Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Mientras la ciudad se preparaba para la recepción, los delegados recibían las últimas instrucciones de sus gobernantes. Sobre todo les recomendaban precaución, ya que todos temían cual pudiera ser la actitud alemana. Nadie ignoraba que Alemania iba a dominar la futura unión. Tras la muerte de Goering parecía que Berlín ya no buscaba la dominación sino la alianza, pero todos esperaban a ver cómo respondía en cuanto se alzase la primera voz discordante ¿Sería Alemania una nación amiga de verdad, o simplemente otra tiranía de las que envuelven su puño con un guante de terciopelo?

Aun así, quien más y quien menos tenía sus cuentas pendientes, daba igual que fuesen viejos agravios o nuevas ansias de expansión. Las más de las veces no eran anhelos de sus ciudadanos sino de políticos sedientos de gloria, de plutócratas sedientos de dinero y de espadones sedientos de sangre. Algunos de los peores escollos se habían soslayado en las negociaciones previas, como el de Francia con Alemania aunque en perjuicio de belgas. Sin embargo la solución del problema francoalemán no aliviaba sino una minúscula fracción de los enredos europeos. Italia por ser socia de Alemania desde el segundo momento, y habiéndose unido al carro germano cuando vio la victoria segura, se creía con derecho a conseguir su recompensa. Que no era una minucia, pues además de querer media África tenía puestos sus ojos en Niza, en Córcega, en la mitad de los Balcanes y en cualquier rincón que alguna vez hubiese pisado un italiano; si se contenían no exigiendo las Baleares era porque ni los historiadores más locos habían encontrado pruebas de presencia itálica posterior a los romanos. Claro que el irredentismo italiano era una calle de dirección única porque quería conservar el Tirol aunque fuese de habla alemana, un nimio inconveniente del que las escuelas estatales se encargarían.

España, otra aliada de Alemania que además había tenido que soportar la invasión de su territorio, también tenía aspiraciones aunque no se sabía de qué. La Baja Navarra y la Cataluña del Norte eran francesas desde hacía generaciones, y las buenas relaciones entre París y Berlín no auguraban buen fin a tales demandas que ni Franco se había atrevido a plantear. Compensaciones adecuadas podrían ser el Oranesado en Argelia o la provincia de Fez en Marruecos, si no fuera porque también estaban en manos de Francia. En Argelia había una importante colonia europea y París no vería con buenos ojos el cambio de fronteras. Por Portugal tampoco había que rascar porque la nación lusa también podía presumir de agredida, y España no podía contar con crecer comiéndose a la nación vecina y supuestamente hermana. O hermanastra. En Madrid se empezaba a temer que el resultado de tanto sacrificio acabaría siendo Gibraltar, un par de islotes en el Atlántico y, con suerte, alguna colonia en África que nadie más quisiera.

Las naciones pequeñas iban a la asamblea con resquemor. Se rumoreaba que Bélgica iba a ser desmantelada para contentar a los franceses, y eso que el rey Leopoldo había tenido el valor de quedarse en su tierra. Noruega y Holanda habían quedado en mala posición por la huida de sus monarcas. Los gobiernos locales ya no estaban tan férreamente controlados como en la época de Hitler y Goering, pero conocían el riesgo que corrían sus países de convertirse en moneda de cambio.

Holanda fue el país más fácil de ganar con la golosina del Flandes belga, que se integraría como una región autónoma sujeta a soberanía compartida. Flandes era una región de habla neerlandesa, separada por cuestiones religiosas, pero ya no había monarquías católicas que quisiesen mantener la división entre flamencos y holandeses. No menos importante era que la reina Guillermina tenía cuentas que saldar con los ingleses, a los que odiaba desde que aplastaron a los bóeres. Se les había unido solo porque la alternativa hitleriana era peor, pero la restauración en Alemania le daba una oportunidad. Aprovechando una visita a los Estados Unidos embarcó en el barco argentino Río de la Plata (el antiguo Principessa Maria italiano) que la llevó a Buenos Aires. Una vez lejos de la mano de Churchill y de Roosevelt autorizó la firma del pacto de Utrecht entre Alemania, Holanda y Japón por el que las Indias Orientales Holandesas iban a contar con la protección japonesa a cambio de la apertura de sus mercados.

El gobierno noruego también había llegado a una especie de modus vivendi gracias a los auspicios del embajador sueco en Ottawa. El rey Haakon VII seguiría en la capital canadiense (a donde había sido evacuado desde Londres) aunque sin apoyar el gobierno en el exilio de Londres; como contrapartida Vidkun Quisling fue sustituido por el más moderado Jens Hundseid, y se permitió al parlamento noruego reunirse y actuar con cierta independencia. Tanto en Noruega como en Holanda el acuerdo vino de la mano con la relajación del control, y los ocupantes toleraban ofensas menores como las escarapelas naranjas holandesas o las prendas bordadas con la hache y el siete que lucían muchos noruegos.

Similar era la situación de Dinamarca. Al ser estratégicamente menos valiosa se habían disminuido las fuerzas de ocupación al mínimo, salvo en algunas bases y las posiciones costeras que mantenían guarniciones germanas. Se dejaba que los daneses se ocupasen de sus asuntos siempre que no atentasen contra el esfuerzo de guerra. Además la nación danesa ya no simpatizaba tanto con las decisiones de Londres tras ver como los aliados ocupaban las Feroe y le quitaban Islandia y Groenlandia. Realmente, lo que deseaban los daneses era que la guerra acabase cuanto antes y poder volver a su feliz rutina.

Los portugueses seguían soñando con el mapa cor-de-rosa aunque en realidad temían perder su imperio africano; además ni ellos ni los alemanes olvidaban que el gobierno de Portugal había apoyado a los ingleses que, en justa retribución habían invadido el pequeño país y le habían arrebatado las colonias. Los más sensatos rezaban porque no perder todavía más. El extremo contrario era Finlandia, la nación vendida en 1939 pero que había sabido sobrevivir, y que estaba ahora más tranquila desde que Alemania le había dado una garantía, presionada por los suecos y sus valiosísimas minas de hierro.



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Por cortesía de Reytuerto, el escuadrón de Layton en Socotora

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Saludos



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Como ustedes conocen la relevancia que llegó a tener el conde en el suspiro que le quedaba de vida bueno será que haga su semblanza. Don Francisco Gómez-Jordana de Sousa, primer conde de Jordana, era hijo de Francisco Gómez Jordana, un militar valeroso e inteligente que había mandado la comandancia de Melilla en Marruecos llegando a ser alto comisario del Protectorado. Su muerte fue una desgracia porque abrió paso al inconsciente de Berenguer y a su protegido Silvestre, el loco echao p’alante que nos llevó al desastre de Annual. El hijo de Gómez Jordana, es decir, el general Gómez-Jordana —recomiendo al distinguido público que se fije en el guion para que no se líe más de lo que debe estar ya— llevaba el mismo nombre que su padre. El rey le dio su autorización para unir sus dos apellidos para conmemorar la figura del padre y también para confundir a la audiencia que se pierde entre progenitor y retoño.

Gómez-Jordana hijo fue también militar, también valeroso y también inteligente, e hizo carrera en Cuba y en África, donde tuvo un papel crucial en que la capitanía de Ceuta no se hundiese como había hecho la de Melilla. Más adelante recibió el fajín y fue llamado para su directorio militar por Primo de Rivera. Primo de Rivera padre, que ahí hubo otra pareja progenitor y retoño que también ha dado cierto juego. Estando en el directorio de Primo de Rivera —lógicamente el padre, que el hijo aun estaba haciendo la mili— Gómez-Jordana —atentos al guion— diseñó la nueva estrategia africana, ideando el desembarco en Alhucemas que acabó con la maldita guerra. Tan bien salió la operación que Alfonso XIII —no me extraña que saliese rana llevando precisamente ese ordinal, que ya le habrían podido llamar Pepe II o algo así— le otorgó el condado de Jordana, ya que conde de Gómez hubiese quedado vulgar. Volviendo a lo de Alhucemas, quedó un desembarco tan redondo que los italianos se han inspirado en él para los suyos en Malta y Creta. O al menos eso dicen aunque no sé si creérmelo, que los moros serán muy cabrones y todo lo que se quiera, pero lo de las fortificaciones costeras lo tenían menos perfeccionado y cuando la marina se plantó con acorazados y demás ornamentos debieron pensar que verdes las han segado y que siempre muy amigos paisa.

Mientras tanto Primo de Rivera —padre— seguía de dictador encandilando hasta a los rojos, que al principio incluso los socialistas le hicieron los coros. Pero luego salieron malnacidos como Largo Caballero que después de colaborar con Primo de Rivera —padre, dichosas dinastías— se avergonzó y en cuanto el dictador se salió de delante se inventó una comisión de responsabilidades que mejor hubiese sido llamarla de venganza. Como Primo de Rivera —padre— ya había comparecido ante más alto tribunal y Primo de Rivera —hijo— aun no daba qué hablar, tuvieron que buscarse otra cabeza de turco. Empapelaron a Berenguer, el de la dictablanda; aunque se lo merecía por lo de Annual los cargos fueron más falsos que un duro de plomo. Luego fueron a por Gómez-Jordana —hijo, que el padre hacía años que criaba malvas—, aprovechando que siendo militar y además conde el papel de chivo expiatorio le venía que ni pintao. La comisión de venganza digo de responsabilidades empezó a inventar patrañas para acusarle y hasta lo responsabilizaron del desastre de Annual, a él que había salvado medio protectorado; eterna lógica hispana. Como no hay mal que cien años dure llegó Gil Robles, el de sus poderes, y rehabilitó al conde. Poco duraron las alegrías y cuando el Frente Popular dio el pucherazo es de suponer que Gómez-Jordana —hijo— estaba en la misma lista de apiolables en la que destacaban Calvo Sotelo y Primo de Rivera —hijo—. Pero el Alzamiento se adelantó a la camioneta de guardias de asalto cuando Gómez-Jordana —hijo, que a esas alturas su padre llevaba descansando en paz dos decenios, no se me vayan a confundir— aun andaba suelto.

El conde tenía unos amiguetes que ni el coronelillo de mis amores, y enviaron una patrulla para invitarle a pasear al amanecer. No contaban con que Gómez-Jordana —hijo pero no lo voy a decir más— era un hombre cabal que despertaba lealtades, incluyendo la de un criado se jugó la vida escondiéndolo. Tras algunas peripecias el conde llegó a Burgos, que pasaba por capital de la zona nacional. Pero en cuanto Jordana vio el percal decidió que eso de mandar españoles para matar españoles no iba con él. Se escudó en su grado, mayor que el de Mola, para rechazar las martingalas que le ofrecía el susodicho, que lo quería de jefe de Estado Mayor: ya saben, ese puesto en el que uno se deja la piel para que luego los laureles se los lleve otro. Fue una pena; según los guasones porque hubiese sido interesante ver al jefe del Ejército del Norte saludando a su Jefe de Estado Mayor, pero la verdad era que Mola necesitaba un estado mayor competente más que una avioneta que no se estrellase.

Para que no se aburriera y ya que estaba ahí le endosaron al general conde otra gollería: un mal día escuchó por la radio que lo habían nombrado presidente del Alto Tribunal de Justicia Militar. Ya saben que en medio de la guerra las formas no se respetaban al pie de la letra —se lo podría contar mi primo Juanito, el de Cariñena, al que acusaron del horrible crimen de dar voces a la República; pero mejor no sigo por ahí que todos tenemos esqueletos rojos en el armario— y pensaban que el conde de Jordana sería ideal para perseguir rojillos y aplicar sentencias de muerte. Pero les salió rana porque era un hombre cabal —ya lo he dicho hace un rato, a ver si están un poco más atentos— e intentó que los tribunales funcionasen de manera más o menos legal, detalle que no agradó a la parroquia y a las primeras de cambio lo cesaron.

Por entonces Mola ya se había tragado una colina con la avioneta puesta y para sustituirlo nombraron a Fidel Dávila; mejor que no hable de las cualidades como estratega del personaje, que ya sabrán cómo se lució en Gibraltar. Con el cambio Dávila dejó vacante su puesto al frente de la Junta Técnica, algo así como el gobierno de la España nacional. No encon-trando inconscientes dispuestos a dirigir esa cámara de orates le endosaron el puesto a Gómez-Jordana. Supongo que pensarían que el conde era un espadón de los que no se enteran mientras los demás meten la mano en la caja, pero el general de espadón nada de nada. Por el contrario, era trabajador, inteligente, honesto —defecto que pocos en Burgos sufrían— y sabía tratar a los extranjeros. Nada más llegar le dio un pase a porta gayola al asunto de la deuda con Alemania, un miura de intenciones aviesas porque ustedes ya sabrán que los germanos serían muy aliados pero los fusiles había que pagarlos a tocateja. Nuestros amigos de Berlín estaban interesados en la minería y querían quedarse con el subsuelo patrio a cambio de cuatro panzer de hojalata, pero Gómez-Jordana logró limpiar de telarañas las arcas del estado, hacer los pagos más acuciantes y para el resto consiguió un acuerdo pagando a los alemanes con frutas y verduras, que esos días había. Así que a nosotros nos llegaron Dornier y a los alemanes acelgas; salieron ganando ellos, que los Dornier tampoco fueron nada del otro jueves y las acelgas rehogadas están de muerte.

Al conde se le hubiese reconocido su buen hacer en cualquier sitio que no fuese la España cainita que tanto disfrutamos. Por entonces ya estaba en danza el cuñadísimo que llegó como el señorito al cortijo. Como a Serrano le habían matado dos hermanos no debía estar para ofrecer la otra mejilla, y mucho no le debió gustar Jordana por parecerle blando. Serrano, que todos sabemos que quería el bien de España y no una poltrona en condiciones, empezó a dar mal hasta que consiguió que su cuñado y guía de las Españas enviase al conde un motorista con el cese. Hay que decir que el Invicto demostró un fino olfato sacrificando al conde para apaciguar a los exaltados con su cuñado a la cabeza. En los corrillos se decía que al Caudillo no le apetecía tener rondando generales de grado superior, que el empleo del Generalísimo no estaba en el escalafón y si se juntaba con el conde podía empezar la comedia de ver quién saludaba a quién. La solución del Caudillo para no tener que cuadrarse fue apartar a Jordana; decisión salomónica que demostró que Napoleón no llegaba ni al tacón de la bota del Generalísimo.

Se decía que el conde seguía sin gustarle un pelo a Franco, pero la estrella de Jordana ascendía mientras menguaba la del cuñadísimo con esa manía de meterse en faldas ajenas. Hay que ser cenutrio para dársela con queso a la hermana de la caudilla, y más siendo el Invicto tan ascético, o mojigato que decían los deslenguados.

Radio macuto retransmitía esos días programas especiales que se-guían repitiendo que el conde no era bienvenido en el Pardo pues el Generalísimo era bastante celoso de los que le habían mandado. Ya había dado la patada a Cabanellas —que además tuvo el detalle de palmarla— y a Queipo de Llano, que rumiaba sus penas en Roma. Pero Jordana tenía un excelente valedor que era el Reich alemán. Los rumores apuntaban a que en Berlín había dos o tres de los que usan la cabeza para algo más que lucir sombreros y que recordaban la actuación del conde en la Junta Técnica. Iban diciendo que de no haber estado ahí Jordana para ratos hubiesen cobrado una perra y tal como era el fiu con los dineros hubiésemos terminado la Cruzada a garrotazos, que Hitler pocos aviones nos habría mandado. Según las lenguas viperinas que tanto abundaban por los madriles —no habrá la suerte de que alguna muerda a mi coronelete— había llegado una carta de Berlín «sugiriendo» que Gómez-Jordana quedaría mucho más mono en la ceremonia que un fantoche con camisa azul por muy cuñado de importancia que fuese. Fue el primer empujón a la carrera del conde, para perjuicio de su salud y beneficio de España.



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En otras capitales también se estaba pendiente de las deliberaciones de Verdún. Tokio seguía ensimismada en su mundo de superioridad cultural y racial, y solo veía a los europeos como aliados de conveniencia. Pero algunas mentes sensatas sabían que la única posibilidad que tenía Japón de conseguir el imperio que anhelaba pasaba por la amistad con la nueva alianza. Esas mentes también estaban preocupadas por si en París ni Berlín se recordaba el apoyo japonés a Siam durante su invasión de Indochina. Pero para seguir con su invasión de China, Japón necesitaba recursos que solo podía obtener en Siberia o en las Indias Orientales Holandesas. Aunque había muchos locos que pensaban que el soldado japonés, imbuido de su código marcial, podía barrer Asia, tras los choques con los rusos de 1939 se sabía que invadir Siberia llevaría a un conflicto a una escala que los nipones no podrían manejar, ya que los zares rojos eran más fuertes que los blancos. Las Indias Orientales Holandesas eran la joya del Pacífico pero ¿cómo conseguirlas sin provocar a los alemanes y a los norteamericanos? Al menos el acuerdo con Ámsterdam y Berlín estaba permitiendo que el petróleo volviese a llenar los depósitos nipones.

En Hispanoamérica las opiniones eran variadas. Las elites, a sueldo de los británicos o de las compañías americanas, preferían mantener las antiguas relaciones con los anglosajones y seguir enriqueciéndose con jugosos sobornos. Los militares, por el contrario, admiraban al ejército alemán y deseaban que sus respectivos países se convirtiesen en las potencias dominantes aunque fuese a costa de reiniciar los conflictos que ensangrentaron el continente en el XIX. Brasil titubeaba entre su alianza tradicional con Gran Bretaña y el desagrado con el que había visto la invasión de Portugal. Pero los más de los sudamericanos, inmersos en la terrible depresión contagiada por los Estados Unidos, lo que deseaban era llegar a fin de mes y veían los conflictos en Europa como riñas de ricos aburridos.

Estados Unidos, por primera vez desde que había empezado la guerra, ya no prestaba atención a los sucesos internacionales al estar envuelto en una crisis financiera que amenazaba ser todavía peor que la del veintinueve. La administración Roosevelt intentaba ayudar a los británicos, pero los ciudadanos pensaban que había sido la desastrosa gestión financiera de Churchill y de sus adláteres la que les estaba arruinando.

En Moscú también estaban atentos a lo que pasase en Verdún.



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Gómez-Jordana nos recibió con esa mezcla de educación con un punto de camaradería que tan buen sabor deja en la boca. Me sorprendió que me llamase por mi nombre, como si un señor general y además conde fuese a conocer la vida y milagros de un capitanejo que a este paso no ascendía ni por la de aquél. Pero no, resultó que no solo se sabía mi nombre y mi grado sino que me empezó a preguntar por lo de Badajoz y lo de Ciudad Rodrigo. Luego se interesó por los Pardillos y los Tejones, y me insistió para que le contase las mejoras del nuevo modelo. Me quedé patidifuso. La verdad es que medallas militares individuales muchas no se suelen ver, pero en la guerra civil hubo barato y se repartieron demasiadas como para recordar a cada cual. Pensé que igual Jordana había hablado con Galera, aunque no sé si un teniente general se rebajaría a hablar con uno de brigada. Entonces vi que el conde llevaba cola, un ayudante que con disimulo le soplaba los antecedentes del siguiente en particularse ante su Excelencia.

Así hasta el Montes se acordaría de nuestros nombres. Aunque bien pensado, con las que le habíamos jugado seguro que no nos olvidaba. Menos mal de las cruces que llevábamos en la pechera o ya estaríamos empurados en algún castillo. Seguro que lo habría intentado, pero tras tanta guerra no creo que sentase bien que una rata de escritorio se dedicase a crucificar condecorados, y el tipejo tenía que conformarse con gritar un poco y sin pasarse o llegaba un oficio desde Madrid poniéndole las orejas coloradas.

El general siguió recibiendo a la delegación, haciendo de vez en cuando altos para que el golilla le chivase los nombres de los que quedaban. Al principio el truco no sé si me gustó, hasta que pensé que era una deferencia que pocos se hubiesen tomado; a la mayoría de los olímpicos lo que les gustaba era que se les hiciese la venia. Jordana prefería mostrar interés para sus subordinados. Buen detalle.



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No solo los gobiernos estaban pendientes de lo que se resolviese en Verdún. Los ciudadanos de las naciones aliadas de Alemania, tanto las entusiastas como las renuentes, habían sido machacados por la propaganda que anunciaba que se iba a dar forma a la Unión Europea. Traducido al vulgo significaba que tal vez el final de la guerra y de las privaciones estuviese a la vuelta de la esquina.

Para muchos el interés era aun más personal ya que vivían en esas regiones disputadas que cambiaban de manos cada generación. Que la bandera que ondease fuese alemana, francesa, belga o italiana no les importaba demasiado. Lo peor era la caterva de funcionarios que llegaba con cada movimiento de frontera, imponiendo una lengua para muchos poco familiar, expulsando de sus viviendas seculares a los que pareciesen no suficientemente franceses, alemanes, belgas, italianos o lo que fuese, y siempre prestos a arrebatar sus posesiones a los vecinos que no tuviesen tal o cual documento del que nunca habían oído hablar.

Otros tenían esperanza en la Asamblea porque vivían en el batiburrillo de estados nacidos de la desintegración del imperio austrohúngaro. Soñaban con que naciese una nueva confederación que respetase a los pequeños pueblos. Rutenos, moravios, eslovenos o goranis preferían depender de una lejana Budapest que de las opresivas Belgrado o Varsovia.



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Como el compañero Von Scheer (mil gracias por su ayuda) ha preguntado por los buques holandeses, presento algunas imágenes con sus correspondientes textos, todos ellos de DeviantArt. Las imágenes podrán verse ahí, pues el foro no las admite por tamaño (puedo redimensionarlas pero es bastante latoso.

Cruceros ligeros clase Amsterdam

El Amsterdam en DeviantArt

El BAP Aguirre, antiguo Amsterdam, en DeviantArt

Los dos cruceros ligeros de la clase Amsterdam nacieron debido a la preocupación que causó en Holanda la expansión japonesa. Hubiesen debido sustituir a los dos viejos cruceros ligeros de la clase Java, pero las obras estaban muy retrasadas cuando Holanda fue conquistada por el Reich en mayo de 1940. Las dos unidades (el Eendracht, antes llamado Kijkduin, y el De Zeven Provincien) fueron capturadas intactas cuando se habían realizado el 12 y el 25% de las obras, respectivamente. Los nuevos gobernantes alemanes apremiaron a los astilleros ya que tenían intención de incorporarlas a la Kriegsmarine. Los cruceros fueron rediseñados para montar cuatro torres triples MPL/41 de 15 cm y cuatro montajes dobles Dop. L. C/41 de 10,5 cm; posteriormente se decidió que llevasen los más modernos MPL/43. Sin embargo estos nuevos montajes, aunque eran mucho más efectivos que los anteriores, también eran más pesados, y combinados con el incremento de pesos altos debido a los nuevos equipos electrónicos obligaron a desembarcar la torre Dora y los tubos lanzatorpedos. Otros cambios fueron la incorporación de una proa con mayor arrufo, más adecuada para el tormentoso Atlántico, y el incremento de las armas antiaéreas automáticas. El desplazamiento aumentó hasta los 10.100 Tn (11.850 a plena carga) y el calado a 5,7 m. Estaban propulsados por calderas Yarrow con turbinas Parson engranadas con una potencia de 85.000 HP, que les permitían alcanzar los 31 nudos.

A pesar de la urgencia alemana las obras avanzaron lentamente y se produjeron numerosos sabotajes, por lo que se decidió botar los buques cuando estaban completados en un 65% y en un 47%. Fueron trasladados a los astilleros Deutsche Werke de Kiel para su finalización. Los dos buques fueron renombrados Amsterdam y Rotterdam, de manera paralela a los cruceros de la clase Stadt (ciudad). Fueron entregados a la Kriegsmarine en septiembre y noviembre de 1942, siendo las primeras incorporaciones de buques de grandes dimensiones desde que había sido entregado el crucero pesado Seydlitz a finales de 1941.

Los dos cruceros fueron empleados en el Atlántico norte y en el Ártico junto a los más capaces de la clase Stadt, operando principalmente como escoltas antiaéreos gracias a su potente batería secundaria. Ambos sobrevivieron a la guerra y al finalizar el conflicto pasaron a la reserva ya que se prefirió mantener en servicio a los de la clase Stadt, homogéneos y más capaces. El Amsterdam fue transferido en 1953 a la marina peruana que lo llamó Aguirre, y en 1955 el Rotterdam a la argentina, que cambió su nombre por Diecisiete de Octubre.



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Flottentorpedoboot 1940a

El Flottentorpedoboot 1940a en DeviantArt

Tras la derrota de Francia resultó evidente que la guerra contra Inglaterra tendría una importante dimensión naval, pero tras las pérdidas sufridas en Noruega la Kriegsmarine no era rival para la Royal Navy, ni siquiera con el auxilio de las flotas italiana, francesa y española. Por desgracia tras el Tratado de Versalles la potente industria naval militar germana había sido desmantelada y, aunque se trabajaba a marchas forzadas para potenciarla y para adaptar las instalaciones civiles, la capacidad productiva era muy inferior a la necesaria. Ya que los astilleros holandeses fueron capturados intactos tras la invasión alemana de los Países Bajos, el almirante Marschall solicitó la construcción en ellos de unidades adicionales.

Los Flottentorpedoboot 1940, que tenían más de destructor que de torpedero, estaban basados en diseños holandeses de la preguerra. Fueron encargadas 24 unidades que inicialmente sufrieron algunos retrasos debido a la carencia de materias primas y a los sabotajes. Finalmente solo seis (T61 a T66) fueron finalizadas con el diseño original y entregadas a partir de julio de 1943.

Los T61 resultaron buques marineros que fueron empleados intensamente, aunque algunas de sus características eran menos que óptimas: no solo empleaban componentes de diseño holandés que no eran estándares en la Kriegsmarine, sino que el armamento principal, cuatro cañones de 12,8 cm, no tenía capacidad antiaérea, y al estar en montajes abiertos era susceptible a las inclemencias del tiempo. Por ello se decidió que el resto de las unidades fuese finalizado con un diseño modificado. Las seis unidades construidas con el diseño original fueron devueltas a la marina holandesa.



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Flottentorpedoboot 1940b

El Flottentorpedoboot 1940b en DeviantArt

Tras los primeros compases de la guerra se apreció que la principal amenaza para los buques de superficie no estaba en los similares enemigos sino en la aviación, por lo que se procedió a reforzar el armamento antiaéreo de las unidades en construcción, lo que se hizo también con los destructores que estaban siendo construidos en astilleros holandeses, en los que se había encargado una serie de 24 unidades pero que progresaba lentamente a causa de los sabotajes, que no cesaron hasta el tratado de paz de abril de 1942.

Los cambios se limitaron a los sistemas electrónicos y al armamento. Se instalaron radiotelémetros de onda centimétrica de exploración aérea y de superficie, milimétricos de dirección de tiro, así como sistemas de detección y de interferencia de los radares (radiotelémetros) aliados. Respecto al armamento, se potenció la capacidad antiaérea en detrimento de la de superficie. Inicialmente se deseaba montar las torres dobles MPL/43 de 10,5 cm, pero resultaban demasiado pesadas para el casco. Finalmente se instalaron cuatro montajes simples del mismo calibre MPL/43b, que eran completamente cerrados. Se trataba de un arma semiatutomática que podía disparar incluso con 70° de elevación, aunque la torre era demasiado reducida y la cadencia de tiro fue solo dos tercios de la alcanzada por cada tubo de los MPL/43. El armamento principal se complementaba con cuatro montajes dobles M41/1 de 3,7 cm y con cuatro cuádruples C38/43 de 2 cm. Llevaban dos montajes lanzatorpedos cuádruples de 53,3 cm, y un varadero para cargas de profundidad.

Se entregaron dieciocho unidades, numeradas T67 a T84, que se entregaron en la segunda mitad de 1943 y en 1944. Operaron en el Mar del Norte y en el de Noruega, actuando como escoltas de las unidades mayores de la flota. Al acabar el conflicto las unidades supervivientes fueron transferidas a marinas aliadas. Egipto, que recibió seis, los mantuvo en servicio hasta los años setenta.



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Volvemos a la historia principal


Toinou estaba aterrado. Nunca había esperado que sus invitados fuesen tantos: entre franceses y rusos sumaban más de cuarenta. Estaban hacinados en un sótano del que escapaba un hedor de sudor, orines y cuerpos sucios. Él intentaba sacar los cubos de inmundicias para vaciarlos en una alcantarilla, pero no pasaría inadvertido si estuviese todo el día yendo y viniendo con la apestosa carga. Además estaban consumiendo las provisiones a ritmo aterrador. Malditos sean los inútiles que no le habían advertido que el comando sería tan numeroso. Era bueno tener mucha gente, pero hubiesen debido avisarle. Aunque a saber si hubiese podido encontrar comida para tantos, pues aunque había cartillas de racionamiento de sobra también había cada vez más policías en la ciudad. Menos mal que Boulon le había podido sacar unos panes de la tahona. De paso le había dejado un mandil manchado de harina para que engañar a los keufs, que esos días andaban con la mosca en la oreja.

Cuando volvía se cruzó con un grupo de militares que llevaban un uniforme de color verdoso; debían ser otros más de la miríada que estaba preparando el desfile. Iban charlando y riéndose, y supuso que hablaban de él.

—Fede, mira ese tipo. Eso sí que son panes y que no nos vengan con tonterías.

—Al Montes le soltaba yo un par de tortas como los que lleva ese. Tíos ¿no os parece que los gabachos tienen cara de bueyes? No me extraña que a ese lo hayan cargado tanto. Le falta el yugo y el carro, pero en lo demás tiene un aire que ni queriendo.

—Pa mulo del regimiento yo lo querría. Al Jordana se lo pediré de premio del desfile.

—¿No habíamos quedado que al Montes le iría el papel de asno que ni pintado? Imaginadlo con un sombrero de paja con agujeros pa las mirlas, que las tiene majas.

—Yo me pido la caña con la zanahoria.

—Yo azuzarle con la vara.

—Y yo ajustarle los serones. Tíos, de ver a ese tipo me está entrado la gazuza ¿Le pedimos unos panes a ese gabacho?

—Sí, hombre, que seguro que te los da.

—Dejad al pobre en paz y vámonos para el barracón. Con el conde nos ha llegado un paquete de casa con unos choricillos que levantan el alma con olerlos. Además aun nos quedan unas botellitas de esas que levantamos al cantinero.

Malditos negros ¿qué mierda hacían esos fascistas en la ciudad? Toinou siguió rezongando hasta que pensó en lo que les esperaba. Entonces sonrió.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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De la asamblea de Verdún no solo se estaba pendiente en Europa y en América. También esperaban su momento los árabes, pobladores de naciones orgullosas ahora sojuzgadas. El derrumbamiento de los ingleses se había llevado consigo las odiadas monarquías hachemitas, y los nacionalistas árabes querían seguir la senda abierta por Irak pero estaban viendo frustradas sus aspiraciones. Sin embargo el gobierno de Rashid Alí se tambaleaba, ignorado por los alemanes y con su prestigio arruinado por la incompetencia y la corrupción. En Transjordania un grupo de notables dirigidos por Said Pachá se plegaba a las demandas germanas, y en Egipto el joven rey Faruk parecía vivir un romance con los monárquicos italianos; todo era ofensivo para los extremistas que querían volver a esos tiempos del califato que en realidad nunca existieron como imaginaban.

En la Unión Soviética era el Partido el que monopolizaba las noticias, e incluso transmitir un rumor podía ser premiado con un tiro en la nuca en esos días de sospechas, purgas y desapariciones. La propaganda hablaba de la asamblea fascista capitalista, pero demasiados rusos, tras dos decenios de promesas que se habían convertido en una orgía de sangre, habían aprendido a interpretar los eslóganes al revés y esperaban que Verdún les ofreciese alguna luz.

Donde más expectación estaba creando la asamblea era en la India. Hartos del dominio colonial muchos hindúes ya no querían esperar a que acabase esa guerra en la que sus hijos morían como carne de cañón para mantener oprimidos a otros pueblos.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Mal nos caía el Montes, pero que encima llegase con semejante mandanga… Era cierto que durante la actual guerra se había puesto de moda el divertido deporte del tiro al mandamás —a veces con la variante del petardazo, que deja las paredes con más sustancia— y a los gabachos ya les habían apiolado un par de próceres. Normal que no se fiasen de gente como nosotros, que nos paseábamos con tanto fierro que ni la banda de Pancho Villa.

Explicado de buenas palabras hasta el hijo de la señora de Artigas hubiese entendido que había que vaciar el pistolón y quitarle la aguja del percutor. Pero ya se imaginarán como lo contó el Montes. Primero nos echó una bronca por la mala imagen que estábamos dando por las calles, que más que gloriosos militares parecíamos bandoleros de jarana. Todos pensamos que era un exagerao. Con lo que llovía normal que llevásemos barro en las botas, y si alguno se había saltao el afeitao era porque con el agua tan fría daba grima. El menda llevaba la gorra de medio lado porque le gustaba a la Merchines y donde hay patrona no manda marinero; aparte que cualquiera se quitaba la bufanda que me tejió la gachí con el bris que corría. Que los guantes de lana y con borlitas no eran del uniforme, desde luego, pero los había tejido la gachí y abrigaban un montón. Sí, ya sé que el fierro que llevaba al cinto no era el reglamentario, pero para hacer pupa nada como un pistolón del cuarenta y cinco y no esos juguetes de señoritas. Así que pintas de pistolero, las suyas ¿estamos? Pero al tiquismiquis del Montes no le agradaba nuestro fino estilo. Yo me estaba acordando de cuando lo imaginamos haciendo de asno, como el gabacho ese de los panes como tortas, y me perdí lo siguiente que dijo. La parroquia empezó a gritar mientras yo preguntaba al de al lado cuando el Montes tuvo la delicadeza de sacarme de dudas con un berrido que ni un sargento mayor.

—¡Que he dicho que hay que dejar la munición y desarmar las pistolas, y a quien no le parezca bien que prepare el petate que se vuelve pitando pa Melilla.

Melilla, poco bien se debía estar ahí en marzo. No habría la suerte de que me mandase allí y con parada en Zaragoza para morrearle a la Merchines, que ya me apetecía. Pero ¿había dicho desarmarnos el imbécil ese? ¿No se suponía que éramos caballeros? Pues sí, el muy majadero lo volvió a repetir y dijo que en un rato pasaría a recoger cartuchos y percutores.

Si hubiésemos sido alemanes nos hubiésemos cuadrado antes de desarmarnos. Si franceses, lo mismo pero rezongando y con menos taconazos. Italianos, pues le hubiésemos entregado las armas mirando de reojo y planeando un repaso con la lupara de aquí en dos o tres meses, para darle tiempo pa que se confiase. Pero como éramos españoles, además de protestar hasta que Montes se cansó y nos ordenó ponernos firmes, fuimos pensando en preparar la jugada.

Al rato fuimos nos pasamos por el despacho del teniente coronel con las cajas de balas y una bolsa con los percutores, pero Montes aunque fuese tonto se había criado en la España de mis entretelas, y se debió oler que tanta disciplina significaba que había gato encerrado. Se empeñó en revisar taquillas, macutos y hasta nuestros bolsillos. Encontró alguna pistolita y un par de bombas de mano, que había que dejar cebo para que el pez picase y no descubriese el arsenal que habíamos guardado donde el armañac. Yo me dejé pillar una sindicalista del seis treinta y cinco —un arma de señoritas pero que mata la mar de bien— pero había escondido un naranjero precioso que había arramblado en Évora. Ya sé que una metralleta era un poco aparatosa en un desfile donde lo que luce es llevar pistola, pero ya se sabe cómo obligar a un español a que haga algo: diciendo que no se puede. Con un poco de estilo pude meter el subfusil bajo el capote y colarlo en el Tejón. Donde se juntó con el nueve largo que pasó el conductor —el hombre también tenía sus caprichos—, las Laffite a las que tanto cariño tenía el cargador, unas cintas de ametralladora que siempre hacen compañía y los pepinos aquellos de Don Félix Verdeja. Montes también inspeccionó el Tejón para comprobar que los estantes de la munición estuviesen vacíos; como si los fuésemos a dejar allí. Nos desternillábamos viendo cómo se metía en los rincones —que habíamos dejado bien pringados de grasa para beneficio de su uniforme—, porque el tipo ni se dio cuenta de las placas que por arte de birlibirloque habían aparecido en los costados.

Mis compañeros hicieron lo mismo y quien más y quien menos lleva-ba un arsenal entre las ropas. La idea no era lucirlo, que tampoco era cuestión de dar mala impresión durante el desfile, sino enseñárselo después al Montes para que viese que no podía reírse de caballeros españoles. Con todo, y como nosotros tampoco éramos tontos del todo, otro compañero —el capitán Azagra, un veterano de Gran Canaria que estaba recuperándose de un costurón— buscó un pretexto para ir donde Jordana y contarle la que estábamos montando. El buen hombre se rió un rato y dijo que le parecía mejor que bien, que nos guardaría las espaldas y que después de la fiesta ya tendría unas palabritas con Montes. Le gustó tanto la idea que dijo que también iba a llevar su Parabellum a la tribuna.



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En resumen, todo el mundo estaba pendiente de la Asamblea. Unos porque esperaban que llevase a sus naciones a ese puesto de preeminencia que creían merecer. Las naciones vencidas temían ser usadas como moneda de cambio, y las oprimidas soñaban con la liberación. Los enemigos de Alemania temían que Verdún fuese el cemento que uniese a la hasta ahora vacilante pero temible coalición.

No eran los únicos que estaban preocupados. Las experiencias de la anterior fallida de Jerusalén y del homenaje de Douaumont quitaban el sueño al coronel Otto von Oelhafen, un antiguo dirigente de la Gestapo, caído en desgracia tras la muerte de Goering pero que acababa de ser rehabilitado. A Von Oelhafen le alarmaba la desorganización. El jefe de escuadrón Sérignan, el gendarme francés que estaba al cargo de la seguridad, le parecía el típico francés soberbio que aguantaba a los alemanes solo porque era bueno para su carrera. Había intentado reunirse con él para discutir el plan de seguridad, pero el francés se había limitado a recibirle con modales corteses que apenas ocultaban su arrogancia. El plan de seguridad que Sérignan le había entregado no establecía canales de comunicación ni con los alemanes ni con las unidades militares que iban a llenar Verdún, aunque en teoría debían colaborar con la policía. Von Oelhafen solo tenía bajo su mando a unos pocos policías y a los centinelas de la delegación alemana.

Había enviado varias cartas a su superior, solicitando que se estableciese de manera más clara la cadena de mando o al menos que se reforzasen sus menguadas fuerzas, pero la respuesta era siempre la misma: Verdún iba a estar atestada de hombres armados y no se necesitaba ni uno más; respecto al mando de las unidades militares, se le repetía que correspondía a sus líderes naturales.

Pocos mimbres para un cesto, pensaba el coronel. Haría lo que pudiese pero mucho no sería. Pero por cartas que no quedase, pensó mientras rubricaba otra misiva dirigida al general Schellenberg.



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Apenas sopa de patatas aguada, pan y vino picado. Para los franceses, una porquería, pero los rusos estaban hechos de otra pasta. Olexiy había comido cosas bastante peores en Finlandia. Pero era un hombre inteligente que sabía que con mala comida y hacinados en ese sótano la moral se iría a pique, y que un pelotón ocupado era un pelotón feliz. Puso a sus hombres y a la escuadra adjunta de franceses a repasar una y otra vez el plan, y en los ratos libres, a hablar entre ellos para que fuesen acostumbrándose a las órdenes en ruso. Aunque Yves actuase como traductor, en medio del fragor se necesitaría una comunicación más directa. No se necesitaba mucho: apenas conocer unas órdenes básicas. Vpered! —adelante—, Stoi! —para—, Strelyat! —disparad—, los números y poco más. A Iván le pareció buena idea y tras felicitar a Olexiy ordenó a las demás que lo imitasen.

También revisaron las armas, las desmontaron y las engrasaron, y se aseguraron de que también los franceses supiesen hacerlo. Cuando Toinou llevó las cajas con las máscaras tuvieron que llevarlas varias horas al día aunque con los filtros desmontados.

Además tuvieron que revisar las bombas. Iván repartió unas cuantas de entrenamiento que estaban pintadas de vivos colores, pero recomendó no acercarse a las de verdad. Para los que tuviesen que manipularlas repartió guantes de cuero grueso.



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De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

La rebelión india de 1942

La rebelión de la India de 1942, también conocida como el motín de Bombay, comenzó el primero de abril de 1942 con el amotinamiento de la 20ª división del ejército de la India cuando esperaba el embarque hacia Kenia. El levantamiento se extendió rápidamente por la colonia aunque sin afectar a los principados o a las regiones de mayoría musulmana. Las autoridades británicas intentaron sofocar a los rebeldes iniciando un conflicto conocido como la primera guerra civil de la India o (en la actual India) como la guerra de independencia.



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