regente.
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Apenas se acababan de reunir la escuadra de Gibraltar y la de Vigo cuando fueron descubiertas por un hidroavión Sunderland, que estuvo rondando a la flota combinada hasta que fue ahuyentado por dos cazas Junkers. Esta vez el almirante Ciliax, otra vez a bordo del Tirpitz, casi se alegró de ver el hidro enemigo. No temía ser sorprendido pues la Luftwaffe reconocía regularmente los puertos británicos, y las aguas alrededor de la Combinada eran vigiladas por los hidroaviones de largo alcance que partían de Galicia. Más allá los cuatrimotores Condor buscaban objetivos o amenazas. Pero el mar estaba vacío. Ni siquiera los nuevos Fw 200D de mayor alcance lograron avistar convoyes; tan solo descubrieron algunos mercantes que enarbolaban banderas neutrales, a los que se les ordenó que se detuvieran para ser inspeccionados.
En la Shell Haus el grossadmiral Marschall observaba el gran panel que marcaba la posición conocida o aproximada de las fuerzas navales en el Atlántico. La flota combinada había llegado a los 49 grados norte y 16 oeste, unas aguas hasta entonces dominadas por los británicos. En el norte, la división de Lutjens acababa de entrar en Trondheim para rellenar depósitos y pañoles. Además los cruceros auxiliares tomaban posiciones entre Islandia y las Azores; su misión iba a ser reconocer los buques que descubriese la aviación.
Los submarinos también se habían desplegado. Cuarenta alemanes (incluyendo diez modernos VIIE), quince italianos, doce franceses y dos españoles. Los VIIE iban a vigilar las peligrosas aguas cercanas a Escocia y el Úlster, con el objetivo no tanto de hundir mercantes (aunque tenían permiso para atacar a los más valiosos) sino de detectar los movimientos de la Home Fleet. El U-432 acababa de lograr el primer éxito de la operación al acabar con el crucero Curacoa con dos torpedos, a cincuenta millas al oeste de St. Kilda. Además ocho U-Boat del tipo IX controlaban las salidas del Caribe y la costa canadiense. El resto de los submarinos formaron una línea entre las Feroe, Irlanda y la costa francesa, de nuevo con misión doble: inspeccionar a los barcos que llegasen hasta allí, y hundir a los que se resistiesen.
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También se marcaba en el panel la posición de los buques neutrales, que eran casi exclusivamente estadounidenses. Aunque aparentemente las relaciones entre Churchill y Roosevelt pasaban por su peor momento, la marina norteamericana se seguía comportando tan agresivamente como siempre. La US Navy no solo escoltaba a su marina mercante, que en los últimos meses se había multiplicado al cambiar de bandera barcos ingleses, griegos y noruego, sino que también seguía a los barcos del Pacto que detectaba. Incluso el Nadir fue vigilado por el cañonero norteamericano Eire hasta que pudo darle esquinazo por la noche. Además dos cruceros se dirigían hacia la posición de la combinada. A pesar de la constante presencia de unidades norteamericanas no se habían producido incidentes hasta el momento: los buques del Pacto solo tenía autorización para responder al fuego si los estadounidenses disparaban primero y no había otras alternativas. Los barcos norteamericanos también se habían abstenido por ahora, probablemente por la nota difundida por los ministerios de asuntos exteriores alemán, italiano, francés y español que comunicaba que las unidades navales del Pacto llevaban observadores neutrales. Un «incidente» como el del Belchen (un petrolero de la Kriegsmarine seguido por la US Navy hasta que un crucero británico lo hundió y ametralló a los náufragos) no pasaría inadvertido.
El grueso de la flota norteamericana parecía que seguía en el Pacífico; al menos por el canal de Panamá solo se había detectado el paso de unidades norteamericanas en dirección oeste; casi siempre se trataba de barcos nuevos que habían completado su adiestramiento y que se unían a la Pacific Fleet en las Hawái. El almirante consideraba que los informes procedentes de Panamá eran de los más valiosos de los proporcionados por el servicio de inteligencia porque permitían conocer el despliegue norteamericano. Organizar la célula no había sido demasiado difícil. Hasta unos meses antes había gobernado Panamá Arnulfo Arias, que disgustaba a los norteamericanos por, supuestamente, ser profascista; en realidad el problema era que se trataba de un personaje incómodo por exigir compensaciones adecuadas por el uso del territorio panameño. En octubre los norteamericanos lo habían depuesto colocando en su lugar al más proclive De la Guardia, que se había apresurado a expulsar a los alemanes del pequeño país. Sin embargo la imposición norteamericana había disgustado a amplios sectores e incluso parte de la policía panameña estaba colaborando con los agentes germanos, ahora en la clandestinidad. Casi diariamente se estaban enviando a Colombia (donde había una floreciente colonia alemana) los estadillos con el paso de barcos por el Canal. Incluso se habían recibido informes que describían minuciosamente las defensas de la vía con vistas a un posible ataque. Marschall había ordenado que dos submarinos del tipo IX fuesen modificados para que pudiesen llevar bombarderos Stuka desmontados; si Estados Unidos entraba en guerra, el canal iba a ser el primer objetivo en ser atacado.
Sabiendo el despliegue norteamericano en el Pacífico, en parte por los informes panameños y en parte por los procedentes de las Hawái, parecía que en el Atlántico la US Navy mantenía un batiburrillo que mezclaba unidades modernas recién entregadas, que probablemente se estaban adiestrando, con otras anticuadas. Se sabía poco de sus movimientos pues los submarinos del Pacto se mantenían a distancia de la costa. Eso sí, se había producido un avistamiento preocupante: el U-504 había observado a dos acorazados y a un portaaviones dirigiéndose hacia las Bermudas. Probablemente iban a ser entregados a los ingleses en un sitio menos conspicuo que Halifax. Los acorazados poco preocupaban a Marschall ya que eran viejos y lentos, y seguramente pasarían meses hasta que pudiesen incorporarse a la flota británica. Más peligroso era el portaaviones. Probablemente se trataba del Ranger, que no era muy grande pero sí veloz y más capaz que los portaaviones construidos a partir de mercantes que era todo lo que les quedaba a los ingleses. Con el Ranger los ingleses volverían a tener un portaaviones de escuadra; Marschall confiaba en que también tardase unos meses en estar listo.
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Lo más importante que podía verse en el panel era lo que más preocupaba tanto a Marschall como para Ciliax: la situación de los buques enemigos. Conseguirla suponía grandes y costosos esfuerzos. Todos los días que el tiempo lo permitía los Junkers 86P sobrevolaban los puertos escoceses. Eran apoyados por los Ju 88 y Do 217 (suplementados por algunos Ju 188P) que patrullaban manteniéndose a unas decenas de millas de la costa. Además los submarinos más modernos se acercaban a los canales más frecuentados para vigilar los movimientos británicos, y en los puertos más accesibles los agentes alemanes observaban e incluso fotografiaban a las unidades de la Royal Navy; la colaboración del IRA estaba resultando de enorme utilidad. Eran misiones peligrosas. Se habían perdido tres submarinos cerca de la costa británica y otro en las proximidades de Terranova, y una decena de espías habían acabado en la horca. Casi diariamente los cazas ingleses de largo alcance interceptaban algún aparato alemán de patrulla. Los Ju 86P por ahora estaban siendo más afortunados, pero era cuestión de tiempo que alguno cayese pues ya habían sido seguidos por Spitfire que casi alcanzaban su cota. Con todo, esas dolorosas pérdidas permitían que el mapa de Marschall mostrase la situación de las principales fuerzas inglesas.
No eran muchas. Una escuadra liderada por un acorazado escoltaba a lo que quedaba del convoy que Lutjens había atacado tres días antes. En las islas británicas estaba el grueso de la Home Fleet. Faslane se había convertido en la base principal y ahora estaba mejor defendida, pero solo parecían estar listos para el combate dos acorazados, los dos Queen Elizabeth modernizados. Las imágenes mostraban que un portaaviones había tenido que ser encallado, y que otro portaaviones y un acorazado estaban rodeados por grandes manchas de aceite.
Los efectos de las incursiones de la Luftwaffe también eran visibles en otras bases. El acorazado moderno que estaba siendo finalizado en el Tyne parecía estar apoyado en el fondo y mostraba bastantes destrozos en la cubierta. En Glasgow se estaba trabajando en otro acorazado moderno que parecía en mejor estado, pero que aun estaba lejos de ser completado. Otro más antiguo, aparentemente el Barham, acababa de llegar al puesto escocés, seguramente porque necesitaba ser reparado. Los analistas predecían que tardaría tiempo en serlo porque la actividad de los astilleros era reducida, en parte por los destrozos pero más probablemente por las continuas alertas y por las minas que habían sido lanzadas en grandes cantidades; aun así Marschall pensaba que esas estimaciones no eran sino eso, estimaciones, si no se apoyaban en otras pruebas. El principal foco de construcción naval era Belfast, donde esperaban su turno varias grandes unidades supervivientes de la batalla de Mogador, cuyo estado se había podido determinar no solo con las fotografías aéreas sino con las hechas desde la costa por agentes irlandeses, a los que se había proporcionado cámaras Leica con potentes teleobjetivos. Aparentemente los dos acorazados y el portaaviones que estaban amarrados en el puerto habían sufrido averías muy serias y tardarían meses o tal vez años en volver al servicio.
Además de Faslane, la marina británica empleaba muchos otros puertos para sus unidades menores. Los cercanos al Canal de la Mancha habían sido abandonados salvo por los patrulleros, pesqueros convertidos en dragaminas y lanchas cañoneras. Flotillas de dragaminas operaban en la costa oriental y en el canal de Bristol para permitir la navegación de cabotaje, a pesar del riesgo de sufrir ataques aéreos; que los ingleses empleasen esas rutas mostraba hasta qué punto había quedado afectada la red interior de comunicaciones. Scapa Flow tampoco era empleada salvo por unidades ligeras; los británicos habían hecho bien en abandonarla porque la Luftwafe había estado preparando una incursión masiva contra la base. Las fuerzas de escolta operaban desde los fiordos escoceses e irlandeses, aunque habían abandonado Derry, la base más occidental, que estaba dentro del alcance de la artillería irlandesa; aparentemente la Royal Navy temía que en cualquier momento estallase la guerra. En su lugar empleaban Larne, más cercana a Belfast.
En la costa canadiense solo se habían detectado patrulleros y unidades antisubmarinas, aunque según los informes de agentes había dos cruceros basados en Halifax; sin embargo, Reikiavik ya no albergaba unidades mayores. También se había observado la presencia de patrulleros en las Bermudas, las Bahamas y en las salidas del Caribe. Los cruceros basados en Durban habían abandonado la base; era probable que estuviesen volviendo a Inglaterra y si no habían sido detectados posiblemente era porque estaban tomando grandes precauciones para no toparse con la flota combinada.
Aparte de los buques de superficie, se había avistado un submarino cerca de Brest y otro en las proximidades de Bergen; seguramente había otros dirigiéndose hacia la posición de la combinada y Ciliax tendría que rehuirlos. El mando costero de la RAF mantenía sus patrullas, aunque ahora empleaba sobre todo aparatos de origen norteamericano y solo unos pocos estaban equipados con radar.
No se había detectado ningún convoy.
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En la ciudad un hombre llamó en la casa del que decía llamarse Toinou. Cuando la puerta se entreabrió introdujo un sobre sin siquiera llegar a ver al que lo recogió. Alphonse Masson lo abrió y comprobó que contenía un buen número de cartillas de racionamiento. Bueno era tenerlas, pero por ahora no las iba a emplear, pues no quería que dejarse ver por todas las tiendas y correr el riesgo de despertar sospechas en una ciudad en la que hasta las paredes oían. En el refugio ya había acumulado harina, patatas y fiambres, y aunque no les gustasen demasiado a sus futuros huéspedes, había suficiente vino.
Esa misma noche una columna de hombres abandonó el lugar maldito y empezó a recorrer los campos. Siguieron el trazado de una vía férrea abandonada hasta llegar a un pequeño pueblo; allí abandonaron lo scarriles para internarse en los campos de cultivo, intentando seguir las lindes para no dejar huellas. El paso era tan lento que estaba empezando a clarear cuando llegaron a otro bosque que escondía los restos de un viejo fuerte de otra época. Se acomodaron en los fríos túneles; allí les esperaban las provisiones de Toinou.
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La actividad también llegaba a los cielos. Desde Noruega, desde Bretaña y desde Galicia despegaban los aviones que exploraban por delante de la flota combinada y que escudriñaban el Atlántico a la búsqueda de convoyes. Otros recorrían las costas y ametrallaban todo lo que flotase, y muchos más bombardeaban Inglaterra día y noche.
Además se había intensificado la campaña de minado. Durante el día eran los cazabombarderos los que sembraban artefactos en los litorales sur y oriental. Pero ahora también las costas inglesas más alejadas eran visitadas por la Luftwaffe. Al anochecer los feísimos Bv 138 partían de la costa bretona con rumbo a Cork para luego seguir hacia Drogheda o hacia Dublín, guiándose por las emisoras de radio que ahora emitía toda la noche. Tras situarse gracias a las luces de las calles (que volvían a brillar en el Estado Libre) seguían hacia el Úlster, Escocia o el mar de Irlanda para sembrarlos de minas. A tal misión también se habían sumado los Ju 188 del KG 106, que tras las graves pérdidas sufridas durante la operación Aletsch ya no atacaban bases navales sino los fondeaderos secundarios, o lanzaban minas en los estuarios.
Cada mañana los dragaminas de la Royal Navy tenían que intentar limpiar las costas de artefactos; muchos de esos dragaminas eran viejos pesqueros que empleaban sus redes para intentar pescar las minas, a sabiendas de que algunas estaban reguladas para estallar al intentar removerlas. Si peligrosa era la limpieza en el norte, mucho peor era en la costa oriental o en la sur en las que los cazabombarderos enemigos patrullaban. Pero tras meses de bloqueo aéreo y submarino los almacenes en Inglaterra estaban casi vacíos. El duro invierno que se estaba padeciendo había malogrado las verduras de invierno y casi el único alimento que llegaba a Inglaterra era el que podían obtener los pescadores, siempre que pudieran salir de los puertos.
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Cosa rara en la húmeda Lorena, el día amaneció despejado, aunque con temperaturas más propias del invierno que de la primavera que se acercaba. Avisé al regente para que se pusiese una muda de más; mejor parecer rollizo que pillar una pulmonía. Al menos el grueso abrigo del uniforme —pues el regente iba a llevar el de general— le permitiría resistir el frío. A pesar de la temperatura todos estábamos satisfechos con el tiempo; mejor era soportar un poco de fresco que disfrutar de esos días lluviosos que eran la tónica del nordeste francés.
A las diez de la mañana montamos en el Delage, que nos llevó hasta la explanada. En las calles montaban guardia soldados alemanes con uniforme de gala, y una gran bandera germana ondeaba en el mástil del centro de la plaza. Tomamos asiento en los lugares que nos habían reservado; el mío estaba bastante retirado, pero me alegré al ver que no iban a hacer ninguna jugarreta al regente, sino que iba a estar en primera fila, junto a glorias vivas como Fonk o de Castelnau.
Al momento llegaron los coches oficiales de Romier y de Speer, que se detuvieron ante el palacio. Los dos hombres descendieron y pasaron revista a las tropas formadas en la plaza. Después subieron al palco de honor ocupando sitios parejos. La banda tocó marchas militares tanto alemanas como francesas, alternando con los himnos de los países del Pacto. Tras unos minutos de música Speer y Romier se adelantaron a un estrado donde firmaron el documento; se había previsto que si no llovía se haría en el exterior, y si no en el palacio. La banda volvió a tocar mientras el acto parecía detenerse durante unos minutos.
Mientras en la calle había comenzado el cambio de guardia. Los granaderos alemanes fueron formando para dirigirse a la plaza; tras ellos marchaba una columna de franceses también con uniformes de gala que los fueron sustituyendo. Después el cambio de guardia prosiguió en la plaza, con militares franceses saludando y sustituyendo a los nuestros, hasta que toda la guardia de honor estuvo formada por hombres de nuestros nuevos aliados. Entonces la banda atacó el himno alemán; fue el Deustchland über alles, nada de bazofia nazi. Cuando acabó se impuso el silencio. Entonces se arrió la bandera del Reich y se izó la tricolor. Cuando llegó a lo alto empezó a sonar la Marsellesa, y pude ver como las lágrimas cubrían los rostros de muchos galos. Metz volvía a ser francesa. Entonces empezaron a tañer las campanas.
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La flota combinada siguió recorriendo las aguas al sur de Islandia hasta que los destructores empezaron a quedarse cortos de fuel. Entonces Ciliax tomó rumbo sur hasta reunirse con seis petroleros que llegaron escoltados por dos cruceros y cuatro destructores italianos. Después los auxiliares tornaron a Vigo mientras la combinada volvía al norte, seguida no solo por hidroaviones y cuatrimotores de largo alcance sino también por los cruceros norteamericanos Louisville y Milwaukee. El almirante germano sabía que la observación norteamericana significaba que los ingleses huirían de esas aguas; no le importaba porque su misión no era hundir mercantones sino apoyar a las fuerzas de bloqueo e impedir las salidas de la Royal Navy. Aunque el ser seguidos también conllevaba el peligro de los submarinos enemigos, la velocidad de la flota y los repetidos cambios de rumbo, junto con los radiotelémetros de los destructores, no se lo pondrían fácil a los sumergibles de la Royal Navy.
Al mismo tiempo los aviones de reconocimiento alemanes seguían recorriendo el Atlántico norte sin encontrar convoyes. Tan solo avistaban mercantes aislados, y cuando los encontraban les ordenaban detenerse. Horas después un crucero auxiliar o un submarino se acercaba y enviaba un trozo de inspección para comprobar que el barco no llevaba contrabando de guerra. Si el barco no se detenía era perseguido y hundido. Salvo si era norteamericano; en ese caso la bandera les protegía y tan solo recibían la orden de volver. Solo se los atacaba si la desobedecían y se acercaban a las aguas inglesas. La mayor parte de los mercantes acababan por acatar las instrucciones, pues sabiéndose seguidos por aviones y submarinos sus posibilidades de superar el bloqueo eran mínimas. Se sabía que muchas de esas banderas estadounidenses eran de conveniencia pero la política era evitar los incidentes.
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Incluso desde el refugio se escuchó el repicar. Ni franceses ni rusos sabían qué estaba ocurriendo. Solo Iván parecía tener alguna idea, pero acalló las dudas con una mirada; no estaban allí para saber sino para actuar. Ordenó que se volviese a revisar el equipo y que se preparasen las armas.
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El Nadir volvió al papel en el que tantos laureles había logrado. Al ser una de las unidades más veteranas también le correspondió la posición más comprometida, entre Islandia y las Feroe, no en el punto más estrecho sino algo al sur. El capitán Lostau no ignoraba el peligro que corría: los lentos y vulnerables cruceros auxiliares estaban perdidos si se encontraban con cualquier unidad naval enemiga, y también corrían el riesgo de ser atacados por bombarderos de largo alcance. No era algo imaginario: el Ciudad de Valencia acababa de ser averiado por un Halifax, y el crucero británico Despatch había acabado con el Villa de Bilbao. Aunque ese mismo día el Curacoa había pagado su atrevimiento.
La posición del Nadir estaba en la antigua ruta de los convoyes, la más alejada de las bases en Francia y España, y por tanto la más peligrosa. Hubiese debido contar con el apoyo de la división de Lutjens, pero aun tardaría unos días en volver desde Noruega. Con todo, el peligro también implicó provecho. En cinco días el Nadir detuvo seis mercantes de los que tres, dos suecos y otro soviético, fueron considerados buenas presas y marinados hacia Vigo. Un petrolero, el Empire Bronze, no solo se negó a detenerse sino que intentó defenderse con un cañón que llevaba en la popa; tras un corto combate en el que el Nadir recibió dos proyectiles que apenas arañaron la pintura, el barco inglés se hundió entre llamaradas. Al día siguiente el Nadir capturó al André Marti, un carguero soviético que llevaba material militar; fue triplemente satisfactoria no solo por el valor de la carga y por ser ruso, sino por ostentar el nombre del carnicero de Albacete. Pero horas después el corsario fue descubierto por un B-18 norteamericano. Pájaro de mal agüero que podía atraer visitas indeseadas, y Lostau prefirió cambiar de aguas; decisión afortunada porque horas después un Condor avistó un gran crucero británico que se dirigía hacia la posición del corsario español.
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Tras la ceremonia de la bandera llegó el desfile. Como no era momento de jactancia solo pasaron soldados a pie, alternando franceses y alemanes. Tampoco muchos, apenas lo razonable en esos eventos. Luego Speer y Romier pasaron a la comandancia para celebrar una comida de gala. Entre los invitados estaba Von Lettow, pero yo me quedé con las ganas y tuve que pasar con los demás a una sala donde se sirvió una ágape más plebeyo; a cambio el vino y el licor corrieron a chorro, y más de uno acabó a cuatro patas. Por la tarde volvimos al hotel, bastante más relajados que a la ida, pues todo había ido bien en la ceremonia y no se habían dejado ver comandos británicos o asesinos soviéticos.
A la mañana siguiente las personalidades viajaron a París; por lo visto Von Papen, Adenauer y Michelonne tenían que ajustar algunas cosillas. Ahí Von Lettow pintaba poco y nos volvimos a Berlín. Además el regente quería volver a hablar con Von Manstein, pues durante la ceremonia había escuchado rumores sobre una gran operación naval y quería que le pusiese al día.
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