Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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—Hans, estamos perdiendo el tiempo.

—Yo pienso lo mismo, pero órdenes son órdenes. Señora ¿es aquí donde vio esas huellas?

—Sí, herr policía, estaban por toda esta escalera hasta el rellano. Tuve que decirle a Helga que las fregase. Helga es mi criada y no le tocaba hacer la escalera hasta la semana que viene, pero quería que limpiase esa porquería que seguro que era cosa de algún mendigo o de algún polaco que se habría colado. Sepa usted que en esta casa vive gente decente y…

—Basta, señora ¿tiene las llaves de ese piso?

—No, herr policía. Las tenía el portero pero…

Hans recordó la pasta de carne, sangre y piedras en la que se había convertido el pobre hombre. Desde luego que él no iba a meter la mano ahí.

—Da igual —dijo, golpeando la puerta— ¡Abran! ¡Policía!

Al no tener respuesta se lanzó contra la hoja que cedió con facilidad, aflojada como estaba por la bomba de la noche anterior. Los dos policías recorrieron el apartamento que estaba hecho un desastre, con el suelo cubierto de escombros, cristales y astillas de vigas y ventanas. Solo vieron una mesa, algunas sillas y un par de camas cubiertas con sábanas para protegerlas. Las levantaron e inspeccionaron bajo los colchones, pero no encontraron nada. Ni siquiera marcas en el polvo.

—Ya ves, Hans, está vacío. Señora ¿hay más pisos vacíos en el bloque?

—Sí, herr agente, en el piso de arriba...

—Pues vámonos.

No oyeron el suspiro de alivio de Savely.



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La búsqueda del Alto seguía sin dar frutos. Aunque esta vez Gerard confiaba en que no volviese a escaparse, si volvía a enseñar el hocico. Había repetido las órdenes de disparar en cuanto le viesen, y la policía, que sabía que el Alto ya había matado tres veces, no iba a andarse con contemplaciones. Por ahora no podía hacer más, y tenía bastante más quehacer. Al director le preocupaban todos esos grupos de terroristas a sueldo de los soviéticos que, según todos los indicios, estaban a punto de actuar. Quería desmantelarlos, pero Schellenberg le ordenó retrasar la operación, diciendo que sería mejor esperar hasta que descubriese todos, y además el momento político no era el mejor para tener una crisis con los soviéticos. Según el general, convenía esperar a que se celebrase la Asamblea de Verdún. Luego tendría vía libre.

Tras la reunión, Gerard escribió otra carta en su despacho.

Tengo buenas noticias, Nicole. Esta vez sé que solo quedan unas semanas hasta que me reúna otra vez con Marcel y contigo. Cuento las horas que faltan.

Mientras, seguiré luchando contra los enemigos de Alemania. La gente cree que están en Inglaterra y no sabe que anidan serpientes en nuestra casa. Estoy persiguiendo a un asesino ruso, un hombre alto que no tiene escrúpulos, pero en cualquier momento lo atraparé. También voy tras traidores que se están preparando para matar a inocentes. Como Marcel. Como tú. Si dependiera de mí ya los hubiera liquidado, pero el general me ha aconsejado esperar, para que cuando se cierre la trampa caigan todas las alimañas. Es lo razonable, pero no puedo estar tranquilo mientras esas víboras sigan respirando. Voy a reforzar la vigilancia, y si intentan morder, estemos preparados.

Me gustaría escribirte hojas y hojas, pero no tengo tiempo, y además cuando antes acabe, antes me reuniré con vosotros.

Contigo siempre, Nicole.


Metió la cuartilla en el sobre y lo dejó en la bandeja, sabiendo que iría directamente al despacho del general. Suspiró visiblemente, para beneficio del cartero que le espiaba. Aunque bien pensado, el suspiro no era fingido pues Gerard sabía perfectamente cómo iba a reunirse con su familia, si dependía de Schellenberg. Después escribió una nota para la Sección, y ordenó que le trajesen un café, a sabiendas que otro de los carteros que le espiaban se hacía pasar por camarero. En los minutos que tuvo libres entregó la nota a un ayudante de confianza. En ese papel estaba la orden de prepararse para rescatar a su familia.



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Francia empezaba a recuperarse de la derrota de 1940, y sus factorías, que trabajaban a pleno rendimiento, habían readmitido a muchos franceses que habían perdido el empleo; incluso los prisioneros que volvían de Alemania y que el ejército no había reincorporado, encontraban trabajo en la industria de guerra. Además, trabajar para los alemanes era un raro privilegio, ya que pagaban en valiosos Reichsmarks y no en devaluados francos. Aunque a algunos no solo les atraían los elevados salarios o el acceso a productos de lujo.

Para Edith Lauzier, que había perdido a su hermano luchando en las brigadas internacionales en España, era la ocasión de vengarse de los fascistas. Era una limpiadora escrupulosa que vaciaba papeleras y pasaba un trapo húmedo por las pizarras; aunque solo tras memorizar las palabras medio borradas que podía reconocer.

Jacquenett Leblanc necesitaba cada pfennig que pudiese obtener, ya que era el único ingreso de su familia desde que su padre quedó inválido en el Loira, el último día de la invasión alemana. De ahí que además de lavar los uniformes de los aviadores, estuviese atenta a cada palabra que escuchaba.

Aun más palabras oía Mimí, alias de Geneviève Ruel, una de las pupilas de Madame Didí. Geneviève había nacido en una familia de labradores, deshecha por la muerte del padre y de tres hermanos en las trincheras de la anterior guerra. Sin hombres con que cultivar las tierras, habían tenido que malvenderlas, solo para sobrevivir en el peor antro de Cherburgo. Tuvo la desgracia de ser guapa y pizpireta, carnaza para fieras como Pepé, el chulo que la metió en el oficio. Ahora Mimí también era una fiera, que mordía al contar a su jefa las conversaciones de almohada de sus clientes.

Isidoro Peña no solo escuchaba palabras, sino que sabía de motores. Había tenido la fortuna o la desgracia de estar en la zona nacional aquel dieciocho de julio. Esforzándose en los talleres había conseguido que se olvidase su afiliación a la UGT; pero él no había olvidado el día que tuvo que quemar su carnet. Carnet que recuperaría el día que venciesen los suyos, y por eso entraba a escondidas en los despachos, abría armarios y se quedaba con papeles de calco.

Ríos de información llegaban a París y Bruselas para ser retransmitidos a oídos lejanos. Todo coincidía: la invasión se acercaba.



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Capítulo 44

Cuando el enemigo comete un error no hay que apresurarse a interrumpirle.

Horatio Nelson


Néstor González Luján. Op. cit.

Al atardecer del cuatro de abril, tres escuadras del Pacto de Aquisgrán convergían hacia el convoy ON-75. Al este, los tres cruceros de Lütjens acortaban distancias y estaban a solo quince horas; de mantenerse ambos cursos, avistarían a los mercantes a media mañana del día siguiente. Esta agrupación era la única de la que los ingleses no conocían su posición.

Más cerca del ON-75 estaba la mandada por el almirante español Regalado que, como sabemos, incluía dos cruceros pesados italianos, dos españoles (uno pesado y otro ligero), y los tres ligeros del francés Bourragué. Regalado se había separado de la Combinada para complicar la vigilancia de la que era objeto por los norteamericanos, y llevaba un rumbo noroeste que le llevaría a rodear el convoy por la proa durante la noche. Nadie lo seguía porque, teniendo que elegir, el crucero estadounidense Memphis se había decantado por los acorazados de Ciliax.

A treinta millas al este, los cuatro acorazados de la Combinada y los nueve cruceros ligeros de Leonardi y Da Zara, vigilados por el Memphis, navegaban hacia el nordeste, como si su intención fuese cruzar la popa del ON-75 también durante la noche. Con todo, dada la experiencia en anteriores enfrentamientos nocturnos, parecía razonable pensar que los marinos del Pacto esperarían al amanecer.

Por el contrario, Tovey era partidario de un enfrentamiento nocturno, en el que el superior entrenamiento británico le diese ventaja. Contra los buques de Regalado envió a los cuatro cruceros que antes escoltaban al convoy. Estaban al mando del contralmirante Douglas Fisher (sin relación con el famoso John «Jack» Fisher del anterior conflicto), con instrucciones de buscar una acción nocturna, pero sin alejarse excesivamente de los mercantes. Si en algún momento Fisher creía estar en desventaja, tenía que retirarse hacia el acorazado Barham, que junto a los cruceros antiaéreos Charibdys, Scylla y Calcutta, constituía la escolta cercana del convoy. Mientras Tovey, con sus tres acorazados y cinco cruceros, iba a enfrentarse con la principal fuerza del Pacto.

Regalado rehuyó el choque. Al detectar a los cruceros enemigos, gracias a los modernos equipos electrónicos del crucero Miguel de Cervantes, puso rumbo primero al oeste y luego noroeste, siendo seguido por Fisher a distancia. Por eso el primer contacto se produjo entre Ciliax y Tovey. El almirante inglés condujo a la Home Fleet al encuentro de la Combinada, adoptando un rumbo este con el que consiguió una excelente posición táctica. Tras la experiencia de Esauira, donde los frágiles cruceros habían sido destrozados por los acorazados, hizo que sus cruceros se situasen por la popa y algo hacia el norte. Ciliax había adoptado un dispositivo parecido, con sus acorazados formando una línea en cabeza, seguidos a unas millas por los cruceros.



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Como en Mogador, mi puesto en la dirección de tiro antiaéreo me daba un observatorio privilegiado. Aunque esta vez poco había que ver, ya que quedaba poco para el ocaso, y la bruma limitaba la visibilidad a unos millares de metros. No teníamos la ventaja de la luz solar como en Esauira, y ni con el anteojo de la dirección conseguía ver más que sombras. El viento del norte silbaba agitando las guirnaldas, y levantaba rociones que casi llegaban a mi posición. En esas condiciones, con el mar por el través y el enemigo cruzando nuestra proa, no parecía que el almirante Ciliax hubiese adoptado la mejor posición táctica. Pero el Tirpitz tenía unos equipos electrónicos soberbios y podía disparar sin visibilidad. Aun así, al momento vi relámpagos casi por la proa: el enemigo estaba respondiendo.

Era la quinta vez que participaba en un combate entre acorazados, y a pesar de ello me encogí instintivamente. De poco serviría si un proyectil de ochocientos kilos aplastaba las frágiles planchas de mi puesto de combate, pero así es la condición humana. Mentalmente fui contando los segundos hasta que vi los surtidores que cayeron a doscientos metros; no había estado nada mal el tiro inglés. El Tirpitz volvió a disparar con las torres proeles, y momentos después lo hicieron el Gneisenau y los italianos. Los ingleses respondieron, y una andanada cayó desviada a babor, pero centrada en alcance: la siguiente nos daría. Pero entonces el almirante ordenó un viraje a estribor por giros simultáneos. Así se descentraba y mantenía las distancias, pero implicaba que durante unos minutos el Tirpitz iba a interponerse en la línea de tiro y obligaría a los otros acorazados a suspender el fuego, pero así no cometeríamos el típico error inglés de virar todos en el mismo punto, facilitando la puntería enemiga.

La línea británica volvió a disparar con menos acierto. Era casi de noche y no se apreciaban los surtidores de nuestros proyectiles, y apenas se veían los destellos de sus cañones. Seguramente a los ingleses les pasaba lo mismo y tiraban contra los fogonazos de la artillería. Aun así, los disparos enemigos cayeron a nuestra popa con bastante tino, justo donde hubiese estado el Gneisenau de no ser por la maniobra de Ciliax. El Tirpitz respondió y esta vez me pareció ver el chispazo de un impacto. Pero los ingleses seguían sin inmutarse y otra vez la línea enemiga se iluminó con las llamaradas de los grandes cañones. Los piques volvieron a caer cerca y el Tirpitz tuvo que virar para descentrarse, maniobra que aprovecharon los demás blindados para ponerse en nuestra estela. El Gneisenau también continuó disparando, pero los italianos, que ya no podían divisar al enemigo, silenciaron sus cañones.

Durante cinco minutos más las dos flotas siguieron navegando en paralelo y disparando contra las sombras, hasta que de repente una gran llamarada se elevó pocos metros tras mi puesto de combate. Segundos después fueron las superestructuras del Gneisenau las que se cubrieron de humo y llamas.



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Ciliax había medido exquisitamente los tiempos para encontrarse con su enemigo al atardecer, igual que había hecho en Mogador. A las 19:20, cuando quedaba menos de una hora para el ocaso, los equipos electrónicos del Tirpitz detectaron a la Home Fleet. Ciliax no era el único en tener ayudas electrónicas, ya que Tovey contaba con los radiotelémetros instalados en el Valiant durante su reparación, que también detectaron a los barcos de Ciliax a gran distancia. El inglés era un excelente táctico y consiguió situar sus acorazados en un curso que cortaba la «T» a los barcos del Pacto, una buena posición que le permitiría disparar con todas sus piezas mientras que los barcos del Pacto solo podían responder con las de proa.

El almirante alemán era consciente de que su mala situación le ponía en inferioridad en un duelo al cañón, eso sin tener en cuenta a los peligrosos destructores británicos. Lo más sensato hubiese sido alejarse y esperar a la mañana siguiente, pero sorpresivamente para los británicos, no modificó su curso. En realidad, Ciliax había estado buscando ese choque. Los radiotelémetros del Tirpitz siguieron a los buques enemigos y a las 19:42 abrió fuego contra el Valiant, cuando la distancia era de 21.000 m. Sin esperarlo, se encontró con que tenía ventaja numérica (pues no sabía de las averías del Barham) e intentó aprovechar las últimas luces para incapacitar algún acorazado enemigo, a sabiendas de que las corazas británicas no estaban diseñadas para resistir los proyectiles de ocho quintales del Tirpitz. Dos minutos después el Gneisenau disparó contra el Queen Elizabeth, y el Doria y el Duilio contra el Malaya. Los acorazados de Tovey respondieron con todas sus piezas y el fuego se generalizó.

A pesar de la mala situación, el Tirpitz tenía la ventaja de sus superiores equipos electrónicos, ya que la mala visibilidad dificultaba la corrección del tiro con medios visuales. Con la quinta andanada logró un impacto en la superestructura de popa del Valiant, donde se incendió el hidroavión Walrus, que hubo que lanzar por la borda. Pero el fuego británico resultó más preciso que en Mogador, y tanto el Tirpitz como el Gneisenau y el Doria se vieron ahorquillados por las salvas enemigas. A Ciliax le preocupaba la escasa protección de los acorazados italianos, y ordenó una corrección para adoptar un rumbo paralelo a los británicos. Como no quería arriesgarse a virar en el mismo punto (lo que permitiría a los ingleses disparar contra los barcos uno a uno) ordenó caer a estribor por virajes simultáneos, aunque eso significase que durante unos minutos el Tirpitz se interpusiese en la línea de tiro de los otros acorazados. Una nueva maniobra permitió restaurar la línea.

La virada, como era previsible, obligó al Gneisenau y a los dos blindados italianos a suspender el fuego, pero también confundió a los apuntadores británicos, que no se anotaron ningún impacto. Finalmente las dos agrupaciones acabaron navegando en paralelo, hacia el este, siendo la distancia de unos 22.000 m. El sol se había puesto y solo se mantenía el contacto con medios electrónicos, haciendo que solo pudiesen mantener el combate el Tirpitz y el Gneisenau por parte del Pacto, y el Valiant y el Queen Elizabeth por la británica. Entonces las superestructuras del Tirpitz se vieron envueltas en una enorme bola de fuego, y momentos después las del Gneisenau.



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Si no hubiese sido un momento tan comprometido, yo creo que nos hubiésemos reído a carcajadas. Desde mi privilegiado punto de vista podía ver lo que ocurría en la borda del Tirpitz: cuatro grandes lanzallamas modificados lanzaban una niebla de gasolina ardiente que producía una satisfactoria bola de fuego. Los generadores de humo contribuyeron con una gran nube en la que se reflejaban las llamas. En el Gneisenau hacían lo mismo. Las llamaradas tuvieron que ser claramente visibles desde la línea inglesa, pero de poco les sirvió porque otro cambio de rumbo evitó que nos alcanzasen los proyectiles.

Fue el momento de la segunda parte del engaño. En los cuatro acorazados se dispararon morteros modificados que lanzaron nubes de Düppel, y se cortaron las drizas que mantenían en alto a los Blumenkranz. Entonces se apagaron los lanzallamas y los cuatro acorazados viramos simultáneamente hacia el sur, dejando que nos sobrepasasen los cuatro grandes destructores Z24, Z26, Z27 y Z29. Estos tenían sus propios lanzallamas de atrezzo que empezaron a proyectar fuego y humo, y también sus Blumenkranz que acababan de izar.

El truco estaba en esos artefactos que parecían guirnaldas. Por algún misterio de la electrónica, unas cuantas tiras de metal, cortadas a la longitud justa, reflejaban las señales de los radiotelémetros enemigos, produciendo una señal tan fuerte que hacía que los destructores pareciesen acorazados. La guinda del pastel estaba en unos tubos con acetileno que los destructores llevaban en las torres, y que disparaban de cuando en cuando para aparentar el fuego de grandes cañones. Ciliax hizo como los prestidigitadores, capaces de ocultar una paloma a la vista del público; pero él dio el cambiazo de una escuadra entera por unos pocos destructores.



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Las llamaradas fueron claramente visibles desde los barcos ingleses, que creyeron que habían conseguido alcanzar a los barcos alemanes. Aceleraron su fuego (inútilmente pues sus proyectiles estaban cayendo casi quinientos metros cortos) y mantuvieron el curso intentando incapacitar al enemigo. Luego persiguieron a la escuadra enemiga que parecía estar escapando; no sabían que habían sido objeto de un truco digno del mejor prestidigitador.

Durante el último año los alemanes habían llegado a conocer con bastante precisión las características de los radiotelémetros ingleses. Fue de gran utilidad el estudio del destructor Foxhound y del crucero Gloucester, hundidos en la rada de Alejandría, y también las inspecciones que los buzos hicieron del pecio del Warspite, que descansaba a poca profundidad en la costa de Egipto. Los aviones equipados con antenas que recorrían las costas enemigas, y las estaciones receptoras del Canal de la Mancha, comprobaron que los ingleses seguían empleando esos equipos. Conociendo la longitud de onda en la que operaban, se prepararon unos artilugios parecidos a grandes escaleras de cuerda, que eran cables con cintas metálicas del doble de la longitud de onda de las usadas por los británicos. Por su aspecto de guirnalda fueron apodadas Blumenkranz. El fundamento era que las tiras de esa longitud producían una interferencia positiva, multiplicando los retornos de las emisiones de radiotelémetro. Las pruebas realizadas en Alemania y en Vigo mostraban que producían tal señal que ocultaba la del resto del buque (como un faro potente no deja ver la llama de una cerilla), y que los radiotelémetros no eran capaces de distinguir entre un acorazado y un patrullero que enarbolase esos ingenios.

Poco antes del enfrentamiento los acorazados de la Combinada habían izado Blumenkranz de varios tipos, ya que los británicos usaban radiotelémetros con distintas longitudes de onda. Que los acorazados destacasen en las pantallas no extrañó a los operadores británicos, que creyeron que se debía a las condiciones atmosféricas. También los cruceros de Ciliax tenían guirnaldas similares, aunque de menor tamaño, para que a los ingleses no les extrañasen las diferencias entre las señales de los acorazados y los demás buques. Cuando cayó la noche y el enemigo ya no podía ver sus barcos, Ciliax ordenó que se encendiesen unos lanzallamas instalados en las cubiertas de popa del Tirpitz y del Gneisenau, para dar la impresión de que los dos barcos habían sido alcanzados, y que se disparase Düppel para crear una nube que cegase los radiotelémetros ingleses. Entonces se bajaron los Blumenkranz de acorazados y cruceros, y se izaron en cuatro destructores que pasaron a sustituir a los acorazados del Pacto. Estos siguieron echando humo y llamas (falsas), y continuaron hacia el este, mientras el resto de la flota caía al sur.

Como los alemanes ya habían empleado el Düppel en combates navales, a los ingleses no les sorprendió que sus pantallas se llenasen de puntos blancos; solo les extrañó su duración prolongada. Se debía a que los germanos estaban empleando un nuevo modelo de lanzador que, en lugar de disparar tiras metálicas que caían al agua en pocos segundos, empleaba pequeños cohetes con paracaídas, que iban soltando los señuelos poco a poco. Así el Düppel era más persistente y se extendía por más superficie, creando un retorno mayor que cegaba a los radiotelémetros. Cuando se disipó, los británicos volvieron a detectar la línea enemiga, que parecía querer escapar. Los contactos seguían siendo muy «brillantes» y por eso los operadores no prestaron atención a otros de menor intensidad, creyendo que se trataba de los cruceros. Por tanto, no detectaron que Ciliax había interrumpido el combate y se dirigía primero hacia el sur y después, cuando ya estaba fuera del alcance de los equipos británicos, hacia el oeste.

Tovey se mantuvo en la estela de la supuesta fuerza de acorazados enemigos, que a pesar de estar ardiendo aun mantenían la velocidad. Sus acorazados siguieron disparando mientras los destructores alemanes zigzagueaban para esquivar las andanadas. Unos minutos después las llamas desaparecieron, como si se hubiese conseguido extinguir los fuegos. Además la distancia se iba incrementando poco a poco, ya que los acorazados británicos no sobrepasaban los veinte nudos, y los barcos del Pacto navegaban a veinticinco. Tras hora y media de persecución, Tovey iba a darla por finalizada para no alejarse excesivamente, pero entonces la supuesta flota del Pacto viró hacia el norte, como si intentase sobrepasar a los blindados británicos. De nuevo Tovey les cruzó la «T», abrió fuego contra ellos, y envió contra ellos una flotilla de destructores, pero entonces la agrupación enemiga volvió a escapar hacia el este. Finalmente Tovey desistió, pero para entonces la Home Fleet se había alejado cincuenta millas del escenario del combate, y estaba a casi ochenta del convoy.



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La maniobra salió a pedir de boca. Los destructores ocuparon nuestra posición, virando para evitar los proyectiles mientras soltaban alguna llamarada para mantener encelados a los ingleses, y manteniéndose dentro del alcance de sus radiotelémetros. Mientras, y bajo la cobertura del Düppel, la Combinada volvió grupas, primero hacia el sur hasta ponernos fuera del alcance de los equipos ingleses, y después proa al oeste. De paso, los cambios de rumbo consiguieron que nuestra carabina norteamericana también nos perdiese, y que siguiese obedientemente a los destructores.

En la maniobra, fue a esos pequeños buques a los que les tocó el papel más difícil. De vez en cuando, dejaban acercarse a los ingleses, para responder con sus tubos falsos y con sus propios cañones, disparando proyectiles de alto explosivo para formar satisfactorios piques; después echaban un poco de Düppel que cubriese sus carreras y sus zigzags. También empleaban los lanzallamas para parecer que les tocaban. La idea era hacer como la zanahoria que hace marchar al burro, siempre justo fuera de sus dientes. Pero corrían el riesgo que les diesen un buen bocado, y poco les faltó. Más adelante supe que se habían librado por poco, ya que la proa del Z27 quedó como un colador por un proyectil inglés que explotó a pocos metros, y otro disparo atravesó un montaje del Z29. Pero de eso no me enteré hasta bastante después, ya que los cuatro zetas y los torpederos siguieron haciendo el mono para despistar a los británicos, y después hicieron mutis y volvieron por su cuenta hacia Vigo. Al crucero norteamericano que los seguía se le debió poner cara de tonto a la mañana siguiente, al ver que le habíamos dado esquinazo. Aunque igual se lo estaba imaginando ya pues las radios echaban humo.

La Combinada, tras el rodeo, puso proa al noroeste. La añagaza de Ciliax tenía como objetivo despistar a los barcos de batalla enemigos para luego caer sobre el convoy, y si de paso si se pillaba algún crucero despistado, miel sobre hojuelas. Al mismo tiempo, los de Regalado recibieron la orden de invertir el rumbo para reintegrarse a la Combinada. Como el almirante no quería saber nada de pelear de noche, nos mantuvimos a alguna distancia hasta que empezaron a desvelarse las sombras.



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Mientras los acorazados de Ciliax ejecutaban su añagaza, la agrupación de Regalado se había dejado seguir por los cruceros de Fisher. El almirante español mantuvo las distancias hasta que recibió mensajes de Ciliax y del destructor Z27, informándole del éxito de la maniobra de engaño. Entonces fue su turno de despistar a los ingleses: modificó su curso primero al noroeste, luego al oeste y finalmente al suroeste, siempre dentro del alcance de los radiotelémetros enemigos, pero sin que la distancia cayese de los veinte mil metros, y sin alejarse demasiado del ON-75. Fisher no tuvo otra opción que seguirle, aprovechando que las maniobras de los cruceros del Pacto no le separaban demasiado del valioso convoy.

Al mismo tiempo se produjo el segundo ataque nocturno de los submarinos alemanes. La presencia de tantos buques de guerra de ambos bandos hacía que el riesgo de atacar a uno propio fuese excesivo, y por eso se les prohibió disparar contra ninguna unidad de tamaño destructor o superior salvo que la identificación fuese inequívoca. Pero sí podrían hacerlo contra los escoltas más pequeños y también, lógicamente, contra los mercantes. A partir de la una de la madrugada veinticinco submarinos convergieron sobre el ON-75. Esa noche los barcos de escolta estuvieron menos afortunados, seguramente por llevar varios días y noches de tensión. Dos dragaminas y una corbeta fueron torpedeados, y tres sumergibles consiguieron sobrepasar la barrera e introducirse entre los mercantes, de los que hundieron siete; uno de ellos fue el Empire Cameron, el buque en el que navegaba el contralmirante Dawson, el comodoro del convoy. Aunque pudo ser salvado por el dragaminas HMS Mutine (una de las unidades que actuaban como buques de rescate), se perdió el control durante varias horas.



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Durante la noche el capitán Topp nos permitió descansar en nuestros puestos, pero se tocó zafarrancho de combate apenas el cielo dejó de ser completamente negro. Por entonces la Combinada se dirigía a veinticinco nudos hacia el noroeste, y poco después los radiotelémetros del Tirpitz empezaron a detectar contactos. Alisté mis piezas, que estaban cargadas con proyectiles semiperforantes, ya que era improbable que nos enfrentásemos a aviones, pero no sería raro ser atacados por destructores. Entonces vi que las torres principales apuntaban cinco cuartas a babor, y orienté mi telémetro en esa dirección. Ya apuntaban las primeras luces y conseguí divisar una línea de barcos, en la que reconocí la distintiva silueta del crucero español Canarias. Pero al momento el Tirpitz viró a estribor, poniendo rumbo norte, y las torres principales cambiaron de objetivo. Por los auriculares me informaron de otro grupo de buques que navegaba tras nuestros cruceros, y no me costó mucho identificarlos como británicos. Al momento los timbres sonaron y las torres proeles dispararon: la batalla se reanudaba.

Según el telémetro, el barco de cabeza —un crucero pesado inglés con sus características tres chimeneas— estaba a dieciocho mil metros, demasiado para los cañones de 10,5, así que por el momento mi papel fue de espectador. Los surtidores rodearon al buque británico y a la escuadra enemiga, que estaba compuesta por cuatro cruceros, le faltó el tiempo para echar humo y volver grupas. Lo mismo hicieron los cruceros mandados por Regalado, que viraron para perseguir a los británicos.

Tras la corta acción Ciliax puso rumbo este, ya que no íbamos a ir tras los cruceros británicos, que nos sacaban varios nudos de velocidad. Podríamos haberlo hecho dejando atrás a los dos acorazados italianos, pero era una temeridad dividir las fuerzas, habiendo buques de batalla enemigos en el área. Serían los cruceros de Regalado y de y Bourragué los que fuesen tras los de su mismo tipo ingleses. El resto de la flota se lanzó cual ave de presa sobre el convoy.



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La verdad es que ando muy liado, pero…


El cálculo de tiempos y velocidades no fue suficientemente exacto. Cuando amaneció, los cruceros ingleses mandados por Fisher, en lugar de estar entre las agrupaciones de Regalado y de Ciliax, estaban a unos quince mil metros al norte. Aun así, los acorazados abrieron fuego intentando incapacitar alguno para que luego fuese rematado por los cruceros, pero Fisher actuó con presteza y ordenó a sus buques que invirtiesen el rumbo, sin perder el tiempo en formar una línea. El crucero Arethusa fue alcanzado por el Gneisenau y perdió las dos torres proeles, pero su velocidad no quedó afectada. Los acorazados de Ciliax no los persiguieron, pero sí lo hizo la formidable fuerza de cruceros que dirigía Regalado: su propia división de cruceros pesados (Canarias, Trento, Trieste, y el ligero Cervantes) y la del francés Bourragué (los ligeros Gloire, Galissonière y Jean de Vienne), más dos flotillas de destructores, una hispanoitaliana y otra francesa. Durante las siguientes horas los cuatro cruceros ingleses intentaron escapar hacia el norte.

Durante el combate en persecución, la artillería del Canarias confirmó su merecida fama y le metió cinco cañonazos al Cumberland. Sin embargo, el Sussex demostró ser también buen tirador y alcanzó al Trieste; en ambos casos, los cruceros sufrieron daños y bajas, pero mantuvieron su andar. Los cruceros ligeros mantuvieron su duelo particular, en el que se impuso la superioridad numérica francesa: el Arethusa volvió a ser tocado, esta vez por el Vienne, pero se trataba de un barco afortunado, y consiguió escapar y a pesar de los cuatro proyectiles que recibió. Menos afortunado fue el Aurora que, tras ser alcanzado por el Glorie en las máquinas, vio su velocidad limitada a doce nudos. Eso, era mortal en esas aguas; cañoneado por toda la división francesa, acabó yéndose a pique tras ser torpedeado por el destructor Gerfault. Pero los demás buques ingleses consiguieron ir aumentando la distancia, y finalmente Regalado suspendió la caza cuando recibió la orden de Ciliax de acabar con los restos del convoy.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Pude ver como se perdían en el horizonte los destellos de los cañones de los cruceros pesados, mientras la Combinada navegaba a veinticinco nudos hacia el este. Era un curso que nos acercaría a la flota enemiga, pero Ciliax no quería dar tiempo al convoy para dispersarse. Navegando de vuelta encontrada, en pocos minutos se pudo ver la humareda de los mercantes, y minutos después el horizonte se llenó de siluetas. Las más cercanas eran de buques de escolta cuyos tripulantes, con total desprecio de sus vidas, intentaron ganar tiempo para que los mercantes se desperdigasen. Pero el almirante no pensaba darles tal oportunidad y envió contra ellos a las divisiones de cruceros de Leonardi y Da Zara, mientras los acorazados viraban al noroeste. El nuevo rumbo hizo que temporalmente perdiese de vista el combate, aunque pude seguirlo por los interfonos.

Tal vez hubiésemos sorprendido al convoy, pero eso no impidió a la escolta responder con decisión y valor. Media docena de destructores se adelantaron a toda máquina, intentando torpedear a los acorazados, pero se vieron sometidos a un diluvio de fuego procedente de nuestras baterías secundarias y de los cruceros de Leonardi y Da Zara. El viento del oeste tampoco ayudó a los ingleses pues dispersaba el humo con el que intentaban cubrirse, y en pocos minutos dos de los barquitos pagaron cara su osadía, quedando a punto de hundimiento. Pero los demás consiguieron lanzar sus torpedos. Lo ortodoxo hubiese sido virar a babor para rehuirlos, pero Ciliax tomó la misma decisión arriesgada que en Alegranza: virar a estribor para caer hacia los buques enemigos, gobernando los torpedos individualmente. Decisión arriesgada, como comprobó para su desgracia el Duca d’Aosta, que fue alcanzado por un torpedo que deshizo su sala de calderas de proa. El crucero tuvo que abandonar la línea e iniciar un difícil retorno hacia Galicia.

Otro torpedo se acercó al Doria, pero pasó inofensivamente por su popa, y del resto no vimos ni estelas. Una vez burlados los torpedos, El Tirpitz viró hacia el sudoeste, seguido por los otros tres blindados. Los cruceros de Leonardi se situaron a nuestra estela, mientras los tres que le quedaban a Da Zara persiguieron a los destructores que intentaban escapar, alcanzando a dos más.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La maniobra me permitió volver a ver al enemigo. Era un espectáculo como no se volverá a presenciar: un pandemónium de mercantes intentando escapar, con los pequeños destructores intentando cubrirlos con humo, y respondiendo descaradamente con sus cañoncitos. Las baterías del quince del Tirpitz y del Gneisenau seguían disparando, y al momento me fueron indicando los blancos que tenía que combatir mi batería del diez y medio. Pero las piezas principales callaban mientras buscaban otro blanco, que momentos después conseguí ver: entre los jirones de humo que el viento arrastraba, pude distinguir la achaparrada silueta de un acorazado enemigo, que según mi telémetro estaba a apenas ocho mil metros.

Ellos también nos habían visto y reaccionaron con una viveza que demostraba el magnífico entrenamiento de los ingleses: las torres del Tirpitz todavía estaban girando cuando una andanada enemiga muy acertada nos ahorquilló. El acorazado enemigo aun pudo disparar otras dos, y un proyectil de la tercera atravesó los restos del hangar del Tirpitz, que parecía atraer los explosivos enemigos. Los fragmentos rebotaron en las superestructuras, y uno alcanzó mi dirección de tiro, que resonó como una campana; pero inmediatamente después las vibraciones quedaron acalladas por el estruendo de la artillería principal. El Tirpitz empezó a tirar por medias andanadas, y los radiotelémetros justificaron su valor porque ya con la primera logramos impactos. También las baterías del quince y del diez y medio —la mía— tomaron como objetivo al que luego supe que era el Barham. El Gneisenau y los dos italianos se unieron al concierto, y una tempestad de acero cayó sobre el infortunado buque enemigo. Momentos después la bruma se abrió, desvelando tres cruceros ingleses, que pasaron a ser el blanco de las baterías secundarias. También estaban disparando los cinco cruceros de Leonardi —Da Zara, más retrasado, lo hacía contra los cañoneros que intentaban proteger el convoy— y el mar parecía hervir alrededor de los ingleses. Aunque el acorazado inglés siguió disparando lo hizo sin tino, seguramente porque las direcciones de tiro habían sido destruidas. Unos minutos después fue torpedeado por los destructores italianos y el desafortunado buque dio la voltereta y se hundió.

Por entonces el Tirpitz había cambiado de objetivo y con cuatro andanadas demolió un crucero ligero inglés, que también fue pasto de los torpedos de los destructores. Dos cruceros más consiguieron esquivar los proyectiles y desaparecer navegando hacia el este a toda máquina. Entonces llegó la hora de la matanza.



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Mensaje por Domper »

Un error, el dragaminas citado no puede ser el Mutine (gracias sean dadas a Von Scheer), y pasa a ser el Saltash.

Saludos



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