Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Para un lego como el capitán Gorriti, la Santa Florentina podía parecer un barco como cualquier otro, solo que un poco más grande. Pues era vascongado del interior, y del mar apenas sabía que era salado. De haber pertenecido a esas familias de navegantes vizcaínos, hubiera sabido ver las diferencias.

La Armada había crecido desde la época del Marqués del Puerto. Conservaba sus navíos de dos y tres puentes, pero pasaban casi toda su vida en los muelles de desarmo, ya que necesitaban una dotación excesiva, y solo los más modernos podían embarcar los nuevos cañones. Los más antiguos quedaron relegados, y para las operaciones se preferían las fragatas, tanto las ligeras como las pesadas.

Algunos de esos navíos habían encontrado una nueva vida como transportes militares. Desprovistos de su artillería, las amplias cubiertas eran ideales para llevar soldados al confín del mundo. No era de menor importancia que estuvieran pensados para grandes dotaciones, y que tuvieran las cocinas, beques y demás miserias imprescindibles para meter mucha gente a bordo. Fueron bastantes los navíos de dos puentes que, en lugar de ser vendidos a la Compañía del Carmen, o rebajados y convertidos en fragatas pesadas, acabaron como humildes transportes, cuando no en barcos hospital o cuarteles flotantes.

Con todo, la Armada no podía desprenderse de sus navíos de tres puentes. No tenía muchos, y de vez en cuando había almirantes que los escogían como buques insignias, papel que bien les venía por su capacidad. Aparte que, si se los preservaba, era para que franchutes, busieros y otras naciones de mal vivir creyesen que poniendo muchos cañones en un barco podrían disputar el dominio de los mares. Estaba por ver si lo seguirían haciendo tras el desastre inglés del Támesis, pero mientras tanto habían pasado decenios construyendo carísimos barcos que no valían para nada. Por ahora, los navíos de tres puentes seguían en los muelles, y solo de vez en cuando hacían un crucero para lucir la bandera, pero se estaban haciendo planes para aprovechar sus excelentes cascos, rebajándoles una cubierta, instalando artillería moderna, y dotándolos de propulsión de vapor. Se esperaba que esos grandes navíos conocieran una nueva vida.

A pesar de los barcos de dos cubiertas reclutados, la Armada necesitaba más transportes. Un problema, porque también precisaba fragatas y corbetas, jabeques, lanchas guardacostas y, ahora, todo tipo de barcos de vapor. Problema que la Armada había trasladado a los constructores para beneficio de sus negocios y perjuicio de su tranquilidad. Aunque los astilleros habían proliferado cual mala hierba, no era tan fácil conseguir material. Los bosques hispanos no daban más de sí, y menos desde que los modernistas habían conseguido del rey normas para protegerlos. Salían troncos de buenas maderas, pero no en las cantidades necesarias. Las había en América, desde luego, y en La Habana se curaban miles y miles de maderos, no pocos destinados a la Península. También llegaban desde los bosques del Báltico, donde hasta los suecos se humillaban ante el oro español. Aun así, la madera tenía sus limitaciones, y la Santa Florentina había nacido para burlarlas. De los bosques seguían procediendo los maderos de la quilla, la tablazón, y los palos para mástiles y vergas; pero la estructura era de hierro de las siderurgias asturianas, que obviaba el tener que buscar o cultivar árboles de formas torturadas para las piezas más complejas.

La Santa Florentina también estaba ideada para remediar otra carencia de la Armada: tantos barcos necesitaban muchísimos marineros. Podían conseguirse, pero a costa de desproveer a la flota mercante, medida que era pan para hoy y hambre para mañana, pues la mercante no solo era escuela de marinos, sino también la sangre del Imperio. De ahí que la Santa Florentina apenas necesitase la mitad de dotación que sus predecesoras, al emplear molinetes y cabestrantes para las maniobras de cuerda que antes necesitaban el esfuerzo de decenas de grumetes.

Cables y cabos también eran innovadores. Tanto en el sur de la Península como en el norte de África se cultivaba cáñamo en las malas tierras que habían dejado libres los nuevos cultivos. No bastaba, y de Oriente llegaban miles de kilómetros de cáñamo de Manila, que se había convertido en el principal cultivo del lejano archipiélago. También se sembraba en las Indias Occidentales, pero su abundancia y cualidades no compensaban el inconveniente del larguísimo viaje que disparaba los precios. Así que en la Santa Florentina también se empleaba cable de acero que sustituía al cáñamo en obenques, estayes y brandales.

La Santa Florentina era producto de la industria cada vez más compleja que estaba surgiendo en la España del Resurgir. Las maderas tropicales o el cáñamo de Manila no eran novedad; sí, las cantidades que cruzaban el océano, llenando las bodegas de los barcos que en su viaje de ida llevaban carbón, metal, productos manufacturados, armas y colonos. El hierro y el acero provenían de la industria siderúrgica, que seguía avanzando a pasos de gigante. Solo en Asturias ya había altos hornos en Langreo, en Gijón y en Avilés: además la mejora de las técnicas metalúrgicas había permitido abandonar el proceso de crisol y el de pudelado, ya que el metal fundido pasaba bien a hornos de solera, bien a convertidores con un proceso mejorado que lo transformaban en diversas calidades de hierro y de acero. Procesos necesarios, ya que el metal tenía cada vez más aplicaciones. En Langreo, sobre el Nalón, hacía ya siete años que se había inaugurado el primer puente de hierro. Al ferrocarril de Sagunto se le iban a unir el de Avilés a Gijón en Asturias, el de la margen izquierda del Nervión en Vizcaya, el de Sulcis en Cerdeña, y el del Dairén en Panamá. Incluso se había empezado a trabajar en la línea entre Valencia y Madrid: por cada kilómetro en funcionamiento, se trabajaba en cinco más. La construcción naval se había transformado, y los buques de mayores dimensiones eran de construcción mixta, con estructura de metal y forro de madera. El Imperio Español estaba entrando en la Edad del Acero.



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—¡Compañía! ¡A formar!

A la voz del sargento, los ciento sesenta hombres de la segunda compañía del tercer batallón del Rocroi se alinearon en la cubierta del Santa Florentina. A pesar del tiempo bonancible, más de una tez tenía color grisáceo —empezando por la del suboficial— y había huecos en las filas. Pero la mayoría de los soldados se sobrepusieron al mal de mar y formaron para la revista. Inspeccionó los soldados el capitán Gorriti, aunque tampoco estaba en su mejor momento, no solo por el vaivén, sino por las libaciones de la noche anterior durante la cena con el comandante del transporte. Así que hizo la revisión con indulgencia, que un atestado barco no es lugar para tiquismiquis.

Los soldados lucían el uniforme caqui que el ejército destinaba para Europa. Su color entre verde y marrón les ayudaba a pasar desapercibidos, pues la incrementada potencia de fuego no hacía recomendables las líneas engalanadas. Era cuestión de tiempo que el enemigo tuviera fusiles medianamente eficaces, y no convenía parecer dianas de feria. Sin embargo, el aspecto anodino no quitaba un ápice a la calidad de las ropas. Al ser el uniforme de verano, estaba hecho de paño de algodón cultivado en Egipto o en Andalucía, que había pasado por las tejedurías valencianas. Era fuerte, estaba bien cosido, y los tintes alquímicos gijoneses no perdían con el uso o los lavados. El chambergo de fieltro estaba adornado con el escudo real y una cinta blanca, distintiva del Rocroi. El correaje de cuero y algodón prensado incluía herrajes para las armas, cartuchera y pistolera. Las botas, de cuero y suela de elástica, estaban protegidas con fuertes polainas.

En las bodegas del Santa Florentina estaba el equipo adicional: otro par de botas, uniforme de invierno de lana, chaquetón forrado, bufanda y guantes para el frío, capote de lona impermeabilizada con elástica, manta y abrigados calcetines de lana. Más mochilas de cuero y lona, cantimploras, tiendas de campaña botiquines y herramientas variadas.

Ni Gorriti ni los soldados se daban cuenta, pero esos equipos que consideraban normales, en otros ejércitos eran privilegio. En esos, los soldados llevaban las prendas que podían conseguir por su cuenta, a veces con caras puntillas, pero las más reducidas a andrajos. En vez de capotes de elástica, tenían que conformarse con arpillera impregnada de maloliente sebo. Siempre andaban a la búsqueda de calzado, tan mal confeccionado que además de destrozar los pies se deshacía tras pocas semanas de uso, siendo habitual que tuvieran que conformarse con unas vendas, hiciera el tiempo que hiciera. Las cargas se llevaban en hatillos y, para beber, debían aprovechar cualquier charco pútrido.

Los hombres de Gorriti disfrutaban de unos equipos que solo eran posibles gracias a las industrias. En el tiempo que un zapatero cortaba el cuero de un par de botas, las máquinas lo hacían para veinte, y las puntadas que daban no envidiaban las mejores hechas a mano. Las telas de los telares industriales eran más firmes y resistentes que las tejidas a mano. Para ojos extranjeros, el ejército español era de ricoshombres.



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En la cubierta de batería habían estibado los seis cañones de acompañamiento del batallón. Bonitas piezas de retrocarga del ocho, con su sistema de amortiguación que les permitía disparar casi tan de prisa como los fusiles. Esos cañones daban mordiente al batallón, aunque no se pudieran comparar con los de campaña del diez, y mucho menos con los grandes cañones, obuses y morteros de asedio. Artilugios propios de pisahormigas y no de la veloz caballería.

El procedimiento mejorado de los convertidores siderúrgicos estaba proporcionando el acero especial necesario para los tubos. Los más pequeños, o los de obuses y morteros, se hacían de acero homogéneo; pero la marina demandaba cañones de gran potencia que resultarían demasiado pesados. Afortunadamente, el ingeniero Semovilla había desarrollado un sistema que arrollaba un cable de acero al rojo al tubo, de tal manera que al enfriarse lo comprimía y lo hacía más resistente; unos sunchos de acero proporcionaban todavía más fuerza. De las factorías hispanas ya solo salían piezas de retrocarga; las primeras habían sido de medio tornillo y anillo obturador, para pasar poco después a las de obturador de «champiñón» con material plástico. Aunque no fuera artillero, el capitán había oído hablar del nuevo sistema González Hontoria de cierre de cuña, más seguro y de recarga más rápida.

Gorriti bajó a inspeccionar la munición, precaución que no estaba de más. Sus Trubia del ocho empleaban munición engarzada; la había explosiva, con una espoleta de percusión simple pero efectiva: un percutor protegido por una cápsula de metal blando. Se complementaban con las mortales granadas de metralla; los primeros modelos tenían una mecha en espiral con una cubierta de plomo, que el artillero perforaba antes del disparo. Como con munición engarzada la base del proyectil no estaba expuesta, el nuevo modelo tenía una mecha interna que se activaba con el disparo, y rotando la espoleta se podía seleccionar la distancia; tenía la ventaja de poder almacenarse por separado.

El capitán había visto una demostración de los cañones en el campo de tiro de los Montes del Cierzo. Los turcos casi le daban pena. Casi.

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https://www.deviantart.com/yqueleden/ar ... -927240251

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Cañón Trubia de 8 cm modelo 1676

Los cañones Trubia de campaña de 10 cm fueron los reyes de las batallas de la segunda mitad del siglo XVII, combinando potencia de fuego con cadencia de tiro; aun así, resultaban demasiado pesados para algunas misiones. Por ello, paralelamente al cañón C100M75 se desarrolló el C80M76, que era prácticamente igual. Compartían buena parte de los mecanismos, especialmente el mecanismo de freno y de recuperación, compuesto de un conjunto de muelles y de bloques de castilla elástica que amortiguaban el retroceso y devolvían el tubo a su posición. El sistema, el primero de este tipo práctico, estaba lejos de ser perfecto, y era habitual que los artilleros tuvieran que devolver a su posición correcta al tubo mediante unas llamativas orejeras. A pesar de ello, la menor potencia del C80M76 hacía que funcionara mejor que en su hermano mayor C100M75, y si la cureña estaba bien anclada, la pieza apenas se desplazaba permitiéndole una cadencia de tiro muy alta, hasta seis disparos por minuto, mientras que los cañones de acompañamiento de tipo sueco apenas disparaban una vez cada dos o tres minutos.

La principal diferencia del C80M76 respecto al C100M75 estaba en el tubo que era de menor calibre, más corto y, por tanto, más ligero. Estaba hecho de acero con un zuncho de refuerzo, y llevaba un anillo de cierre de medio tornillo con anillo obturador Solís. Disparaba proyectiles engarzados con una carga menor, que limitaba el alcance a dos mil metros, que podía ampliarse cavando un poco para la cola de la cureña. La pieza podía ser movido por un tiro de cuatro caballos o mulos (lo habitual en las unidades de infantería).

El C80M76 fue distribuido primero a la artillería montada, y posteriormente a los batallones de infantería, que recibieron cuatro cañones que sirvieron como arma de acompañamiento. El modelo C80M76/2 podía dividirse en seis cargas que se podían llevar a lomo.

El cañón tuvo su debut en los combates de Devin y de Neustadt. Durante la guerra de la Santa Alianza fue ampliamente utilizado como arma de acompañamiento. También se desarrolló una versión de empleo naval destinada a cañoneros, que también se empleó como armamento secundario de buques de guerra mayores.



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Fusil de retrocarga Mieres modelo 1678

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El fusil Otamendi supuso un enorme avance respecto a los arcabuces y mosquetes, pero el sistema de obturación por bloque deslizante no se adaptaba bien a la pólvora rayo, y la unión entre el guardamanos y la caja era un punto débil cuando se empleaba el cuchillo de Breda.

El Mieres modelo 78 sustituía el bloque deslizante por un cerrojo corto, una versión a menor escala del empleado en el fusil pesado Mieres 66. El nuevo sistema era más eficaz y ligero, y admitía el potente cartucho 8L51 (en lugar el 8L40 del Otamendi) con proyectil aerodinámico de gran eficacia.

El mosquetón Mieres 78 fue una versión acortada para la caballería y para soldados de servicios, más ligera aunque menos precisa. Paradójicamente, solía emplearse con espada breda sustituyendo a las lanzas, mientras que con el fusil se empleaba un cuchillo de Breda más pequeño, ya que los asaltos al arma blanca eran infrecuentes.

Tras su aparición, los Mieres 78 fueron reservados para las unidades europeas, destinando la producción de los Otamendi a Ultramar. A partir de 1695 fueron sustituidos por los fusiles de repetición Mieres modelo 93. Algunos Mieres 78 fueron modificados con un cargador tubular, pero la conversión resultó cara y propensa a fallos. Los fusiles no modificados que quedaban fueron entregados a las milicias o vendidos a los aliados.



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Una compañía de caballería no era nada sin los caballos, y era labor de los soldados cuidarlos: para mantenerlos sanos varias veces al día había que proporcionarles el agua y el forraje de paja y grano, limpiar el estiércol y cambiar la cama, almohazar la bestia... Pues los equinos son animales delicados que pueden morirse de un atracón. Eran valiosos: aunque la cabaña equina se hubiera multiplicado en la Península, aunque el progreso de la agricultura suministrara suficiente forraje, no bastaba para equipar al ejército. Ni siquiera con los animales que se estaban criando en las Indias, ya que el viaje era demasiado largo; aun así, no estaba demasiado lejos en el futuro el momento en que fueran las praderas de las Indias las que proveyeran de las bestias que demandaba el ejército. Hasta entonces, los agentes españoles recorrían las remontas del este de Europa en búsqueda de los mejores animales, aprovechando el efecto de la plata hispana en los criadores. También se adquirían mulos, necesarios no solo para el ejército sino para la agricultura y el transporte. Se preveía que los como el que Gorriti había admirado en Sagunto aliviarían en parte la necesidad; aun así, cada semoviente era un tesoro que había que conservar como oro en paño.

No era el único ganado destinado a la guerra. La cabaña vacuna había crecido; su carne se conservaba en cecinas, la leche se convertía en queso que era complemento y condimento de las raciones de campaña, y el cuero se necesitaba para prendas y correajes. España seguía llena ovejas; sin embargo, se había prohibido la exportación de su lana, salvo al Flandes fiel: la industria textil española la necesitaba, y de paso el freno a las exportaciones había disparado el precio de la lana en los mercados europeos, para ruina de los tejedores enemigos. Además, los rebaños eran una comida que se movía sola y vivía del campo. Desde la Santa Florentina se podía ver —y oler— la urca Feliciana, que llevaba corderos para el ejército.

Un ejército se mueve sobre su estómago, y no siempre encuentra comida. Lazán contaba con adquirir parte de las viandas; pero también había ordenado que se llevaran cerdos y corderos, arroz y pasta, salazones, embutidos, manzanas, naranjas y limones, vino y cerveza, café, té y chocolate, y mucha sal. Conservas no, que no creía que los tarros sobrevivieran al viaje, pero sí los medios para producirlas en el terreno.

Había otra carga tan valiosa que era vigilada permanentemente por dos soldados: la caja de la compañía, con monedas y certificados de oro con que pagar a la tropa y adquirir los bienes que se precisaran. Pues las órdenes eran taxativas: el Rocroi no iba a conquistar sino a liberar, y debía buscar el aprecio de los lugareños ¿Qué mejor manera que pagar por lo que necesitara?

Gorriti era joven, pero había oído las historias que contaba su abuelo, que había servido en Flandes en el famoso Tercio de Sicilia, cuando las pagas se retrasaban meses o incluso años y los motines eran tradición. Ahora ya no se toleraban: lo mejor que podía esperar un amotinado era ser expulsado, llevando como único premio la cicatriz que por vida lo marcaría como malhechor; en campaña, su destino sería la horca. Claro que si algo había cambiado desde los tiempos del abuelo Gorriti era que ahora España pagaba bien. Gracias a las medidas económicas impulsadas por el Marqués del Puerto, y a la fundación de bancos españoles, la monarquía ya no tenía que entramparse con genoveses y alemanes; ahora eran ellos los que suspiraban por ver plata española. El crecimiento económico, y la imparable industrialización estaban proporcionando unas rentas inimaginables: las del año 1675 habían sido mayores que las de todo el infausto decenio de 1630. Era tanto dinero que se había podido prescindir de los impuestos a la lana. El comercio también estaba enriqueciendo a los reinos hispánicos, que proporcionaban a los europeos los artículos de lujo que demandaban; incluso los enemigos dependían de las exportaciones españolas, aunque fueran a través de intermediarios genoveses o venecianos.

La guinda estaba en Ultramar. Los envíos de metales preciosos se incrementaban año tras año. A la plata mejicana y peruana se unía ahora el oro californiano; además, se rumoreaba que se habían producido más hallazgos en otras partes del mundo. Los diamantes del Cabo habían revolucionado la joyería europea, y no faltaban las perlas, tanto las naturales como las que se cultivaban en las costas filipinas.

Por si fuera poco, el recién fundado Banco de España se había convertido en el regulador de la economía mundial. Sus bóvedas almacenaban inimaginables cantidades de oro y de plata; con tal respaldo, había emitido certificados que se aceptaban como si fueran el mismo metal. Los bancos hispanos hacían maniobras monetarias que incrementaban aun más su valor, siempre bajo la estrecha vigilancia del Banco de España que, ajustándolas, emitiendo más o menos certificados, o modificando el metálico circulante, regulaba el flujo de la economía mundial.

Era con ese dinero con lo que se pagaban barcos, hierro, armas, ropas, animales y alimento. Con el que se financiaba a aliados y se compraban amistades dudosas. Con el que se retejía la red de informantes y confidentes que había intentado desentrañar el finado Richelieu. El Marqués de Lazán hacía la guerra con acero y con oro.



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Transporte artillado Santa Florentina (1674)

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El transporte artillado Santa Florentina fue un siberiano construido por encargo de la Armada Española, que necesitaba aumentar su capacidad de transporte. Era un buque innovador, ya que tenía estructura de hierro sobre el que se había colocado la tablazón. Tenía aparejo de fragata, y un casco derivado de los rasadores aunque con mayor manga para aumentar su capacidad. Estaba diseñado para requerir pocos materiales exóticos y una tripulación reducida. El Santa Florentina llevaba una potente batería de ocho obuses de treinta y dos libras.

El Santa Florentina fue modelo para unidades similares. Debido al gran coste de estos buques, se llegó a un acuerdo con las principales compañías navieras, de tal manera que la Armada los construía, pero las navieras los tripulaban, devolviéndolos a la Armada cuando se solicitaban; en esos casos, la tripulación seguía siendo civil, aunque pagada por el tesoro.

Estos buques mantuvieron la conexión con colonias lejanas tanto de Filipinas como de Tercera. También participaron en las grandes operaciones navales, como la campaña de los Balcanes o la segunda Empresa de Inglaterra.



Es una modificación del dibujo de la Polly Woodside de Rodondo



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La herramienta: el ejército de Lazán

En su obra, Lazán repite varias veces que disponer de una fuerza superior es una condición que favorece la victoria, y que hay tres maneras de lograrla: mediante el número, la preparación, o el armamento superior.

De las tres, el marqués pensaba que el número, tener un ejército más grande, era el factor menos importante, y que hasta podía ser engañoso. Para un rey o para un general mediocre siempre parecía mejor tener más soldados y más barcos. Sin embargo, Lazán insistía en que más gente también conllevaba desventajas, ya que un ejército demasiado grande era costoso de reclutar y de mantener, y en el campo de batalla era lento y torpe. El marqués señalaba como los grandes generales, tanto de la Antigüedad como los contemporáneos, habían sido capaces de imponerse a fuerzas más numerosas empleando su inteligencia. Aníbal, César, el Gran Capitán, Alba, Farnesio o Llopís no necesitaron muchedumbres para vencer. También señalaba el marqués que un ejército grande suponía mayores exigencias para el mando si se pretendía que la herramienta que era el número supusiera una ventaja y no fuera causa de confusión.

Aun así, Lazán prevenía contra emprender campañas sin la fuerza adecuada. El general prudente, decía, intentaría tener un ejército más numeroso que el enemigo y, si no era posible, debía esforzarse por que fuera el mayor dentro de lo razonable. Sobre todo, era crucial que esos ejércitos mantuvieran su poder y no quedaran debilitados por el hambre, las deserciones o las enfermedades. En esta cuestión, el ejército español resultó modélico y sus unidades solían tener una potencia que raramente era menor de un tercio de la nominal, cundo un general europeo podía considerarse afortunado si al final de una campaña conservaba la mitad de sus hombres.

Lazán daba más valor a la preparación. Decía que era raro que un ejército numeroso, pero bisoño y desmoralizado, se impusiera a otro veterano y pleno de moral. España jugaba con ventaja doble: conseguía atraer a los mejores reclutas, y tenía fondos para mantener un ejército permanente formado por veteranos con muchos años de servicio. Según el estudio del profesor Juan Fañanás, los españoles que participaron en la campaña de los Balcanes tenían una media de nueve años de servicio, y la mitad habían participado en operaciones militares en Flandes, el norte de África, Egipto o Ultramar.

Paradójicamente, no era raro que los soldados enemigos tuvieran más años de experiencia, ya que los ejércitos europeos se nutrían principalmente de soldados de fortuna que habían seguido la carrera de las armas desde mozalbetes. Esas unidades mercenarias coexistían con otras de hidalgos que llevaban toda la vida practicando, dedicándose a diversiones como la caza o las justas (aunque ya estaban en decadencia). Muchos ya habían participado en varias campañas. Además, existían algunos cuerpos profesionales, destacando los jenízaros turcos, que vivían para las armas.

La diferencia estaba en que el servicio del soldado español se hacía en la misma unidad, o en unidades similares, y que todo el ejército tenía el mismo entrenamiento, empleaba las mismas armas, y seguía el mismo manual táctico. Por lo general, las formaciones españolas se movían y maniobraban mejor que las enemigas, y hacían gala de disciplina, espíritu de cuerpo y, cuando se precisaba, de sacrificio. Además, la sucesión de victorias les daba una moral difícil de superar. En igualdad de armas (que no se daba), se decía que un batallón español se impondría a cualquier otro, fuera de franceses, de jenízaros, de húsares o de demonios.

El tercer aspecto, el armamento superior, era el factor que Lazán consideraba de mayor importancia; no porque los otros no lo fueran, sino porque no podía improvisarse. Reclutar un ejército podía hacerse en semanas, y entrenarlo, en meses; pero mejorar las armas era labor de años cuando no de decenios.

Afortunadamente para las fuerzas del Rey Emperador, los avances técnicos del Resurgir habían multiplicado la potencia de fuego española. En 1675 solo algunas unidades nativas conservaban sus fusiles Entrerríos de avancarga; incluso estos eran mejores que los mosquetes y arcabuces enemigos, armas inseguras (solían fallar si el tiempo era lluvioso), de tiro muy lento (uno o a lo sumo dos disparos por minuto, y raramente se llevaban más de doce cartuchos), y sumamente imprecisas, de tal manera que a más de cincuenta pasos apenas una de cada diez balas alcanzaba su blanco. En 1675 pocos habían copiado los cuchillos de Breda, y los mosqueteros tenían que acompañarse de piqueros, o confiar en espadas o dagas, si las tenían.

En comparación, hasta los Entrerríos de avancarga estaban a otro nivel. Se cargaban más deprisa (un tirador entrenado, como lo eran los hispanos, podía hacer cuatro disparos por minuto), no fallaban con la humedad gracias a las cápsulas fulminantes metálicas, y al estar rayados, eran precisos hasta más de doscientos metros. En el infrecuente caso del combate cuerpo a cuerpo, con la breda calada eran tan eficaces como las picas.

En 1680, además, los Entrerríos de avancarga solo eran empleados por los aliados, que tenían muchos convertidos a la retrocarga. Los soldados españoles disponían de fusiles Otamendi o Mieres que podían hacer fuego diez veces por minuto, se podían disparar incluso tras sumergirlos, eran más precisos que los Entrerríos, podían cargarse y dispararse a cubierto, y al no producir humo, ni cegaban ni descubrían al tirador. Eran tan eficaces que el ejército español estaba dejando de emplear formaciones lineales, sustituyéndolas por otras más flexibles que aprovechaban mejor el terreno y exponían menos a los hombres.

El infante español, además de los fusiles de retrocarga, tenía bombas de mano de pólvora rayo (mientras que los enemigos tenían granadas rudimentarias menos eficaces), las citadas bredas y, en algunos casos, pistolas tirogiro, armas de repetición que se impusieron en el combate cuerpo a cuerpo.

Lo mismo ocurría con la artillería, que en la campaña de los Balcanes recuperó su título de «reina de las batallas» que durante algunos años le habían disputado los fusiles. Las fuerzas de Lazán estaban equipadas exclusivamente con cañones y obuses de retrocarga; solo conservaba algunos morteros de avancarga. Los batallones de infantería disponían de cañones de acompañamiento del ocho de tiro rápido. La artillería de campaña tenía cañones de diez centímetros y obuses de doce centímetros, también de tiro rápido; las tres piezas estaban diseñadas para que pudieran moverse, entrar y salir de la posición con rapidez. Finalmente, la artillería de sitio estaba formada por cañones del catorce y del dieciocho, obuses del dieciocho y el veintiuno, y morteros del dieciocho, así como los potentes cohetes Derna.

Comparada con la artillería coetánea, la española era inmensamente superior. El cañón de diez centímetros podía mantener un ritmo de fuego continuado de tres disparos por minuto, y llegar a seis durante cortos periodos. Tenía un alcance eficaz (en tiro directo) de dos mil quinientos metros, y disparaba varios tipos de munición explosiva o de metralla. Entraba y salía en posición en unos minutos y podía ser arrastrado por tiros de caballos a gran velocidad. El único problema que tenía era el elevado consumo de munición, que obligaba a que varios carros acompañaran a cada batería. Por el contario, la artillería enemiga era muy pesada (necesitaba ser movida por grandes trenes de caballerías o de bueyes), engorrosa (solía tardar al menos quince minutos en ser emplazada, y a veces hasta una hora), hacía un disparo varios minutos, solo podía emplear balas macizas o botes de metralla (eficaces únicamente a corta distancia), y su alcance efectivo no superaba los mil metros. Lo más parecido que existía en Europa eran los cañones de acompañamiento inventados por los suecos, armas ligeras que podían ser movidas por dos caballos o incluso a mano, y que tenían una cadencia de tiro apreciable, aunque no rivalizara con la hispana. Pero eran armas muy ligeras, poco más que grandes mosquetes, y su alcance efectivo era de apenas doscientos metros.

Entre fusiles, pistolas, bombas y cañones la ventaja española en armamento era tal que se ha comparado a la que tuvieron los conquistadores sobre los aztecas o los incas. Ahora bien, Lazán no solo empleó esa enorme superioridad para vencer batallas, sino para lograr «victorias decisivas», rompiendo la «parálisis militar» de un siglo de duración que habían impuesto las nuevas fortificaciones del estilo italiano.

Estas ventajas se extendían, aunque no de igual manera, a los aliados. Los turcos les superaban en número tres a dos y, además, austriacos y polacos se vieron obligados a dejar parte de sus fuerzas vigilando sus otras fronteras, amenazadas por suecos, brandemburgueses y rusos. Los aliados, además, adolecían de los defectos de otros ejércitos: la infantería era mercenaria, aunque en su mayoría de recluta local, y la caballería procedía de tribus nómadas (los ulanos polaco-lituanos) o de la nobleza (los húsares alados). Los instructores españoles habían conseguido algunos resultados, entrenando fuerzas a la moderna, como el batallón hispanomoravo que combatió en Presburgo y en Devin, pero todavía eran pocas las formaciones de ese tipo. En lo que sí habían mejorado los aliados era en el armamento. Habían convertido sus mosquetes a las fiables llaves de percusión, llevaban cuchillos de Breda, disponían de fusiles de tipo Entrerríos, de ellos varios miles convertidos a la retrocarga, y estaban recibiendo millares de pistolas de retrocarga. También la artillería había dado un salto cualitativo gracias a la cedida por los españoles.

Por el contrario, el ejército turco era modelo de lo que no recomendaba Lazán. Su principal ventaja estaba en el número: durante el sitio de Viena doblaba a los aliados. Con todo, al ser tan numeroso se encontró con dificultades para vivir sobre un terreno que habían arrasado, sobre todo cuando el Danubio quedó cortado a la navegación. Además, el número se había logrado reclutando muchos voluntarios de valor militar dudoso. La caballería tártara de Crimea era una fuerza ligera eficaz, aunque con la tendencia a dejarse llevar por el pillaje. La infantería voluntaria —los irregulares— había sido atraída por el botín, tenía poca formación, menos disciplina, y estaba mal armada. A cambio, había un núcleo profesional bien preparado: la infantería jenízara y la caballería espagi. De hecho, los jenízaros tenían como media quince años de servicio, pero tanto sus tácticas como sus armas estaban anticuadas.

El armamento turco era todavía peor que el europeo. Los voluntarios y la caballería seguían empleando arcos y flechas. Muchos irregulares solo tenían armas blancas, y las de fuego, incluso las que tenían los jenízaros, estaban tremendamente anticuadas: arcabuces de mecha, inútiles en tiempo lluvioso, y unos pocos mosquetes importados con llave de rueda. Señal de la escasa confianza en las armas de fuego era que los jenízaros solo llevaban diez o doce disparos, no en cartuchos sino en pequeños tubos, similares a los «doce apóstoles» de los arcabuceros españoles del siglo anterior (aunque esa denominación es apócrifa y parece que no se empleó en la época).

La artillería no estaba mejor. Estaba compuesta por un batiburrillo de piezas, algunas de más de un siglo de antigüedad, más apropiadas para las labores de sitio que para la campaña. Las cureñas eran muy pesadas y trasladarlas por caminos enfangados era inviable; cuando el Danubio fue cortado a la navegación, el ejército que sitiaba Viena no pudo reponer sus cañones. Faltaba munición: los turcos seguían empleando bolaños de piedra, peligrosos por las esquirlas, pero costosos de tallar, poco efectivos contra los muros y demasiado frágiles. Habían conseguido cañones ligeros suecos, pero pocos (se estima que apenas habían llegado dos centenares cuando se cortó la ruta del Mediterráneo como consecuencia de las matanzas del Egeo) y fueron distribuidos a los jenízaros; los espagis o los tártaros tenían pocos, y ninguno los voluntarios.


En definitiva, el ejército turco de finales del siglo XVII era una fuerza obsoleta, mal armada y de preparación irregular. Con todo, era tremendamente numeroso, y en los primeros enfrentamientos era cinco veces mayor que las reducidas fuerzas aliadas. Esos combates podrían compararse al choque entre un afilado estoque y un masivo garrote. El esgrimista tenía ventaja, pero si cometía un error, sería aplastado.



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La preparación

«Ni el mejor ejército puede luchar sin órdenes y sin pan».

Gorriti jamás había visto tantos barcos. No cabían en el puerto de Fiume, y habían tenido que anclar mientras esperaban turno para dejar su carga. El Santa Florentina, que llevaba animales, había sido de los primeros en atracar. A su lado estaba el siberino San Agatángelo, de la Compañía del Carmen, que traía un tercio de infantería.

La navegación no había encontrado más inconvenientes que las calmas que les retrasaron en el canal de Otranto. Poco importó a la escolta que había proporcionado la Armada. Los jabeques languidecieron con las velas caídas igual que los transportes, pero los cañoneros a vapor vigilaban a los veleros con el celo de perros pastores. Ya en el Adriático, la navegación fue cansina por la mínima ventolina que ni agitaba las aguas; un alivio para los que sufrían del mal de mar, pero que supuso más tardanza. Con todo, perder una semana no era nada en esa era de azarosa navegación a vela.

Durante esos tediosos días, el capitán había podido ver que el horizonte estaba lleno de velas, las más con el mismo destino, pero también navegando en sentido contrario. Tanto barco que durante la noche facheaban para evitar embestidas. Ni siquiera un vizcaíno hubiera podido imaginar que el mar iba a estar más lleno que Bilbao en la Aste Nagusia. Mucho menos, adivinar cómo se había conseguido.

La delicada situación que estaba padeciendo Viena estaba suponiendo la mayor crisis a la que se había enfrentado la Armada desde la batalla de las Frisias. Esta vez no porque hubiera peligro enemigo, que el contralmirante Pallejá no había dejado turco ni para adorno, sino por tener que alimentar una campaña en el corazón de Europa. Según los planes de la Santa Alianza, la guerra contra el turco hubiera precisado largos preparativos, pero el inopinado ataque otomano y el asedio de Viena habían obligado a realizar en dos meses lo que se planificaba para dos años. Una tarea imposible de no ser por el contralmirante Don Miguel Antonio de Oquendo, hijo del famoso marino de la Gran Guerra, y flamante jefe del Estado Mayor del almirante Don Nicolás de Cardona.

Don Miguel era sampedrotarra y no vizcaíno. De haber nacido en Bilbao, le hubieran bastado un par de órdenes con la voz tonante que se estila en la ría para que todos los barcos del mundo y de parte del extranjero acudieran a sus órdenes. Pero como buen hidalgo guipuzcoano, no era tan amigo de alardes como sus vecinos vizcaínos, y prefería confiar en la preparación. De ahí que, desde que fue designado por Cardona para encabezar su estado mayor, encargara a sus subordinados que hicieran planes para diversas situaciones. Una era la respuesta ante un inopinado ataque turco cuando la Armada estuviera comprometida en otra guerra; precisamente lo que había ocurrido. Por ello, lo único que tuvo que hacer Don Miguel fue rescatar el plan del archivo, hacer un par de correcciones, y presentarlo a su superior, que lo aprobó sin la menor objeción.

De ahí que ese mismo día partieran de Madrid los mensajeros hacia los puertos de toda la Península, llevando órdenes terminantes. Al recibirlas, las capitanías prohibieron que zarpara ningún barco que pudiera ser necesario para la guerra. Había excepciones, que estaban minuciosamente descritas: se permitió que se hicieran a la mar los barcos que partían hacia las Indias con productos vitales, los cargados de artículos lujosos que servían para arrebatar a los aristócratas europeos el poco oro que les quedaba, si llevaban productos perecederos siempre que no fueran animales de tiro o ganado, o los que iban a cargar piedras negras de carbón, minerales, maderas, cualquiera de los bienes que la industria española necesitaba. Los demás tendrían que elevar solicitudes que en pocos casos se atendieron; los que no, tuvieron que partir hacia los puertos donde embarcaría el ejército.

Las capitanías de esos puertos recibieron órdenes más extensas en las que se les advertía la próxima llegada de barcos, que en su mayoría eran de buen porte, para que fuesen contratando almacenes, arrieros y estibadores. Asimismo, otras capitanías recibieron la orden de enviar remolcadores de vapor y sus reservas de carbón a la costa mediterránea, aprovechando el buen tiempo veraniego. Además, de consuno con el estado mayor del ejército, se prepararon los puntos de concentración de los soldados y de la impedimenta. A Cádiz y a Cartagena llegaron otras órdenes: movilizar navíos de dos puentes en función de transportes, para que además de tropas llevaran las barcazas y las machinas desmontadas que debían reforzar las existentes en sus puertos de destino.

A medida que los barcos llegaban, recogían las cargas según su tipo y partían hacia el Adriático. Lo hacían independientemente, ya que organizar convoyes hubiera supuesto una rémora; en su lugar, se enviaron divisiones de buques de guerra a vigilar el estrecho de Gibraltar, el de Mesina, el canal de Sicilia, y el Mediterráneo Oriental, para no permitir que saliera ni un corsario otomano. Otras patrullas navales custodiaron los enclaves norteafricanos, no fuera que decidieran volver al corso; incluso fue necesario que una fragata advirtiera al bey de Bona con algunos kilogramos de pasta rayo.

Los mercantes partían hacia Catania y Tarento, donde se reunían en grandes convoyes para recorrer los siempre peligrosos mares Jónico y Adriático, para finalmente dirigirse a su destino: Venecia, Trieste, Pola o Fiume; no fueron pocos los que fueron a Génova, para aliviar los congestionados puertos y rutas.

La presencia del Santa Florentina en Fiume no era casual: era el punto de concentración del segundo cuerpo del ejército de Don Pablo Espínola Doria. El que originariamente hubiera sido destinado a Tracia, pero que Lazán había llamado a Viena.



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Los estibadores dejaban en el muelle todo tipo de mercancías: municiones en la parte más alejada, cajones de fusiles Entrerríos para los soldados imperiales, fardos de ropas y cajas con calzado, sacos de harina, de pasta y de forraje, montañas de salazones, grandes cofres cuidados con mimo porque contenían el equipo médico, o cualquier cosa que pudiera necesitar un ejército.

No había caos. Vigilaban la descarga oficiales con las cintas rojas en las bocamangas que delataban su pertenencia al Estado Mayor —el summum de la excelencia, se creían—, que apuntaban en cuadernillos Dios sabía qué, y comunicaban órdenes con tal autoridad que parecía provinieran directamente del Todopoderoso. Aunque, bien pensado, para un oficial, aunque fuera de caballería, poco separaba al Estado Mayor del Creador.

El capitán Gorriti imaginaba que para él también habría recuerdo, y así fue. Un tenientillo que parecía recién egresado, pero con ínfulas propias de brigadier, le entregó una nota que le indicaba dónde se estaba reuniendo el Rocroi —un castillo en lo alto de las montañas, a un par de horas de marcha— y el itinerario que debía seguir. Aprovechando que el desembarque no encontró problemas, y que aun quedaba luz, Gorriti ordenó la partida. Según las instrucciones, debía ser la decimoctava compañía de transportes del ejército la que llevara su impedimenta.

En el puerto, los estibadores ayudaron a los arrieros a cargar los carros. La tarea prosiguió a la luz de lámparas de aceite hasta que a media noche finalizó. El Santa Florentina se preparó para hacerse a la mar y dejar espacio para otro barco, mientras los carros despejaban el muelle. Los arrieros descansaron unas horas antes de enjaezar a sus bestias con las primeras luces, de tal manera que la larga caravana emprendió la marcha cuando el ambiente aun era fresco. El camino que serpenteaba por las montañas era un hormiguero de actividad. Innumerables cuadrillas de peones camineros reparaban los daños de tantas ruedas. Otros retiraban el estiércol, muy valioso en los campos pero que en el firme enfermaba las patas de las caballerías. No faltaban los equipos de hombres y animales que apartaban los carromatos dañados para evitar que bloquearan la ruta. Cada poco, el convoy encontraba equipos de ingenieros militares que estaban mejorando la calzada, ampliándola y reforzando los puentes. También había militares que organizaban el tráfico, que era de único sentido, pues se había reservado otra ruta para la vuelta. A mediodía hicieron una parada, cuando ya habían llevado a lo alto de las montañas costeras, pero las dificultades no acababan allí. La ruta serpenteaba entre los montes hasta llegar al lugar donde confluía con la de Porto Re. El día siguiente la marcha siguió entre cerros, aunque por un terreno más amable. Solo al finalizar el tercero llegó al río Kupa. Allí el camino mejoró, y al cuarto día el convoy llegó a Karlstadt, ya en la gran llanura. Aun quedaban tres días hasta Varazdin, donde un castillo protegía los almacenes de suministros. Más allá del río Drava acechaban las patrullas turcas.

La ruta de Fiume a Zagreb era una de las tres principales. En el norte, la de Venecia cruzaba los Alpes Julianos y pasando por Villach, Klagenfurt y Völkermarkt llegaba a Graz. Otra partía de Trieste y pasaba por Laibach hasta los depósitos de Marburgo. Además, los cargamentos que llegaban a Pola y a otros puertos menores confluían con alguna de las tres rutas, igual que los que procedían de Génova. Organizarlas hubiera sido difícil incluso para un vizcaíno dando voces; pero igual que Don Miguel de Oquendo había planificado la movilización naval, el transporte terrestre era obra del equipo del coronel Don Matías de Albizu y Chávarri, señor de Sabiñán y hermano del barón de Purroy, el héroe de Rémortier y conquistador de la Hermosa.

Mover las cargas que precisaba un ejército era difícil, y más para el de Lazán, que precisaba municiones y equipo en cantidades inimaginables. El teniente coronel Morés, el encargado de los transportes —lo que ahora llamaban logística—, llevaba meses contratando carros y caballerías en Italia, Venecia y Carintia; al saber de los movimientos turcos tomó la iniciativa y ordenó la concentración, y a medida que llegaban los organizó en unidades provisionales. Poco después llegó desde España la confirmación de las órdenes, y Morés siguió con las otras fases del plan. Ya tenía a miles de lugareños trabajando en los caminos, y contrató a muchos más. A medida que iban llegando los carros, el teniente coronel los enviaba a recoger la enorme cantidad de forraje que había pactado.

Las primeras en llegar desde España fueron las unidades de ingenieros, que se pusieron a mejorar caminos y puentes. Con ellos, la montaña de oro para pagar a los trabajadores y el alimento para hombres y bestias. Luego fueron los barcos con las machinas que ayudarían a descargar; su tránsito se aceleró con la ayuda de remolcadores a vapor. Después, empezó a llegar el ejército.

Cada buque, según su carga, tenía un orden de prioridad. Primero fueron los que llevaban animales o alimentos perecederos. Los que transportaban municiones se apartaron en muelles alejados. Después llegó el turno de la tropa y del resto de los suministros, que pasaban a zonas de espera hasta que les llegaba el turno en los caminos. El viaje hasta el futuro teatro de operaciones llevaba una semana; después, los carros vacíos volvían por otras rutas hacia los puertos. Al mes de comenzar la operación, los depósitos avanzados ya estaban llenándose.



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La compañía de Gorriti tuvo que dejar sus preciosos animales al cuidado de un pelotón, dándoles tiempo para que descansaran y se aclimataran. Como experto jinete, Gorriti sabía lo delicadas que pueden ser los caballos. Al menos, no iba a cambiar ni el clima ni la alimentación, cuestiones que siempre ayudaban. Cuando estuvieran listos, se cederían a otra unidad montada. Mientras tanto, debido a la urgencia con la que se les llamaba desde Viena, la compañía tuvo que conformarse con unos malos pencos que había adquirido el teniente coronel Morés. Una vez en Varazdin ya se reorganizarían las monturas.

Desde el campamento, y mientras esperaban que llegaran los jamelgos, Gorriti veía a los hombres de las compañías de transmisiones. No era un trabajo que le gustase: tenían que ascender hasta las cimas de las montañas para emplazar las torres de comunicaciones. Lo malo no era eso, sino que después tenían que quedarse allí, soportando el pésimo tiempo y con el riesgo de comerse algún rayo. Instalaban manos de Santa Bárbara y se resguardaban cuando llegaba lo peor; pero cualquiera habituado al campo sabe que, cuando llega una tormenta, que a veces no avisan, lo mejor es estar muy lejos de las cimas. Aparte que el sistema sería todo lo rápido y eficaz que se quisiera, pero el capitán prefería mil veces los mensajeros a caballo. Mejor un mensaje escrito —pues Lazán había dado instrucciones de reservar los de viva voz para el combate, e incluso entonces poco costaba rellenar un papelito—, que desentrañar lucecitas. Aparte del disfrute que era cabalgar por los campos.

Los servicios de comunicaciones eran de otra opinión. Sí, en las alturas se sufría, pero también las pasaban moradas los soldados en la batalla. Cierto que el enemigo sabía de su importancia e intentaba atacarles, pero tenían nutridas escoltas. Además, la vida en las posiciones acababa haciéndose agradable. Ya tenían maña en hacer cabañas de madera en las que se estaba mucho mejor que en tiendas de campaña abiertas a vientos y aguas.

Establecer un sistema rápido y fiable de comunicaciones era crucial, como había demostrado el marqués del Puerto en Flandes. La red que había organizado se había extendido por buena parte de Europa, incluyendo los Balcanes. La primera línea de telégrafo óptico había sido establecida antes del conflicto e iba de Trieste a Viena. Aunque quedó interrumpida por los sitiadores, se estableció una variante que a través de las montañas iba de Leoben hasta el Danubio, con un ramal que llegaba a la vista de Viena. Fue complementada por otras líneas que iban desde Génova hasta Venecia y Trieste, y desde Fiume hacia Graz y Leoben. Con todo, como el mal tiempo cortaría las señales demasiadas veces, había equipos de mensajeros a caballo que mediante postas podían ir desde Trieste hasta Leoben en poco más de dos días.

Junto a las líneas ópticas se estaba instalando otra más novedosa: el telégrafo eléctrico. Tras los experimentos del ingeniero Otamendi, en 1675 se había inaugurado la primera línea entre Gijón y Avilés, y en los años siguientes se prolongó hasta la capital. Se estaban tendiendo otras que comunicaban primero con Valencia y después con otros puertos peninsulares; pero el marqués había pedido que acompañara al ejército un equipo de ingenieros que recibió la misma prioridad que las armas o las provisiones.

El telégrafo eléctrico no dependía tanto del tiempo como los ópticos, y era mucho más difícil de interceptar mientras esa tecnología no cayera en manos enemigas. Sin embargo Lazán, como buen general, sabía que sus enemigos no eran más tontos que él, y existía el riesgo de que algún turco hubiera escuchado rumores sobre la electricidad, o de que se capturara algún equipo. Desde luego, los mensajes ópticos eran inseguros, pues bastaba con que un espía se situara cerca de la torre. Para impedir su lectura se empleaba el llamado «cifrado español», uno de los sistemas manuales más seguros que incluso hoy supone un reto para los criptoanalistas. Era de cifrado doble: por una parte, se distribuía un libro de códigos en el que las palabras o las frases cortas correspondían a grupos de cinco números. El emisario codificaba el mensaje intentando ajustarse a los códigos preexistentes, pero, en caso necesario, había otros grupos con los que se podían deletrear palabras; lo engorroso de hacerlo aseguraba que esta técnica se emplease poco. Los números se codificaban de similar manera y, finalmente, los lugares, cargos importantes, etcétera, tenían su propio código. Una precaución importante era que estaba prohibido emplear frases ceremoniales del tipo «Tengo el honor de», y que el operador tenía que añadir frases sin sentido al principio y al final del mensaje, evitando repetirlas. Una vez codificado el mensaje, el operador tomaba el libro de cifras y tiraba dados para escoger una hoja de las doscientas del libro; estas se numeraban con base seis, de tal manera que todas eran igualmente probables. Esas páginas tenían bloques de cinco números aleatorios, y el operador los tomaba uno a uno; si el mensaje era largo y acababa el libro de supercifrado, volvía al principio. Finalmente, se añadían cuatro bloques que, con una clave diferente que se distribuía en otro libro, indicaban la página utilizada para el supercifrado.

La ventaja del doble cifrado era que los mensajes largos podían redactarse con relativa facilidad —los operadores aprendieron pronto a modificar las frases para se adaptaran a los códigos. El mensaje codificado solo se podía descifrar si se disponía de una base de muchos mensajes; pero aparte estaba el sistema de supercifrado, que podía hacerse a mano o con pequeños artilugios mecánicos, que también era casi imposible de romper sin disponer del libro de cifrado, o de muchísimos mensajes. La principal desventaja estaba en la distribución de las claves, y por eso se cambiaba con frecuencia.

Precauciones adicionales eran que los libros estaban impregnados con nitrato para que ardieran con facilidad, y que la tinta era soluble. Se sustituían con frecuencia y eran únicos para cada línea, de tal manera que en el improbable caso de que fueran capturados, solo se comprometía una línea y no toda la red. Más aun, la Inquisición Militar vigilaba que se empleara la técnica adecuada de codificación, y si se detectaban prácticas peligrosas como emplear frases rimbombantes o no escoger la página de inicio con los dados, se sustituían los libros y los responsables eran sancionados. Lo mismo ocurría si era necesario destruir algún libro (estaban impregnados con nitrato para que ardieran con facilidad, y la tinta era soluble). El ejército tenía almacenes —muy vigilados— con parejas de libros, de tal manera que con mensajeros a caballo se pudieran sustituir los libros perdidos o destruidos. Para que la distribución fuera segura, los mensajeros no iban solos sino en tríos que no se conocían, debían dar cuenta del tiempo empleado en el desplazamiento, y mostrar a su vuelta el justificante de la entrega.

El sistema era engorroso, pero muy seguro: incluso para un criptoanalista actual resulta imposible romper la cifra salvo que cuente con centenares de mensajes con los que trabajar. Como es lógico, los turcos intentaron hacerse con los libros, pero sin resultados: las torres estaban bien defendidas, los libros de códigos estaban en las estaciones emisoras o receptoras, no en las torres, y eran quemados si existía el mínimo riesgo de captura. Incluso teniéndolos, se necesitaba conocer la clave que cifraba la página escogida. De tal manera que la destrucción de alguna torre solo interrumpía la cadena durante unas horas, y los intentos fueron tan costosos que no se repitieron.

La red telegráfica se expandió a medida que el ejército avanzaba, tanto la eléctrica como la óptica, complementándose con las postas y, en el frente, con patrullas de caballería, de tal manera que la campaña de los Balcanes fue en la primera en que se coordinaron las operaciones de diferentes ejércitos que operaban a centenares de kilómetros de distancia.



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El batallón del Rocroi dedicó dos días a hacerse a sus malas monturas, hasta que llegaron las órdenes. También se dirigirían al Drava, pero siguiendo un itinerario más difícil que el de los convoyes; a fin de cuentas, era una formación montada y se suponía que podía moverse por las montañas. Desmontaron los seis cañones del ocho y los cargaron en los mulos, e igual hicieron con los equipos más ligeros; el resto iba en el convoy. Solo los primeros kilómetros los hicieron por el atestado camino de Fiume, antes de dejarlo y acampar en el río Kupa. Siguieron por una ruta más o menos paralela a la principal y cuatro días después llegaron a Agram, cerca de su destino; pero las dos semanas siguientes tuvieron que dedicarlas a escoltar convoyes por la llanura del Drava.

Más o menos, todos los días fueron parecidos. La marcha se hacía parte a pie y parte montados, para no fatigar a los caballos, y con descansos frecuentes. Al atardecer se montaban los campamentos, siempre bajo la atenta mirada del oficial médico, las más de las veces en lugares ya seleccionados. Se buscaba agua potable, se cavaban letrinas, y se preparaba la comida con las viandas que los soldados llevaban.

Si algo caracterizaba a los ejércitos españoles del Resurgir era el rigor con el que se seguían las normas sanitarias establecidas una generación antes. Lazán escribió en varias ocasiones que de poco sirve reclutar y entrenar soldados, si van a morir de fiebres o diarrea. Por entonces, no se conocían por completo las causas de las enfermedades, pero ya se sabía cómo prevenir las transmisibles. Era prioritaria la lucha contra las digestivas: en todos los campamentos se buscaba conseguir aguada fiable y, si no era factible, se filtraba y después se trataba químicamente o se hervía. Las letrinas se situaban aguas abajo, alejadas, y había prohibición estricta de defecar en otros lugares. Asimismo, los soldados tenían que lavarse las manos tras hacer sus necesidades o antes de comer; se era mucho más estricto con los cocineros. Igualmente importante era impedir que las moscas contaminaran los alimentos, tratando las letrinas con sosa o con cal viva —lo que hubiera— y protegiendo las comidas con lienzos.

Más difícil era impedir la malaria, especialmente en verano. En lo posible, se evitaba emplazar campamentos en zonas peligrosas, y a veces se proveía de redecillas a los soldados. Había provisión de quinina para los enfermos, que se trasladaban a los hospitales de cuarentena. Medidas similares se tomaban con los que sufrían otras fiebres o enfermedades de la piel. También se controlaban las enfermedades venéreas, así como los molestos piojos. La manera de hacerlo poco gustó: en guarnición se permitían las guedejas, aunque con inspecciones recientes y empleo frecuente de aceite de vaselina y liendreras, pero en campaña se rapaba a los soldados. Al principio, fue motivo de vergüenza y de alboroto, pero acabaron enorgulleciéndose de ser apodados «los pelones del Rey».

Un problema particular era la alimentación. Era principio de Lazán no ofender a los lugareños, y más si operaba en países aliados, o en territorios que iban a ser liberados. De hecho, el saqueo estaba terminantemente prohibido, y los saqueadores eran juzgados en consejos de guerra. Ya que era imposible transportar los alimentos necesarios, tenían que conseguirse en el escenario de las operaciones. Pero no robando, sino comprando. Los oficiales de abastecimientos disponían de suficiente metálico para pagar precios superiores a los de mercado. Parte de la comida se empleaba tal cual, y parte se procesaba para facilitar su transporte, ya que habría situaciones en las cuales no se podía conseguir suficientes alimentos. Eso pasó durante el traslado por las montañas croatas, donde los campesinos apenas conseguían sobrevivir y ni por asomo podían dar de comer a decenas de miles de hombres. También, durante las maniobras previas al combate, cuando los ejércitos españoles tuvieron que desplazarse rápidamente.

En previsión, las unidades disponían de comida para tres días en sus mochilas y para otros siete en el tren de la unidad. Las de las mochilas podían tomarse sin preparación; consistían en bizcocho, embutidos, salazones y frutas secas. Las unidades llevaban alimentos no perecederos: aparte de los citados, solían llevar arroz, pasta, legumbres, embutidos, y tarros con alimentos en conserva, que se preparaban en las cocinas móviles.

El resultado fue que el ejército español, aunque no fuera demasiado numeroso, mantenía su potencial durante las campañas, con una tasa de pérdidas por enfermedad varias veces inferior a las que sufrían sus contrincantes.



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El batallón cruzó Varazdin y acampó al otro lado del Drava. A pesar del trasiego en los caminos, tanta gente no parecía nada en la inmensa llanura. El teniente coronel Martín del Real, que comendaba la fuerza, ordenó al capitán Gorriti que cambiara los pencos por otros mejores, que empezaban a llegar, y que situara patrullas en la orilla del cercano río Mura. Al estar en territorio imperial contaban con el auxilio de los campesinos, los primeros interesados en resguardarse de los turcos que, afortunadamente, no estaban dando señales de vida. Según los vecinos, llevaban tiempo sin ver caballería otomana, confirmando los informes de Inteligencia que decían que los enemigos se habían concentrado en los alrededores de Viena.

El batallón estaba dando cobertura a los pontoneros que estaban tendiendo puentes sobre el Drava, y que estaban preparando otros para lanzarlos sobre el Mura. Trasladar los pontones desde la Península era inviable; en su lugar llevaron talleres móviles de carpintería para construirlos sobre el lugar, de nuevo con el auxilio —pagado— de los lugareños. Aunque pronto tuvieron suficientes siguieron haciendo más, y a los almacenes de Varazdin se añadió otro de barcazas y pontones.

La experiencia de Flandes había demostrado la enorme importancia que tenía el cruce de ríos. En la Gran Guerra lo habitual habían sido los medios de fortuna, pero durante su estancia como gobernador, el Marqués de Lazán había estudiado la manera de pasar ríos en el menor plazo posible. Por encargo suyo se diseñaron varios tipos de puentes; para los ríos estrechos eran de pilotes, pero sobre los ríos de mayor caudal se tendían de pontones, a veces complementados con pilotes, o se empleaban transbordadores con cables que iban de orilla a orilla. Los batallones de pontoneros, creados por iniciativa del marqués, se equiparon con los medios para montar esos pasos en tiempo breve. Ya que en gran parte del territorio hispánico no había grandes ríos tuvieron que ensayar sus técnicas en el mar, o desplazarse periódicamente a la Lombardía para entrenar en el Po y sus afluentes.

Los batallones de pontoneros fueron los primeros en ser movilizados, y también recibieron prioridad para desembarcar. Durante el verano llegaron tres, que estuvieron entre los primeros en llegar a la llanura vienesa, donde contrataron operarios locales para construir sus puentes, preparando el cruce de los ríos Drava y Mura.



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Solo en una ocasión se produjo alguna emoción, cuando un rapaz llegó galopando en una especie de poni, diciendo que un grupo de turcos estaba cruzando el río. Gorriti envió una sección por delante mientras reunía al resto de la compañía y enviaba un mensaje al batallón. No escuchó disparos; más raro todavía, vio que sus hombres habían echado pie a tierra y que llevaban el fusil terciado. Poco después escuchó risas, y en seguida entendió el motivo: esos turcos no lo eran, sino una patrulla de los húsares húngaros al servicio de España, que regresaban tras internarse en la retaguardia otomana.

El sargento que la mandaba le contó que habían estado una semana tras las líneas enemigas, y que habían llegado hasta el Danubio. Las vestimentas les habían ayudado, pero más el que los paisanos los habían reconocido como hermanos magiares. Habían podido moverse con relativa libertad, y hasta acercarse a la fortaleza de Buda. Ahora iban a informar y a prepararse para otro reconocimiento en profundidad.

La patrulla era una de las herramientas que empleaba Lazán para conocer la situación de su enemigo. Los magiares podían mezclarse con la población, igual que otros agentes lo habían hecho en las islas griegas. Evitaban enfrentarse a los ocupantes, pues su misión era conseguir información, y no querían alertar al enemigo sobre su presencia. No solo debían observar el despliegue enemigo; también tenían que observar el estado de los caminos, de los puentes y de las fortificaciones.

No era la única fuente. Los turcos apresados se enfrentaban a interrogadores con escaso aprecio por los de su nación. También se entrevistaba a los civiles que escapaban del campo turco, sobre todo a los que procedían de las ciudades fortificadas. De especial utilidad resultó un grupo de judíos de Buda; aunque la mayor parte de los hebreos apoyaba a los otomanos, que los habían protegido frente a los torturadores magiares, no faltaban los que habían visto la escritura en la pared y, animados por las noticias que llegaban de la tolerancia en los territorios hispanos, preferían unirse al carro del que creían iba a ser vencedor.

Los interrogadores, auxiliados por la Inquisición Civil, no solo buscaban información, sino que intentaban detectar a los espías turcos. Bastantes cayeron en manos aliadas y acabaron colgados, salvo unos pocos que aceptaron jugarse la piel —literalmente— cambiando de bando. Además, los oficiales e inteligencia buscaban mapas de la región. Por desgracia, los que había eran pocos y viejos, ya que la mayor parte de Hungría llevaba siglo y medio en manos otomanas; pero también había agentes que consiguieron mapas turcos que se actualizaron con los resultados de los reconocimientos.

Las patrullas, los interrogatorios, los mapas que se encontraban, fueron dibujando un cuadro que incluía el terreno en el que se iba a combatir, y los enemigos que pudiera haber.



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Al acabar el mes de julio finalizaron los destacamentos para la compañía de Gorriti, que volvió a Varazdin. En los alrededores de la ciudad las unidades de Abastos se afanaban: preparaban los alimentos que se adquirían para su transporte, convirtiendo la harina en pasta, sacrificando animales y salando sus carnes —aunque solo unos pocos, ya que un rebaño era la comida móvil no perecedera por excelencia— y elaborando conservas. También organizaban los suministros que llegaban. En teoría, habían sido identificados antes de salir, pero en la realidad era habitual cierto grado de caos. Los oficiales de abastos intentaban poner orden y se preparaban para la partida, ya que Varazdin solo debía ser una base temporal.

El Cuerpo de Abastos era otra de las innovaciones que se habían tomado tras la guerra de Dunkerque, ya que los rápidos movimientos causaron tales dificultades con los suministros que en ocasiones obligaron a pausar los avances. Entre las funciones del nuevo cuerpo estaban el planeamiento y la gestión económica, las adquisiciones de víveres y efectos, el almacenamiento y su transporte. Por entonces el cuerpo aun era reducido, y se componía de un núcleo de jefes y oficiales, varios procedentes de la administración imperial, más sus ayudantes y las tropas necesarias para su auxilio y para proporcionarles seguridad.

Este cuerpo trataba de poner coto al desbarajuste que siempre se produce en una guerra, e intentaba gestionar de la manera más eficiente los recursos y los dineros disponibles. Al estar dedicados expresamente a tal tarea, habían adquirido experiencia y sabían negociar con los civiles, ya que conocían el precio aproximado que se les podía exigir. Detectaban las irregularidades como un sabueso un rastro, desde las nimias propias de los soldados que querían conseguir raciones extra, hasta las realmente peligrosas de los aprovechados que pretendían hacer fortuna a costa del ejército. La existencia del cuerpo permitió prescindir de muchos comisionados civiles, y a los demás se les vigilaba con ojo de halcón; como por arte de birlibirloque, bastaba la cercanía de un oficial de abastos para que dejaran de llegar carnes podridas y ropas remendadas.

Demasiadas veces, la labor de los intendentes había sido encausar a esa ralea de caraduras que se escudaban en ropillas y escribientes para suministrar al ejército comidas incomibles o armas defectuosas, cuando no vendían los abastecimientos al enemigo. Por desgracia, no había sido raro que esos malhechores disfrazados de ricoshombres tuvieran apoyos en Madrid; pero el cambio de ministerio principal también lo había sido de aires, y la primera campaña del Marqués de Lazán había sido contra esos defraudadores. Más de uno se vio en el exilio con las propiedades confiscadas y, al comenzar la guerra y aplicárseles la legislación militar, bastaron unas pocas condenas por traición para enseñar honestidad al resto.

El Cuerpo de Abastos tenía otra función clave, la que requería más personal: el transporte de los abastecimientos por tierra. Había organizado unidades de transportes, bajo mando militar, a la que eran asignados los carreteros y arrieros contratados. Además, tenían buen número de vehículos a su disposición. En realidad, solo se almacenaban los elementos más complejos de fabricar, como eran atalajes, toldos, sopandas, muelles y ballestas, clavijas y demás elementos metálicos, y los de madera más complejos, sobre todo ejes y ruedas. También se guardaban algunos carruajes ya finalizados para iniciar cuanto antes las operaciones, pero el grueso de los carromatos se confeccionaba en el teatro de las operaciones basándose en unos pocos modelos. Las compañías de transporte y los almacenes, objetivos obvios para el enemigo, tenían sus propios elementos de seguridad, aunque solían reforzarse con formaciones asignadas por el mando.

Esas unidades de transporte tuvieron que hacer un esfuerzo máximo durante la preparación de la campaña de los Balcanes, cuando hubo que enviar miles de toneladas a la llanura vienesa. Sin embargo, una vez llegaron al campo de batalla, sus labores disminuyeron y se pudo prescindir de parte del personal contratado. Los ejércitos españoles del Resurgir aun requerían relativamente pocos suministros: la mayoría de los víveres se conseguían localmente, y el equipo que llevaban era reducido comparado con los de la Edad Industrial. La principal necesidad era de municiones, que había que llevar desde las factorías de la Península; también, transportar a los almacenes los alimentos y el forraje recogidos. Asimismo, suponía gran esfuerzo el desplazamiento de las bases, no siendo raro que fuera necesario volver a recurrir a los medios locales.

Como era obvio, las tropas combatientes veían a los de Abastos como una panda de vividores emboscados; en realidad no fue raro que tuvieran que emplear sus armas. Aparte que era el cuerpo con la labor más exigente, que no se detenía nunca. Gracias a su labor se decía que la mejor manera de vivir como un rico era enrolarse en el ejército español.



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Domper
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España

Un soldado de cuatro siglos

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El continuo trasiego había llenado los almacenes. Estaban casi al completo las fuerzas del segundo ejército de Espínola, que se desplegaba entre Marburgo y Varazdin. Al norte, en Leoben y Graz, estaba el primer ejército, mandado por el general Don Diego de Idiáquez, hijo del famoso maestre de los tercios. Cada uno disponía de tres divisiones, formadas por una legión española, formaciones agregadas imperiales o polacas, más otras de servicios; además, cada cuerpo disponía de escuadrones de caballería, grupos de artillería, unidades sanitarias y de intendencia.

Tras los dos meses de preparación, los aliados habían conseguido reunir unos ciento diez mil hombres. La fuerza de Lazán en el sur era de cincuenta mil hombres: treinta y cinco mil españoles y quince mil aliados, en su mayoría de caballería, con los que completó sus divisiones. Una segunda fuerza aliada, de veinticinco mil imperiales y quince mil polacos, estaba en la montaña Kahlenberg. Además, la guarnición de Viena tenía diez mil hombres, en Devin había otros tres mil, y una división mixta hispanoimperial se dirigía hacia Neustadt. Había fuerzas adicionales protegiendo las fortificaciones fronterizas, la orilla norte y los puentes del Danubio de las algaradas tártaras.

El enemigo era muy superior. El ejército que asediaba Viena era de ciento cuarenta mil hombres; había comenzado con ciento noventa mil, pero había tenido muchas pérdidas en Presburgo y durante el sitio. Además, la caballería tártara contaba con otros veinticinco mil hombres. Las guarniciones de Presburgo, Buda, Gran y Fegervar suponían treinta mil hombres, y había diez mil más en plazas menores. En la Pequeña Hungría, las guarniciones sumaban otros quince mil. Es decir, si Kara Mustafá concentraba sus fuerzas, podría reunir más de doscientos mil hombres.

Lazán era consciente del mayor número enemigo, pero pensaba derrotarlo empleando una combinación de sorpresa, velocidad y potencia de fuego. Su ejército había perfeccionado el sistema iniciado por el Marqués de Llopís en Flandes. No se movía en una única masa, sino que se dividía en cuerpos de ejército y divisiones. Cada división, que no debían confundirse con las legiones, ya que las divisiones incluían una legión y las unidades agregadas, disponía de todas las armas y podía operar por separado. Mientras se preparaba la ofensiva se desplegaron en bases no excesivamente alejadas, y la misma separación se mantuvo durante los desplazamientos, intentando que la distancia máxima entre las divisiones de un cuerpo no sobrepasara unas horas de marcha forzada. Obviamente, existía el peligro que una división se encontrara frente a un ejército enemigo mucho mayor, como ocurrió en Rémortier durante la guerra de Dunkerque; a cambio, al avanzar en orden abierto podían moverse y reaccionar más rápidamente, sin esquilmar el terreno por el que pasaban. Se suponía que, al encontrarse con el enemigo, tenían que ser capaces de resistir las horas necesarias para que llegara el resto del ejército; también se pretendía que maniobraran previamente a la batalla para poder sorprender a sus enemigos desde varias direcciones. Es decir, Lazán pretendía librar una repetición de la batalla de Rémortier, pero a escala mucho mayor.

El batallón del Rocroi estaba asignado al segundo tercio de caballería ligera de la 31ª Legión «Alcoraz». Tenía una característica especial: era la única entre las fuerzas de Lazán que estaba compuesta exclusivamente por caballería: dos tercios de cazadores montados, con dos mil quinientos hombres cada uno, dos escuadrones de caballería ligera, un regimiento de húsares polacos y otro de ulanos. La artillería disponía de dos grupos de campaña con cañones del diez, y otro ligero con los del ocho.

El quince de agosto, el teniente coronel Martín del Real llamó a sus oficiales para impartirles las órdenes: al día siguiente cruzarían el río Mura. Tras dos meses de preparación, iba a comenzar la ofensiva española.



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