Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Una visita obligada fue al mariscal Von Richthofen, el flamante jefe de la fuerza aérea que lo estaba haciendo mejor que bien. Era sobrino del famoso Barón Rojo de la anterior guerra, y seguro que el apellido le había ayudado a llamar la atención de Goering. Sin embargo, a partir de entonces había sido su capacidad la que le había hecho ascender, demostrando tener una inteligencia que había despertado recelos y envidias en la camarilla del gordo. Personajes como Sperrle —buen mando, pero amigo de las intrigas— o Udet siempre estaban intentando desterrarlo a algún rincón donde no molestase. Daba igual, porque lo mandasen donde lo mandasen acababa por revolucionar el departamento, que pasaba a funcionar como un reloj.

Tras la muerte del nunca suficientemente llorado Statthalter —nunca se llorará lo suficiente que a ese barrigudo no lo matasen antes— Von Richthofen había reemplazado a Von Greim en la Luftwaffe. Von Greim también era un excelente oficial, pero estaba demasiado comprometido ideológicamente con las camisas pardas. Es más, yo creo que cuando el gabinete nombró a Von Richthofen para dirigir la Luftwaffe no fue por su capacidad sino porque les pareció menos nazi que Greim y más acomodaticio que Sperrle. Aun así acabó resultando un acierto y la Luftwaffe estaba teniendo un papel clave en la derrota de Inglaterra.

Von Richthofen estaba más ocupado que Marschall, ya que las operaciones de bloqueo tenían un importante componente aéreo. En la ofensiva contra la navegación, sus hombres estaban mostrando una ingeniosidad que ya nos había proporcionado más de una victoria. Ahora estaban trabajando en una nueva arma que aun estaba dando algunos problemas, y el regente estaba ansioso por saber de qué maldad se trataba.

Como con el almirante, fue preciso convencer a Von Richthofen que se dejase de altezas y mandangas antes de ir al grano. A mí también me lo decía pero no pensaba hacerle caso, que una cosa es un Reichsmarschall y otra un simple mayor de los que hay tres bajo cada piedra.

—Cuéntame, Lothar. Me dicen que habéis inventado un arma anticonvoyes.

—Tanto como inventar... No es más que otro torpedo pero de largo alcance. Ni siquiera ha sido necesario investigar mucho. Ha bastado con modificar los de la Kriegsmarine para que soporten mejor el choque con el agua. Hará poco más de un mes que lanzamos los primeros. No dieron buen resultado, pero no era más que el primer paso. Ahora tenemos una versión mejor.

—No corras tanto, que me he perdido. Piensa que estás hablando con un ignorante que del mar solo sabe lo buenas que están las langostas.
—Pues te cuento —dijo Von Richthofen—. Cuando empezó la guerra no teníamos torpedos de lanzamiento aéreo salvo unas porquerías que fallaban más que una escopeta de feria. Menos mal que los italianos tenían un modelo que nos han cedido, y los japoneses también nos han ayudado. Ya sabrás que en Mogador los torpedos fueron devastadores.

—Algo he oído.

—Pues funcionaron, pero a costa de muchos aviones. Los torpederos fueron los que tuvieron la mayor proporción de bajas y algunas escuadrillas italianas perdieron la mitad de sus aviones. Torpedear es muy peligroso porque hay que volar despacio y recto hacia el buque enemigo, algo ideal para que la antiaérea haga puntería, pero bastó con acoplar a los torpedos un pequeño paracaídas y un par de tontadas más para que se pudiesen lanzar como si fuesen bombas. Esos nuevos torpedos fueron los artífices de la victoria de Mogador.

—Los marinos también pusieron su granito de arena.

—Desde luego, que hacer de cebo no es agradable. Pero ten lo presente, en Mogador la flota era poco más que un cebo para que nuestros bombarderos y torpederos se luciesen. Sin embargo, esa táctica es poco útil en la lucha contra los convoyes. El alcance de los torpedos aéreos es tan pequeño que el avión que los quiera lanzar tiene que acercarse demasiado, y al sobrevolar la línea de escoltas se expone a las ametralladoras de decenas de barcos. Tenemos aviones capaces de soportar ese castigo, pero su radio de acción es pequeño. Los Condor son capaces de llegar mucho más lejos, pero resultan tremendamente vulnerables.

—Por lo que dices, hay que olvidarse de emplear torpedos contra los mercantes ¿Empleamos algún tipo de bomba?

—Acertar con una bomba a un barco es como darle a un ratón con un tirachinas. Un bombardero en picado tiene más precisión, pero ni piense en que un cuatrimotor pueda atacar en picado. Para un Condor la única manera es hacerlo a baja altura, algo más peligroso aunque lanzar torpedos. Además las bombas estallan en la superestructura y pocas veces los daños que causan son letales. Tenemos un tipo especial de bomba que actúa como un torpedo, y que ha dado excelente resultado en los ataques contra las bases inglesas, pero hay que lanzarla en picado y es poco eficaz en mar abierto. Hay en desarrollo una bomba teledirigida, pero no creo que entre en servicio antes de un año.

—Dime cuál es esa sorpresa que te guardas.

—Ha sido idea de un oficial muy inteligente al que acabo de ascender, el teniente coronel Petersen. Pensó que el problema se solucionaba sustituyendo los torpedos aéreos por los navales, que tienen miles de metros de alcance y se pueden lanzar con seguridad desde fuera del anillo de escoltas. Esos torpedos son tan grandes y pesados que incluso para que los lleven los Do 217 o los Fw 200 ha sido preciso reconstruirlo, pero ahora tenemos un arma capaz de hundir un mercante desde cinco o incluso diez kilómetros. Desde tan lejos la puntería es cuestión de suerte, pero un convoy es un blanco tan grande que tampoco hay que afinar. Un problema era que el enemigo podía ver el lanzamiento, pero a Petersen se le ocurrió otra maldad: los aviones torpederos llevan pequeñas bombetas que revientan al tocar el agua produciendo una salpicadura similar a la de un torpedo. Así realizan ataques simulados y los ingleses no saben cuál es el real, y como un convoy no es lo más maniobrero del mundo tienen que mantener el rumbo y apechugar con lo que les llegue. A lo sumo los mercantes pueden intentar eludir individualmente los torpedos, e incluso eso desordena las líneas. La pena ha sido que los primeros torpedos de este tipo tenían propulsión clásica y dejaban una estela que los hacía visibles desde lejos. Ahora tenemos una versión que funciona con oxígeno líquido más difícil de ver. Además tienen otra sorpresita...

—Cuéntame, cuéntame.

—Mira, el problema es que aunque en un convoy parezca que los barcos se solapan, en realidad hay grandes huecos entre ellos. Pero hemos puesto un dispositivo que hace que cuando un torpedo haya recorrido cierta distancia empiece a dar vueltas o a zigzaguear. Va a ser divertido ver como intentan esquivarlos. Aunque no consigan impactos va a complicar mucho mantener la formación de los convoyes.

—Aun así la mayor parte de los torpedos se perderán —dijo Von Lettow-Vorbeck.

—Seguro que sí. Pero ¿cuántos torpedos pueden pagarse con lo que cuesta un mercante y su carga? El problema de los aviones torpederos es, como te he dicho, el riesgo que corren. Con los torpedos de Petersen incluso los Condor son una amenaza para un convoy. Los marinos mercantes británicos solo estarán seguros más allá de Islandia.

—Ya veo. Parece que ese torpedo es otra de esas ideas aparentemente simples, pero que seguro que habrán llevado mucho trabajo.

—Ya puedes decirlo, Paul. No ha sido fácil adaptar los torpedos de la marina al lanzamiento aéreo. Te anticipo que hoy mismo se van a estrenar contra ese gran convoy. A ver si podemos darle un susto.



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Después de hablar de los torpederos el regente interrogó al mariscal respecto a una cuestión que cada vez le preocupaba más: los bombarderos nocturnos. Aprovechando las largas noches invernales, el enemigo había reemprendido su campaña contra nuestras ciudades. Von Richthofen describió las dificultades con las que se estaba encontrando la defensa aérea.

—De día, el cielo es nuestro, pero la noche es inglesa. Han construido aeródromos en Escocia y en Irlanda, más allá del alcance de nuestros cazas, y desde allí operan con sus bombarderos ligeros y pesados. Los dos son malos bichos. Los ligeros, unos aviones de madera…

—¿Aviones de madera? ¿Tan mal están los ingleses que no usan el aluminio?

—No te equivoques, Paul. Los Mosquitos están hechos de maderas tropicales que no son fáciles de obtener, y con ellas pueden hacerlos tan ligeros y veloces que escapan de nuestros cazas nocturnos. Se ríen de los Do 17 y de los Bf 110, y ni los Ju 88 aligerados son capaces de darles alcance. Tenemos muchas esperanzas con el Ju 188, pero aun no tenemos ninguno en servicio en la caza nocturna. Aunque los Mosquitos no pueden llevar muchas bombas ni muy grandes, resultan una molestia cada vez peor.

—Ya puedes decirlo. Esta semana he tenido que bajar dos veces al refugio.

—Es que resulta casi imposible interceptar esos aviones. Menos mal que no llevan demasiada carga, pero al pobre que le caiga una bomba de media tonelada queda listo para papeles. Los Mosquitos no son la única amenaza, ya que los ingleses están reemplazando la colección de antiguallas de su mando de bombarderos por grandes cuatrimotores. Los Stirling son malos, pero los Halifax son aparatos modernos con buen rendimiento, y tienen otro modelo a punto, uno que se llama Lancaster, que según dicen se come los niños crudos. Esos cuatrimotores no pueden escapar de nuestros cazas, pero han encontrado una manera de burlarlos: los envían en masa para desbordar nuestras defensas. Basta que pasen unos pocos para que causen un desastre, ya que cada uno lleva bombas suficientes para arrasar una manzana de casas.

—¿A qué te refieres con eso de desbordar nuestras defensas?

—No es fácil de explicar. Los cazas no pueden ver al enemigo de noche y necesitan los radiotelémetros, pero los de los aviones tienen pocos kilómetros de alcance. Es necesario que un operador desde tierra guie a los interceptores hasta que detectan al avión enemigo, y para eso emplea grandes radiotelémetros que siguen al bombardero enemigo y a nuestro avión. Lo malo es que solo se puede interceptar un aparato cada vez, y se tardan varios minutos en hacerlo. El general Kammhuber ha organizado una barrera defensiva dividida en pequeños sectores, y en cada uno operan dos cazas, pero a lo sumo consiguen derribar un bombardero cada diez minutos. Cuando cada avión volaba por su cuenta, esa barrera conseguía infligir severas pérdidas al enemigo, pero ahora los ingleses han metido en cintura a sus pilotos, e intentan que todos sus bombarderos pasen por un pequeño sector en pocos minutos. Los cazas hacen lo que pueden, pero como solo pueden atacar a un avión cada vez, por cada bombardero que cae pasan otros veinte. Además están empleando su versión del Düppel, y también usan transmisores que emiten a toda potencia para que no podamos utilizar las radios. Cualquier día una masa de aviones va a arrasar una ciudad. Miedo me dan las de Renania y las del mar del Norte.

—No sabía todo eso. Me estás empezando a alarmar.

—Si solo te estás alarmando es que aun no te haces idea de la gravedad del problema. Imagina por un momento que Churchill se vuelve loco y ordena que sus aviones lancen gases venenosos o diseminen gérmenes de enfermedades. Un agente irlandés ha escuchado rumores sobre experimentos con ántrax. He preguntado a un médico especialista en bacilos y me ha dicho que bastaría la carga de uno de esos bombarderos Mosquito para aniquilar una ciudad pequeña. Además… —Von Richthofen calló. Pero el regente sabía lo que quería callar.

—Estás pensando en la bomba de uranio ¿verdad? Albert Speer me ha puesto al corriente.

—Efectivamente. Es un experimento loco que no sé si llegará a nada, pero si funciona puede ser terrible. Los físicos dicen que un artefacto de uranio podría tener la potencia de cientos de toneladas de explosivos. Imagina un bombardeo si cada avión enemigo lleva una bomba de esas. Bastaría un ataque para que no quedase nada de Berlín.

La sala quedó en silencio mientras el regente meditaba sobre las implicaciones de lo que estaba diciendo Von Richthhofen. Yo pensé en Herta envenenada, enferma de muerte o aplastada por esos inventos del demonio. El regente se quedó muy preocupado.

—Supongo que nos estamos preparando para lo que me cuentas.

—Desde luego —contestó Von Richthofen—. Nuestros científicos trabajan con el Uranio y lo terrible es que parecen ir por buen camino. Creemos que los anglosajones también están con ese metal del demonio porque ha desaparecido cualquier mención esa sustancia en sus revistas científicas. Temo un mundo con esas bombas, pero no se puede volver a encerrar al demonio en la botella. Para bien o para mal tendremos que convivir con ellas. Si se pueden fabricar, nosotros las tendremos, y si nos las lanzan devolveremos ojo por ojo y diente por diente. Además, hemos almacenado suficientes gases venenosos como para emponzoñar media Inglaterra, y no son los de la guerra anterior sino unos nuevos de los que basta una minúscula gota para matar. Si los ingleses cometen la estupidez de utilizarlos, convertiremos Gran Bretaña en un cementerio.

—Es decir, que si nos matan los matamos, y todos muertos.

—Más o menos. Con esa amenaza cualquier persona sensata evitaría emplear venenos, enfermedades o bombas de uranio. Pero Churchill no es una persona sensata. Es un animal herido que quiere llevarse con él al cazador.

—Yo he cazado en África y recuerdo a los vengativos búfalos —dijo el regente—. Gracias por contarme todo eso; lo recordaré esta noche cuando no consiga conciliar el sueño.

—Por eso estoy dando tanta importancia a la defensa de nuestras ciudades. He ordenado organizar una segunda línea de defensa que emplee otros métodos más difíciles de saturar. Kammhuber ha reunido un equipo que está estudiando cuál puede ser el mejor sistema, y el que parece más interesante es imitar sus métodos y enviar nuestros cazas hacia la masa enemiga, donde no les costará encontrar sus presas. Aparte de eso estamos invirtiendo cantidades tremendas para mejorar la artillería antiaérea. Se están sustituyendo los Flak 36 y Flak 41 del ochenta y ocho, por otros de diez y de trece centímetros. Además hay varios departamentos investigando cohetes que se puedan guiar desde tierra contra los aviones enemigos.

Al regente le llamó la atención la idea— ¿Cohetes teledirigidos? Me habías dicho lo de las bombas contra barcos, pero no sabía nada de esos cohetes.

—La marina fue pionera pero nosotros no vamos detrás. He pedido al mariscal Von Manstein que cree un departamento nuevo que se encargue del desarrollo de esas armas. Imagina que en vez de tener centenares de cañones disparando al cielo bastase con disparar un cohete y dirigirlo hasta que choque con el bombardero.

—Con cohetes de ese tipo sería imposible para los aviones enemigos llegar a Berlín, y entonces no podrán lanzar venenos, ántrax ni bombas de uranio.

—Esa es la idea.



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Los ocho Fw 200C-3/U-2 despegaron de Lavacolla al atardecer. Bajo la panza de cada avión colgaba un enorme torpedo al que los tripulantes miraban con desconfianza, ya que funcionaba con oxígeno líquido, fluido famoso por su temperamento explosivo. Antes de despegar los torpedos habían sido regulados para que a seis mil metros de distancia empezasen a describir círculos: era la distancia mínima para lanzarlos sin preocuparse de los buques de escolta.

Un Fw 200D vigilaba al gran convoy, una misión peligrosa. El día anterior cazas lanzados con catapulta habían acabado con varios aparatos de observación, y otros dos fueron derribados por el denso fuego de dos cruceros antiaéreos. Pero los buques antiaéreos no podían cubrir todo el perímetro y el Condor encaminó a los cuatrimotores torpederos, que avistaron su objetivo cuando aun quedaban dos horas de luz. El capitán al mando de la misión ordenó lanzar un primer ataque: los Condor se separaron dejado un centenar de metros de distancia entre ellos, y cuando pudieron avistar a los escoltas cada cuatrimotor dejó caer una bombeta, que eran granadas de mano unidas a flotadores y que produjeron satisfactorias salpicaduras. Después viraron y se alejaron sin dejar de mantener la formación.

El comodoro del convoy tenía instrucciones de evitar la dispersión, pero no podía ignorar ocho lanzamientos y ordenó que todos los barcos virasen simultáneamente para ofrecerles la proa; pero no se avistó ningún torpedo. Los Condor repitieron el ataque una vez más por cada banda. No se avistaron estelas, pero la posición de los mercantes se trastocó y el comodoro tuvo que ordenar aminorar para evitar colisiones. Mientras, los cuatrimotores alemanes volvieron a la carga por babor. Esta vez fue diferente como demostraron la dos explosiones que se produjeron minutos después. Además, un petrolero en el centro de la formación vio con espanto como el torpedo que acababa de esquivar empezaba a virar hasta alcanzar a su matalote de popa.

Los cuatrimotores volvieron hacia Lavacolla. Dejaban atrás tres mercantes y un petrolero a punto de hundimiento.



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En el Gajuchi el ambiente se estaba animando por momentos. Ha-bíamos permanecido en silencio radiofónico, y solo contactábamos mediante radioteléfono de corto alcance con los aviones alemanes que de vez en cuando se acercaban; eran ellos los que después avisaban de nuestra posición al resto de la flota. Sin embargo, acababa de llegar un mensaje prioritario, y el crucero Monteccuccoli empezó a difundir nuestra posición a los cuatro vientos, que ya me hubiese gustado decirle un par de cosas a su comandante sobre discreción. Como era de esperar, ese mismo día amaneció un barco norteamericano, una cosa a medias entre patrullero y crucero que según las tablas de identificación parecía un cañonero de la clase Erie. El simpático se puso a seguirnos y ya que estaba por allí hizo los coros al Monteccuccoli con su radio a toda potencia. Como mosca atraída por la miel, llegó al poco un gran hidroavión cuatrimotor con marcas británicas que nos echó una buena ojeada.

Pensaba yo en el puente que dos es compañía y tres es multitud. Al menos, como la discreción se había ido a la porra el capitán Freire nos autorizó a encender los radiotelémetros. Esa noche la pantalla se llenó de contactos. Subí corriendo al puente y ordené zafarrancho de combate, pero entonces vi unas señales luminosas. Me tranquilicé, pues los ladrones no suelen llamar a la puerta antes de entrar, y me quedé aun más ancho cuando a la amanecida pude ver a los magníficos cruceros que mandaba el almirante Regalado. Aun no habían acabado de repostar cuando los retemés detectaron más invitados, que esta vez se anunciaron por la radio —ya que también tenían carabina, no tenían sentido las sutilezas— y en seguida tuvimos a toda la Combinada a nuestro alrede-dor, haciendo turnos para rellenar los depósitos. Día y medio duró la faena, y después la Combinada hizo mutis. Echamos en falta la compañía, más que nada porque también se llevó a Leonardi y sus cruceros. Así que nos íbamos a quedar solitos y desamparados. Menos mal que recibimos instrucciones de dirigirnos hacia Vigo. Quedaban por delante dos o tres días llenos de riesgos, pero riesgos submarinos, algo con lo que podríamos entendernos. Los cañonazos, que se los repartiesen entre Ciliax y sus acorazados, y si Leonardi se llevaba algún pepino, pues que se hubiera quedado con nosotros.



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Ahora la crisis se extendió al otro lado del océano. En el Almirantazgo preocupaba el escuadrón alemán de Noruega. Tras destruir al convoy HX-174 se había mantenido unos días en el mar, pero había retornado a Trondheim para llenar los depósitos. Una semana antes los agentes noruegos habían avisado que los fondeaderos estaban vacíos. Por desgracia los submarinos que vigilaban el fiordo no habían visto nada, y los tres grandes cruceros se habían perdido en el mar de Noruega. Fraser había pensado que se unirían a la flota enemiga en el bloqueo, hasta que un avión de reconocimiento los había avistado entrando en el Atlántico Norte a través del estrecho de Dinamarca.

Tres cruceros pesados más no parecían mucho, estando en el mar una escuadra de acorazados enemiga. Pero los tres barcos, que por lo que se sabía seguían bajo el mando del agresivo almirante Lütjens, estaban navegando a marchas forzadas hacia el convoy de Terranova. Para defenderlo Vian contaba con dos cruceros, el Mauritius y el Glasgow, y ya se dirigía al encuentro de los alemanes. Pero era un enfrentamiento que Fraser no deseaba. Aunque los dos barcos de Vian eran muy potentes, la Royal Navy ya conocía las excelencias de las unidades alemanas. Sería un combate difícil; si hubiese que aventurar probabilidades, Fraser solo hubiese dado una entre tres a Vian. Ni siquiera la victoria bastaría, porque los barcos de Vian quedarían para el arrastre, y no sería de extrañar que algún buque enemigo quedase indemne y después destrozase algún convoy. El almirante decidió ordenar a Vian que se mantuviese a corta distancia de los germanos, pero evitando el combate por ahora. Así limitaría la libertad de acción de los alemanes y, si lo consideraba necesario, siempre se le podría dar la orden de atacar. También ordenó que los cruceros que protegían el convoy de Halifax se uniesen a Vian, y que hasta que la amenaza que planteaba Lütjens no estuviese despejada, los dos convoyes de Canadá se alejasen hacia el suroeste.



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La batalla que se avecinaba preocupaba tanto al regente que pidió permiso a Marschall para visitarle en la Shell Haus. Le avisó no porque no pudiese plantarse allí cuando quisiera, sino para no molestarle más de la cuenta. Como el Grossmarshall estaba ocupado fue el almirante Doenitz quien nos recibió. Parecía tener tiempo para visitas, algo sorprendente en medio de un combate, pero el tempo de las operaciones navales no era como el de tierra, y para los detalles estaban sus ayudantes.

—Alteza, me alegro de recibirles.

Von Lettow le pidió que le apease de las reverencias, pero Doenitz se excusó diciendo que no sería adecuado. Quedó claro que no era por respeto, sino una manera de mantener las distancias. Del almirante unos decían que había sido un admirador de Hitler, y otros que seguía siendo leal a los Hohenzollern. Corría el rumor de que no le gustaba el protagonismo que había adquirido la marina de superficie. Incluso se decía que había aspirado a suceder a Raeder, y que la designación de Marschall le había chasqueado. Doenitz era demasiado profesional como para que el disgusto afectase a su labor, pero quedó claro que no quería entrar en el círculo del regente.

—Espero no interrumpirle, almirante.

—La verdad es que estoy muy ocupado, pero puedo dedicarle unos minutos ¿Qué se le ofrece?

—Como podrá imaginar, estoy muy preocupado por lo que pueda estar ocurriendo en el Atlántico.

—Usted y nosotros. Esta misma noche va a empezar la fase álgida del enfrentamiento. Ayer al atardecer Ciliax terminó de repostar y puso rumbo norte. Ha solicitado y le he concedido que se le una la división de cruceros italianos de Leonardi. Los petroleros correrán peligro al quedarse sin protección, pero prefiero perder alguno si así Ciliax tiene ventaja. Mañana por la tarde empezará la batalla. Hasta entonces voy a tener entretenidos a los ingleses. He estado reuniendo submarinos alrededor del convoy, y esta noche lo atacarán. Van a volver a la táctica de la «manada de lobos» que llevaban meses sin emplear. Aunque la escolta del convoy enemigo es muy fuerte, está por ver que pueda resistir el ataque de más de treinta U-boots.

—Me imagino a sus sumergibles haciendo estragos entre los mercantes.

—No sé si su Alteza sabe que ya no seguimos esa táctica. Hasta hace poco, los submarinos intentaban evitar a los barcos de escolta enemigos, pero desde hace unos meses cambié la táctica. Ahora los buscan deliberadamente, para abrir huecos en la defensa. Normalmente, solo se lanzan contra el convoy tras dos o tres días de diezmar a los buques de guerra enemigos. Por desgracia, en esta ocasión no vamos a tener tanto tiempo. Intentarán abrir brecha, pero solo tendrán unas horas; después, y pase lo que pase, tendrán que atacar al convoy.

Doenitz no nos contó mucho más y empezó a dar signos de impaciencia. Von Lettow-Vorbeck supo reconocerlos y se despidió, agradeciendo al almirante su atención.



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Cuando anocheció convergieron hacia el convoy ON-75 veintisiete submarinos, todos de los tipos VIIB y VIIC. Empleaban sus radiotelémetros para buscar huecos en la línea de barcos de escolta, pero también los británicos estaban equipados con radares, y sus contrataques obligaban a los alemanes a retirarse o a sumergirse. Al menos, lo nutrido de la fuerza atacante impedía que los ingleses mantuviesen el acoso a los submarinos, y dos corbetas que lo intentaron acabaron hundidas.

Además de las dos corbetas, un cañonero y dos dragaminas fueron alcanzados por torpedos de los submarinos que, como en otras ocasiones, atacaban a cualquier escolta que se pusiese a su alcance. El cañonero se mantuvo a flote el tiempo suficiente para que su dotación lo abandonase, pero un dragaminas voló y el otro se partió por la mitad y se hundió como una piedra. Por desgracia para los supervivientes, resultaba demasiado peligroso detenerse e iban a quedar abandonados en medio del Atlántico.

Los U-boot intentaron penetrar por los huecos abiertos, pero los barcos británicos corrieron a cerrar los espacios. Tras varios intentos fallidos, los U-Boot renunciaron a penetrar el anillo de escoltas y siguieron el plan de ataque alternativo. La mitad de los torpedos que llevaban eran viejos G7a de vapor, de gran alcance pero indiscretos, que habían sido modificados con el mecanismo FAT. Tras regularlos a ocho mil metros los lanzaron en la dirección general del convoy; si no alcanzaban ningún objetivo empezaban a describir círculos al llegar a la distancia seleccionada. Minutos después empezaron a producirse explosiones. Al amanecer cinco mercantes se habían hundido y otros cuatro renqueaban hacia Islandia intentando ponerse a salvo.

También al amanecer los sumergibles comenzaron a enviar informes de contacto. Sus órdenes eran extrañas: tenían que emitir con su moderno sistema electromecánico de cifrado, que permitía enviar mensajes «asépticos» sin la característica firma del radiotelegrafista. Tras hacerlo, debían moverse unas millas para volver a radiar otro mensaje de similar longitud aunque completamente diferente. Así una y otra vez, llenando el éter de grupos de letras sin sentido. A los comandantes no les agradaba para nada lo que estaban haciendo, ya que podía atraer a barcos y aviones enemigos. Como se temían, varios de los sumergibles tuvieron que hacer inmersiones de emergencia al detectar la aproximación de aviones británicos. Aun así, en cuanto pudieron emerger volvieron a emitir. Órdenes eran órdenes.

Para los destructores de escolta, que estaban a pocas millas, detectar el origen de las emisiones resultó casi banal. También lo fue para los analistas del Almirantazgo diferenciar los mensajes y hacer cuentas. Poco después tanto el almirante Tovey como el contralmirante Dawson, que actuaba como comodoro del ON-75, fueron informados de que les acechaban entre cincuenta y sesenta submarinos, y de que se aproximaban más.

No eran las únicas intercepciones. El éter sobre el Atlántico parecía vibrar. No solo los submarinos que rodeaban al ON-75 empleaban sus radios. Los cruceros auxiliares no lo hacían, ya que su supervivencia dependía de la discreción, pero sí una veintena de submarinos italianos. Con sus equipos de diseño germano recién instalados, emitían mensajes indistinguibles a los que radiaban las diferentes escuadras en el mar.

Los puestos de escucha a ambas orillas del océano detectaban decenas de estos mensajes. Según el acuerdo entre Churchill y Roosevelt, los barcos norteamericanos debían identificar y seguir a los buques enemigos, para que después la Royal Navy se encargara de ellos. Pero eran demasiados incluso para la numerosa flota estadounidense, cuyos buques recorrían millas y millas sin encontrar nada, y sin poder reforzar a los que vigilaban las escuadras del Pacto.



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A la mañana siguiente volvimos a la Shell Haus. El regente iba a mantenerse al margen intentando molestar lo menos posible, pero quería saber lo que estaba pasando. De nuevo Doenitz nos proporcionó un breve resumen de lo ocurrido durante la noche.

Las primeras noticias procedían de los submarinos que rodeaban al convoy, que radiaron sus informes con los resultados del ataque. Llegaron pocos minutos después: si algo se había aprendido de Mogador era la importancia de las comunicaciones fluidas, y las máquinas desarrolladas por el capitán Zymalkowski permitían el cifrado y descifrado rápido de los mensajes, que inmediatamente eran retransmitidos por sistemas electromecánicos más veloces y fiables que un operador humano.

Los mensajes decían que el ataque nocturno no había ido del todo bien. Los escoltas habían defendido el convoy fieramente y cuatro de los submarinos no estaban respondiendo. Al final ningún sumergible había conseguido introducirse en el convoy, pero habían disparado contra cuatro corbetas británicas y después lanzaron torpedos de largo alcance contra la masa de mercantes. Era difícil saber si el ataque había sido efectivo. Los hidrófonos habían detectado explosiones lejanas, pero podían ser cargas de profundidad. La única confirmación provenía de un hidro que había observado dos mercantes que intentaban llegar a Islandia, probablemente tras haber sido averiados.

Por la mañana la Luftwaffe había repetido el ataque con torpedos. Era el tercero que sufría el convoy, pero también el último porque los Condor ya operaban al límite de alcance. Esta vez, como no sobraba el combustible, no se hicieron filigranas, y los aviones de reconocimiento que acompañaban a los de ataque solo detectaron un hundimiento. Hasta ahora los torpederos de largo alcance habían logrado algún éxito, pero sin conseguir desorganizar el convoy.

También había informes de otro tipo. El almirante nos dijo que se había dado luz verde a la operación Apolo, y que al atardecer zarparían los buques que participaban en ella. El regente se sorprendió, porque no sabía nada de eso, pero Doenitz le explicó que se trataba de una maniobra muy comprometida, y que por eso se había mantenido en secreto. Iba a describírsela cuando llegó un informe prioritario: un cuatrimotor confirmó que los buques de Ciliax estaban ya a solo cien millas del convoy, pero una escuadra de acorazados y de cruceros británicos se dirigía a su encuentro.



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Muchas millas hacia el este, los tres cruceros de Lütjens viraron hacia el sur y aumentaron su andar. También lo hicieron los barcos de Vian, a los que se acababan de unir los cruceros York y Frobister. Con cuatro grandes cruceros Vian ya podía buscar el combate con el escuadrón germano, al que superaba en número, potencia de fuego y velocidad. Pero aun no había llegado al contacto visual cuando llegó un aviso del Almirantazgo: uno de los Digby basados en Garður, en Islandia, había observado que los alemanes habían invertido su rumbo y volvían hacia el norte.

El contraalmirante Vian no había llegado a su puesto por carecer de inteligencia, y dudaba que los alemanes fuesen a replegarse por el estrecho de Dinamarca. Lütjens —el almirante alemán que mandaba el escuadrón de Noruega— había demostrado ser un jefe muy agresivo, que había atacado al convoy HX-174 aun creyendo que lo escoltaba un crucero de batalla. Es más, de volver a Noruega sería más lógico que lo hiciera entre Islandia y las Feroe, alejándose de los aviones torpederos británicos basados en Islandia. Vian supuso que si el enemigo había invertido el rumbo era para rodearle por la popa y caer sobre un convoy. Inmediatamente hizo lo mismo, dirigiéndose hacia la posición en la que calculaba se encontraría con los alemanes, basándose en el avistamiento del Digby y suponiendo que los alemanes modificarían el rumbo. Pero cuando llegó la noche el mar seguía vacío. Temiendo ser dejado atrás, Vian ordenó un nuevo cambio para acercarse al convoy más norteño. Por desgracia el estado de la mar impedía utilizar los hidros, y solo podía confiar en sus radares y en sus vigías, además de los Digby de Islandia.

A sesenta millas al oeste suroeste, Lütjens navegaba en rumbo convergente con Vian. Efectivamente, había aprovechado el seguimiento por el avión inglés para hacer un «regate», pero no el esperado por Vian. En lugar de intentar rodearlo por el este o el oeste, volvió hacia el sur para dirigirse directamente hacia un convoy. Supuso que sería la maniobra que menos esperarían los ingleses, y confiaba en que los equipos del Seydlitz le alertasen de la proximidad del enemigo. A pesar del consumo, decidió estrepar hasta los veintiséis nudos, la velocidad máxima del Scheer. El crucero acorazado era un motivo de preocupación para Lütjens, pues hacía su agrupación más lenta que la británica; a cambio la potencia y alcance de sus cañones suponían una baza de gran peso.

Durante toda la noche tanto alemanes como británicos navegaron hacia el convoy de Terranova. Pero cuando aun quedaban tres horas para el amanecer, los equipos del Seydlitz detectaron emisiones procedentes del noroeste. Los barcos ingleses se acercaban y la potencia de la señal indicaba que no estaban demasiado lejos. Lütjens aun podía atacar el convoy, pero corriendo el riesgo de quedar atrapado entre la escolta y los cruceros enemigos. Como sus instrucciones no le autorizaban a un combate naval en desventaja, y menos aun tan lejos de bases propias, la única opción que le quedaba era esquivar al enemigo. Lütjens ordenó apagar los radiotelémetros de sus buques y puso rumbo suroeste durante tres horas. Cuando la intensidad de las señales disminuyó, moderó la velocidad y se dirigió hacia el oeste.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La Combinada había repostado y se dirigía hacia el nordeste en busca de la batalla, como siempre con el Tirpitz al frente. El crucero norteamericano nos seguía y no mucho después volvió a visitarnos un hidroavión, un Catalina con marcas británicas que nos siguió desde fuera del alcance de nuestros cañones.

Fue entonces cuando empezó el juego. Primero el capitán Topp ordenó que se izasen los «Blumenkranz», unos artilugios hechos con alambres y cintas a los que jocosamente llamábamos guirnaldas. Luego, como con ingleses y norteamericanos siguiéndonos no tenía sentido la discreción, la radio del Tirpitz empezó a transmitir mensajes. Unos iban dirigidos a Berlín, otros a los submarinos que desde lejos seguían al convoy, y los demás a las divisiones que componían la flota. Poco después los cruceros de Regalado y de Bourragué aumentaron su andar hasta los veintiocho nudos y pusieron proa al norte mientras los acorazados mantuvimos el rumbo nordeste, seguidos por los cruceros de Leonardi y Da Zara. Desde mi puesto de combate pude ver como parte de la flota se perdía en el horizonte.

Lo divertido fue ver los titubeos de nuestras carabinas. El crucero norteamericano pareció dudar antes de decidirse por seguir a los acorazados, mientras que el Catalina lo hizo con los cruceros. Esos malditos hidros, a pesar de su aspecto anticuado, aguantaban lo menos una semana volando. Para incordiarles y por primera vez en toda la operación los barcos emplearon sus emisores para interferir con las radios enemigas; hacerlo con el crucero no sería fácil —los Omaha se habían diseñado como exploradores y tenían vatios para dar y sobrar— pero el Catalina tendría más peliagudo chivarse de lo que hacíamos.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Fraser había imaginado que el ataque nocturno de los submarinos era señal que anunciaba al de los acorazados, y si tenía dudas, desaparecieron cuando el agregado naval de la embajada norteamericana avisó que la flota del Pacto se movía hacia el norte. Viendo el mensaje, Fraser profirió una maldición: llegaba con ocho horas de retraso. El crucero norteamericano Memphis había avisado a Washington y ellos a su vez habían enviado un cable a la embajada norteamericana. Entre cifrado y descifrado eran normales las demoras, y más aun porque los mensajes habrían pasado por el filtro de algún alto oficial. Hubiese sido mucho mejor que los barcos norteamericanos se comunicasen directamente con Londres, pero entendía que había condicionantes políticos que lo impedían. Al menos los primos habían tenido la gentileza de emitir continuamente para que los radiogoniómetros pudieran seguirles, y Fraser ya sabía desde unas horas antes que el Memphis había modificado el rumbo.

Dio orden de transmitir el aviso a Tovey. De nuevo, no incluyó ninguna recomendación; el ya sabría qué hacer. Luego pensó en el Premier y en sus payasadas. De haber mostrado un atisbo de sensatez, el Memphis llevaría la cruz de San Andrés, pero Churchill no había sabido contenerse cuando le tocaron el tema de Irlanda. En Berlín debían estar riéndose a carcajadas viendo cómo caía en las trampas que le ponían. Era igual que las corridas de toros de los españoles, que cuanto más fiera y brava era la bestia más se dejaba engañar por la muleta. Churchill estaba actuando como un morlaco bien encastado; lo malo era que sus alocadas embestidas arrastraban a la nación. El almirante ya no tenía dudas: si Estados Unidos no intervenía, Inglaterra estaba perdida. Ni siquiera tenía confianza en la batalla que se avecinaba, pues si lograba vencer en poco aliviaría a la nación, pero si perdía…



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Con la marcha de la Combinada el mar se había quedado vacío. El capitán Freire, con el Vulcano, se mantenía a proa de los petroleros, y los cañoneros cubríamos las bandas. Eso sí, seguíamos con la compañía del norteamericano y su cháchara radiofónica. Seguro que estaban llamando a la base para ver qué tal estaba la tía Basilisa o si el capitán se había dejado las luces del piso encendidas, y no para guiar a los britanos; siempre hay que conceder el beneficio de la duda. Aparte que el barcucho norteamericano era tan grande como el Vulcano y llevaba cañones más gordos, y no era cuestión de buscarle las cosquillas tan lejos de casa.

Lo malo era que tanto mensajito estaría atrayendo tiburones de la Navy, y como los petroleros no pasaban de los quince nudos no podríamos soñar con darles esquinazo. Pero Don Jacinto Freire sabía más que los ratones coloraos. Esa tarde emitió un mensaje ordenando encender el radiotelémetro por turnos para no dar demasiadas pistas —el mensaje lo envió con la máquina de cifrar que ya sabíamos que fallaba más que una escopeta de feria— y luego recibí otro con la lámpara de señales, aprovechando que el yanqui no podía verlo porque el Gajuchi estaba en la banda contraria. Así que nos dedicamos a encender y a apagar la circuitería hasta que cayó la noche. Entonces el convoy invirtió la marcha mientras yo seguía haciendo el memo con mi cañonero, a ratos con el radiotelémetro en marcha, a ratos apagándolo mientras cambiaba de posición, todo eso mientras parloteaba por el radioteléfono sin parar. La cuestión era aparentar que éramos muchos.

Lástima que el retemé no detectase las caras, que me hubiese gustado ver la del capitán yanqui cuando amaneció y vio que había perdido la noche siguiendo al Gajuchi. El barco gringo salió por pies a ver si encontraba a los petroleros, pero bueno iba, que Don Jacinto le daba cien vueltas al petimetre que mandaba el cañonero norteamericano. Cumplida mi misión puse proa hacia Vigo, pero sin olvidar tener los instrumentos encendidos, no fuera que a algún britano se le ocurriese anotarse un punto con mi barquito.



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Los malditos americanos habían olvidado avisar que la flota enemiga se había dividido. Menos mal del Catalina y del teniente que lo pilotaba. Haciendo alarde de sentido común, y pensando que las interferencias del enemigo podrían dificultar la recepción del mensaje, se había alejado para repetirlo una y otra vez hasta asegurarse de que se recibía. Así se habían ganado unas horas clave. Fraser decidió condecorar al piloto, pues en la guerra el valor es necesario pero más la inteligencia.

El almirante ordenó que se transmitiese inmediatamente el aviso a Tovey. Parecía clara la estrategia enemiga: dividirse en grupos para que uno de ellos entretuviese a la Home Fleet mientras el otro destrozaba al convoy. Bien pensado, la avería del Barham había sido un favor de los cielos. Sus cañones de quince pulgadas servirían de última defensa contra los cruceros del Pacto, y mientras la Home Fleet podría mantener a raya a los acorazados enemigos. A Fraser no le terminaba de gustar que la flota escoltase al convoy desde lejos, pero entendía que no quedaba alternativa. Había demasiados submarinos rondando, todavía más que en Mogador, y si Tovey se mantenía a la vera de los mercantes, acabaría como el difunto Somerville: con la mitad de sus barcos agujereados y el enemigo echándo-sele encima.

Otra preocupación era el escuadrón alemán de Noruega. Había con-seguido esquivar a Vian, y ahora parecía dirigirse directamente hacia el ON-75. Era otro problema con el que Tovey tendría que lidiar, porque Fraser no se atrevía a dejar sin protección al HX-177 y al SC-76. Los alemanes podrían destruirlos si se volvían y evitaban otra vez a Vian. Le hubiese gustado que Tovey contase con la ayuda de los cuatro cruceros de Vian, pero los convoyes de Terranova eran demasiado valiosos.



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El crucero yanqui seguía delatando nuestros movimientos, mientras que nosotros solo teníamos una idea aproximada de la posición del enemigo. Los informes decían que carecían de portaaviones, pero el capitán Top nos dijo que ya habíamos perdido varios Condor; no se podía descartar que aun les quedase portaaviones, y por eso la flota había adoptado un dispositivo antiaéreo y antisubmarino, que mantendría hasta que nos acercásemos a los ingleses. La pérdida de los Condor era un buen inconveniente, pues nos hubiesen podido proporcionar la situación del enemigo casi al momento, pero al menos teníamos la ayuda de los submarinos. Seguían de cerca al convoy y a la Home Fleet, empleando los radiotelémetros del enemigo como balizas. Mediante sus informes y triangulando, se estimaba que estaban a apenas sesenta millas. Al saberlo, el capitán ordenó ocupar los puestos de combate. Hizo bien, porque mucho antes de lo que esperábamos recibimos un aviso por la megafonía: desde el puente informaron que se detectaban emisiones enemigas por la proa.

Al momento hubo movimiento en la flota. Los cruceros italianos moderaron su andar hasta quedar a retaguardia, y los sustituyeron cuatro grandes destructores de la Kriegsmarine que se pusieron en nuestra estela. Los demás destructores siguieron cubriendo las bandas, aunque prestos a quitarse de en medio. Una vez reorganizada la formación, la flota disminuyó el andar a quince nudos, y cayó dos cuartas a estribor.

Como no se detectaban aviones enemigos, pude emplear los sistemas de la dirección de tiro antiaéreo para escudriñar el horizonte. La batalla parecía empezar como la de Mogador, pero en lugar de las tardes luminosas de África, el cielo estaba cubierto por nubes de color gris plomo, y la bruma limitaba la visibilidad a unas quince millas. Estaba oscureciendo y cada vez se veía menos. Supe que se acercaban problemas cuando vi que las torres se orientaban a babor, y que la flotilla de destructores que teníamos en esa banda de babor invertía su rumbo, para luego quedar por nuestra aleta.

Yo seguía intentando distinguir algo en el espacio que había quedado abierto, pero aun no había conseguido ver al enemigo cuando sonaron los timbres avisando que la artillería iba a disparar. Me ajusté los auriculares, abrí la boca y tragué saliva. Al momento el barco se conmocionó cuando las dos torres de proa abrieron fuego. La batalla de la Meseta del Telégrafo había empezado.



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Seguimos con los magníficos dibujos de ReyTuerto:

La división mixta de cruceros del almirante Regalado en DeviantArt

Saludos



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