Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.
La guerra a los piratas
El conflicto con Inglaterra de 1670, llamado «la guerra a los piratas», fue casi exclusivamente naval. Aunque la prensa clamara por la invasión, Lazán no quería derribar al cuñado del Príncipe de Asturias (aunque dejó de prestarle auxilio económico) y, como estaba proyectando la campaña definitiva contra los otomanos, prefería que el conflicto fuera corto y que no implicara grandes contingentes.
Inmediatamente tras la declaración de guerra, la Armada española, operando desde bases en el Canal de la Mancha, Flandes e Irlanda, depredó la navegación costera inglesa, saqueó las localidades costeras, y bombardeó los principales puertos: ciudades como Cardiff, Falmouth, Brighton y Hastings sufrieron graves daños por cohetes. Además, se ocuparon varios enclaves: las pequeñas islas Sorlingas, cenca de Cornualles, y las islas de Portland y de Wight, que dominaban el Canal de la Mancha y el Solent, y bloqueaban los puertos de Southampton y Portsmouth.
La rápida y potente respuesta española asombró a los contemporáneos, que pensaron que Inglaterra había caído en una trampa preparada por Madrid. No del todo cierto; Inglaterra llevaba dos siglos haciendo dos guerras contra España, una oficial con fases de reactivación que finalizaban con treguas, y otra soterrada, patrocinando a todo tipo de corsarios y aventureros para que atacaran las posesiones hispanas. La única diferencia era que Lazán iba a provechar la oportunidad para liquidar asuntos pendientes.
Con todo, la rápida respuesta hispana se debió a otra nueva institución modernista: el Estado Mayor de la Armada, dirigido por el almirante Don Miguel Antonio de Oquendo, hijo del famoso almirante de la Gran Guerra. El Estado Mayor había preparado planes para todo tipo de contingencias, entre ellos la guerra con Inglaterra, de tal manera que las operaciones navales pudieron iniciarse en cuanto Felipe IV dio la autorización al Marqués de Lazán.
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Un soldado de cuatro siglos
La destrucción de las colonias americanas
Aunque los ataques a la costa inglesa recibieron gran atención, la campaña de mayor importancia fue la dirigida contra los asentamientos ingleses en el Nuevo Mundo. Estas pequeñas colonias eran las supervivientes de las campañas del Marqués del Puerto, y se limitaban a islas en las Pequeñas Antillas, de las que la principal era Barbados, y en la costa oriental norteamericana, la llamada Colonia de Virginia, más algunos asentamientos en la bahía de Santa María, y otros más pequeños en el norte.
El primer objetivo fue Barbados, isla escogida por su importancia y por ser supuestamente inexpugnable. La costa oriental era abrupta, y la occidental estaba protegida por arrecifes de coral. Bridgetown, el único puerto practicable, estaba a poniente, obligando a los barcos que quisieran entrar a efectuar difíciles bordadas contra los vientos dominantes (del este), bajo el fuego de las baterías costeras.
El almirante Fortea envió a Barbados una fuerza relativamente pequeña: tres navíos de línea, dos fragatas, una docena de paquebotes con tres batallones, y cierto número de embarcaciones ligeras. Entre ellas estaban, para desgracia de los británicos, una decena de barcas lanzacohetes, y otras tantas cañoneras diseñadas para llevar trozos de desembarco hasta la costa y apoyarlos con sus cañones. Las lanchas fueron remolcadas hasta que las baterías de Bridgetown estuvieron al alcance de los cohetes, y bastaron unas andanadas para ahuyentar a los artilleros. Sin la amenaza de los cañones, un batallón desembarcó en la playa de los Guijarros, junto a la capital, y tomó los fuertes abandonados. Bridgetown capituló, y aunque algunas partidas de fanáticos quisieron mantener la resistencia, fueron aplastadas con facilidad. Tras la conquista de la isla, Fortea ordenó la liberación de los esclavos y la deportación de los anglosajones. A algunos, que hicieron profesión de fe católica, se les permitió pasar a otras partes del Caribe, pero los demás fueron recluidos en Cuba, para ser expulsados a Inglaterra en cuanto acabó el conflicto. Barbados fue repoblada con inmigrantes españoles, lombardos y griegos.
La caída de Barbados llevó a la capitulación de los asentamientos británicos de las islas de Barlovento y de Sotavento, que así intentaban obtener mejores condiciones. Sin embargo, Fortea tenía pruebas de la implicación de las colonias en la piratería. Los líderes más significados fueron llevados a Cuba para ser expulsados, y en las islas solo quedaron pequeños grupos de ingleses bajo la vigilancia de guarniciones españolas. El levantamiento de 1678 fue el final para la presencia británica en el Caribe, ya que llevó a la deportación de casi todos los habitantes, que fueron sustituidos por colonos de origen español, napolitano y polaco.
Tras un paréntesis impuesto por la temporada de los huracanes, Fortea se dirigió hacia la bahía de Santa María (Chesapeake para los ingleses) en cuya orilla oriental estaba la colonia de Virginia. Se suponía que sería difícil de reducir, ya que estaba bastante poblada (según el recuento posterior, cuarenta y dos mil personas, que disponían de quince mil armas de fuego, más otros cinco mil colonos dispersos en la costa de la bahía). Por consiguiente, la expedición española fue mayor que la empleada contra Barbados: seis navíos, cinco fragatas y otras tantas corbetas, buen número de embarcaciones ligeras y lanchas lanzacohetes, más un componente terrestre formado por una legión mixta al mando del general Orbegozo, con un tercio de soldados españoles, otro tercio procedente de las legiones negras y el tercero de mexicas: la composición multirracial fue en parte por ser ofensiva para los racistas anglosajones, pero también para atraerse a las tribus indígenas locales.
La escuadra barrió las baterías de la boca del estuario del río James y ancló frente a Jamestown. Fortea intimó a la colonia a la rendición; al no obtener respuesta, ordenó que la localidad fuese bombardeada. Tras el cañoneo, un batallón desembarcó, saqueó y arrasó lo que había quedado de la localidad, y expulsó a los colonos supervivientes. Al mismo tiempo, el almirante envió una embajada al cacique Guahanganoche ofreciéndole apoyo para resucitar la antigua confederación poguatán con apoyo español.
Viendo que el bombardeo de Jamestown no había sido suficiente, los buques de Fortea cañonearon los asentamientos costeros, mientras sus buques ligeros recorrían las ensenadas, combatiendo a los colonos y destruyendo sus embarcaciones. Posteriormente, una flotilla ascendió por el río James y desembarcó la legión mixta frente a Fuerte Henry, una construcción de madera que no estaba preparada para resistir a la artillería moderna. Bastaron unos cañonazos para obligarla a capitular; los defensores, que temían ser entregados a los indios, se sorprendieron al ver que los españoles garantizaban su seguridad y los llevaban hasta la colonia, aunque sin sus armas, obviamente. Durante las dos semanas siguientes, las fuerzas de Orbegozo barrieron los exteriores de la colonia. La tónica fue similar: si un asentamiento se rendía, los siervos eran liberados, y los pobladores recibían protección y se les permitía pasar a la colonia, salvo a los esclavistas y a sus capataces, que eran apresados a la espera de ser juzgados. Ahora bien, si el fuerte, la plantación o la granja no se sometían, los cañones destruían las empalizadas y después los soldados dejaban el lugar atrás, abandonado a la venganza de los indígenas.
El resultado fue que la península de Virginia se llenó de colonos expulsados de sus plantaciones. Mientras, el gobernador Berkeley consiguió reunir siete mil hombres que puso bajo el mando del general Josias Fendall. A pesar de lo numerosa de la fuerza, la mayor reunida por los colonos, estaba formada por voluntarios cuya experiencia se limitaba a la caza o a escaramuzas con los indios. Fendall disponía de una docena de cañones ligeros de tipo sueco; de nuevo, útiles contra las tribus locales, pero de eficacia dudosa contra una fuerza regular.
Conociendo las deficiencias de sus hombres, Fendall no intentó presentar batalla en campo abierto, sino que se preparó para emboscar a los atacantes. La ocasión pareció presentarse cuando la legión de Orbegozo desembarcó en la embocadura del río Chicahomini y marchó hacia la colonia. Fendall pensaba que la empalizada era indefendible (con razón) y apostó sus hombres en lo que después se conocería como arroyo Sangriento, un curso de agua que atravesaba el bosque de norte a sur a unos cuatro kilómetros al oeste. Sin embargo, la encerrona fracasó cuando los exploradores indígenas descubrieron a los colonos. Los hombres de Orbegozo atacaron el extremo izquierdo inglés, donde se produjo un combate en la espesura en el que los fusiles de retrocarga, los cuchillos de Breda, las pistolas revólveres, las bombas de mano y sobre todo la disciplina se impusieron a los inexpertos colonos y sus obsoletos arcabuces. Posteriormente, los soldados barrieron de sur a norte la línea colonial. Fendall perdió mil quinientos hombres, y otros tantos fueron capturados; esta vez no fueron liberados, sino que se les obligó a abrir caminos para el ejército. Las pérdidas hispanas no llegaron al medio centenar.
Esa misma tarde, la legión de Orbegozo emplazó sus cañones ante la empalizada y asaltó la llamada «Plantación Media», el principal reducto de la barrera contra los indígenas. Tanto la plantación como la empalizada fueron arrasadas, como lo había sido Jamestown.
Entonces Fortea volvió a exigir la rendición de la colonia, y esta vez el gobernador se vio obligado a aceptar. Tenía muchos hombres, pero pocas armas, y había visto la inutilidad de ofrecer resistencia. Además, se estaba quedando sin provisiones con que alimentar a los refugiados. Sin embargo, Berkeley no quiso entregarse a los españoles: tras encomendar a Nathaniel Bacon, un miembro del consejo, que se entrevistara con el almirante hispano, escapó en un bote hacia los asentamientos del norte de la bahía.
Esta vez las condiciones de Fortea fueron más estrictas a causa de las demandas de los indígenas, que deseaban vengarse de sus opresores. Para darles contento, los «cavaliers» que tenían esclavos indígenas fueron juzgados y ejecutados según las disposiciones de la Pragmática. Similares destinos corrieron notorios criminales, como el infame coronel Edward Hill, que había asesinado a varios caciques indios tras atraerlos para una negociación falsa. El resto de la población fue desarmada y se le ofreció pasar a Cuba para su posterior deportación. Fueron más de cinco mil los que prefirieron quedarse, pero sin armas ni provisiones no sobrevivieron a los siguientes inviernos y a la hostilidad indígena. En la antigua colonia sería fundado al año siguiente el presidio de Santa Elena de Chicacoan, creado para defender la bahía de Santa María de las apetencias francesas y suecas, pero también como puerta de entrada de la cultura y la tecnología española. En 1675, el cacique Guahanganoche aceptó el agua bautismal y juró vasallaje al rey Felipe IV. A partir de entonces, la renacida Confederación Poguatán se convirtió en protagonista de la penetración hispana en la costa este norteamericana.
La caída de Virginia llevó a la capitulación de los asentamientos de la bahía. De nuevo, los colonos fueron expulsados, aunque a los católicos se les ofreció establecerse en el Caribe. A final del año ya no quedaban puestos ingleses en Santa María.
El último reducto inglés en caer fue la colonia de Bermuda, la más pequeña de las americanas, cuya población se limitaba a unos pocos centenares, dos tercios esclavos. Al saber lo ocurrido en Barbados y Virginia, y temiendo que se les aplicasen las penas de la Pragmática, la mayoría de los ingleses escaparon hacia Gran Bretaña, y los pocos que quedaron fueron aniquilados por esclavos sublevados. Al saber de la rebelión, Fortea envió un jabeque que tomó posesión de la isla. Los antiguos esclavos pidieron protección al rey de España, al que juraron vasallaje, aunque algunos fueron condenados por haber violado y asesinado a mujeres inglesas.
Tras las campañas de Fortea la presencia británica en el Nuevo Mundo quedó limitada a unas pocas factorías pesqueras y peleteras que tuvieron que ser evacuadas tras el tratado de paz. Las que no lo hicieron, fueron buscadas y destruidas en los años siguientes, y lo mismo ocurrió con las de otras potencias. Tan solo fueron respetadas algunas pequeñas factorías polacas y austriacas, que tuvieron que recibir una guarnición española. España no toleraba otras banderas en América.
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La defensa de Portland
Finalizadas las operaciones en América, el escenario de los combates se trasladó a las costas inglesas. El invierno de 1670 a 1671 fue tempestuoso y los buques españoles tuvieron que refugiarse en puerto. Era la ocasión para que los ingleses intentaran resarcirse de sus derrotas y recuperaran los enclaves tomados por los españoles.
El primero en ser atacado fue la isla de Portland. En realidad no lo era, sino que estaba unida a Gran Bretaña por un estrecho tómbolo arenoso. Era una meseta de 5 x 2 kilómetros rodeada de acantilados salvo en el extremo norte, donde estaba la principal localidad, Castletown, un pequeño puerto bajo un anticuado castillo del siglo anterior. Portland había sido tomada el año anterior tras un duro bombardeo naval, y la defendía la tercera legión valona, al mando del general Don Alberto de Mansfeld. Aprovechando las canteras existentes se construyó una muralla abaluartada que cerraba el tómbolo, y un foso que lo interrumpía.
Durante el invierno comenzaron los preparativos ingleses. El conde de Sandwich marchó con siete mil soldados que recuperaron Weymouth (que había sido incendiada por los españoles antes de retirarse) y avanzaron por la lengua de arena. El seis de enero intentaron entrar en Castletown aprovechando la marea baja, pero se encontraron con el foso y sufrieron muchas bajas intentando superarlo. Una escuadra procedente de Plymouth intentó apoyar con sus fuegos el ataque, pero el navío Jersey de cuarenta y ocho cañones se incendió al ser alcanzado por la artillería española.
Durante la semana siguiente los ingleses lanzaron tres nuevos asaltos, uno de ellos nocturno, todos infructuosos. Tras perder la tercera parte de sus fuerzas, Sandwich solicitó refuerzos y se dispuso a tomar la fortaleza mediante un sitio regular. Sin embargo, las trincheras cavadas en la arena se desmoronaban y se cubrían de agua durante los temporales. Un intento con cestones acabó en desastre cuando los artilleros españoles esperaron a disparar a que la batería enemiga estuviera casi lista: la explosión de un barril de pólvora causó decenas de muertos e hirió al mismo Sandwich.
Aun así, la situación de los Sándwich sitiados empeoraba, ya que se estaban quedando sin municiones. Mansfeld tuvo que enviar un falucho que consiguió superar el bloqueo británico, muy laxo por temor a los cañones españoles. A la semana siguiente entró en el puerto un remolcador de máquina de vapor (de fuego, como se le llamaba en la época) con dos gabarras, aprovechando que los vientos contrarios habían alejado a los barcos ingleses. Fue la primera vez que un buque de vapor intervino en combate, pero no la última del conflicto, como veremos.
La llegara del socorro convirtió el sitio en un simple asedio. Solo con la llegada del buen tiempo Sandwich ordenó que se cavasen trincheras, pero por entonces la marina española había vuelto al canal y bombardeó las obras. Aun así, el asedio continuó hasta el final de la guerra. Los ingleses sufrieron cuatro mil bajas (incluyendo las quinientas del Jersey) por unas cuatrocientas españolas.
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La batalla de Newton
Mientras Sandwich sitiaba Portland, el príncipe Ruperto planeó la recuperación de la estratégica isla de Wight. Sabía que, a pesar de su importancia, estaba débilmente defendida: la guarnición, al mando de Don Gaspar de Melo, hijo del famoso militar que se había distinguido en Rocroi, consistía en dos legiones y un regimiento de caballería.
Ruperto, aunque no había estado en Las Dunas, conocía la potencia de fuego de la fusilería española y quería evitar los ataques frontales. Para ocultar sus intenciones ordenó que se enviasen patrullas de caballería a la costa, y prohibió la navegación por el Solent. Mientras, reunió en Wareham (al oeste de Southampton) una fuerza de quince mil soldados, muchos de ellos veteranos. Asimismo, dispuso que se llevaran centenares de lanchas y botes a Lymigton; muchas tuvieron que ser desmontadas. La noche del seis de febrero, aprovechando la luna y las mareas, comenzó el cruce del Solent.
Melo, que sabía de la debilidad de sus fuerzas, supuso que se estaba preparando un ataque al ver que se dejaba de navegar por el estratégico estrecho. Sin embargo, no pudo adivinar por dónde sería, ya que sus exploradores no consiguieron penetrar la vigilancia enemiga. Con tan pocas fuerzas no intentó defender cada punto de la larga costa norte de la isla, sino que concentró sus fuerzas en Newport, en el centro, encomendando a la caballería recorrer la orilla. Sin embargo, las patrullas fallaron y hasta avanzada la mañana no descubrieron el cruce. Melo degradó posteriormente al comandante Rodríguez de Acuña, jefe de los caballeros.
El príncipe ordenó partir a sus tropas y se adelantó con la legión de Pavía, que tenía solo cinco batallones disminuidos. En menos de una hora llegó al lugar del desembarco y, sin detenerse, envió a dos batallones para que realizasen un ataque de distracción por el frente, mientras que con otros tres cruzó el arroyo Clamerkin aprovechando la marea baja para atacar por detrás a los hombres de Ruperto. La reputación de invencibilidad jugó a favor de Melo, y el ejército inglés se desbandó ante los españoles, aun estando superados cuatro a uno. En la orilla se produjo un caos con los soldados luchando por los botes mientras Melo los ametrallaba desde el flanco. El príncipe Ruperto murió en la confusión (no se sabe si colapsó o si fue pisoteado), y seis mil hombres capitularon.
Tras la muerte del príncipe le sustituyó en el mando John Grenville, conde de Bath. Tras el reciente desastre, y careciendo de medios, ya no realizó más intentos contra la isla, sino que se limitó a vigilar el Solent.
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La batalla del Támesis
La batalla del Támesis (o de Shoebury), que decidió la guerra a los piratas, fue uno de los mayores enfrentamientos navales del siglo XVII.
El Marqués de Lazán tenía prisa por liquidar a los ingleses, ya que había llegado a un acuerdo secreto con el Imperio y Polonia-Lituania para realizar una ofensiva conjunta contra los otomanos. Como primera medida iba a enviar un ejército a los Balcanes y otro a Egipto, con la intención de invadir Palestina. El desplazamiento iba a requerir la protección de la Armada, y debía hacerse antes de los temporales del otoño. Por tanto, Lazán ordenó al almirante Atondo que lanzara un ataque decisivo contra Inglaterra, que debía ser predominantemente naval, ya que el ejército se estaba desplazando a los puertos mediterráneos.
Atondo reunió para la operación una potente escuadra, la mayor desde la batalla de las Frisias: dieciséis navíos, catorce fragatas pesadas, ocho ligeras y una decena de corbetas. Sus buques eran muy potentes: los navíos habían sido reconstruidos retirándoles el puente superior, para que pudieran montar una batería pesada, y las fragatas montaban las mismas piezas, aunque en menor número. El armamento principal de los buques eran sus cañones y obuses de dieciocho centímetros. Los segundos ya habían sido empleados en Salé, y eran piezas de retrocarga que sustituían a los cañones de sesenta y ocho libras a razón de dos por cada obús. Sin embargo, las unidades más recientes montaban los modernos cañones del dieciocho, que eran también de retrocarga, pero del sistema Ordóñez, con un cierre mejorado y construcción en acero, y que podían disparar proyectiles explosivos e incendiarios de diversos tipos. Además, la escuadra de Atondo contaba con buen número de embarcaciones de vapor: nueve cañoneros, ocho marrajeros de botalón y otros tantos remolcadores armados, al mando del contralmirante Don Carmelo Vergara. La escuadra se presentó en el estuario del Támesis el seis de abril de 1671.
Atondo iba a enfrentarse con el grueso de la flota inglesa. Tras las derrotas de Dunkerque y de Salé, y a pesar de los limitados recursos disponibles, Inglaterra había hecho un gran esfuerzo para reconstruir su marina, que ahora incluía decenas de buques de dos y de tres puentes. Estos grandes buques se habían construido a imitación de los navíos de varios puentes de la Armada Española, pero también debido a la imposibilidad de fabricar los potentes cañones navales hispanos, y pretender superarlos embarcando mucha artillería. Además, tras el desastre de Salé, también se construyeron o habilitaron gran número de embarcaciones ligeras: balandras (algo más pequeñas que las corbetas españolas), cúteres, galeotas (pequeñas galeras artilladas) y brulotes. La pérdida de la isla de Wight y el dominio español del Canal de la Mancha había obligado a que la flota se trasladara a los puertos del estuario del Támesis.
Comandaba los buques británicos el almirante Edward Spragge, que izaba sus colores en el Royal James, de tres puentes y ciento diez cañones. Tenía otros treinta y ocho galeones de dos y tres puentes, y varios más se estaban alistando en los arsenales de los ríos Medway y Támesis. Spragge disponía además media docena de fragatas, ocho galeotas y una treintena de brulotes. A pesar de sus buques ligeros, el inglés no quería dejarse atrapar en aguas confinadas, temiendo correr el mismo destino que su compatriota Deane en Salé. Tampoco se atrevió a presentar combate en mar abierto, sabiendo que sus buques eran menos marineros que los hispanos. Prefirió mantenerse en la orilla norte del estuario, donde podía contar con el apoyo de varias baterías costeras. Spragge juzgó que en esa posición estaba seguro frente a un ataque español y, además, podía encerrar a Atondo si intentaba ascender por el río.
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Un soldado de cuatro siglos
Sin embargo, no era intención de Atondo remontar el Támesis sin antes destruir o al menos expulsar a la flota inglesa. Antes de aventurarse, envió sus fragatas ligeras en avanzada hasta que el día siete de abril encontraron a la línea inglesa frente a la punta de Shoebury, navegando hacia el este. Estaba precedida por una división ligera formada por una escuadrilla de ocho galeotas de remo y vela, y la línea de galeones guardaba su retaguardia con otra división de seis fragatas y otras tantas balandras. También disponía de nada menos que veintiséis brulotes, divididos en tres grupos. El viento, un fresco del nornoroeste, favorecía las evoluciones del inglés.
Librar un combate convencional era excesivamente peligroso. El dominio del viento permitiría a los ingleses atacar cualquier parte de la flota española sin que pudiera ser socorrida por el resto, y los brulotes suponían una seria amenaza para los barcos de madera de Atondo. Además, las orillas del estuario del Támesis eran bajas, con bancos de arena cambiantes, de tal manera que la escuadra española no podría ganar el barlovento sin arriesgarse a encallar. Con todo, las desfavorables condiciones le daban a Atondo lo que deseaba: la oportunidad de librar una batalla decisiva. Según confió a sus subordinados, su mayor preocupación era la misma que la de Lazán en Salé: que la flota inglesa rehuyera el combate. Ahora iba a tener una ocasión destruirla, y para ello simuló cometer el error que los ingleses estaban deseando.
El almirante ordenó formar una línea encabezada por su navío, el San Carlos. Primero navegó hacia el Támesis, y luego viró para adoptar un rumbo convergente con la línea enemiga, a la que orzando se aproximó poco a poco. En cuanto la distancia cayó a los mil quinientos metros los navíos españoles abrieron fuego, al que respondieron los ingleses de forma inefectiva. Aunque la gran distancia hizo que el tiro hispano fuera poco preciso, el Santa Ana alcanzó con un proyectil de fósforo al galeón Rugby, que se incendió y tuvo que ser abandonado. Otros barcos ingleses también fueron tocados, quedando alguno seriamente dañado, incluyendo el Royal Charles que recibió un proyectil explosivo en la batería. Algo después estalló el galeón Assurance, que había sido el blanco de proyectiles incendiarios. Spragge temió que, de proseguir el combate a distancia sería su línea la que más sufriera, y ordenó cerrar contra los españoles.
Era la ocasión que Atondo esperaba. Durante los minutos siguientes el combate se enconó, con los navíos españoles disparando contra la línea inglesa y contra los brulotes que pasaban entre los galeones enemigos. La artillería hispana se mostró aun más eficaz que en anteriores combates, y en pocos minutos nueve barcos bomba comenzaron a arder, suponiendo un grave riesgo para la línea británica, que se desorganizó cuando los galeones trataron de esquivar a las hogueras flotantes. Fue cuando Atondo lanzó su arma secreta: su división de vapor.
Como sabemos, la escuadra de Atondo incluía buen número de unidades propulsadas por vapor. Hasta entonces no habían llamado la atención pues, aunque eran de cierto porte (los cañoneros y marrajeros desplazaban ciento cincuenta toneladas), tenían aparejo auxiliar y desde lejos parecían mercantes. Sin embargo, eran barcos desproporcionadamente peligrosos. Aunque las voluminosas máquinas de vapor impedían montar tantos cañones como los de barcos de vela de similar porte, y solo llevaban dos o tres cañones, se trataba de piezas de retrocarga con un sistema de amortiguación que permitía el tiro rápido, y al estar montadas en pivotes podían tirar por ambas bandas. Los más potentes, los cañoneros de la clase Machín de Munguía, llevaban un cañón de catorce centímetros y dos de diez; marrajeros y remolcadores de altura montaban dos del diez. Podían hacer hasta dos disparos por minuto, mientras que los anticuados cañones de avancarga ingleses solo disparaban una vez cada tres o cuatro minutos: en la práctica, un cañonero podía disparar más proyectiles que la más potente balandra. Además, no eran balas macizas sino explosivos, de metralla o los temidos incendiarios, el vapor hacía que la plataforma fuese más estable, y la independencia del viento permitía buscar sectores ciegos del enemigo. Con la perspectiva actual, la división de buques de vapor de Atondo era formidable; sin embargo, nunca habían entrado en combate, y emplearla en una gran batalla supuso asumir un gran riesgo.
Los vapores atacaron en tres columnas. La de babor estaba formada por remolcadores armados de la clase Córdova, que con sus cañones del diez disparando proyectiles de metralla (que causaron muchas bajas y serias averías en los aparejos de los barcos ingleses) mantuvieron a raya a las fragatas y balandras de la retaguardia inglesa. La columna de estribor estaba formada por los potentemente armados cañoneros de la clase Munguía, que dispararon contra los timones de los galeones, buscando dejarlos sin gobierno. La columna central estaba formada por los marrajeros del contralmirante Vergara, que atacaron a los barcos ingleses más vulnerables. Sería el capitán Pallejá el que pasaría a la historia cuando acometió al Royal Katherine de ochenta y cuatro cañones. El galeón inglés intentó virar para presentar su banda, pero Pallejá maniobró con su marrajero e hizo estallar la carga contra la vulnerable popa de su enemigo. El Royal Katherine se fue a pique rápidamente, siendo el primer buque de guerra hundido por un barco de vapor. Los demás marrajeros de la escuadrilla enviaron al fondo a cinco galeones más; a cambio, dos fueron dañados por los cañones ingleses, y uno tuvo que ser abandonado al ser destruida una de sus ruedas de paletas.
La actuación de los barcos de vapor no acabó ahí. Cañoneros y marrajeros (que llevaban dos piezas del diez, como los remolcadores) siguieron acosando a la retaguardia enemiga. Asimismo, los navíos de la línea española maniobraron para mantener la distancia mientras continuaban cañoneando a los ingleses, empleando además de proyectiles explosivos los letales incendiarios de fósforo. En poco tiempo fueron destruidos los brulotes, y los barcos hispanos dirigieron su fuego contra los galeones enemigos. De repente, Spragge vio que su posición aparentemente ventajosa se estaba transformando en una trampa mortal, atacado por la retaguardia por los vapores, con el viento empujándoles hacia los españoles y sometido a su cañoneo, sin poder responder ya que sus balas o no llegaban o lo hacían sin fuerza. No le quedó otra opción que tomar una medida desesperada: envió sus galeotas a contener a los barcos de vapor hispanos, mientras ordenaba a sus barcos un ataque general.
La maniobra logró en parte su objetivo. Durante unos minutos el fuego artillero español resultó inmisericorde, averiando o incendiando a varios barcos ingleses. Sin embargo, Atondo no quería exponer sus buques en un combate a corta distancia y cuando la distancia cayó a setecientos metros ordenó a sus barcos que invirtieran el rumbo mediante giros simultáneos. Era una maniobra compleja pero sus barcos la realizaron con precisión, ayudados porque la distancia entre las unidades españolas era mayor que entre las inglesas. Al ver que la distancia entre las dos líneas aumentaba, Spragge ordenó la retirada hacia el Támesis. La línea española ya navegaba en la misma dirección y se reinició el combate a gran distancia, pero tuvo que ser interrumpido cuando los hispanos se acercaron peligrosamente a la isla de Grain y a sus baterías.
Mientras tanto, la división de vapor pasó un momento comprometido al quedar entre la línea inglesa, las baterías de Shoebury, las balandras y fragatas de la retaguardia inglesa, y las galeotas de la vanguardia. Sin embargo, esa situación demostró que el almirante Atondo no había estado descaminado al confiar en esos pequeños buques. A pesar de su pequeño tamaño, eran más veloces y ágiles que los barcos ingleses, operaban con independencia del viento, y tenían una respetable potencia de fuego. El contralmirante Vergara había sido gravemente herido y el capitán de corbeta Pallejá tomó el mando de la división. Adoptó un rumbo nordeste que le internó entre los bancos de arena, aprovechando el escaso calado de sus unidades, situándose fuera del alcance de las baterías costeras. Los buques ingleses quedaron atrás, y solo las galeotas consiguieron acercarse a los barcos españoles. Para su desgracia, ya que Pallejá cambió el rumbo hacia el sureste y organizó rápidamente una línea que permitió que toda la artillería de la división abrumara a las frágiles y débilmente armadas embarcaciones inglesas. Tres se hundieron rápidamente, y dos rindieron sus colores. Los capitanes de las tres galeotas restantes, al ver el destino de sus compañeras, prefirieron ponerse a salvo embarrancando en la cercana costa. De la misma manera, las balandras que las seguían, al ver que los cañoneros las enfilaban, rehuyeron el combate y escaparon hacia el Támesis, no sin daños durante la virada; dos balandras recibieron proyectiles incendiarios y tuvieron que embarrancar. Las fragatas ya se habían retirado para acompañar a los navíos de Spragge.
Con los restos de la flota inglesa huyendo, la española quedó dueña del estuario y pudo acabar con los galeones ingleses que habían quedado inmovilizados, bien por haber sido desarbolados, por sufrir vías de agua, o por los daños en sus timones. La división de fragatas pesadas orzó y, de consuno con los cañoneros, rindió a los buques dañados sin que apenas ofrecieran resistencia.
La batalla resultó desastrosa para los ingleses. Perdieron catorce grandes galeones, y otros once fueron capturados. También fueron destruidas dos balandras, todas sus galeotas (las dos capturadas fueron quemadas) y sus brulotes. Solo trece navíos sobrevivieron al combate, dañados en mayor o menor parte. Por el contrario, la flota española estaba en condiciones mucho mejores, ya que el cañoneo a larga distancia hizo que las averías en los navíos y las fragatas fueran mínimas. Fue la división de vapor, que había combatido casi a tocapenoles, la más afectada, sobre todo por la metralla y los mosquetes, ya que los rápidos barcos se revelaron un objetivo muy difícil para los cañones. Ninguno fue hundido, pero tres tuvieron que ser abandonados a causa de sus averías (dos marrajeros y un cañonero), uno durante la batalla (un remolcador rescató a su dotación) y dos tras ella. Atondo ordenó que fueran barrenados en aguas profundas, tras colocar cargas explosivas en sus calderas. Las pérdidas humanas también fueron mayores en las embarcaciones ligeras, a pesar de llevar protecciones metálicas. La más lamentable fue la del contralmirante Vergara, que fallecería días después a causa de sus heridas.
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La incursión de Londres
El objetivo de la operación, sin embargo, no se limitaba a destruir a la flota inglesa. De hecho, Atondo pensaba que la marina inglesa no iba a ofrecer combate, y la gran victoria del Támesis fue inesperada. Al contrario, la intención inicial del almirante español era destruir las instalaciones portuarias del estuario. Al día siguiente a la batalla, y ya sin la amenaza enemiga, envió seis fragatas al río Medway, apoyadas por remolcadores y cañoneros a vapor (dirigidos por el capitán Pallejá) hasta llegar al arsenal de Chatham. Allí capturaron tres navíos y destruyeron ocho más; además, los ingleses quemaron dos docenas de embarcaciones para impedir su captura. También ardieron grandes cantidades de madera que se estaba curando para su empleo en barcos.
Sin embargo, la incursión en el Medway era solo una finta, ya que el objetivo español era todavía más ambicioso. Con ese ataque había atraído a buena parte de las milicias locales, dejando expedito el río Támesis. Un día después, cuando las fuerzas enviadas al Medway ya se le habían reincorporado, los barcos españoles destruyeron los fuertes de Gravesund y de Tilbury y después la escuadra, empleando de nuevo remolcadores, ascendió por el río hasta llegar a Greenwich. Allí cañoneó el arsenal, y los marrajeros (que habían repuesto sus cargas) echaron a pique a cuatro de los navíos ingleses supervivientes de la batalla. Una fuerza de desembarco se hizo con la isla de los Perros, un arenal en un meandro del río. Tras prender fuego a otros tres galeones, emplazó lanzacohetes Derna con los que bombardeó los barrios más orientales de Londres.
Los marrajeros y los cañoneros continuaron remontando el río hasta llegar a la Torre, y enviaron partidas para quemar los barcos (incluyendo dos galeones más, una fragata y dos balandras) y los muelles. Un destacamento de infantería de marina entró en la Torre de Londres por la puerta de los traidores, cuyos defensores, atemorizados por la explosión de varios cohetes, huyeron ante el fuego de los cañoneros. Los infantes españoles penetraron en el recinto, destruyeron la Torre Blanca (el palacio real) y las torres que daban al río con cargas de demolición, e incendiaron otros edificios antes de retirarse, tras plantar la bandera española y capturar la inglesa que ondeaba en la Torre. Las dos banderas (la capturada, y la española, que regresó con los infantes de marina) se exponen actualmente en el Museo de Glorias Navales de Madrid.
Atondo aun permaneció otros tres días en el estuario extendiendo la destrucción, antes de retirarse llevándose unos cuarenta barcos mercantes además de ocho navíos capturados en Shoebury y en el Medway, ya que ordenó quemar a los que estaban en peores condiciones. Con el humo de los barcos y de los muelles ardiendo extendiéndose por el sur de Inglaterra, el almirante ordenó que se clavara un cartel con el lema «Not goodbye but until son», no es adiós sino hasta luego.
Afortunadamente para los británicos, el bombardeo fue de escasa intensidad, estuvo dirigido contra la Torre de Londres y los muelles, muchos cohetes cayeron en partes de la ciudad que habían ardido recientemente, y los fuegos que provocaron no llegaron a unirse en una conflagración. Aun así, la ciudad todavía estaba recuperándose del gran incendio, y la caída de los cohetes españoles ahuyentó a los pocos londinenses que no habían escapado ya. El rey huyó a Oxford y no volvió a su capital hasta el final de la guerra.
Aunque la ciudad sufriera pocos daños, el efecto de la batalla y de la incursión fue terrible. La principal escuadra inglesa había sido aniquilada (solo sobrevivieron cinco fragatas, tres balandras y cuatro galeones, dos tan dañados que tuvieron que ser desguazados), se habían capturado, quemado o hundido cuarenta y cinco galeones de guerra (dos tercios de la marina inglesa) más un centenar de buques de comercio, y el principal puerto inglés estaba arrasado. Se estima que las pérdidas sobrepasaron los quince millones de libras.
La batalla también tuvo honda repercusión en España. El nombramiento del marqués de Lazán como ministro principal había encontrado mucha oposición en la Corte, no solo por su tendencia modernista, sino pertenecer a la nobleza aragonesa. No eran pocos los magnates castellanos que se consideraban con más méritos para desempeñar tal cargo. Entre los más opuestos a Lazán estaba el bastardo real Don Juan José de Austria, que se creía con derecho para liderar la causa modernista. Don Juan José llegó a protagonizar un escándalo ante la corte, que obligó al rey Felipe IV a intervenir para calmar los ánimos; sin embargo, aun con el apoyo real, la posición de Lazán no era firme. Las victorias conseguidas hasta entonces parecían menores, ya que se habían logrado en aguas americanas o en pequeños enclaves de la costa inglesa. Cuando se supo de la gran victoria lograda en el Támesis, el rey llamó a Lazán y, ante la corte, lo distinguió con la orden del Toisón de Oro, y añadió a su título la grandeza de España; fue la primera vez que se confería tal título, pues hasta entonces los grandes lo eran del reino de Castilla. De tal manera, el monarca mostró su apoyo al ministro que había conseguido la gran victoria naval.
Como era de esperar, llovieron honores sobre los vencedores. El almirante Atondo fue nombrado Conde de la Victoria, y el contralmirante Vergara fue ascendido y ennoblecido póstumamente como Barón de Shoebury. El capitán de corbeta Pallejá, además de ser ascendido a capitán de navío, pasó a ostentar la baronía de Cambrils, raro honor para un antiguo pescador e indicio del cambio de los tiempos. También fueron ascendidos al grado superior decenas de oficiales que se habían distinguido durante los combates.
La importancia de la batalla fue que mostró la enorme superioridad que proporcionaba la propulsión mecánica. La división de vapor, a pesar de estar formada por unidades ligeras, había sido capaz de derrotar a una potente escuadra enemiga. De ahí que la batalla del Támesis haya sido considerada una de las batallas decisivas de la Historia, no tanto por sus efectos en sí, sino por el cambio que supuso en la estrategia naval.
El almirante Atondo, además de elogiar al contralmirante Vergara y al capitán Pallejá por su iniciativa y habilidad, recomendó que se incorporara la propulsión a vapor en las futuras construcciones, aduciendo que quintuplicaba la eficiencia de los barcos de guerra. Su consejo fue atendido y tras los buenos resultados del cañonero Vergara y de la fragata Prueba, Don Nicolás Cardona (presidente de la Junta de Marina) ordenó convertir todos los barcos en construcción al vapor, y detener las obras de aquellos en los que no fuera factible.
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El objetivo de la operación, sin embargo, no se limitaba a destruir a la flota inglesa. De hecho, Atondo pensaba que la marina inglesa no iba a ofrecer combate, y la gran victoria del Támesis fue inesperada. Al contrario, la intención inicial del almirante español era destruir las instalaciones portuarias del estuario. Al día siguiente a la batalla, y ya sin la amenaza enemiga, envió seis fragatas al río Medway, apoyadas por remolcadores y cañoneros a vapor (dirigidos por el capitán Pallejá) hasta llegar al arsenal de Chatham. Allí capturaron tres navíos y destruyeron ocho más; además, los ingleses quemaron dos docenas de embarcaciones para impedir su captura. También ardieron grandes cantidades de madera que se estaba curando para su empleo en barcos.
Sin embargo, la incursión en el Medway era solo una finta, ya que el objetivo español era todavía más ambicioso. Con ese ataque había atraído a buena parte de las milicias locales, dejando expedito el río Támesis. Un día después, cuando las fuerzas enviadas al Medway ya se le habían reincorporado, los barcos españoles destruyeron los fuertes de Gravesund y de Tilbury y después la escuadra, empleando de nuevo remolcadores, ascendió por el río hasta llegar a Greenwich. Allí cañoneó el arsenal, y los marrajeros (que habían repuesto sus cargas) echaron a pique a cuatro de los navíos ingleses supervivientes de la batalla. Una fuerza de desembarco se hizo con la isla de los Perros, un arenal en un meandro del río. Tras prender fuego a otros tres galeones, emplazó lanzacohetes Derna con los que bombardeó los barrios más orientales de Londres.
Los marrajeros y los cañoneros continuaron remontando el río hasta llegar a la Torre, y enviaron partidas para quemar los barcos (incluyendo dos galeones más, una fragata y dos balandras) y los muelles. Un destacamento de infantería de marina entró en la Torre de Londres por la puerta de los traidores, cuyos defensores, atemorizados por la explosión de varios cohetes, huyeron ante el fuego de los cañoneros. Los infantes españoles penetraron en el recinto, destruyeron la Torre Blanca (el palacio real) y las torres que daban al río con cargas de demolición, e incendiaron otros edificios antes de retirarse, tras plantar la bandera española y capturar la inglesa que ondeaba en la Torre. Las dos banderas (la capturada, y la española, que regresó con los infantes de marina) se exponen actualmente en el Museo de Glorias Navales de Madrid.
Atondo aun permaneció otros tres días en el estuario extendiendo la destrucción, antes de retirarse llevándose unos cuarenta barcos mercantes además de ocho navíos capturados en Shoebury y en el Medway, ya que ordenó quemar a los que estaban en peores condiciones. Con el humo de los barcos y de los muelles ardiendo extendiéndose por el sur de Inglaterra, el almirante ordenó que se clavara un cartel con el lema «Not goodbye but until son», no es adiós sino hasta luego.
Afortunadamente para los británicos, el bombardeo fue de escasa intensidad, estuvo dirigido contra la Torre de Londres y los muelles, muchos cohetes cayeron en partes de la ciudad que habían ardido recientemente, y los fuegos que provocaron no llegaron a unirse en una conflagración. Aun así, la ciudad todavía estaba recuperándose del gran incendio, y la caída de los cohetes españoles ahuyentó a los pocos londinenses que no habían escapado ya. El rey huyó a Oxford y no volvió a su capital hasta el final de la guerra.
Aunque la ciudad sufriera pocos daños, el efecto de la batalla y de la incursión fue terrible. La principal escuadra inglesa había sido aniquilada (solo sobrevivieron cinco fragatas, tres balandras y cuatro galeones, dos tan dañados que tuvieron que ser desguazados), se habían capturado, quemado o hundido cuarenta y cinco galeones de guerra (dos tercios de la marina inglesa) más un centenar de buques de comercio, y el principal puerto inglés estaba arrasado. Se estima que las pérdidas sobrepasaron los quince millones de libras.
La batalla también tuvo honda repercusión en España. El nombramiento del marqués de Lazán como ministro principal había encontrado mucha oposición en la Corte, no solo por su tendencia modernista, sino pertenecer a la nobleza aragonesa. No eran pocos los magnates castellanos que se consideraban con más méritos para desempeñar tal cargo. Entre los más opuestos a Lazán estaba el bastardo real Don Juan José de Austria, que se creía con derecho para liderar la causa modernista. Don Juan José llegó a protagonizar un escándalo ante la corte, que obligó al rey Felipe IV a intervenir para calmar los ánimos; sin embargo, aun con el apoyo real, la posición de Lazán no era firme. Las victorias conseguidas hasta entonces parecían menores, ya que se habían logrado en aguas americanas o en pequeños enclaves de la costa inglesa. Cuando se supo de la gran victoria lograda en el Támesis, el rey llamó a Lazán y, ante la corte, lo distinguió con la orden del Toisón de Oro, y añadió a su título la grandeza de España; fue la primera vez que se confería tal título, pues hasta entonces los grandes lo eran del reino de Castilla. De tal manera, el monarca mostró su apoyo al ministro que había conseguido la gran victoria naval.
Como era de esperar, llovieron honores sobre los vencedores. El almirante Atondo fue nombrado Conde de la Victoria, y el contralmirante Vergara fue ascendido y ennoblecido póstumamente como Barón de Shoebury. El capitán de corbeta Pallejá, además de ser ascendido a capitán de navío, pasó a ostentar la baronía de Cambrils, raro honor para un antiguo pescador e indicio del cambio de los tiempos. También fueron ascendidos al grado superior decenas de oficiales que se habían distinguido durante los combates.
La importancia de la batalla fue que mostró la enorme superioridad que proporcionaba la propulsión mecánica. La división de vapor, a pesar de estar formada por unidades ligeras, había sido capaz de derrotar a una potente escuadra enemiga. De ahí que la batalla del Támesis haya sido considerada una de las batallas decisivas de la Historia, no tanto por sus efectos en sí, sino por el cambio que supuso en la estrategia naval.
El almirante Atondo, además de elogiar al contralmirante Vergara y al capitán Pallejá por su iniciativa y habilidad, recomendó que se incorporara la propulsión a vapor en las futuras construcciones, aduciendo que quintuplicaba la eficiencia de los barcos de guerra. Su consejo fue atendido y tras los buenos resultados del cañonero Vergara y de la fragata Prueba, Don Nicolás Cardona (presidente de la Junta de Marina) ordenó convertir todos los barcos en construcción al vapor, y detener las obras de aquellos en los que no fuera factible.
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El tratado de Ostende
El desastre del Támesis fue la gota que colmó el vaso. El rey Carlos II sabía que España estaba haciendo grandes preparativos militares. Aunque según sus informantes, estaban dirigidos contra los turcos, también podían dirigirse contra Inglaterra. Si una pequeña fuerza de desembarco había sido capaz de destruir la Torre de Londres, era de temer lo que un ejército español pudiera hacer, y ya habían demostrado años antes en Salé que podían conquistar un puerto defendido. La caída del castillo de Portland había demostrado que la cadena de fortificaciones que defendía la costa inglesa estaba irremisiblemente anticuada. Peor todavía, la destrucción del puerto de Londres y el bloqueo de la costa inglesa habían dejado al reino sin recursos con los que continuar la guerra.
Carlos II se vio obligado a aceptar la paz en los términos exigidos por el marqués de Lazán. Según el Tratado de Ostende, que puso fin al conflicto, Inglaterra tuvo que devolver al reino de España todas las capturas realizadas (o entregar una compensación económica), se comprometió a ceder a los españoles todas sus posesiones fuera de Gran Bretaña, y excluyó de la protección de sus leyes a cualquier inglés que no retornara antes de tres años. También renunció a cualquier pretensión sobre Irlanda, a los enclaves del Canal perdidos durante la guerra, se comprometió a abonar una indemnización de veinte millones de libras pagaderas en diez años, y a entregar a los gobernadores Berkeley y Modyford. Modyford fue juzgado como poseedor de esclavos y condenado a trabajos forzados a perpetuidad, pero Berkeley consiguió eludir la captura. Lo último que se supo de él era que intentaba unirse a los colonos del Potomac, y se cree que fue capturado y asesinado por los indios conestoga.
Si Carlos II aceptó condiciones tan duras se debió en parte a la desesperada situación en la que estaba, pero también por creer que sería una claudicación temporal. Entre los documentos hallados en 1827 en el archivo de Valencia estaba la copia de una carta de la princesa de Asturias en la que aseguraba a su hermano que los reveses en la guerra turca iban a hacer inminente la caída de Lazán, y que después las cláusulas serían suavizadas. Creyendo que al firmar el tratado de Ostende, en realidad, no se estaba comprometiendo a nada, Carlos II aceptó hacerlo. Como se vio poco después, fue un tremendo error de cálculo.
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El final de la Primera Restauración
La desastrosa guerra y la firma un tratado tan desfavorable llevaron a la caída de la Primera Restauración. Los mismos parlamentarios extremistas que habían orquestado el ataque a la embajada española, acusaron a Carlos II de ser el culpable de la derrota y de entregar las riquezas inglesas a los papistas. Aunque esos parlamentarios eran pocos, se les unieron muchos realistas que habían quedado arruinados por la guerra. Los rebeldes esperaron al invierno, cuando pensaban que España, comprometida en la guerra de la Santa Alianza, no sería capaz de intervenir. Al ver como se extendían los disturbios, y con el cariz que tomaban los debates en el Parlamento, el rey decidió disolverlo, pero ya era demasiado tarde. Aunque las tropas reales desalojaron las casas del Parlamento sin encontrar resistencia, los rebeldes salieron de Londres y marcharon hacia Dorchester, donde se unieron al ejército que seguía vigilando Portland. Su jefe repudió el título realista y en lugar de conde de Sandwich volvió a ser llamado general Montagu.
Carlos II ordenó al conde de Bath que dispersara a los rebeldes, pero las dos fuerzas fraternizaron en lugar de combatirse. Montagu tomó el mando y se dirigió hacia Londres. Tras vencer a una pequeña fuerza realista en Camberley entró en la capital, donde restauró el régimen parlamentario y se proclamó Lord Protector. El rey se retiró a Oxford, en cuyas afueras volvieron a ser derrotados sus partidarios. Los realistas tuvieron que escapar hacia el norte, pero fueron alcanzados y derrotados en Willington, en las Midlands. Carlos II tuvo que huir a uña de caballo hacia Escocia, donde esperaba encontrar más partidarios, y pidió auxilio a España.
Sin embargo, la ayuda hispana se demoró. En sus memoras, el Marqués de Lazán relata la audiencia que tuvo con el rey Felipe IV a su regreso de los Balcanes.
«Fui llamado por Su Majestad Imperial, que quería conocer mis planes para socorrer al rey Carlos de Inglaterra. Me vi obligado a confesarle que no existían. Su Majestad mostró su extrañeza, y me indicó que tal vez no fuera en beneficio de la Monarquía que pereciera otro rey de Inglaterra que, además, estaba emparentado con el Príncipe. No pude menos que darle razón, aunque no sin indicarle mis motivos.
—Mi señor —repuse a Su Majestad—, jamás será política mía ni de España atacar el orden natural, y mucho menos la institución monárquica. Sin embargo, si no os incomoda, creo que tal protección no debe extenderse a apóstatas o paganos. Difícilmente podrá ir en beneficio de la religión o de la patria que se defienda al tiranuelo japonés o al sultán turco. El rey Carlos dice ser cristiano, pero es un hereje que repetidamente ha rechazado volver al seno de la Santa Madre Iglesia. Todo eran promesas cuando estaba en el exilio, pero vos sabéis que en cuanto recuperó el trono alentó a piratas moros e impíos, y urdió tramas contra vuestra augusta familia.
El rey quedó en silencio, meditando mis argumentos, mientras yo proseguía.
—Ahora bien, yo creo como vos, que permitir la desgracia del rey Carlos sería un funesto precedente. Sin embargo, también lo será dejar que recupere el poder el que ha demostrado ser traidor.
Su majestad señaló que también sería mal precedente que se permitiera la consolidación de otra república hereje, como lo había sido la flamenca.
—Tenéis razón, y tampoco es esa mi intención. Ahora bien, debo recordaros que desde el tiempo de vuestro abuelo el rey prudente, Inglaterra y Francia han intrigado y luchado para perjudicar a la Monarquía. Al menos Francia es católica, pero Inglaterra no. De ahí que mi política pretenda ser, siempre con vuestro permiso, acabar con su poder. Planeo socorrer al rey Carlos, aunque con alguna demora, de tal manera que, por ahora, apenas consiga mantenerse en Escocia. Veo que os sorprende que deje que los herejes recalcitrantes sigan en Londres, pero creo que a la larga nos beneficiará, pues la guerra civil debilitará a los ingleses, y nos autorizará a combatirlos a nuestra conveniencia. Recuerde su majestad que el tratado de Ostende se firmó con los enviados del rey Carlos, y no con hugonotes contumaces.
Su majestad entendió mis argumentos.
—De tal manera —continué—, pensaba ordenar a la escuadra de la Mar Océana que reinicie el bloqueo de los puertos ingleses y que proporcione suministros a Carlos, aunque no demasiados, para que quede pendiente del hilo de nuestra ayuda. Sin embargo, y si no os parece mal, preferiría no enviar ni un soldado español a morir por un rey apóstata».
Siguiendo tales principios, el legado español en Venecia comunicó al inglés —ya que seguía sin haber embajada hispana en Londres— que España no reconocía al régimen traidor, y que prohibía a los rebeldes la navegación, diciendo que «les bastará con mojarse los pies para ser presos». Desde las bases de Amberes, Dunkerque y Dublín los barcos de la Real Armada reiniciaron las correrías por las costas inglesas, apresando o hundiendo todo lo que flotara, salvo que se declarara fiel al rey Carlos; en tal caso se les enviaba a Escocia para que se pusieran al servicio real. Si traicionaban la palabra dada y se les volvía a apresar, eran condenados felones y severamente castigados.
Al mismo tiempo, empezaron a llegar suministros a Aberdeen, que se había declarado favorable a Carlos II. Paradójicamente, en su mayoría eran armas capturadas en la guerra de Dunkerque, que habían sido modificadas con llaves de percusión y cuchillos de Breda. Estos mosquetes modificados eran más fiables con tiempo húmedo, y permitían cargar y disparaban algo más deprisa, pero necesitaban pistones fulminantes. Los que se fabricaban localmente eran inseguros (se hacían con pólvora negra muy fina) y no eran tan fiables como los españoles de fulminatos, de tal manera que se mantuvo la dependencia de las entregas españolas. También llegaron cañones, algunos españoles (piezas de avancarga retiradas y que se conservaban en los almacenes) y otros capturados en Dunkerque y Salé, que habían sido modificados para llevar llaves de percusión.
Con estas armas, más los hombres proporcionados por el clan McDonald y sus aliados, el rey pudo reconstruir su ejército. Aun así, no hubieran sido enemigo para Montagu, pero el reinicio de la guerra con España le obligó a volver a Londres para afirmar su poder, y tuvo que desplegar parte de sus fuerzas en la costa. Encomendó la persecución de los realistas a su subordinado John Lambert, que se movió lentamente y se detuvo al llegar a Glasgow, permitiendo que Carlos se afianzara en el norte de Escocia. El rey se hizo con el territorio al norte del Firth of Forth, incluyendo el estratégico castillo de Stirling, y con algunas regiones de las Lowlands. Posteriormente quiso tomar Edimburgo, pero el castillo resistió y el rey se vio obligado a asediarlo.
Existen dudas sobre los motivos de Lambert, que se estaba carteando con realistas del círculo del monarca. Sin embargo, las negociaciones, si las hubo, no llegaron a buen término, y el jefe parlamentario se decidió al saber que el castillo de Edimburgo corría peligro. En Harthill venció a una pequeña fuerza realista, pero se encontró con el ejército real en las afueras de Edimburgo y se vio obligado a retirarse tras una sangrienta pero indecisa batalla en Hillwood. Tras otro revés de Lambert en Blackburn, Montagu tuvo que volver al norte con fuerzas adicionales con las que logró consiguió relevar a la guarnición de Edimburgo. Sin embargo, fue detenido en Falkirk por una fuerza realista superior. A su vez, el ejército de Carlos II fue rechazado en Cumbernauld. Tras estos enfrentamientos, la línea entre ambas fuerzas quedó en Stirling, dividiendo Escocia en dos.
Al mismo tiempo, la costa inglesa seguía sometida los ataques españoles. La Armada ocupó las islas del Canal, sin que Francia se atreviera a intervenir, y renovó los bombardeos de los puertos, siendo especialmente destructivo el sufrido por Liverpool. Decenas de pueblos pesqueros fueron atacados; a las incursiones se unieron tropas irlandesas, y una expedición procedente de Dublín se hizo con la isla de Man, en el Mar de Irlanda.
La guerra prosiguió…
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Torres Canales, Miguel; Del Rey, Carlos. De la madera al acero: la Armada Española del Resurgir. Edaf. Narcelona, 1996.
Los primeros barcos de vapor
Previamente al tendido de la red ferroviaria, la navegación, bien marítima, bien por vías acuáticas interiores, había sido la única manera eficiente de desplazar cargas. Ya en la Antigüedad, cretenses y fenicios basaron su riqueza en el comercio marítimo y, para protegerlo, crearon las primeras marinas de guerra. Sin embargo, se enfrentaron con el problema que condicionaría la navegación durante tres milenios: propulsar los barcos. En los ríos podía aprovecharse la corriente y, para remontarlos, la fuerza animal, remolcando las embarcaciones desde tierra. Sin embargo, era imposible hacerlo en el mar, donde solo había dos alternativas: la fuerza del viento, o la humana.
Las primeras embarcaciones se movieron con el esfuerzo de los remeros. Los barcos a remo tenían ventajas que los hicieron pervivir hasta la Edad Moderna: no dependían de los caprichosos vientos, y conseguían alcanzar velocidades relativamente altas. Sin embargo, estaban condicionadas por tener que llevar gran número de remeros. Tenían que ser alargadas y por tanto frágiles, y resultaban poco marineros, tan vulnerables a los temporales, que su empleo se restringía a aguas calmadas con tiempos bonancibles. Era inviable emplearlos en mares de aguas agitadas o en los océanos. Además, al ser su capacidad pequeña y llevar tantos tripulantes (remeros), no podían permanecer en el mar más de unos días. En la práctica, la navegación a remo quedó restringida a las aguas costeras.
La navegación a vela no tenía tales limitaciones. Los barcos podían ser mayores, más marineros, y navegaban con casi cualquier tiempo a enormes distancias. Sin embargo, requerían complejos aparejos, dotaciones experimentadas, y aun así dependían de los variables vientos. A pesar de esos inconvenientes, al principio de la Edad Moderna las marinas de guerra empleaban casi exclusivamente veleros, y los almirantes tenían que adaptar sus tácticas a las características de estas embarcaciones, como demostró el marqués del Puerto en la batalla de las islas Frisias, cuando supo emplear su posición a barlovento para dividir y derrotar a la flota holandesa.
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Los remolcadores de Guarnizo
Las primeras máquinas de vapor resultaban poco eficientes, pero el decenio siguiente aparecieron las máquinas compuestas, con un cilindro de alta presión y otro de baja presión. En 1658 se botó en Guarnizo el Virgen del Mar, un diseño de Don Juan Sanz de Elorduy, con una máquina ideada por Don Domingo Ferrari. Parecía un paso atrás respecto al Bien Aparecida, por sus menores dimensiones y porque la máquina movía una única rueda en una engorrosa posición central. Sin embargo, dio un resultado excelente como remolcador, y fue capaz de remolcar barcazas por la ría de Santander a cuatro nudos incluso con vientos en contra. En los años siguientes se construyeron decenas de remolcadores de puerto que emplearon al Virgen del Mar como modelo. Habitualmente, el casco se construía in situ mientras que la maquinaria (que en los primeros modelos era de veinte caballos, pero que en los posteriores llegó a treinta y cinco) se llevaba desde Asturias.
Esos botes a vapor no eran capaces de remolcar nada mayor que barcazas en aguas calmas. Se necesitaba una embarcación más capaz, y en 1662 se botó el Virgen de la Asunción, primero de una larga serie de remolcadores que serían intensamente empleados en los puertos españoles. Desplazaba solo noventa toneladas y se propulsaba con una máquina compuesta de setenta caballos de vapor (modelos posteriores alcanzaron los ciento quince caballos) que movía dos ruedas de paletas. Alcanzaba los nueve nudos, a pesar de no estar concebido para la velocidad sino para auxiliar a los barcos de la época en la entrada y salida de los puertos con independencia de los vientos.
Estos primitivos remolcadores tenían importantes limitaciones. La autonomía era mínima (en buena parte por no disponer de condensadores), y la borda baja les impedía operar en mar abierto. Aun así, resultaron tan útiles que en los años siguientes se construyeron sesenta unidades que se emplearon en los principales puertos y bases navales. En algunos casos llegaron por sus propios medios, pero el Virgen de la Luz fue el primer vapor en naufragar cuando doblaba el Cabo Mayor de Santander, al sufrir un apagón de la lumbre a causa de las grandes olas. De ahí que se hiciera como con la serie anterior, que el casco se construyera en el lugar de destino, y allí se montara la máquina. Algunos fueron muy longevos: la vida del Candelaria se prolongó setenta años, durante las cuales la máquina fue sustituida dos veces y una el casco, de tal manera que, al final de su vida, solo la imagen de la Virgen era la original.
Los remolcadores de esta serie fueron también los primeros vapores de la Armada, que los empleó exclusivamente para servicio en puertos, y también los primeros en recibir armamento, ya que algunos fueron provistos de cañoncitos del cinco para actuar como guardacostas.
El desastre de la fragata Magdalena en Vivero, durante un temporal del norte, mostró la necesidad de buques de mejores características. El Villa de Noja de 1667 era un barco de mayor porte, de veintisiete metros de eslora y ciento treinta toneladas de desplazamiento. Llevaba una máquina doble de ciento sesenta caballos mejor protegida para evitar apagones como el que había condenado al Virgen del Mar. Como en el tipo anterior, la máquina movía dos ruedas de paletas. Los Noja eran más veloces y complementaron a los remolcadores más pequeños. También fueron empleados como guardacostas, armados con cañones de cinco centímetros.
Lo dicho, ha habido un salto de cinco años (así que a corregir los que lo tengan guardado). Los barcos que describo tuvieron sus paralelos en la vida real. El «Virgen del Mar» es realmente el Charlotte Dundas, el primer vapor viable económicamente. Los otros dos son diseños más avanzados, pero con maquinarias existentes en 1820.
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Nueva versión con fechas aun más retrasadas
Los precursores
Las limitaciones antecitadas animaron a los inventores a construir barcos cuya propulsión no dependiera de remeros o del viento. Las primeras propuestas se basaban en el esfuerzo animal, con artilugios parecidos a los molinos, movidos por caballos que dando vueltas hicieran girar ruedas de paletas. Estos proyectos no se concretaron, ya que era un sistema engorroso que necesitaba embarcaciones de grandes dimensiones, y no conseguía potencia suficiente para moverlas.
La otra opción era emplear el calor de la combustión. Ya en los primeros años de la Era Cristiana, Herón de Alejandría inventó la primera máquina térmica (o máquina de vapor), a la que llamó Eopilia: una fogata hacía hervir agua en un caldero, y el vapor salía por dos toberas, haciendo girar una esfera que podía unirse a un eje que moviera paletas. Sin embargo, la eopilia no pasó de una curiosidad, ya que era ineficiente y tenía potencia mínima. En el siglo XVI, el inventor español Blasco de Garay construyó una máquina de vapor que montó en la nao Trinidad. Aunque su máquina era más avanzada que la eopilia, y en las pruebas demostró poder mover una embarcación, su invento cayó en el olvido ante el desinterés real, la ineficiencia de la máquina y las limitaciones de la metalurgia de la época.
Fue en la primera mitad del siglo XVII, durante el Resurgir, cuando aparecieron las primeras máquinas prácticas de vapor, obra del famoso ingeniero Don Ignacio de Otamendi, marqués de Avilés. Las máquinas de Otamendi eran un gran avance respecto a las anteriores ya que su caldera cilíndrica permitía alcanzar presiones de vapor elevadas, el pistón aprovechaba mejor la presión del vapor, y el condensador disminuía el consumo de agua. Los primeros modelos, empleados en la minería, alcanzaron los veinte caballos de fuerza.
La primera aplicación a la navegación fue el vapor Real Felipe de 1659 (apodado «Felipino»), que fue construido en el Real Astillero de Guarnizo (actualmente llamado Astillero). El Felipino era una lancha de pruebas, con una máquina de un cilindro de baja presión de expansión simple, de doce caballos de vapor, y que movía dos ruedas de paletas. A pesar de su simpleza, alcanzó una velocidad de siete nudos. Con todo, era una unidad de borda muy baja y escasa estabilidad, cuya única utilidad fue demostrar la viabilidad del proyecto,
El Bien Aparecida de dos años después era una embarcación de características superiores. Con una eslora de treinta metros y un desplazamiento de noventa toneladas, llevaba una máquina de dos cilindros y veinte caballos, con la que conseguía navegar a ocho nudos. El Bien Aparecida se empleó como trasbordador en la ría de Santander, cubriendo el trayecto entre la ciudad y el astillero de Guarnizo. Como el Felipino, el Bien Aparecida utilizaban ruedas de paletas, y además disponía de aparejo en el que se podía montar un velamen auxiliar de fortuna, a causa de los frecuentes fallos de la maquinaria.
Los remolcadores de Guarnizo
Las primeras máquinas de vapor resultaban poco eficientes, pero el decenio siguiente aparecieron las máquinas compuestas, con un cilindro de alta presión y otro de baja presión. En 1663 se botó en Guarnizo el Virgen del Mar, un diseño de Don Juan Sanz de Elorduy, con una máquina ideada por Don Domingo Ferrari. Parecía un paso atrás respecto al Bien Aparecida, por sus menores dimensiones y porque la máquina movía una única rueda en una engorrosa posición central. Sin embargo, dio un resultado excelente como remolcador, y fue capaz de remolcar barcazas por la ría de Santander a cuatro nudos incluso con vientos en contra. En los años siguientes se construyeron decenas de remolcadores de puerto que emplearon al Virgen del Mar como modelo. Habitualmente, el casco se construía in situ mientras que la maquinaria (que en los primeros modelos era de veinte caballos, pero que en los posteriores llegó a treinta y cinco) se llevaba desde Asturias.
Esos botes a vapor no eran capaces de remolcar nada mayor que barcazas en aguas calmas. Se necesitaba una embarcación más capaz, y en 1667 se botó el Virgen de la Asunción, primero de una larga serie de remolcadores que serían intensamente empleados en los puertos españoles. Desplazaba solo noventa toneladas y se propulsaba con una máquina compuesta de setenta caballos de vapor (modelos posteriores alcanzaron los ciento quince caballos) que movía dos ruedas de paletas. Alcanzaba los nueve nudos, a pesar de no estar concebido para la velocidad sino para auxiliar a los barcos de la época en la entrada y salida de los puertos con independencia de los vientos.
Estos primitivos remolcadores tenían importantes limitaciones. La autonomía era mínima (en buena parte por no disponer de condensadores), y la borda baja les impedía operar en mar abierto. Aun así, resultaron tan útiles que en los años siguientes se construyeron sesenta unidades que se emplearon en los principales puertos y bases navales. En algunos casos llegaron por sus propios medios, pero el Virgen de la Luz fue el primer vapor en naufragar cuando doblaba el Cabo Mayor de Santander, al sufrir un apagón de la lumbre a causa de las grandes olas. De ahí que se hiciera como con la serie anterior, que el casco se construyera en el lugar de destino, y allí se montara la máquina. Algunos fueron muy longevos: la vida del Candelaria se prolongó setenta años, durante las cuales la máquina fue sustituida dos veces y una el casco, de tal manera que, al final de su vida, solo la imagen de la Virgen era la original.
Los remolcadores de esta serie fueron también los primeros vapores de la Armada, que los empleó exclusivamente para servicio en puertos, y también los primeros en recibir armamento, ya que algunos fueron provistos de cañoncitos del cinco para actuar como guardacostas.
El desastre de la fragata Magdalena en Vivero, durante un temporal del norte, mostró la necesidad de buques de mejores características. El Villa de Noja de 1674 era un barco de mayor porte, de veintisiete metros de eslora y ciento treinta toneladas de desplazamiento. Llevaba una máquina doble de ciento sesenta caballos mejor protegida para evitar apagones como el que había condenado al Virgen del Mar. Como en el tipo anterior, la máquina movía dos ruedas de paletas. Los Noja eran más veloces y complementaron a los remolcadores más pequeños. También fueron empleados como guardacostas, armados con cañones de cinco centímetros.
Los precursores
Las limitaciones antecitadas animaron a los inventores a construir barcos cuya propulsión no dependiera de remeros o del viento. Las primeras propuestas se basaban en el esfuerzo animal, con artilugios parecidos a los molinos, movidos por caballos que dando vueltas hicieran girar ruedas de paletas. Estos proyectos no se concretaron, ya que era un sistema engorroso que necesitaba embarcaciones de grandes dimensiones, y no conseguía potencia suficiente para moverlas.
La otra opción era emplear el calor de la combustión. Ya en los primeros años de la Era Cristiana, Herón de Alejandría inventó la primera máquina térmica (o máquina de vapor), a la que llamó Eopilia: una fogata hacía hervir agua en un caldero, y el vapor salía por dos toberas, haciendo girar una esfera que podía unirse a un eje que moviera paletas. Sin embargo, la eopilia no pasó de una curiosidad, ya que era ineficiente y tenía potencia mínima. En el siglo XVI, el inventor español Blasco de Garay construyó una máquina de vapor que montó en la nao Trinidad. Aunque su máquina era más avanzada que la eopilia, y en las pruebas demostró poder mover una embarcación, su invento cayó en el olvido ante el desinterés real, la ineficiencia de la máquina y las limitaciones de la metalurgia de la época.
Fue en la primera mitad del siglo XVII, durante el Resurgir, cuando aparecieron las primeras máquinas prácticas de vapor, obra del famoso ingeniero Don Ignacio de Otamendi, marqués de Avilés. Las máquinas de Otamendi eran un gran avance respecto a las anteriores ya que su caldera cilíndrica permitía alcanzar presiones de vapor elevadas, el pistón aprovechaba mejor la presión del vapor, y el condensador disminuía el consumo de agua. Los primeros modelos, empleados en la minería, alcanzaron los veinte caballos de fuerza.
La primera aplicación a la navegación fue el vapor Real Felipe de 1659 (apodado «Felipino»), que fue construido en el Real Astillero de Guarnizo (actualmente llamado Astillero). El Felipino era una lancha de pruebas, con una máquina de un cilindro de baja presión de expansión simple, de doce caballos de vapor, y que movía dos ruedas de paletas. A pesar de su simpleza, alcanzó una velocidad de siete nudos. Con todo, era una unidad de borda muy baja y escasa estabilidad, cuya única utilidad fue demostrar la viabilidad del proyecto,
El Bien Aparecida de dos años después era una embarcación de características superiores. Con una eslora de treinta metros y un desplazamiento de noventa toneladas, llevaba una máquina de dos cilindros y veinte caballos, con la que conseguía navegar a ocho nudos. El Bien Aparecida se empleó como trasbordador en la ría de Santander, cubriendo el trayecto entre la ciudad y el astillero de Guarnizo. Como el Felipino, el Bien Aparecida utilizaban ruedas de paletas, y además disponía de aparejo en el que se podía montar un velamen auxiliar de fortuna, a causa de los frecuentes fallos de la maquinaria.
Los remolcadores de Guarnizo
Las primeras máquinas de vapor resultaban poco eficientes, pero el decenio siguiente aparecieron las máquinas compuestas, con un cilindro de alta presión y otro de baja presión. En 1663 se botó en Guarnizo el Virgen del Mar, un diseño de Don Juan Sanz de Elorduy, con una máquina ideada por Don Domingo Ferrari. Parecía un paso atrás respecto al Bien Aparecida, por sus menores dimensiones y porque la máquina movía una única rueda en una engorrosa posición central. Sin embargo, dio un resultado excelente como remolcador, y fue capaz de remolcar barcazas por la ría de Santander a cuatro nudos incluso con vientos en contra. En los años siguientes se construyeron decenas de remolcadores de puerto que emplearon al Virgen del Mar como modelo. Habitualmente, el casco se construía in situ mientras que la maquinaria (que en los primeros modelos era de veinte caballos, pero que en los posteriores llegó a treinta y cinco) se llevaba desde Asturias.
Esos botes a vapor no eran capaces de remolcar nada mayor que barcazas en aguas calmas. Se necesitaba una embarcación más capaz, y en 1667 se botó el Virgen de la Asunción, primero de una larga serie de remolcadores que serían intensamente empleados en los puertos españoles. Desplazaba solo noventa toneladas y se propulsaba con una máquina compuesta de setenta caballos de vapor (modelos posteriores alcanzaron los ciento quince caballos) que movía dos ruedas de paletas. Alcanzaba los nueve nudos, a pesar de no estar concebido para la velocidad sino para auxiliar a los barcos de la época en la entrada y salida de los puertos con independencia de los vientos.
Estos primitivos remolcadores tenían importantes limitaciones. La autonomía era mínima (en buena parte por no disponer de condensadores), y la borda baja les impedía operar en mar abierto. Aun así, resultaron tan útiles que en los años siguientes se construyeron sesenta unidades que se emplearon en los principales puertos y bases navales. En algunos casos llegaron por sus propios medios, pero el Virgen de la Luz fue el primer vapor en naufragar cuando doblaba el Cabo Mayor de Santander, al sufrir un apagón de la lumbre a causa de las grandes olas. De ahí que se hiciera como con la serie anterior, que el casco se construyera en el lugar de destino, y allí se montara la máquina. Algunos fueron muy longevos: la vida del Candelaria se prolongó setenta años, durante las cuales la máquina fue sustituida dos veces y una el casco, de tal manera que, al final de su vida, solo la imagen de la Virgen era la original.
Los remolcadores de esta serie fueron también los primeros vapores de la Armada, que los empleó exclusivamente para servicio en puertos, y también los primeros en recibir armamento, ya que algunos fueron provistos de cañoncitos del cinco para actuar como guardacostas.
El desastre de la fragata Magdalena en Vivero, durante un temporal del norte, mostró la necesidad de buques de mejores características. El Villa de Noja de 1674 era un barco de mayor porte, de veintisiete metros de eslora y ciento treinta toneladas de desplazamiento. Llevaba una máquina doble de ciento sesenta caballos mejor protegida para evitar apagones como el que había condenado al Virgen del Mar. Como en el tipo anterior, la máquina movía dos ruedas de paletas. Los Noja eran más veloces y complementaron a los remolcadores más pequeños. También fueron empleados como guardacostas, armados con cañones de cinco centímetros.
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Un soldado de cuatro siglos
La entrega de hoy. Atención, la entrega anterior no es una repetición, sino que las fechas están modificadas.
La marina de guerra de vapor
La Armada, que había adquirido remolcadores del tipo Asunción para emplearlos en sus bases, se interesó por los Noja y su capacidad para operar en mar abierto, aunque adolecieran de autonomía. Se solicitó una serie adaptada a sus necesidades: el Felipe de Córdova de 1677 era un barco mayor con la misma propulsión que los Noja, pero con bodegas de mayor capacidad, mejor comportamiento en alta mar, e incorporando un condensador que hacía innecesario emplear agua marina, evitando así los depósitos de sal que obligaban a frecuentes inspecciones y limpiezas. El Córdova llevaba el nombre de un insigne marino de la Invencible, iniciando la tradición de la Armada de bautizar a sus buques auxiliares con el nombre de marinos caídos en combate. Las unidades de este tipo actuaron no solo como remolcadores de altura sino también como cañoneros, gracias a la respetable potencia de fuego que les daban sus dos cañones de pivote de diez centímetros. Pensando en su empleo en aguas lejanas, disponían de aparejo auxiliar de bergantín goleta.
La experiencia de los Córdova se aprovechó para fines más agresivos. Los cañoneros de la clase Machín de Munguía tenían un casco algo mayor y montaban un cañón de retrocarga en pivote de catorce centímetros y dos de diez; escudos de hierro protegían el armamento, la timonera y la máquina. A pesar de su armamento reducido, eran muy peligrosos por su capacidad de atacar a los buques de guerra por sectores no protegidos, como la popa. En caso preciso, también podían actuar como remolcadores.
Más peligrosos todavía fueron los marrajeros de la clase Francisco de Sarmiento. Empleaban el casco de los Munguía aunque solo montaban dos cañones de diez centímetros, ya que su arma principal era un marrajo de botalón (de pértiga). También disponían de alguna protección blindada, y gracias a su velocidad de doce nudos eran capaces de atacar en mar abierto. El Juan Vizcaíno, comandado por el capitán Juan Pallejá, paso a la historia cuando hundió el galeón inglés Royal Katherine de ochenta y cuatro cañones, el primer buque hundido por uno de vapor.
Los remolcadores de la clase Córdova, los cañoneros Munguía y los marrajeros Sarmiento demostraron su eficacia durante la guerra a los piratas. Primero fue el remolcador Pedro de Mendoza, que socorrió a la asediada guarnición de Portland. Después, el papel de la división de vapor en la gran victoria del Támesis demostró que la aplicación del vapor daba paso a una nueva era en la navegación y en la guerra naval.
La experiencia de la batalla llevó a la conversión de la Armada al vapor. Ya que remolcadores, cañoneros y marrajeros seguían siendo unidades ligeras, se ordenó la construcción de la fragata Prueba, que además del aparejo de velas debía llevar una máquina de doscientos cincuenta caballos y una hélice de pozo. Además, en el astillero de Guarnizo, y por iniciativa privada, se estaba convirtiendo un rasador en construcción en cañonero. El posteriormente bautizado Almirante Vergara participó en la guerra de la Santa Alianza y…
La marina de guerra de vapor
La Armada, que había adquirido remolcadores del tipo Asunción para emplearlos en sus bases, se interesó por los Noja y su capacidad para operar en mar abierto, aunque adolecieran de autonomía. Se solicitó una serie adaptada a sus necesidades: el Felipe de Córdova de 1677 era un barco mayor con la misma propulsión que los Noja, pero con bodegas de mayor capacidad, mejor comportamiento en alta mar, e incorporando un condensador que hacía innecesario emplear agua marina, evitando así los depósitos de sal que obligaban a frecuentes inspecciones y limpiezas. El Córdova llevaba el nombre de un insigne marino de la Invencible, iniciando la tradición de la Armada de bautizar a sus buques auxiliares con el nombre de marinos caídos en combate. Las unidades de este tipo actuaron no solo como remolcadores de altura sino también como cañoneros, gracias a la respetable potencia de fuego que les daban sus dos cañones de pivote de diez centímetros. Pensando en su empleo en aguas lejanas, disponían de aparejo auxiliar de bergantín goleta.
La experiencia de los Córdova se aprovechó para fines más agresivos. Los cañoneros de la clase Machín de Munguía tenían un casco algo mayor y montaban un cañón de retrocarga en pivote de catorce centímetros y dos de diez; escudos de hierro protegían el armamento, la timonera y la máquina. A pesar de su armamento reducido, eran muy peligrosos por su capacidad de atacar a los buques de guerra por sectores no protegidos, como la popa. En caso preciso, también podían actuar como remolcadores.
Más peligrosos todavía fueron los marrajeros de la clase Francisco de Sarmiento. Empleaban el casco de los Munguía aunque solo montaban dos cañones de diez centímetros, ya que su arma principal era un marrajo de botalón (de pértiga). También disponían de alguna protección blindada, y gracias a su velocidad de doce nudos eran capaces de atacar en mar abierto. El Juan Vizcaíno, comandado por el capitán Juan Pallejá, paso a la historia cuando hundió el galeón inglés Royal Katherine de ochenta y cuatro cañones, el primer buque hundido por uno de vapor.
Los remolcadores de la clase Córdova, los cañoneros Munguía y los marrajeros Sarmiento demostraron su eficacia durante la guerra a los piratas. Primero fue el remolcador Pedro de Mendoza, que socorrió a la asediada guarnición de Portland. Después, el papel de la división de vapor en la gran victoria del Támesis demostró que la aplicación del vapor daba paso a una nueva era en la navegación y en la guerra naval.
La experiencia de la batalla llevó a la conversión de la Armada al vapor. Ya que remolcadores, cañoneros y marrajeros seguían siendo unidades ligeras, se ordenó la construcción de la fragata Prueba, que además del aparejo de velas debía llevar una máquina de doscientos cincuenta caballos y una hélice de pozo. Además, en el astillero de Guarnizo, y por iniciativa privada, se estaba convirtiendo un rasador en construcción en cañonero. El posteriormente bautizado Almirante Vergara participó en la guerra de la Santa Alianza y…
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Un soldado de cuatro siglos
La gran expedición al norte:
La gran expedición al norte fue la primera de las expediciones que se organizaron en la segunda mitad del siglo XVII. estas expediciones fueron diferentes a las llevadas a cabo una centuria antes, diferenciándose en que estas expediciones contaban en sus filas con naturalistas dibujantes cartógrafos geólogos así como toda persona que se considerase útil en la organización de dicha expedición.
La gran expedición fue organizada apenas un lustro después de la del asentamiento en las ciudades del plan escudo. Para ello
se armaron cuatro buques en la ciudad de Coruña. los buques eran la galga la Santa Clara el San José y el San Lorenzo.
La expedición fue organizada por la corona con ayuda de la compañía del Carmen para la dirección de la expedición se eligió a Bernardo Pérez persona con gran experiencia en el mar y ambientes inexplorados pues había acompañado al marqués del puerto en su primer viaje a Siberia.
Se organizó por fases la primera fase consistía en la llegada a Norteamérica, concretamente a la antigua Nueva Amsterdam que serviría de base de operaciones. Desde allí los buques se dedicarían a cartografiar las costas y hacer estudios de todo tipo y el personal desembarcado en tierra se dedicó a realizar una expedición hacia el interior del continente desde la ciudad.
La gran expedición al norte fue la primera de las expediciones que se organizaron en la segunda mitad del siglo XVII. estas expediciones fueron diferentes a las llevadas a cabo una centuria antes, diferenciándose en que estas expediciones contaban en sus filas con naturalistas dibujantes cartógrafos geólogos así como toda persona que se considerase útil en la organización de dicha expedición.
La gran expedición fue organizada apenas un lustro después de la del asentamiento en las ciudades del plan escudo. Para ello
se armaron cuatro buques en la ciudad de Coruña. los buques eran la galga la Santa Clara el San José y el San Lorenzo.
La expedición fue organizada por la corona con ayuda de la compañía del Carmen para la dirección de la expedición se eligió a Bernardo Pérez persona con gran experiencia en el mar y ambientes inexplorados pues había acompañado al marqués del puerto en su primer viaje a Siberia.
Se organizó por fases la primera fase consistía en la llegada a Norteamérica, concretamente a la antigua Nueva Amsterdam que serviría de base de operaciones. Desde allí los buques se dedicarían a cartografiar las costas y hacer estudios de todo tipo y el personal desembarcado en tierra se dedicó a realizar una expedición hacia el interior del continente desde la ciudad.
Última edición por ventura el 01 Nov 2022, 21:35, editado 1 vez en total.
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Un soldado de cuatro siglos
Segunda parte: la Santa Alianza
De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.
El Resurgir
«El Resurgir» fue como se llamó a parte del reinado de Felipe IV de España «El Grande», y se caracterizó por la aceleración del desarrollo científico, técnico, económico y militar, de tal manera que el Imperio Español pudo recuperar la posición de preeminencia mundial que había empezado a perder en los últimos años de Felipe II.
No existe consenso entre los diferentes autores respecto al periodo y sus límites de tiempo, ya que se entrelaza con la Revolución Industrial a la que precedió por pocos años. Hay autores que prefieren reservar el término para todo el reinado de Felipe IV, mientras que otros establecen su inicio con la fundación de la Compañía del Carmen en 1622, la del Banco de San Vicente Ferrer en 1630; con todo, la mayoría de los estudiosos prefieren considerar que se inició con la conquista de Egipto de 1638. Hay más acuerdo con el final. Aunque algunos prefieren 1684, con el final de la guerra de la Santa Alianza, los más lo establecen en 1685, con la muerte del rey emperador y el inicio de la crisis sucesoria.
Este periodo ha sido llamado así porque se produjo un resurgimiento de la primacía hispana. En el siglo anterior, durante los reinados del emperador Carlos V y de su sucesor el rey Felipe II, la superioridad española era incontestada. Durante esos años, los ejércitos españoles se impusieron sistemáticamente a sus enemigos, tanto europeos como otomanos o amerindios. Batallas como las de Otumba (1520), Pavía (1525), San Quintín (1557), Lepanto (1571) o Terceira (1582) hicieron pensar a los coetáneos que España estaba destinada al dominio mundial. Sin embargo, en los últimos años de Felipe II hubo síntomas preocupantes. La rebelión de Flandes de 1568 se convirtió en un cáncer que consumía los recursos de la monarquía, y el desastre de la Empresa de Inglaterra (1588) permitió que la herética reina inglesa siguiera atacando al poder español. Por otra parte, el final de las guerras de religión en Francia con la entronización de Enrique IV (1572) permitió que el enemigo consuetudinario recuperase fuerzas.
La desaparición de los principales actores de estos conflictos, con las muertes de Felipe II de España (1598), Isabel I de Inglaterra (1603) y Enrique IV de Francia (1610), permitió que en Europa se estableciera una frágil paz, más por agotamiento que por interés de los contendientes. Las hostilidades se reiniciaron al poco: en Alemania, tras la Defenestración de Praga (1618), que marcó el inicio de la Gran Guerra. En Flandes, por el final de la Tregua de los Doce Años entre España y los rebeldes flamencos (1622). En este nuevo conflicto, las armas españolas lograron grandes éxitos, destacando la toma de Breda a los flamencos (1625) o la batalla de La Capilla (1635), amén de la conquista de Egipto a los otomanos (1638). Sin embargo, se lograron a costa de unos recursos que España no tenía y que llevaron a la bancarrota de 1627, revelando la debilidad del sistema financiero español.
La crisis comenzó cuando en 1638 Francia se unió al bando protestante y a los rebeldes holandeses. Las fuerzas españolas aun consiguieron algunos éxitos, pero en 1640 se produjo el desastre, al producirse los levantamientos de Cataluña y de Portugal. Aunque fueron abortadas las rebeliones de Andalucía, Aragón y Nápoles, tanto Portugal como Cataluña consiguieron rechazar a los ejércitos españoles que trataban de recuperarlas. En 1642 los reveses se repitieron: Bolduque fue conquistada por los rebeldes holandeses, y un ejército imperial fue derrotado por los suecos en Breitenfeld. Atacada en todos los frentes, parecía que la monarquía hispana hacía aguas y que podía hundirse en cualquier momento.
Sin embargo, igual que la rebelión holandesa fue la primera grieta en el imperio de Felipe II, en 1642 había claros signos de mejoría: lo que sería el Resurgir Español. En varios puntos de la Península (en Santander de la mano del ingeniero Don Ignacio de Otamendi, en Madrid por el cirujano Don Francisco de Lima, pero sobre todo en Valencia, por obra de Don Pedro Llopís, Marqués del Puerto) se estaban produciendo avances científicos, técnicos y militares a un ritmo que no pudieron seguir los enemigos de la Monarquía.
Enumerarlos sería prolijo, pero entre los principales se han señalado los económicos, como la fundación de la Compañía del Carmen (1622) y del Banco de San Vicente Ferrer (1630), o la inauguración del Alto Horno de Sagunto (1627), que suele marcar el comienzo de la Revolución Industrial. Entre los militares, la organización de la Armada del Reino de Valencia (1627) y las tácticas militares empleadas en la batalla de la Capilla (1635). De los avances sanitarios y sociales podrían destacarse el descubrimiento de la anestesia y el desarrollo de nuevas prácticas médicas y quirúrgicas (1623), la inmunización antivariólica (1628), y el desarrollo de nuevas técnicas agrícolas con la introducción de cultivos americanos. Finalmente, entre los científicos, destacan la predicción de la erupción del Vesubio (1631) y la formulación de la Teoría de la Gravedad (1633). El resultado de esos cambios tardó en ponerse de manifiesto, y no pudieron impedir la crisis de la monarquía de 1640. Sin embargo, sus efectos fueron profundos.
Los cambios económicos convirtieron en próspero un sistema crónicamente deficitario. Hasta entonces se mantenían las estructuras económicas «antiguas» en las que todo estaba prohibido, salvo lo expresamente permitido. La estructura gremial de la industria cortaba la innovación, y las aduanas internas impedían la especialización. La Corona se financiaba por un complejo sistema impositivo en el que destacaban los impuestos a la exportación de la lana, que tenían un efecto deletéreo, ya que se primaba a la ganadería sobre la agricultura; tal preferencia favorecía la desertización y limitaba la producción de alimentos. La fuente principal de fondos estaba en los metales preciosos americanos; aun así, las necesidades imprevistas obligaban a la Corona a endeudarse, y la plata americana no bastaba ni para pagar los intereses.
Durante el Resurgir, el ineficaz sistema cambió por completo. Con el impulso de Don Pedro Llopís, en Valencia se empezaron a fabricar ropas de lujo, espejos superiores a los venecianos, y herramientas metálicas que se exportaron a toda Europa, incluyendo las naciones enemigas (actuando como intermediarias las repúblicas italianas, supuestamente neutrales). Por otra parte, el dominio del mar (logrado en batallas como la de Cádiz de 1625, o de Matanzas de 1628), junto a la conquista de Egipto, hizo que el comercio de las especias pasara a manos españolas. El resultado fue que a España empezaron a volver los metales preciosos, a cambio de artículos de lujo y de especias. La creación del Banco de San Vicente Ferrer, por otra parte, permitió que el Reino de Valencia se hiciera cargo de las deudas de la Monarquía.
El proceso se aceleró con el despegar de la industria siderúrgica. En 1627 empezó a funcionar el primer alto horno en Sagunto, y en 1642 se empezó a utilizar el carbón cocido (coque) en la obtención de hierro. La producción se incrementó rápidamente, y en 1650 la industria siderúrgica de Sagunto estaba produciendo tanto hierro como toda Francia. Algo después empezaron a funcionar las instalaciones asturianas, todavía más capaces, con una planta de crisoles que proporcionaba más acero en un año que las fundiciones de Inglaterra y Francia en diez.
La disponibilidad de metal en grandes cantidades aceleró todavía más el desarrollo industrial. Los utensilios de labranza, las cocinas y las estufas valencianas se estaban vendiendo por toda Europa, y con los beneficios las industrias crecieron, revolucionando otros campos. Por ejemplo, los nuevos hilares y telares, que en una década multiplicaron por veinte la producción textil. La demanda de lana hizo que la castellana ya no se exportara; como consecuencia la Mesta (asociación de ganaderos castellanos) perdió poder, y la falta de materia prima llevó a la crisis de las industrias textiles inglesa y flamenca. Todo ello, sin que las rentas de la Corona se afectaran, ya que las obtenidas con las nuevas industrias eran varias veces más que las que antes proporcionaba la exportación de lanas.
El efecto de estas innovaciones puede apreciarse por el incremento del Producto Interior Bruto (PIB). Aun no habiendo estadísticas fiables, se considera que el PIB valenciano se decuplicó entre 1630 y 1660, y que se triplicó el de otros estados de la Monarquía; eso, en una fase en que otras naciones sufrieron un declive a causa de la guerra, las epidemias y las malas cosechas. Por primera vez en decenios, la Hacienda española pasó de la deuda crónica al superávit.
Paralelamente se produjo un importante crecimiento de la población. Mientras que en el decenio 1630 – 1640 se estancó la de las naciones europeas o incluso declinó (a causa de la guerra, de las plagas y del periodo frío conocido como «Pequeña Edad del Hielo»), la del Reino de Valencia creció en un 30%, y en otros estados españoles el incremento estuvo entre el 10 y el 20%. La población aumentó a un ritmo aun mayor, hasta tal punto que mientras que según el censo de 1630 la población peninsular era de seis millones novecientos mil habitantes, la de 1675 (según el censo de ese año, considerado más fiable que el de 1630) era de once millones ciento veinte mil; debe tenerse en cuenta la llegada de inmigrantes como, por ejemplo, los cautivos liberados, pero también la salida de emigrantes hacia las Indias; los archivos recogen la salida de un millón doscientos cincuenta mil, en su mayoría a partir de 1660.
Fueron varias las causas del aumento. Entre las sanitarias, se ha prestado gran atención a la anestesia y a las técnicas quirúrgicas, pero tuvo mayor efecto la lucha contra las enfermedades infecciosas. Se considera que la inmunización antivariólica, el control de los brotes de peste y la mejora de la calidad de las aguas de bebida fueron responsables de dos quintos del incremento de la población. El resto se debió a la introducción de técnicas de cultivo más eficaces, incluyendo el empleo de fertilizantes importados, y a la sustitución de cultivos poco productivos por los americanos, de tal manera que a partir de 1630 en la Península no se produjeron las hambrunas que siguieron afligiendo a Europa durante siglo y medio. La mejoría de la nutrición se tradujo en la disminución de la mortalidad infantil, y en el incremento de la talla: la de los reclutas de 1700 era, como media, diez centímetros mayor que la talla de los de 1650.
El aumento de la población fue tal que, a pesar de las mejoras agrícolas, fue preciso promover la emigración a gran escala. El flujo de emigrantes (ya no solo de castellanos, sino también de otros estados hispánicos) permitió ocupar enclaves estratégicos, como los puertos de la costa norteamericana, el Cabo de Buena Esperanza o las islas del Índico. También se pudieron poblar amplios territorios de las Indias Occidentales, evitando el asentamiento de otras potencias europeas. Como consecuencia, la cultura hispánica se extendió por medio mundo.
Finalmente, las mejoras económicas, tecnológicas y sociales se acompañaron de nuevas técnicas militares. En parte, gracias a la introducción de armas que eran producto de las nuevas tecnologías, como los navíos de dos y tres puentes, los cañones de bronce comprimido, o los fusiles Entrerríos. También, por la introducción de nuevas tácticas. Un ejemplo fue la batalla de la Capilla de 1635, donde los españoles abandonaron la clásica formación en cuadros para adoptar las líneas de fusileros, cuyo fuego derrotó a los hasta entonces imparables suecos. Lo mismo ocurrió en enfrentamientos navales: en la batalla naval de Frisia de 1642, la flota española dirigida por el Marqués del Puerto supo emplear el viento y el poder de su artillería para dividir y vencer a la flota holandesa.
La pérdida de Bolduque en 1642 fue el último revés español. A partir de entonces las victorias españolas acabaron con el estancamiento de la Gran Guerra. En tres años se reconquistaron Cataluña y Portugal, y los rebeldes flamencos se vieron obligados a aceptar los términos de Munster. Después, los ejércitos españoles se centraron en Francia, que tuvo que claudicar tras perder grandes territorios. Finalmente, las Paces de Utrech (1647), de Nancy (1648) y de Dublín (1649) pusieron fin a la Gran Guerra, el primer conflicto global.
Los coetáneos quedaron admirados de como España pudo pasar de estar al borde de la derrota en 1642, a conseguir una victoria que parecía imposible. Las campañas del Marqués del Puerto lograron acabar en tres años con una rebelión que duraba tres cuartos de siglo. Tal cambio resultó tan asombroso que llevó a que se acuñara el término de «El Resurgir» para describirlo.
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