- Don Gabriel, Fadrique venid conmigo. Vamos al muro externo de nuevo. Aritomo, ven tú también, kuru, kuru! Vamos a comprar los cuerpos de nuestros amigos. Pablo, quedaos con Isabel y Diego, no permitáis que nos sigan.Llevad los cañones de 1 libra, los quiero listos. Decidles a Melendo y a Cristóbal que traigan bastante munición. Capitán Burgos, llevad la compañía al muro.
Ya en el muro, el cura preguntó cuánto oro querían por los cuerpos de los 4 kirishitan asesinados. Al poco tiempo, 4 jinetes amarraron por los tobillos los cadáveres de los nuestros y los arrastraron hasta las cercanías del foso. Y el heraldo gritó:
- Los cuerpos de los kirishitan muertos valen menos que el pellejo de un gato. ¡Tomadlos de regalo!
Una ofensa despiadada. Vi a Aritomo Goto enrojecer “Shizuka ni, shizuka ni” le dije apretando los dientes, ya les llegaría la hora del castigo.
Una docena de hombres salieron, y estando a punto de cargar los cadáveres para traerlos de regreso, una lluvia flechas voló hacia ellos. La mayoría cayeron cortas pues estaban al límite del alcance, pero las disparadas por los arcos más fuertes acertaron hiriendo a algunos, pero los nuestros tuvieron que dejar a los cuerpos en el campo; y desde las líneas del daimio escuchamos carcajadas y burlas.
- ¡Kirishitan baka!, ¡Baka!, ¡Nibui!, ¡Orokamono!, ¡Kirishitan orakamono!, ¡Baka, baka, baka!
Fueron los hinin, los parias del Japón, quienes salieron a recoger a nuestros caídos, despreciando las flechas que los samurái seguían largando desde las líneas de Matsukura.
- ¡Arigato! – Padre Gabriel, decidles que preparen los cuerpos.
- Dōitashimashite, Haisha-Sama, dōitashimashite – dijo el mayor de los hinin.
- Aritomo, haced que vean nuestras lanzas. En silencio!
- Jai, Haisha-San! ¡Yari!, ¡Yari!
Sin aspavientos, estábamos recogiendo el guante. Y a lo largo del muro, se veían nuestras picas listas para repeler cualquier asalto. Y si querían otra señal, tuvieron una muy clara: levantamos un asta lo suficientemente grande como para que se viese desde tierra y (sobre todo) desde el mar, e izamos los Palos de Borgoña.
- ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento! – Grité con toda la fuerza de mis pulmones - ¡Viva el Rey!
- ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento! – miles de voces me corearon - ¡Santiago!, ¡Santiago!
- ¡Recordad la sangre de nuestros mártires!, ¡Oboete!
El desafío no podía ser más claro. Y la vanidad de Matsukura pudo más. Ordenó atacar. Mientras se iban desplegando las líneas de lanceros enemigos, Aritomo señaló las banderas del daimio de Shimabara y dijo secamente “no refuerzos”. Efectivamente, la pomposa enseña de su casa, flameaba sola. Y corroborando esto, todos los sashitomo en las espaldas de los ashigari con lanzas y samurái con armas astadas que cargaban contra el muro, eran de un mismo color. Arrogante y estúpido.

Goto, esperó mirando a sus arqueros, y ordenó con voz áspera.
- ¡Mate. Mate! Mada –y cuando el enemigo estaba a poco más de 100 pasos, dio otra orden – Yumihiki… ¡Hanare! ¡Soltad!
Esperaba ver una lluvia de flechas, pero lo que vi fueron arcos disparados cuidadosamente, y cada flecha que encontraba una diana al final de su vuelo, pues lo que no tenían ni en volumen ni en cadencia de tiro, lo tenían en precisión. Al poco tiempo, el suelo estaba salpicado de cadáveres y aún estaban lejos del muro.
- ¡Compañía, a ver, los hombres de Carrillo al frente! – era el turno de Burgos y se dirigía a los nipones entrenados por los sargentos españoles – ¡Cargad, presto, presto! - sin prisas, pero sin darse reposo, pude ver que los mosqueteros japoneses habían aprendido concienzudamente su labor, mordiendo con los caninos el cartucho, vertiendo la pólvora, cebando la cazoleta y baqueteando la bala – Apunten… ¡¡Fuego!! – y dirigiéndose a los españoles, bramó – Hombres del castillo de Aulencia, mostrad lo que sabéis hacer, ¡Santiago!
- ¡¡¡España!!!
- ¡Fuego!
Las dos descargas fueron devastadoras, doscientas bocas de fuego, dejaron cantidad similar de caídos en las filas de los atacantes. A los muertos que tapizaban el duro suelo invernal, se sumaban los quejidos de los heridos. En tanto, Matsukura había enviado otro contingente de guerreros, ya no ashigari con lanzas, esta vez eran samurái. Estaba apostando más fuerte. Pero era lo que Goto esperaba.
- Teppu… - los arcabuceros estaban esperando su turno con sus armas cargadas y cebadas, avivaron las mechas y las colocaron en el serpentín - ¡Hi!, ¡Fuego!
Los trescientos tanageshima que habían estado décadas esperando, volvieron a hacer fuego. A corta distancia su número suplía la precisión, y vimos caer aún más enemigos. El ataque de Matsukura había perdido momentum y se detenía.
- Artilleros, es vuestro turno. Regadlos con metralla a vuestro gusto.
No solo mis cañones de retrocarga fueron utilizados, los falconetes de la pinaza capturada también. Sólo fueron necesarias dos descargas para que los japoneses reculasen. Si no los retiraban, los íbamos a exterminar a todos.
- ¡Otro toro!, ¡Manden otro toro! –El grito de desafío de Rosetta se volvía a escuchar.
- ¡Santiago!, ¡Santiago! - los nipones, nuestros nipones, se unían con el grito de guerra más hispano a nuestra algarabía – ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento!,¡Santiago!
Estábamos contentos. No habíamos tenido bajas, ni un herido. Y en menos de media hora, le habíamos volado los dientes al ejército de Shimabara, que se retiró más allá del camino a montar su campamento.A ojo de buen cubero, había más de 500 muertos en el campo. El heraldo se acercó a nuestros muros, pero no lo dejé hablar, ahora era su turno de escucharnos. Le pedí al páter que tradujese mis palabras, pero era Aritomo quien ladraba nuestra respuesta:
- Nosotros no quisimos esta guerra, tampoco la iniciamos. Asesinasteis sin razón a mis amigos. Nos atacasteis. Tendréis castigo. Decidle a Matsukura que antes de que esto termine estaré bebiendo vino en su cráneo. ¡Largaos de aquí!, ¡Ya no tenéis nada que decirnos!
Ni, el Padre Gabriel, ni Artitomo Goto entendieron con precisión lo de beber en el cráneo de Matsukura. Tuve que explicar el destino de los derrotados en la parte del mundo que me vio nacer: Luego de cortar las cabezas, se vaciaban los cráneos y con la bóveda, se hacían recipientes para las libaciones ceremoniales con chicha. No sólo eso, con las pieles desolladas se hacían efigies a tamaño natural de los que osaban rebelarse, efigies que se colgaban a la entrada del pueblo levantisco. Y de colofón, las pieles de los torsos de los enemigos caídos, muchas veces se convertían en tambores. Yo pensaba hacer todo eso con los asesinos de Santiago. Ya no sería el haisha, sería un nanban, un despreciable bárbaro del sur; o mejor dicho, Yanban Hito Azuma, el bárbaro del este.
Sabía que con la muerte de Francisco Arima, tanto Aritomo como los otros 4 samurai que lealmente habían padecido con él las privaciones a las que habían sido sometidos por su fe, estaban en una situación que nuevamente los dejaba como guerreros sin señor. Tenía que remediarlo, y en la tarde, pedí a Marina que me sirviese de traductora y llame a Aritomo Goto, Koichi Nishimura, Saigo Hirada, Keiji Sakuda y Takeo Ota. Sin rodeos, les dije que deseaba que me sirviesen, pues eso es lo que Faranshisuko hubiese deseado, eso, sin perder la lealtad para con Marina y sus hijos. Aceptaron emocionados.
Goto me preguntó cuántos samurái podía tener bajo mis órdenes, a lo que le respondí sonriendo “los que pueda pagar”. El bueno de Aritomo se sorprendió, porque eso es algo que en el Japón está muy reglamentado y dependía directamente de cuántos koku pudiese tener. Me dijo que tomase el servicio de los 100 mosqueteros que tan bien se acababan de desempeñar en los muros de Minami Arima, ellos tampoco merecían seguir siendo ronin. Agradecí su sugerencia, pero les dije que mi bolsa no era eterna y que debía afrontar el resto del rescate de los kirishitans.
Pase lo que quedaba de la tarde con los Arima, a Marina la trataba de “hermana” y dejaba que sus hijos me tratasen de “tío”. Cuando los cuerpos de los 4 mártires de la mañana estuvieron listos, salimos para la misa de cuerpo presente concelebrada por los padres Manuel y Gabriel. Y luego los enterramos profundamente a la sombra del castillo de Hara.
Durante la noche, un grupo bastante nutrido de hanin salieron al campo, regresaron con muchas espadas, puntas de lanza, cuchillos, y no pocas armaduras y cascos. Era una lástima que dentro del botín no hubiesen más armas de fuego, pues necesitaríamos todas las que cayesen en nuestras manos. Tampoco se escucharon más los lamentos de los heridos.
A la mañana siguiente, apareció la escuadra de Urquijo, todos los marinos se mostraron muy acongojados por la muerte de los nuestros, pero nadie se sorprendió del ataque al muro, y el almirante menos aun.
- Don Francisco, era lo esos perros querían hacer desde el principio. Ahora está claro, robar vuestra plata y matar a los cristianos.
- La traición viene desde Edo. ¿Qué habéis visto?
- Mucho movimiento. Barcos con arroz llegan desde todo Cipango a Kyushu.
- ¿Tropas?
- Por mar no he visto mucho. Pero recordáis que el difunto Santiago dijo que los nobles locales tienen ejércitos importantes. Estos pueden desplazarse a pie.
- ¿Sabéis algo de los herejes?
- Usan un puerto al norte de Kyushu, y tanto pescadores como mercaderes nos afirman que hay muchos barcos de ellos entrando en Nagasaki. Pero tened la certeza que dónde estén, han de venir.
- Tenemos muy pocos cañones mirando al mar.
- Y muy separados entre sí. Será menester ponerlos más juntos, incluso si incurrís en el pecado de dejar desprotegido vuestro flanco. Traed esos cuatro cañones y dejadlos frente a la torre de Hara.
- Es una lástima que el Tokugawa no se hayan quitado totalmente la máscara. Así vos podrías atacar a sus barcos, hundiéndolos o capturándolos. Pero sólo ha sido Matsukura, por lo que la guerra no es, todavía no, contra el Japón sino solamente contra Shimabara.
- ¡Los habéis zurrado bien! Fue una victoria como en Bicocca!
- Y todavía sin haber puesto a prueba nuestras defensas.
- El muro externo es débil, apenas para romper el ímpetu de un ejército decidido.
- ¿Se puede reforzar?
- ¿El muro?, no, no lo recomiendo. Pero vos seguramente recordáis a César, él haría que llegar al muro sea más difícil.
- ¡Abrojos!
- Abrojos, zanjas, fosos. Pero tened en cuenta que una vez que el enemigo tome el muro, será menester canalizar su ataque hacia nuestras defensas.
- ¿Hacia a dónde, Almirante?
- Entre el hornabeque y el bastión doble, a siniestra de la puerta. Ahí es donde les podemos hacer más daño.
- Los japoneses creen más en sus muros de piedra.
- Creedme, Don Francisco. Más hombres han dejado su pellejo en los fosos, escarpas y contraescarpas de tierra de Flandes, que trepando muros de piedra. Pero si rebasan nuestra segunda línea, los paganos darán en la yema del gusto a nuestros kirishitans, pues la última defensa será en la torre del castillo de Hara.

Así pues, pusimos a los hombres a cavar dos líneas de fosos adicionales, y ya sin reparos por las leyes locales, talamos las arboledas circundantes, con las ramas delgadas y puntas de hierro hicimos algunos miles de abrojos que dejamos enterrados frente a nuestro muro. En los fosos, cañas de bambú con las puntas endurecidas al fuego, ofrecían sus picos amenazadores listos para empalar al desdichado que cayese sobre ellos. Los de Shimabara, escarmentados, solo hostigaban a los nuestros lanzándoles alguna flecha ocasional.
Para finales de Enero, comenzamos a ver banderas diferentes en el campamento del enemigo. Llamé a Aritomo y le presté mi catalejo. Estuvo viendo un rato los estandartes, y comenzó a describir lo que veía.
- Nabeshima Katsushige, de Saga; Kuroda Tadayuki, de Fukuoka; Arima Toyouji de Kurume; Ogasawara Tadazane, de Kokura; Tachibana Muneshige, de Yanagawa; Arima Naozumi … no kirishitan, Nobeoka – me estaba señalando el antiguo clan de Faranshisuko, cuya cabeza actual Naozumi había abjurado a la fe, pese a que su padre sufrió martirio - Ogasawara Nagatsugu, de Nakatsu... y otras banderas más.
- ¿Cuántos hombres veis ahí?
- 70 mil, falta Kumamoto, no han llegado, pero van a venir. Ahí están sun enseñas.
- Cuando estén listos, ¿cuántos hombres creéis que reunirán?
- Más de 100 mil.
- O sea, 10 contra 1.
- Jai, Haisha-San.
- ¿Cuándo creéis que vengan?
- Wakaranai – no lo sabía, tampoco podía saberlo.


No tardaríamos en averiguarlo. La flota del Shogún hizo el primer movimiento, innecesariamente cruel. Unas naves de Kagoshima, con la enseña del clan Shimazu, hundieron tres de nuestras hayabune de pesca que faenaban no muy lejos de nuestras costas, pasando a cuchillo a los desdichados tripulantes, y a los cuerpos mutilados con saña, los metieron a un bote que empujaron hacia Minami Arima. Nuestra respuesta fue contundente: La Santa Apolonia encontró a tres sekibune, buques de guerra medianos, y los hundió a cañonazos. Eran de Satsuma.
El segundo encuentro fue con transportes de Kumamoto, pero en esta ocasión, Urquijo recordando el trato no hostil que recibimos allí, sólo se contentó en desarbolar a los buques con bandera de los Hosokawa, pero respetó la vida de los soldados que llevaba hacia la península de Shimabara: tendrían que caminar para llegar y eso ganaría unos días para nosotros, además un ejército caminando, es un ejército comiendo, y eso depletaba sus almacenes incluso antes de llegar frente a nuestros muros.
Pero el tercer enfrentamiento fue otra cosa. Vimos un ágil bergantín reconocer nuestras costas e intentar escapar navegando hacia el noroeste, enviamos al Derna a seguir sus aguas, pero pese a que nuestro veloz barco iba a todo trapo, no conseguía dar alcance a un buque que para su tamaño, tenía mucho velamen.


En plena carrera hacia el noroeste, vimos que desde esta dirección se acercaban más velas con banderas herejes con la intención de entrar en el mar de Ariake. Urquijo despacho a la Santa Apolonia y a la San Esteban a cortarle el paso al pequeño convoy holandés compuesto por 2 pinazas y 3 mercantes.


Mientras las dos pinazas trataban de impedir el paso de la fragata, la zabra pese a su menor andar, pudo acercarse a los tres mercantes, eran fluyts, que navegaban en fila. En un episodio que bien podría suceder en el Mar del Norte o en el canal de la Mancha, la San Esteban alcanzó a sus presas, dos de las cuales al estar desarmadas se rindieron de inmediato, en tanto la tercera, también sin artillería, consiguió volver sobre sus aguas y huir hacia el noroeste. La zabra con sus presas se dirigió al embarcadero.
Desde tierra estábamos exultantes, pues habíamos visto la captura de dos buques enemigos. Sin embargo, por lo que vimos después, el almirante holandés era un digno émulo (o tal vez maestro) de un de Ruyter, Tromp o Witt de With, pues habiendo separado a las fuerzas españolas, vimos acercarse dos buques grandes, que con dos cubiertas que con portas amenazantes, claramente mostraban que venían a combatirnos.

Pero Urquijo también era un viejo lobo de mar. Tanto él como Don Marcial, el capitán del San Cosme, conocían lo que su buque podía y no podía hacer. Y sabían que en un combate cercano, perdía la ventaja de los cañones de bronce comprimido. Ante la vista estupefacta de los que estábamos en tierra, rehuyó el combate.
- ¡Urquijo está huyendo! – exclamó Fadrique con una voz decepcionada que llevaba un dejo de reproche.
- No os apresuréis a condenar al Almirante – lo reprendí sin admitir réplica – Es un marino prudente y sabe lo que hace. Y es valiente, lo vi enfrentarse a 5 enemigos sin que le temblase la mano.
- ¿Qué creéis que está haciendo? – insistió Fadrique.
- Ved Fadrique, nuestros buques tienen dos ventajas sobre los calvinistas, mejor artillería y mejor maniobra. Y las dos ventajas se pierden en un cañoneo a bocajarro en un mar estrecho. El Almirante está buscando aguas más abiertas.
- Don Francisco, ¡ved allá! Uno de los herejes deja la persecución y viene hacia aquí.
- Buscad a Doña Marina y sus hijos y llevadlos a los bajos de la torre del castillo. ¡Presto, presto! ¡Los herejes vienen a cañonearnos! – y dirigiéndome a los hombres les ordené - ¡Protegeos del fuego enemigo! ¡Sed celosos con vuestras vidas! ¡Artilleros, a vuestros puestos! ¡Que se vea bien la Cruz de nuestra bandera!
Todos los tambores empezaron tocar a rebato. Y nuestros 10 cañones que dan al mar se iban a enfrentar a no menos de 20 bocas del lado de babor del galeón holandés, de las cuales al menos la mitad eran de mayor calibre que nuestras culebrinas.
Brumm! Brumm! Los disparos holandeses se ensañaron con el asentamiento original, especialmente contra la kobayabune que quedó hecha astillas, la iglesia, el embarcadero y el asta con los palos de Borgoña, que terminó cayendo. La San Esteban respondió con su artillería de menor calibre e interponiéndose entre el buque enemigo y las fluyt recientemente capturadas y el Mártir Nicolás desarmado, evitó su destrucción, pero resultó con la arboladura dañada. Solo nuestros dos cañones de bronce acertaron plenamente, las culebrinas, al borde de su alcance, golpearon el maderamen del galeón enemigo, pero dudo que hayan hecho daño. Luego de esa pasada, lo vimos girar para exponer los cañones de estribor.
Brumm!, Brumm!, Brumm! Esta vez, fue el castillo de Hara quien recibió la atención de los holandeses. Nuevamente, las culebrinas dispararon al límite, y nuevamente los únicos disparos que fueron efectivos de nuestro lado fueron los hechos por los cañones de bronce comprimido. Pero tanto el galeón como nuestra artillería podían seguir combatiendo sin problemas y la batalla prosiguió por un par de horas más.
Cuando vimos a la Santa Apolonia aparecer, el enemigo aproó hacia ella, pero, Algorta evitó el combate cercano con el galeón, por lo que repitiendo la maniobra del San Cosme, la fragata se alejó de Minami Arima con los holandeses siguiendo sus aguas, y al ver que los herejes se retiraban, desde las almenas de la torre de Hara, una gran bandera con la cruz de Borgoña fue descolgada desafiante. San Lucas Evangelista resistió el embate.

Con las primeras luces del día, tanto la Santa Apolonia como el San Cosme entraron al embarcadero, ambos buques con claras señas de haber combatido, pero sin merma en sus capacidades. Pasado el mediodía llegó el Derna. Pese a la alegría en el puerto, los cuatro capitanes y el almirante estaban preocupados.
- Como sabéis, nuestros buques son preciosos para nuestra empresa, que es la de Dios, no podemos permitirnos perderlos. Por eso os he dado la orden de no exponerlos en combate ante buques de mayor porte. Recordad que aunque salgáis victoriosos, si vuestras naves resultan dañadas, aquí en San Lucas no podrán ser reparadas – dijo Urquijo apenas nos reunimos en los bajos del castillo de Hara – Los herejes volverán otra vez, y será menester volver a obrar como lo hicimos ayer, así el mundo ose pensar que obramos como cobardes.
- Fuisteis prudente, Almirante. Además, no solo preservasteis vuestros buques, también pudisteis capturar dos naves herejes, y espantar malheridas a las pinaza que las protegían.
- No quise enfrentarlas a bocajarro – se excusó Algorta – luego de desarbolarlas, la cañonee a larga distancia, pero sin usar vuestros proyectiles de segmento, lo importante era que la San Esteban pudiese cortar la ruta a los mercantes herejes.
- ¿Qué fue del buquecito que partió primero hacia el norte?
- El maldito escapó – respondió Echevarría con desagrado – con vientos favorables, es tan rápido como nuestro bergantín, y orza tan bien como nosotros. Nunca pudimos ponernos a distancia de tiro, y si guiñaba para tener mejor ángulo para cazarlos, perdía el viento. ¡Otra vez será!
- ¿Conocéis ese tipo de buque? – pregunté intrigado, pues me parecía que el rápido buque holandés era la versión reducida del Derna, algo que ciertamente Ignacio Otamendi debía conocer.
- Los calvinistas lo llaman Jacht, pero apuesto mis pulgares a que esas maderas vieron luz en tierras pérfidas. Entre herejes se entienden – respondió Urquijo.
- El codicioso y el tramposo, fácilmente se conciertan. Yo apuesto mis bolas a que la pinaza que cañonee es también salida de puerto inglés – bufó Algorta – más grande que las hechas en Holanda, pero anticuada. Hasta podría decir que es de Bristol.
- ¿Y qué me decís de vuestro botín, capitán Ezcurra?
- Un Fluyt o como le decimos nosotros, un filibote. El más común de los mercantes de Flandes. La Compañía de las Indias Orientales lo utiliza mucho, y pese a que mis presas no son particularmente grandes, sé que hay algunos filibotes de mayor porte.
- ¡Que nos contáis! – sonrió Don Marcial – si nuestro San Cosme fue botado como filibote, pero el Maestro Otamendi lo dejó mejor que nuevo. Pero decidnos Don Lázaro, ¿qué encontrasteis en sus bodegas?
- Nada bueno para los cristianos. Los dos venían abarrotadas de pólvora, plomo, arcabuces y mosquetes. Y también artillería, semi-culebrinas, semejantes a las defienden el lado de tierra de San Lucas. Y otros más pequeños que los malos cristianos llaman minions, menores que las semi-culebrinas, pero mayores que un falconete.
- Habladnos en números.
- No menos de 2000 arcabuces y mosquetes. Muchos quintales de pólvora, tanto así que aún no hemos terminado de descargar los barriles y transportarlos a la santabárbara. 30 piezas entre semi-culebrinas y minions.
- ¿Comida?
- Nada como mercancía, a no ser que consideréis el brebaje de enebro como tal. Pero para la tripulación hemos encontrado galleta, queso, cerdo salado, arenques y bacalao también en salazón, y muchos encurtidos. Y para los oficiales, vino. ¿A que no sabéis cuál?
- No, decídnoslo.
- ¡Málaga y Oporto!
- Esos barriles que pasen directamente a las bodegas de vuestros buques, Almirante… pero dejadme algunos quesos y vino – dije a Urquijo, sonriendo. Volviéndome nuevamente a Ezcurra le pregunte - ¿Cuántos herejes capturasteis?
- 35.
- ¿Tan pocos?
- Si, Don Francisco. Los herejes son tan roñosos que para ganar más, ¡sus almas se la lleve el Diablo!, navegan sus filibotes con tripulaciones de no más de 20 hombres.
- ¿Oficiales?
- 1 capitán, 2 o 3 oficiales de cubierta, 1 contramaestre y 1 carpintero por barco.
- Almirante, ¿qué haremos con los prisioneros?
- Ahorcadlos. Ellos harían eso con nosotros.
- Pero nosotros no somos ellos. A ver, Don Juan, vos como notario, decidnos si estos herejes son piratas.
- A fe mía que no, Don Francisco – asintió Arias, pero añadió gravemente - Pero eso importa poco en otros lares, todo marino nuestro que naufraga en costas pérfidas, primero es pillado y luego colgado.
- ¿Legal o ilegalmente?
- Ilegalmente, pero los magistrados herejes hacen la vista gorda.
- Devolvedlos a los paganos– respondí a Urquijo negando con la cabeza - pero primero sacadles toda la información que podáis. Que el Shogun decida si los decapita o les preserva la vida. No son inocentes, pero tampoco culpables y no deseo que la justicia se convierta en venganza. Santiago no lo aprobaría.
- Será como vos queréis. Apenas nuestras naves vituallen de nuevo, saldremos a la mar, que en puerto perdemos ventaja – y mirando a los demás capitanes añadió - Mañana la marea es matutina, así que aprestaos.
Dando la reunión por terminada, me dirigí a tomar mis alimentos con los Arima, pero me encontré a Marina, Goto y los mosqueteros japoneses en la explanada al lado de la torre de Hara. Habló Aritomo.
- Los homberes dicen pagar cuando poder. Vuestra parabara basta.
- ¿De qué me habláis?
- De tomarlos a vuestro servicio, hermano – añadió Marina.
- ¿No es suficiente que sirvan al rey?
- Tal vez los demás, Francisco. Pero estos han entrenado con los vuestros. Les han contado que vos caminasteis con ellos cuando aún no sabían caminar y que resististeis juntos la caballería de los infieles. Desean servirle.
- Sea así –dije sin demasiada convicción - Les pagaré dos piezas de ocho por mes, mientras dure la campaña.
- No, hermano – ellos os servirán de por vida, así sólo les podáis pagar medio koku al año.
- Como yo con Arima Shinya-San, ahora con vos – afirmó Aritomo – ellos están aquí.
Isabel y Diego estaban allí, él sostenía una uma jiroshi que no conocía.
- Tío, la hice para vos – dijo Isabel con dulzura - Tío Santiago hizo vuestra enseña personal, pero esta es vuestra uma jiroshi de guerra. Vedla. Tiene la bandera del rey, que es como vos queréis.
- Isabelita, decidme ¿qué es esa bola amarilla?
- El sol de vuestra tierra. El de nosotros es naciente, el vuestro será del mediodía. Aritomo nos ha contado que en vuestro país bebéis vino en el cráneo de los enemigos – y señalando al círculo gualda aseguró – eso se los recordará.

Diego levantó la bandera, a lo que Goto y los hombres formados respondieron gritando.
- ¡Haisha-San, haisha-san, haisha-san!
- Hermano, ya no son ronin, ahora son vuestros samurái.
Luego de tomar nuestros alimentos, un tazón de arroz, pescado y vegetales encurtidos por cabeza, pues ya habíamos empezado a racionar la comida. Marina no aprobaba nuestra costumbre de beber bebidas al tiempo, y siempre nos ofrecía té caliente. Me despedí de los Arima, y decidí hacer mi última ronda hacia donde estaban los descastados, los hinin y los eta.
¡Qué complicada resultó ser la sociedad japonesa! Incluso entre los parias había categorías e incluso ahí, había un grupo despreciado, pero también temido. Fui hacia el mayor de los enterradores y le agradecí por haber preparado el cuerpo de nuestros amigos.
- Arigato – dije haciendo una sutil reverencia, y utilizando un lenguaje muy elemental di a entender la razón de mi agradecimiento – Arigato, shigoto, Miki-San, Arima-San.
- Dōitashimashite, Dōitashimashite – me respondió inclinando profundamente la cabeza, y señalándome añadió – Arigato, anata. Dōmo arigatō.
- ¿Dareda? – señalé a un grupo animado que parecía regresar de un día de mercado.
- Tekiya – respondió con un inocultable desprecio.
- ¿Tekiya?
- Jai. Warui hito-tachi – el énfasis que ponía en “warai”, indicaba que no solo los despreciaba, sino que también los temía: gente mala.
Me acerqué a ellos y pude ver que el objeto de su comercio eran los despojos de los caidos de Shimabara días antes. Las espadas, los cascos y las corazas estaban relucientes y reparados.
- ¿Hanbai-chū? –pregunté inocentemente si estaba en venta.
- Jai. Yasui – me respondió afirmativamente un joven de mirada avispada – yasui, barato.
- ¿Ikura? – le seguía la cuerda indagando por el precio, y le señalé un cuchillo pequeño.
- ¿Kaiken?
- Jai.
Estaba por darme el precio, cuando un vozarrón arruinó la transacción.
- Ie!, Ie!
- ¿Obuyan, nani ka machigatta koto o shita nodeshou ka? – no entendí lo que el joven preguntaba, pero evidentemente estaba en una posición embarazosa.
- ¡Koreha Haisha-Sama! – dijo el hombre del vozarrón – Haisha-sama, ¿Rikai suru? Koko kara deteike.
- Watashi o yurushite – el jovenzuelo se alejó ruborizado.
- Haisha-Sama, toru. Con una profunda reverencia, me entregó el mejor de los cuchillos que había en el petate del muchacho.
- ¡Arigato! – le dije con una sonrisa cansada, y luego le pregunté su nombre.
- Gokusan.
Pude darme cuenta de la autoridad que tenía, pues estaba armado con katana y tanto, como un samurái, pero sin serlo. No me costó mucho imaginar que siendo un proscrito y andar armado solo podía ser un yakuza, o como se les conociese en el siglo XVII. Los takiya eran comerciantes ambulantes, muchas veces encargados de vender bienes robados y otras actividades al filo de la legalidad, pero también vivían de dar protección a quienes podían pagarlo y en tiempos revueltos, extorsión y estraperlo. Estaba navegando en aguas complicadas, y en mi media lengua debía saber con quién trataba.
- ¿Kirishitan? ¿Anata? ¿Tú? – le pregunté señalándolo con la palma.
- Ie – me contesto con una inusitada franqueza.
- ¿Nazenara, kuru, koko? – repetí en castellano ¿por qué, venir, aquí?, apuntando repetidamente con el índice el suelo – ¿koko?
- Kirisuto-kyou no kami wa yurushimasu ga – vi una sombra de resignación en la cara - Nihon no kamigami wa kibishii desu.
- Wakarimasen – respondí negando con la cabeza, no entendía lo que me trataba de decir.
- Anata – y me señaló con el índice – Haisha-San, kirishitan, wa ii hito desu – y luego continuó con desprecio y cólera mal contenida - Nihon no daimyō-tachi, Matsukura, Teresawa, Ogasawara, Shimazu, Matsudaira… wa warui desu
- Arigato – atiné a decir, pese a que no entendí con precisión sus palabras, supe que en la comparación salía favorecido.
- Watashi – se señaló el pecho con el índice, y seguidamente me me señaló a mi – giri, anata. Arigato gozaimasu – y realizó una profunda reverencia. Seguidamente, llamó a sus subordinados, uno de los cuales trajo una botellita de cerámica y un cuenco ancho y poco profundo. Gokusan lo llenó de sake y me lo ofreció – ¡Kanpai!
- Kanpai, arigato – respondí luego de beber un trago, sin embargo, inmediatamente Gokusan bebió del mismo cuenco, en un acto que ciertamente debía revestir bastante seriedad pues la actitud circunspecta de los demás, así lo demostraba.
No sabía que en ese momento, en una ceremonia de sakuzuki de circunstancias, los marginados de los marginados de Minami Arima por boca de su jefe, me habían jurado lealtad personal.
A los dos días, Goto me llamó al parapeto, me paso el anteojo largavista y seguidamente me indicó con el brazo unas banderas en el campamento enemigo.
- ¿Hosokawa? ¿Kumamoto? – pregunte sabiendo la respuesta de antemano, pues había reconocido la bandera con los círculos negros.
- Jai, Haisha-San – asintió, y luego señaló otra bandera y unos jinetes – Asoko, asoko o mite. Mira allá.
- ¿Quiénes son?
- Itakura Shigemasa. Hombere de confianza de Shogun. Guera viene pronto.
