Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
La partida de ajedrez en que se había convertido Europa tenía un espectador. Un espectador que dudaba. No era una persona timorata, pero sí tan cautelosa que hacía de la desconfianza una forma de vivir. O, mejor dicho, de matar. Hasta ahora todo parecía indicar que ante él se abría la mejor oportunidad. El que todavía no era enemigo, salvo en su mente, era muy poderoso y disponía de armas novedosas, pero no esperaba la dentellada que le partiría el cuello.
La gran orquesta que tocaba por toda Europa hablaba de indefensión. Ejércitos marchando al confín del mundo, moviéndose por los Balcanes hacia Oriente y la India, dejando abierta una brecha que invitaba a la invasión. Además, el tiempo había mejorado, y era cuestión de días que el suelo se secase ¿Había llegado el momento?
Pintaba demasiado bien. De su ya lejana lucha en la clandestinidad, recordaba que cuando todo parecía ir de perlas, era porque la Ojrana estaba detrás. Ahora ocurría lo mismo ¿No sería una trampa? La música de la orquesta ¿Quién la componía realmente? ¿Amigos, o traidores que buscaban su perdición? Tal vez lo que pretendían era provocarle para actuar, cuando su puño de hierro aun estaba lleno de las grietas abiertas por renegados.
Pero ahora la música había cambiado. Los informes de Edith, de Jacquenett, de Mimí y de Isidoro habían llegado a una oficina en París. Desde esa ciudad un transistor comenzó a emitir. Lo mismo ocurrió en Bruselas, donde desde una oficina de la empresa de importaciones y exportaciones, salían mensajes que eran escuchados atentamente en Suiza. A la misma ciudad helvética llegaron noticias por otras vías, que luego se retransmitían hasta que llegaban al espectador. Parecía que media Alemania los enviaba, como si todos fuesen resistentes antinazis, fieles luchadores de la revolución mundial, aristócratas endeudados que cambiaban secretos por dinero. Toda la orquesta tocaba la misma canción, cuya letra decía que la invasión de Inglaterra era inminente.
La invasión le sacaría de dudas. Solo sabría que no era una añagaza el día que el primer soldado alemán hollase tierra inglesa. Ese día daría la orden para que los luchadores del pueblo hiriesen el vientre de la bestia, y que Alemania cayese indefensa ante la revolución mundial.
Hasta entonces, esperaría.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 45
Puedes ser invencible si nunca emprendes combate de cuyo éxito no estés seguro, y si sólo luchas cuando sepas que está en tu mano la victoria.
Epicteto de Frigia
Néstor González Luján. Op. cit.
La campaña de las Sorlingas
La batalla de la meseta del Telégrafo fue solo parte de la gran operación destinada a someter a Inglaterra. Al mismo tiempo, Alemania invadió las islas Sorlingas, un pequeño archipiélago situado cerca de Cornualles. La segunda división paracaidista saltó sobre las islas aprovechando que la Home Fleet intentaba romper el bloqueo alemán. La guarnición de las islas, aunque reducida, resistió con firmeza, y los paracaidistas no solo sufrieron muchas bajas, sino que al atardecer aun no se había conseguido domeñar la resistencia inglesa. La tenacidad de los británicos fue indicio de la dura campaña a la que se iban a enfrentar los alemanes, en la que estuvieron al borde de la derrota.
Hoy día todavía no hay consenso entre los historiadores sobre el objetivo alemán, ya que el valor de las Sorlingas era limitado. Eran tan pequeñas que resultó muy difícil construir un aeródromo capaz para aviones pesados. El único puerto solo admitía buques pequeños, y la escasa superficie de las islas complicaba acumular fuerzas. De ahí que algunos estudiosos afirmen que la intención alemana era la misma que en Mogador: atraer a la Royal Navy a una batalla dentro del alcance de la aviación terrestre. Si fue así, resultó un grave error de cálculo que cerca estuvo de resultar un desastre para los alemanes. Por desgracia, muchos documentos sobre la operación siguen siendo reservados en virtud de la ley de los cien años.
A pesar de todo, la posesión de las Sorlingas tenía valor en sí mismo, ya que permitían aislar el Canal de la Mancha: mientras los alemanes las dominasen, si los británicos querían enviar barcos a su costa sur, tendrían que emplear el peligroso paso de Dover, el también arriesgado estrecho entre las Sorlingas y Land’s End, en Cornualles, o dar un gran rodeo al archipiélago, que expondría a los barcos a ataques aéreos. Además, el terreno llano de las islas facilitaba la construcción de aeródromos para cazas y bombarderos ligeros. Otra ventaja era que el archipiélago estaba más allá del alcance de la artillería británica más pesada (aunque no de los radares instalados en Cornualles y en Gales, como se comprobaría posteriormente) y que resultaba fácil de defender ya que, al estar en la plataforma continental, las aguas que rodeaban las islas no eran demasiado profundas y permitían tender campos minados.
Aun así, no iba a ser una batalla fácil para el Pacto. Mientras que en la campaña de las Canarias no había bases terrestres británicas cerca, en esta ocasión los británicos disponían de multitud de aeródromos en el sur de Inglaterra y en Gales, muchos de ellos camuflados, y que estaban más cerca que los campos de Normandía y Bretaña que empleaba el Pacto. Otra ventaja para los ingleses era que los radares instalados en Cornualles y Gales cubrían las islas, que estaban fuera del alcance de los radiotelémetros alemanes habían instalado en el Continente. Además, tanto en el Canal de la Mancha como el de Bristol había multitud de puertos que podían ser empleados por la Royal Navy. No solo eso: las bases navales principales, situadas en Escocia e Irlanda, estaban a solo unas horas de navegación, y los barcos ingleses podrían recorrer el mar de Irlanda protegidos por aviones propios, y acercarse a las islas durante la noche.
No menos importante fue la cuestión moral. Aunque las Sorlingas no era el primer territorio inglés conquistado (las islas del Canal habían caído durante el verano de 1940), estaban en el lado británico del Canal de la Mancha, y su reconquista se convirtió en una cuestión de prestigio. La decidida respuesta británica sorprendió a los alemanes, que estuvieron cerca de sufrir una derrota que hubiese arruinado el capital moral conseguido en las Canarias y en el Atlántico.
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Durante el invierno de 1941 habíamos tenido que soportar el pésimo tiempo, pero la aviación inglesa no había llegado ni a ser una molestia. Las pérdidas que había tenido la escuadrilla se habían producido a causa de la antiaérea enemiga, sobre todo durante las infames misiones de minado de puertos y aguas interiores; por el contrario, hasta nos alegrábamos cuando veíamos ingleses. Se notaba que los británicos lo estaban pasando mal: cada día se veían menos de los peligrosos Spitfire, y nos encontrábamos sobre todo aviones americanos. No era que los productos yanquis fuesen malos, ya que podían ser muy peligrosos a baja altura, pero a cotas altas sus motores no tenían suficiente potencia. El avión que más se veía era el Curtiss Kittyhawk, un aparato sólido, pero que maniobraba como un ladrillo. El Bell Airacobra, que a veces nos encontrábamos, era aun más fácil de derribar siempre que no nos dejásemos ponernos a tiro del potente cañón que llevaban. Muy de vez en cuando se veían los Lockheed Lighthing, aviones rápidos, que no lo hacían mal del todo a gran altura, pero con la agilidad de trolebuses. El más peligroso era, por suerte, el más escaso: el North American Mustang, un enemigo de temer por debajo de los cinco mil metros.
Conociendo las debilidades enemigas, las misiones se planificaban evitando los combates a baja cota. Los bombarderos llevaban cargas reducidas para poder volar alto, y los cazas de escolta, íbamos aun más arriba. En cuanto veíamos a algún inglés, caíamos sobre él como rayos. Aparte de las pocas cualidades de sus aviones, los pilotos ingleses estaban demostrando tener mala preparación. Los mejores habían caído ya, y los sustitutos llegaban con pocas horas de vuelo. El mayor Quasthoff nos dijo que, según los informes de inteligencia que proporcionaban los irlandeses, la RAF se estaba encontrando con problemas muy serios para reponer las enormes bajas. Había tenido que retirar las escuelas de vuelo al norte de la isla, donde el tiempo era o malo, o peor, y los pocos días que lucía el sol, apenas tenían gasolina para volar. Estaban trasladando las escuelas a Estados Unidos, ya que el clima invernal canadiense no era famoso por su bondad; con todo, las nuevas promociones aun no estaban listas.
Con informes de inteligencia o sin ellos, los de la escuadrilla coincidíamos en que cada vez encontrábamos menos veteranos. Las rígidas formaciones que usaban los ingleses eran más adecuadas para desfiles que para combatir; si hasta quedaban escuadrillas que seguían con sus «uves». Aunque solían destacar a algún piloto para que vigilase su retaguardia, esos pobres desgraciados eran pasto de nuestros cañones, y acabábamos con ellos sin que sus compañeros pudiesen socorrerles. Siendo una posición tan expuesta, los pilotos veteranos se la dejaban a los bisoños, que duraban menos que un gato cojo en una perrera.
No solo empleaban formaciones obsoletas, sino que tampoco maniobraban bien: veíamos mucha acrobacia, pero pocas maniobras descoordinadas, es decir, haciendo resbalar el avión en el cielo, y era fácil predecir lo que intentarían hacer. Los ingleses tampoco sabían apoyarse unos a otros, y a veces, ni siquiera sabían volar: sobre Manchester me encontré con un Kittyhawk que culebreaba: su piloto no había aprendido a compensar el par del motor y tenía que corregir continuamente la trayectoria. Estando tan pendiente de su avión, ni se enteraba de lo que pasaba alrededor, y el primer aviso de que no estaba solo, también fue el último.
Por eso nos imaginábamos que la campaña de las Sorlingas iba a ser más de lo mismo. La misión de nuestros Bf 109G-2/U-1 iba a ser prestar cobertura a una escuadra de cruceros suya misión iba a ser apoyar a los paracaidistas. Puro trámite, pensábamos; en realidad, fue el comienzo de algunos de los peores combates de la guerra.
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Los planes británicos para defender las Sorlingas habían cambiado varias veces. Pasaron de considerarlas tan poco valiosas que los alemanes las ignorarían, a pensar que eran indefendibles, y después decidieron fortificarlas cuando ya era demasiado tarde. Tras la pérdida de varios barcos, incluyendo los trasbordadores que unían al archipiélago con Cornualles, resultó evidente que el traslado de refuerzos requeriría la intervención de la Home Fleet, y la operación se planificó para después de la ruptura del bloqueo. Fue en el ínterin cuando las islas fueron asaltadas y conquistadas. Aun así, había planes de contingencia para tal situación: en ese caso, la guarnición debía resistir todo lo posible, dando tiempo a la llegada de las escuadrillas de destructores y de lanchas rápidas que estaban basadas en el Canal de la Mancha y de Bristol. Si aun así no se podía evitar la conquista de las islas, la marina y la aviación tenían que impedir que los alemanes se consolidasen, mientras se preparaba el contrataque.
Como sabemos, los paracaidistas alemanes se adelantaron a los refuerzos británicos, y conquistaron las Sorlingas cuando la Home Fleet estaba intentando romper el bloqueo naval de Gran Bretaña. Además, el Almirantazgo no se atrevió a enviar todas las fuerzas que le quedaban, ya que la invasión de las islas podía ser una finta para atraer a los buques británicos a un escenario apartado, mientras se realizaba un segundo asalto en algún punto de mayor importancia, como la isla de Wight. De hecho, el espionaje británico había detectado la presencia en Francia de elementos de dos divisiones aerotransportadas (la primera y la tercera, ya que fue la segunda la que invadió las islas) así como la del Seekorps, un cuerpo de ejército de reciente formación especializado en los asaltos anfibios. De ahí que la respuesta naval se hiciese con fuerzas limitadas: iban a participar las flotillas lanchas rápidas y de destructores del Canal (una flotilla de Portsmouth y otra de Falmouth), de Bristol (una flotilla de destructores), más una división de cruceros que partiría desde Glasgow.
El Estado Mayor Imperial pensó que los paracaidistas eran la vanguardia de una operación anfibia, creencia que quedó reforzada cuando los aviones de reconocimiento detectaron la presencia de buques de guerra y de desembarco enemigos. Pensando que esa era la amenaza principal, la RAF no intentó interceptar a los aviones que llevaban a los paracaidistas (que además estaban fuertemente escoltados) sino que se dirigió contra los barcos germanos avistados en el Canal. Estos contaban con radiotelémetros que alertaron de la llegada de los británicos, y en ellos habían embarcado equipos para dirigir a los cazas de defensa. Se produjeron grandes combates aéreos con fuertes pérdidas para ambas partes, y que se saldaron con el torpedeamiento del crucero alemán Nürnberg. El contralmirante Schmundt, que mandaba el componente naval germano, temió sufrir más pérdidas y ordenó la retirada. La decisión ha sido muy criticada ya que dejó sin apoyo a los paracaidistas en un momento crítico.
Durante el primer día de combates la RAF había conseguido alejar a los barcos alemanes de las islas, pero la respuesta naval británica fue menos afortunada. De Falmouth aparejaron dos destructores (el Chesterfield y el St, Mary, ambos de origen norteamericano), que tras ser descubiertos se convirtieron en objetivo de repetidos ataques aéreos que acabaron con ellos. Las flotillas de lanchas rápidas también tuvieron que retirarse tras sufrir importantes pérdidas. Tras el fracaso inicial, hasta la pleamar vespertina no zarparon las demás flotillas inglesas: de Portsmouth, seis destructores al mando del capitán Caslon; de Bristol, otros ocho destructores, al mando del capitán Jacobs, y de Plymouth, dos pequeños destructores que no habían podido aparejar por la mañana. Además, las lanchas rápidas se hicieron de nuevo a la mar, intentando interceptar a la fuerza de invasión alemana.
Los ingleses no sabían que esa fuerza de invasión no existía. Los buques anfibios se habían retirado a Le Havre, Cherburgo y Jersey poco antes del ocaso y, como hemos visto, también lo hicieron los cruceros ligeros de Schmundt. El almirante también ordenó que volviese a puerto un pequeño convoy con suministros para los paracaidistas; como se verá, fue una de las decisiones de Schmundt que recibió más críticas. Así que cuando los buques ingleses llegaron al Canal, los únicos buques germanos presentes eran el averiado crucero Nürnberg y su escolta, que intentaban llegar a Cherburgo. Cerca de la bocana del puerto se produjo un enfrentamiento entre lanchas torpederas británicas y destructores alemanes, durante el cual el alemán ZH3 se partió por la mitad tras ser torpedeado por la MTB-95. Mientras, las flotillas de destructores inglesas buscaron inútilmente a los buques anfibios germanos. Aunque contemplaron los fuertes combates que se producían en tierra, no intervinieron al no poder ponerse en contacto con los defensores. Solo los dos viejos destructores de Plymouth lograron algún efecto positivo, al hundir a la lancha torpedera alemana S48 y averiar a la S52; sin embargo, poco después se produjo un combate fratricida entre esas dos unidades y los destructores de Jacobs; afortunadamente no tuvo consecuencias, pero ante el riesgo de nuevos choques, y acosados por aviones ametralladores y torpederos alemanes, Caslon y Jacobs decidieron retirarse.
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Aquí tenemos al hermano de uno de los protagonistas de estos últimos combates:
El destructor ZH1 en DeviantArt
Saludos
El destructor ZH1 en DeviantArt
Saludos
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La primera salida del día cursó sin pena ni gloria. Encontramos a los cruceros —algo más fácil de decir que de hacer—, nos mantuvimos sobre ellos durante hora y pico, y luego volvimos a Carpiquet. Tomamos tierra con cuidado, ya que no habíamos lanzado los depósitos, que escaseaban debido a las intensas operaciones sobre Inglaterra. Tuvimos que esperar a que los llenasen, y volvimos a salir un poco antes del mediodía.
Esta vez resultó más difícil encontrar a los cruceros. El cielo se estaba llenando de nubes, y además el almirante que mandaba a nuestros barcos, había ordenado apagar el transmisor que debía guiarnos hasta ellos. Debió pensar que estaba atrayendo a los aviones ingleses, pero en la práctica, al desconectar su indicador, lo que hizo fue quedarse sin protección. De hecho, si encontramos a los cruceros fue siguiendo a una escuadrilla de bombarderos ingleses que volaban a gran altura: eran los malditos Fortress de origen americano, unos mastodontes que veíamos de vez en cuando, que estaban erizados de ametralladoras, y que además tenían tal blindaje que resultaba muy difícil acabar con ellos.
Estábamos ascendiendo para interceptarlos cuando el mayor Quasthoff escuchó una llamada de auxilio de un crucero, que estaba siendo atacado por torpederos. Ni se lo pensó: cayó sobre el ala derecha y se lanzó en picado. Los demás lo seguimos y, después de atravesar las nubes, pudimos ver una formación de viejos biplanos Swordfish. Nos relamimos: eran aparatos sólidos pero tremendamente lentos, y yendo sobrecargados con un torpedo, no podrían maniobrar. El único peligro serían los choques. La escuadrilla primero los atacó frontalmente; Quasthoff acabó con uno, y otros tres empezaron a humear; hicimos un Inmelmann —maniobra que solo podía intentarse lejos del enemigo— y nos pusimos a su cola, para hacer un rápido pase en el que cayeron tres aviones —uno fue mío—. Repetimos las pasadas hasta que ya no vimos biplanos; yo me anoté otro más, y el capitán, nada menos que cuatro. Pero entonces me llevé un susto de muerte.
—¡Franz, rompe a la derecha! —escuché que me advertía por la radio Peter Zuckermann, mi nuevo piloto de escolta, ya que Nussbaum había sido ascendida teniente y lideraba su propia pareja.
Ni lo pensé: di gases, tiré de la palanca y al mismo tiempo pisé el pedal del timón, para que el avión se deslizase de lado y evitase las trazadoras que por poco no me acertaron. Después piqué un poco para ganar velocidad, y cuando estaba casi a la altura de las olas, viré a la izquierda; de nuevo me libré por los pelos de los proyectiles que cayeron al agua ante mí.
Repetí las maniobras, cada vez más apurado, pues el tipo que tenía pegado a la cola de novato tenía poco. Sabía predecir mis movimientos y adelantarse a ellos, y también conseguía evitar a Zuckermann, que no conseguía ponerse a su cola; al contrario, acabó por rebasarlo, y fue mi compañero el que se vio en situación apurada. Yo aproveché el respiro para ponerme a sus cuatro y lanzarle una ráfaga por deflexión. No le acerté, pero al menos dejó de acosar a mi piloto de escolta.
La vuelta a Carpiquet no fue fácil. Yo tenía suficiente combustible, pero el aparato de Zuckermann tenía un montón de agujeros por los que iba perdiendo el valioso líquido, hasta que su motor se paró, por suerte cuando ya habíamos rebasado los acantilados que rodeaban Cherburgo. Tuvo que hacer una toma de panza en un campo, pero me alegré al verle salir del avión por su pie.
En Carpiquet comenté con Quasthoff lo ocurrido. El mayor me dijo que también las había pasado moradas. Los pilotos enemigos volaban como ángeles, y además llevaban esos Mustang que aprendimos a odiar. La escuadrilla había salido del asunto bastante bien: habíamos perdido dos aviones, pero ningún piloto, y Nussbaum había abatido un inglés; eso, aparte de los Swordfish. Pero encontrar buenos aviones pilotados por aviadores aun mejores, no era un buen augurio.
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El contrataque aeronaval británico no había conseguido sus objetivos, pero había dejado a los paracaidistas en situación muy apurada, ya que entre los buques que se habían retirado por orden de Schmundt estaban los cuatro pequeños cargueros que llevaban el equipo pesado de la división paracaidista. Como se ha dicho, el ataque a las Sorlingas pretendía ser exclusivamente aéreo, pero los aviones del Pacto de la época no eran capaces de llevar cargas pesadas, y el planeador de mayor tamaño, el Gotha 242, apenas podía transportar un vehículo ligero. El material pesado (no solo el de la división, sino el necesario para reparar el aeródromo) tenía que llegar por mar. Según el plan inicial, un pequeño convoy con dos torpederos, cuatro dragaminas y cuatro correíllos del Canal (barcos pequeños, de escaso valor, pero rápidos) tenía que cruzar el Canal de la Mancha aprovechando las horas de luz, para resguardarse durante la noche en Hugh Harbor o, si no era posible, en los canales entre las islas. Si se consideraba necesario, se embarrancaría a los mercantes para descargarlos durante la marea baja.
El plan fracasó debido a que Schmundt ordenó la retirada de la escuadra del Canal tras perder los nervios por los repetidos ataques aéreos. A causa de un error, la orden fue retransmitida a todas las agrupaciones del Pacto en el área, incluso a las flotillas de lanchas rápidas. El capitán de fragata Wilck, que estaba al mando del pequeño convoy, tuvo que volverse cuando ya estaba a la vista de las islas; sus protestas solo le sirvieron para ser relevado. La consecuencia fue que los paracaidistas se quedaron sin el equipo que necesitaban para reparar el aeródromo.
Aun así, con gran esfuerzo se consiguió que la mañana del segundo día comenzase el puente aéreo a las islas. Los paracaidistas retiraron los escombros, auxiliados por equipos de ingenieros y por prisioneros ingleses, y rellenaron los cráteres de la pista. Una patrulla encontró dos viejos tractores agrícolas que supusieron una bienvenida ayuda. Mientras se trabajaba en el aeródromo, sobre el campo de golf de Porthlooo saltaron dos batallones adicionales de paracaidistas; hubo pocos accidentes ya que el viento había aflojado y la visibilidad era buena. A las diez de la mañana consiguió aterrizar el primer Junkers Ju 52, que fue seguido de otros Junkers y de Fokker F.25, que llevaban soldados de la 5ª división de montaña.
La llegada de refuerzos permitió acabar con los últimos puntos de resistencia ingleses. Además, los cazadores de montaña se hicieron con varios botes pesqueros, y dos compañías ocuparon la cercana isla de Tresco, con el apoyo de tres lanchas rápidas (de la flotilla que había sido dispersada por destructores ingleses la noche anterior). La posesión de esa isla iba a ser de gran importancia en las batallas que se avecinaban.
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Resultó que todos esos paseos sobre Wright no fueron sino una comedia para distraer a los ingleses; una farsa que me hubiese parecido más divertida de no ser por los bonitos agujeros que la antiaérea había hecho en mi Heinkel. Para agradecer los desvelos del Estado Mayor, elevé plegarias rogando que les trasladasen a Inge como secretaria; en mala hora pues, como comprobé posteriormente, a veces los deseos se cumplen.
La cuestión era que los camaradas paracaidistas se habían hecho con unas islitas muy monas, pero los destructores ingleses se empeñaban en no dejarles dormir; así que me dijeron algo así como «Freitag, a ti lo de trasnochar no se te daba mal» y me mandaron a darles un escarmiento. Aunque la verdad, el que casi acabó escarmentado fui yo.
Las cosas empezaron a torcerse antes de despegar. De los dos Dornier con radiotelémetro, uno tuvo que quedarse en tierra porque le falló un motor, y al que despegó le debió faltar algún tornillos, no sé si a la aparatería o si al piloto, porque se dedicó a dar vueltas sin ton ni son. Como no veía bengalas, yo también me dediqué a dar vueltas, tantas que no sabía si estaba sobre las islitas Sorlingas, o si me había acercado a Moscú; algo que no se podía descartar a la ligera, dado mi soberbio sentido de la orientación.
En eso alguien por ahí abajo empezó a pegar cañonazos; si ellos eran los que se descubrían, habría que hacerles aprecio, y tiré bengalas hasta que vi un precioso destructor. Empecé con la gracia de siempre, rafaguita por aquí, cien balitas por allá, haciendo tiempo para que llegasen los torpederos, pero los simpáticos no aparecieron; resultó que el jefe del grupo me tenía envidia y se orientó aun peor que yo. En estas, los de abajo se hartaron de las gansadas que hacíamos los canelos celestiales. El destructor al que le estaba echando los tejos me respondía con poca maña, pero no me di cuenta de que debajo tenía otro barco pero de los de verdad. Debía tener los cañones conectados a un radiotelémetro, y de repente me vie rodeado por ni sé de proyectiles. Notando como se estremecía el Heinkel, dije aquello de alas para qué os quiero, e hice mutis. No sé cómo, pero conseguí llegar a la base, e incluso hice una toma de tierra bastante apañada, que mejor hubiese sido si no se hubiese roto el tren de aterrizaje. Ya saben lo que dicen, que un aterrizaje es bueno si se puede salir andando del avión, y excelente si el avión puede volar otra vez; bien, el de esa noche se quedó simplemente en bueno.
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A mediodía las cosas empezaron a torcerse para los alemanes. El mal estado de la pista hizo que se rompiese el tren de aterrizaje de un Ju 52, y poco después ocurrió lo mismo con el de un Fokker, que tras arrastrarse por la pista se incendió. Los dos aparatos obstruyeron la única pista del aeródromo de St. Mary, bloqueando a una docena de aviones que ya habían descargado y estaban preparados para volver a las bases francesas. Los ingenieros se esforzaban para volver a abrir la pista, pero las excavadoras que necesitaban habían vuelto a Brest por la malhadada orden de Schmundt. Hubo que esperar a que se extinguiesen las llamas para luego despejar los restos ayudados por uno de los tractores, en una carrera contra reloj ya que se había detectado la aproximación de una potente agrupación inglesa.
Ya se ha relatado que, al producirse el desembarco, habían partido desde Glasgow los buques del contralmirante Leatham: tres cruceros ligeros (Orion, Neptune y Galatea) y seis destructores. Al amanecer los cubrió una fuerte sombrilla de cazas, raro lujo para la Royal Navy esos días. Se trataba de los nuevos bimotores Lightning de origen norteamericano, procedentes del USAAC por orden directa del presidente Roosevelt. La batalla de Mogador había demostrado la necesidad de cazas de largo alcance, pero la RAF solo disponía de los inadecuados Beaufighter. Aunque la RAF había encargado varios centenares de bimotores Lightning I y II a la compañía Lockheed, la planta que debía fabricarlos aun no había sido finalizada. Churchill hizo una petición personal a Roosevelt, que a su vez ordenó que el USAAC cediese todos los aparatos de este tipo que tuviera. Finalmente, solo llegaron doce P-38D y cuarenta P-38E, ya que el resto se perdió en el Atlántico al ser torpedeados los buques que los llevaban. Los Lightning III y IIIb eran aviones problemáticos, y los pilotos de la RAF, que no estaban acostumbrados a sus características, sufrieron varios accidentes fatales. A pesar de ello, se trataba de máquinas veloces, con largo alcance, y que podían llevar depósitos auxiliares. Junto a los North American Mustang, tuvieron un importante papel en los combates de los días siguientes.
No mucho después de zarpar un hidroavión BV 138 detectó a los barcos de Leatham, pero fue derribado antes de poder radiar su avistamiento. Otros dos aparatos fueron derribados por los Lightning, y hubo que esperar hasta el mediodía a que un Junkers 88 consiguiese escapar de los cazas. Inmediatamente se envió contra los cruceros un grupo de torpederos Do 217. Sin embargo el mayor Meyer, el jefe del grupo, decidió armar sus aviones con torpedos convencionales y no con los letales LT-850b, con el argumento de que eran armas sin probar; resulta curioso pues habían resultado muy eficaces en Mogador y Socotora. Catorce de los veintidós Dornier, incluyendo el de Meyer, fueron derribados por cazas Lightning y Beaufighter. Los supervivientes consiguieron lanzar sus torpedos, pero los barcos de Leatham los esquivaron sin dificultades. Pocos minutos después, los cruceros fueron atacados por bombarderos en picado Ju 88. Estos aparatos hubiesen tenido que actuar coordinadamente con los Do 217, pero su despegue se retrasó. Como consecuencia, cuando llegaron sobre los barcos ingleses su cobertura de cazas se había renovado, esta vez por aparatos Mustang, y de nuevo las pérdidas germanas fueron importantes. El magro resultado de los ataques fue que el crucero Orion fue alcanzado por una bomba de 250 kg que destruyó la torre X, a pesar de lo cual pudo mantenerse en la formación. Al atardecer los barbos ingleses volvieron a ser acosados, esta vez por torpederos italianos SM.79 que, de nuevo, actuaron sin escolta de cazas. Ocho aparatos fueron derribados, y el ataque fue infructuoso.
Los cruceros británicos atravesaron el canal de San Jorge a última hora de la tarde y elevaron su andar hasta los treinta nudos. Leatham se arriesgó a pasar entre las Sorlingas y Last’s End suponiendo, con razón, que esas aguas aun no habrían sido minadas, hasta llegar a seis millas al suroeste de St. Mary. La elección del lugar no fue casual: era casi el único lugar libre de escollos y con aguas lo suficientemente profundas como para no temer a las minas de fondo.
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Al día siguiente, nuestro objetivo fue Cornualles. Ya habíamos hecho excursiones por ese rincón de tierra, que venía a ser como Galicia, con colinas frondosas, acantilados y pueblecitos costeros. Pero entre bosques y calas había ni sé de sitios donde esconderse, y cuando los alemanes decidieron saltar a las Sorllingas, fue como quien da una patada a un hormiguero, y empezaron a salir britanos de todos los rincones.
Que tuviesen reclutas paseando por allí nos importaba bastante poco; peor era que hubiese aeródromos, pero eso era cosa de los franceses y los italianos. A nosotros nos tocó encargarnos de las estaciones de los retemés, o de radar, como lo llamaban los herejes. A los alemanes no se les ocurrió que las Sorlingas estaban demasiado cerca de esos trastos ingleses, y que los herejes los veían venir y les echaban encima sus cazas en el momento más oportuno. Al menos, localizar los retemés no tenía misterio, pues los tenían que emplazar en lugares altos, y tenían unas antenas más grandes que casas.
Iba a ser una misión conjunta, que encabezaríamos nosotros con los Mochos. Íbamos a llevar bombas pequeñas, para acabar con los antiaéreos. El comandante preguntó si no les quedaban bombetas, y resultó que no, que se estaban bastando en tales cantidades que esos días habían hecho corto. Entonces propuso sustituirlas por las bombas Gallarza, pero los teutones arrugaron el morro, diciendo que el humo ocultaría los blancos. Lo malo de llevar bombas normales era que había que lanzarlas desde alturas intermedias, las ideales para la antiaérea. Aunque igual era esa la idea, dejar que los herejes se entretuviesen con nosotros para que a los germanos les quedase vía libre.
Si había que ir, pues se iba, pero tonterías las justas, dijo Salvador. Así que insistió hasta que nos permitieron adelantarnos un par de minutos, los justos para llegar a tierra por otro lado —sobre un puertecito llamado Penzance, del que apenas quedaban piedras—, cruzar Cornualles y volverse, para llegar desde el norte a nuestro objetivo, que estaba el Land’s End. Esas palabrejas querían decir Finisterre en hereje, y era eso, el cabo más al oeste de Gran Bretaña. Ahí habían emplazado unas antenitas que estaban haciendo la vida difícil a los camaradas de los bombarderos. Según las fotos había varios Bofors —bastaba escuchar esa palabra para preocuparnos, pues eran cañones con muy mala uva— y seguramente habría otros que no se veían. Pero Salvador nos dijo que sin bombetas y justos de gasofa, nos íbamos a dedicar a lo que nos mandasen, es decir, a tirar los pepinos sobre los que se viesen, y el que venga detrás, que arree.
La cosa salió bien. Despistamos a los de abajo, y cuando les tiramos los regalos aun estaban apuntando al sur. Llegamos apenas un momento antes que los Bf 110 que se dedicaron a las antenas, y después vinieron más 110, esta vez con bombas de gasolina para acabar con los técnicos que pudieran quedar. La guinda la puso un grupo de He 111 que dejó caer una alfombra de bombas para dejar el campo como recién labrado y listo para la siembra.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Die Swarzewoche
El bombardeo aeronaval que sufrieron los paracaidistas esa noche fue el comienzo de la Swarzewoche, la semana negra que los puso al borde de la derrota.
Los cruceros de Leatham llegaron a las proximidades de St. Mary sin ser molestados y empezaron el cañoneo. Durante una hora los tres cruceros dispararon un millar de proyectiles contra el aeródromo. Los primeros cayeron desviados, pero poco después la metralla alcanzó a uno de los aviones, y el incendio permitió que los barcos ingleses corrigiesen el tiro. Los aparatos de transporte quedaron convertidos en hogueras, y fueron destruidos la mayor parte de los suministros que habían llevado. Con la referencia del fuego de los cruceros, tres destructores dispararon contra Hugh Harbor. En la rada habían amarrado cuatro lanchas torpederas alemanas; tres consiguieron zarpar, pero la S44 se hundió al ser perforado su casco por la metralla, y la S49 embarrancó en la oscuridad en el arrecife Bacon Ledge, en bocana.
Los barcos británicos suspendieron el fuego a la una de la mañana, pues tenían que alejarse de las islas antes del amanecer. No con ello acabó la ordalía de los alemanes, ya que fue el momento del Bomber Command. Dos centenares de bombarderos habían partido de bases en el Ulster, y lanzaron trescientas cincuenta toneladas de explosivos sobre St. Mary, empleando como referencia el fuego naval y los incendios. Aun se produjo una tercera incursión al amanecer, cuando veinte bombarderos pesados B-17 volvieron a bombardear el puerto.
La luz del día trajo un espectáculo desolador. El aeródromo estaba convertido en un campo de cráteres que recordaba las torturadas tierras del Somme. Las pérdidas habían sido graves, e incluían dos tercios de los ingenieros y prácticamente toda la maquinaria; solo se salvó un tractor agrícola. Las instalaciones del puerto también habían quedado arrasadas. Además, tanto en el aeródromo como en el puerto se producían repetidas explosiones de bombas retardadas.
Mientras, los barcos de Leatham se retiraron sin ser molestados. Tres lanchas rápidas se dirigieron hacia el oeste de las islas, pensando que los ingleses se retirarían por ahí, pero no solo no encontraron a los cruceros (que habían pasado de nuevo entre las Sorlingas y Land’s End) sino que la S22 se destrozó contra otro arrecife. Después, la bruma protegió a los ingleses, y cuando despejó ya estaban en el Mar de Irlanda, bajo la cobertura de cazas de largo alcance.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
No sé si alguna vez me había caído una bronca como la que me echaron la noche siguiente. Los paracas seguían en las islitas de las narices, pero ahora era media Royal Navy la que quería darles recuerdos, y cualquiera puede imaginar a quién enviaron a dar la bienvenida a los marineritos ingleses. Pero salió todo mal o peor.
Esta vez los que se perdieron fueron los Dornier con radiotelémetro. Les habían dicho que encontrarían las islas sin problemas ya que los ingleses las estaban bombardeando; pero olvidaron contarles que la Luftwaffe se estaba dedicando al mismo deporte sobre Plymouth, y los tíos de los Dornier se liaron y empezaron a buscar por donde no había nada. Los torpederos, tres cuartos de lo mismo, y los únicos que tuvimos tino fuimos los Heinkel ametralladores, pero lo que sirvió y nada, pariente de cosa. En las islas caían pepinos cual aguacero, pero no solo de barcos, sino de aviones herejes digo ingleses —se me sigue pegando la parla española— y casi me la pegué con un bicho más grande que ni sé. El caso, que los ingleses se lo pasaron de miedo y nosotros no hicimos más que gastar gasolina. Algo normal en los jueguecitos nocturnos, pero como a los paracas les dieron pal pelo, protestaron a las alturas y de altura en altura, a mí me descendió la bronca sin que viniese a cuento, que ya me hubiese gustado ver a esos coroneles volando a oscuras.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El éxito del bombardeo de Leatham animó a los ingleses a lanzar la operación Bishop, es decir, la recuperación de las islas. Sin embargo, durante su preparación se iban a encontrar con todo tipo de problemas.
Dado que las Sorlingas estaban muy próximas al Canal de Bristol, la Royal Navy empezó a concentrar medios anfibios en sus puertos; grave error, pues lo hacía bajo las barbas de la Luftwaffe. Los de la orilla sur ya habían sido bombardeados repetidas veces y se consideraron inadecuados. Se seleccionó el de Cardiff, pero sufrió un intenso ataque en el que fueron destruidas varias embarcaciones; en las cercanías fue hundido el buque de desembarco de tanques HMS Tasajera por torpederos Ju 88. Entonces fue Pembroke el lugar elegido, y de nuevo, el movimiento de los buques atrajo a la Luftwaffe. Como no había otros puertos adecuados en el sur de Gales, tuvo que ser Liverpool el punto de reunión.
Los sucesivos cambios obligaron trasladar a los barcos anfibios, con el consiguiente retraso. También fue preciso desplazar a las fuerzas terrestres. Para encabezar la invasión se había elegido a la 220ª brigada de infantería, la que hubiese debido reforzar las Sorlingas, y a la que se había ordenado trasladarse a Wight. Estaba en Southampton esperando embarcar en los trasbordadores, cuando se le ordenó ir a primero a Cardiff, luego a Swansea, a Pembroke y finalmente a Liverpool. Los movimientos de los soldados, las marchas y contramarchas, las órdenes cambiantes y los viajes a través del caos al que había sido reducida la red ferroviaria británica, fueron relatados por Roy Campbell en su poema «La brigada extraviada».
Mientras los buques de desembarco se movían de puertos a puerto, y la 220ª recorría Inglaterra, la Royal Navy seguía martirizando las islas. A la noche siguiente fueron los destructores de Caslon los que bombardearon de nuevo el puerto y el aeródromo; aunque sus proyectiles eran menos destructivos que los de los cruceros, encaminaron a los aparatos del Bomber Command, que lanzaron otras doscientas toneladas de explosivos. Esta vez, los barcos ingleses no lo tuvieron tan fácil, y tuvieron que esquivar varios ataques torpederos nocturnos. A la mañana siguiente, fueron atacados por cazabombarderos cuando navegaban por el Canal de Bristol, y el Paladin sufrió algunas averías por una bomba cercana; a cambio, consiguieron derribar tres aparatos.
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Veo que el mensaje anterior se despistó de hilo.
Lo siento
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