El primero de una larga serie de chiflados pintorescos fue Edward A. Hopkins. Llegó al Paraguay por primera vez en 1845 como agente comercial de los Estados Unidos. Era un mozo entusiasta y algo absurdo de poco más de veinte años. Quedó tan impresionado por la general prosperidad e idílica paz de que gozaba el pueblo, que decidió que estaba llamado a realizar su grandeza. Se convirtió en un ardoroso propagandista de fabulosas riquezas potenciales y en apasionado defensor de la independencia de la República, cuestionada por la Federación Argentina, dirigida entonces por el gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas.
Rosas fue vencido en 1852 en la batalla de Caseros por el sublevado gobernador de la provincia de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, coaligado con el Brasil y la República Oriental del Uruguay, y contando con el apoyo de Francia e Inglaterra. Mediante su habilidad y fuerza de carácter, el presidente paraguayo Carlos Antonio López evitó comprometerse en la «Cruzada Libertadora». El principio de no intervención en los asuntos internos de otros países fue firmemente mantenido, entre otras cosas, para no sentar precedentes que autorizaran a aquellos a intervenir en los propios. No obstante, los vencedores reconocieron la independencia del Paraguay y dejaron establecida la libre navegación del río Paraná. Fue superado el aislamiento impuesto al país desde hacía cuarenta años.
Edward A. Hopkins viajó a Norteamérica. Organizó en Rhode Island la «United State and Paraguay Navigation Company» con los aportes de capitales privados y los buenos auspicios de su gobierno. Se proponía no solamente promover la navegación a vapor en los ríos recientemente abiertos al tráfico internacional, sino también la creación de nuevas industrias. Desgraciadamente, los vapores adquiridos por la Compañía naufragaron en el mar antes de llegar al Paraguay. Hopkins arribó a Asunción con el título de cónsul, un buen lote de maquinarias y unos cuantos técnicos salvados de los naufragios.
Instaló una fábrica de cigarros al estilo habano, un aserradero a vapor, una mantequería, un molino de trigo, un ingenio de azúcar, dos desmotadoras de algodón, una ladrillería mecánica, varios otros talleres industriales y una calesita en San Antonio. Proyectó la fundación de una Escuela de Agricultura y la organización de un Departamento de Inmigración para fomentar la venida de colonos. Frenético de iniciativas, tanto se asemejaba a «Un yanqui en la corte del rey Arturo», que no nos sorprendería enterarnos de que Mark Twain lo tomara de modelo para el protagonista de la divertida novela del mismo nombre.
Las empresas tuvieron un éxito espectacular tanto por el poder adquisitivo de la población como por el súbito incremento del comercio exterior. Hubo dificultades cuando al inquieto e insaciable Hopkins le subieron los humos a la cabeza. Pretendió monopolios y se mostró reacio a aceptar las reglamentaciones oficiales.
El gobierno era partidario del progreso, pero no estaba dispuesto a compartir con nadie el control de la economía. Las relaciones se volvieron tirantes, tanto por causas objetivas como por las impertinencias de Hopkins, que se hacía cada vez más atrevido, y hasta amenazador, valido de su condición de cónsul de un país poderoso. Hicieron crisis a raíz de un incidente fortuito.
Una tarde en que Clemente Hopkins, hermano de Edward, paseaba a caballo en compañía de Madame Guillermont, esposa del cónsul francés, por las afueras de la capital, un soldado de caballería de apellido Silvero, que conducía una boyada en sentido opuesto, les pidió que se apartasen del camino para no espantar a los animales. Acaso para impresionar a la dama, Clemente Hopkins, en vez de avenirse a una indicación tan razonable, respondió de malos modos. En la disputa consiguiente blandió la fusta contra el soldado. Silvero desenvainó el sable y dejó tendido de un planazo al irascible Clemente, entre los gritos de Madame Guillermont, espantada de ver en situación tan desairada a su cumplido caballero.
Enterado Edward Hopkins de lo ocurrido a su hermano Clemente, se presentó en la casa de gobierno en traje de montar y empuñando un rebenque. Apartó de un empellón al centinela y entró sin anunciarse al despacho del presidente de la república. Ante la sorpresa de don Carlos, que en vano trató de tranquilizarle, se desató en furiosos improperios, exigió el inmediato castigo del soldado y amenazó, en caso contrario, con la intervención armada de su país.
El viejo López era hombre de pocas pulgas. Por mucho menos había sacado a empellones de su despacho al ministro brasileño Pereira Leal. Pero, dándose cuenta de que estaba en presencia de un energúmeno, no perdió la calma. Le recomendó que presentase sus reclamaciones por escrito.
El soldado Silvero fue ascendido a cabo por dar su merecido a un gringo insolente. Hopkins presentó un memorial con nuevos despropósitos.
Un mes después, el 1º de setiembre de 1854, el presidente Carlos Antonio López suscribió un decreto por el cual se cancela el exequátur al cónsul de los Estados Unidos de América Edward A. Hopkins, cuyas despampanantes aventuras comerciales, industriales y diplomáticas en el Paraguay habían durado en total menos de dos años, pero tuvieron repercusiones tales que casi provocan una guerra y tendrían su epílogo treinta y cuatro años después.
Hopkins reclamó una indemnización de un millón de dólares. El capitán Thomas Page, que con autorización y beneplácito del gobierno paraguayo estaba realizando un viaje de exploración por los ríos interiores en la cañonera «Water Witch», amenazó con bombardear Asunción si las demandas de su compatriota no eran inmediatamente satisfechas. Por toda respuesta, el presidente López, por decreto del 3 de octubre de 1854, cancela la autorización para navegar en aguas paraguayas al buque norteamericano.
Promediaba la mañana del 1º de febrero de 1855. El «Water Witch» comenzaba a remontar las aguas del río Paraná, arriba de la desembocadura del río Paraguay. Lo comandaba el teniente Williams N. Jeffers en ausencia del capitán Thomas Page y llevaba 28 hombres de tripulación y un armamento de tres obuses. De repente, un cañonazo rompió la quietud de aquel paraje silencioso. Desde el cercano fuerte paraguayo de Itapirú estaban haciendo fuego al barco de guerra de los Estados Unidos. Un hecho insólito, sin precedentes. Zafarrancho de combate. El cañonero contesta al fuerte. El duelo de artillería dura varios minutos. Acaba de producirse uno de los más sensacionales episodios de la historia americana del siglo XIX.
Nada había ocurrido aquel 1º de febrero mientras el «Water Witch» navegaba por el canal internacional, divisorio de las aguas paraguayo-argentinas. En un momento dado el cañonero se dispuso a pasar por el canal situado entre el fuerte Itapirú y la isla paraguaya Carayá. El comandante de Itapirú, Vicente Duarte, despachó en canoa a un oficial con el texto del decreto del 3 de octubre para significarle al «Water Witch» que no podía navegar por el canal interior. El teniente Jeffers no acató la prohibición. El cañonero siguió su marcha. Se produjo a viva voz desde tierra otra intimación. El «Water Witch» no detuvo su navegación, ya bajo los cañones de la fortaleza paraguaya.
Le disparan dos cañonazos sin puntería. El «Water Witch» no se detiene, responde con sus obuses. Entonces la fortaleza dispara un tercer cañonazo ya dirigido al barco. Una de las ruedas queda inutilizada, se rompen los cables del timón, es mortalmente herido el timonel Samuel Chaney. El teniente Jeffers, viendo que las cosas van en serio, ordena el cese de fuego. La nave da marcha atrás y se dirige a la vecina ciudad de Corrientes. Ya no fue molestada.
El cañonazo al «Water Witch» provocó un escándalo fenomenal. A medida que se extendía la noticia en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Londres, París y desde luego en los Estados Unidos, los periódicos dedicaban al incidente extensos editoriales. Los paraguayos son tratados de salvajes. A nadie se le ocurre preguntarse qué hubiera ocurrido si la cañonera «Tacuary» hubiese amenazado bombardear Nueva York y luego se hubiese metido en el río Hudson desacatando la invitación de retirarse. Por el contrario, afirmaban que el presidente López alentaba el mismo espíritu e idéntica brutalidad que el soldado Silvero.
Edwar A. Hopkins revolvió cielo y tierra. En sus declaraciones a la prensa, el mismo país que había descripto anteriormente como un paraíso sabiamente gobernado por un patriarca providente, se transformó en un infierno, morada de Satanás, personificado por López. Porteños y brasileños, valiéndose de sus informantes echaban leña con la esperanza de que los norteamericanos les sacaran las castañas del fuego. Poderosos intereses coincidían contra el Paraguay; los pocos que asumieron su defensa eran apenas hombres de buena voluntad. Los intereses son persistentes. Tres años después del certero cañonazo del fuerte Itapirú, el presidente James Buchanan se dirigió al Congreso y expuso el estado de las relaciones con el Paraguay, solicitando autorización para exigir, por procedimientos adecuados, satisfacciones, indemnizaciones y garantías para el futuro sobre los incidentes ocurridos.
Parte de la prensa norteamericana apoyó la demanda presidencial sosteniendo que Estados Unidos debía repetir la expedición del comodoro Perry al Japón, para abrir también a cañonazos el Paraguay al comercio internacional. «El presidente López es un obstáculo para toda empresa», dijo el «Express» de Nueva York.
Explica a continuación el diario neoyorquino que los principales productos de exportación, la yerba mate y los árboles maderables eran considerados de propiedad pública aunque estuviesen en propiedad privada. Se los explotaba por medio de concesiones del Estado, que se reservaba su comercialización fuera del país. Lo mismo hacía con el tabaco y con gran parte del algodón, de excelente calidad, cultivado por granjeros y no en grandes plantaciones. La caña dulce y el azúcar, el tanino para curtiembre y los cueros padecían regímenes semejantes. Las importaciones soportaban fuertes gravámenes. Se dificultaba y limitaba la inversión de capitales, salvo en actividades secundarias. A los extranjeros no les estaba permitido adquirir bienes raíces. El gobierno impedía el libre comercio. El Paraguay era el único país de Sudamérica que no había contraído compromisos financieros internacionales. Todo lo pagaba al contado. Fundía su propio hierro, construía barcos en su astillero, reparaba y fabricaba armas en su arsenal. A pesar de las generosas ofertas recibidas, estaba tendiendo por su cuenta una vía férrea que cruzaría el [83] país de norte a sur, y contemplaba la posibilidad de tender otra que cruzara el gran Chaco y llegara al océano Pacífico a través de Bolivia en un futuro no remoto.
El «Express» concluía en que el Paraguay ofrecía incalculables oportunidades al comercio, la industria y las finanzas, las cuales estaban siendo acaparadas y malogradas por un déspota que administraba su país como un feudo y lo dirigía como una estancia. López era un bárbaro que debía ser tratado como tal en beneficio de la civilización.
Tras un largo debate parlamentario, el presidente Buchanan obtuvo la autorización requerida.
Se organizó una escuadra de 20 buques, con una dotación de 2.500 hombres y 200 cañones, la más poderosa que hasta entonces zarpara de costas norteamericanas. Traía al mando a la principal figura de la marina, el comodoro Williams Branfort Shubrik, que en 1815 había recibido del Congreso una condecoración a raíz de la captura de los navíos ingleses «Cyrene» y «Levant», hazaña que le dio renombre nacional. El juez James Butler Bowlin fue designado comisionado civil encargado de las negociaciones diplomáticas
El juez comisionado James Butler Bowlin tenía que exigir el reconocimiento de la culpabilidad del Paraguay y el pago, en consecuencia, de una indemnización no menor de 500.000 dólares. En caso de que no tuviera éxito en sus gestiones, la escuadra, según las instrucciones impartidas al comodoro Shubrik, «subirá hasta la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, establecerá el bloqueo efectivo de ambos ríos y de todas las ciudades y villas situadas sobre sus márgenes; atacará y destruirá las fortalezas de Humaitá y otras que en su opinión obstruyan o comprometan el pasaje indemne de la flota a su mando, y prosiguiendo hasta Asunción, a menos que el gobierno paraguayo acceda a las condiciones propuestas por el Comisionado, exigirá la entrega y tomará posesión de dicha ciudad y sus defensas, empleando la fuerza necesaria y realizando otros actos de hostilidad justificados por la Ley de las Naciones y que usted considere apropiados para imponer el acatamiento de las condiciones requeridas».
El 25 tuvo lugar la primera entrevista con el ministro de relaciones exteriores paraguayo Nicolás Vázquez, a quien Bowlin entregó sus cartas de presentación. El 26, con gran ceremonia, se efectuó en el Palacio la entrega de las credenciales al presidente, que lo recibió de uniforme de capitán general, y con su bicornio, rutilante de gemas y galones, debajo del brazo; deferencia especialísima, pues don Carlos acostumbraba recibir a los diplomáticos con el sombrero puesto. Hubo un cambio de discursos de tono cortés, con mutuas protestas de miras pacíficas.
Pero el comisionado Bowlin tenía instrucciones de no transar por menos de 500 mil, y don Carlos lo sabía. Y se mostró inamovible. Cuentan que le dijo al ministro Vázquez, que le aconsejaba prudencia.
Finalmente se acordó que el monto se dirimiera en arbitraje. Don Carlos quería que el tribunal se reuniese en Asunción. No poco trabajo le costó a Urquiza persuadirle sobre la conveniencia de que lo fuera en Washington.
El 13 de agosto de 1860 los jueces designados dieron a conocer en Washington su fallo arbitral. El tribunal estaba constituido por el jurisconsulto Dave Johnson, ex ministro de correos, como representante de los Estados Unidos, y José Berges, representante del Paraguay. El secretario era, desde luego, el inefable Samuel Ward.
Dice el fallo:
«Que dicho reclamante, la United States and Paraguay Navigation Co. no ha probado ni establecido su derecho a los daños y perjuicios en relación a la dicha reclamación contra el gobierno de la República del Paraguay; y que a la vista de las pruebas examinadas, el dicho gobierno no es por ningún derecho responsable de una indemnización o compensación pecuniaria cualquiera a favor de la nombrada compañía».
El juez norteamericano Johnson fundamentó ampliamente su opinión en un memorial que presentó para el presidente de su país. Decía en él:
«El gobierno y los ciudadanos de los Estados Unidos se han vanagloriado siempre de no sufrir ningún acto injusto de otro gobierno o de otro pueblo, pero al mismo tiempo de no pedir nada sino lo justo, y espero sinceramente que esté lejano el día en que las riquezas de las Indias Orientales puedan ser acaparadas, con su aprobación y sanción, por el pillaje a los Estados débiles a los cuales habrían sido arrancadas bajo la amenaza del cañón».
Este fallo haría exclamar, cuarenta años después, al ilustre político y publicista paraguayo don Manuel Gondra:
-¡Hay algo más grande que la escuadra norteamericana, y es la justicia norteamericana!
Casi Guerra del Paraguay con los Estados Unidos
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Re: Casi Guerra del Paraguay con Los Estados Unidos.
Muchas gracias por compartir el interesante relato.
sin animo de polemizar, el paraguay sufrio mucho porque francisco solano no heredo la sagacidad de su padre.
saludos
sin animo de polemizar, el paraguay sufrio mucho porque francisco solano no heredo la sagacidad de su padre.
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"Si quieres una vision del futuro, imagina una bota pisoteando un rostro humano...eternamente"
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- Recluta
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Re: Casi Guerra del Paraguay con Los Estados Unidos.
El problema con algunos señores como Edward A. Hopkins,el filibustero Walker, entre otros , fue de que trabajaban con apoyo de su pais, a pesar de que EEUU era todavia un pais del tercer mundo...
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