Un soldado de cuatro siglos

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Un soldado de cuatro siglos

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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La conquista de Buda

La toma de la ciudad alta de Buda fue el último capítulo del drama que había empezado en Presburgo y Raab. Tras la carnicería que había supuesto el ataque de Carlos de Lorena, los aliados se prepararon para reducir la ciudad de manera metódica. Estaba aislada, con pocas municiones y sin esperanza de socorro. Aun así, Abdurrahmán Abdi el Albanés se negaba tercamente a ceder. Al parecer, aun esperaba resistir el tiempo necesario para que llegara el invierno o, tal vez, un ejército de socorro.

Sin embargo, sus fuerzas no estaban preparadas para lo que iba a ocurrir los días siguientes. Los aliados emplazaron contra Buda un cuarto de millar de cañones. En su mayoría eran de campaña, de ocho y diez centímetros los españoles, Trubia del diez los imperiales y polacos. Podían disparar proyectiles explosivos y de metralla, a un ritmo inimaginable para los otomanos; con todo, lo que iba a acabar con la ciudad eran los cañones pesados: tres baterías de cañones del dieciocho (dos del último modelo, otra de cañones bomberos navales), veinte obuses del veintiuno y otros tantos morteros del dieciocho, más cuatro baterías de lanzacohetes Derna. Dos globos aerostáticos observaron y corrigieron el tiro.

El ataque fue metódico y se centró en el extremo norte de la plaza, allí donde el relieve era más suave. Precisamente por eso, era donde los otomanos esperaban el asalto y las defensas eran mayores. Sin embargo, al desplegarse para defender la muralla norte se pusieron al alcance de los cañones aliados, haciendo el juego a los sitiadores.

En primer lugar, la artillería tomó como objetivo la empalizada y, después, el muro exterior. Se trataba de obras pensadas para retrasar al enemigo y no para contenerlo, pero los turcos cometieron el error de disputarlas. Para su desgracia, los aliados disparaban desde fuera de su alcance y los observadores en aerostatos podían ver donde estaban las baterías otomanas. En pocas horas, los grandes cañones españoles derribaron las defensas que días antes habían resistido los proyectiles imperiales: los turcos descubrieron que sus protecciones no conseguían detener los proyectiles de dieciocho pulgadas, que estallaban tras atravesar la primera capa de piedra y desmoronaban las murallas. Los artilleros lo pasaron aun peor, ya que sus piezas estaban defendidas con terraplenes o con cestones llenos de tierra, capaces de resistir balas macizas, pero no los pesados proyectiles de los cañones de sitio; al mismo tiempo, morteros y obuses dispararon sobre la muralla lanzado proyectiles explosivos sobre los servidores. Tras un duelo de pocas horas, la artillería aliada se impuso, acabando no solo con los cañones de la muralla exterior sino también con los emplazados en los baluartes de la muralla principal. La destrucción que causaron, unida a la explosión de un polvorín de los sitiados, dejó a los otomanos sin cañones y sin artilleros.

Ya sin la amenaza de la artillería turca, la infantería atacó el muro exterior: dos batallones austriacos entraron por las brechas y se enfrentaron con los defensores que se habían puesto a cubierto. Mientras, los cañones aliados, que habían alargado su fuego, disparaban sobre las cabezas de los combatientes para batir los baluartes de la muralla principal. Los otomanos que defendían el muro exterior, superados en número y en potencia de fuego, intentaron replegarse a la ciudad, pero encontraron las puertas cerradas y fueron masacrados por la artillería y la fusilería aliada. Algunos grupos siguieron resistiendo en los túneles, y los austríacos tuvieron que reducirlos con bombas; llevó dos días desalojar a los últimos turcos del muro mediante explosivos y cargas incendiarias.

El cañoneo contra los baluartes se mantuvo mientras los ingenieros cavaban trincheras de aproximación en zigzag hasta las brechas en el muro exterior. Después, se iniciaron los trabajos para acercarse al principal. Se abrieron más trincheras y se despejó la ladera de trampas y escombros. Una salida de los sitiados acabó en desastre a causa del fuego aliado, que también arruinó los tres baluartes de la muralla norte, que a los dos días tenían brechas escalables. Aun así, los sitiados pensaron que los aliados aun tardarían unos días en estar preparados. El Albanés se dispuso a repeler el asalto, trasladando a lo mejor de sus tropas al barrio tras el muro (cuyas casas, como sabemos, habían sido fortificadas), ordenando preparar muros y cortaduras entre las casas, y cavar minas que se harían estallar cuando los sitiadores intentaran hacerse con las brechas.

Los aliados no dieron tiempo al Albanés. A la mañana siguiente, tres batallones aliados pasaron por las brechas del muro bajo y se desplegaron frente a los baluartes. El comandante turco alertó a sus hombres para que tomaran posiciones, sin saber que estaban cayendo en una añagaza. Al son de una corneta, los infantes aliados se pusieron a cubierto mientras los cañones aliados disparaban un diluvio de fuego, en el que los obuses y los morteros resultaron especialmente eficaces. Los situados tuvieron centenares de bajas, incluyendo al Albanés, que desapareció cuando un obús pesado alcanzó el baluarte de Gran, desde donde pretendía dirigir la defensa; su cuerpo no llegó a ser encontrado. A mediodía se volvieron a desplegar los aliados, para retirarse mientras la artillería tornaba a disparar. Otros dos simulacros se hicieron al atardecer y durante la madrugada.

La mañana del diez de octubre los batallones de asalto se prepararon por quinta vez. No sabían los turcos que esta vez eran formaciones que llevaban días ensayando en Budafok; se trataba de dos batallones imperiales equipados con fusiles Entrerríos de retrocarga, y uno español, perteneciente a las famosas legiones negras, cuyo objetivo era el baluarte de Gran. De nuevo se pusieron a cubierto y los cañones volvieron a disparar; pero esta vez el fuego no cesó. Mientras los cañones disparaban, los lanzacohetes Derna lanzaron una andanada sobre la ciudad alta. Después, la artillería elevó sus miras para que los proyectiles estallaran más atrás de la muralla; resultó especialmente efectiva una de obuses del dieciocho instalada en la colina Magasagi, que podía batir el barrio alto de enfilada. Otra de cañones del catorce, que disparaba desde la colina Pienoeli (Pyhenohely), alcanzó con proyectiles pesados el adarve y el pomerio del tercer muro.

Entonces comenzó el ataque, pero no a la carrera, como el intento fallido de dos semanas antes. Los fusileros protegieron con su fuego a equipos de asalto equipados con bombas de mano, pistolas repetidoras y lanzallamas portátiles; estos eran equipos manuales que se manejaban entre tres hombres, y que cubrieron los escombros de aceite de piedra ardiente. Se emplearon no para abrasar a los defensores (que seguían en sus refugios) sino para quemar mechas y las cargas que pudieran estar escondidas. Una vez en lo alto de la muralla, los asaltantes despejaron los bastiones con sus bombas de mano; tras ellos ascendieron los fusileros, que batieron a los turcos que intentaban expulsar a los aliados de las brechas. A los quince minutos el muro norte estaba en poder de los sitiadores. Los turcos que quedaban en los túneles fueron reducidos con bombas y con los lanzallamas.

Tomado el muro norte, los aliados se encontraron con un barrio alto que había sido convertido en una sucesión de obstáculos, pero que no fue capaz de aguantar el fuego artillero. Durante quince días había sido el objetivo de obuses y cohetes, y las más de las casas se habían derrumbado. Además, durante el asalto a los bastiones los cañones y obuses aliados siguieron tirando, sobre todo los de la colina Magasagi. Después fueron los lanzallamas los que incendiaron las primeras casas, obligando a que los turcos las evacuaran. El avance por el barrio fue metódico: primero, los edificios eran cañoneados, no solo por las piezas pesadas, sino por cañones de acompañamiento que se habían subido a la muralla; especialmente destructivos fueron dos obuses del veintiuno. Después, los infantes atacaban las casas con bombas de mano, las incendiaban con lanzallamas o las demolían con cargas explosivas. A los tres batallones de asalto, que habían sido reforzados con otros tres, les llevó seis horas llegar ante el tercer muro. Este, que era de menor entidad, había sido batido del revés desde las colinas. Se estaba subiendo a la ciudad alta un cañón pesado, con la intención de abrir brecha, cuando los defensores capitularon. Esa misma tarde se rindieron los castillos de la colina Gellert.

Los veintiséis días que llevó el sitio de Buda fueron costosos para ambos bandos. Las pérdidas aliadas fueron de cinco mil hombres, la mayoría durante el primer asalto; pero los otomanos sufrieron tres mil muertos, cinco mil heridos y el resto, hasta veintiún mil, capturados; hay que tener en cuenta que en Buda se habían refugiado los defensores de Vac, Budafok y Pest. La artillería aliada disparó cerca de veinte mil proyectiles sobre la ciudad, que quedó casi completamente arruinada; tan solo se respetaron la iglesia de San Matías y el palacio real. Ni siquiera se salvó la ciudad baja que, aunque no había sido asaltada, fue bombardeada con cohetes y por cañones situados al otro lado del Danubio.

Tras la toma de la ciudad, los defensores supervivientes fueron respetados, no solo por los términos de la capitulación sino en homenaje a su valor. Sin embargo, la población, que era musulmana y hebrea, fue expulsada; tan solo se permitió permanecer a dos centenares de judíos que habían colaborado con los sitiadores proporcionando información. Buda fue repoblada con magiares y alemanes.

La caída de la ciudad dejó libre a los ejércitos aliados para que en las semanas siguientes culminaran la reconquista de Hungría.



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Reacciones a la campaña de los Balcanes

La gran victoria de Nagimán y la reconquista de Buda fueron aclamadas en toda Europa, salvo en los estados protestantes. En Roma, el papa Inocencio XI ordenó una semana de celebraciones, y para premiar a los vencedores creó la Suprema Orden de Cristo, siendo sus primeros caballeros el emperador Leopoldo del Sacro Imperio, el Rey Emperador Felipe del Imperio Hispánico, el rey de Polonia Jan Sobieski, el marqués de Lazán, y Carlos de Lorena, ahora Duque de Buda por su papel en la conquista de la ciudad.

En la mayoría de las capitales europeas se hicieron celebraciones similares. Especialmente fastuosas fueron las de Viena, ciudad que veía como el peligro turco se alejaba definitivamente, y las de Varsovia, donde se destacó el papel de su caballería en las batallas de Viena. En Madrid, la victoria sobre el tradicional enemigo fue comparada a la de Lepanto. El anciano Felipe IV presidió las ceremonias; durante tres días las calles madrileñas fueron una fiesta. Lo mismo ocurrió por todas las poblaciones hispanas, especialmente en las ribereñas del Mediterráneo. Incluso en plazas hostiles como Ámsterdam hubo festejos en honor de la victoria.

Igual que el Sumo Pontífice, los estados aliados galardonaron a los vencedores. El emperador Leopoldo creó la Orden Militar de la Corona de Hierro, con él como gran maestre, siendo caballeros de primera clase Carlos de Lorena, el marqués de Lazán y los reyes de Polonia y de España. Muchos otros oficiales fueron condecorados; destacaba el capitán Venancio Betorz, «el Capitán Vengador», que además de barón de Gran pasó a ser caballero de segunda clase de la orden, rarísimo honor que pocos soldados alcanzaron. Para no ser menos, el rey Jan Sobieski creó la Orden de los Caballeros de San Estanislao para los generales que participaron en la campaña.

En España ya se habían creado órdenes militares para galardonar a sus héroes, y el rey Felipe no creyó necesario instaurar otras. Ahora bien, decidió establecer un nivel superior de la orden de Jaime I el Conquistador, la Gran Cruz Laureada, que podía concederse tanto a los mandos de ejércitos victoriosos como a los soldados que demostraran un valor extraordinario. Fue le marqués de Lazán el primer galardonado, así como sus jefes de cuerpo, los generales Ruiz de Apodaca y Larrando de Mauleón, y el almirante Atondo. Entre los receptores por méritos individuales también estuvo el capitán Betorz.

Con todo, lo importante no fueron las fiestas o los honores concedidos, sino la repercusión política. La gran victoria afirmó a Lazán y a sus partidarios frente a sus rivales tradicionalistas; hasta el Príncipe de Asturias envió una afectuosa carta de felicitación al marqués de Lazán, a pesar del disgusto de su esposa. La posición del marqués se hizo tan firme que decidió regresar cuanto antes a España para continuar su plan de reformas, aprovechando su popularidad, aunque los movimientos turcos le obligaron a permanecer durante algún tiempo en los Balcanes.

La victoria también reforzó el prestigio del emperador Leopoldo. Aunque la ayuda española hubiera sido decisiva, habían sido sus fuerzas las que habían resistido en Viena, y con los polacos, las vencedoras en Kahlenberg. También podía vanagloriarse de la conquista de Buda, operación en la que los austriacos fueron mayoría. Es más, la dependencia de la ayuda española mostró a propios y extraños la necesidad de modernizar el país. Como consecuencia, Austria fue el segundo territorio europeo en incorporarse a la Revolución Industrial, mediante la introducción de máquinas españolas que sirvieron de modelo para diseños propios.

Probablemente, el más beneficiado fue el rey de Polonia, Jan Sobieski. La República de las Dos Naciones estaba amenazada no solo por sus vecinos, sino sobre todo por la nobleza que se escudaba en el principio de igualdad, que en el Sejm (las Cortes polacas) habían convertido en el «liberum veto». Según la tesis de los aristócratas, el principio de igualdad se vulneraba si una mayoría se imponía sobre una minoría, aunque fuera de un único diputado. La consecuencia era que bastaba un veto para bloquear cualquier decisión e incluso para interrumpir las sesiones del Sejm. El rey Jan Sobieski estaba encontrándose con serias dificultades ya que, durante su reinado, la mitad de las sesiones del Sejm fueron bloqueadas, dejándole sin fondos, sin poder introducir las reformas que deseaba, y sin poder convertir la monarquía electiva en una hereditaria, como manera de asegurar la sucesión.

El escándalo se produjo cuando durante el verano de 1681 la Inquisición Civil española encontró pruebas de que varios diputados del Sejm habían sido sobornados por potencias externas, entre las que se contaban el electorado de Brandemburgo, Rusia y el Imperio Otomano. Que esos diputados se enriquecieran bloqueando la recaudación de los fondos que necesitaban los soldados polacos que estaban liberando Viena hirió mortalmente al sistema, ya que buena parte de los polacos, incluyendo parte de la nobleza y de los diputados del Sejm, consideraron que el «liberum veto» se estaba convirtiendo en una herramienta de los enemigos de las Dos Naciones.

El marqués de Lazán, tras consultar con el Rey Emperador (se conserva la carta en el Archivo Real) dio garantías al rey Jan Sobieski del apoyo incondicional español. Tras volver a Varsovia con la aureola del héroe, el rey comenzó un plan de modernización que incluyó la reforma del Sejm, del ejército y de la administración polaca. La transformación no fue fácil y se produjeron algunos disturbios, que fueron sofocados por el ejército, que con sus armas modernas se impuso con facilidad sobre las milicias nobiliarias rebeldes. También se sublevaron varios clanes cosacos de la frontera, siempre levantiscos, y que además profesaban la fe ortodoxa, mientras que el catolicismo era uno de los pilares de la República de las Dos Naciones (que tras las reformas de Sobieski pasó a llamarse la Doble Unión). Sin embargo, la rebelión fue controlada con facilidad, en parte con la colaboración de otros clanes cosacos, que veían en el auge militar de la Unión la ocasión para adentrarse en los antiguos territorios turcos, tártaros y persas.

El triunfo consolidó la amistad entre España, Austria y Polonia. Las tres potencias decidieron convertir la Santa Alianza en una unión no solo militar sino también política y económica, de tal manera que sus miembros no solo se beneficiaron de los despojos turcos, sino con el incremento del comercio y la transferencia de tecnología, de tal manera que la Santa Alianza (posteriormente, la Alianza Europea) pasó a ser principal actor de la política mundial.

Los restantes miembros de la Santa Alianza vieron la enorme victoria en parte con alegría, pero también con inquietud. Sobre todo Venecia, con una economía en decadencia cada vez más dependiente de la española. La competencia valenciana había arruinado la industria del vidrio, el comercio de especias había desaparecido tras la conquista española de Egipto, su marina mercante había sido desplazada por los modernos barcos hispanos, y también la banca se había arruinado, pues el imperio español ya no solicitaba préstamos externos, sino que eran los bancos hispanos los que financiaban a las naciones europeas. La única actividad floreciente era la de servir de intermediaria para vender productos españoles en los países hostiles a la Monarquía Católica: en la práctica, Venecia se estaba convirtiendo en un títere de Madrid.

La política veneciana era tradicionalmente cambiante, buscando un equilibrio tanto en Italia como en el Mediterráneo, pero ahora este equilibrio estaba roto. A su pesar, la Signoria se vio obligada a integrarse en la Santa Alianza; al menos, esperaba que el auxilio hispano le permitiera recuperar sus antiguas posesiones en el Jónico y el Egeo, tal vez incluso Chipre. Sin embargo, Madrid no olvidaba las anteriores maniobras venecianas, y apoyó la ocupación de Istria por el Sacro Imperio, con el pretexto de facilitar los traslados de tropas a los Balcanes. Tras la victoria, el embajador veneciano ante el Imperio solicitó al marqués de Lazán la retirada de las fuerzas españolas e imperiales. Se conserva la carta que en la que el marqués informaba al Rey Emperador de su respuesta:

«Don Carlo Ruzzini, embajador veneciano ante su Majestad Imperial, vuestro sobrino el emperador Leopoldo, tuvo el atrevimiento de solicitarme que le auxiliara en su exigencia de que las tropas aliadas evacuaran el enclave de Istria, península en el norte del Adriático cuyos puertos son de crucial importancia para la guerra con el infiel. Mi primera intención hubiera sido rechazar de plano tal demanda, no tanto por el fondo sino por las formas, ya que tal petición hubiera decido ser presentada ante Vuestra Majestad por el embajador de la Signoria en la Villa y Corte. Poco antes de mi partida, cuando tuve el honor de ser recibido ante vuestra augusta persona, os dije el valor que tenía el territorio de Istria para las relaciones con nuestro fraternal aliado el Sacro Imperio, pues depender exclusivamente de Trieste supone el riesgo de ver cortada esa importante línea de comunicación. Además, Istria había sido territorio imperial del que Venecia se había apropiado; aunque fuera en tiempos pretéritos, se trataba de un argumento de gran valor que esgrimí ante Don Carlo».

«No se os escapará el papel que Venecia ha tenido en las guerras italianas y contra el turco, siempre presta a aliarse con franceses u otomanos si piensa que puede obtener algún beneficio. Esa mercenaria república está alarmada por el ascendente cada vez mayor que vos tenéis sobre Italia, y el de vuestro imperial sobrino sobre los Balcanes. No me causaría extrañeza que en cualquier momento quiera forzar una negociación con el turco para afianzar sus patéticas conquistas».

«Sin embargo, Venecia aun puede tener alguna utilidad. Sigue resultando útil como intermediaria comercial. Recordad que mercadeando con las naciones herejes conseguimos arrebatarles el oro que de otra manera emplearían para armar ejércitos. Aunque parezca más honorable derrotarles en el campo de batalla, Su Majestad recordará las tribulaciones que padecimos en el nefasto año de mil seiscientos cuarenta. Mejor me parece arrancar el oro de manos herejes y que no puedan comprar balas dispararlas contra nuestros súbditos. En ese comercio, Venecia no es indispensable, pues Génova es aliada más fiel, y hay naciones italianas que ansían asociarse a nuestro negocio. Aun así, la República dispone de una red de agentes que facilitan nuestras intenciones. De igual o mayor importancia me parece que Venecia se mantenga en la Santa Alianza. Militarmente, su auxilio es mínimo, su permanencia refuerza la imagen de unidad contra el infiel, sin olvidar que nos proporciona el pretexto para intervenir en Grecia».

No pudiendo acceder a las pretensiones de Don Carlo Ruzzini, pero tampoco siendo conveniente desairarlo, repuse al embajador que Istria, con sus caminos y puertos, resultan tan importantes para la guerra que no podía atreverme a debilitar su guarnición. Eso sí, prometí a Don Carlo que cuando finalizara la guerra, la Santa Alianza negociaría la devolución de Istria, así como una adecuada compensación a Venecia por su sacrificio. Huelga decir que no todas las negociaciones llegan a buen término y, en lo que de mí dependa, esta no lo hará. Sin embargo, preferí reservarme tal pensamiento».

En su informe para el Consejo, Ruzzini decía que la respuesta española había sido negativa, y que le parecía improbable que Venecia llegara a recuperar esa provincia. Ya que era inviable salir de la Santa Alianza y reconquistar Istria, no solo militar sino políticamente, la única opción era seguir participando en las operaciones contra los turcos con la intención de hacerse con territorios que compensaran la pérdida. En todo caso, la Signoria comprendió que el sino de la República era convertirse en una marioneta de hispanos y españoles, y empezó a buscar un acercamiento hacia franceses y turcos.

Sin embargo, quienes quedaron más impresionados por la aniquilación del ejército turco fueron los enemigos de los españoles. Las principales potencias protestantes (Inglaterra, Suecia y, en menor medida, Brandemburgo y Sajonia), así como la católica Francia, tradicional rival de los españoles, llevaban años intentando recuperar su potencia militar. Tanto Francia como Inglaterra habían sido estrepitosamente derrotadas en la guerra de Dunkerque, e Inglaterra había vuelto a serlo durante la guerra a los Piratas y la posterior guerra civil. Aun así, el régimen parlamentario estaba buscando aliados, y había enviado embajadores al rey francés Luis XIV, al sueco Carlos XI, y al sultán Mehmed IV. El sultán turco había hecho lo mismo, y los reyes Luis XIV y Carlos XI estaban haciendo un gran esfuerzo para organizar ejércitos y marinas que pudieran oponerse a los españoles. Sin embargo, cuando apenas habían comenzado las negociaciones se supo de las grandes victorias aliadas. Tanto el rey francés como el sueco prefirieron continuar con sus preparativos y esperar mejor ocasión; la Inglaterra parlamentaria y la Sublime Puerta tuvieron que continuar la guerra en solitario.



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El alcance de Lazán

Las operaciones emprendidas tras el éxito de Nagimán fueron claro ejemplo de lo que el marqués de Lazán llamó «el Alcance», es decir, la explotación de la victoria. En su libro decía que incluso el mayor triunfo sería huero si el vencedor no se aplicaba a destruir lo que quedara del ejército enemigo. Ponía como ejemplo las batallas de la Reconquista, donde la mayor parte de las bajas del perdedor no se producían durante la pugna, sino cuando el ejército se desmoronaba y los supervivientes trataban de escapar. Era entonces cuando los caballeros victoriosos masacraban a los fugitivos.

Los cambios de la técnica militar habían dejado atrás las tácticas medievales, pero la sustancia era la misma. Se trataba de sustituir ese «alcance» que se hacía a caballo y durante unas pocas horas, por una enconada persecución para capturar o matar a los derrotados, aprehender sus armas e impedimenta, y hacerse con sus plazas fuertes, sin permitir que el vencido se reorganizara. Como ejemplo proponía la batalla del río Garellano, cuando el Gran Capitán había destruido al ejército francés no durante el cruce del río sino con una persecución encocada. Otro que citaba era la «Noche española» tras la batalla de Camarasa, cuando el barón de Chelb (y futuro marqués de Camarasa) acosó y destruyó al ejército francés en una persecución que no cesó hasta la caída de Barcelona.

Ya hemos visto como Lazán pensaba que el objetivo prioritario era el ejército enemigo; sin embargo, la aplastante victoria de Nagimán hizo casi innecesaria la persecución. Solo una fracción de la caballería y del cuerpo de jenízaros consiguió ponerse a salvo; del resto, los que no fueron muertos o capturados quedaron atrapados en las fortalezas del Danubio. Las más cercanas a Viena cayeron rápidamente e incluso Buda, la principal, fue expugnada tras un sitio relativamente corto.

Aun así, Lazán prefirió no centrarse en la conquista de las ciudades. Los problemas de los aliados ante Buda le obligaron a intervenir con parte de sus fuerzas; por eso fue más destacable la arriesgada maniobra que acabó con el dominio otomano en la planicie del Danubio. El cuerpo de ejército de Espínola, reforzado con la caballería aliada, partió hacia el sur tras un mínimo descanso y recorrió la Transdanubia a marchas forzadas, bloqueando o tomando las plazas, dispersando y apresando a los fugitivos, y llegando ante Belgrado tan rápidamente que la ciudad apenas pudo presentar resistencia. La velocidad con la que se movieron las fuerzas de Espínola hizo que llegaran ante las plazas turcas casi al mismo tiempo que los fugitivos que llevaban la noticia del desastre. Las avanzadas de caballería ligera apresaron o mataron a muchos fugitivos, y los que se salvaron fue a uña de caballo, dejando atrás armas y equipos, y sin tener la posibilidad de reorganizarse. Asimismo, el avance español desencadenó las sublevaciones de Eslavonia y de Serbia, que atraparon a los turcos que habían quedado en las fortalezas.

El principal núcleo de supervivientes (que incluía a los jenízaros) tuvo una retirada más sencilla por Buda. Afortunadamente para los otomanos, el pachá Abaza Siyabus tomó la decisión de poner a salvo lo que quedaba del cuerpo; el avance de Espínola por la otra orilla del Danubio imprimió mayor urgencia a la retirada, que acabó convirtiéndose en desbandada cuando los españoles tomaron el puente de Solimán. El anteriormente organizado cuerpo llegó a Temesvar como una muchedumbre de fugitivos. Allí, el agá Beki Mustafa los reorganizó, mientras Abaza Siyabus seguía hasta Sofía, donde los búlgaros amenazaban con rebelarse.

Finalmente, solo una fracción de la caballería y de los jenízaros lograron escapar. Sin embargo, los demás supervivientes del ejército, que se creían a salvo en Buda y las plazas del Danubio, ban a sufrir la segunda parte de la maniobra de Espínola, tan atrevida como la anterior: tras cruzar el Danubio avanzaron hacia el norte por la margen occidental del río Tisza aislando Buda y las plazas de la Gran Llanura húngara, y contactando con el reino de Polonia tras acabar con el estado de la Alta Hungría, vasallo de los otomanos. Las guarniciones de Buda y de las fortalezas de Hungría quedaron atrapadas y ya solo era cuestión de tiempo que sucumbieran. El avance hacia Belgrado y la cabalgada por la Gran Llanura acabó causando a los otomanos casi tantas pérdidas como la batalla de Nagimán.

Tras una corta interrupción mientras finalizaba la conquista de Buda, se emprendió la tercera parte de la explotación. El veinte de octubre los ejércitos aliados cruzaron el río Tisza y avanzaron hacia el este, llegando en dos semanas a las estribaciones de los Cárpatos y de los montes Apuseni. Durante las semanas siguientes fueron reducidas las plazas fuertes que habían quedado atrás, y a mediados de diciembre la presencia otomana en Hungría había desaparecido. Sin embargo, las fuerzas españolas no participaron en estas últimas operaciones, ya que se estaban dirigiendo hacia el sur, donde se estaba fraguando una nueva amenaza turca.

El resultado de la campaña fue impresionante. En tres meses los aliados habían reconquistado ciento cuarenta mil kilómetros cuadrados, es decir, la mitad de la superficie del reino de Castilla, y a pesar de la magnitud de la campaña y de las batallas, sus bajas fueron reducidas: unas cincuenta mil (quince mil muertos), la mitad en la primera fase de la ofensiva turca, y el resto en la defensa de Viena y el sitio de Buda. Las innovaciones sanitarias consiguieron que incluso imperiales y polacos tuvieran pocas bajas por enfermedad. Por el contrario, los turcos perdieron cerca de un cuarto de millón de hombres, la mitad en los alrededores de Viena y Budapest, el resto en la persecución y en las guarniciones de las ciudades y fortalezas que quedaron atrás. Se capturaron quinientos cañones, de nuevo la mayoría en las fortalezas, decenas de miles de monturas, cantidades ingentes de provisiones, e incluso el tesoro que el gran visir llevaba para pagar a sus tropas.

Aun así, el marqués prevenía contra movimientos alocados, y recordaba que hasta un enemigo derrotado puede volverse y morder. De allí que recomendara que durante la persecución se tomaran las mismas precauciones que durante la maniobra, y advertía del riesgo que corrían los perseguidores, sobre todo si el acoso se detenía y se daba al enemigo tiempo para reorganizarse. En tal caso, recomendaba emplear la maniobra para poner de nuevo en fuga a los contrarios pero, si no era posible, era mejor hacer una pausa para recuperar fuerzas, y preparar una nueva campaña.

En este caso, fue la resistencia de Buda la que frenó las maniobras aliadas. Es difícil saber lo que hubiera podido ocurrir de haber tomado Lorena la ciudad, o de haberse limitado a bloquearla, como proponía Lazán. De haber dispuesto el marqués de sus dos cuerpos, Espínola podría haber seguido moviéndose hacia el sur, mientras Idiáquez reconquistaba la llanura húngara. Incluso hay autores que especulan que la intención del marqués era cruzar los Cárpatos antes de que cayeran las primeras nieves. Sin embargo, la detención de las operaciones permitió que los turcos se consolidaran en Transilvania y en el eyalato de Temesvar, movimiento que llevó a la que ha sido llamada «la batalla perfecta».



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La perfección


«Dios Nuestro Señor negó la perfección al ser humano, pero es nuestro deber buscarla»

Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La batalla perfecta

El último acto de la campaña de 1681 se produjo en Temesvar, y fue el mejor ejemplo de la doctrina operativa del marqués de Lazán. Tras la gran victoria de Nagimán y la reconquista de la llanura del Danubio, parecía que la campaña de 1681 había finalizado; sin embargo, aun se iba a producir un último esfuerzo turco.

La reconstrucción del ejército turco

Como se ha descrito previamente, el nuevo gran visir Kara Ibrahim estaba reuniendo un ejército con el que resistir a los aliados. Ya se han relatado las dificultades que encontró. Aunque consiguió algunos voluntarios, no tenían armamento moderno, y tuvieron que equiparse con arcabuces y mosquetes de producción local, así como con viejos cañones procedentes de almacenes y fortificaciones. Se estaba intentando copiar las armas españolas, con escasos resultados: al carecer de la metalurgia avanzada hispana, ni con el auxilio de técnicos franceses y suecos se conseguía fabricar armas fiables. Los armeros lograron fabricar algunos mosquetes rayados de retrocarga, pero en cantidades minúsculas y, además, sus cañones de hierro no solo eran muy pesados, sino que reventaban con facilidad, obligando a emplear cargas reducidas. Mejores resultados se lograron con la conversión de cañones navales, de los que había gran número, en piezas de campaña y de sitio. Las más pesadas se emplearon para reforzar las fortalezas, mientras que los cañones ligeros se montaron en cureñas de ruedas que recordaban a las españolas. Asimismo, se había conseguido incrementar la producción de pólvora y de proyectiles: aunque buena parte de los soldados seguirían armados con arcos y armas blancas de corte, una proporción apreciable iba a llevar armas de fuego. Un refuerzo inesperado fue el de medio centenar de cañones de acompañamiento de tipo sueco. Eran de origen francés y habían sido transportados por comerciantes venecianos: la Serenísima, a pesar de formar parte en la Santa Alianza y estar empeñada en los combates del Adriático, temía el fortalecimiento de españoles e imperiales. El asunto de los cañones acabaría teniendo graves repercusiones.

Los problemas del visir no se limitaban al armamento. Tan grave o más era la deficiente formación de los reclutas. Lo mejor de los jenízaros había caído ante Viena, en Nagimán y en Buda. El cuerpo pudo reconstruirse, pero aceptando voluntarios atraídos por el prestigio y los privilegios, que en otra situación no hubieran podido ni soñar con ser admitidos. Algo parecido ocurrió con la caballería espagi: aunque consiguió recuperar su número, fue mediante mercenarios, antiguos aquincis que fueron reclutados por los magnates. El resultado fue el deterioro de la calidad de estos cuerpos. De hecho, lo mejor del nuevo ejército procedía de las guarniciones, y de irregulares sekbán que habían sido reunidos en formaciones regulares. Asimismo, se habían solicitado nuevos contingentes a los estados vasallos aunque, como parece lógico, los cristianos eran poco de fiar, especialmente tras el doble papel de Serban Cantacucino, que había tenido que escapar al campo aliado tras una rebelión de sus boyardos alentada por los turcos. En cualquier caso, las fuerzas cristianas fueron enviadas a Mesopotamia donde sustituyeron a las guarniciones otomanas, que reforzaron el ejército de Palestina.

La caballería seguía siendo numerosa, pero su composición había variado. Se habían pedido refuerzos al kanato de Crimea, pero la amenaza polaca en Ucrania hizo que fueran pocos los que llegaran. El núcleo eran los espagis que, como se ha relatado, tenían una elevada proporción de mercenarios y de antiguos irregulares. El principal problema estaba en las monturas. Tres cuartas partes de los animales se habían perdido en la malhadada campaña de Viena, y el ganado que se había conseguido reunir era de peor calidad.
Otro obstáculo fue el fracaso en la recluta de voluntarios. Ya se ha explicado previamente que, si acudían, era por unas perspectivas de botín que ahora no existían. Se volvió a hacer un llamamiento a la guerra santa, pero eran demasiados los que habían desaparecido en el Danubio. El llamamiento iba tan mal que el gran visir tomó una medida desesperada: instaurar el reclutamiento obligatorio. Ya existía, pero en esta ocasión iba a ser mucho más amplio y debía afectar a uno de cada cinco varones con edades entre veinte y veinticinco años. Solo los musulmanes sunitas estarían obligados a la prestación, con el pretexto de que los pueblos vasallos ya estaban obligados a proporcionar fuerzas. Había excepciones, como con los casados con tres o más hijos, o los hijos únicos de viudas. Asimismo, un recluta podría eximirse del servicio si presentaba en su lugar un voluntario. El edicto no olvidaba a los cristianos y los hebreos: aunque se les eximía de prestar servicio de armas, fueron gravados con un impuesto extraordinario equivalente al quinto de sus haciendas. Este impuesto no afectaba a los estados vasallos, pero Kara Ibrahim les exigió una contribución extraordinaria equivalente a los tributos de tres años.


Como era de esperar, hubo todo tipo de abusos. Como no había un censo fiable, los sanjak beys (regidores de sanjacs, las provincias turcas) indicaron a los mutasarrif (gobernadores) y cadis (funcionarios con atribuciones militares, administrativas y judiciales) el número de reclutas que debían conseguir, y estos los escogieron a su antojo. Hubo algunos que efectuaron algún tipo de sorteo, pero los más los eligieron guiándose por sus antipatías personales o por los sobornos que recibían.

El firman proporcionó tal número de reclutas que compensó sobradamente la ausencia de voluntarios, pero la medida fue muy impopular. No faltaron voces pidiendo que se pusiera coto a los abusos, pero la urgencia en conseguir hombres era tal que el visir ordenó que se tratara como rebeldes a los que protestaran. Muchos reclutas prefirieron desertar, pero como los cadís tenían una cuota que cumplir, alistaron a otros en su lugar. Además, los reclutados estaban ayunos de experiencia militar, y por lo general carecían hasta de ropas de abrigo (aunque el decreto les obligaba a aportarlas). Hubo que agruparlos de cualquier manera, entregarles armas de los depósitos (que consistían en lanzas y a veces espadas, ya que las de fuego se reservaron para los veteranos) y enviarlos a los Balcanes, procurando instruirles por el camino.

En conjunto, a mediados de octubre Kara Ibrahim había conseguido reunir unos ciento veinte mil infantes y veinticinco mil jinetes con ciento cincuenta cañones, aunque la calidad del ejército ni se aproximaba a la del que invadió Austria la anterior primavera. Aun así, se trataba de una fuerza muy numerosa que podía suponer una seria amenaza para los aliados o, al menos, un obstáculo para la realización de sus planes.

Mientras reunía ese ejército, Kara Ibrahim intentó negociar con los aliados. A pesar de la caótica situación en los Balcanes, envió parlamentarios bajo bandera de tregua, pero fueron rechazados por las avanzadas aliadas, que tenían órdenes de solo aceptar capitulaciones. Esa condición había sido impuesta por el marqués de Lazán, que temía que sus aliados se contentasen con las provincias reconquistadas y dejasen pasar la ocasión de dar un golpe mortal al imperio otomano. Tras el fracaso, el visir intentó hacerlo mediante países neutrales; pero el bloqueo del Mediterráneo le impedía ponerse en contacto con su embajador en París. Un embajador enviado a Venecia volvió con las manos vacías, ya que los venecianos exigían como condición previa la devolución de Candía y Chipre. Finalmente, Kara Ibrahim se vio obligado a buscar la mediación rusa, pero los enviados aun estaban de camino cuando se inició la nueva fase del conflicto.

Problema añadido era que el visir no tenía mucho que ofrecer. Incluso entregar las provincias ya perdidas podría llevar a su deposición (y ejecución). A lo sumo, estaba dispuesto a ceder Budapest y, tal vez, Belgrado. En todo caso, para salvar su cuello necesitaba aparentar firmeza y, por tanto, estaba obligado a enfrentarse a los aliados.



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El ejército otomano se dirige a Temesvar

El gran visir conocía las deficiencias de su ejército; además, los combates de la llanura vienesa habían demostrado que los aliados, especialmente los españoles, eran temibles en campo abierto; también, que un ataque frontal a una posición defendida con armas modernas era suicida. En esas condiciones, Kara Ibrahim sabía que cualquier intento de reconquistar las provincias perdidas conduciría al desastre, al menos mientras no se incrementara la recluta y los hombres no recibieran mejor entrenamiento y nuevas armas.

A posteriori, la decisión más sensata hubiera sido abandonar la llanura del Danubio, pero le era imposible. En el serrallo no se aceptaría que abandonara buena parte de las posesiones europeas. Como mínimo, significaría recibir el lazo de seda, y era probable que también llevara a la deposición del sultán. Además, la pérdida de la llanura danubiana seguramente sería seguida de la de Bosnia y Albania, de Bulgaria, que estaba al borde de la rebelión, y de Valaquia, donde Jorge Ducas, que había sustituido a Cantacucino, tampoco era de fiar. A su pesar, el gran visir se vio forzado a intervenir. Para conseguir el tiempo para entrenar y armar un nuevo ejército, Kara Ibrahim decidió trasladarse a los Balcanes con las fuerzas disponibles, no para presentar batalla, sino para escoger un lugar donde fortificarse y, desde allí, amenazar los movimientos aliados. La intención era atraerlos para impedirles culminar la conquista de la llanura húngara antes del invierno, que detendría las operaciones durante varios meses. Era el tiempo que necesitaba para empezar las negociaciones y, si no llegaban a buen fin, para reforzar el ejército.

Había varias opciones. La ideal hubiera sido fortificarse en los pasos de los Cárpatos, pero era la que el visir no podía escoger, ya que significaba abandonar la llanura danubiana. La alternativa menos atractiva era desplazar el ejército a Sarajevo. Aunque los Alpes Dináricos ofrecían posiciones muy fuertes, prácticamente inexpugnables, allí sería difícil aprovisionar una fuerza importante y, si los aliados decidían forzar los pasos de los Cárpatos, estaría demasiado lejos y no podría detenerlos. Algo parecido ocurría con Valaquia o Moldavia; aunque allí tendría menos problemas con los suministros gracias al dominio del Mar Negro y de los grandes ríos de la región, se trataba de posiciones excéntricas, que dejarían en bandeja a los aliados la conquista de las Puertas de Hierro, de Bosnia e incluso de Bulgaria.

En la práctica, si el visir quería amenazar a los aliados, no tenía otra opción que cruzar los Cárpatos. De nuevo, tenía dos posibilidades. Una, fortificarse en Transilvania, cuyo relieve facilitaría la defensa. Sin embargo, también sería fácil para los aliados bloquear los pasos que desde la meseta transilvana llevaban a la llanura, mientras invadían Bosnia y Albania. Además, el principado de Transilvania era un estado vasallo de lealtad cada vez más dudosa, donde no sería fácil conseguir suministros.

La otra posibilidad, la escogida, era ir a Temesvar. La ciudad, junto a con Buda y Belgrado, era una las principales plazas fuertes de la llanura del Danubio, la única que todavía seguía en manos turcas. Además, era la capital del eyalato de su nombre, que tenía una proporción importante de población musulmana. La principal ventaja consistía en que desde Temesvar el ejército turco podía amenazar tanto la Gran Llanura como Belgrado. A cambio, era una provincia prácticamente llana, aunque el visir pensó que se podría apoyar en los numerosos ríos y canales, así como en las fortificaciones de la ciudad que, aunque anticuadas, podrían resistir durante un tiempo a la artillería española. Además, en caso necesario, no le sería difícil retirarse a los Cárpatos o a Transilvania. Al menos, eso creía.

Temesvar era, como hemos visto, una de las principales plazas otomanas desde su conquista en 1552. Estaba defendida por una gruesa muralla abalartuada, aunque se notaba lo anticuado de su concepción en que carecía de obras exteriores y que los redondeados baluartes conservaban características medievales. Con todo, su principal defensa era el río Bega, que había sido desviado de tal manera que la ciudad había sido convertida en una isla con el agua lamiendo el pie de los muros. Otros canales del río, sumados a los ríos Mures y Timis con sus orillas pantanosas, suponían una protección adicional tanto para Temesvar como para el ejército otomano.

Tomada la decisión, las primeras tropas salieron hacia Sofía cuando apenas se acababa de formalizar el sitio de Buda. Sin embargo, el anterior esfuerzo contra Viena había consumido las existencias de los almacenes, y los turcos tuvieron que moverse todavía más lentamente de lo habitual. El vacío de fuerzas turcas permitió las atrevidas campañas de los aliados en la llanura húngara; ahora bien, no fue del todo perjudicial para los hombres de Kara Ibrahim, pues la parsimoniosa marcha permitió que se fueran incorporando más reclutas. Aun así, el retraso hizo que hasta el quince de noviembre no se iniciara el cruce de los Cárpatos por los pasos de Domasnea y de Pestera. Demasiado tarde, para desgracia de los reclutas.

El otoño de 1681, además, estaba siendo tan duro como había sido la primavera. Desde finales de octubre los montes Cárpatos sufrieron lluvias torrenciales que en noviembre de convirtieron en nevadas. Los turcos se vieron obligados a abrirse camino en la cada vez más gruesa capa de nieve. Las avanzadas sufrieron terriblemente, pues procedían de regiones costeras y, aparte de no estar habituados al frío, no llevaban ropa de abrigo ni calzado adecuado. Aun así, el primero de diciembre el ejército otomano comenzó a reunirse en Temesvar. La guarnición fue reforzada, pero la mayor parte del ejército se apostó al sur de la ciudad, entre los ríos Beja (que pasaba por Temesvar, como se ha dicho) y Timis (a pocos kilómetros al sur). El espacio entre los dos ríos, tanto al este como sobre todo al oeste, fue cerrado mediante empalizadas festoneadas con fuertes. Otras posiciones se construyeron en la orilla del Beja, de tal manera que los turcos se encerraron en un rectángulo fortificado de unos quince por seis kilómetros. El visir pensaba que así tendría espacio suficiente para sus fuerzas, que las líneas no solo serían fáciles de defender, y que sus hombres podrían acudir rápidamente a los lugares amenazados. Asimismo, los dos ríos protegían las rutas hacia los Cárpatos y hacia Transilvania, por donde llegaban los suministros y por las que podría retirarse de ser necesario.

A medida que iban llegando más fuerzas, los hombres trabajaban en mejorar las defensas, rompiendo el suelo congelado con hogueras para cavar fosos y levantar más fuertes. Asimismo, Kara Ibrahim envió su caballería a realizar incursiones en dirección a Belgrado y a la llanura húngara. De todas maneras, el visir no quería perderla, y dio instrucciones de no alejarse demasiado y de evitar en lo posible los enfrentamientos, ya que su intención no era buscar batalla sino comprometer a sus enemigos.

Estando ya en Temesvar, el visir supo del conflicto que se estaba produciendo en Transilvania entre sus partidarios y los que preferían un acuerdo con los aliados. Estuvo considerando trasladar a su ejército por el paso de Deva, pero supuso que retirarse a Transilvania equivaldría a regalar Temesvar y su eyalato a los aliados. Tan solo envió una fuerza de treinta mil reclutas y cinco mil jinetes, al mando de Eseid Mustafá, que debían unirse a otros veinte mil hombres que llegarían directamente desde Valaquia.



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—Capitán Betorz, el coronel Aguirre le reclama.

Betorz dejó que el teniente Allué continuara con la instrucción. Los tenientes Allué y Grasa se habían incorporado durante el asedio de Buda, cuando el batallón especial, antes el hispanomoravo, había gozado de un merecido permiso. Los tres oficiales, aunque nuevos en la unidad, tenían experiencia de combate y, mejor aun, su cuna era similar a la del capitán: cazadores montañeses que en su día habían aceptado la oferta de cazar gabachos. Así no desentonarían con la compañía, reducida —apenas ochenta soldados— pero buen muestrario del furtivismo en los bosques imperiales. El emperador, además de la espada, le había cedido esas gentes que depredaban los cotos, atreviéndose con las piezas de caza mayor que se suponía eran de la nobleza. Tipos que sabían eludir a los guardias y vivir en la maleza. Justo lo que necesitaba cualquier capitán vengador que se preciara.

También llegaron algunos españoles que se habían divertido en Viena. Betorz se alegró de que entre ellos estuviera Celestino, el de Nerín, que según la abuela Blasa, los Subías de allá arriba se tocaban de lejos con los Betorz de Escalona por parte de la prima Felisa, la que matrimonió con un pastor de lo alto. Al principio, Betorz prefirió no hacer caso de la petición de traslado, que si lo apiolaban estando a sus órdenes cualquiera calmaba a la Felisa, hasta que el Celestino le hizo una demostración tanto de esconderse —dos horas le llevó encontrar a ese hijo de su madre— como de puntería. Ahora lo tenía con los exploradores, junto con el leñador y Cierny.

Siendo los nuevos vengadores hombres de monte y no soldados, no era lo suyo ni la disciplina ni la cortesía militar, algo que a Betorz le importaba más bien poco ahora que ya no hacía de sargento instructor. Prefería dedicar el tiempo a que aprendieran a utilizar explosivos, a avanzar bajo el fuego y a moverse por secciones. Ya llegaría el momento de las mañas cuarteleras.

Los días de asueto en Buda no lo habían sido del todo, ya que se emplearon en enseñar algunas palabras de castellano a los nuevos, y en que aprendieran los intríngulis del fusil Mieres, que acababan de entregárselo y era aun mejor que el Otamendi. Después tocó que refrescaran sus mañas de cazadores, y descubrir sus habilidades. Los había duchos con el silencioso arco turco, otros que podían hacer una trampa con dos ramitas, quienes seguían rastros mejor que sabuesos, algunos nadaban como peces, tenían un par de valacos que hablaban la jerigonza turca, no faltaban albañiles y cocineros —siempre era bueno que hubiera gentes de oficios—, un peluquero que por las trazas tenía más de pelaire, más un par de sanitarios y una escuadra encargada de los mensajes.

La incorporación más inesperada, pero con diferencia la mejor, aunque fuera por poco tiempo, fue la del sargento ajustador de armas Don Emiliano Camblor, un tipo de acento asturiano con más luces de las que aparentaba.

—A los sos ordes, el mio capitán. Preséntase'l sarxentu primeru Camblor.

—Descanse, sargento. Supongo que usted tendrá experiencia en el monte.

—Dalguna tengo, el mio capitán. De pequeñu acompañaba al mio padre a cazar llobos que s'atrevíen col nuesu ganáu. Pero dempués dediqué a les armes y...

—Sargento, deje de hacer el ganso, que ese acento lo noto más postizo que el bisoñé del rey gabacho. Hable en cristiano y déjese de historias.

—Como deseye, mi capitán, pero dalguna palabra va escapame. Que ya son años de falar en bable por culpa d'esos cascos.

—¿Cascos? ¿Le han dado alguna coz y por eso ha acabado en los tercios?

—Non, mi capitán, que era porque tener demasiáu llixeros esos cascos la muyer del correxidor de Mieres.

Emiliano relató sus cuitas a Betorz. Era segundón de una familia con posibles de Villablinos, que en lugar de al seminario lo habían enviado a estudiar a la Universidad Técnica de Gijón, donde se aprendían tanto las ciencias alquímicas como las de los metales. Egresado con una maestría en armamento, pasó a la fábrica de Mieres donde estaban iniciando la producción del fusil del modelo 1677. El futuro del ingeniero Don Emiliano Camblor parecía prometedor hasta que se encaprichó de una jovencita con mucho aprecio por las salchichas asturianas y que no se conformaba con la de su marido. Que resultó ser el corregidor y tener más posibles que los de Villablinos.

Emiliano vivía en un sueño rosa que se torció cuando un matasietes quiso abrirle las tripas, sin saber que el padre de Emiliano se entretenía cazando lobos, y que se llevaba a su vástago para que disfrutara con la sangre. Habiendo rematado fieras, hacerlo con otra poco le costó, aprovechando el acero de siete muelles que Emiliano siempre llevaba por aquello de las moscas que picaban. No contó con que el corregidor enviara a unos alguaciles que prestaron poco crédito a la versión del ingeniero. De tal manera que Don Emiliano Camblor, para salvar la piel, pasó a ser el recluta Camblor y se acostumbró a llamar poco la atención pues, aunque al enrolarse se olvidaban sus problemillas con la justicia, pudiera ocurrir que la memoria del corregidor fuera elefantiásica y le regalara con más sicarios.
No ocurrió; al parecer, la casquiligera estaba dando otras preocupaciones
a su cornilargo pero, por entonces, Emiliano ya estaba en el ejército. Tras disfrutar del barro y de pisotear boñigas, decidió que se iba a buscar una ocupación más tranquila mediante sus conocimientos de armamentos. Poco tardó en convertirse en maestro armero aunque, para su desgracia, siguió con su afición por los lechos ajenos, hasta que un coronel harto de quejas decidió endosárselo a los vengadores.

—Por mi mala cabeza me veo aquí, mi capitán. Pero sepa qu'ente falda y falda, aprendí un par de cosiquines que pensaba enseñarle.

Resultó que el tal Camblor había ideado aparatejos que podrían tener cierta utilidad. Algunos ya eran conocidos, aunque Camblor los perfeccionó. Sabía cómo diseñar cargas explosivas que con unos pocos kilos de pasta rayo podían derribar un castillo y, mejor aun, confeccionar otras que al reventar actuaban como un cañonazo de metralla.

—Mi capitán, ye l’efectu Sánchez Figal. Los gases a alta presión que produz la detonación de los explosivos nun se distribuin de forma esférica, como pudiera parecer, sinón que su dirección de salida ye normal, quiero decir perpendicular, a la superficie del explosivu. Si esta superficie ye cóncava, como es cargas de demolición que y dixi, van unixe formando un chorro de gas que va cortar una viga como un cuchiellu la mantega. Pero si cola pasta rayo faise una capa plana, ponemos una placa de fierro por detrás, y balines xuníos con barro seco al otru llau, van salir con tal fuerza que van convertir a los cabrones turcos en acericos.

El capitán le dio la razón, aunque no había entendido ni papa entre el mal castellano y ese efecto Figal que a saber qué era. Lo que sí entendió es que con esos trastos podía matar turcos a porrillo, y eso sí que le interesaba.

El asturiano también sabía hacer estallar las cargas desde lejos, bien con un cordel, bien como si fueran una trampa; solo necesitaba piezas de pistolas turcas capturadas que Betorz se apresuró a conseguirle. Pero el trasto que más interesó al vengador fue el silenciador. Venía a ser un tubo con una especie de capuchones perforados en su interior. Según el armero, hacían que un disparo fuera poco más sonoro que una flecha.

—Lo taba probando en Mieres, pero entá nun lo terminara cuando'l correxidor soltóme los sos matones. Nos mios ratos llibres fixi delles pruebes y…

El capitán se apresuró a pedir que se lo enseñara. El armero le dijo que necesitaba un Otamendi, porque con los potentes Mieres funcionaba peor. A esas alturas, a Betorz le bastaba con pedir para que se le diera, y al día siguiente tuvo al armero trajinando con la terraja en la boca de un fusil. Luego le roscó una especie de tubo, y lo probó contra un saco de arena. Incluso en el silencio de la armería se oyeron poco más que el chasquido del percutor y un soplido que no parecía un disparo.

—¡La leche! Enhorabuena, Don Emiliano. Hablaré con el coronel Aguirre, y seguro que le encuentra el puesto que usted se merece. Lo único que me preocupa es que lo copien nuestros enemigos.

— Nun va cayer esa breva. En Mieres lo probé con un mosquete y les resultancies fueron... ¿Interesantes? Entá siquier que lo disparé con un cordel, o agora sería mancu y tuertu.

Betorz, todavía asombrado, corrió a informar al coronel Aguirre, que a su vez se apresuró a hacerlo con Ruiz de Apodaca. Incluso llegó la noticia al marqués de Lazán. Al poco llegó una orden que ascendía a Camblor a capitán —había una manera de ascender más deprisa que hacerse vengador, pensó Betorz—, lo ponía a cargo de la maestranza y prohibía, sobre todo, que el asturiano corriera el más mínimo riesgo. Una pena perder un ajustador tan bueno. A cambio, la compañía de vengadores fue la primera en recibir las invenciones de Camblor.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La respuesta aliada

Habíamos dejado a los aliados barriendo la llanura húngara, con el ejército polaco moviéndose por las estribaciones de los Cárpatos, el imperial, recorriendo la llanura, y el español más al sur, dirigiéndose hacia Transilvania. Como se ha relatado, el tiempo estaba empeorando, y las lluvias que hicieron los caminos imposibles les obligó a detenerse durante la segunda semana de noviembre. La parada fue transitoria, ya que a partir del día quince el mismo temporal que tantos problemas estaba causando a los turcos en los Cárpatos, heló las llanuras y congeló el barro de los caminos, permitiendo que los ejércitos aliados recuperasen su movilidad, aunque de manera más penosa.

No está claro cuáles eran las intenciones aliadas. Según los documentos que han pervivido, habían planeado hacerse con los pasos de los Cárpatos orientales y conquistar Transilvania, para en la primavera siguiente invadir Moldavia y llegar al Mar Negro. Sin embargo, esos proyectos deben interpretarse con precaución. La Inquisición Civil ya había desmantelado una red de espías turcos poco antes de la maniobra del lago Balatón, y es probable que los planes que se han conservado estuvieran destinados a confundir a sus enemigos. De hecho, la petición de ropas de abrigo, así como la trayectoria de los tres ejércitos, apuntan a que iban a realizar una conversión hacia el sur para llegar a la línea de los Cárpatos.

De todas maneras, todos esos planes quedaron en papel mojado en cuanto se supo de la presencia de un nuevo ejército enemigo. Ya se ha descrito previamente que Lazán consideraba primordial la destrucción de las fuerzas de campaña enemigas. El doce de noviembre, cuando Kara Ibrahim aun no había llegado a Temesvar, Lazán se reunió con Lorena y Sobieski en Debrecen para planear la siguiente fase de las operaciones, que iba a ser modelo de cómo reaccionar ante una amenaza inesperada.

Al principio, ni Carlos de Lorena ni el rey polaco mostraron excesiva preocupación, pensando que podrían ignorar ese ejército turco mientras proseguían con la liberación de Hungría. Sin embargo, Lazán, como sabemos, era partidario de convertirlo en objetivo. Por una parte, suponía cierta amenaza, ya que desde Temesvar Kara Ibrahim podría amenazar no solo el sur de Serbia e incluso Belgrado, sino también Transilvania a través del paso de Deva. Sobre todo, la destrucción de ese ejército acabaría con la última gran fuerza de campaña otomana. Tras la victoriosa campaña de Viena y Buda, al marqués poco le costó imponer su criterio. Las fuerzas aliadas iban a cambiar de objetivo, y Kara Ibrahim lo descubriría por las malas.

Como en la maniobra de Balatón, Lazán consideraba que el secreto y la decepción serían cruciales. En este caso contaba con la superioridad numérica y material que le permitiría conseguir la victoria por las bravas; pero no quería dar ocasión a los turcos de retirarse por los pasos de los Cárpatos, ni tampoco sufrir más bajas que las estrictamente necesarias; prefería que fuese la maniobra la que le diera el triunfo. De la misma manera que en la campaña anterior, el marqués solicitó a sus aliados que le cedieran parte de la caballería ligera; aunque había recibido fuerzas adicionales desde España e Italia, no le parecían suficientes. También solicitó a Sobieski caballería pesada, y varios regimientos de infantería a Carlos de Lorena: Lazán detentaría el mando, pero la operación debía ser conjunta. Mientras, las fuerzas aliadas realizarían operaciones encaminadas no solo a liberar el resto de Hungría, sino a distraer a los turcos.

Con esta intención, la tercera semana de noviembre los aliados modificaron su dispositivo. El ejército polaco siguió hacia los Cárpatos orientales, asegurando los pasos que comunicaban con Leópolis, y luego continuó hacia Satmar (Statu Mare). El imperial se dirigió hacia el suroeste, amenazando Transilvania, mientras el español lo hacía hacia el sur, hacia Arad y luego en dirección a Temesvar; pero solo aparentemente.

En la campaña que se iba a producir, una diferencia clave iba a estar en el equipo de los soldados. El ejército otomano se había reclutado a toda prisa, y debían ser los alistados quienes llevaran ropas. Los turcos de Anatolia sabían lo que eran los inviernos fríos e iban bastante bien vestidos; aun así, su calzado acusó la marcha y muchos llegaron descalzos, con solo unos trapos para proteger sus pies de la nieve. Por el contrario, los reclutas que llegaban desde la costa apenas tenían ropas ligeras, y carecían de tiendas de campaña adecuadas. Peor todavía, ni el gran visir ni sus generales hicieron el menor esfuerzo para conseguir ropas de abrigo, más allá de lo que pudieran rapiñar de los civiles. Mientras, el tiempo era cada vez peor: tras las nevadas de noviembre la temperatura bajó abruptamente, y se registraron en Viena temperaturas inferiores a los quince grados Torricelli negativos.

Por el contrario, los aliados estaban mucho mejor preparados. Tanto polacos como austriacos procedían de países con tiempo inclemente, y disponían de buenas botas y gruesos abrigos. Además, aquello de lo que carecían era suministrado por los españoles, que disfrutaban de los productos de su industria textil. Ya en agosto el marqués de Lazán había ordenado a su Estado Mayor que preparara una campaña invernal, y a mediados de octubre comenzaron a llegar a los puertos del Adriático ingentes cantidades de ropas y calzado, suficientes no solo para reequipar a los españoles, sino también para complementar las ropas que traían polacos y austríacos. Aunque el tiempo fuera aborrecible, los aliados lo soportaban mucho mejor que los turcos.



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Betorz llevaba terciado un Otamendi con la rosca para silenciar. Lo había probado y descubrió que no había que usarlo con demasía porque se dañaba. Además, vio que la precisión del fusil disminuía. Pero a corta distancia era tan silencioso como una ballesta, pero más fácil de cargar, apuntar y disparar. El capitán también tenía una pistola con el engendro. Por desgracia, no había funcionado bien con los tirogiros, según el asturiano porque el sellado del tambor no era completo. Sin embargo, se asombró al probarlo con una pistola Gijón, de esas de un solo tiro que hacían para los aliados. Comprobó que bastaba el rumor de las hojas para disimular el ruido, así que los vengadores recibieron unas cuantas de esas aparentemente obsoletas armas.

La compañía estuvo habituándose a esos nuevos instrumentos en Debrecen, a donde habían ido tras el descanso de Buda. Betorz no sabía qué se les habría perdido allí, pero seguro que no sería bueno para la salud, con lo que le apetecía volverse a Escalona a presumir de galones; si podía, delante de la nena de casa Marco, que ya estaría crecidita y de buen ver. Pero no, tocaba disfrutar de una helada que ni en el Cotiella, a la espera de calentarse a fusilazos. Al menos, aprovechó la estancia para encargar a las mujeres de la ciudad que con sábanas le confeccionaran sobretodos blancos para esconderse en la nieve.

Ahora llevaban una semana en Grosswardein. Mejor dicho, en un bosque de las afueras que era ideal para entretenerse, y eso era lo que controlaba Allué. Celestino y Cierny se habían escondido, y la compañía llevaba media mañana buscándoles, pero en plan bien, es decir, como si fuera en combate de verdad. De cuando en cuando, se escuchaba un petardo y el teniente le decía a algún soldado que se dejara caer en la nieve, que estaba muerto y que, si pasaba frío, que más frío hacía en la tumba y así tendría más cuidado la siguiente vez. Ya estaban la mitad tirados por el bosque, y esos dos seguían sin amanecer. Venancio dejó a Allué y los soldados con la diversión y se fue a ver al coronel. Por el camino se juntó con Pepe Bestué, ahora al mando de otra compañía de exploradores que decían llamarse los matamoros. Mucho nombre, pero donde hubiera un vengador, que se apartaran los matamoros. También se les unió el polaco Witkowski, el que mandaba la compañía de cazadores polacos, al que Betorz conocía de Devin.

Cuando llegaron vieron que había concurrencia; malo. Peor era que estaba también el Altísimo y de paso, algunos extranjeros. Si se trataba de una operación conjunta, iba a tener miga, de esa tan divertida para el que lee el relato, pero no tanto para los protagonistas. El general tomó asiento, y Aguirre fue presentando a los asistentes. Uno era un teniente coronel español, un tal Sampedro que, no contento con haber tenido fiesta con los turcos en Neustadt, ahora mandaba a los morenitos del África, esos que nunca se perdían un sarao. También estaba un imperial, un magiar que se llamaba Petnehazy que desayunaba jenízaros crudos. No faltaba un polaco o, mejor dicho, un tártaro de los buenos, que se llamaba Samuel Mirza Krzeczowski y tenía el no pequeño mérito de conseguir decirlo sin asfixiarse. Como todos eran buenos soldados, de temple probado en la batalla, les agradó conocer al famoso capitán vengador.

Después de las presentaciones, el Altísimo hizo una seña al coronel Aguirre para que informara a los oficiales de la situación y de los planes.

—Estimados camaradas de armas cuya presencia me honra, el general me ha pedido que les exponga los motivos de esta reunión que, como supondrán, no va a ser por amistad. Acaba de llegar un mensaje del marqués de Lazán informando que un ejército turco ha cruzado los Cárpatos y se dirige a Temesvar.

Como varios de los presentes pusieron cara de no haber oído hablar jamás de esa ciudad, Aguirre la señaló en el mapa que estaba desplegado en la mesa.

—Al marqués de Lazán le apetece completar su palmarés con las cabezas de esos otomanos, y ha concebido una operación en la que va a tener parte principal la división de su excelencia el general Ruiz de Apodaca. Les pido que examinen el mapa desde cerca. Podrán ver que la ciudad de marras está en medio de una llanura pantanosa que a estas alturas debe parecer un lago de hielo, ofreciéndonos una excelente ocasión para propinar un guantazo a esos pichascortadas —Apodaca casi se permitió una sonrisa—. Lo sorprendente es que no hayan preferido establecer su campamento en Transilvania, que es más fácil de defender; quien sabe lo que habrá pasado por sus paganas cabezas. La cuestión es que…



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La maniobra del Danubio

En realidad, la fuerza española que se dirigía hacia Arad apenas era una pantalla. Se trataba de un cuerpo de ejército combinado al mando del general Enea Silvio Piccolomini, que contaba con una división española (la de Ruiz de Apodaca, que no estaba al completo), dos imperiales, y tres regimientos de caballería magiar. Su misión era, sobre todo, dejarse ver. Las patrullas de magiares rechazaron a los jinetes enemigos, mientras las tres divisiones avanzaron hacia Temesvar en un frente amplio, simulando ser una fuerza mucho mayor. Sin embargo, el grueso del ejército español no estaba allí.

Nada más recibirse las órdenes, el cuerpo de Piccolomini, como se ha dicho, sustituyó a los dos españoles (Idiáquez y Espínola). Estos abandonaron el frente e iniciaron una marcha forzada hacia el sur, por la orilla occidental del río Tisza, mientras la caballería cubría la oriental; aunque se suponía que en la llanura húngara ya no quedaban turcos, Lazán no quiso dejar nada al azar. Cuando los españoles llegaron al Danubio, que en ese tramo todavía no estaba helado, el cuerpo de Espínola lo cruzó en Petrovaradin, y luego siguió hacia Belgrado, a donde llegó a los cinco días. El de Idiáquez se quedó en la orilla norte. El cuerpo de Abastos había preparado almacenes y campamentos a lo largo de la ruta, que junto al equipo invernal que llevaban los hispanos hicieron la marcha menos penosa. De igual manera, se habían adelantado los regimientos de pontoneros con el material que habían preparado en Buda, y con él tendieron pasos sobre los ríos Tisza y Beja en Zreñanin, así como un puente de barcas en Belgrado.

Los dos cuerpos cruzaron los ríos con un orden de marcha similar al que habían empleado en el Balatón: primero pasó la caballería ligera, que se adelantó hasta alcanzar las avanzadas turcas a los tres días del cruce; la cabalgada fue a la vez obstaculizada y disimulada por otro temporal de nieve. La nevada también ocultó los movimientos del cuerpo de Piccolomini, que pudo ocupar Arad y cruzar sin oposición el río Mures, que estaba congelado: el crudo invierno estaba haciendo que no supusieran ningún obstáculo las barreras fluviales en las que confiaba el gran visir.

Mientras tanto, el gran visir Kara Ibrahim apenas tenía idea de los movimientos aliados. El temporal estaba haciendo miserable la vida de sus hombres, y las patrullas de caballería preferían no alejarse demasiado de Temesvar. Lo último que había sabido era que los españoles de Debrecen se estaban moviendo hacia el sur. De ahí la sorpresa que sufrió cuando el día dieciséis de diciembre se produjo un choque entre húsares magiares y jinetes tártaros en Vinga, a apenas un día de marcha al norte de Temesvar. La refriega fue de escasa entidad, ya que los mongoles volvieron grupas; aun así, en el corto enfrentamiento las pistolas y carabinas aliadas se impusieron a los sables y las flechas de los tártaros. Las bajas fueron pocas, pero resultaba preocupante que la caballería aliada hubiera pasado el río Mures sin ser detectada. Kara Ibrahim ordenó que se enviaran patrullas para saber si las fuerzas aliadas eran solo de reconocimiento, o si le seguía alguna unidad de mayor porte. Aprovechando una corta mejoría del tiempo, al día siguiente los tártaros descubrieron que el grueso de Piccolomini estaba cruzando el Mures.

Aunque la presencia tan cercana de una fuerza aliada era preocupante, al menos los aliados parecían atenerse a lo que esperaba el visir. Sin embargo, ese mismo día hubo otro signo ominoso, pues se produjo un segundo enfrentamiento, pero esta vez al oeste, en Ivanda, donde la caballería de Idiáquez se encontró con patrullas de espagis.

Si alarmante era que Piccolomini estuviera tan cerca, más lo era que al sur del río Beja hubiera caballería española, que seguramente procedía de Belgrado. Aunque el tiempo había vuelto a empeorar, un grupo de tártaros llegó diciendo que habían visto que las seguía otro ejército. La sorpresa del visir fue mayúscula. Que Piccolomini estuviera en el Mures era preocupante, pero, a fin de cuentas, lo esperaba. Sin embargo, de la nada o, mejor dicho, de la nieve, había surgido una fuerza que amenazaba su flanco izquierdo. Rápidamente redistribuyó sus fuerzas para hacer frente a la doble amenaza. Además, al ver lo rápida y agresiva que había sido la reacción aliada, empezó a considerar la retirada a Transilvania por el paso de Deva. Con todo, no quería hacerlo tan precipitadamente como cuando su finado antecesor intentó escapar de Viena, sino que prefirió apostarse en las defensas y esperar un poco más. No tuvo en cuenta lo que más hubiera debido preocuparle: no sabía qué estaba pasando al sur del río Timis.



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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.

Capítulo XXVII
Donde se cuenta de la entrada en Madrid de Don Francisco.


Sepa, ilustre lector, que la natural modestia de mi maestro le impedía hacer alharaca de sus exitosos afanes. No se mostraba ufano con sus conocimientos de cirujano y escuchaba con interés todos los reportes que le hacíamos sus alumnos, participando en las discusiones como uno más. Tampoco hablaba mucho de sus invenciones, que lo ponían casi a la par con el ingenio del Marques del Puerto y el ingeniero Otamendi, que allá en Cantabria estaba creando los novísimos naos de la nueva Armada Real. Menos aún de sus laureles como capitán o cirujano militar, yo mismo puedo afirmar que se mantuvo a pie firme, con la mano sobre el pomo de su espada, mientras los mamelucos cargaban sobre nosotros. Sólo se permitía una sonrisa ancha cuando sorprendía a sus comensales con alguno de sus platillos, cargados de sabores extraños, aunque sabrosos… aunque si me permitís una confesión, yo estaría mucho más contento con más cochinillo lechal y menos potajes de papas.

Pero la Condesa de Paredes, a quien los médicos de la corte le habían dicho que después de su caída perdería los dientes de la cara y que luciría un hueco tan negro como una cueva justo debajo de su altiva nariz, estaba muy agradecida. No sólo eso, sabía que Don Francisco había arrebatado de la muerte a su sobrino Fadrique y que ejercía una favorable influencia sobre él. También sabía que el Ejercito que hoy acampaba en Valencia tenía al Maestro Cirujano, no sólo como el hombre al que muchos heridos debían sus vidas o sus miembros, sino también como un beato que había soportado pacientemente una veintena de azotes para librar de la ira divina a sus hombres. Así que estaba decidida en hacer que el rey recordase, que en alguna vez dijo, medio en serio, medio en broma, que si los voladores de Sánchez de Lima servían para rendir una plaza, él le daría un marquesado.

Pero para eso, no sólo era menester estar cerca de los oídos del rey. Ella sabía que las envidias en la corte eran gratuitas y muchos de una alcurnia igual o mayor a la de ella, veían con muy malos ojos el encumbramiento de desconocidos como Don Pedro Llopis, el Marques del Puerto. Y con él, todos los hombres nuevos, sean hidalgos pobres, cristianos viejos o marranos, que por habilidad en el comercio, el campo o la industria, conocimientos en artes y ciencias o valor en la guerra, habían medrado bajo su sombra.

Pero la Condesa sabía también, siendo ella misma y los suyos, señores de grandes haciendas, que gracias al guano del Perú, la hambruna había sido desterrada de Castilla, que sembrando papas, habían hecho que tierras baldías y agotadas diesen un alimento abundante y barato. Sí, el monopolio del guano había hecho rico a mi maestro y aún más rico al Marques del Puerto, pero ella se había beneficiado duplicando las arrobas de trigo que sus antaño exhaustas tierras producían. Y si ahora un jornalero no pasaba hambre, el dueño de 50 fanegadas de tierra ya no podía considerarse pobre, la Condesa estaba aumentando sus caudales considerablemente.

Gracias al Señor Misericordioso, la Condesa conocía los intríngulis de la corte, y sabía que a nuestro soberano, las noticias que le llegaban del pueblo llano, a veces hasta lo hacían sonreír. Así que con nuestro concurso, por si el lector aún no lo ha adivinado, me refiero a Fadrique y a mí, estaba decidida en hacer que el bueno de Don Francisco probase por una vez, entrar a una ciudad en olor de multitud.

Así pues, que sirviéndose de los hombres de armas que cuidaban a mi maestro, Juan y Antonio, hizo que rodasen por la villa mil y una historias de los logros de Don Francisco, y como el avisado lector habrá adivinado, cada historia se inflaba más conforme pasaba de taberna en taberna. No solo eso, los envió para que diesen el encuentro a la comitiva que el Marques del Puerto enviaba a la Villa con las ollas y cañones que le habían arrebatado a los moros y regresasen con las noticias.

Los encontraron ya cerca de Madrid, unas leguas antes de Arganda, y luego de saludarse con Josefa, Leonor, Encarnación e Isidro, se encontraron con la sorpresa que los hombres de Pozuelo habían contado por todo el camino que el mismo demonio que Fray Santiago había exorcizado en Anselmo el flautista de la compañía, era quien había intentado apoderarse del alma del Maestro Cirujano, pero que con oración y penitencia habían derrotado por segunda vez al maligno. Los valencianos hablaban de los voladores que incendiaron Derna, del botín que los había convertido en los soldados más ricos de las Españas y que los grandes calderos que le habían arrebatado al Turco eran para ellos más preciados que mil banderas. Josefa no se cansaba de decir que mi maestro era el cirujano del Rey, Leonor que había traído no sé qué plantas de las Indias que daban de comer a miles y hasta Isidro arrimaba su cuchara recordando que gracias a Don Francisco, Maese Ramplón, si quería, podía ahorcar a uno de sus pacientes apenas con una brizna de dolor.

Tal como diría mi maestro, con esa información, la Condesa de Paredes tenía todos los “elementos de juicio” necesarios. Le dijo a su sobrino que se asegurase que Don Francisco y toda la comitiva que venía desde Valencia que entrase por la puerta de Lavapiés en dos días.

Pocos engaños tuvo que usar Fadrique para convencer a Maestro Cirujano, especialmente si había un buen cordero asado de por medio. Mientras yo raudo cabalgaba hacia Arganda, Martin de Alcántara se quedaba a ayudar a su tío el orfefre, y el bueno de Martinico iría a la calle de los Tudescos a cumplir con algunos encargos de la Condesa. Fadrique dejó a Don Francisco toda la mañana haciendo diligencias, pues en su cabeza ya lo inquietan los afanes de Fray Santiago que ahora también son suyos, para rescatar a la Cristiandad atrapada en las tierras más lejanas. Y después de un ligero almuerzo, ambos tomaron sin prisas el camino hacia Valencia.

Vuestras mercedes podrán suponer que este servidor estuvo esperando a la entrada del pueblo a los esperados visitantes, y cuando los tres entramos al pueblo, no dejamos de sonreír al ver la cara de asombro de mi maestro:
- Por todos los santos! Que bellaquería es esta? Es que en este pueblo no nadie trabaja? Parece un día de feria, o mejor dicho, de fiesta patronal!
- Oh, Maestro. Casi una fiesta patronal! Vuestra Merced ha hecho el honor de aparecer por Arganda.
- Y que con eso?
- No seáis modesto, Don Francisco! Todo el pueblo ya sabe de la toma de Derna.
- Yo no cargo plata encima! –dije en son de broma- que no me pidan prestado!
- Además, conociéndolo como creo conocerlo, vos confiáis vuestros caudales a los genoveses.
- Y para los genoveses la usura no es pecado! – agregué casi adelantándome.
- Bueno, en realidad la frase es para los venecianos… aunque sus primos ligures no van muy a la zaga.

En eso, vimos a Isidro, que emocionado nos condujo hacia donde estaban los demás. Y luego de saludarse a la entrada de la venta con las mujeres que servían en su casa, entraron. Y vaya jolgorio que había en el mesón, pero cuando Don Francisco entró se hizo un silencio reverente, que fue roto cuando desde una de las mesas del fondo, una parroquiana exclamó:
- Venerable Don Francisco, rezad por nosotros! Espantad a los demonios de Arganda como los espantasteis en África!
Mi maestro, sin descomponerse, no dejaba de tener cara de sorpresa. Y elevando su voz dijo, con claridad, y sin aspavientos:
- No, mi buena señora. No soy venerable, soy un pecador como todos nosotros. Rezaré por vosotros, como rezo por las almas del purgatorio, pero yo no espanto demonios. Hermana mía, los demonios son los que huyen cuando intentan entrar donde hay oración, ayuno y penitencia.
- Vive Dios! - exclamó Fadrique entre dientes – Ni un predicador dominico lo hubiese dicho con tanto aplomo. No sabía que vos erais tan convincente como Fray Santiago.
- Y de quien crees que son esas ideas?.
- Maestro, hablando de Fray Santiago, os contaré que el pueblo cree que entre los dos, ahuyentaron a unos diablos que rondaban al ejército en Derna.
- Y vos, muchacho necio, no dijisteis ni una palabra para rectificar ese pensamiento torcido?
- Ahhh! Vos creéis que vuestros discípulos son tan leídos como vos? –bufó Fadrique, haciendo un gesto divertido – estos matasanos, que son incapaces de distinguir a un santo de un demonio, menos van a dar luces a esta gente simple! No pidáis peras al olmo!
- Y esta buena gente que otra cosa está hablando de mí?
- Pues que ahorcasteis al rey de Derna y todos los demás traidores de la morería – dijo Josefa, bastante sentenciosa.
- Les parece mal? – una sombra se posó en la cara de Don Francisco, muchos no lo notaron, pero yo que ya lo había visto en trances difíciles con pacientes, y sabía cuándo se tensaba su voz y gotas de sudor perlaban su frente, que había detectado peligro y estaba parando sus orejas- habéis oído a alguno que usurpé las funciones de su majestad el rey?
- No!!! – dijo Fadrique alzando la voz – Esta leal gente no sabe de los dobleces de la Corte, está encantadísima con que hayáis puesto a patalear al final de una soga al Bey, junto a los piratas herejes. Y aunque no entienden vuestros motivos, celebran que las mujeres de los Baños hayan baleado a los jenízaros.
- Pero que fuisteis clemente con los médicos moros – agregó Leonor - y también con los judíos.
- Y que rescatasteis a las mujeres más hermosas de la Cristiandad! – acotilló Encarnación que no quiso ser menos que sus mayores.
- Bueno, tan malo no suena! – dijo mi maestro, aunque sin mucha convicción si es que queréis que os diga todo.
- Oled Don Francisco! Ya vienen los cochinillos asados. Los muchachos bajo su tutela dicen que son buenos, pero quiero que seáis vos quien diga si los de Arganda son mejores a los que aso yo en vuestra casa!
- Como se os ocurre, Leonor! Vos ya conocéis el punto de sal, de especies y de ají, que me gusta!

Y así transcurrió la cena, entre lechonchillo, pan y vino. Al día siguiente, nuestra escolta nutrida formo con la gente de la compañía del Hospital y la Reina adelante, y los hombres de las banderas valencianas a los costados y atrás. En sendos carromatos iba el enorme caldero que sería para el rey, el más pequeño que seguramente adornaría el patio de la casa de Don Francisco, varios baúles con las armas más hermosas que cogimos en Derna, al igual que banderas de seda que pudimos rescatar del incendio. Dos yuntas de bueyes se encargaban de tirar los dos cañones franceses que gracias a Dios, no tuvieron tiempo de emplazar, pero estaban allí, para que todos viesen la felonía del rey de Francia, un cristiano, haciendo migas con los infieles.

Como podéis imaginar, dilectísimos lectores, nuestra marcha fue lenta, pero sin apuros ni fatigas vimos a mediodía las torres de la Villa, y en unas horas más, estábamos prestos a entrar por la puerta de Lavapiés. Sepan que la cerca de Madrid dista mucho de ser como las murallas de Badajoz o Mérida, apenas es un muro medianero grueso, que solo impide que mercancías entren sin pagar los impuestos respectivos. Pero como el camino de Levante nacía allí, y allí moría la calle de Lavapiés, era relativamente ancha, pese a ser de un solo arco.

Pero cuál sería la cara de sorpresa del bueno de don Francisco cuando vio una multitud que lo esperaba dentro del muro de la ciudad. Pudo reconocer el carruaje de la Condesa de Paredes, pero ella estaba al lado de Don Gonzalo Martinez de Luna, más allá estaba Martinico con una nutrida representación de tudescos entre ellos los Féderman; y Martin de Alcántara, junto a su tío el orfebre Lope de Toledo y al maestro Miruela, célebre armero de Madrid. Había muchos religiosos entre los que pude reconocer a Don Anselmo del Buen Suceso, Don Pedro, el cura que asistía a los reos de muerte y el padre Feijoo, párroco de la iglesia de Santa Cruz. También pude ver algunos alabarderos que habian sido pacientes del Buen Suceso. Pero cuando se le aguaron los ojos, fue al ver a cientos de menesterosos a los que su generosidad alimentaba con pan y sopas bobas desde que su bolsa fue mucho mayor que sus necesidades. Yo, doctos lectores, no pude oir la siguiente conversación, pero recogiendo retazos de Fadrique y del propio Maestro Cirujano, puedo ofrecerles lo que se dijo:

- Que es esto? – pudo preguntar sorprendido a la Condesa de Paredes que se había acercado a darle la bienvenida- a qué debo semejante honor?
- Francisco, esta noche y mañana sólo se hablará en la villa de vuestra entrada con los cañones y calderos que le arrebatasteis a los moros en su propia guarida, y de cómo los derrotasteis usando vuestra ciencia. También hablaran sábado y domingo de los azotes que recibisteis para que el diablo no tenga poder sobre el ejército...
- No, eso no es así…
- Callad, Francisco! – cortó la condesa con una sonrisa llena de autoridad - La gente no lo sabe, tampoco debe saberlo, solo es necesario que sepan que vos también sois piadoso. Y toda la gente que está detrás de mí, grande y pequeña, dan fe de lo útil que vos sois al reino.
- Pero para qué es necesario eso.
- Porque el lunes el rey os recibirá. Y vos habréis de recordarle que os ofreció un marquesado si vuestros voladores servían. Y la entrada que estáis haciendo en Madrid hoy, demuestran que sí sirvieron.


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Tanto en el Balatón como en el Tisza les habían metido prisa, pero nada parecido a lo de ahora. La marcha hacia Belgrado había sido hasta fácil; hacía frío, pero el cielo estaba despejado y el sol se agradecía. Una suave capa de nieve que cubría el terreno endurecido por el frío facilitaba la marcha. Sin embargo, fue cruzar el río y desencadenarse las furias. Furias de hielo, en forma de una ventisca que castigó hombres y bestias mientras los jefes seguían apremiándoles. Gorriti tenía la sensación de moverse en el interior de una pelota blanca; menos mal que entre capote, chaquetón, pasamontañas, gafas, bufanda, guantes y las recias botas, el frío era más o menos soportable. Hasta se agradecía la temperatura tan baja que hacía que la ventisca rebotase en las prendas sin empaparlas. Los caballos lo pasaban mal, pero tenían el pienso necesario para mantenerse vivos

Peor lo debían tener los magiares que encabezaban la marcha aunque, al menos, tenían el aliento de estar reconquistando su patria. Los campesinos, además, habían escogido bando hacía tiempo, y ofrecían a los soldados el pan y la sal, y de paso también algún guisote, vino caliente y, cuando llegaba la noche, cobijo para personas y animales.

Fueron tres días de sufrimiento; pero al cuarto los cielos se abrieron, y pudo verse la amplia llanura cubierta de nieve. El viento la había barrido dejando la justa para que los cascos se hundieran sin patinar en el suelo helado. Parecía que los caballos tenían ganas de entrar en calor, y los jinetes casi tuvieron que refrenarlos. A mediodía pudieron ver los minaretes de Temesvar hacia el noroeste. Poco después cruzaron el río Timis sobre el hielo, y se prepararon para acometer a los turcos.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

El cuerpo de Idiáquez, como tenía el trayecto más corto, no inició el cruce del río Tisza hasta que el de Espínola hubo pasado el Danubio. Este último cuerpo debía ser la clave de la batalla: tenía que moverse lo más rápidamente que pudiera para rodear Temesvar por el sur, al mismo tiempo que Idiáquez se aproximaba por el oeste y Piccolomini por el norte.

Aunque los hombres de Espínola también se enfrentaron a la ventisca, las avanzadas consiguieron cruzar el Timis en Dragsina casi al mismo tiempo que Idiáquez contactaba con las líneas turcas en Ivanda. La extenuante marcha había hecho que la infantería de Espínola se retrasara, pero hay que recordar que el cuerpo contaba con una legión de infantería montada, y que Lazán le había asignado la mayor parte de la caballería. Las fuerzas a caballo se movieron rápidamente, sin que fueran advertidas por los turcos, cegados como estaban por las nevadas. Las patrullas aliadas se movieron sin oposición, no solo debido al temporal, sino a que las escasas patrullas enemigas no vigilaban lo que pensaban que era una retaguardia segura. Ni siquiera encontraron convoyes de provisiones, ya que el temporal había cerrado el paso de los Cárpatos.

En realidad, era el gran visir el responsable de no tener idea completa de lo que estaba ocurriendo debido a su funesta decisión de retener a su caballería ligera. Estaba cometiendo el pecado contrario al de su antecesor Kara Mustafá que, al enviar a sus fuerzas ligeras a realizar incursiones profundas en territorio aliado, no fue capaz de detectar la maniobra de Lazán por el sur del lago Balatón. Kara Ibrahim había preferido retener a los tartaros, que podían tener gran valor en un enfrentamiento con los ejércitos aliados. Sin embargo, el control que tenía sobre ellos era limitado (el kan tártaro Haci Giray resultó aun más indisciplinado que su padre en Viena) y estos prefirieron refugiarse del temporal en lugar de vigilar a vanguardia y controlar la retaguardia. El resultado fue el mismo: el cuerpo de ejército de Espínola pudo moverse por la orilla sur del Timis y no fue detectado hasta que sus avanzadas se encontraron con los puestos otomanos, no sabía que estaba siendo rodeado por el sur. Peor aun, el defectuoso reconocimiento hizo que los turcos no advirtieran que las tormentas de nieve habían retrasado el avance de la infantería, que se había rezagado un día respecto a las patrullas de vanguardia. Kara Ibrahim solo sabía que, además del ejército que estaba al norte, y del que se había detectado al suroeste, había aparecido otro más que lo estaba rodeando por el sur y que amenazaba con coparle. Tan alarmante o más resultó que los españoles cruzaran el río Timis con tanta facilidad como lo había hecho Piccolomini con el Mures, aprovechando un hueco que los aliados habían hallado en las líneas otomanas (que en esa sección estaban lejos de completarse). El hueco, en realidad, lo habían encontrado los ulanos polacos, que habían estado reconociendo la región disfrazados de tártaros.

La triple amenaza dejaba al gran visir pocas posibilidades; ahora iba a lamentar no haber adoptado un despliegue más ofensivo. De haber detectado antes a los cuerpos aliados, hubiera podido intentar destruirlos por separado. Sin embargo, ya estaban demasiado cerca y, si se dirigía contra alguno, los otros dos lo atacarían por el flanco y la retaguardia. Además, como se ha dicho, Kara Ibrahim no confiaba en el desempeño de sus fuerzas en campo abierto. Otra alternativa era encerrarse en Temesvar, pero aun no se habían completado las fortificaciones, no tenía suficientes provisiones, y su ejército era demasiado grande para el reducido tamaño de la plaza. La tercera opción era la que había planeado desde el principio: retirarse. Sin embargo, incluso eso sería difícil. Kara Ibrahim ya había pensado hacerlo si detectaba la aproximación aliada, pero ahora tenía a sus enemigos encima. Además, la fuerza que lo estaba acosando por el sur amenazaba con cerrar el acceso a los pasos de los Cárpatos. No por completo: aun estaba abierto el que desde Lugoj iba a Petrosan y la llanura de Valaquia; aunque lo mejor sería pasar a Transilvania por el paso de Deva; una vez allí podría decidir si resistir, o si ponerse a salvo al otro lado de las montañas.

Intentando escoger entre opciones que eran todas malas, el visir decidió retirarse poco a poco hacia Transilvania por Deva. Lo importante era que el movimiento fuera ordenado y, para ello, pensaba dejar en su retaguardia las fuerzas necesarias para contener a los atacantes. A fin de cuentas, solo tres o cuatro días le separaban del paso de Cosevita (ochenta kilómetros), el terreno llano y los caminos helados facilitarían la marcha, aunque fuera a costa de los más débiles de sus hombres y, una vez superado Cosevita, el terreno abrupto ofrecería buenas posiciones defensivas. Una vez en las montañas la marcha no sería fácil, pero al menos el ejército podría salvarse.



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Betorz ya había imaginado que si el Altísimo le había convocado no sería para invitarle a unas copitas, pero tampoco pensaba que le iba a caer semejante marrón. Como cuando la de Devin, su compañía iba a penetrar en la retaguardia enemiga, pero esta vez mucho más profundamente. Al menos, iría con los matamoros y los de Witkowski, e iban a contar otra vez con el auxilio de los tártaros polacos. Sin perder ni un instante salieron hacia el sur. Detrás iban los húsares, y después los morenitos del África, protegiendo la recua que llevaba cañones, municiones y todo tipo de provisiones.

Tenían que cruzar las montañas para llegar a un poblacho llamado Teiu; cosa rara por esas tierras, se podía pronunciar sin acabar en la enfermería. Lo malo era que ese lugar estaba en medio de las líneas turcas, y Apodaca les había prevenido que habría veinte turcos por cada uno de ellos.

Si había veinte por cada hombre de Aguirre, quería decir que había mil por cada vengador. Así que mejor sería que no les vieran. La primera parte de la marcha se hizo por un terreno que ya habían cubierto las patrullas, que habían dejado suministros que no tuvieron que cargar. Sin embargo, pronto dejaron la planicie y se adentraron en el territorio enemigo. Menos mal que se apiadó el Todopoderoso —que no había que confundir con el Altísimo, que solo había que hacer reverencias al que llevaba fajín— y en cuanto llegaron a las montañas les envió una tormenta de viento y nieve como para enronar las Tres Sorores con hielos. Lo pasaron mal, pero los turcos ni se atrevieron a asomar la nariz; además, hubo de nuevo suerte, pues los montes —que eran suavecitos, nada de despeñaderos como los de la patria chica— y los árboles les resguardaron de lo peor. Por otra parte, contaban con guías que conocían los vericuetos del bosque y que les llevaron por las lindes entre los bosques y los pastos de montaña, ahora convertidos en llanuras blancas. Con bastante sube y baja, pero protegidos del temporal y alejados de los puestos enemigos. Aunque con semejante ventisca era improbable que los otomanos se atrevieran a asomar el turbante, la gracia de la maniobra era pasar desapercibidos. Lo más duro fue abrir huella, pero al frente iban unas decenas de mulas aligeradas de toda carga que eran las que se peleaban con la nieve profunda. La marcha apenas se detenía unas horas por la noche, aprovechando bosquecillos resguardados para encender alguna hoguera; era improbable que los turcos las vieran y, si lo hacían, seguramente no sospecharían nada, pues no eran pocos los cazadores y leñadores que vivían entre las cumbres. Hasta que por fin descendieron vez y salieron a un amplio valle, tras una semana de esfuerzos. Llegaron por los pelos, pues Apodaca les había dicho que tenían ocho días como máximo.

Los vengadores y los tártaros cruzaron el llano entre los montes, pasaron el río Mures, que menos mal que estaba helado pues se parecía al Cinca cuando bajaba con ganas, y llegaron a la aldea que era su objetivo: unas pocas casas que los turcos habían fortificado con una empalizada. Pasaron de largo, como si fueran a otra cosa. Pero al caer la noche volvieron sobre sus pasos. Betorz iba en cabeza; en parte por dar ejemplo, pero también porque era ducho en esos menesteres y, no lo podía negar, le apetecía hacerse con otro buen sable.

Estaba nevando otra vez; al menos, no soplaba el viento. Sin embargo, la noche se hizo tan oscura que se hubieran extraviado de no ser por el candil de la caseta del centinela; se notaba que esos tipos no habían estado en Devin, donde los turcos aprendieron a estar vigilantes. Igual era porque tenían frío; ya se encargaría él de que entraran en calor. Se acercó silenciosamente, aprovechando que la nieve amortiguaba el ruido, y repitió una de sus argucias del bosque: tras empuñar su pistola Gijón dio unos toques en la puerta. Cuando un soñoliento centinela se asomó, puso el cañón a un par de dedos de su cara y disparó. Celestino liquidó al otro, también silenciosamente. Entonces Betorz trepó a lo alto de la empalizada —no quería hacer ruido abriendo la puerta, y una tercera corona mural no quedaría nada mal en el escudo— y fijó una cuerda. Fueron subiendo los demás y se dedicaron a acabar con los turcos: dos centinelas de una torre, que intentaban calentarse con una fogata, se convirtieron en blancos para los Otamendi. La mayoría dormía en una casa junto a la puerta, demasiado profundamente para su salud. Una vez asegurada la aldea, Betorz envió un mensajero.

A la mañana siguiente llegó el resto de la fuerza. Primero la caballería que faltaba, y luego los matamoros de Pepe Bestué, con la vergüenza de haber quedado atrás. Casi pisándoles los talones, los morenitos, y luego una porrada de mulos, esos resistentes animales capaces de cruzar montañas en medio de la nevada.

Inmediatamente se prepararon para tender la trampa. La caballería se dedicó a sorprender a los puestos cercanos, y después sustituyeron a los guardias por sus propios escuchas. La idea era que los turcos podían entrar, pero no salir: si no caían en alguna emboscada —matamoros y vengadores descubrieron lo bien que funcionaban los Otamendis silenciados— la caballería cazaba a los que trataban de escapar. No solo cayeron mensajeros, sino también un convoy con alimentos. Nadie consiguió huir; para el enemigo, era como si Teiu y sus alrededores hubieran desaparecido.



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Kara Ibrahim hubiera deseado iniciar la retirada inmediatamente, pero era imposible. No podía abandonar su artillería, la única de campaña que les quedaba a los turcos; tampoco podía permitir que el cuerpo de jenízaros fuera destruido. El diecinueve de diciembre iba a comenzar el repliegue: ordenó que durante la noche comenzara a desplazarse la artillería y que, a medida que los cañones llegaran a Temesvar, saliesen hacia Deva, por un camino en la nieve alumbrado con antorchas. Después debían seguirles los jenízaros, los irregulares voluntarios, los reclutas y, finalmente, la caballería. Calculaba que la evacuación iba a llevar dos días, durante los cuales se intentaría simular que el ejército seguía en la línea; para mantener la ficción, se iban a dejar algunos cañones viejos que seguirían disparando hasta el último momento.

Sin embargo, todo lo que podía salir mal, salió mal. Volvió a nevar y los caminos se bloquearon, hasta tal punto que los cañones tuvieron que ser movidas a mano. Además, Beki Mustafa, agá de los jenízaros, quiso salvar a sus hombres y se negó a esperar. El resultado fue que las salidas de Temesvar quedaron colapsadas por las columnas de soldados y por los cañones atascados en la nieve. Los reclutas, al ver que los jenízaros se iban, empezaron a abandonar sus puestos, agravando aun más el atolladero. El repliegue se convirtió en desbandada cuando corrió el rumor (real) de que la ruta de retirada estaba amenazada. Viendo el caos en que se estaba sumiendo el ejército, fue entonces el gran visir el que escapó, y con él la caballería, que intentaba sortear los caminos obstruidos con cañones, carromatos con la impedimenta y reclutas aterrorizados.

En ese momento comenzó el ataque aliado.



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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Las otras dos divisiones del cuerpo aun estaban a unas horas de marcha, pero los exploradores avisaron que los turcos estaban abandonando sus líneas. Al saberlo, el general Larrando ordenó un ataque inmediato, esperar a las unidades más rezagadas, ni siquiera a comprobar si era real la retirada enemiga. Actuaba por propia iniciativa, pero también siguiendo las instrucciones del marqués de Lazán, que recomendaban que el ataque se produjera cuanto antes, ya que pensaba que el ataque desde el sur y la amenaza de cerco desmoronarían a los otomanos.

Así que, de nuevo, iba a ser la división de Larrando la que iniciara la ofensiva. Esta vez no estaba en una posición tan comprometida como en Nagimán. A cambio, esta vez no atacó la división en pleno, sino que el tercio del capitán Gorriti el que debía abrir brecha. El resto de las unidades se incorporarían a medida que fueran llegando.

El capitán, al conocer la orden, confirmó las sospechas que en Nagimán había tenido de la insania del general. Larrando de Mauleón debía estar loco de remate, pues solo a un loco se le ocurriría lanzar a un par de millares de hombres contra una posición fortificada. Ahora bien, le pagaban para eso, así que puso pie a tierra y se dispuso a morir matando. Mientras, la artillería se adelantó y empezó a disparar contra el fortín que tenían delante: un reducto de tierra coronada de una empalizada, sobre la que asomaban las amenazadoras bocas de los cañones turcos. Por poco tiempo, porque para las mucho más modernas piezas hispanas fue un ejercicio de puntería convertir las troneras en brechas. Después, los tiradores mantuvieron el fuego con los trabucones, permitiendo que los cañones variaran el objetivo y tiraran contra los lienzos y el vértice.

Gorriti condujo a sus soldados bajo el tronar de los proyectiles españoles que pasaban sobre sus cabezas. Había formado sus hombres en líneas pero, al ver que no se respondía al fuego, ordenó adelantarse a la carrera. Cuando llegaron a cien metros —entonces la artillería tuvo que cambiar de objetivo—, el avance fue por secciones: una disparaba contra aquellos lugares donde pudiera haber enemigos, mientras las otras dos se movían. A sus flancos, las otras compañías avanzaban a la par: Gorriti se dirigía contra el vértice, y las otras, hacia los flancos. A cincuenta pasos del terraplén, una de las dos secciones se detuvo para disparar, mientras que las otras dos —con el capitán a la cabeza— recorrieron los últimos metros a la carrera, lanzaron bombas de mano y escalaron el reducto. Fue un anticlímax: solo hallaron cuerpos y algunos heridos gimientes. Más allá del reducto, los turcos huían.

Ya sin objetivos, la artillería calló; el silencio dejó oír estampidos distantes: el tronar de los cañones de Larrando de Mauleón había sido la señal para que tanto Idiáquez como Piccolomini se unieran al ataque. Los cañonazos lejanos dejaron de escucharse cuando la caballería pasó al galope y se cebó con los fugitivos. La infantería montada hizo traer sus caballos y se unió a la persecución, pisoteando la nieve y a los turcos rezagados. El acoso se convirtió en carnicería, y solo se detuvo ante la aglomeración de fugitivos que intentaba entrar en Temesvar; fue el momento de emplazar de nuevo los cañones para ametrallar a los turcos. Fueron miles los que dejaron caer sus armas y alzaron sus manos.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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