Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Fusil pesado de retrocarga Mieres modelo 56

El fusil pesado de retrocarga Mieres modelo 56 empleaba un sistema de retrocarga diferente al Otamendi, y tenía un cerrojo deslizante que daba al conjunto mayor resistencia, obturaba mejor, y permitía disparar proyectiles pesados.

El Mieres 56 no estaba concebido como arma para el infante, sino para disparar desde gran distancia contra objetivos valiosos, como pudieran ser los jefes o la artillería enemiga. Disparaba un proyectil de quince líneas y sesenta granos de peso, que tenía un alcance efectivo de mil quinientos pasos aunque, debido a la velocidad de salida relativamente baja, tenía una trayectoria poco tensa, y precisaba alzas especiales. Con todo, ese inconveniente se presentaba solo a distancias muy grandes, y por debajo de los quinientos pasos era un arma bastante precisa.

Debido al gran peso y retroceso del arma, debía dispararse bien cuerpo a tierra, bien apoyada en objetos sólidos o muros, para lo que se Un pincho que se roscaba en la culata, y un bípode plegable o unos ganchos, en una anilla delantera. Tenía también un vistoso amortiguador de elástica en la culata.

El arma fue empleada sobre todo a bordo tanto de los buques de la Armada como de unidades mercantes, ya que su potencia, alcance, cadencia de tiro y precisión lo hacían muy efectivo contra las cubiertas de buques enemigos.

A pesar de su eficacia, el Mieres 56, que empleaba pólvora parda, quedó anticuado cuando se generalizó el empleo de pólvora rayo. El Mieres modelo 70 era similar pero con un calibre de once líneas y empleaba cartuchos de pólvora rayo.


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Fusil de retrocarga Otamendi modelo 57

El fusil Otamendi modelo 57 fue el primer fusil de retrocarga empleado en combate. Apareció durante el Resurgir y se convirtió en el arma principal de los ejércitos españoles hasta que a partir de 1685 fue sustituido por el fusil de retrocarga Mieres modelo 82.

El Otamendi se basaba en el anterior Entrerríos, y empleaba su cañón taladrado de once líneas de calibre, pero no se cargaba por la boca, sino que tenía un bloque deslizante que permitía la retrocarga con cartuchos de jarra de latón, que llevaban el pistón fulminante. El bloque se manejaba con una palanca situada bajo el guardamanos. El percutor era interno, de tal manera que era de aspecto compacto, e incorporaba un seguro que permitía llevar el arma cargada con seguridad. Como ocurría con el fusil Entrerríos, podía llevar un cuchillo de Breda, aunque además del de cubo se distribuyeron otros modelos que fueron preferidos ya que se podían emplear para otros menesteres. Concretamente, tenían un filo cortante que permitía emplearlos como armas blancas o como bayonetas, y llevaban en el pomo un gancho que facilitaba la extracción de cartuchos atascados, algo frecuente hasta que apareció el fusil Otamendi modelo 62, que era igual pero tenía la recámara ranurada para facilitar la extracción (buena parte de los 57 fueron modificados).

Balísticamente, el Otamendi 57 superaba al Entrerríos 41 a pesar de ser el cartucho de similar potencia y el cañón más corto, debido al mejor diseño del proyectil, que no necesitaba ser asentado. Aun así, al emplear pólvora parda la velocidad inicial era relativamente baja, de tal manera que la trayectoria era poco tensa y resultaba impreciso a distancias superiores a doscientos pasos, aunque el fuego por descargas podía suplir esa deficiencia. Con todo, las principales ventajas del nuevo fusil estaban en la cadencia de tiro (un fusilero entrenado podía hacer hasta diez disparos por minuto) y que se podía cargar cuerpo a tierra o resguardado del enemigo.

La introducción del nuevo fusil dejó anticuados los terriblemente vulnerables cuadros de infantería, e incluso las formaciones lineales acabaron siendo sustituidas por el despliegue en guerrilla, menos vulnerable a las armas enemigas.

El Otamendi se consideró tan valioso que no fue suministrado a las milicias hasta 1670, y a los aliados de España hasta 1680. Aunque algunos ejemplares fueron capturados, los armeros de otras potencias europeas fueron incapaces de copiarlos, y hasta 1715 no empezó a producir el arsenal de Charleville (Francia) un arma similar.


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P.D.: en el mensaje anterior ha habido un error con el color del texto, que hubiera debido ser verde oscuro para indicar que no forma parte de la historia principal.

Saludos



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Fusil de retrocarga Otamendi modelo 68

El Otamendi modelo 57 empleaba pólvora parda, que dejaba menos residuos y no producía tanto humo como la pólvora negra, pero seguía ensuciando las ánimas y tenía potencia relativamente baja.

Además de la munición con pólvora parda, se suministraron algunos lotes especiales de pólvora rayo; debido a su mayor potencia los cartuchos eran más cortos. Con todo, la bala de gran calibre (once líneas) hacía que el arma tuviera trayectoria poco tensa. Además, la necesidad de modificar las miras hizo que la pólvora rayo se emplease solo ocasionalmente.

El fusil Otamendi modelo 68 había sido rediseñado para emplear pólvora rayo. El cañón era más resistente, pero el calibre era de solo ocho líneas. Los cartuchos eran de latón extrusionado y producían menos interrupciones. Los proyectiles eran ojivales con recubrimiento de cobre. La potencia del cartucho unido al proyectil aerodinámico hacía que su trayectoria fuera tensa y tuvieran potencia suficiente para perforar las corazas de los caballeros a corta distancia, y eral letales incluso a mil pasos para las tropas sin protección. Aun así, raramente se empleaba a más de doscientos cincuenta pasos (salvo cuando se disparaba en descargas contra objetivos especialmente valiosos), pero los tiradores más hábiles recibieron los del modelo 71, que eran fusiles del modelo 68 ajustados manualmente, equipados con una mira telescópica. Los tiradores españoles resultaron muy eficaces disparando contra los jefes o los artilleros enemigos.

El fusil modelo 68 podía equiparse con cuchillos de Breda, aunque ya no se empleaban las de cubo sino las de espada. También se le podía acoplar con un lanzagranadas que disparaba granadas hasta a cien pasos de distancia. Se hacía con cartuchos especiales sin proyectil; el disparo inflamaba la mecha de la granada, que debía ser expuesta antes del disparo quitando una tapa. Debido a la gran potencia, se recomendaba apoyar el fusil en el suelo o en algún muro, y no sobre el hombro. Aunque se pretendía que todos los soldados emplearan el lanzagranadas, los disparos desajustaban el fusil, y era práctica habitual emplear como lanzagranadas los fusiles más gastados.


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Fusil de retrocarga Mieres modelo 74

El fusil Otamendi supuso un enorme avance, pero el sistema de obturación por bloque deslizante no se adaptaba bien a la pólvora rayo, y la unión entre el guardamanos y la caja era un punto débil cuando se empleaba el cuchillo de Breda.

El Mieres modelo 74 sustituía el bloque deslizante por un cerrojo corto, una versión a menor escala del empleado en el fusil pesado Mieres 56. El nuevo sistema era más eficaz y ligero, y admitía el potente cartucho 8L51 (en lugar el 8L40 del Otamendi) con proyectil aerodinámico de gran eficacia.

El mosquetón Mieres 74 fue una versión acortada para la caballería y para soldados de servicios, más ligera aunque menos precisa. Paradójicamente, solía emplearse con espada bayoneta sustituyendo a las lanzas, mientras que con el fusil se empleaba un cuchillo de Breda más pequeño, ya que los asaltos al arma blanca eran infrecuentes.

Tras su aparición, los Mieres 74 fueron reservados para las unidades europeas, destinando la producción de los Otamendi a Ultramar. A partir de 1685 fueron sustituidos por los fusiles de retrocarga Mieres modelo 82. Algunos Mieres 74 fueron modificados con un cargador tubular, pero la conversión resultó cara y propensa a fallos. Los fusiles no modificados que quedaban fueron entregados a las milicias o vendidos a los aliados.



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Fusil de retrocarga Sulcis modelo 76

Simultáneamente al Mieres 74 se diseñó el Sulcis modelo 76 en la nueva siderurgia Sulcis, situada junto a las grandes minas de carbón de Sirai, en Cerdeña.

El Sulcis 76 empleaba un cerrojo, como el Mieres 74, pero era más compacto y de accionamiento sencillo, cuestión que facilitó su conversión a retrocarga. De hecho, los primeros modelos llevaban un cargador tubular, siendo por tanto los primeros fusiles de repetición de la Historia, pero era poco fiable y debilitaba la culata, por lo que se decidió construir la versión monotiro. Los Sulcis 76 son fácilmente distinguibles no solo por su cerrojo, sino por el guardamanos modificado con apoyo para la mano del tirador.

Aunque se fabricó en cantidades menores que los Mieres y Otamendi, el Sulcis 76fue muy apreciado por su resistencia a condiciones extremas, y fue el preferido por las unidades de cazadores.

A pesar del fracaso del cargador tubular se prosiguieron los estudios para la retrocarga. Los Sulcis 81 (parte eran Sulcis 76 modificados, y otros, construidos de novo) llevaban un cargador vertical interno disparos, y fueron los primeros fusiles de repetición empleados por el ejército español, a tiempo para la Guerra de Sucesión.


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Fusil de repetición Mieres del modelo 83

El fusil de repetición Mieres del modelo 83 fue el armamento estándar español durante tres decenios, y junto al cañón Trubia 80M75 y la ametralladora Placencia 79 proporcionaron a las fuerzas españolas una superioridad aplastante frente a enemigos que aun seguían equipados con armas de avancarga.

El Mieres 83 se basó en el fusil de retrocarga Mieres 74, pero con un cerrojo inspirado en el que llevaba el Sulcis 76, aunque aligerado y de accionamiento más rápido. Incorporó un cargador fijo que se alimentaba con disparos sueltos o con peines de siete disparos; posteriormente se ensayó una versión con cargador reemplazable, pero apenas ofrecía ventajas sobre la versión original y no fue aceptado.

El Mieres 83 supuso un nuevo cambio de calibre, que fue de siete líneas en lugar de ocho de sus antecesores. Obligó a modificar el método de fabricación del cañón, ya que se consideró que el cartucho 8L51 de modelos anteriores era excesivamente potente y no se adaptaba a las armas automáticas por entonces en desarrollo. El Mieres 83 empleó el nuevo cartucho 7L45, con casquillo de cuello de botella sin reborde y proyectil ojival más aerodinámico que los anteriores.

A los Mieres 83 se les podían acoplar miras telescópicas, lanzagranadas, o varios tipos de bayonetas. Incluso se suministró un silenciador que se empleaba con munición subsónica. También se desarrolló una versión aligerada, la carabina Mieres 83, para la caballería o unidades de servicio.

Aunque el Mieres 84 fue desarrollado inmediatamente antes de la Guerra de Sucesión, la producción se retrasó y hasta 1695 no se distribuyó a las tropas, de tal manera que ese conflicto fue el último en el que se utilizaron los viejos fusiles de un disparo, salvo los Sulcis 81 que seguían empleando el viejo 8L51. El Mieres 84 reemplazó por completo a los modelos anteriores con el cambio de siglo.


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Tras el paseo por DeviantArt viendo fusiles, se vuelve a la historia.


No llevó ni una semana el viaje gracias a las excelentes carreteras que unían Madrid con la costa. La primera, la de Valencia, salvaba las sierras gracias a obras que hubieran sido imposibles sin la pasta rayo. Otras enlazaban la capital con Sevilla y Cádiz, con Zaragoza, y con las factorías y las minas del norte. Era cuestión de tiempo que la Península quedara cruzada por carreteras, que también se construían en Flandes, en Nápoles, en Egipto, y hasta en las Indias.

Cardona había tenido la precaución de decir que se dirigía a su hacienda en Saelices para cazar algún ciervo. Sin embargo, no se detuvo en la localidad manchega, sino que siguió hacia la costa. Una vez en la perla del Mediterráneo se reunió con los líderes modernistas para consultarles la posibilidad de un acuerdo; inmediatamente después volvió aunque, de nuevo, tomando precauciones al entrar en la capital.

—Don Ismail, siento no haber podido darle una respuesta antes.

—Entiendo que no pudierais tomarla por vuestra cuenta ¿Qué habéis resuelto?

—Lamento tener que deciros que mi gestión no ha obtenido los resultados que vuesa merced desea. Va a ser imposible acceder a sus demandas.

Ni la piel morena pudo ocultar como palidecía el morisco, pero Nicolás siguió.

—He consultado con personajes de gran influencia, y todos coinciden en lo mismo. La expulsión de España de vuestros abuelos fue una catástrofe, pero el vulgo la celebró. En España se sigue viendo al musulmán como enemigo. Será del todo imposible que los castellanos os acepten.

A pesar de la mala noticia, el morisco conservó la compostura—. Yo lamento aun más lo que me dice, pues significará la destrucción de mi patria. Ahora bien, también será la muerte para muchos españoles, pues esta vez no habrá cuartel.

—No os apresuréis. Que sea inviable el retorno a Hornachos, al menos por ahora, no significa que España no os ofrezca nada. Vuestras demandas serían asumibles con una salvedad. En vez de volver a Extremadura ¿Qué os parecerían las Indias?

—¿Las Indias decís?

—Sí, las Indias. Son territorios extensísimos que necesitan gente que las pueble. No será fácil, pero creo que se podrá conseguir que pasen a las Indias aquellos que acepten volver a la fe cristiana. Os aviso de antemano que incluso esa concesión va a ser difícil lograrla, y solo será posible si quienes emigren sean cristianos, si no de corazón, sí de postura.

—¿No se aceptará a los que por haber nacido en Marruecos hayan sido educados en el islam?

—No, al menos por ahora. Solo cristianos, aunque sean nuevos. Además, he de advertiros que se les seguirá de cerca. Ya sabéis que la Inquisición ya no tiene la fuerza que tuvo, pero permanecerá vigilante. Los inquisidores no podrán ver dentro del alma de esos nuevos cristianos, pero si sus actuaciones. En sus casas podrán creer en lo que quieran, pero de puertas afuera, la fe de Mahoma quedará proscrita, y se castigará severamente a los transgresores.

Vargas ya contaba con ello; quienes volvieran correrían un grave riesgo si pretendían mantener los preceptos de su fe. Tendrían que comer cerdo, beber vino y seguir los ritos cristianos; no serían pocos los que se negaran. Aun así, la oferta de emigrar era tentadora.

—Si los que emigren demuestran ser buenos cristianos, a los veinte años tendrán los mismos privilegios que los cristianos viejos, y podrán cambiar de residencia, e incluso volver a Hornachos, si ese es su gusto; aunque yo creo que hay más fortuna allende los mares.

—Razón tenéis. Sin embargo, ese plazo de veinte años me parece excesivo. No serán muchos los que lleguen a cumplirlo. Tal vez, si fueran diez…

—No, lo siento. Veinte años es lo mínimo. Hay quien apenas estaba dispuesto a aceptar que solo fueran los hijos los que pudieran ser aceptados como cristianos. Como concesión, se permitirá que los jóvenes que aun no se hayan emancipado acompañen a sus padres, aunque no hayan recibido el agua bautismal. Aun así, al llegar a la mayoría de edad se les aplicarán las mismas disposiciones: si aceptan el bautismo y no trasgreden los preceptos dela iglesia católica, en veinte años serán tan españoles como los cristianos viejos. Si lo rechazan, tendrán que volver a Marruecos.

—¿Y los niños pequeños? Repuso Vargas, dejando ver su interés.

—Los niños acompañarán a sus familias, como debe ser, pero tendrán que crecer en la fe católica. La iglesia proporcionará buenos hombres para su educación. No temáis, que no serán frailes fanáticos —en Valencia se había pensado en los escolapios para tan ingente tarea—. Al llegar a la mayoría de edad, serán libres de actuar como cualquier otro español.

—Con todo, temo que habrá demasiados de mis compatriotas que no acepten el agua bautismal.

—Lo suponía. No me extrañaría que sean mayoría. Aun así, España no va a abandonarles. A los que quieran conservar su fe se les ofrecerán dos opciones. Podrán seguir habitando Salé, pero no como república independiente, sino como feudo personal de la Corona. O, si lo prefieren, tendrán ocasión de enrolarse en el ejército o en la armada real. Tras diez años de servicios se les concederá un lote de tierras en Ultramar, aunque será bastante más reducido que si aceptan la fe católica.

El morisco calló unos minutos antes de responder—. Lo que me ofrece no es lo que venía a buscar. Tal vez sí…

—No perdáis el tiempo regateando, Don Ismail. Lo que os ofrezco es lo máximo que se podrá lograr.

—Tendré que consultar con mis hermanos.

—Lo entiendo. Decidles que esta va a ser la última oportunidad. Es una oferta muy generosa. Yo no la dejaría escapar.



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Tres meses le habían dado, y aun no se habían cumplido cuando el falucho que llevaba a Ibn Bargash avistó Cádiz.

Tres meses en los que había cambiado su vida, y no para bien. Al principio le había parecido un plazo demasiado corto ¿Es que los rumíes pensaban que los moriscos tenían alas? Cierto era que a los españoles parecía que les escocieran los pies, pero solo podían correr por su tierra, por esos caminos que eran maravilla. En África las cosas se hacían de otro modo, y más si se estaba bajo los ojos vigilantes del caíd. Ismail ibn Bargash —había dejado de ser Vargas en cuanto se hizo a la mar— había tenido que desembarcar al sur, para luego entrar por la puerta de tierra y pasar desapercibido ante los guardias. Ni siquiera eso era seguro pues, si alguien se iba de la lengua, le esperaría la cimitarra.

Nada más llegar envió un esclavo a la casa del jeque Musa ibn Bargash, el más respetado del clan y tío de Ismail. Al ser familia cercana, a nadie extrañaría la visita, y aun así tendría que ser cuidadoso con sus palabras. Si el jeque daba su aprobación, hablaría con las otras familias.

Contra lo que esperaba, el jeque Musa apenas puso objeciones. A pesar de su acendrada fe musulmana, que a Ismail le constaba, estaba harto de intromisiones de los patanes dilaítas. Lo único que no le gustó fue que aquellos que pasasen a Indias no lo harían en masa, pues los españoles pensaban que, si los moriscos permanecían juntos, antes o después volverían al islam. La intención de los modernos era poblar las Indias, pero de españoles. No les preocupaba demasiado que llegasen católicos bastante dudosos, procedieran de Marruecos o de Alemania, siempre que no se les dejara juntarse. Al contrario, estarían rodeadas de otros emigrantes de cuya fe no hubiera duda, fuesen peninsulares, italianos, irlandeses, polacos o lo que fuera, para que si no los hijos, los nietos fueran españoles y católicos. Ismail pensó que el jeque entendería tal requisito, pero también tenía otra consecuencia: los jefes de los clanes perderían su poder, al menos en Ultramar. Algo que a Ismail no le importaba demasiado, pues su rama era segundona.

De los otros clanes, solo los Balafrej (o Palafox) aceptaron el acuerdo; no en vano se rumoreaba que seguían siendo cristianos. Por el contrario, los ibn Mulina y los ibn Baes se cerraron en banda, al ser las familias que señoreaban más corsarios. Esos inconscientes debían estar frotándose las manos ante la posibilidad de lucrarse saqueando las costas españolas.

Al final, las gestiones de Ismail naufragaron. Un mal día, un amigo avisó que habían sido traicionados. El morisco escapó a uña de caballo mientras los guardias asaltaban las casas de los Bargash y de los Balafrej. El morisco consiguió escapar en un falucho a Cádiz, donde tenía la cita con Cardona. No iba a ser buen trago comunicarle el fracaso de las gestiones. Ismail rezaba, no sabía si a Jesús o Alá, para que le permitieran establecerse en algún rincón español.



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Entrar en Cádiz fue saltar al futuro. Había salido de una ciudad en la que se vivía como lo hicieron sus antepasados, y llegó a un mundo nuevo.

Desde lejos parecía que la ciudad ardía, de tantas columnas de humo que se alzaban sobre el caserío. Se veían velas por doquier, pero antes de pasar la boca de la bahía, las embarcaciones se ponían al pairo para ser inspeccionadas. Lo mismo hizo el falucho; mientras, el morisco observaba la ciudad, su puerto, y las factorías que estaban proliferando alrededor de la bahía.

—Mi señor, muchos de los barcos que veis en la bahía son de guerra. —Dijo el capitán, que había navegado con los corsarios y sabría de qué hablaba.

Un bote se acercó al falucho y, tras interrogar al capitán, le indicó dónde fondear. Después un bote llevó a Ismail hasta el embarcadero, donde presentó al inspector de la aduana la carta que le había entregado Cardona. Recibido el visto bueno, el morisco se dirigió hacia el palacio de la Capitanía Marítima.

En el viaje anterior Ismail Vargas había desembarcado en Lisboa, reputado de ser uno de los mayores puertos atlánticos, pero la ciudad portuguesa no llegaba ni al tacón de Cádiz. Lo primero que le llamó la atención fue no ver porquería por las calles. No era la primera vez que admiraba tal prodigio, ya que en Madrid se estaba excavando una enorme red de alcantarillas para que ni la vista ni el olfato se ofendieran por las miserias humanas; pero no esperaba verlo también en una ciudad andaluza. Cuadrillas de barrenderos recogían las boñigas de los caballos, algunos de carruajes privados, los más de grandes carromatos a los que la gente subía y bajaba tras dejar que el cochero picase un papelillo. En las fachadas vio otros artilugios que tras nacer en Valencia se habían extendido a Madrid y luego a las provincias: las farolas que ahora estaban apagadas, pero que de noche llenaban de luz las calles.

Las vías estaban colmadas de gentes. Sirvientes que se afanaban, soldados de la guarnición, marinos de los barcos, y también damas y caballeros que paseaban ataviados con prendas de colores tan vivos que casi ofendían la vista. Pequeños tenderetes —luego supo que los gaditanos los llamaban «chiringuitos»— servían bebidas y breves colaciones a los viandantes, que se detenían a beber y conversar en cada puesto. Niños había muchos, arrebolados por los colores de la salud. No se veían mendigos enseñando desdichas, ni matones de taberna, ni tampoco buscavidas a la caza de la bolsa ajena. Seguramente por las parejas de policías, reconocibles por su uniforme verde y el curioso sombrero negro, que no perdían ojo de lo que ocurría. El morisco apreció que esos guardias llevaban bastones de madera y, cruzadas a la espalda, las carabinas Entrerríos tan temidas por los enemigos de España.

Ismail Vargas llegó al palacio y presentó la carta de Cardona al centinela. Al poco, un secretario le hizo pasar a una salita. Le rogó que esperara, pues el almirante había salido para una inspección y tardaría un par de horas en volver. Para hacer más liviana la espera le propuso que leyera la Gaceta de Cádiz, el periódico semanal que llevaba unos años publicándose. El español le dijo que los gaditanos se peleaban por los ejemplares a causa del tremendo éxito que estaba teniendo una novela por entregas que se titulaba «Las desdichas del Tío Antonio». Un criado, además, trajo un servicio con café, chocolates —las dulces pastillitas de color marrón se habían puesto de moda desde que las inventó el cirujano real— y pastas. Ni alcohol, ni embutidos de cerdo; el almirante había pensado en todo.

El morisco se entretuvo en la lectura, y no pudo menos que quedar cautivado por la novela; luego preguntaría si era posible adquirirla. Había una sección de noticias locales, en la que se citaban los buques que llegaban y partían, así como pequeños incidentes ocurridos en la ciudad. Las noticias del reino relataban la inauguración por el Príncipe de Asturias de una factoría siderúrgica en Avilés; Ismail no sabía qué significaba exactamente, pero por el texto coligió que era una fragua de acero. El periódico también se hacía eco de rumores que decían que el ministro principal estaba perdiendo el favor del rey; al morisco le sorprendió que otro artículo, titulado «editorial», dijera pestes de ese ministro; por menos de eso, en Salé se perdía la cabeza.

Apenas había acabado el periódico cuando el secretario volvió y le llamó. Al momento, entraba en el despacio del almirante Cardona.

—Me alegra volver a verle, amigo Don Ismail, si me permite llamarlo de tal manera.

—Será un honor —dijo el morisco, al que la vida y la hacienda iban en conseguir el agrado del español.

—El honor será mío. Decidme ¿Llegaron a buen término sus gestiones?

—Me temo que no, almirante —repuso el morisco—. Me lamenta tener que decir que hice mal que bien. Pocos fueron los clanes que vieron con agrado la alianza con España. Los más fueron indiferentes, o creían imposible la empresa. Ahora bien, no fue lo peor el desinterés. La noticia de mi gestión llegó a oídos de familias que odian la simple mención de su gran nación. Son familias de cerdos que se han mezclado con renegados holandeses. Esas alimañas celebraron la instrucción del caíd de ofender a la vuestra y que espero sea mi patria. Como ya imaginaba su respuesta los evité, pero algún hijo de perra correveidile les fue con el cuento. Faltó tiempo para que los esbirros del caíd vinieran en mi busca. Esos perros rabiosos que no conocen a su padre, se atrevieron a violentar a mi tío, al que dieron muerte cuando se les resistió. Si salvé mi vida fue por tener preparada la huida.

—Tristes noticias me dais.

—Peores traigo. Por órdenes del caíd han sido confiscadas las posesiones de las familias que considera sospechosa, y las han entregado a los cerdos Baes y Mulina, que se han apresurado a enviar mensajeros a los turcos, a los ingleses y a los renegados holandeses. Témome que estarán convirtiendo Salé en un bastión inexpugnable.

—¿Inexpugnable decís? Estará por ver. Con todo, me estáis diciendo que, aunque pocos, hay clanes que podrían ser nuestros partidarios ¿Ocurre así en el resto de Marruecos?

—Ocurre, almirante.

—Don Nicolás, si os place. O amigo Nicolás, pues los amigos de España son mis amigos.

—Le decía, Don Nicolás, que así es, aunque cada vez son menos. Entre los expulsados hubo muchos cristianos que mantuvieron su fe.

—Desde luego, ni Don Felipe el Tercero ni sus consejeros estuvieron afortunados.

—Así es, y en Salé todavía suspiramos por volver a Hornachos. Sin embargo, han pasado muchos años, y ya quedan pocos de los que salieron. Son ahora sus nietos los que viven en Marruecos, y no son pocos los que han mamado el odio a España.

—Entiendo. Aun así, os repito mi pregunta ¿Podríamos encontrar partidarios? ¿Cuántos serían, más o menos?

—No puedo deciros. Una cuarta parte de los hornacheros, a lo sumo, y menos de los andalusíes, Si hablamos de la población en general, ni uno de cada veinte.

—Pocos son, desde luego. Pero diez habrá.

—¿Diez decís?

—¿Recordáis la historia de Lot? Yahvé dijo a Abraham que perdonará a Sodoma y Gomorra si encontraba diez justos. Bastará con que en Salé haya diez amigos de España para que el rey los defienda ¿Pensáis que habrá diez?



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

La provincia de Salé



La república de Salé se vio debilitada desde su nacimiento por las disensiones entre los hornacheros y los andalusíes. Aunque los dos bandos eran de origen morisco, las familias hornacheras (procedentes de Hornachos, localidad de Extremadura) habían gozado en España de privilegios propios de alta alcurnia, como el derecho a llevar espada, y no vestían los ropajes moros, sino que varones y mujeres seguían la moda de Madrid. Aunque fueran hornacheros los que habían creado la república, estaban en minoría frente a los demás moriscos. En 1630 la rivalidad llegó al enfrentamiento armado y, aunque se llegó a un acuerdo para compartir el poder, la debilidad de los gobernantes permitió que los sufíes de Dila se hicieran con el poder, aprovechando su ascendente religioso.

Con los dilaítas en el poder, la rivalidad entre hornacheros y andalusíes se enconó. Una de las principales causas de disensión era la actitud respecto a España. Inicialmente, habían sido las costas peninsulares y canarias las más afectadas por la piratería, aunque los corsarios también saqueaban lugares tan alejados como Irlanda o Noruega. Sin embargo, tras la Paz de Nimega, España pudo volver a su política de control del mar, y en 1647 una escuadra arrasó Salé la nueva, la ciudad al sur del estuario de Bou Regreg. Tras un segundo bombardeo en 1651, se llegó a un acuerdo tácito y los corsarios se abstuvieron de atacar los dominios hispanos. Salé no volvió a ser atacada por la Armada, pero las presas de sus corsarios, al no poder ofender las costas españolas, pasaron a ser una fracción de las anteriores. El declive económico dio más poder a los andalusíes, partidarios de los dilaítas, que en 1653 consiguieron imponer un caíd que se hizo con el poder que sobre la ciudad corsaria hasta entonces detentaba el diwán.

La crisis estalló debido a los intereses de los enemigos de España: Francia e Inglaterra, enfrentadas con la monarquía de los Austrias, sobornaron al caíd para que ordenara a los corsarios que renovasen sus ataques contra los hispanos. Para parte de los clanes hornacheros (sobre todo los Balafrej o Palafox, y los Bargashi o Vargas, que habían protagonizado el fracasado acercamiento de 1631) significaba el fin de cualquier esperanza de volver a Hornachos, amén de la probable destrucción de la ciudad. Por el contrario, los andalusíes eran partidarios de atacar a los españoles: no solo los odiaban tras la expulsión, sino que habían acogido a buen número de renegados europeos (en su mayor parte holandeses) que deseaban volver a la guerra contra los cristianos. Además, el rey Felipe IV era singularmente odiado por su campaña contra los berberiscos, por la reconquista de Egipto y la amenaza a Tierra Santa.

Los Bargashi intentaron adelantarse enviando a España un negociador. Sin embargo, también en la Península había disensiones entre los modernistas (liderados por Don Pedro Llopís, marqués del Puerto) y el partido nobiliario a cuya cabeza estaba el ministro principal, el marqués del Carpio (que fueron apodados «antiguos» por sus rivales, aunque ellos prefirieran ser llamados «tradicionalistas»). Estos últimos, que habían recuperado el poder tras la paz de Chartres, se oponían a las aventuras extranjeras. Sin embargo, la petición de los Vargas afectaba a una cuestión clave: la seguridad de las costas.

Hasta la aparición de los modernistas y el resurgir valenciano, el desarrollo en la península se había visto condicionado por la amenaza pirática que sufrían las zonas costeras, sobre todo las mediterráneas, hasta tal punto que las principales localidades estaban en el interior, y en la costa los escasos lugares habitados se alzaban en promontorios de fácil defensa. Las actividades corsarias afectaban al comercio y sobre todo a la pesca, de tal manera que se prefería el hambre de las malas cosechas, a la pesca con la casi certeza de caer antes o después en manos de los berberiscos.

. Fue la Armada Valenciana la que renovó la guerra contra el corso destruyendo los principales puertos piratas del Mediterráneo Occidental. En la costa atlántica africana, los españoles se hicieron con los principales puertos marruecos, como Larache y Arcila. Solo Salé dio cobijo a los piratas, hasta las expediciones punitivas de 1647 y 1651. La erradicación de la amenaza llevó a un crecimiento rápido de la población, al poder aprovecharse rincones antes considerados muy peligrosos (como los cabos de Salou o de la Nao), al incremento de la pesca y del comercio de cabotaje.

Por eso, cuando en 1664 se reiniciaron los ataques corsarios (siendo especialmente grave el que sufrió Fuerteventura al año siguiente, en el que fue saqueada la localidad de Pájara), la presión popular obligó al marqués del Carpio a ordenar una nueva expedición de castigo. Se pretendía que fuera una operación limitada, destinada a volver al estado anterior, pero no tuvieron en cuenta a los modernistas, interesados en la guerra y la expansión territorial.

El delegado morisco, Ismail ibn Bargashi (que pasó a llamarse Ismael Vargas, la versión castellanizada de su nombre) llegó a un acuerdo con el almirante Don Nicolás de Cardona, presidente de la junta del Almirantazgo. Cardona era un marino cuya carrera había estado asociada al Marqués del Puerto y que, si no había sido aun sustituido, era porque los Antiguos aun no habían encontrado con quien.

Cardona consultó con sus aliados modernistas; el resultado de estas gestiones se recoge en el «Memorial de Salé», un documento secreto que fue descubierto en 1876 en el archivo de la Compañía del Carmen. En el documento se indica que ni Cardona ni sus aliados creían que la gestión de Vargas pudiera llegar a buen fin; sin embargo, podía ser el pretexto para una intervención en Marruecos. Cardona hizo una interesante propuesta a Vargas, también recogida en el Memorial, y lo envió a Salé para buscar apoyos. Entre tanto, los modernistas aprovecharon su relación con el rey Felipe IV (parece que el marqués del Puerto intervino personalmente) y buscaron el apoyo de la Iglesia, siempre favorable a la guerra contra el islam.

Mientras, Vargas volvió a Salé. Sin embargo, los andalusíes ya recelaban de él, y encontraron testigos que revelaron al caíd las intrigas de su clan. El caíd ordenó la confiscación de los bienes de los Balafrej y Bargashi, la detención y ejecución de sus notables por apostasía, y que se predicase la guerra santa contra los españoles. Ismael Vargas fue de los pocos que consiguieron escapar. Considerando la más que probable reacción española, el sultán solicitó ayuda a Francia e Inglaterra. Luis XIV solo envió algunos consejeros, ya que estaba demasiado reciente la Paz de Chartres, y la guerra de religión consumía sus magros recursos. Sin embargo, el Parlamento inglés, que acababa de deponer a Richard Cromwell, hijo y heredero del Lord Protector, mandó una escuadra al mando del almirante Deane…




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Desde el puente del Real Felipe la visión era imponente. La Armada había reunido una flota como no se veía desde la batalla de las Frisias: veinte navíos de guerra —incluyendo seis monstruos de noventa cañones—, quince fragatas, y su acompañamiento de corbetas, goletas y jabeques. Se sumaba el centenar largo de transportes que llevaban los quince mil hombres del Cuerpo de Ejército de Andalucía, mandado por el marqués de Lazán y duque de las Dunas, el general victorioso de la guerra de Dunkerque.

En el castillo de popa del navío, el almirante Cardona y el general Lazán conversaban.

—Don Félix, como podéis ver, hemos llegado tarde —dijo señalando el estuario, en el que se alzaban los altos mástiles da los navíos de guerra ingleses—. Esos perros herejes se nos han adelantado.

—Hasta ahora, la marina inglesa no ha sido enemiga para la Armada.

—Razón tenéis, Don Félix, pero advertid que esos barcos no están en mar abierto, sino anclados en las dos orillas del puerto. Dejan un paso tan estrecho que mis navíos solo podrán entrar de uno en uno, soportando el fuego de una decena de herejes. Podéis ver que han establecido baterías de cañones, y temo que haya obstáculos submarinos como los que el barón de Otamendi empleó en Santander. Si meto ahí mi escuadra, venceré, pero costará mucha sangre.

—Tampoco me parece tan grave. Mis hombres podrán desembarcar en otro lugar y marchar contra la ciudad.

—No me parece fácil, Don Félix. Ved lo abrupta que es.

—Yo pensaba en las playas que hay más al norte.

—Os aseguro que no es buena elección, pues están batidas por vientos y olas. Se perderán demasiados hombres en las rompientes. Las pocas ensenadas seguras están dominadas por baterías.

—¿Decís pues que después de llegar hasta aquí, no podremos poner pie en tierra? ¿Tendremos que desembarcar en Larache? Desde allí hasta Salé son treinta leguas por un país hostil, y si la Armada no puede ayudarnos…

—No es eso, Don Félix. Solo decía que tendremos que hacerlo de otra manera.



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La llegada de la escuadra inglesa del almirante Deane serenó los ánimos en Salé, creyendo que con su refuerzo poco tendrían que temer de los españoles. Sin embargo, esa confianza se resquebrajó cuando se supo que se estaba organizando en Cádiz una potente flota cuyo objetivo sería la ciudad.

El caíd pidió ayuda al sultán Abdul Karim Abu Bakr Al-Shabani, un usurpador que había asesinado a su sobrino Ahmad al-Abbas. El nuevo sultán pensó que podría ser la ocasión de reafirmarse en el trono y, de paso, someter a los recalcitrantes dilaítas. Tras llamar a la guerra santa se dirigió a la ciudad con su ejército que, engrosado por miles de voluntarios, se estima que llegó a tener ochenta mil hombres. El sultán se estableció en la ciudad con su guardia personal; su primera medida fue ordenar el secuestro de los varones de los clanes rivales, incluyendo ancianos y niños de pecho. Creyendo que con la flota inglesa el puerto estaba seguro, ordenó que el ejército se dividiera en dos, y que cada cuerpo se situara a un día de marcha (al norte y al sur) de Salé. Así se facilitaría el aprovisionamiento de la ingente masa, y se cubrían las playas en las que creía que desembarcarían los españoles.

En el puerto, Delane se preparaba para recibir a los atacantes. Sabiendo que sus buques no serían enemigo para sus contrarios en el mar, los ancló en las dos orillas del estuario, de tal manera que cruzasen sus fuegos, y ordenó que se desmontasen masteleros y vergas, para que no pudieran caer sus restos sobre la cubierta. Los barcos quedaron anclados y unidos con gruesos cables a tierra. Se colocaron sacos de arena en las baterías para proteger a los artilleros de los astillazos, y los cañones de la banda contraria se desembarcaron, sustituyéndolos por más sacos de tierra. Con esos cañones se armaron baterías, también orientadas hacia el canal, que fueron dotadas con artilleros y marineros de la escuadra. Además, varias de las embarcaciones del puerto fueron convertidas en brulotes, y otras se hundieron en el canal tras cargarlas con escombros. La intención era que los navíos españoles quedasen detenidos por los obstáculos justo donde se cruzaba el fuego de las baterías y de los barcos ingleses, y que entonces fueran abrumados por el cañoneo y los ataques incendiarios.

Sin embargo, pronto se produjeron disensiones. Deane, que tenía instrucciones estrictas del Parlamento, se negó a poner sus fuerzas bajo la autoridad del sultán, mientras que este no permitió que los ingleses reforzasen la muralla que daba al mar, que siguió artillada con piezas anticuadas. Otro motivo de desacuerdo fue el alcohol, que los ingleses ingerían en grandes cantidades, hasta tal punto que la noche del ataque español gran parte de las dotaciones estaba ebria.

Cuando estas disposiciones aun no se habían completado por completo llegó la flota española, mandada por Nicolás de Cardona. Era una fuerza imponente: doscientas velas entre barcos de guerra y transportes, que llevaban un cuerpo de ejército de tres legiones, mandado por el duque de las Dunas y marqués de Lazán, el vencedor de Dunkerque.

En cuanto llegaron ante la plaza los navíos de Cardona intercambiaron fuego con los fuertes que defendían la bocana. En estos duelos los barcos españoles se abstuvieron de emplear proyectiles explosivos, pues solo querían tantear las defensas. Mientras tanto, Cardona y Lazán reconsideraban sus planes. Los iniciales eran de desembarcar en Mehdia y tomar Kenitra, para luego dirigirse hacia Salé. Tomar tierra en un lugar más cercano no era factible ya que la costa tanto al norte como al sur de la ciudad era muy accidentada, con arrecifes y acantilados. Sin embargo, encontraron que Mehdia estaba fuertemente defendida. Por otra parte, el desembarco en las playas, que hubiera sido factible en verano, resultaba casi imposible en noviembre a causa de las imponentes rompientes. Incluso si los españoles conseguían hacerse fuertes en tierra, luego tendrían que marchar hacia Salé con la amenaza del ejército marrueco.



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Al mismo tiempo que la flota se mantenía frente a la ensenada, cuatro bergantines y dos navíos tomaron posición frente a las dos Salé. A su resguardo, los hombres pasaron a las fustas que remolcaban los paquebotes. Los marinos las conocían: eran versiones de mayor porte de las famosas cañoneras que habían herido de muerte a los orgullosos holandeses. Sin embargo, les llamó la atención que algunas, aunque llevaban las protecciones de hierro de las cañoneras grandes, sus cañones eran muy pequeños, dejando sitio para un mástil que iba apoyado sobre la cubierta.

Una vez embarcaron las dotaciones, las cañoneras se mantuvieron fuera de las vistas de tierra. Al anochecer, cuando la visibilidad cayó a pocos metros, los remeros comenzaron a bogar, y gracias a las linternas de los barcos situados ante la bocana se dirigieron hacia un puerto que no veían. Desde la cañonera número seis, el teniente de navío Joan Pallejá dirigía la operación.

Don Joan Pallejá, Joanet para sus amigos, era otro de esos hombres nuevos. Provenía de una familia de pescadores de Cambrils, villa de la costa tarraconense. Tuvo que cambiar de oficio durante la invasión francesa, ya que pescar era demasiado peligroso cuando el mar estaba infestado de corsarios de todas las banderas. La mejor alternativa era dedicarse al corso y, como los Pallejá supieron adivinar de dónde soplaba el viento, lo hicieron con la cruz de San Andrés. Durante años corrieron la costa, primero contra los franceses, luego contra los moros, hasta que la mar quedó desierta de enemigos del rey. Hubiera sido el momento de volver a la pesca, pero Joanet le había tomado el gusto a la pólvora, y aprovechó la oferta que recibieron los corsarios de unirse a la Armada Real.

Para un hombre curtido en al mar, las artes de navegación eran más que conocidas; no tanto, la disciplina. Ahora bien, no le costó demasiado adaptarse, pues la Armada estaba llena de hombres nuevos que habían ascendido como él. Tras servir con distinción en la escuadra de jabeques del Estrecho, Joanet encontró un puesto que le venía como un guante: las fuerzas ligeras.

Dos docenas de cañoneras enfilaron la bocana. Para no perder la cohesión, llevaban mínimas linternas orientadas hacia la mar. A los lados estaban las cuatro lanchas obuseras, con las piezas cargadas con metralla; en medio navegaban las letales marrajeras.

La entrada en la estrecha rada no pasó desapercibida, ya que la cañonera quince —a estribor de la capitana— fue vista por un bote de vigilancia. Los mosqueteros dispararon inútilmente, pues las balas rebotaron en el blindaje, y la cañonera respondió con una andanada de metralla que deshizo la embarcación mora. Casi inmediatamente las baterías de la costa dispararon, para ser respondidas por los navíos, esta vez con granadas explosivas que reventaron contra los muros. Las lanchas cañoneras se unieron al fuego, y el combate se generalizó, mientras en los navíos ingleses se llamaba a los puestos de combate.

—¡Largad la pértiga! ¡Boga de ataque! —ordenó Joanet.

La marrajera se dirigió hacia el Resolution, el imponente navío de setenta cañones en el que tenía su insignia el almirante Deane. No fue directamente hacia su banda, para no exponerse a la potente batería, sino que atacó la amura de babor. Un cañón de caza disparó, pero la bala pasó inofensivamente sobre la lancha. Se vio el resplandor de los mosquetes, pero las balas rebotaron en el blindaje; no todas, pues se oyó un lamento en una de las bancadas de atrás, más expuestas. Cuando quedaban pocos metros Joanet tiró del primer cordel, el que armaba el marrajo. Momentos después se notó un choque y la pértiga se rompió. Joan tiró de otro cordel, lo cortó, ordenó largar la pértiga y contraboga forzada. Los remeros se esforzaron, pues les iba el alma.

La pértiga de la cañonera llevaba en su extremo un barril estanco con dos arrobas de pasta rayo, en la que ardía una mecha lenta. Con el choque hubiera debido quedar clavada al casco, pero la hoja de lanza se rompió y el barril se fue al fondo. Poco importó, pues ya se había roto la ampolleta de ácido que inició la mecha, sin que fuera necesario el tirón del cordel que encendió la de reserva. Un minuto después, cuando la cañonera ya estaba lejos, la carga explosiva detonó. El efecto fue casi peor que si la bomba hubiera estado clavada al casco: el fondo, de solo seis metros, hizo que la fuerza de la explosión se dirigiera contra el Resolution, cuyo casco quedó abierto a las aguas. Apenas un minuto después el enorme buque de guerra zozobró.

Su fin no fue único. Al momento reventó la santabárbara del Anthony Bonaventure. En los minutos siguientes, cuatro navíos más quedaron desventrados por los marrajos de botalón, contra la pérdida de una cañonera.

Mientras la flotilla se retiraba, Joan lanzó una bengala verde y otra roja: la señal de que el ataque había finalizado, y que era el turno de los bergantines y de sus cohetes Derna.



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A la mañana siguiente el Real Felipe se acercó al bastión de Borj Adourmoue para bombardearlo. El humo cubría el puerto: aun ardían los rescoldos de lo que había sido la escuadra británica del desventurado Deane. En la orilla sur, las llamas devoraban con furia la ciudad nueva. Salé la Vieja había corrido mejor fortuna, pues Cardona había ordenado tirar solo con bala maciza. Sin embargo, el bombardeo de los bastiones se hizo con granadas.

—Don Evaristo —dijo dirigiéndose al capitán de navío Evaristo de Liencres, capitán del Real Felipe—, ved que los moros no responden al fuego.

—Así es, Don Nicolás. Me parece que han salido a la desbandada ¿Le parece que envíe las lanchas?

—Yo creo que es el momento.

Los infantes de marina del navío llegaron a la playa del norte del estuario sin que se les disparase, y encontraron el bastión desierto. Al momento, el almirante ordenó que comenzase el desembarco de la primera legión. Los exploradores se adentraron en las callejas, encontrando los restos abandonados de una huida apresurada.

Algo después fue Ismael Vargas el que llegó, alegrándose de encontrar la ciudad casi intacta; la ciudad nueva, la consumida por las llamas, era la andalusí. No iba solo: un pelotón de soldados le daba protección. Se adentraron por los callejones hasta el palacete de los Bargashi, donde solo hallaron mujeres que, llorando, le dijeron que todos los varones, hombres, ancianos y niños, habían sido aprisionados. Temían por sus vidas.

Vargas fue hacia la residencia del caíd, de nuevo sin encontrar enemigos; sin embargo, el zumbido de las moscas le avisó sobre lo que podía hallar. El olor a sangre dominaba el desierto palacio, hasta que encontró el montón informe de carne que había sido la crema de las familias moriscas.

El morisco no se arredró por el olor ni por los insectos, y fue tomando los cadáveres uno a uno para sacarlos al exterior. Luego pidió ayuda para llevarlos a su casa. Allí, ayudado por las mujeres, los lavó y amortajó. Después los llevaron al jardín, donde estaban cavando fosas. Allí volvieron a la tierra los restos mortales de hombres derechos, de ancianos, de niños y bebés.

Una mujer trajo un imán para que rezar unas plegarias, pero Ismael le ordenó salir a escape si no quería que le saltara los sesos.

—¡Mi esposa, mis hijos, mi familia han perecido por la vesania de esos que dicen servir a ese maldito dios! Ya no me llamo Ismail. Ahora soy Ismael y abjuro de ese dios sanguinario ¡Juro por mis muertos que declaro la guerra a los seguidores del falso profeta Mahoma!



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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XXV
Donde se cuenta el apresurado retorno a Madrid y como Don Francisco alivió los pesares de la Condesa de Paredes.



Oh, el laborar! Maldito el día en que la Sierpe tentó a Eva, maldito el día en que Eva cedió a la tentación, maldito el día en que Adán consintió oír a Eva! Sepa lector dilecto, que en Valencia, después de nuestra llegada en olor de multitud, y al enterarse el puerto y la ciudad que los botines de Rexi y Derna eran cuantiosos, las damiselas que antes nos negaban sus favores, hoy acudían presurosas en nuestra búsqueda! Los cirujanos militares éramos un buen partido para las hijas de los comerciantes, marinos dueños de barco y de los maestros más notables de las corporaciones valencianas! Nadie osaba en querernos comparar con los barberos que antaño ejercían nuestras artes! Así pues, la gente del Hospital, bien ganado tenía su solaz, y yo no podía ser menos que nadie!

“… Vanos son esos trabajos,
ninfas", dice; "no gritéis,
ni vuestros tiples me alcéis,
que yo busco vuestros bajos.

"Mi brazo es de todas mangas,
por feas no os aflijáis,
que yo porque lo sepáis,
también suelo cazar gangas.

"Porque vea, no hayas pena,
Diana, tus cuartos menguantes,
Que mis cuartos son bastantes
Para hacerle luna llena…” (1)

He de confesarle lector dilecto, que ante las gangas que el vate refiere, yo vuelvo la cabeza pues la fermosura de una fémina es mi perdición: pierdo la cabeza, pierdo el corazón, pierdo el vigor, el sueño, los dineros y la compostura, pues tan cierto es que llegue victorioso de África, como que en pocos días tanto mis cuartos como mi bolsa han menguado más que las tropas del bey vencido! Más ¿por qué lamentarme ahora, que joven seré sólo una vez? Además, mucha confianza tengo en que mis posesiones terrenales se harán considerablemente más cuantiosas cuando recogiese mi parte de Derna y sobre todo, de Rexi. Así, que bien preparado estaba para que ellas continuasen agotando el vigor de mis cuartos y la cuantía de mi bolsa! Pero, Ay!, no sería así!

Maese Juan, el fiel espada de mi maestro, llegó presuroso buscándonos a los dos Martines y a mí. Grande debía ser la premura de Don Francisco, pues apenas tuvimos preparados dos arcones con los implementos quirúrgicos y odontológicos necesarios, Juan nos conminó a hacer nuestros hatillos para ir de inmediato a Madrid.
Pasamos la noche en casa del Maestro Cirujano, que pese a su preocupación, mostraba buen semblante, tanto así que se animó a preparar él mismo un platillo con los gusanillos de harina de trigo que tanto gustan a todos, tocino ahumado, queso italiano duro que siempre tiene en su despensa en grandes ruedas y yemas de huevo. Su cocinera Leonor, siempre solícita, antes nos había pasado una sopa de gallina y jengibre que nos había animado a todos. Estábamos dando los últimos bocados cuando se nos unió el otro espada de Don Francisco, Antonio, con quien emprenderíamos el viaje antes del alba.

Y así fue. Las sombras aún eran muy largas todavía cuando dejamos atrás al humilladero de Mislata que marca la entrada de Valencia, cada uno de nosotros montábamos caballos de la remonta real, y llevábamos otro para no cansarlos demasiado, igualmente, los cofres iban en dos mulas escogidas, con otras dos de respaldo. Marchamos ora al trote, ora al paso, cambiando cada dos horas de montura. Así dejamos atrás Massanassa, Beniparrell en donde almorzamos y nos permitimos un descanso, Alzira, Pobla Larga y llegamos a Játiva ya entrada la noche. Habíamos estado a los lomos de nuestras bestias más de 14 horas! Nos recogimos en una venta, luego de tomar vino aguado y una sopa de pan y ajos igualmente aguada.

La mañana siguiente también empezó antes del amanecer. Mis posaderas aún me dolían, pero le hice caso a Juan que viendo mi desazón me recomendó apoyar mi peso en los estribos solamente cuando fuésemos al trote. Pasamos por Montesa, almorzamos en Moixent y ya muertos de cansancio llegamos a Almansa, en donde pasamos la noche luego de nuestra ración de una sopa muy cristiana, pues había sido bautizada varias veces. La siguiente noche la pasamos en Albacete, y la siguiente en Minaya y luego en Monreal del Llano. Y aunque nuestros corceles, de sangre escogida y cría cuidada apenas notaban el cansancio, los tres jóvenes cirujanos militares estábamos hechos un guiñapo, con el cul* roto, las piernas adoloridas y las tripas medio vacías de tantas comidas ralas. Esa noche, Don Francisco nos pidió descansar bien, pues la próxima jornada sería la más dura y larga, pero la que más nos acercaría a la capital de las Españas.

Efectivamente, fue la etapa más larga, pero ya estábamos en la meseta y nuestros caballos eran soberbios, en la noche estábamos en Ocaña, y aunque nunca habíamos hecho muecas a la comida, tampoco hicimos ostentación de nuestras bolsas, pero mi maestro cruzó unas palabras con los venteros y sin importar la hora, nos sirvieron una sopa decente y un vino honesto.

Cuántos recuerdos nos traía a la mente este camino! Lo recorrimos de ida siendo unos zagales, apenas unos cagaleches, sin fortuna ni hacienda (excepto Martinico, rico desde que salvó a la hija del tudesco), hoy regresábamos siendo hombres prósperos, habiendo visto no solo parte del mundo, sino también los horrores de la guerra y las mieles de la victoria! Al día siguiente almorzamos en Aranjuez, cenamos en Valdemoro, y faltando pocas horas para medianoche, estábamos entrando en la cómoda casa de Don Francisco, a la que encontramos limpia pues Don Gonzalo se había encargado de pagar a unas mozas a su servicio para que el polvo no se acumulase, pero con la despensa y las alacenas más vacías que la tripa de un pobre.
- Ea! – nos dijo el dueño de casa, mientras Antonio con presteza desensillaba el buen potro de Don Francisco en el que había terminado el viaje y ponía los arneses en el corcel fresco - Quedaos aquí y acomodaos como queráis. Yo voy de inmediato donde la Condesa de Paredes, y Dios quiera que consiga algún bocado para vosotros! Vos, Pablo, venid conmigo con vuestra pluma!, tenemos que hacer un listado de todo lo que necesitamos para comenzar a atender a la tía de Fadrique mañana mismo de ser necesario. Presto, rapaz!
Y así cansado y medio torcido por el viaje me encaminé acompañando a mi maestro al palacete de su protectora, la condesa de Paredes, que aunque condesa tenía más influencias que un duque y un marqués juntos, pues tenía acceso directo a los oídos reales. Y aunque algo menoscabada en estos tiempos revueltos, con un Válido aferrado al poder y media docena de pretendientes queriéndolo reemplazar; la Condesa seguía siendo la cabeza visible de la señera casa de Luján y de todos los apoyos que esta podía conseguir en la Corte y en todas las Españas.

Tocamos, y tuvimos que esperar para que nos abrieran. El bueno de Fadrique acudió al patio de entrada ni bien supo que éramos nosotros.
- Albricias, Don Francisco! No os esperábamos hasta la próxima semana, habéis venido como el viento.
- Vos fuisteis nuestro acicate, Fadrique! Temo por la vida de vuestra tía.
- No! No temáis por su vida! Su existencia física no está en peligro!
- No? Nos habéis hecho cabalgar como almas en pena sin que su vida peligrase?
- Su vida no peligra, pero ella es incapaz de ser la misma así como está. Temo que termine tan recluida en su casa como mi madre en su convento.
- Y cómo está?
- Esperad y la veréis con vuestros ojos. No tarda en venir, despertó apenas supo de su llegada.

La condesa de Paredes no se hizo esperar. Paro cuando se presentó, tenía un finísimo pañuelo de encaje blanco que le tapaba nariz y boca. Con una voz llena de autoridad nos dijo, pero claramente dirigiéndose a mí, que todo lo visto y oído en estas cuatro paredes, no saldría de la recámara. Asentí humildemente, pues no era de la tarea de enemistarme de Doña Luisa Manrique de Lara Enríquez de Luján, Condesa de Paredes de Nava y señora de los mayorazgos de las Casas de San Andrés y San Pedro de Madrid, camarera de la reina y una de las personas más influyentes de las Españas.

Cuando la condesa se quitó el pañuelo, pude ver que sus labios y la nariz estaban bastante magullados e hinchados. La pobre había llevado un buen golpe!
- Oh, Condesa! Qué os ha pasado?
- Resbalé y caí – contestó secamente.
- Tuvisteis algún desvanecimiento antes de caer?
- No. Pisé mal, resbalé y caí.
- Contra que os golpeasteis?
- Los adoquines del piso.
- Llegasteis a poner las manos?
- Apenas.
- Dejadme ver por favor. Pablo, encended la linterna e iluminadme bien.
Con mano experta, mi maestro examinó a la condesa, y con delicadeza aparto los labios amoratados. Oh! La negrura de un hueco que ocupaba el espacio de las palas era lo que destacaba más en la boca de la condesa! Luego, con un par de espejuelos de boca, empezó a curiosear, tanto los laterales de la lengua como los dientes y muelas. Luego tomando una de las sondas, examinó las palas rotas de la condesa, la cual inspiró fuertemente, cerrando los ojos, en un rictus de evidente dolor.
- Os dolió. Fue cuando toqué ahí adentro?
- Lo preguntáis o lo afirmáis, Francisco? – yo temblé! Cuando en un poderoso, la ironía y el dolor se juntan, a los cristianos pobres solo nos queda aguantar el chaparrón.
- Lo pregunto, condesa.
- Duele apenas tocáis de lado a lado.
- Gracias.
Don Francisco estuvo examinando durante media hora a la noble y luego con delicadeza, volvió a colocar el pañuelo de encaje tapando la mitad inferior de la cara.
- Disculpadme que os pregunte, habéis aguantado casi 3 semanas este dolor?
- Vos pensasteis que dejaría que otro pusiese sus manos en mi boca? Ya me habrían arrancado hasta la lengua, haciéndome sufrir más que Santa Apolonia!
- Me honráis con vuestra confianza –dijo mi maestro inclinando respetuosamente su cabeza.
- Además toda la corte sabría de inmediato de mi percance y de mi situación. Cosa que no sucederá con vos, ni con vos –dijo esto fijando sus ojos en mi.
- Estáis cansada?
- Estaba durmiendo. En qué estáis pensando?
- En hacer venir a los otros cirujanos y después del desayuno, comenzar a aliviar vuestros padecimientos.
- Ea! Hacedlos venir. Así, no se enfriará la comida! Decidle a Fadrique que vaya por ellos!

El bueno de Fadrique no demoro mucho en regresar con los viajeros, y los más jóvenes, que a esa hora de la madrugada, se partían de sueño y hambre, agradecieron mucho encontrar en la casa de la condesa alivio para ambos pesares. La comida fue sustanciosa, pues a algún pollo gordo le habían partido el pescuezo para adornar nuestra sopa, tampoco faltaron lonchas de jamón y el pan que la espesaba se notaba del día. Ni que decir de nuestras camas! Las sabanas eran de un hilo tan fino que bien podrían estar en la falda de la hija de un mercader de la lonja! Eso sí, Don Francisco pidió agua caliente y se dio un baño antes de irse a dormir, diciéndonos que por lo menos nos lavemos los dientes antes de meternos a la cama. Ah! mi maestro no puede con su genio!

Dormimos bien y desayunamos ya con el sol en lo alto. Don Francisco nos explicó con detenimiento el difícil caso que teníamos que resolver.
- Jóvenes cirujanos! Ahora seréis3 dentistas y tanto vos Pablo y Martin iréis un peldaño por debajo de Martinico, más experto en estas lides. Ved, el caso que tenemos es complicado, la condesa ha sufrido un golpe y esta adolorida.
- Disculpad que os pregunte, Don Francisco, tan grave han sido sus heridas que nos ha hecho cabalgar como perseguidos por los mamelucos de Egipto?
- Mirad, Martin: en este caso no era la vida física la que estaba en peligro, tampoco el alma inmortal. Lo que peligra, y en grado sumo, es su vida como una de las damas más importantes en la corte, como la cabeza de la casa de Lujan y sobre todo como camarera de la reina. Ella es incapaz de mostrarse ante sus pares con un hueco en la boca, hablando mal porque pierde aire por las oquedades que tiene adelante. Se relegaría voluntariamente al ostracismo de un convento y no tardaría en morir de mengua. En su desesperación, sufrió como una espartana pariendo tres semanas hasta nuestra llegada. Estamos aquí para darle esperanzas.
- Pero pareciese que son esperanzas vanas! – dijo Martinico con un suspiro – vos nos estáis diciendo que solo tiene las raíces. Eso es una extracción, y una bastante difícil si es que he de decirlo todo.
- Razón tenéis, Martinico. Y es lo que haríamos con el común de los mortales. Pero la condesa de Paredes no es parte del común. Tenemos que hacer nuestro mejor esfuerzo para mantener esas raíces en la boca.
- Es factible hacer eso? -Pregunte con timidez, pues sabía que para las cosas de la boca, Martinico tenía la voz cantante, pues había sido el auxiliar de Don Francisco por años, y corría con ventaja en estos menesteres.
- A ver, recordáis como eran las fracturas?.
- Vos dijisteis que eran ora por encima, ora por debajo de la encía, pero siempre por encima del hueso.
- Recordáis bien! El éxito de cualquier tratamiento radica en ver bien lo que se hace! Por lo que es menester hacer que la línea de fractura siempre sea bien visible.
- Por lo que esta debe estar por encima de la encía! – añadió Martinico como una sonrisa.
- Exacto! Y para eso es menester cortar la encía y también el hueso.
- El hueso? Por qué el hueso también? No nos habéis dicho que la fractura siempre era por encima del hueso?
- Vos hacéis preguntas sesudas, Martin! Os lo explicare – Que zagal inteligente había resultado ser Martin de Alcántara! Ahora me veo obligado a contarles lo que es el espacio biológico, un concepto que recién se comenzó a manejar de forma habitual en los años 90 del siglo XX! - si vos dejáis cualquier material cerca del hueso, este quedara resentido y siempre estará la encía enrojecida y sangrante. Malogrando así cualquier trabajo que hagamos.
- Es cierto! Vos siempre pasáis una lija en las amalgamas de plata que colocáis cerca de la encía.
- Y esas amalgamas nunca las dejo por debajo del hueso justamente por eso, para evitar el enrojecimiento y sangrado permanente.
- Y después de eso que haréis?
- Yo os preguntaría, antes de eso que debéis hacer?
- Limpiar de pulpa el interior de cada raíz y luego sellar como si de vino espumante se tratase!
- Vamos, Martinico! Dejad que vuestros compañeros también se lleven algo de gloria!
- Y después de todo eso?
- Reconstruiremos uno a uno los cuatro dientes perdidos de la condesa. Y para eso contaremos con el concurso de vuestro tío, Martin!
- Es cierto! El siempre me decía que vos le exprimíais los sesos con vuestras exigencias!
- Exigencias que nunca ha defraudado a fe mía! Vamos, preparad todo. Si Dios guía mi mano, antes del almuerzo habremos terminado los 4 tratamientos. Y Martin, entibiad el anestésico de coca en vuestras manos, no quiero que la condesa sienta cuando la esté pinchando.

Diligentemente, arreglamos la mesa y la silla. Martin se encargó de la anestesia, Martinico del instrumental y yo remoloneaba porque ocho eran demasiadas manos, incluso para la condesa. Prepare la linterna por si Don Francisco necesitase mejor iluminación, pero en Madrid a las diez de la mañana, el sol de primavera daba una luz más que suficiente para la zona de las palas.
A las diez acudió la condesa, ya desayunada y con la boca limpia, pues había sido una de las primeras en acogerse a los nuevos hábitos de limpieza de la corte: baño diario o a lo sumo cada tres días, lavado de manos al salir, entrar, levantarse, acostarse y antes de cada comida y cepillado de dientes en la mañana, tarde y noche. Dio los buenos días y con aplomo se sentó en la silla. Don Francisco tomo la inyectadora y anestesió prestamente los cuatro incisivos y esperamos, minutos después todo estaba listo para comenzar.

Tal como muchas veces lo habían hecho, Martinico empezó a manipular el arco de joyero, mientras el Maestro Cirujano colocaba la fresa en el sitio justo, y de vez en cuando, cuando se sentía un olor a cuerno quemado, enfriaba el diente con un chorrito de agua.
- Ah! Ved ahí! Sale sangre en el lateral! Ese nervio de este diente estaba inflamado pero vivo! En cambio en los dos centrales, no vimos sangre.
- Si, maestro. El olor delató que esos dientes ya estaban necrosados - Martinico ni se dio cuenta de su impertinencia! Los grandes de España también sufren de necrosis pulpares que huelen mal, pero eso es algo que a pocos de ellos les gusta oír!
- Escariadores primero, limas después!
Empezando por el las delgadito, primero eliminaron los restos de la pulpa, en uno de los dientes la condesa inspiro fuertemente cerrando los ojos, signo inequívoco de dolor; de inmediato Don Francisco coloco unas gotas de anestesia dentro de la cámara pulpar y continuo trabajando. Cada cierto tiempo, lavaba con lejía, tanto que el ambiente quedo impregnado por ese olor que ahora nos es tan común en los hospitales de sangre.
- Maestro – me atreví a preguntar cuando lo escuche tararear alguna de esas tonadas que él tiene en la mente, señal para quienes lo conocemos, que el riesgo ha pasado – cuando sabéis que habéis alcanzado el grosor y la longitud adecuada?
- Pablo! Me sorprende vuestra pregunta, pensaba que a vos no le gustaban los asuntos de dientes! – se permitió bromear – Pero absolveré vuestras dudas de buena gana. Fijaos, para la longitud me baso en dos criterios, el primero es algo que vos conocéis y conocéis bien por ser tan aplicado con los números: la longitud promedio de cada diente. En multitud de dientes que hemos extraído, nos hemos dado el trabajo de hacerles un hueco, y meter limas y escariadores hasta ver que salían por el foramen apical al extremo de la raíz. Luego medimos y calculamos la longitud promedio de cada diente, y de cada raíz. Que fue un trabajo digno de las fatigas de Hércules? Si, no lo niego. Pero ahora sabemos que no me debo de pasar de 8 o 9 décimas partes de pulgada en el central y 7 décimas partes en los laterales. O conforme a las nuevas medidas reales que manejamos con el Marques del Puerto, 21 y 20 milímetros incluyendo la corona dental.
- Y cuál es el otro criterio?
- Ese es uno que lo da la experiencia – vi a Martinico asentir – Fijaos, justo antes de terminar el conducto en el foramen del ápice, hay un estrechamiento, una constricción, pues bien, una vez que tus dedos la detectan, pues ya tienes la largura del conducto!
- Debe ser difícil!
- Sí, si no sabéis que estáis buscando sentir. Pero como en todo, la repetición hace al maestro!
- Y para el ancho?
- Oh!, estáis preguntón esta mañana! Eso es más sencillo! Cuando veáis que sale un polvillo claro y sin olor malo de dentro del diente, eso significa que está listo! Y a propósito de eso, Martinico, preparad el material de obturación.
- Don Francisco, vos no usareis conos de plata en esta ocasión, no? – dijo Martinico, más afirmando que preguntando.
- Habéis pensado bien, para eso hemos estado practicando con las gomas de oriente!
- Deseáis que ya adelgace las varillas de guta?
- No, dejadme medir primero la varilla patrón.
- Deseáis que mida la largura de la última lima que vos usó?
- Sí, por favor… pero tened cuidado en no mover el corcho que me sirve de tope.
- 13 para la pala central.
- Está bien, es suficiente y va a servir. Ahora sí, adelgaza las varillas pero no utilicéis los dedos, rodad las varillas de guta entre dos losetas de vidrio calentadas en agua. Y luego preparad el cemento de óxido de zinc con aceite de clavos de olor, y ya sabeis, hacedlo bien suelto, para que moje las paredes del conducto.
Y así, Don Francisco fue rellenando, obturando es la palabra adecuada, el espacio vacío de los conductos. Parecía fácil y mi maestro estaba contento, pues no dejó de canturrear hasta haber terminado. Luego de limpiar con mucha delicadeza los labios aun lastimados de la condesa, le tendió el brazo y la ayudó a levantarse.
- Sois un buen hombre, Francisco. No me habéis hecho sufrir, y no he perdido lo que me quedan de dientes, aunque aún tengo un horroroso agujero en donde antes estaban mis dientes.
- Condesa, eso es algo que también se ha de solucionar, le puedo dar mi palabra que ha de ser así.
- Y os creo. Cuanto os habéis demorado?
- Calculo que tres horas.
- Con razón, ya tengo hambre! Me acompañáis?
- Con gusto, condesa.
- Podéis cuidar menos las formas, Francisco.
- Como vos deseéis, Doña Luisa. Os daré tres días de descanso antes de proseguir. Y vos debéis decirme si algo os duele en esos días.

Mientras cirujano y paciente almorzaban, nosotros recogimos y lavamos todo el instrumental. Pero cuando terminamos, nos regalaron con un suculento almuerzo. Era casi comida de un domingo de fiesta: perdices de Morón y gansos de la Moraña, setas de primavera, judías verdes en mantequilla y ajo tierno, y de postre frutas de estación en sartén.

En la noche, tuvimos una instructiva conversación con Don Francisco, y sin saberlo, o quizás sabiéndolo, pusimos los fundamentos de una clasificación que con el tiempo, haría que Martinico fuese el dentista más conocido de Europa.
- Ea, Jóvenes cirujanos! No podemos estar demorándonos un siglo en describir cada fractura de dientes.
- Es cierto! – agregó Martín de Alcántara – hagamos las pautas para tratarlas, aunque mucho me temo que en la mayoría de casos, el tratamiento será tener que tirar los dientes!
- Ah, mi buen Martín - lo dijo de buen semblante, con una sonrisa a flor de labios – vos ahora estáis como el martillo que todo lo ve clavo! Vos sois quien clasifica a los heridos en el campo de batalla y queréis usar ese criterio para la tarea que vamos a acometer.
- Hay algo malo en ello?
- No, no! Malo no, pero tal vez insuficiente. Mirad a la lejanía! No siempre veremos heridos de guerra, y con la ayuda de Dios, no siempre la solución será sacar los dientes.
- Entonces? – me atreví a preguntar – qué es lo que tenéis en mente?
- Una clasificación que vaya desde lo más simple hasta lo más complejo, y que como Martín señala, que sea a la vez una especie de instructivo que guíe la terapéutica a seguir.
- Entonces debería empezar desde el simple astillamiento de un diente – dijo Martinico risueño.
- Vos lo decís bien, Martinico! Yo creo también creo que eso es correcto!
- Pero en ese caso que haceis? – volvi a preguntar.
- Ahí es donde empieza a complicarse la cosa! Eso depende de que tan profundo sea el astillamiento. Si solo compromete el marfil, el esmalte del diente, yo lo que hago es limar las aristas para que no raspe la lengua y listo. Pero si se ha roto el esmalte y la dentina, pues es menester proteger la dentina para que el diente no termine picado, y luego de picado, podrido. Así que tomad nota de esto, porque a vos se le da bien las clasificaciones…

Y así estuvimos conversando hasta bien entrada la noche. Como no nos habíamos movido del Palacio de la Condesa, la cena fue continuación de la discusión, y al día siguiente ni el desayuno, ni el almuerzo frenaron nuestras argumentaciones. Para la noche, Don Francisco se apareció con una generosa provisione de papel y carboncillos.
- Hala! Estáis gastando mucha saliva! Poned vuestros sesudos devaneos en papel! Dibujad, y dibujad hasta el cansancio. A ver si aún recordáis la forma de los dientes!
Y así, antes del tercer día, habíamos hecho el esbozo firme de lo que hasta el día de hoy en que mis nietos se mecen en mi regazo, es la guía por la que todos los dentistas se guían para tratar las fracturas de dientes. Tanto mi parte, como la de Martín habían terminado. Pero mi maestro y su fiel auxiliar seguirían tratando a la Condesa hasta que esta pudiese volver a sonreir.

(1)“Acteón y Diana” de José Antonio Porcel , es de aproximadamente un siglo posterior a los hechos de esta ucronía, pero los tres cuartetos le vienen como anillo al dedo al mozalbete en cuestión.


La verdad nos hara libres
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