Documentos, textos y articulos respecto a la Guerra Civil.
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Segismundo Casado, Asi cayó Madrid
Segismundo Casado
Asi cayó Madrid
Guadiana de Publicaciones. Madrid, 1968. Texto Seleccionado.
Para convencerse de que el ejército republicano, después de la pérdida de Cataluña, carecía de capacidad de resistencia, basta leer en este libro la célebre reunión que tuvieron, en el aeródromo de Los Llanos, el presidente Negrin y los Altos Mandos militares. El pueblo de Madrid, cuya gesta heroica ya tiene reservado un.relevante puesto en la Historia de la guerra civil, después de la caída de Cataluña, no deseaba seguir luchando, porque estaba convencido de la inevitable derrota y pedía la paz públicamente. Esto es notorio.
Ahora, que el doctor Negrín y los comunistas querían imponer la consigna de resistir, eso ya es otro cantar. El pueblo odiaba al Gobierno Negrín, gobierno bautizado por los comunistas con el pomposo nombre de «GOBIERNO DE UNIÓN NACIONAL, presidido por el doctor Negrín.
Realmente no era un Gobierno, no existía unión y carecía de sentido nacional. Era simplemente una dictadura al servicio de una potencia extranjera, que contrajo grandes responsabilidades y que siguió una política de espaldas a la opinión del pueblo español y contraria a la conveniencia de España.
Este era el Gobierno que imponía la consigna de resistir, con objeto, según se creía entonces, de alargar la lucha en espera de un desequilibrio internacional. Después nos hemos enterado que este criterio tan generalizado estaba equivocado. La realidad era que, en enero de 1939, Alemania y Rusia comenzaron a negociar el célebre pacto de no agresión y a Rusia le interesaba alargar la guerra para facilitar la negociación.
Para imponer la consigna de resistir, el doctor Negrín tuvo suspendidas las prerrogativas del jefe del Estado, por el siguiente procedimiento criminal: Si era favorable la marcha de las operaciones o si se producía un movimiento de protesta de los partidos políticos y de las organizaciones sindicales o, en fin, si el jefe del Estado, en uso de sus facultades constitucionales, pretendía retirar la confianza al doctor Negrín, éste lanzaba una consigna ordenando a los mandos militares que dirigieran al jefe del Gobierno un mensaje de adhesión personal. Como el 70 por 100 de los mandos pertenecían al Partido Comunista, el jefe del Estado recogía la impresión de que todo el Ejército estaba solidarizado con el doctor Negrín.
Esta abominable conducta, admitiendo esas adhesiones delictivas, hizo posible que un Ejército Popular permaneciera en rebelión contra el Poder Moderador de la Nación. Muchas son las responsabilidades contraídas por el doctor Negrín, pero ésta tiene rango preferente.
En el orden administrativo, la conducta de este Gobierno rebasa los limites de lo tolerable. Cuando el Partido Socialista preguntaba a su afiliado, el doctor Negrín, por qué no daba cuenta de la situación de la Hacienda, contestaba con su tan conocida frase:
«Eso no se lo digo yo ni al cuello de mi camisa.» Pero lo verdaderamente monstruoso de este Gobierno, que revela de manera elocuente la traición al pueblo español y el desprecio a España, se ve en el hecho que voy a relatar:
En la reunión del aeródromo de Los Llanos, bajo la presidencia del doctor Negrín y la asistencia de todos los Altos Mandos del Ejército, éstos opinaron que había que terminar la guerra rápidamente, mediante la negociación con el enemigo y el doctor Negrín mantuvo el criterio de resistir. Esta reunión histórica se celebró el día 16 dé febrero de 1939. Pues bien, con anterioridad a esta fecha, el doctor Negrín, antes de haber renunciado a la consigna de resistir, había dado orden al coronel Trejo, encargado de compras de material aeronáutico en los Estados Unidos, para que procediera con urgencia a la reventa del material comprado recientemente en dicho país, poniendo como precio de venta tope la mitad de su valor de compra.
El día 4 de marzo —es decir, un día antes de la caída del Gobierno Negrín—, don Fernando de los Ríos, embajador de España en los Estados Unidos, envió a don Indalecio Prieto, que, a la sazón se encontraba en México, el siguiente despacho:
«Por los 22 Bellanca y 61 motores y recambios que tienen un valor de un millón seiscientos ochenta mil dólares, el señor Sherover ofrece el 10 por 100. Como no se ha admitido semejante oferta, por tener orden de venderlos en el 50 por 100 de su valor límite, ruego a usted gestione la venta en México en estas condiciones.»
Aunque con lo escrito hay pruebas y argumentos suficientes para demostrar que era urgente negociar la paz, voy a reforzarlo con los siguientes razonamientos:
Cuando intervine para acabar la guerra, solamente tenía dos caminos a seguir: o suspendía la lucha o la continuaba.
Si se negociaba la paz, con mayor o menor éxito, es evidente que se ahorraban los efectos de la ofensiva que el enemigo preparaba. Esta ofensiva causaría considerables bajas tanto en las fuerzas armadas, como en la población civil.
Además, teníamos la seguridad de que no se producirían hechos catastróficos originados por una ola de miedo colectivo, que acarrearía la desmoralización de un Ejército de 600.000 hombres en derrota.
E] enemigo no encontraría pretexto para una represión dura y cabría la probabilidad de conseguir la evacuación de la totalidad o una parte de los que desearan abandonar España. Si en lugar de negociar la paz se hubiera mantenido la consigna de resistir, aparte de que se contrariaba de manera notoria la voluntad del pueblo, los estragos hubieran sido tanto mayores cuanto mayor hubiera sido la resistencia estéril de nuestras fuerzas, tratando de contener el avance del enemigo. Muchos miles de bajas entre las fuerzas del Ejército y la población civil, posibles actos de locura por pánico colectivo en los grandes núcleos de población, así como en los puntos de paso de nuestras tropas alocadas en repliegues de desbandada, dando pretexto al enemigo para terribles represalias.
Además, en el caso de oponer resistencia, nadie podría expatriarse, pues si Francia e Inglaterra no acudieron en nuestra ayuda cuando terminó la guerra, mucho menos podríamos esperar después de estos dos países, que mucho antes de terminada la lucha tenían sendos embajadores oficiosos cerca de los nacionalistas.
Con todas estas reflexiones, llegué a la conclusión de que continuar la lucha era un delito de lesa humanidad. Ante esto no vacilé, y los hechos me han demostrado que no estaba equivocado.
La prueba de que yo no estaba equivocado, lo demuestra de manera elocuente el siguiente hecho: desde el día que se iniciaron las negociaciones de paz, entre los nacionalistas y nosotros, no tuvimos que lamentar el derramamiento de una sola gota de sangre, ni un solo acto de violencia, y en esta forma se hizo la entrega.
De haber estado la España republicana en poder del doctor Negrín y los comunistas, ¿cuál hubiera sido el trágico final de la guerra?
A las doce de la noche del 5 de marzo de 1939 cayó el Gobierno Negrín, asumiendo el Poder el Consejo Nacional de Defensa.
A las cinco de la tarde del día 6, es decir algunas horas después, el doctor Negrín, todo su Gobierno y los dirigentes comunistas españoles huyeron como ratas en aviones que tenían preparados y dejaron abandonados a los hombres que lucharon con las armas en la mano, defendiendo la consigna de resistir.
Mi pregunta es ésta: «¿Creen ustedes que, en caso de resistencia ante el ataque enemigo, no hubieran huido las mismas ratas dejando abandonado al pueblo y al Ejército republicano en tan trágica situación? Yo les aconsejo que mediten sobre este hecho abominable.
Segismundo Casado, Asi cayó Madrid.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Asi cayó Madrid
Guadiana de Publicaciones. Madrid, 1968. Texto Seleccionado.
Para convencerse de que el ejército republicano, después de la pérdida de Cataluña, carecía de capacidad de resistencia, basta leer en este libro la célebre reunión que tuvieron, en el aeródromo de Los Llanos, el presidente Negrin y los Altos Mandos militares. El pueblo de Madrid, cuya gesta heroica ya tiene reservado un.relevante puesto en la Historia de la guerra civil, después de la caída de Cataluña, no deseaba seguir luchando, porque estaba convencido de la inevitable derrota y pedía la paz públicamente. Esto es notorio.
Ahora, que el doctor Negrín y los comunistas querían imponer la consigna de resistir, eso ya es otro cantar. El pueblo odiaba al Gobierno Negrín, gobierno bautizado por los comunistas con el pomposo nombre de «GOBIERNO DE UNIÓN NACIONAL, presidido por el doctor Negrín.
Realmente no era un Gobierno, no existía unión y carecía de sentido nacional. Era simplemente una dictadura al servicio de una potencia extranjera, que contrajo grandes responsabilidades y que siguió una política de espaldas a la opinión del pueblo español y contraria a la conveniencia de España.
Este era el Gobierno que imponía la consigna de resistir, con objeto, según se creía entonces, de alargar la lucha en espera de un desequilibrio internacional. Después nos hemos enterado que este criterio tan generalizado estaba equivocado. La realidad era que, en enero de 1939, Alemania y Rusia comenzaron a negociar el célebre pacto de no agresión y a Rusia le interesaba alargar la guerra para facilitar la negociación.
Para imponer la consigna de resistir, el doctor Negrín tuvo suspendidas las prerrogativas del jefe del Estado, por el siguiente procedimiento criminal: Si era favorable la marcha de las operaciones o si se producía un movimiento de protesta de los partidos políticos y de las organizaciones sindicales o, en fin, si el jefe del Estado, en uso de sus facultades constitucionales, pretendía retirar la confianza al doctor Negrín, éste lanzaba una consigna ordenando a los mandos militares que dirigieran al jefe del Gobierno un mensaje de adhesión personal. Como el 70 por 100 de los mandos pertenecían al Partido Comunista, el jefe del Estado recogía la impresión de que todo el Ejército estaba solidarizado con el doctor Negrín.
Esta abominable conducta, admitiendo esas adhesiones delictivas, hizo posible que un Ejército Popular permaneciera en rebelión contra el Poder Moderador de la Nación. Muchas son las responsabilidades contraídas por el doctor Negrín, pero ésta tiene rango preferente.
En el orden administrativo, la conducta de este Gobierno rebasa los limites de lo tolerable. Cuando el Partido Socialista preguntaba a su afiliado, el doctor Negrín, por qué no daba cuenta de la situación de la Hacienda, contestaba con su tan conocida frase:
«Eso no se lo digo yo ni al cuello de mi camisa.» Pero lo verdaderamente monstruoso de este Gobierno, que revela de manera elocuente la traición al pueblo español y el desprecio a España, se ve en el hecho que voy a relatar:
En la reunión del aeródromo de Los Llanos, bajo la presidencia del doctor Negrín y la asistencia de todos los Altos Mandos del Ejército, éstos opinaron que había que terminar la guerra rápidamente, mediante la negociación con el enemigo y el doctor Negrín mantuvo el criterio de resistir. Esta reunión histórica se celebró el día 16 dé febrero de 1939. Pues bien, con anterioridad a esta fecha, el doctor Negrín, antes de haber renunciado a la consigna de resistir, había dado orden al coronel Trejo, encargado de compras de material aeronáutico en los Estados Unidos, para que procediera con urgencia a la reventa del material comprado recientemente en dicho país, poniendo como precio de venta tope la mitad de su valor de compra.
El día 4 de marzo —es decir, un día antes de la caída del Gobierno Negrín—, don Fernando de los Ríos, embajador de España en los Estados Unidos, envió a don Indalecio Prieto, que, a la sazón se encontraba en México, el siguiente despacho:
«Por los 22 Bellanca y 61 motores y recambios que tienen un valor de un millón seiscientos ochenta mil dólares, el señor Sherover ofrece el 10 por 100. Como no se ha admitido semejante oferta, por tener orden de venderlos en el 50 por 100 de su valor límite, ruego a usted gestione la venta en México en estas condiciones.»
Aunque con lo escrito hay pruebas y argumentos suficientes para demostrar que era urgente negociar la paz, voy a reforzarlo con los siguientes razonamientos:
Cuando intervine para acabar la guerra, solamente tenía dos caminos a seguir: o suspendía la lucha o la continuaba.
Si se negociaba la paz, con mayor o menor éxito, es evidente que se ahorraban los efectos de la ofensiva que el enemigo preparaba. Esta ofensiva causaría considerables bajas tanto en las fuerzas armadas, como en la población civil.
Además, teníamos la seguridad de que no se producirían hechos catastróficos originados por una ola de miedo colectivo, que acarrearía la desmoralización de un Ejército de 600.000 hombres en derrota.
E] enemigo no encontraría pretexto para una represión dura y cabría la probabilidad de conseguir la evacuación de la totalidad o una parte de los que desearan abandonar España. Si en lugar de negociar la paz se hubiera mantenido la consigna de resistir, aparte de que se contrariaba de manera notoria la voluntad del pueblo, los estragos hubieran sido tanto mayores cuanto mayor hubiera sido la resistencia estéril de nuestras fuerzas, tratando de contener el avance del enemigo. Muchos miles de bajas entre las fuerzas del Ejército y la población civil, posibles actos de locura por pánico colectivo en los grandes núcleos de población, así como en los puntos de paso de nuestras tropas alocadas en repliegues de desbandada, dando pretexto al enemigo para terribles represalias.
Además, en el caso de oponer resistencia, nadie podría expatriarse, pues si Francia e Inglaterra no acudieron en nuestra ayuda cuando terminó la guerra, mucho menos podríamos esperar después de estos dos países, que mucho antes de terminada la lucha tenían sendos embajadores oficiosos cerca de los nacionalistas.
Con todas estas reflexiones, llegué a la conclusión de que continuar la lucha era un delito de lesa humanidad. Ante esto no vacilé, y los hechos me han demostrado que no estaba equivocado.
La prueba de que yo no estaba equivocado, lo demuestra de manera elocuente el siguiente hecho: desde el día que se iniciaron las negociaciones de paz, entre los nacionalistas y nosotros, no tuvimos que lamentar el derramamiento de una sola gota de sangre, ni un solo acto de violencia, y en esta forma se hizo la entrega.
De haber estado la España republicana en poder del doctor Negrín y los comunistas, ¿cuál hubiera sido el trágico final de la guerra?
A las doce de la noche del 5 de marzo de 1939 cayó el Gobierno Negrín, asumiendo el Poder el Consejo Nacional de Defensa.
A las cinco de la tarde del día 6, es decir algunas horas después, el doctor Negrín, todo su Gobierno y los dirigentes comunistas españoles huyeron como ratas en aviones que tenían preparados y dejaron abandonados a los hombres que lucharon con las armas en la mano, defendiendo la consigna de resistir.
Mi pregunta es ésta: «¿Creen ustedes que, en caso de resistencia ante el ataque enemigo, no hubieran huido las mismas ratas dejando abandonado al pueblo y al Ejército republicano en tan trágica situación? Yo les aconsejo que mediten sobre este hecho abominable.
Segismundo Casado, Asi cayó Madrid.
Fuente:
http://www.sbhac.net
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Aita Patxi, el Maximiliano Kolbe Vasco (1910-1970)
Dominical "La Revista" 1996
Aita Patxi, el Maximiliano Kolbe Vasco (1910-1970)
Publicado en el semanario dominical, "La revista" en 1996
Aita Patxi es el Maximiliano Kolbe del clero vasco, pero lo suyo aconteció unos cuantos años antes de la muerte de aquel santo polaco, que en un campo de concentración nazi se ofreció para reemplazar a otro preso a quien iban a ejecutar, en represalia por una fuga. Su nombre civil era Victoriano Gondra y Muruaga, pero cuando ingresó en la Congregación de la Pasión, o Padres Pasionistas, le impusieron el nombre de Francisco de la Pasión. Sin embargo todo el mundo le llamaba Aita Patxi (en euskera, Padre Francisco). Baso estas notas en la biografía que le ha dedicado otro Pasionista, José Ignacio Lopategui (Aita Patxi. Testimonio. 2 vols, 1978 y 1984), en la que se recogen declaraciones de muchos testigos, creyentes y no creyentes, vascos y no vascos.
En la Guerra Civil fue capellán de un batallón de gudaris, los soldados del ejército nacionalista vasco, y cayó preso al final de la campaña de Vizcaya, en junio de 1937. Su actuación sacerdotal había sido heroica. Era bajito, flaco, tímido, de aire beatífico, y parecía falto de vigor y de salud, pero se crecía en los momentos de peligro para socorrer a un herido, o dar consuelo y los últimos sacramentos a un moribundo. Aita Patxi se hacía respetar y querer incluso por los anticlericales. No era hombre de guerra, pero, como muchos vascos, creía que tenían derecho a defenderse contra los que venían a quitarles las libertades nacionales y democráticas. En este sentido estaba compenetrado con el sentido que los gudaris daban a su lucha. Los restos del batallón, y Aita Patxi con ellos, fueron a parar al campo de concentración de San Pedro de Cardeña. Ocurrió un día que un preso asturiano, al parecer comunista, intentó escaparse, pero fue atrapado y condenado sumarísimamente a muerte. Aunque aquel infeliz no era creyente, Aita Patxi quiso al menos acompañarlo en su última noche, antes de que al amanecer lo fusilaran. Pero mientras pasaba así la noche, y al hablarle el condenado de su familia, se le ocurrió que podía hacer algo más eficaz que acompañarlo hasta el paredón. Aita Patxi se dirigió al comandante del campo y le pidió, como una gracia, que le permitiera sustituir al que iba a ser fusilado. El comandante, según han atestiguado los gudaris presos, era hombre brusco, pero en el fondo de buenos sentimientos. Quedó estupefacto ante la propuesta y dijo que tenía que consultarlo con sus superiores, pues no se atrevía a fusilar a un sacerdote. De momento suspendió la ejecución. Pero quiso comprobar que el ofrecimiento de Aita Patxi no era un farol, sino que realmente estaba dispuesto a llegar hasta el final. A las diez de la noche envió al barracón dormitorio donde estaba el religioso un piquete de cuatro soldados, que tomaron consigo a Aita Patxi y lo condujeron a la comandancia. Llegado al puesto de mando, el comandante le comunicó que el Gobierno aceptaba la sustitución pedida. Aita Patxi le dio las gracias, se recogió unos momentos en profunda oración y dijo: "Ya estoy a punto". Lo condujeron al lugar destinado a las ejecuciones y ante él formó el pelotón de ejecución. Tenemos sobre este momento dramático los testimonios coincidentes de dos testigos que afirman que mientras Aita Patxi rezaba el rosario sonriendo de felicidad por la vida que salvaba, los demás presentes lloraban, hasta que el comandante cortó la escena gritando: "¡Retírese, Padre!". Le notificó entonces que el Gobierno, en atención a su intervención, había perdonado la vida al asturiano. Aita Patxi se fue a dormir muy contento, pero al día siguiente se enteró con gran pena de que aquella misma madrugada habían fusilado al hombre por quien había querido dar la vida.
El caso se repitió más adelante. Los presos procedentes del Norte habían sido incorporados a batallones de trabajo y tenían que cavar trincheras y minas en el frente de Madrid. Se había hecho pública la orden de que si alguno de los presos se pasaba a los republicanos, serían fusilados algunos de sus compañeros de unidad. Alguien se pasó, y cinco de aquellos presos del mismo batallón de trabajo, sorteados arbitrariamente, fueron condenados a ser ejecutados. Cuando los sacaron de la formación, Aita Patxi se incorporó sin decir nada al grupo de los condenados. El teniente que mandaba la operación le ordenó que se fuera, pero Aita Patxi le contestó: "Si matan a esos pobres sin ningún juicio, que me maten también a mí". Hubo asombro general, vacilación, consultas y finalmente aquella vez no se fusiló a nadie. Cuando fue puesto en libertad, Aita Patxi dedicó los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1970, al apostolado popular, dirigiendo el rezo de la novena de San Felicísimo y visitando enfermos y moribundos. Cuando en sus desplazamientos hacía autostop, invitaba al conductor a rezar juntos el rosario, y rezumaba tal fe que pocos se negaban a acompañarle en el rezo. Si en vez de vasco fuera polaco, ya estaría canonizado.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Aita Patxi, el Maximiliano Kolbe Vasco (1910-1970)
Publicado en el semanario dominical, "La revista" en 1996
Aita Patxi es el Maximiliano Kolbe del clero vasco, pero lo suyo aconteció unos cuantos años antes de la muerte de aquel santo polaco, que en un campo de concentración nazi se ofreció para reemplazar a otro preso a quien iban a ejecutar, en represalia por una fuga. Su nombre civil era Victoriano Gondra y Muruaga, pero cuando ingresó en la Congregación de la Pasión, o Padres Pasionistas, le impusieron el nombre de Francisco de la Pasión. Sin embargo todo el mundo le llamaba Aita Patxi (en euskera, Padre Francisco). Baso estas notas en la biografía que le ha dedicado otro Pasionista, José Ignacio Lopategui (Aita Patxi. Testimonio. 2 vols, 1978 y 1984), en la que se recogen declaraciones de muchos testigos, creyentes y no creyentes, vascos y no vascos.
En la Guerra Civil fue capellán de un batallón de gudaris, los soldados del ejército nacionalista vasco, y cayó preso al final de la campaña de Vizcaya, en junio de 1937. Su actuación sacerdotal había sido heroica. Era bajito, flaco, tímido, de aire beatífico, y parecía falto de vigor y de salud, pero se crecía en los momentos de peligro para socorrer a un herido, o dar consuelo y los últimos sacramentos a un moribundo. Aita Patxi se hacía respetar y querer incluso por los anticlericales. No era hombre de guerra, pero, como muchos vascos, creía que tenían derecho a defenderse contra los que venían a quitarles las libertades nacionales y democráticas. En este sentido estaba compenetrado con el sentido que los gudaris daban a su lucha. Los restos del batallón, y Aita Patxi con ellos, fueron a parar al campo de concentración de San Pedro de Cardeña. Ocurrió un día que un preso asturiano, al parecer comunista, intentó escaparse, pero fue atrapado y condenado sumarísimamente a muerte. Aunque aquel infeliz no era creyente, Aita Patxi quiso al menos acompañarlo en su última noche, antes de que al amanecer lo fusilaran. Pero mientras pasaba así la noche, y al hablarle el condenado de su familia, se le ocurrió que podía hacer algo más eficaz que acompañarlo hasta el paredón. Aita Patxi se dirigió al comandante del campo y le pidió, como una gracia, que le permitiera sustituir al que iba a ser fusilado. El comandante, según han atestiguado los gudaris presos, era hombre brusco, pero en el fondo de buenos sentimientos. Quedó estupefacto ante la propuesta y dijo que tenía que consultarlo con sus superiores, pues no se atrevía a fusilar a un sacerdote. De momento suspendió la ejecución. Pero quiso comprobar que el ofrecimiento de Aita Patxi no era un farol, sino que realmente estaba dispuesto a llegar hasta el final. A las diez de la noche envió al barracón dormitorio donde estaba el religioso un piquete de cuatro soldados, que tomaron consigo a Aita Patxi y lo condujeron a la comandancia. Llegado al puesto de mando, el comandante le comunicó que el Gobierno aceptaba la sustitución pedida. Aita Patxi le dio las gracias, se recogió unos momentos en profunda oración y dijo: "Ya estoy a punto". Lo condujeron al lugar destinado a las ejecuciones y ante él formó el pelotón de ejecución. Tenemos sobre este momento dramático los testimonios coincidentes de dos testigos que afirman que mientras Aita Patxi rezaba el rosario sonriendo de felicidad por la vida que salvaba, los demás presentes lloraban, hasta que el comandante cortó la escena gritando: "¡Retírese, Padre!". Le notificó entonces que el Gobierno, en atención a su intervención, había perdonado la vida al asturiano. Aita Patxi se fue a dormir muy contento, pero al día siguiente se enteró con gran pena de que aquella misma madrugada habían fusilado al hombre por quien había querido dar la vida.
El caso se repitió más adelante. Los presos procedentes del Norte habían sido incorporados a batallones de trabajo y tenían que cavar trincheras y minas en el frente de Madrid. Se había hecho pública la orden de que si alguno de los presos se pasaba a los republicanos, serían fusilados algunos de sus compañeros de unidad. Alguien se pasó, y cinco de aquellos presos del mismo batallón de trabajo, sorteados arbitrariamente, fueron condenados a ser ejecutados. Cuando los sacaron de la formación, Aita Patxi se incorporó sin decir nada al grupo de los condenados. El teniente que mandaba la operación le ordenó que se fuera, pero Aita Patxi le contestó: "Si matan a esos pobres sin ningún juicio, que me maten también a mí". Hubo asombro general, vacilación, consultas y finalmente aquella vez no se fusiló a nadie. Cuando fue puesto en libertad, Aita Patxi dedicó los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1970, al apostolado popular, dirigiendo el rezo de la novena de San Felicísimo y visitando enfermos y moribundos. Cuando en sus desplazamientos hacía autostop, invitaba al conductor a rezar juntos el rosario, y rezumaba tal fe que pocos se negaban a acompañarle en el rezo. Si en vez de vasco fuera polaco, ya estaría canonizado.
Fuente:
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DE LA SERIE, SUEÑOS DE AMOR NO CORRESPONDIDO:
DE LA SERIE, SUEÑOS DE AMOR NO CORRESPONDIDO:
MIGUEL.
De Sáinz-Rozas
Llovía con profusión cuando unidades de la Sexta Brigada de Navarra entraron en el pueblo. Era una lluvia fina y persistente que en el transcurso del día había calado en los cuerpos de todos los soldados. El agua, chorreando desde la boina, se deslizaba por el cuello terminando por empapar el pecho y la espalda. En un recodo a la entrada del pueblo, unos raros vehículos blindados, aunque de formidable aspecto, servían de refugio a un variopinto grupo de soldados. Habían desplegado sus capotes en batería, y a su cubierto comían pan y sardinas en lata, atizándose a cada rato un buen trago de vino de la bota que portaban. Los fusiles, fríos y húmedos, reposaban a su vera en particular pabellón. Más a la derecha había una huerta, y un pozo tras unos manzanos repelados. Un soldado ojeroso, subidas las solapas de su capote, contemplaba ensimismado la tapa de madera del pozo. Un limaco se deslizaba por ella dejando un rastro brillante que prontamente limpiaba la lluvia. El soldado llevaba el correaje por encima del capote, de suerte que este se le agrandaba en los hombros dándole una apariencia más gruesa de la que en realidad le correspondía por su constitución. Sonaron algunos morterazos que cayeron a un par de cientos de metros, donde la infantería aguardaba, al resguardo de unas tapias de piedra, el momento de avanzar. Tras los morteros se inició un tiroteo en el que destacaba el tableteo de una ametralladora. Después, cañones del quince y medio —la leona— comenzaron a martillear las posiciones nacionales. La tropa se tiró al suelo, todo el mundo sabía que el belga que dirigía la batería roja tenía una puntería endiablada. Sin embargo, esta vez el cañoneo duró poco y no hubo que lamentar bajas. Las tropas nacionales se encontraban a la espera de un claro en las nubes que permitiera a la aviación desalojar a los gudaris de unas colinas cercanas.
El soldado que se encontraba junto al pozo parecía completamente ajeno al frente, en realidad estaba de suerte. Un flamante pase para pasar un permiso en Burgos se hallaba en su bolsillo. Y aun formando parte del escenario bélico, él estaba un poco ausente. Lo único que verdaderamente le interesaba era ver aparecer el camión que le alejaría de los combates. Después..., quince maravillosos días en casa, ¿no era para sentirse dichoso?
Para hacer tiempo caminó por una de las empedradas calles del pueblo que conducían a las afueras. En una plazuela, los sanitarios habían instalado un improvisado puesto de socorro. Varios heridos reposaban sobre camillas esperando la evacuación. Había también prisioneros rojos, incluso heridos. Tenían los ojos bajos y gemían en sordina, como si su condición e incierto destino no les permitiera aye alguno.
—¡Tranquilo, tranquilo! —le susurraba un gudari a su compañero herido en el vientre. Otro, que parecía ileso, se levantó al paso del soldado y le pidió tabaco.
—Ya hemos luchado por Euskadi —le dijo apenas recibió el pitillo.
Al soldado no le cayeron bien aquellas palabras.
—¿De dónde eres? —le preguntó al gudari.
—De Bilbao, me reclutaron hace unos meses, pero para mí ya se acabó la guerra.
Y le contó que su familia tenía parientes en la zona nacional, que ellos eran de derechas y otras cosas más.
Pero al soldado no le gustó su charla nerviosa y meritoria y le dejó plantado. Algunos paisanos estaban asomados a los dinteles de las casas y mano contra mano preguntaban a uno y a otros por el paradero, suerte o infortunio de fulano o mengano. En eso se le acercó una mujer.
—¡Miguel...! —le espetó.
—¿Miguel? Me confunde usted.
La mujer tenía los ojos claros, casi transparentes. El cabello trigueño y la piel limpia y sonrosada. En su cara se dibujaban las emociones de su equívoco.
—¡Miguel! —repitió. Y ante el asombro del soldado la mujer perdió todo su color y cayó desmayada.
Se apresuró a recogerla. La sostuvo a duras penas y con ayuda de algunas comadres, la sentaron en unas escalinatas hasta que poco a poco se reanimó.
—Creo que me confunde usted —le insistió el soldado.
—¿No eres Miguel?
—No. Me llamo Anselmo.
—Eres igual que él, que Miguel —aseguró ella.
—¿Un soldado, quizá? —aventuró Anselmo.
—Murió...
—¡Ah!, lo siento.
Se habían quedado los dos solos bajo los sopórtales de un caserón. Seguía lloviendo y sin visos de escampar. La mujer llevaba un sobretodo aviejado que chorreaba.
—¿Es usted del pueblo? —le preguntó el soldado.
—Aquí nací.
La mujer no dejaba de mirarle, en sus ojos, Anselmo adivinaba el dolor, la sorpresa de la falsa reaparición. Se sentía incomodo y apenas sabía que mentar.
—Lo siento mucho —volvió a decir, e hizo ademanes de marcharse—. Estoy esperando un camión.
—Eres igual que él...
Anselmo asintió.
—Quizá lo hayas conocido.
El soldado iba a decir que no, que nunca había conocido a nadie que se le pareciera.
—Te enseñaré una fotografía. Vivo aquí al lado.
—Bueno...
La mujer le contó que la mayor parte de los habitantes del pueblo habían huido, pero que ella decidió quedarse, que ya no tenía nada que perder. Y Anselmo, que había oído esta historia tantas veces y de tantas bocas entristecidas, sólo supo confirmarlo con la cabeza.
La casa presentaba impactos de bala. Los cristales de los ventanales estaban rotos y el ennegrecido marco del portón fuera de los goznes. Había casquillos esparcidos por el zaguán. Ella entró dentro de la casa y Anselmo se sentó en un poyo de piedra. Olía a requesón y a heno. Un gato completamente blanco dormía hecho una bola sobre una manta vieja. Mientras tanto se lió un pitillo.
—Mira —dijo la mujer de vuelta con la foto.
Se trataba de una fotografía ya antigua, pequeña, encanecida en sepia y con el borde quebrado. El retratado era un apuesto mozo de facciones norteñas. No le encontró ningún parecido, bueno, quizá los ojos...
—¿Verdad qué sois iguales?
—¿Eh...? Sí, sí —respondió Anselmo algo confuso—. No lo conozco. Nunca le había visto... ¿Su marido?
—Murió hace unos meses, en Irún.
Anselmo no se atrevía a preguntarle en qué lado, aunque tampoco le importaba mucho. Comprendía los sentimientos de la mujer, pero ardía en deseos de marcharse. El pase de su bolsillo le incapacitaba para acercarse al drama. No obstante, tampoco tenía valor para despedirse de la mujer por la buenas. Esta le invitó a pasar, le enseñaría más cosas, si acaso quería tomar algo o secarse en el fogón.
Sin darse cuenta se encontró sentado en un taburete, despojado del húmedo capote y con un pedazo de pan y de queso en la mano. La mujer hablaba. Que perdonara la confusión, que de dónde era, si tenía madre o novia...
El calor de la cocina le reconfortó. Agua, sal y un lugar junto al fuego. las obligaciones de los paisanos para con la tropa. En la charla de la mujer, Anselmo comenzó a dar cabezadas, y ésta le dejó porque sabía que los soldados se duermen en cualquier parte.
Anselmo roncaba ligeramente, un resoplido suave pero homogéneo, propio de los hombres que duermen a la intemperie. La mujer, que había recobrado su compostura de ama de casa, le arropó con una manta de cuadros verdes y negros, luego tendió el capote en el cordel que corría de pared a pared de la cocina y lo dejó secarse. Derrochaba ahora actividad. Cortó pan y preparó una sopa para la cena. A veces se quedaba prendada del reposo del soldado, le miraba tontamente y para sí murmuraba palabras en su lengua vernácula, después reanuda sus labores con más brío.
No mucho rato más tarde, Anselmo dio un respingo y se despertó con cara de no saber dónde estaba.
—Te quedaste dormido —le tranquilizó ella.
El soldado consultó su reloj. ¡El camión! —se dijo. Y con gestos apresurados y murmurando excusas incomprensibles recogió la boina, el correaje y su capote dispuesto para marcharse.
Hice de cenar —musitó la mujer mirándole a los ojos.
—No, no..., no puedo..., me voy de permiso. A casa.
—¿A casa?
—Adiós...
Ella no dijo nada, se quedó sentada viendo como Anselmo se ponía las trinchas. Un par de veces sus miradas se cruzaron.
—Te pareces tanto... —dijo finalmente.
Adiós, quizá nos volvamos a ver.
Caminó a grandes zancadas por las ya oscuras calles del pueblo. El tiroteo había cesado al igual que la lluvia. De los montes cercanos se elevaba el vapor blanco de la evaporación y en el cielo se abrían claros. Tropas de infantería con sus oficiales a la cabeza entraban en el pueblo. Todos eran muy jóvenes. Un alférez de lampiño rostro daba órdenes con mal humor. Estaban cansados y querían encontrar refugio antes de que cayera la noche. "Alférez provisional, cadáver efectivo", pensó Anselmo, molesto por las voces del oficial.
Cuando alcanzó el puesto de mando de su compañía se llevó un gran disgusto, el camión había partido no hacía escasamente un cuarto de hora. Aquello le crispó los nervios. ¡Maldita mujer! Estuvo buscando un vehículo que al menos le acercara a Vitoria. Recorrió todas las compañías. Intentó por todos los medios encontrar algún coche particular, pero fue en vano. Hasta el día siguiente no había nada qué hacer. No quiso probar el rancho que le ofrecían sus camaradas, ni tampoco aceptó un improvisado lecho en un pajar. Estoy de permiso —se decía—, poca cosa soy si no consigo alojamiento y cena decentes. Tenía unas pesetillas y confiaba en encontrar alguna tasca o taberna cerca del pueblo, o quizá alguna cocina ambulante. Mas fue inútil. Vagó por las desiertas callejas encontrándose sólo a ratos grupos de soldados y requetés apretujados alrededor de preciosas botellas de coñac, de las que había donado Domecq.
¿Quién me mandaría a mí...? —pensaba recordando a la mujer. Y en estos pensamientos, le vino a la cabeza que si ella era parcialmente culpable de que hubiera perdido el camión, también podía solucionar parte de su problema, dándole cena y cama por una noche. Ella misma se había ofrecido a invitarle a cenar. ¡Eso es!, iré para allí, aguantaré su charla triste, pero al menos podré cenar caliente y dormir a cubierto.
No fue tan sencillo, se despistó y no pudo encontrar la casa ni la calle. Para colmo empezó a llover de nuevo. Se refugió en un portal y lió un pitillo con parsimonia calibrando lo desafortunado de su situación. Por un callejón le llegó el sonido de un motor. Era una camioneta que subía penosamente la empinada calle. Iba cargada de presos, paisanos y militares. Un par de requetés los vigilaban. El vehículo no tenía toldo y guardias y presos aguantaban la inclemencia con parejo estoicismo. Desaparecieron remontando la plaza. Acababa su pitillo cuando oyó la descarga. Luego algunos tiros sueltos. Al rato regresó la camioneta, ahora vacía, un poco después el pelotón de ejecución. A su frente venía el alférez que anteriormente se encontrara. Lo saludó sin ninguna energía, y el joven oficial le devolvió el saludo con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces aquí, soldado? —bajo la guerrera se le veía la camisa azul.
Y Anselmo le explicó su caso.
—Regresa a tu compañía —le ordenó el oficial—. No quiero verte por el pueblo.
Con paso cansino, Anselmo les siguió. Dejó varios metros entremedias, por nada del mundo quería que le confundieran. ¡Buena hazaña!, se decía. Los primeros tiros: ¡un paseíllo! ¡Vaya un emboscado!
Al girar la vista a un lado volvió a ver a la mujer. Les miraba pasar desde la penumbra de la puerta de su casa. No le reconoció en la oscuridad. En una esquina, Anselmo cambió de rumbo, dejó que el pelotón se alejara y regresó a la casa de la mujer. Allí seguía, viendo caer la lluvia.
—Buenas noches —murmuró Anselmo.
—¡Ah!, eres tú...
—Perdí el camión, y ya hasta mañana...
La mujer no decía nada, le miraba sin expresión. Tenía un rostro bonito aunque algo espantado, pero todo el país sufría de espanto.
¿Has cenado? —le preguntó ella.
Le invitó a pasar. El gato le recibió con curiosidad, le olisqueó las polainas pero no se dejó acariciar. Ella ya había cenado. Le dio un plato de sopa y un trozo de pan. Mal debían ir las cosas, porque el trozo era muy escaso. También comió algo de queso. Se echó un cigarro cerca del fogón.
—Así que eres de Burgos...
Sí.
—¿Eres falangista?
—No. Estaba cumpliendo el servicio.
—Te daré unas mantas, puedes dormir al lado de la lumbre.
La mujer se retiró. Anselmo extendió las mantas y despojándose del calzado y de parte de las ropas, se arrebujó como mejor pudo, dispuesto a pasar la noche sobre el suelo de la cocina. Desde la distancia, al gato le relucían los ojos. Husmeaba por los rincones.
No tardó en conciliar el sueño, se había puesto las botas por almohada y a media noche se despertó. El gato las arañaba.
—¡Quita, gato! —y le dio un manotazo.
La casa estaba en silencio, la lumbre se había apagado y hacía frío. Se puso la guerrera de nuevo y trató de volver a dormirse. Le pareció oír un suspiro o un llanto. Aguzó el oído, pero no volvió a sentir nada. Se dio una vuelta y entonces lo oyó otra vez. Se encaramó para escuchar mejor. Sí, era un gemido, alguien que se lamentaba. ¿Le ocurrirá algo?
Un nuevo gemido le hizo estremecerse, notó su presencia muy cerca. Fue eso lo que le hizo levantarse. Comprendía que la mujer pudiera sollozar por las noches, pero había algo más...
Un pasillo partía de la cocina, una puerta que daba al establo y una escalera hacia el piso de arriba. Pero no tuvo que subirla. Sentada en el rellano estaba la mujer.
—Se va a quedar helada.
Llevaba un camisón cerrado de los pies a la cabeza.
—Miguel... —gimió.
Anselmo dio un paso atrás. Ella se alzó y bajando precipitadamente las escaleras le echó los brazos a la cintura.
—Miguel...
Quiso desasirse, la persistencia de su confusión le turbaba, no sabía qué hacer. La mujer reposó la cabeza en su pecho y así se mantuvo quieta. Entonces, Anselmo sintió que un agradable calor le abordaba, y sin pararse a pensar más la besó.
—¡No! —le recriminó ella apartando la cabeza.
—Perdone —se disculpó Anselmo—, volveré a acostarme.
En su gesto de retirada, la mujer le tomó del brazo. Bajo el camisón aparecía menos llena de lo que había pensado.
—Quédate un rato conmigo.
—Hace frío aquí —señaló Anselmo.
—Bajaré contigo y encenderé fuego.
Así lo hicieron, y al poco tiempo se calentaban las manos con un tazón de achicoria. No tardaría en amanecer. Al abrigo de las mantas por los hombros se contemplaban sin decir nada.
—¿Cómo se llama? —dijo finalmente Anselmo.
—María.
La cocina se había caldeado y el brebaje les reanimó. Entonces ella se quitó la manta y la extendió en el suelo, se tumbó, y subiéndose el camisón hasta el vientre dijo:
—Hazlo...
Al amanecer, Anselmo abandonó el caserón camino de su compañía. No estaba triste ni tampoco alegre, pero la mañana le pareció más hermosa que la del día anterior. Las calles estaban desiertas y la neblina se mezclaba en los prados con las columnas de humo del vivaqueo de la tropa. En el puesto de mando, los preparativos eran presagio de un ataque inminente a las posiciones rojas. ¡Menos mal que me voy!, suspiró. Centenares de requetés descendían de camiones. Pertenecían al tercio "Lacar". Tomaban posiciones con sus banderas pintadas con el "Viva Cristo Rey" y sus "detente bala" en el pecho. ¡Esto va en serio!
Abordó el camión entre un tropel de soñolientos pero dichosos soldados. Saludó a un primera al que conocía bastante. Ambos iban a Burgos y comentaron esto y aquello, macutazos y otros rumores de guerra que siempre forman parte del bagaje de los soldados. Mediada la mañana, y en un alto para tomar un tentempié, Anselmo le contó a su amigo lo que le había pasado con aquella mujer.
¿Una que vive con un gato blanco? —le interpeló el primera.
—¿La conoces?
—¿La María?, es famosa en el pueblo.
—¡Qué dices!
—Sí, hombre, sí. A ver si te crees que eres el primero que ha pasado la noche con ella con esa excusa.
—¿Entonces, no es verdad lo que cuenta?
—Yo no sé..., pero hay quien dice que el tal Miguel fue un antiguo novio al que fusilaron los rojos.
—Y lo confunde con todos...
—¡Quién sabe...! Lo que sí te puedo decir es que otros opinan que al muchacho ése lo denunció ella misma a los milicianos, en venganza por una promesa de matrimonio no cumplida. ¡Cualquiera sabe!
—Pues sí que...
—Bueno —terminó aquí el soldado de primera con una sonrisa cómplice—. ¿Y de lo otro qué tal? ¿Buena la noche?
—Bah... Vamos a dejarlo.
—Bueno, hombre... ¿Qué?, ¿hace un trago? —y le pasó la bota.
Fuente:
http://www.sbhac.net/Escritores/SainzRo ... Dreams.htm
pd: un poco de literatura
MIGUEL.
De Sáinz-Rozas
Llovía con profusión cuando unidades de la Sexta Brigada de Navarra entraron en el pueblo. Era una lluvia fina y persistente que en el transcurso del día había calado en los cuerpos de todos los soldados. El agua, chorreando desde la boina, se deslizaba por el cuello terminando por empapar el pecho y la espalda. En un recodo a la entrada del pueblo, unos raros vehículos blindados, aunque de formidable aspecto, servían de refugio a un variopinto grupo de soldados. Habían desplegado sus capotes en batería, y a su cubierto comían pan y sardinas en lata, atizándose a cada rato un buen trago de vino de la bota que portaban. Los fusiles, fríos y húmedos, reposaban a su vera en particular pabellón. Más a la derecha había una huerta, y un pozo tras unos manzanos repelados. Un soldado ojeroso, subidas las solapas de su capote, contemplaba ensimismado la tapa de madera del pozo. Un limaco se deslizaba por ella dejando un rastro brillante que prontamente limpiaba la lluvia. El soldado llevaba el correaje por encima del capote, de suerte que este se le agrandaba en los hombros dándole una apariencia más gruesa de la que en realidad le correspondía por su constitución. Sonaron algunos morterazos que cayeron a un par de cientos de metros, donde la infantería aguardaba, al resguardo de unas tapias de piedra, el momento de avanzar. Tras los morteros se inició un tiroteo en el que destacaba el tableteo de una ametralladora. Después, cañones del quince y medio —la leona— comenzaron a martillear las posiciones nacionales. La tropa se tiró al suelo, todo el mundo sabía que el belga que dirigía la batería roja tenía una puntería endiablada. Sin embargo, esta vez el cañoneo duró poco y no hubo que lamentar bajas. Las tropas nacionales se encontraban a la espera de un claro en las nubes que permitiera a la aviación desalojar a los gudaris de unas colinas cercanas.
El soldado que se encontraba junto al pozo parecía completamente ajeno al frente, en realidad estaba de suerte. Un flamante pase para pasar un permiso en Burgos se hallaba en su bolsillo. Y aun formando parte del escenario bélico, él estaba un poco ausente. Lo único que verdaderamente le interesaba era ver aparecer el camión que le alejaría de los combates. Después..., quince maravillosos días en casa, ¿no era para sentirse dichoso?
Para hacer tiempo caminó por una de las empedradas calles del pueblo que conducían a las afueras. En una plazuela, los sanitarios habían instalado un improvisado puesto de socorro. Varios heridos reposaban sobre camillas esperando la evacuación. Había también prisioneros rojos, incluso heridos. Tenían los ojos bajos y gemían en sordina, como si su condición e incierto destino no les permitiera aye alguno.
—¡Tranquilo, tranquilo! —le susurraba un gudari a su compañero herido en el vientre. Otro, que parecía ileso, se levantó al paso del soldado y le pidió tabaco.
—Ya hemos luchado por Euskadi —le dijo apenas recibió el pitillo.
Al soldado no le cayeron bien aquellas palabras.
—¿De dónde eres? —le preguntó al gudari.
—De Bilbao, me reclutaron hace unos meses, pero para mí ya se acabó la guerra.
Y le contó que su familia tenía parientes en la zona nacional, que ellos eran de derechas y otras cosas más.
Pero al soldado no le gustó su charla nerviosa y meritoria y le dejó plantado. Algunos paisanos estaban asomados a los dinteles de las casas y mano contra mano preguntaban a uno y a otros por el paradero, suerte o infortunio de fulano o mengano. En eso se le acercó una mujer.
—¡Miguel...! —le espetó.
—¿Miguel? Me confunde usted.
La mujer tenía los ojos claros, casi transparentes. El cabello trigueño y la piel limpia y sonrosada. En su cara se dibujaban las emociones de su equívoco.
—¡Miguel! —repitió. Y ante el asombro del soldado la mujer perdió todo su color y cayó desmayada.
Se apresuró a recogerla. La sostuvo a duras penas y con ayuda de algunas comadres, la sentaron en unas escalinatas hasta que poco a poco se reanimó.
—Creo que me confunde usted —le insistió el soldado.
—¿No eres Miguel?
—No. Me llamo Anselmo.
—Eres igual que él, que Miguel —aseguró ella.
—¿Un soldado, quizá? —aventuró Anselmo.
—Murió...
—¡Ah!, lo siento.
Se habían quedado los dos solos bajo los sopórtales de un caserón. Seguía lloviendo y sin visos de escampar. La mujer llevaba un sobretodo aviejado que chorreaba.
—¿Es usted del pueblo? —le preguntó el soldado.
—Aquí nací.
La mujer no dejaba de mirarle, en sus ojos, Anselmo adivinaba el dolor, la sorpresa de la falsa reaparición. Se sentía incomodo y apenas sabía que mentar.
—Lo siento mucho —volvió a decir, e hizo ademanes de marcharse—. Estoy esperando un camión.
—Eres igual que él...
Anselmo asintió.
—Quizá lo hayas conocido.
El soldado iba a decir que no, que nunca había conocido a nadie que se le pareciera.
—Te enseñaré una fotografía. Vivo aquí al lado.
—Bueno...
La mujer le contó que la mayor parte de los habitantes del pueblo habían huido, pero que ella decidió quedarse, que ya no tenía nada que perder. Y Anselmo, que había oído esta historia tantas veces y de tantas bocas entristecidas, sólo supo confirmarlo con la cabeza.
La casa presentaba impactos de bala. Los cristales de los ventanales estaban rotos y el ennegrecido marco del portón fuera de los goznes. Había casquillos esparcidos por el zaguán. Ella entró dentro de la casa y Anselmo se sentó en un poyo de piedra. Olía a requesón y a heno. Un gato completamente blanco dormía hecho una bola sobre una manta vieja. Mientras tanto se lió un pitillo.
—Mira —dijo la mujer de vuelta con la foto.
Se trataba de una fotografía ya antigua, pequeña, encanecida en sepia y con el borde quebrado. El retratado era un apuesto mozo de facciones norteñas. No le encontró ningún parecido, bueno, quizá los ojos...
—¿Verdad qué sois iguales?
—¿Eh...? Sí, sí —respondió Anselmo algo confuso—. No lo conozco. Nunca le había visto... ¿Su marido?
—Murió hace unos meses, en Irún.
Anselmo no se atrevía a preguntarle en qué lado, aunque tampoco le importaba mucho. Comprendía los sentimientos de la mujer, pero ardía en deseos de marcharse. El pase de su bolsillo le incapacitaba para acercarse al drama. No obstante, tampoco tenía valor para despedirse de la mujer por la buenas. Esta le invitó a pasar, le enseñaría más cosas, si acaso quería tomar algo o secarse en el fogón.
Sin darse cuenta se encontró sentado en un taburete, despojado del húmedo capote y con un pedazo de pan y de queso en la mano. La mujer hablaba. Que perdonara la confusión, que de dónde era, si tenía madre o novia...
El calor de la cocina le reconfortó. Agua, sal y un lugar junto al fuego. las obligaciones de los paisanos para con la tropa. En la charla de la mujer, Anselmo comenzó a dar cabezadas, y ésta le dejó porque sabía que los soldados se duermen en cualquier parte.
Anselmo roncaba ligeramente, un resoplido suave pero homogéneo, propio de los hombres que duermen a la intemperie. La mujer, que había recobrado su compostura de ama de casa, le arropó con una manta de cuadros verdes y negros, luego tendió el capote en el cordel que corría de pared a pared de la cocina y lo dejó secarse. Derrochaba ahora actividad. Cortó pan y preparó una sopa para la cena. A veces se quedaba prendada del reposo del soldado, le miraba tontamente y para sí murmuraba palabras en su lengua vernácula, después reanuda sus labores con más brío.
No mucho rato más tarde, Anselmo dio un respingo y se despertó con cara de no saber dónde estaba.
—Te quedaste dormido —le tranquilizó ella.
El soldado consultó su reloj. ¡El camión! —se dijo. Y con gestos apresurados y murmurando excusas incomprensibles recogió la boina, el correaje y su capote dispuesto para marcharse.
Hice de cenar —musitó la mujer mirándole a los ojos.
—No, no..., no puedo..., me voy de permiso. A casa.
—¿A casa?
—Adiós...
Ella no dijo nada, se quedó sentada viendo como Anselmo se ponía las trinchas. Un par de veces sus miradas se cruzaron.
—Te pareces tanto... —dijo finalmente.
Adiós, quizá nos volvamos a ver.
Caminó a grandes zancadas por las ya oscuras calles del pueblo. El tiroteo había cesado al igual que la lluvia. De los montes cercanos se elevaba el vapor blanco de la evaporación y en el cielo se abrían claros. Tropas de infantería con sus oficiales a la cabeza entraban en el pueblo. Todos eran muy jóvenes. Un alférez de lampiño rostro daba órdenes con mal humor. Estaban cansados y querían encontrar refugio antes de que cayera la noche. "Alférez provisional, cadáver efectivo", pensó Anselmo, molesto por las voces del oficial.
Cuando alcanzó el puesto de mando de su compañía se llevó un gran disgusto, el camión había partido no hacía escasamente un cuarto de hora. Aquello le crispó los nervios. ¡Maldita mujer! Estuvo buscando un vehículo que al menos le acercara a Vitoria. Recorrió todas las compañías. Intentó por todos los medios encontrar algún coche particular, pero fue en vano. Hasta el día siguiente no había nada qué hacer. No quiso probar el rancho que le ofrecían sus camaradas, ni tampoco aceptó un improvisado lecho en un pajar. Estoy de permiso —se decía—, poca cosa soy si no consigo alojamiento y cena decentes. Tenía unas pesetillas y confiaba en encontrar alguna tasca o taberna cerca del pueblo, o quizá alguna cocina ambulante. Mas fue inútil. Vagó por las desiertas callejas encontrándose sólo a ratos grupos de soldados y requetés apretujados alrededor de preciosas botellas de coñac, de las que había donado Domecq.
¿Quién me mandaría a mí...? —pensaba recordando a la mujer. Y en estos pensamientos, le vino a la cabeza que si ella era parcialmente culpable de que hubiera perdido el camión, también podía solucionar parte de su problema, dándole cena y cama por una noche. Ella misma se había ofrecido a invitarle a cenar. ¡Eso es!, iré para allí, aguantaré su charla triste, pero al menos podré cenar caliente y dormir a cubierto.
No fue tan sencillo, se despistó y no pudo encontrar la casa ni la calle. Para colmo empezó a llover de nuevo. Se refugió en un portal y lió un pitillo con parsimonia calibrando lo desafortunado de su situación. Por un callejón le llegó el sonido de un motor. Era una camioneta que subía penosamente la empinada calle. Iba cargada de presos, paisanos y militares. Un par de requetés los vigilaban. El vehículo no tenía toldo y guardias y presos aguantaban la inclemencia con parejo estoicismo. Desaparecieron remontando la plaza. Acababa su pitillo cuando oyó la descarga. Luego algunos tiros sueltos. Al rato regresó la camioneta, ahora vacía, un poco después el pelotón de ejecución. A su frente venía el alférez que anteriormente se encontrara. Lo saludó sin ninguna energía, y el joven oficial le devolvió el saludo con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces aquí, soldado? —bajo la guerrera se le veía la camisa azul.
Y Anselmo le explicó su caso.
—Regresa a tu compañía —le ordenó el oficial—. No quiero verte por el pueblo.
Con paso cansino, Anselmo les siguió. Dejó varios metros entremedias, por nada del mundo quería que le confundieran. ¡Buena hazaña!, se decía. Los primeros tiros: ¡un paseíllo! ¡Vaya un emboscado!
Al girar la vista a un lado volvió a ver a la mujer. Les miraba pasar desde la penumbra de la puerta de su casa. No le reconoció en la oscuridad. En una esquina, Anselmo cambió de rumbo, dejó que el pelotón se alejara y regresó a la casa de la mujer. Allí seguía, viendo caer la lluvia.
—Buenas noches —murmuró Anselmo.
—¡Ah!, eres tú...
—Perdí el camión, y ya hasta mañana...
La mujer no decía nada, le miraba sin expresión. Tenía un rostro bonito aunque algo espantado, pero todo el país sufría de espanto.
¿Has cenado? —le preguntó ella.
Le invitó a pasar. El gato le recibió con curiosidad, le olisqueó las polainas pero no se dejó acariciar. Ella ya había cenado. Le dio un plato de sopa y un trozo de pan. Mal debían ir las cosas, porque el trozo era muy escaso. También comió algo de queso. Se echó un cigarro cerca del fogón.
—Así que eres de Burgos...
Sí.
—¿Eres falangista?
—No. Estaba cumpliendo el servicio.
—Te daré unas mantas, puedes dormir al lado de la lumbre.
La mujer se retiró. Anselmo extendió las mantas y despojándose del calzado y de parte de las ropas, se arrebujó como mejor pudo, dispuesto a pasar la noche sobre el suelo de la cocina. Desde la distancia, al gato le relucían los ojos. Husmeaba por los rincones.
No tardó en conciliar el sueño, se había puesto las botas por almohada y a media noche se despertó. El gato las arañaba.
—¡Quita, gato! —y le dio un manotazo.
La casa estaba en silencio, la lumbre se había apagado y hacía frío. Se puso la guerrera de nuevo y trató de volver a dormirse. Le pareció oír un suspiro o un llanto. Aguzó el oído, pero no volvió a sentir nada. Se dio una vuelta y entonces lo oyó otra vez. Se encaramó para escuchar mejor. Sí, era un gemido, alguien que se lamentaba. ¿Le ocurrirá algo?
Un nuevo gemido le hizo estremecerse, notó su presencia muy cerca. Fue eso lo que le hizo levantarse. Comprendía que la mujer pudiera sollozar por las noches, pero había algo más...
Un pasillo partía de la cocina, una puerta que daba al establo y una escalera hacia el piso de arriba. Pero no tuvo que subirla. Sentada en el rellano estaba la mujer.
—Se va a quedar helada.
Llevaba un camisón cerrado de los pies a la cabeza.
—Miguel... —gimió.
Anselmo dio un paso atrás. Ella se alzó y bajando precipitadamente las escaleras le echó los brazos a la cintura.
—Miguel...
Quiso desasirse, la persistencia de su confusión le turbaba, no sabía qué hacer. La mujer reposó la cabeza en su pecho y así se mantuvo quieta. Entonces, Anselmo sintió que un agradable calor le abordaba, y sin pararse a pensar más la besó.
—¡No! —le recriminó ella apartando la cabeza.
—Perdone —se disculpó Anselmo—, volveré a acostarme.
En su gesto de retirada, la mujer le tomó del brazo. Bajo el camisón aparecía menos llena de lo que había pensado.
—Quédate un rato conmigo.
—Hace frío aquí —señaló Anselmo.
—Bajaré contigo y encenderé fuego.
Así lo hicieron, y al poco tiempo se calentaban las manos con un tazón de achicoria. No tardaría en amanecer. Al abrigo de las mantas por los hombros se contemplaban sin decir nada.
—¿Cómo se llama? —dijo finalmente Anselmo.
—María.
La cocina se había caldeado y el brebaje les reanimó. Entonces ella se quitó la manta y la extendió en el suelo, se tumbó, y subiéndose el camisón hasta el vientre dijo:
—Hazlo...
Al amanecer, Anselmo abandonó el caserón camino de su compañía. No estaba triste ni tampoco alegre, pero la mañana le pareció más hermosa que la del día anterior. Las calles estaban desiertas y la neblina se mezclaba en los prados con las columnas de humo del vivaqueo de la tropa. En el puesto de mando, los preparativos eran presagio de un ataque inminente a las posiciones rojas. ¡Menos mal que me voy!, suspiró. Centenares de requetés descendían de camiones. Pertenecían al tercio "Lacar". Tomaban posiciones con sus banderas pintadas con el "Viva Cristo Rey" y sus "detente bala" en el pecho. ¡Esto va en serio!
Abordó el camión entre un tropel de soñolientos pero dichosos soldados. Saludó a un primera al que conocía bastante. Ambos iban a Burgos y comentaron esto y aquello, macutazos y otros rumores de guerra que siempre forman parte del bagaje de los soldados. Mediada la mañana, y en un alto para tomar un tentempié, Anselmo le contó a su amigo lo que le había pasado con aquella mujer.
¿Una que vive con un gato blanco? —le interpeló el primera.
—¿La conoces?
—¿La María?, es famosa en el pueblo.
—¡Qué dices!
—Sí, hombre, sí. A ver si te crees que eres el primero que ha pasado la noche con ella con esa excusa.
—¿Entonces, no es verdad lo que cuenta?
—Yo no sé..., pero hay quien dice que el tal Miguel fue un antiguo novio al que fusilaron los rojos.
—Y lo confunde con todos...
—¡Quién sabe...! Lo que sí te puedo decir es que otros opinan que al muchacho ése lo denunció ella misma a los milicianos, en venganza por una promesa de matrimonio no cumplida. ¡Cualquiera sabe!
—Pues sí que...
—Bueno —terminó aquí el soldado de primera con una sonrisa cómplice—. ¿Y de lo otro qué tal? ¿Buena la noche?
—Bah... Vamos a dejarlo.
—Bueno, hombre... ¿Qué?, ¿hace un trago? —y le pasó la bota.
Fuente:
http://www.sbhac.net/Escritores/SainzRo ... Dreams.htm
pd: un poco de literatura
Licenciado en Geografía, Técnico en Gestión Ambiental y Planificación Territorial
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Paralelismo histórico de dos guerras civiles Juan García Dur
Tiempo de Historia nº 25 diciembre de 1.976
Paralelismo histórico de dos guerras civiles
Juan García Durán
Entender nuestra guerra civil no es sólo seguir las incidencias militares y navales. sino llegar a descubrir quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Si la toma de la Bastilla y el cese de la esclavitud justificaron ampliamente la revolución francesa y la guerra civil norteamericana, cuarenta años después del comienzo de la guerra civil española los historiadores siguen preguntándose: ¿Por qué se produjo ésta? y, sobre todo, ¿para qué?
NATURALMENTE, esto implica que las razones dadas hasta hoy, ni son consideradas valederas ni, muchísimo menos, justifican aquella matanza. Claro que en un país como el nuestro donde la expresión «porque me da la gana» (intraducible en inglés) rige con mucha frecuencia nuestros actos, quizá viene a darle razón a Américo Castro cuando dice: «Urge más entender y valorar la realidad hispánica que buscarle causas y antecedentes». Por otra parte entender nuestra guerra civil no es seguir las incidencias militares y navales, sino quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Las razones aducidas son bien conocidas: asesinatos, disturbios, huelgas, incendios... etc. En razón del paralelismo que nos guía, no explicaremos esos hechos, sino que presentaremos otros similares (muchos más graves) así como sus causas y reacciones. Las concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud, por la estructura político social que determinaba, enfrentaron al Norte y al Sur en la Guerra de Secesión. En Estados Unidos se ha asesinado a su Presidente, a su hermano, Robert Kennedy, a Martin Luther King y otros muchos. ¿Pensó el ejército o el pueblo en sublevarse por ello? Ciertamente no. En Los Angeles, Washington, Detroit y otras muchas ciudades, no sólo se quemaron iglesias, sino barrios enteros. ¿Pensó una sola persona que una guerra civil sería la solución? Ciertamente no. Una de las razones de la sublevación española fueron los 269 asesinatos, incluido el de Calvo Sotelo. Pero, solamente en Houston durante 1975, hubo 350. ¿Creyó alguien en este país que el Gobierno era responsable y que había que derribarlo? Ciertamente no. Luego en Estados Unidos no puede justificarse lo ocurrido en España, si aquí es injustificable. Se arguye, por parte de los que defienden el levantamiento, que España no está preparada para vivir en régimen democrático. Los que tal dicen son los mismos que aplicaban esta tesis con respecto a Alemania. Pero la verdad es que el milagro alemán se produjo bajo un régimen democrático. ¿Por qué, pues, se produjo la guerra civil en 1861-65, si hechos muchísimo más graves que los ocurridos en España se consideraron incidentes en la ruta democrática de este país? Por razones muy diferentes. Por ejemplo, el Norte y el Sur desarrollaron concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud v la estructura político-social que esto llevaba consigo. Aunque la guerra empezó con el bombardeo del Fort Summer (12-4-1861) por los sudistas, los antecedentes se remontan a años atrás, cuando la revolución industrial se desarrollo en el Norte, mientras que el Sur quedaba reducido a una sociedad agrícola, cuya estructura económica estaba basada en el algodón y el trabajo de los esclavos, sin el cual, creían los sudistas, su economía se hundiría. Así, el momento de la secesión y la guerra se precipitó cuando Lincoln fue elegido Presidente, ya que era antiesclavista. Desde el punto de vista económico, la demanda de algodón, acrecentada por la revolución industrial, aumentó la necesidad de la mano de obra que, en el Sur, estaba compuesta básicamente por esclavos (unos 3.500.000). Así su valor, como propiedad, aumentó tanto que un escritor sudista dice: «Los esclavos, vistos como propiedad, eran la inversión más segura que jamás se haya conocido... Su trabajo era grandemente remunerativo y su valor en el mercado aumentaba constantemente. En cualquier lugar eran más fácilmente convertibles en dinero, que cualquier otra clase de valores».
Pero aunque esta fue la razón principal por la cual el Sur se lanzó a la guerra, otros motivos de índole ideológico-político-social formaban parte de la mentalidad aristocrática de los «Señores» del Sur que, aun habiendo aceptado el formar parte de la Unión, nunca respetaron sus principios jeffersonianos. Por otra parte ciertas divergencias de tipo constitucional basadas en el propio interés, como Estado, en frente del Gobierno Federal, llevaron a la secesión y la guerra. En cuanto al temor sudista de que «sin esclavos no podría producirse algodón», pronto comprobaron, después de la emancipación, que producían más como hombres libres que como esclavos. La guerra, cuyos primeros éxitos fueron sudistas a pesar de su inferioridad numérica, se desarrolló con gran encarnizamiento, aunque con caballerosidad. Da una medida de esto el número de muertos que fue algo más de un millón, a pesar de que el número de habitantes era de 35 millones.
Los contrastes con la guerra civil española sobrepasan, con mucho, a las similitudes. Las causas que en España llevaron a la guerra hubieran sido consideradas en este país como los altos y bajos de todo régimen democrático. Mientras que las causas de la guerra americana nunca se dieron en España. Las fuerzas, y razones políticas que las movían, ofrecen algunas similitudes, aunque la separación de 75 años las ponen un tanto fuera de un nivel comparativo, Sin embargo es obvio que hay cierta similitud ideológica entre nordistas y republicanos españoles quienes representaban, igualmente, la legalidad constitucional ante unas fuerzas rebeldes. La intervención extranjera no fue muy importante (nula en el Norte) aunque Inglaterra ayudó considerablemente al Sur con barcos y material. En España, sin embargo, la ayuda exterior fue inmensa y decisiva. La represión en la retaguardia, que en España fue increíblemente feroz, no existió en ninguna de las dos zonas americanas. En cuanto al final de la guerra, con el triunfo de los «yanquis» como, con desprecio se les llamaba y se les llama en el Sur, «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo» fue preservado, mientras que en España fue barrido. El final de la guerra vino a mostrar la gran generosidad americana, en contraste con el espíritu de revancha español.
Poco más de dos meses antes dé su terminación, el 31 de enero de 1865, y bajo una bandera blanca, tres comisionados de la Confederación pasaron a través de las líneas enemigas para conferenciar con el Presidente Lincoln a bordo del «River Queen». Lincoln, después de una cordial acogida, les dijo: «Escriban ustedes sus propias condiciones de rendición, con tal que añadan la indisolubilidad de la Unión y la abolición de la esclavitud». Los confederados no aceptaron, volvieron a sus puestos y la guerra continuó. Hasta que, el 29 de abril, después de una batalla en la que el general en jefe de los confederados, Robert E. Lee, perdió 6.266 hombres, entre muertos y heridos, y 13.769 prisioneros, capitularon ante el general Ulysses S. Grant en Appomattox.
Es curioso cómo hasta en el momento de la capitulación, estos dos grandes militares (Grant era el jefe de las fuerzas federales) representaron, en sus propias personas, el Norte y el Sur, la democracia y la aristocracia, los señores y el pueblo. Lee se presentó con un uniforme nuevo y elegante y una brillante espada. «Sin duda (como dice J. K. Hesner) ningún otro tipo de caballero digno se hubiera podido imaginar como jefe de la Confederación, descendiendo de su eminente posición para rendir sus armas». Grant apareció en camisa de soldado, polvoriento de una larga marcha y ojeroso. Grant inició la conversación recordando mejores tiempos y experiencias mutuas en que ambos habían participado como oficiales del mismo ejército. Finalmente, Grant redactó las condiciones de la rendición, entre las que se dictaba: «El ejército será desarmado, pero los oficiales retendrán sus armas y sus caballos». Y la «cláusula de los caballos», como es conocida históricamente, fue extendida a los soldados quienes, como granjeros, —dijo Grant a Lee— los precisan para la siembra y su trabajo.
Como muestra del aprecio con que fue acogida esta generosidad, por parte del ejército confederado, citaremos la circular de despedida a sus tropas del general Nathan B. Forrest: «Los términos bajo los cuales nos hemos rendido manifiestan un espíritu de magnanimidad y liberalismo por parte de las autoridades federales que debe ser igualado, por nuestra parte, con el fiel cumplimiento de sus condiciones». Con cuánta alegría y orgullo español hubiéramos querido que los nombres de Lee y Grant fueran los de Franco y Miaja. Cuánto dolor y rencor nos hubieran evitado. Qué momento de grandeza perdido para nuestra vieja historia. Finalmente y como increíble contraste: Ni antes, ni durante, ni después de la guerra, se fusiló o asesinó una sola persona. Ni nadie fue procesado, ni encarcelado. La única excepción fue el Presidente de la Confederación, Jefferson Davis, quien una vez capitulado el ejército, intentó convencer a algunos oficiales para que continuaran la guerra. Para calmar el clamor de los que pedían justicia, Davis fue encarcelado durante dos años, pero nunca fue procesado. De haber vivido Lincoln, asesinado cinco días después de la rendición de Lee, quizá ni Davis hubiera ido a la cárcel. Qué magnanimidad y visión política la del Presidente Lincoln cuando, en respuesta a ciertas peticiones, dijo en un consejo de ministros: «Espero que no habrá ni sangre, ni represión, ni persecución... Si queremos tener paz, tenemos que extinguir nuestros resentimientos».
Gracias a aquella actitud reconciliadora y noble que llevó a la unidad indisoluble, soñada por Lincoln, cuarenta años más tarde, bajo la presidencia de Teodoro Roosevelt, Estados Unidos era una gran potencia, con influencia en el mundo entero. Cuarenta años después de la guerra civil española se discute aún la conveniencia de una amnistía total, la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales y la libertad de expresión y manifestación. A pesar de todo, el cambio en España es evidente, y hasta sorprendente entre aquellos que lucharon contra el régimen democrático. Así los carlistas, que eran los más reaccionarios, son hoy «socialistas revolucionarios». Los falangistas se convirtieron, en una gran mayoría, en «socialistas demócratas». Los monárquicos, Acción Católica, Acción Popular (o como se llamen hoy) ofrecen tales programas de reformas y justicia social, que se colocan a la izquierda de los Azaña, Giral, Casares Quiroga, contra los que se sublevaron. La Iglesia reniega de la CRUZADA y ofrece santuario a los sindicatos clandestinos.
Nada hay más paradójico, y por qué no decirlo, absurdo en la larga historia de nuestro país que este... resultado de una espantosa guerra civil. Y no porque esta evolución de las derechas se haya producido, sino porque la inevitable conclusión es que, de haberse producido en 1936, la guerra civil no se hubiera dado. Así resulta ridículo que aquellos que hoy se afanan, o dicen afanarse, desde puestos de dirección en demoler el franquismo, canten al mismo tiempo «la cruzada y sus excelencias». Se pretende salvar esta inconsecuencia con una última retirada a una posición anticomunista a ultranza. De nuevo ignoran, o pretenden ignorar, las muy recientes enseñanzas históricas: Cuando Mussolini tomó el poder para aplastar al comunismo, éste no tenía más de 50.000 afiliados, cuando el fascismo desapareció, se descubrió que aquel número se había multiplicado varias veces. Cuando Petain decidió hacer lo mismo y declaró el Partido Comunista fuera de la ley, éste tenía unos 100.000 miembros; cuando Petain fue juzgado por traidor, este partido se había multiplicado tanto como el italiano. Castro, sin la dictadura de Batista, nunca hubiera tenido la menor posibilidad de triunfar. Salazar parecía el más eficaz anticomunista, pero cuando desapareció, su obra no tardó en derrumbarse y sí el comunismo no triunfó no se debió a las derechas, sino al socialismo. Sin la locura anticomunista de Hitler la mitad de Europa no sería hoy comunista. Y, finalmente, cuando empezó la guerra civil, el Partido Comunista español no llegaba a tener 10.000 miembros; hoy se estima que es el partido más fuerte de España, con más de 100.000 adherentes. Resulta altamente prometedor, y por ello nos alegramos todos, que cuarenta años después de «aquello» sus promotores quieran volver al punto de partida: La democracia.
J. G. D.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Paralelismo histórico de dos guerras civiles
Juan García Durán
Entender nuestra guerra civil no es sólo seguir las incidencias militares y navales. sino llegar a descubrir quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Si la toma de la Bastilla y el cese de la esclavitud justificaron ampliamente la revolución francesa y la guerra civil norteamericana, cuarenta años después del comienzo de la guerra civil española los historiadores siguen preguntándose: ¿Por qué se produjo ésta? y, sobre todo, ¿para qué?
NATURALMENTE, esto implica que las razones dadas hasta hoy, ni son consideradas valederas ni, muchísimo menos, justifican aquella matanza. Claro que en un país como el nuestro donde la expresión «porque me da la gana» (intraducible en inglés) rige con mucha frecuencia nuestros actos, quizá viene a darle razón a Américo Castro cuando dice: «Urge más entender y valorar la realidad hispánica que buscarle causas y antecedentes». Por otra parte entender nuestra guerra civil no es seguir las incidencias militares y navales, sino quiénes, cómo, por qué y para qué hicieron la guerra. Las razones aducidas son bien conocidas: asesinatos, disturbios, huelgas, incendios... etc. En razón del paralelismo que nos guía, no explicaremos esos hechos, sino que presentaremos otros similares (muchos más graves) así como sus causas y reacciones. Las concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud, por la estructura político social que determinaba, enfrentaron al Norte y al Sur en la Guerra de Secesión. En Estados Unidos se ha asesinado a su Presidente, a su hermano, Robert Kennedy, a Martin Luther King y otros muchos. ¿Pensó el ejército o el pueblo en sublevarse por ello? Ciertamente no. En Los Angeles, Washington, Detroit y otras muchas ciudades, no sólo se quemaron iglesias, sino barrios enteros. ¿Pensó una sola persona que una guerra civil sería la solución? Ciertamente no. Una de las razones de la sublevación española fueron los 269 asesinatos, incluido el de Calvo Sotelo. Pero, solamente en Houston durante 1975, hubo 350. ¿Creyó alguien en este país que el Gobierno era responsable y que había que derribarlo? Ciertamente no. Luego en Estados Unidos no puede justificarse lo ocurrido en España, si aquí es injustificable. Se arguye, por parte de los que defienden el levantamiento, que España no está preparada para vivir en régimen democrático. Los que tal dicen son los mismos que aplicaban esta tesis con respecto a Alemania. Pero la verdad es que el milagro alemán se produjo bajo un régimen democrático. ¿Por qué, pues, se produjo la guerra civil en 1861-65, si hechos muchísimo más graves que los ocurridos en España se consideraron incidentes en la ruta democrática de este país? Por razones muy diferentes. Por ejemplo, el Norte y el Sur desarrollaron concepciones totalmente opuestas en un aspecto tan importante como fue la esclavitud v la estructura político-social que esto llevaba consigo. Aunque la guerra empezó con el bombardeo del Fort Summer (12-4-1861) por los sudistas, los antecedentes se remontan a años atrás, cuando la revolución industrial se desarrollo en el Norte, mientras que el Sur quedaba reducido a una sociedad agrícola, cuya estructura económica estaba basada en el algodón y el trabajo de los esclavos, sin el cual, creían los sudistas, su economía se hundiría. Así, el momento de la secesión y la guerra se precipitó cuando Lincoln fue elegido Presidente, ya que era antiesclavista. Desde el punto de vista económico, la demanda de algodón, acrecentada por la revolución industrial, aumentó la necesidad de la mano de obra que, en el Sur, estaba compuesta básicamente por esclavos (unos 3.500.000). Así su valor, como propiedad, aumentó tanto que un escritor sudista dice: «Los esclavos, vistos como propiedad, eran la inversión más segura que jamás se haya conocido... Su trabajo era grandemente remunerativo y su valor en el mercado aumentaba constantemente. En cualquier lugar eran más fácilmente convertibles en dinero, que cualquier otra clase de valores».
Pero aunque esta fue la razón principal por la cual el Sur se lanzó a la guerra, otros motivos de índole ideológico-político-social formaban parte de la mentalidad aristocrática de los «Señores» del Sur que, aun habiendo aceptado el formar parte de la Unión, nunca respetaron sus principios jeffersonianos. Por otra parte ciertas divergencias de tipo constitucional basadas en el propio interés, como Estado, en frente del Gobierno Federal, llevaron a la secesión y la guerra. En cuanto al temor sudista de que «sin esclavos no podría producirse algodón», pronto comprobaron, después de la emancipación, que producían más como hombres libres que como esclavos. La guerra, cuyos primeros éxitos fueron sudistas a pesar de su inferioridad numérica, se desarrolló con gran encarnizamiento, aunque con caballerosidad. Da una medida de esto el número de muertos que fue algo más de un millón, a pesar de que el número de habitantes era de 35 millones.
Los contrastes con la guerra civil española sobrepasan, con mucho, a las similitudes. Las causas que en España llevaron a la guerra hubieran sido consideradas en este país como los altos y bajos de todo régimen democrático. Mientras que las causas de la guerra americana nunca se dieron en España. Las fuerzas, y razones políticas que las movían, ofrecen algunas similitudes, aunque la separación de 75 años las ponen un tanto fuera de un nivel comparativo, Sin embargo es obvio que hay cierta similitud ideológica entre nordistas y republicanos españoles quienes representaban, igualmente, la legalidad constitucional ante unas fuerzas rebeldes. La intervención extranjera no fue muy importante (nula en el Norte) aunque Inglaterra ayudó considerablemente al Sur con barcos y material. En España, sin embargo, la ayuda exterior fue inmensa y decisiva. La represión en la retaguardia, que en España fue increíblemente feroz, no existió en ninguna de las dos zonas americanas. En cuanto al final de la guerra, con el triunfo de los «yanquis» como, con desprecio se les llamaba y se les llama en el Sur, «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo» fue preservado, mientras que en España fue barrido. El final de la guerra vino a mostrar la gran generosidad americana, en contraste con el espíritu de revancha español.
Poco más de dos meses antes dé su terminación, el 31 de enero de 1865, y bajo una bandera blanca, tres comisionados de la Confederación pasaron a través de las líneas enemigas para conferenciar con el Presidente Lincoln a bordo del «River Queen». Lincoln, después de una cordial acogida, les dijo: «Escriban ustedes sus propias condiciones de rendición, con tal que añadan la indisolubilidad de la Unión y la abolición de la esclavitud». Los confederados no aceptaron, volvieron a sus puestos y la guerra continuó. Hasta que, el 29 de abril, después de una batalla en la que el general en jefe de los confederados, Robert E. Lee, perdió 6.266 hombres, entre muertos y heridos, y 13.769 prisioneros, capitularon ante el general Ulysses S. Grant en Appomattox.
Es curioso cómo hasta en el momento de la capitulación, estos dos grandes militares (Grant era el jefe de las fuerzas federales) representaron, en sus propias personas, el Norte y el Sur, la democracia y la aristocracia, los señores y el pueblo. Lee se presentó con un uniforme nuevo y elegante y una brillante espada. «Sin duda (como dice J. K. Hesner) ningún otro tipo de caballero digno se hubiera podido imaginar como jefe de la Confederación, descendiendo de su eminente posición para rendir sus armas». Grant apareció en camisa de soldado, polvoriento de una larga marcha y ojeroso. Grant inició la conversación recordando mejores tiempos y experiencias mutuas en que ambos habían participado como oficiales del mismo ejército. Finalmente, Grant redactó las condiciones de la rendición, entre las que se dictaba: «El ejército será desarmado, pero los oficiales retendrán sus armas y sus caballos». Y la «cláusula de los caballos», como es conocida históricamente, fue extendida a los soldados quienes, como granjeros, —dijo Grant a Lee— los precisan para la siembra y su trabajo.
Como muestra del aprecio con que fue acogida esta generosidad, por parte del ejército confederado, citaremos la circular de despedida a sus tropas del general Nathan B. Forrest: «Los términos bajo los cuales nos hemos rendido manifiestan un espíritu de magnanimidad y liberalismo por parte de las autoridades federales que debe ser igualado, por nuestra parte, con el fiel cumplimiento de sus condiciones». Con cuánta alegría y orgullo español hubiéramos querido que los nombres de Lee y Grant fueran los de Franco y Miaja. Cuánto dolor y rencor nos hubieran evitado. Qué momento de grandeza perdido para nuestra vieja historia. Finalmente y como increíble contraste: Ni antes, ni durante, ni después de la guerra, se fusiló o asesinó una sola persona. Ni nadie fue procesado, ni encarcelado. La única excepción fue el Presidente de la Confederación, Jefferson Davis, quien una vez capitulado el ejército, intentó convencer a algunos oficiales para que continuaran la guerra. Para calmar el clamor de los que pedían justicia, Davis fue encarcelado durante dos años, pero nunca fue procesado. De haber vivido Lincoln, asesinado cinco días después de la rendición de Lee, quizá ni Davis hubiera ido a la cárcel. Qué magnanimidad y visión política la del Presidente Lincoln cuando, en respuesta a ciertas peticiones, dijo en un consejo de ministros: «Espero que no habrá ni sangre, ni represión, ni persecución... Si queremos tener paz, tenemos que extinguir nuestros resentimientos».
Gracias a aquella actitud reconciliadora y noble que llevó a la unidad indisoluble, soñada por Lincoln, cuarenta años más tarde, bajo la presidencia de Teodoro Roosevelt, Estados Unidos era una gran potencia, con influencia en el mundo entero. Cuarenta años después de la guerra civil española se discute aún la conveniencia de una amnistía total, la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales y la libertad de expresión y manifestación. A pesar de todo, el cambio en España es evidente, y hasta sorprendente entre aquellos que lucharon contra el régimen democrático. Así los carlistas, que eran los más reaccionarios, son hoy «socialistas revolucionarios». Los falangistas se convirtieron, en una gran mayoría, en «socialistas demócratas». Los monárquicos, Acción Católica, Acción Popular (o como se llamen hoy) ofrecen tales programas de reformas y justicia social, que se colocan a la izquierda de los Azaña, Giral, Casares Quiroga, contra los que se sublevaron. La Iglesia reniega de la CRUZADA y ofrece santuario a los sindicatos clandestinos.
Nada hay más paradójico, y por qué no decirlo, absurdo en la larga historia de nuestro país que este... resultado de una espantosa guerra civil. Y no porque esta evolución de las derechas se haya producido, sino porque la inevitable conclusión es que, de haberse producido en 1936, la guerra civil no se hubiera dado. Así resulta ridículo que aquellos que hoy se afanan, o dicen afanarse, desde puestos de dirección en demoler el franquismo, canten al mismo tiempo «la cruzada y sus excelencias». Se pretende salvar esta inconsecuencia con una última retirada a una posición anticomunista a ultranza. De nuevo ignoran, o pretenden ignorar, las muy recientes enseñanzas históricas: Cuando Mussolini tomó el poder para aplastar al comunismo, éste no tenía más de 50.000 afiliados, cuando el fascismo desapareció, se descubrió que aquel número se había multiplicado varias veces. Cuando Petain decidió hacer lo mismo y declaró el Partido Comunista fuera de la ley, éste tenía unos 100.000 miembros; cuando Petain fue juzgado por traidor, este partido se había multiplicado tanto como el italiano. Castro, sin la dictadura de Batista, nunca hubiera tenido la menor posibilidad de triunfar. Salazar parecía el más eficaz anticomunista, pero cuando desapareció, su obra no tardó en derrumbarse y sí el comunismo no triunfó no se debió a las derechas, sino al socialismo. Sin la locura anticomunista de Hitler la mitad de Europa no sería hoy comunista. Y, finalmente, cuando empezó la guerra civil, el Partido Comunista español no llegaba a tener 10.000 miembros; hoy se estima que es el partido más fuerte de España, con más de 100.000 adherentes. Resulta altamente prometedor, y por ello nos alegramos todos, que cuarenta años después de «aquello» sus promotores quieran volver al punto de partida: La democracia.
J. G. D.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Licenciado en Geografía, Técnico en Gestión Ambiental y Planificación Territorial
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Amor y República Rafael Alberti
Tiempo de Historia, nº 9, agosto de 1975
Amor y República
Rafael Alberti
Fue en la casa de alguien, adonde fui llevado no recuerdo hoy por quién. Allí surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho. Aquella misma noche, por las calles, por las umbrías solas de los jardines, las penumbras secretas de los taxis sin rumbo, ya respiraba yo inundado de ella, henchido, alegrado, exaltado de su rumor, impelido hacia algo que sentía seguro.
Yo me arrancaba de otro amor torturante, que aún me tironeaba y me hacía vacilar antes de refugiarme en aquel puerto. Pero, ¡ah, Dios mío!, ahora era la belleza, el hombro alzado de Diana, la clara flor maciza, áurea y fuerte de Venus, como tan sólo yo había visto en los campos de Rubens o en las alcobas de Tiziano.
¿Cómo dejarla ir, cómo perderla si ya me tenía allí, sometido en su brazo, arponeado el corazón, sin dominio, sin fuerza, rendido y sin ningún deseo de escapada? Y, sin embargo, forcejeé, grité, lloré, me arrastré por los suelos... para dejarme al fin, después de tanta lucha, raptar gustosamente y amanecer una mañana en las playas de Sóller, frente al Mediterráneo balear, azul y único. Ecos malignos de lo que muchos en Madrid creían una aventura nos fueron llegando. En algunos diarios y revistas aparecieron notas, siendo la más divertida aquella que decía: «El poeta Rafael Alberti repite el episodio mallorquín de Chopin con una bella Jorge Sand de Burgos». Se buscaba el escándalo, pues esta Jorge Sand —una escritora, casada y todavía sin divorcio— era muy conocida. Nosotros, mientras, nos reíamos, ufanos de que nuestros nombres fueran traídos y llevados por gentes tan distantes de nuestra dicha, de nuestra juventud descalza por las rocas, bajo los pinos parasol o en el reposo de las barcas.
De regreso a Madrid, en avión desde Barcelona, una tremenda tempestad por los montes Ibéricos nos obligó a un forzoso aterrizaje en Daroca, ciudad aragonesa de murallas romanas, aislada y dura como un verso caído del Poema del Cid. Nos recibieron, en medio de la nieve de aquel aeródromo de socorro, pastores que agobiados en sus zaleas parecían más bien inmensos corderos. Dos días pasamos allí en una fonda, visitando, amigos del cura, la magnifica Colegiata. Reanudado el viaje, únicos pasajeros y ya íntimos de los pilotos, éstos nos obsequiaron con toda clase de acrobacias —ahora no las hubiera consentido— sobre el campo de aviación madrileño. Era la primera vez que yo volaba; María Teresa no. Aquellos atrevidos volatines no nos asustaron. Ella era muy valiente, como si su apellido —León— la defendiera, dándole más arrestos.
Mi madre, muy enferma del corazón desde hacía tiempo, aprovechando una breve mejoría, se trasladó al sur, a casa de mi hermana. (No la vería más.) Agustín ya estaba casado. Quedaba sólo mi hermano Vicente, casado también, con quien tenía que seguir viviendo. ¿Qué hacer entonces allí, triste, en mi cuarto, el alegre «triclino» de otros días? Con María Teresa me pasaba las horas trabajando en algunos poemas o ayudándola a corregir un libro de cuentos que preparaba. Una noche —lo habíamos decidido— no volví más a casa. Definitivamente, tanto ella como yo empezaríamos una nueva vida, libre de prejuicios, sin importarnos el qué dirán, aquel temido qué dirán de la España gazmoña que odiábamos.
A todo esto la otra España seguía bullendo incontenible. Sus anhelos de libertad, más subidos y contagiosos cada vez, se derramaban por todas partes. Hasta las gentes más imprevistas, aquellas que incluso hablaban familiarmente de «nuestra Isabel, nuestra Victoria, nuestro Alfonso», encontraron de pronto que aquel espléndido teatro del Palacio Real
era apenas un mamarrachesco barracón de feria, habitado por unos esperpenticios y valleinclánicos muñecos. Las amistades puras empiezan a resquebrajarse. El escritor, por vez primera en esos años, va a unirse al escritor por afinidades políticas y no profesionales. Todos a una comprendieron que tenían, si no bancarias, serias cuentas que arreglar con la Casa del Rey; rey que, por otra parte, jamás consultó a las inteligencias de su país. Unamuno, Azaña, Ortega, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Marañón, Machado, Baeza, Bergamín, Espina, Díaz Fernández, por citar sólo algunos nombres, se agitan y trabajan, ahora ya abiertamente, «al servicio de la República». (Con este título se formaría luego el partido cuyas cabezas más visibles —Ortega, Marañón, Ayala— desertaron el 18 de julio de 1936 al comprobar que la política de guante blanco tenía que manchárselo en la cara sangrienta del enemigo, si quería verdaderamente salvar la República.)
Aquel grito que zigzagueaba potente pero sigiloso, fue a agolparse de súbito, apretado de valor y heroísmo, en la garganta de los Pirineos, estallando al fin un amanecer en las nieves de Jaca. «¡Viva la República!» Es Fermín Galán, un joven militar, quien lo ha gritado, Fermín Galán, a quien el fervor popular naciente va a incorporarlo al cancionero de la calle. El pueblo adivina, ilusionado, un segundo respiro. Las cenizas ensangrentadas de Galán y García Hernández van a desenterrar, del panteón donde yaciera cincuenta y siete años, el cuerpo de la Libertad, sólo adormecido, ondeándolo, vivo, en sus banderas. Era un golpe de sangre quien había dado la señal, aunque aún no había llegado la hora.
Fue una mañana de diciembre. María Teresa y yo, como todo Madrid, mirábamos al cielo frío, esperando que las alas conjuradas de, Cuatro Vientos decidieran. Pero las alas, sintiéndose enfiladas por fusiles, se vieron impelidas a remontar el vuelo, rumbo a Lisboa. (En uno de esos aviones iba Queipo de Llano, en otro, Ignacio Hidalgo de Cisneros: dos Españas en vuelo, que habían de separarse definitivamente. Queipo, monárquico, se subleva contra el rey; Queipo republicano, se subleva contra la República. En cambio, Hidalgo de Cisneros, intachable conducta, hombre de corazón valiente y seguro, no despintó jamás de las alas de su avión de combate la bandera republicana. El 18 de julio, en las batallas decisivas por defenderla, el pueblo lo nombra general, jefe de las Fuerzas del Aire.)
En los primeros meses del año 31, aún resonaban en los oídos de España las descargas del fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández, oscureciendo momentáneamente aquel terror el camino que ya marchaba. Con casi todo el futuro gobierno republicano en la cárcel Modelo, nadie podía imaginar que por debajo iba engrosando el agua que había de reventar, como en una fiesta de surtidores y fuegos de artificio, el 14 de abril.
A principios de febrero apareció en Madrid, en el Teatro de la Zarzuela, la compañía mexicana de María Teresa Montoya. Después de no sé qué estreno poco afortunado, la gran actriz quería probar suerte con alguna obra española. María Teresa, que la había conocido en Buenos Aires, me llevó a verla. Era una mujer pálida, interesante, no muy culta, pero con un gran temperamento dramático. Me preguntó si tenía algo que a ella le fuera bien. Le dije que sí —El hombre deshabitado—, pero que estaba sin terminar. Al día siguiente la leí la pieza, en la que había junto al papel de El Hombre, uno, muy importante, de mujer: La Tentación. Se quedó entusiasmada, pero... ¿Sería yo capaz de escribir en seguida el acto que faltaba? Vi el cielo abierto. Aquella misma noche reanudé mi trabajo, al que di fin en poco más de una semana, mientras la obra se ensayaba con los carteles ya en la calle. Se trataba de una especie de auto sacramental, claro que sin sacramento, o más bien, como apuntó Díez-Canedo en su elogiosa crítica del estreno, de una moralidad, más cerca del poeta hispano-portugués Gil Vicente que de Calderón de la Barca. La influencia directa de Sobre los ángeles campeaba en ella, aunque no fueran éstos los seres allí representados, sino El Hombre, con sus Cinco Sentidos, en alegórica reencarnación; El Hacedor, en figura de vigilante nocturno, y dos mujeres: la esposa de El Hombre y La Tentación, que trama la ruina de ambos en complicidad con los Sentidos. No diré que la de Hernani, pero sí una resonante batalla fue también la del estreno (26 de febrero). Yo seguía siendo el mismo joven iracundo —mitad ángel, mitad tonto— de esos años anarquizados. Por eso, cuando entre las ovaciones finales fue reclamada mi presencia, pidiendo el público que hablara, grité, con mi mejor sonrisa esgrimida en espada: «¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!». Entonces el escándalo se hizo más que mayúsculo. El teatro de arriba abajo, se dividió en dos bandos. Podridos y no podridos se insultaban, amenazándose. Estudiantes y jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban la gran batahola, viéndose a Benavente y los Quintero abandonar la sala, en medio de una larga rechifla. Nunca ningún libro mío de versos recibió más alabanzas que El hombre deshabitado. La crítica, salvo la de los diarios católicos que me trataban de impío, irrespetuoso, blasfemo, fue unánime, condenando, eso sí, por creerlas innecesarias, mis «imprudentes» palabras lanzadas desde el proscenio. También fuera de España se habló mucho de la obra, siendo inmediatamente traducida al francés por el gran hispanista Jean Camp. Aquella batalla literaria del día del estreno quedó convertida en batalla política la noche de la última representación. Con el pretexto de que María Teresa Montoya era mexicana, representante de un país avanzado de América, se le organizó un gran homenaje.
«SURGIÓ ANTE MI, RUBIA, HERMOSA, SÓLIDA Y LEVANTADA, COMO LA OLA QUE UNA MAR IMPREVISTA ME ARROJARA DE UN GOLPE CONTRA EL PECHO». ASÍ DESCRIBE RAFAEL ALBERTI SU ENCUENTRO CON MARIA TERESA LEÓN, A QUIEN VEMOS (DE PIE) EN UN BANQUETE A ELLA DEDICADO EN FEBRERO DE 1936. A SU DERECHA, GARCÍA LORCA; EL ULTIMO A SU IZQUIERDA, RAFAEL ALBERTI.
Teatro hasta los topes. Firmas de adhesión. Alvarez del Vayo aprovechó el momento para hablar, desde el escenario, del teatro en Rusia y zaherir con claras alusiones la amordazada existencia española. José María Alfaro —¡ay, José María Alfaro, poeta principiante y amigo, más tarde miembro del Comité Nacional de Falange y ahora embajador de Franco en Argentina!— leyó entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la cárcel y de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos procurado la adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo Caballero... Unamuno envió desde Salamanca un telegrama que, reservado para el final, hizo poner de pie a la sala, volcándola, luego, enardecida, en las calles.
Cuando acudió la policía ya era tarde. El teatro estaba vacío. Sólo quedaba, arrumbado entre los bastidores, el carrusel de los hombres deshabitados, que en mi obra representaban todos los seres sin vida, esos trajes huecos, sin nadie, que doblan las esquinas del mundo, estorbando el paso de los demás.
La tensión de aquel mes de marzo hacía que la gente aprovechara el más raro pretexto para manifestar sus esperanzas. Todo servía: un chiste de café, una copla de doble sentido, un soneto acróstico en el periódico de más circulación; la forma de vocear otro. Es el momento de los motes hirientes. «Gutiérrez», nombre de pila callejero con que se reconocía al rey, tiembla en su palacio. Valle-Inclán, y no lejos de él los jóvenes escritores republicanos de la revista Nueva España, convierten en tribuna política su mesa de La Granja. Azaña y sus amigos, graves y recatados, han dejado de sentarse en el inmediato café de Negresco. Sabíamos que las inteligencias españolas apoyaban plenamente y trabajaban por la realización de estos deseos. Viajes misteriosos, citas despistadoras en bares elegantes o en tabernas, todos iban encaminados al mismo fin. Hasta en el elegante y monárquico golf de Puerta de Hierro se agita el viejo cencerro motinesco de la República. Y la duquesa de la Victoria, en pleno cocktail patriótico, pega una blanca bofetada a una señorita, hija de marqueses, que algo mareada se atrevió a clavar en su cabeza una minúscula bandera tricolor.
Aquellos republicanotes, tratados siempre de ordinarios, ahora llevaban nombres de filósofos, de ilustres profesores, de grandes poetas y académicos, mezclados democráticamente con organizaciones estudiantiles y obreras. Porque el proletariado, que en la primera República había forzado la marcha, queriendo precipitar con las insurrecciones cantonales la llegada de una utópica libertad, más consciente en el año 1931, en pleno proceso de su crecimiento político, da totalmente su adhesión, sobre todo con sus grandes masas socialistas, a lo que ya iba a tardar poco en aparecer.
Yo también viajo, pero no con fines políticos. Primero, a Sevilla, solo, sin María Teresa para rendir homenaje a Fernando Villalón, en el primer aniversario de su muerte. Allí, llevados nuevamente por Sánchez Mejías, nos encontramos Bergamín, Eusebio Oliver, Pepín Bello, Santiago Ontañón, Miguel Pérez Ferrero y otros que he olvidado. La recordación fue simple, casi íntima. Por la mañana se descubrió una lápida en la casa donde vivió Fernando, y por la noche, en un aula de la universidad, se leyeron prosas y poemas. Todo sin gran repercusión, acompañados solamente por el grupo de jóvenes poetas de Mediodía. Un ser genial conocimos en esta breve estancia sevillana: Rafael Ortega, «bailaor» y «sarasa» perdido. Era hijo de una vieja gitana, hermana de la «señá» Gabriela, madre de los Gallos, los espadas famosos. Se empeñó Rafael en que conociésémos a su madre, a quien quería mucho. Extraña visita. La gitana, ya una tremenda bruja de papada y bigote, redonda como mesa camilla, voz ronca de aguardiente, nos recibió sentada, impasible, en el centro del cuarto, mientras que Rafael se agitaba de un lado para otro haciendo las presentaciones.
No se podía estar quieto, exagerado, extremoso con ella, besándola, pasándole la mano por el pelo o la barba, cosas qué hicieron que la madre empezase a llamarlo «maricón» a cada momento. Al salir, nos refirió Ignacio que un día, cargada de los amigos de su hijo, la imponente mujer montó en cólera, echándolos a todos, como si fuesen gatos, con estas raras palabras: «Por los peinecillos que mi prima Elvira perdió en sus agonías, maricones jóvenes, maricones viejos, ¡fuera de aquí!, ¡zape, zape!». Siempre que iba a Sevilla, me llevaba para contar cosas extraordinarias.
Otro viaje hice inmediatamente a Andalucía, pero esta vez con María Teresa. Necesitábamos descansar un poco después de El hombre deshabitado. Elegimos Rota, un blanco pueblecillo de la bahía gaditana. Pasamos antes por el Puerto. Visita nocturna, de incógnito, en la que tuvimos tiempo de comer pescado frito con unas buenas copas de fino Coquinero. Allí en Rota —cal rutilante al sol y huertos playeros de calabazas—, planeé, animado por mi reciente éxito teatral, una nueva obra: Las horas muertas, que comencé a escribir, alternándola con un romancero sobre la vida de Fermín Galán, el romántico héroe fusilado de Jaca, nacido precisamente no muy lejos de Rota, en la Isla de San Fernando. Pero nuestra buscada tranquilidad duró bien poco. No llevábamos ni una semana por aquellas arenas, cuando se presentó Sánchez Mejías proponiéndonos acompañarle a Jerez. Proyectaba ya Ignacio la compañía de bailes andaluces que, encabezada por «la Argentinita», adquiriría después, con la ayuda de García Lorca, renombre universal. Iba a la caza de gitanos, «bailaores y cantaores» puros, que no estuviesen maleados por eso que en Madrid se llamaba «la ópera flamenca». Y nada como Jerez y los pueblos de la bahía para encontrarlos.
¡Qué fantásticos descubrimientos hizo nuestro amigo en aquella gira! Al lado de la figura monumental del «Espeleta», que parecía un Buda cantor, extrajo Ignacio de las plazas y los patios recónditos toda una serie de chiquillos, bronceados, flexibles, cuyas extraordinarias contorsiones llegaban a veces hasta la más escandalosa impudicia. Pero su más grande adquisición la hizo, luego, en Sevilla, con «la Macarrona», «la Malena» y «la Fernanda», tres viejas y ya casi olvidadas cumbres del baile. La última anciana que apenas podía tenerse en pie, había alcanzado a bailar con la Gabriela» y «la Mejorana» en el famoso Café del Burrero. Ningún gitano rechazó las proposiciones de Ignacio. Todos, más o menos a tiros con el hambre, decían que sí, llena de fantasía la cabeza ante la idea de correr mundo. Sólo hubo uno que dijo que no. Y fue allí, en Jerez, al día siguiente de nuestra llegada.
Estábamos en el cuarto del hotel, dispuestos para salir a la calle, cuando alguien empujó la puerta, preguntando:
— ¿Está.aquí don Rafael Alberti, el empresario más grande «del varieté» de España?
Una de las bromas de Ignacio. Clavada. Efectivamente, muerto de risa apareció en seguida tras el gitano: un tipo vivaz, de unos cuarenta años, cimbreante, afilado, blanquísimos los dientes, todo él repicando alegría.
— Soy el «Chele» (¡ole, ole!), y vengo aquí para que usted me contrate.
—Bueno —le respondí, muy serio, dentro ya del papel que Sánchez Mejías acababa de asignarme—. ¿Y qué sabes hacer, «Chele»?
—¿Yo? ¡El baile del cepillo!
Y agarrando uno de ropa, que había sobre la cama, se marcó un fantástico zapateado, cepillándose a la vez, con ritmo y gracia, el pantalón y la chaqueta.
— ¡Bravo! —le dije—. Va a ser un número magnífico. Contratado, desde este instante.
Entonces terció Ignacio:
— Muy bien, «Chele», pero escúchame ahora. Te vamos a pagar, además de vestidos, fondas y viajes, diez duros diarios sólo por ese número: el baile del cepillo. ¿Qué te parece?
— ¿Diez duros? —Se quedó pensativo un rato grande. Y luego: --¿Tiene usted por ahí un lápiz, don Ignacio?
Maravillados, nos miramos los tres. Ignacio sin decir palabra, se lo dio. El «Chele», muy en serio, se sacó entonces del bolsillo un papelucho medio roto; trazó en él unos cuantos garabatos; hizo luego como si los sumara y rubricase, declarando, rotundo, con ínfulas de potentado:
—No me conviene. Pierdo dinero.
—¿Conque pierdes dinero, eh? —le dijo Ignacio lentamente, ya casi sin poder aguantar la risa.
—Seguro. Ahí tiene usted las cuentas —le respondió el gitano, largándole el papel, en el que sólo había unos rayones sin sentido—. Pierdo dinero. Porque vea usted don Ignacio: esa colocación que quiere darme, no va a ser, digo yo, para toda la vida. Y yo vivo nada más de que soy muy gracioso y de decir sermones, que oigo a los curas en la iglesia, y cuando esa colocación se acabe y me vean en Jerez, con traje nuevo y fumándome un puro, dirá toda la gente: el «Chele» ha vuelto rico, está nadando en oro, y entonces ¿quién va a llamar al «Chele» para oirle sus gracias? Así que no me conviene, don Ignacio. Pierdo dinero. Buenos días. ¡Ole! Me voy.
Y se marchó, contoneándose, devolviéndole el lápiz al torero.
Nuestra anhelada soledad se hizo imposible, pues al volver a Rota nos aguardaba un telegrama del Ateneo de Cádiz invitándome a dar una lectura de mis poemas. Otra vez de viaje por los caminos marineros de mi infancia.
Aquel Cádiz de la libertad, de las románticas conspiraciones y las primeras logias masónicas; aquel Cádiz que no encontró albañil capaz de desprender de sus muros la losa conmemorativa de la Constitución de 1812, aquel mismo Cádiz que yo veía desde el colegio como una inalcanzable estampa azul, se hallaba ahora estremecido de punta a punta por un viento de republicanismo. El folklore de la primera República, resucitado, se atrevía, en rincones de cante jondo y tabernas ocultas, a agitar sus guitarras. Allí aprendí esta copla:
Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano es el aire,
republicano soy yo.
Todo el cuerpo de Cádiz se movía, bullente, sobre el mar, como esperando algo. La tarde de la lectura, el público del Ateneo, en su mayoría estudiantes, no sabía estarse quieto en las sillas. Cuando fui a comenzar, un muchachote saltó de improviso al estrado, declarando:
—Rafael Alberti no podrá decir nada en esta sala mientras permanezca en ella el señor Pemán.
Efectivamente, el poeta jerezano, afecto a la monarquía, se encontraba allí. Nunca lo había visto. Cuando lo fui a invitar a que se fuese, ya no estaba. Había tenido el buen acierto de marcharse en seguida. Mi recital subió de grados cuando dije la «Elegía cívica». Temblaron puertas y paredes. Al finalizar, me atreví con uno de aquellos romances en honor del héroe de Jaca:
Noche negra, siete años de noche negra sin luna.
Primo de Rivera duerme su sueño de verdeuva.
Su Majestad va de caza: mata piojos y pulgas
y monta yeguas que pronto ni siquiera serán burras.
Gran éxito, entre aplausos, vivas y el temor de algunas señoras. Al día siguiente una manifestación de aquellos mismos estudiantes del Ateneo me pidió recitara en plena calle algún otro episodio del romancero de Fermín Galán.
Lo hice a voz en cuello, de pie sobre una mesa del café donde estábamos, mientras la autoridad, representada por unos pobres guardias de esos que las zarzuelas llaman «guindillas», me escuchaba embobada, perdida la noción de que sus sables podían habernos dispersado a golpes.
Con la alegría y la impresión de que algo nuevo y grave era inminente, nos volvimos a Rota. Allí seguimos tranquilos, trabajando, tumbados en las dunas, recorriendo descalzos las orillas, bien lejos de las preocupaciones electorales que traían hirviendo a toda España.
Pero de pronto cambió todo. Alguien desde Madrid, nos llamó por teléfono, gritándonos:
—¡Viva la República!
Era un mediodía, rutilante de sol. Sobre la página del mar, una fecha de primavera: 14 de abril. Sorprendidos y emocionados, nos arrojamos a la calle, viendo con asombro que ya en la torrecilla del ayuntamiento de Rota una vieja bandera de la República del 73 ondeaba sus tres colores contra el cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras gentes pacíficas la comentaban desde las esquinas, atronados por una rayada «Marsellesa» que algún republicano impaciente hacía sonar en su gramófono. Mientras sabíamos que Madrid se desbordaba callejeante y verbenero, satirizando en figuras y coplas la dinastía que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un pobre guardia civil roteño, apoyado contra la tapia de sol y moscas de su cuartelillo, repetía, abatido, meneando la cabeza:
—¡Nada, nada! ¡Que no me acostumbro! ¡Que no me acostumbro!
—¿A qué no te acostumbras, hombre? —quiso saber el otro que le acompañaba y formaba con él pareja.
—¿A qué va a ser? ¡A estar sin rey! Parece que me falta algo.
De nuevo, y como siempre —yo empezaba a ver claro—, dos Españas: el mismo muro de incomprensión separándonos (muro que un día, al descorrerse, iba a dejar en medio un gran río de sangre). Así María Teresa y yo lo íbamos comentando camino de Madrid. No hacía ni una hora que había sido izada la nueva bandera, cuando ya la vencida comenzaba a moverse, agitando un temblor de guerra civil. La República acababa de ser proclamada entre cohetes y claras palmas de júbilo. El pueblo, olvidado de sus penas y hambres antiguas, se lanzaba, regocijado, en corros y carreras infantiles, atacando como en un juego a los reyes de bronce y de granito, impasibles bajo la sombra de los árboles. A la reina y los príncipes, que quedaron un poco abandonados por los suyos en el Palacio de Oriente, ese mismo pueblo, bueno y noble, los protegió con una guirnalda de manos. Nadie puede decir que le asaltaran la casa, le robaran la hacienda, desvalijasen los bancos o matasen una gallina. El único suceso grave que recuerdo fue una pedrada contra los cristales del coche del poeta Pedro Salinas, al cruzar la Cibeles en compañía del escritor francés Jean Cassou.
Todo aquello fue así de tranquilo, de sensato, de cívico. Dentro de la mayor juridicidad —como entonces la gente repetía, satisfecha— había llegado la República. Sonaban bien las palabras de Azaña:
«Es una cosa que emociona pensar que ha sido necesario que venga la República de 1931 para que en la Constitución se consigne por primera vez una garantía constitucional (la garantía de la libertad del individuo) que los castellanos pedían en 1529».
Los intelectuales, la gente de letras, los artistas, en general, estaban de enhorabuena. Ya se pueden estrenar las obras prohibidas. Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán, la representa, para hacer méritos republicanos, Irene López Heredia. Pero no consigue engañarnos. La actriz republicana, la verdadera amiga de los poetas y escritores, es Margarita Xirgu. Ella estrena La Corona, de Azaña, y mi Fermín Galán.
Recién llegado a Madrid, corrí, lleno de cívico entusiasmo, a proponerle a Margarita el convertir aquellos romances míos sobre el héroe de Jaca en una obra de teatro, obra sencilla, popular, en la que me atendría, más que a la verdad histórica, a la que deformada por la gente ya empezaba a correr con visos de leyenda. Una aventura peligrosa, desde luego, pues la verdad estaba muy encima y el cuento todavía muy poco dibujado. Me puse a trabajar de firme. Mis propósitos eran conseguir un romance de ciego, un gran chafarrinón de colores subidos como los que en las ferias pueblerinas explicaban el crimen del día. Lleno de ingenuidad, y casi sin saberlo, intentaba mi primera obra política.
Aceptados los dos primeros actos por la Xirgu, y cuando aún estaba planeando el tercero, Fermín Galán apareció anunciado en la cartelera del Teatro Español.
YA PROCLAMADA LA REPUBLICA, ALBERTI ESTRENA EN EL «ESPAÑOL» SU OBRA «FERMÍN GALÁN.», PROTAGONIZADA POR MARGARITA XIRGU. AMBOS FIGURAN JUNTOS EN EL CENTRO DE ESTA FOTOGRAFÍA DE ALFONSO, TRAS FINALIZAR EL MUY POLÉMICO ESTRENO DEL DIA 1 DE JUNIO DE 1931. «FERMÍN GALÁN» ME SIRVIÓ PARA REMOVERME Y VENTILARME LA SANGRE», RECUERDA EL ESCRITOR.
Entretanto, y en medio de uno de los ensayos de mi obra, entré en contacto más directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había sido presentado una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del Paseo de Rosales —balcón abierto a las encinas de El Pardo y frente a El Escorial contra el azul celeste de los montes guadarrameños—, pero
con la condición de que nos leyera algo, lo que más le gustase, sus últimas poesías...
—¡Hombre, no! Verá usted —me atajó—. Preferiría leerles mi última obra de teatro, aún en borrador: El hermano Juan. Va a interesarles.
¡Tarde de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos invitado a Cesar Vallejo, el triste y hondo poeta «cholo» peruano, perseguido político, refugiado entonces en España. Más que el sentido de El hermano Juan, atendí a la hermosa figura de Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a menudo andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No atendí, no, a aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la publicó. No la recuerdo hoy, pues me golpeó más, como digo, el espectáculo que me daba aquel potente viejo, su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo. Cuando casi pasadas tres horas dio por terminado su drama, todavía tuvo gracia y arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos del chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio de la calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más inesperados. Así aquella tarde, en nuestra casa, con el sol último de la serranía, nos descifró un arisco y hermoso poema dedicado al bisonte de la caverna de Altamira y una canción de cuna para su nieto recién nacido, delicia de balanceo musical, ave rara en su jardín de esparto y duros vientos. (Otras imágenes guardo de don Miguel, pero ésas pertenecen al próximo volumen de curso de muy pocos años se desarrollarían mis memorias.) hasta cuajar en aquel sangriento estallido que terminó con el derrumbe de la nueva República.
ACOMPAÑADO POR MIGUEL PÉREZ FERRERO -BUEN AMIGO DE LA ÉPOCA V CON EL QUE SE ENCONTRARA EN SEVILLA POCO TIEMPO ANTES DE PROCLAMARSE LA REPUBLICA, A CAUSA DEL HOMENAJE A FERNANDO VILLALÓN-, CONTEMPLAMOS A ALBERTI ANTE LOS MICRÓFONOS DE UNIÓN RADIO DE MADRID. (FOTO ALFONSO).
A muy pocos días de aquel encuentro con Unamuno, se estrenaba Fermín Galán. Primero de junio. Margarita era la madre del héroe, y éste, Pedro López Lagar, un joven actor de creciente prestigio. Esa noche, como era de esperar, acudieron los republicanos, pero también nutridos grupos de monárquicos, esparcidos por todas partes, dispuestos a armar bronca. El primer acto pasó bien, pero cuando en el segundo apareció el cuadro en el que tuve la peregrina idea de sacar a la Virgen con fusil y bayoneta calada, acudiendo en socorro de los maltrechos sublevados y pidiendo a gritos la cabeza del rey y del general Berenguer, el teatro entero protestó violentamente: los republicanos ateos porque nada querían con la Virgen, y los monárquicos por parecerles espantosos tan criminales sentimientos en aquella Madre de Dios que yo me había inventado. Pero lo peor faltaba todavía: el cuadro del cardenal —monseñor Segura—, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una fiesta en el palacio de los duques. Ante esto, los enemigos ya no pudieron contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre garrotazos y gritos, avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre bastidores ordenó que el telón metálico, ese que tan sólo se usa en caso de incendio, cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de esto, como el público seguía dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo coronada al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su extraordinario valor y ganado prestigio.
Las críticas sobre Fermín Galán distaron mucho de las elogiosas de El hombre deshabitado. Los diarios católicos pedían poco menos que mi cabeza, y los republicanos, no escatimando algunas alabanzas para ciertos pasajes de la obra, señalaban sus evidentes errores, considerando el principal la falta de perspectiva histórica para llevar a escena episodios que casi acababan de suceder. Eso, en parte, era cierto. Pero mi mayor equivocación consistió sin duda en haber sometido un romance de. ciego, cuyo verdadero escenario hubiera sido el de cualquier plaza pueblerina, a un público burgués y aristocrático, de uñas todavía, sectario en cierto modo y latentes en él, aunque no lo supiera, todos los gérmenes del anterior régimen.
A escasos días del estreno, un linajudo carruaje detuvo sus caballos en el paseo de coches del Retiro. Una dama muy estirada — mantilla negra y devocionario— descendió de él. Bajo la sombra de los árboles, una señora muy sencilla caminaba tranquilamente. La estirada se le acercó.
— ¿Es usted Margarita Xirgu? —Y antes de que la actriz pudiera responderle: —¡Tome! ¡Por lo de Fermín Galán!— le dijo dándole una bofetada y desapareciendo a la carrera.
La obra duró en cartel casi todo el mes de junio. Puede que a nadie le sirviera, pero Fermín Galán, a pesar de su poco éxito, me sirvió a mí para removerme y ventilarme la sangre, poniéndome en trance de elección, de sacrificio. La causa del pueblo, ya clara y luminosa, la tenía ante mis ojos.
Los viejos vientos se alejaban.:
Paso paso, tenaz, invadiendo mis huellas, la Arboleda Perdida continuaba avanzando.
R. A.
N. de la R. Bajo el título «Amor y República» hemos reproducido el último capítulo de «La arboleda perdida», libro de memorias de Rafael Alberti. A la editorial Seix Barral —que lo ha publicado recientemente en España— agradecemos la gentileza de permitirnos insertar en TIEMPO DE HISTORIA un fragmento que creemos revelador tanto de la personalidad de Alberti como del momento histórico español que desembocase en el 14 de abril de 1931.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Amor y República
Rafael Alberti
Fue en la casa de alguien, adonde fui llevado no recuerdo hoy por quién. Allí surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho. Aquella misma noche, por las calles, por las umbrías solas de los jardines, las penumbras secretas de los taxis sin rumbo, ya respiraba yo inundado de ella, henchido, alegrado, exaltado de su rumor, impelido hacia algo que sentía seguro.
Yo me arrancaba de otro amor torturante, que aún me tironeaba y me hacía vacilar antes de refugiarme en aquel puerto. Pero, ¡ah, Dios mío!, ahora era la belleza, el hombro alzado de Diana, la clara flor maciza, áurea y fuerte de Venus, como tan sólo yo había visto en los campos de Rubens o en las alcobas de Tiziano.
¿Cómo dejarla ir, cómo perderla si ya me tenía allí, sometido en su brazo, arponeado el corazón, sin dominio, sin fuerza, rendido y sin ningún deseo de escapada? Y, sin embargo, forcejeé, grité, lloré, me arrastré por los suelos... para dejarme al fin, después de tanta lucha, raptar gustosamente y amanecer una mañana en las playas de Sóller, frente al Mediterráneo balear, azul y único. Ecos malignos de lo que muchos en Madrid creían una aventura nos fueron llegando. En algunos diarios y revistas aparecieron notas, siendo la más divertida aquella que decía: «El poeta Rafael Alberti repite el episodio mallorquín de Chopin con una bella Jorge Sand de Burgos». Se buscaba el escándalo, pues esta Jorge Sand —una escritora, casada y todavía sin divorcio— era muy conocida. Nosotros, mientras, nos reíamos, ufanos de que nuestros nombres fueran traídos y llevados por gentes tan distantes de nuestra dicha, de nuestra juventud descalza por las rocas, bajo los pinos parasol o en el reposo de las barcas.
De regreso a Madrid, en avión desde Barcelona, una tremenda tempestad por los montes Ibéricos nos obligó a un forzoso aterrizaje en Daroca, ciudad aragonesa de murallas romanas, aislada y dura como un verso caído del Poema del Cid. Nos recibieron, en medio de la nieve de aquel aeródromo de socorro, pastores que agobiados en sus zaleas parecían más bien inmensos corderos. Dos días pasamos allí en una fonda, visitando, amigos del cura, la magnifica Colegiata. Reanudado el viaje, únicos pasajeros y ya íntimos de los pilotos, éstos nos obsequiaron con toda clase de acrobacias —ahora no las hubiera consentido— sobre el campo de aviación madrileño. Era la primera vez que yo volaba; María Teresa no. Aquellos atrevidos volatines no nos asustaron. Ella era muy valiente, como si su apellido —León— la defendiera, dándole más arrestos.
Mi madre, muy enferma del corazón desde hacía tiempo, aprovechando una breve mejoría, se trasladó al sur, a casa de mi hermana. (No la vería más.) Agustín ya estaba casado. Quedaba sólo mi hermano Vicente, casado también, con quien tenía que seguir viviendo. ¿Qué hacer entonces allí, triste, en mi cuarto, el alegre «triclino» de otros días? Con María Teresa me pasaba las horas trabajando en algunos poemas o ayudándola a corregir un libro de cuentos que preparaba. Una noche —lo habíamos decidido— no volví más a casa. Definitivamente, tanto ella como yo empezaríamos una nueva vida, libre de prejuicios, sin importarnos el qué dirán, aquel temido qué dirán de la España gazmoña que odiábamos.
A todo esto la otra España seguía bullendo incontenible. Sus anhelos de libertad, más subidos y contagiosos cada vez, se derramaban por todas partes. Hasta las gentes más imprevistas, aquellas que incluso hablaban familiarmente de «nuestra Isabel, nuestra Victoria, nuestro Alfonso», encontraron de pronto que aquel espléndido teatro del Palacio Real
era apenas un mamarrachesco barracón de feria, habitado por unos esperpenticios y valleinclánicos muñecos. Las amistades puras empiezan a resquebrajarse. El escritor, por vez primera en esos años, va a unirse al escritor por afinidades políticas y no profesionales. Todos a una comprendieron que tenían, si no bancarias, serias cuentas que arreglar con la Casa del Rey; rey que, por otra parte, jamás consultó a las inteligencias de su país. Unamuno, Azaña, Ortega, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Marañón, Machado, Baeza, Bergamín, Espina, Díaz Fernández, por citar sólo algunos nombres, se agitan y trabajan, ahora ya abiertamente, «al servicio de la República». (Con este título se formaría luego el partido cuyas cabezas más visibles —Ortega, Marañón, Ayala— desertaron el 18 de julio de 1936 al comprobar que la política de guante blanco tenía que manchárselo en la cara sangrienta del enemigo, si quería verdaderamente salvar la República.)
Aquel grito que zigzagueaba potente pero sigiloso, fue a agolparse de súbito, apretado de valor y heroísmo, en la garganta de los Pirineos, estallando al fin un amanecer en las nieves de Jaca. «¡Viva la República!» Es Fermín Galán, un joven militar, quien lo ha gritado, Fermín Galán, a quien el fervor popular naciente va a incorporarlo al cancionero de la calle. El pueblo adivina, ilusionado, un segundo respiro. Las cenizas ensangrentadas de Galán y García Hernández van a desenterrar, del panteón donde yaciera cincuenta y siete años, el cuerpo de la Libertad, sólo adormecido, ondeándolo, vivo, en sus banderas. Era un golpe de sangre quien había dado la señal, aunque aún no había llegado la hora.
Fue una mañana de diciembre. María Teresa y yo, como todo Madrid, mirábamos al cielo frío, esperando que las alas conjuradas de, Cuatro Vientos decidieran. Pero las alas, sintiéndose enfiladas por fusiles, se vieron impelidas a remontar el vuelo, rumbo a Lisboa. (En uno de esos aviones iba Queipo de Llano, en otro, Ignacio Hidalgo de Cisneros: dos Españas en vuelo, que habían de separarse definitivamente. Queipo, monárquico, se subleva contra el rey; Queipo republicano, se subleva contra la República. En cambio, Hidalgo de Cisneros, intachable conducta, hombre de corazón valiente y seguro, no despintó jamás de las alas de su avión de combate la bandera republicana. El 18 de julio, en las batallas decisivas por defenderla, el pueblo lo nombra general, jefe de las Fuerzas del Aire.)
En los primeros meses del año 31, aún resonaban en los oídos de España las descargas del fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández, oscureciendo momentáneamente aquel terror el camino que ya marchaba. Con casi todo el futuro gobierno republicano en la cárcel Modelo, nadie podía imaginar que por debajo iba engrosando el agua que había de reventar, como en una fiesta de surtidores y fuegos de artificio, el 14 de abril.
A principios de febrero apareció en Madrid, en el Teatro de la Zarzuela, la compañía mexicana de María Teresa Montoya. Después de no sé qué estreno poco afortunado, la gran actriz quería probar suerte con alguna obra española. María Teresa, que la había conocido en Buenos Aires, me llevó a verla. Era una mujer pálida, interesante, no muy culta, pero con un gran temperamento dramático. Me preguntó si tenía algo que a ella le fuera bien. Le dije que sí —El hombre deshabitado—, pero que estaba sin terminar. Al día siguiente la leí la pieza, en la que había junto al papel de El Hombre, uno, muy importante, de mujer: La Tentación. Se quedó entusiasmada, pero... ¿Sería yo capaz de escribir en seguida el acto que faltaba? Vi el cielo abierto. Aquella misma noche reanudé mi trabajo, al que di fin en poco más de una semana, mientras la obra se ensayaba con los carteles ya en la calle. Se trataba de una especie de auto sacramental, claro que sin sacramento, o más bien, como apuntó Díez-Canedo en su elogiosa crítica del estreno, de una moralidad, más cerca del poeta hispano-portugués Gil Vicente que de Calderón de la Barca. La influencia directa de Sobre los ángeles campeaba en ella, aunque no fueran éstos los seres allí representados, sino El Hombre, con sus Cinco Sentidos, en alegórica reencarnación; El Hacedor, en figura de vigilante nocturno, y dos mujeres: la esposa de El Hombre y La Tentación, que trama la ruina de ambos en complicidad con los Sentidos. No diré que la de Hernani, pero sí una resonante batalla fue también la del estreno (26 de febrero). Yo seguía siendo el mismo joven iracundo —mitad ángel, mitad tonto— de esos años anarquizados. Por eso, cuando entre las ovaciones finales fue reclamada mi presencia, pidiendo el público que hablara, grité, con mi mejor sonrisa esgrimida en espada: «¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!». Entonces el escándalo se hizo más que mayúsculo. El teatro de arriba abajo, se dividió en dos bandos. Podridos y no podridos se insultaban, amenazándose. Estudiantes y jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban la gran batahola, viéndose a Benavente y los Quintero abandonar la sala, en medio de una larga rechifla. Nunca ningún libro mío de versos recibió más alabanzas que El hombre deshabitado. La crítica, salvo la de los diarios católicos que me trataban de impío, irrespetuoso, blasfemo, fue unánime, condenando, eso sí, por creerlas innecesarias, mis «imprudentes» palabras lanzadas desde el proscenio. También fuera de España se habló mucho de la obra, siendo inmediatamente traducida al francés por el gran hispanista Jean Camp. Aquella batalla literaria del día del estreno quedó convertida en batalla política la noche de la última representación. Con el pretexto de que María Teresa Montoya era mexicana, representante de un país avanzado de América, se le organizó un gran homenaje.
«SURGIÓ ANTE MI, RUBIA, HERMOSA, SÓLIDA Y LEVANTADA, COMO LA OLA QUE UNA MAR IMPREVISTA ME ARROJARA DE UN GOLPE CONTRA EL PECHO». ASÍ DESCRIBE RAFAEL ALBERTI SU ENCUENTRO CON MARIA TERESA LEÓN, A QUIEN VEMOS (DE PIE) EN UN BANQUETE A ELLA DEDICADO EN FEBRERO DE 1936. A SU DERECHA, GARCÍA LORCA; EL ULTIMO A SU IZQUIERDA, RAFAEL ALBERTI.
Teatro hasta los topes. Firmas de adhesión. Alvarez del Vayo aprovechó el momento para hablar, desde el escenario, del teatro en Rusia y zaherir con claras alusiones la amordazada existencia española. José María Alfaro —¡ay, José María Alfaro, poeta principiante y amigo, más tarde miembro del Comité Nacional de Falange y ahora embajador de Franco en Argentina!— leyó entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la cárcel y de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos procurado la adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo Caballero... Unamuno envió desde Salamanca un telegrama que, reservado para el final, hizo poner de pie a la sala, volcándola, luego, enardecida, en las calles.
Cuando acudió la policía ya era tarde. El teatro estaba vacío. Sólo quedaba, arrumbado entre los bastidores, el carrusel de los hombres deshabitados, que en mi obra representaban todos los seres sin vida, esos trajes huecos, sin nadie, que doblan las esquinas del mundo, estorbando el paso de los demás.
La tensión de aquel mes de marzo hacía que la gente aprovechara el más raro pretexto para manifestar sus esperanzas. Todo servía: un chiste de café, una copla de doble sentido, un soneto acróstico en el periódico de más circulación; la forma de vocear otro. Es el momento de los motes hirientes. «Gutiérrez», nombre de pila callejero con que se reconocía al rey, tiembla en su palacio. Valle-Inclán, y no lejos de él los jóvenes escritores republicanos de la revista Nueva España, convierten en tribuna política su mesa de La Granja. Azaña y sus amigos, graves y recatados, han dejado de sentarse en el inmediato café de Negresco. Sabíamos que las inteligencias españolas apoyaban plenamente y trabajaban por la realización de estos deseos. Viajes misteriosos, citas despistadoras en bares elegantes o en tabernas, todos iban encaminados al mismo fin. Hasta en el elegante y monárquico golf de Puerta de Hierro se agita el viejo cencerro motinesco de la República. Y la duquesa de la Victoria, en pleno cocktail patriótico, pega una blanca bofetada a una señorita, hija de marqueses, que algo mareada se atrevió a clavar en su cabeza una minúscula bandera tricolor.
Aquellos republicanotes, tratados siempre de ordinarios, ahora llevaban nombres de filósofos, de ilustres profesores, de grandes poetas y académicos, mezclados democráticamente con organizaciones estudiantiles y obreras. Porque el proletariado, que en la primera República había forzado la marcha, queriendo precipitar con las insurrecciones cantonales la llegada de una utópica libertad, más consciente en el año 1931, en pleno proceso de su crecimiento político, da totalmente su adhesión, sobre todo con sus grandes masas socialistas, a lo que ya iba a tardar poco en aparecer.
Yo también viajo, pero no con fines políticos. Primero, a Sevilla, solo, sin María Teresa para rendir homenaje a Fernando Villalón, en el primer aniversario de su muerte. Allí, llevados nuevamente por Sánchez Mejías, nos encontramos Bergamín, Eusebio Oliver, Pepín Bello, Santiago Ontañón, Miguel Pérez Ferrero y otros que he olvidado. La recordación fue simple, casi íntima. Por la mañana se descubrió una lápida en la casa donde vivió Fernando, y por la noche, en un aula de la universidad, se leyeron prosas y poemas. Todo sin gran repercusión, acompañados solamente por el grupo de jóvenes poetas de Mediodía. Un ser genial conocimos en esta breve estancia sevillana: Rafael Ortega, «bailaor» y «sarasa» perdido. Era hijo de una vieja gitana, hermana de la «señá» Gabriela, madre de los Gallos, los espadas famosos. Se empeñó Rafael en que conociésémos a su madre, a quien quería mucho. Extraña visita. La gitana, ya una tremenda bruja de papada y bigote, redonda como mesa camilla, voz ronca de aguardiente, nos recibió sentada, impasible, en el centro del cuarto, mientras que Rafael se agitaba de un lado para otro haciendo las presentaciones.
No se podía estar quieto, exagerado, extremoso con ella, besándola, pasándole la mano por el pelo o la barba, cosas qué hicieron que la madre empezase a llamarlo «maricón» a cada momento. Al salir, nos refirió Ignacio que un día, cargada de los amigos de su hijo, la imponente mujer montó en cólera, echándolos a todos, como si fuesen gatos, con estas raras palabras: «Por los peinecillos que mi prima Elvira perdió en sus agonías, maricones jóvenes, maricones viejos, ¡fuera de aquí!, ¡zape, zape!». Siempre que iba a Sevilla, me llevaba para contar cosas extraordinarias.
Otro viaje hice inmediatamente a Andalucía, pero esta vez con María Teresa. Necesitábamos descansar un poco después de El hombre deshabitado. Elegimos Rota, un blanco pueblecillo de la bahía gaditana. Pasamos antes por el Puerto. Visita nocturna, de incógnito, en la que tuvimos tiempo de comer pescado frito con unas buenas copas de fino Coquinero. Allí en Rota —cal rutilante al sol y huertos playeros de calabazas—, planeé, animado por mi reciente éxito teatral, una nueva obra: Las horas muertas, que comencé a escribir, alternándola con un romancero sobre la vida de Fermín Galán, el romántico héroe fusilado de Jaca, nacido precisamente no muy lejos de Rota, en la Isla de San Fernando. Pero nuestra buscada tranquilidad duró bien poco. No llevábamos ni una semana por aquellas arenas, cuando se presentó Sánchez Mejías proponiéndonos acompañarle a Jerez. Proyectaba ya Ignacio la compañía de bailes andaluces que, encabezada por «la Argentinita», adquiriría después, con la ayuda de García Lorca, renombre universal. Iba a la caza de gitanos, «bailaores y cantaores» puros, que no estuviesen maleados por eso que en Madrid se llamaba «la ópera flamenca». Y nada como Jerez y los pueblos de la bahía para encontrarlos.
¡Qué fantásticos descubrimientos hizo nuestro amigo en aquella gira! Al lado de la figura monumental del «Espeleta», que parecía un Buda cantor, extrajo Ignacio de las plazas y los patios recónditos toda una serie de chiquillos, bronceados, flexibles, cuyas extraordinarias contorsiones llegaban a veces hasta la más escandalosa impudicia. Pero su más grande adquisición la hizo, luego, en Sevilla, con «la Macarrona», «la Malena» y «la Fernanda», tres viejas y ya casi olvidadas cumbres del baile. La última anciana que apenas podía tenerse en pie, había alcanzado a bailar con la Gabriela» y «la Mejorana» en el famoso Café del Burrero. Ningún gitano rechazó las proposiciones de Ignacio. Todos, más o menos a tiros con el hambre, decían que sí, llena de fantasía la cabeza ante la idea de correr mundo. Sólo hubo uno que dijo que no. Y fue allí, en Jerez, al día siguiente de nuestra llegada.
Estábamos en el cuarto del hotel, dispuestos para salir a la calle, cuando alguien empujó la puerta, preguntando:
— ¿Está.aquí don Rafael Alberti, el empresario más grande «del varieté» de España?
Una de las bromas de Ignacio. Clavada. Efectivamente, muerto de risa apareció en seguida tras el gitano: un tipo vivaz, de unos cuarenta años, cimbreante, afilado, blanquísimos los dientes, todo él repicando alegría.
— Soy el «Chele» (¡ole, ole!), y vengo aquí para que usted me contrate.
—Bueno —le respondí, muy serio, dentro ya del papel que Sánchez Mejías acababa de asignarme—. ¿Y qué sabes hacer, «Chele»?
—¿Yo? ¡El baile del cepillo!
Y agarrando uno de ropa, que había sobre la cama, se marcó un fantástico zapateado, cepillándose a la vez, con ritmo y gracia, el pantalón y la chaqueta.
— ¡Bravo! —le dije—. Va a ser un número magnífico. Contratado, desde este instante.
Entonces terció Ignacio:
— Muy bien, «Chele», pero escúchame ahora. Te vamos a pagar, además de vestidos, fondas y viajes, diez duros diarios sólo por ese número: el baile del cepillo. ¿Qué te parece?
— ¿Diez duros? —Se quedó pensativo un rato grande. Y luego: --¿Tiene usted por ahí un lápiz, don Ignacio?
Maravillados, nos miramos los tres. Ignacio sin decir palabra, se lo dio. El «Chele», muy en serio, se sacó entonces del bolsillo un papelucho medio roto; trazó en él unos cuantos garabatos; hizo luego como si los sumara y rubricase, declarando, rotundo, con ínfulas de potentado:
—No me conviene. Pierdo dinero.
—¿Conque pierdes dinero, eh? —le dijo Ignacio lentamente, ya casi sin poder aguantar la risa.
—Seguro. Ahí tiene usted las cuentas —le respondió el gitano, largándole el papel, en el que sólo había unos rayones sin sentido—. Pierdo dinero. Porque vea usted don Ignacio: esa colocación que quiere darme, no va a ser, digo yo, para toda la vida. Y yo vivo nada más de que soy muy gracioso y de decir sermones, que oigo a los curas en la iglesia, y cuando esa colocación se acabe y me vean en Jerez, con traje nuevo y fumándome un puro, dirá toda la gente: el «Chele» ha vuelto rico, está nadando en oro, y entonces ¿quién va a llamar al «Chele» para oirle sus gracias? Así que no me conviene, don Ignacio. Pierdo dinero. Buenos días. ¡Ole! Me voy.
Y se marchó, contoneándose, devolviéndole el lápiz al torero.
Nuestra anhelada soledad se hizo imposible, pues al volver a Rota nos aguardaba un telegrama del Ateneo de Cádiz invitándome a dar una lectura de mis poemas. Otra vez de viaje por los caminos marineros de mi infancia.
Aquel Cádiz de la libertad, de las románticas conspiraciones y las primeras logias masónicas; aquel Cádiz que no encontró albañil capaz de desprender de sus muros la losa conmemorativa de la Constitución de 1812, aquel mismo Cádiz que yo veía desde el colegio como una inalcanzable estampa azul, se hallaba ahora estremecido de punta a punta por un viento de republicanismo. El folklore de la primera República, resucitado, se atrevía, en rincones de cante jondo y tabernas ocultas, a agitar sus guitarras. Allí aprendí esta copla:
Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano es el aire,
republicano soy yo.
Todo el cuerpo de Cádiz se movía, bullente, sobre el mar, como esperando algo. La tarde de la lectura, el público del Ateneo, en su mayoría estudiantes, no sabía estarse quieto en las sillas. Cuando fui a comenzar, un muchachote saltó de improviso al estrado, declarando:
—Rafael Alberti no podrá decir nada en esta sala mientras permanezca en ella el señor Pemán.
Efectivamente, el poeta jerezano, afecto a la monarquía, se encontraba allí. Nunca lo había visto. Cuando lo fui a invitar a que se fuese, ya no estaba. Había tenido el buen acierto de marcharse en seguida. Mi recital subió de grados cuando dije la «Elegía cívica». Temblaron puertas y paredes. Al finalizar, me atreví con uno de aquellos romances en honor del héroe de Jaca:
Noche negra, siete años de noche negra sin luna.
Primo de Rivera duerme su sueño de verdeuva.
Su Majestad va de caza: mata piojos y pulgas
y monta yeguas que pronto ni siquiera serán burras.
Gran éxito, entre aplausos, vivas y el temor de algunas señoras. Al día siguiente una manifestación de aquellos mismos estudiantes del Ateneo me pidió recitara en plena calle algún otro episodio del romancero de Fermín Galán.
Lo hice a voz en cuello, de pie sobre una mesa del café donde estábamos, mientras la autoridad, representada por unos pobres guardias de esos que las zarzuelas llaman «guindillas», me escuchaba embobada, perdida la noción de que sus sables podían habernos dispersado a golpes.
Con la alegría y la impresión de que algo nuevo y grave era inminente, nos volvimos a Rota. Allí seguimos tranquilos, trabajando, tumbados en las dunas, recorriendo descalzos las orillas, bien lejos de las preocupaciones electorales que traían hirviendo a toda España.
Pero de pronto cambió todo. Alguien desde Madrid, nos llamó por teléfono, gritándonos:
—¡Viva la República!
Era un mediodía, rutilante de sol. Sobre la página del mar, una fecha de primavera: 14 de abril. Sorprendidos y emocionados, nos arrojamos a la calle, viendo con asombro que ya en la torrecilla del ayuntamiento de Rota una vieja bandera de la República del 73 ondeaba sus tres colores contra el cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras gentes pacíficas la comentaban desde las esquinas, atronados por una rayada «Marsellesa» que algún republicano impaciente hacía sonar en su gramófono. Mientras sabíamos que Madrid se desbordaba callejeante y verbenero, satirizando en figuras y coplas la dinastía que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un pobre guardia civil roteño, apoyado contra la tapia de sol y moscas de su cuartelillo, repetía, abatido, meneando la cabeza:
—¡Nada, nada! ¡Que no me acostumbro! ¡Que no me acostumbro!
—¿A qué no te acostumbras, hombre? —quiso saber el otro que le acompañaba y formaba con él pareja.
—¿A qué va a ser? ¡A estar sin rey! Parece que me falta algo.
De nuevo, y como siempre —yo empezaba a ver claro—, dos Españas: el mismo muro de incomprensión separándonos (muro que un día, al descorrerse, iba a dejar en medio un gran río de sangre). Así María Teresa y yo lo íbamos comentando camino de Madrid. No hacía ni una hora que había sido izada la nueva bandera, cuando ya la vencida comenzaba a moverse, agitando un temblor de guerra civil. La República acababa de ser proclamada entre cohetes y claras palmas de júbilo. El pueblo, olvidado de sus penas y hambres antiguas, se lanzaba, regocijado, en corros y carreras infantiles, atacando como en un juego a los reyes de bronce y de granito, impasibles bajo la sombra de los árboles. A la reina y los príncipes, que quedaron un poco abandonados por los suyos en el Palacio de Oriente, ese mismo pueblo, bueno y noble, los protegió con una guirnalda de manos. Nadie puede decir que le asaltaran la casa, le robaran la hacienda, desvalijasen los bancos o matasen una gallina. El único suceso grave que recuerdo fue una pedrada contra los cristales del coche del poeta Pedro Salinas, al cruzar la Cibeles en compañía del escritor francés Jean Cassou.
Todo aquello fue así de tranquilo, de sensato, de cívico. Dentro de la mayor juridicidad —como entonces la gente repetía, satisfecha— había llegado la República. Sonaban bien las palabras de Azaña:
«Es una cosa que emociona pensar que ha sido necesario que venga la República de 1931 para que en la Constitución se consigne por primera vez una garantía constitucional (la garantía de la libertad del individuo) que los castellanos pedían en 1529».
Los intelectuales, la gente de letras, los artistas, en general, estaban de enhorabuena. Ya se pueden estrenar las obras prohibidas. Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán, la representa, para hacer méritos republicanos, Irene López Heredia. Pero no consigue engañarnos. La actriz republicana, la verdadera amiga de los poetas y escritores, es Margarita Xirgu. Ella estrena La Corona, de Azaña, y mi Fermín Galán.
Recién llegado a Madrid, corrí, lleno de cívico entusiasmo, a proponerle a Margarita el convertir aquellos romances míos sobre el héroe de Jaca en una obra de teatro, obra sencilla, popular, en la que me atendría, más que a la verdad histórica, a la que deformada por la gente ya empezaba a correr con visos de leyenda. Una aventura peligrosa, desde luego, pues la verdad estaba muy encima y el cuento todavía muy poco dibujado. Me puse a trabajar de firme. Mis propósitos eran conseguir un romance de ciego, un gran chafarrinón de colores subidos como los que en las ferias pueblerinas explicaban el crimen del día. Lleno de ingenuidad, y casi sin saberlo, intentaba mi primera obra política.
Aceptados los dos primeros actos por la Xirgu, y cuando aún estaba planeando el tercero, Fermín Galán apareció anunciado en la cartelera del Teatro Español.
YA PROCLAMADA LA REPUBLICA, ALBERTI ESTRENA EN EL «ESPAÑOL» SU OBRA «FERMÍN GALÁN.», PROTAGONIZADA POR MARGARITA XIRGU. AMBOS FIGURAN JUNTOS EN EL CENTRO DE ESTA FOTOGRAFÍA DE ALFONSO, TRAS FINALIZAR EL MUY POLÉMICO ESTRENO DEL DIA 1 DE JUNIO DE 1931. «FERMÍN GALÁN» ME SIRVIÓ PARA REMOVERME Y VENTILARME LA SANGRE», RECUERDA EL ESCRITOR.
Entretanto, y en medio de uno de los ensayos de mi obra, entré en contacto más directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había sido presentado una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del Paseo de Rosales —balcón abierto a las encinas de El Pardo y frente a El Escorial contra el azul celeste de los montes guadarrameños—, pero
con la condición de que nos leyera algo, lo que más le gustase, sus últimas poesías...
—¡Hombre, no! Verá usted —me atajó—. Preferiría leerles mi última obra de teatro, aún en borrador: El hermano Juan. Va a interesarles.
¡Tarde de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos invitado a Cesar Vallejo, el triste y hondo poeta «cholo» peruano, perseguido político, refugiado entonces en España. Más que el sentido de El hermano Juan, atendí a la hermosa figura de Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a menudo andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No atendí, no, a aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la publicó. No la recuerdo hoy, pues me golpeó más, como digo, el espectáculo que me daba aquel potente viejo, su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo. Cuando casi pasadas tres horas dio por terminado su drama, todavía tuvo gracia y arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos del chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio de la calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más inesperados. Así aquella tarde, en nuestra casa, con el sol último de la serranía, nos descifró un arisco y hermoso poema dedicado al bisonte de la caverna de Altamira y una canción de cuna para su nieto recién nacido, delicia de balanceo musical, ave rara en su jardín de esparto y duros vientos. (Otras imágenes guardo de don Miguel, pero ésas pertenecen al próximo volumen de curso de muy pocos años se desarrollarían mis memorias.) hasta cuajar en aquel sangriento estallido que terminó con el derrumbe de la nueva República.
ACOMPAÑADO POR MIGUEL PÉREZ FERRERO -BUEN AMIGO DE LA ÉPOCA V CON EL QUE SE ENCONTRARA EN SEVILLA POCO TIEMPO ANTES DE PROCLAMARSE LA REPUBLICA, A CAUSA DEL HOMENAJE A FERNANDO VILLALÓN-, CONTEMPLAMOS A ALBERTI ANTE LOS MICRÓFONOS DE UNIÓN RADIO DE MADRID. (FOTO ALFONSO).
A muy pocos días de aquel encuentro con Unamuno, se estrenaba Fermín Galán. Primero de junio. Margarita era la madre del héroe, y éste, Pedro López Lagar, un joven actor de creciente prestigio. Esa noche, como era de esperar, acudieron los republicanos, pero también nutridos grupos de monárquicos, esparcidos por todas partes, dispuestos a armar bronca. El primer acto pasó bien, pero cuando en el segundo apareció el cuadro en el que tuve la peregrina idea de sacar a la Virgen con fusil y bayoneta calada, acudiendo en socorro de los maltrechos sublevados y pidiendo a gritos la cabeza del rey y del general Berenguer, el teatro entero protestó violentamente: los republicanos ateos porque nada querían con la Virgen, y los monárquicos por parecerles espantosos tan criminales sentimientos en aquella Madre de Dios que yo me había inventado. Pero lo peor faltaba todavía: el cuadro del cardenal —monseñor Segura—, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una fiesta en el palacio de los duques. Ante esto, los enemigos ya no pudieron contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre garrotazos y gritos, avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre bastidores ordenó que el telón metálico, ese que tan sólo se usa en caso de incendio, cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de esto, como el público seguía dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo coronada al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su extraordinario valor y ganado prestigio.
Las críticas sobre Fermín Galán distaron mucho de las elogiosas de El hombre deshabitado. Los diarios católicos pedían poco menos que mi cabeza, y los republicanos, no escatimando algunas alabanzas para ciertos pasajes de la obra, señalaban sus evidentes errores, considerando el principal la falta de perspectiva histórica para llevar a escena episodios que casi acababan de suceder. Eso, en parte, era cierto. Pero mi mayor equivocación consistió sin duda en haber sometido un romance de. ciego, cuyo verdadero escenario hubiera sido el de cualquier plaza pueblerina, a un público burgués y aristocrático, de uñas todavía, sectario en cierto modo y latentes en él, aunque no lo supiera, todos los gérmenes del anterior régimen.
A escasos días del estreno, un linajudo carruaje detuvo sus caballos en el paseo de coches del Retiro. Una dama muy estirada — mantilla negra y devocionario— descendió de él. Bajo la sombra de los árboles, una señora muy sencilla caminaba tranquilamente. La estirada se le acercó.
— ¿Es usted Margarita Xirgu? —Y antes de que la actriz pudiera responderle: —¡Tome! ¡Por lo de Fermín Galán!— le dijo dándole una bofetada y desapareciendo a la carrera.
La obra duró en cartel casi todo el mes de junio. Puede que a nadie le sirviera, pero Fermín Galán, a pesar de su poco éxito, me sirvió a mí para removerme y ventilarme la sangre, poniéndome en trance de elección, de sacrificio. La causa del pueblo, ya clara y luminosa, la tenía ante mis ojos.
Los viejos vientos se alejaban.:
Paso paso, tenaz, invadiendo mis huellas, la Arboleda Perdida continuaba avanzando.
R. A.
N. de la R. Bajo el título «Amor y República» hemos reproducido el último capítulo de «La arboleda perdida», libro de memorias de Rafael Alberti. A la editorial Seix Barral —que lo ha publicado recientemente en España— agradecemos la gentileza de permitirnos insertar en TIEMPO DE HISTORIA un fragmento que creemos revelador tanto de la personalidad de Alberti como del momento histórico español que desembocase en el 14 de abril de 1931.
Fuente:
http://www.sbhac.net
Licenciado en Geografía, Técnico en Gestión Ambiental y Planificación Territorial
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RAFAEL ALBERTI
DEFENSA DE MADRID,
DEFENSA DE CATALUÑA
Madrid, corazón de España,
late con pulsos de fiebre.
Si ayer la sangre le hervía,
hoy con más calor le hierve.
Ya nunca podrá dormirse,
porque si Madrid se duerme,
querrá despertarse un día
y el alba no vendrá a verle.
No olvides, Madrid, la guerra;
jamás olvides que enfrente
los ojos del enemigo
te echan miradas de muerte.
Rondan por tu cielo halcones
que precipitarse quieren
sobre tus rojos tejados,
tus calles, tu brava gente.
Madrid: que nunca se diga,
nunca se publique o piense
que en el corazón de España
la sangre se volvió nieve.
Fuentes de valor y hombría
las guardas tú donde siempre.
Atroces ríos de asombro
han de correr de esas fuentes.
Que cada barrio, a su hora,
si esa mal hora viniere
-hora que no vendrá- sea
más que la plaza más fuerte.
Los hombres, como castillos;
igual que almenas, sus frentes,
grandes murallas sus brazos,
puertas que nadie penetre.
Quien al corazón de España
quiera asomarse, que llegue,
¡Pronto! Madrid está lejos.
Madrid sabe defenderse
con uñas, con pies, con codos,
con empujones, con dientes,
panza arriba, arisco, recto,
duro, al pie del agua verde
del Tajo, en Navalperal,
en Sigüenza, en donde suenen
balas y balas que busquen
helar su sangre caliente.
Madrid, corazón de España,
que es de tierra, dentro tiene,
si se le escarbara, un gran hoyo,
profundo, grande, imponente,
como un barranco que aguarda...
Sólo en él cabe la muerte.
RAFAEL ALBERTI
DEFENSA DE CATALUÑA
Madrid, corazón de España,
late con pulsos de fiebre.
Si ayer la sangre le hervía,
hoy con más calor le hierve.
Ya nunca podrá dormirse,
porque si Madrid se duerme,
querrá despertarse un día
y el alba no vendrá a verle.
No olvides, Madrid, la guerra;
jamás olvides que enfrente
los ojos del enemigo
te echan miradas de muerte.
Rondan por tu cielo halcones
que precipitarse quieren
sobre tus rojos tejados,
tus calles, tu brava gente.
Madrid: que nunca se diga,
nunca se publique o piense
que en el corazón de España
la sangre se volvió nieve.
Fuentes de valor y hombría
las guardas tú donde siempre.
Atroces ríos de asombro
han de correr de esas fuentes.
Que cada barrio, a su hora,
si esa mal hora viniere
-hora que no vendrá- sea
más que la plaza más fuerte.
Los hombres, como castillos;
igual que almenas, sus frentes,
grandes murallas sus brazos,
puertas que nadie penetre.
Quien al corazón de España
quiera asomarse, que llegue,
¡Pronto! Madrid está lejos.
Madrid sabe defenderse
con uñas, con pies, con codos,
con empujones, con dientes,
panza arriba, arisco, recto,
duro, al pie del agua verde
del Tajo, en Navalperal,
en Sigüenza, en donde suenen
balas y balas que busquen
helar su sangre caliente.
Madrid, corazón de España,
que es de tierra, dentro tiene,
si se le escarbara, un gran hoyo,
profundo, grande, imponente,
como un barranco que aguarda...
Sólo en él cabe la muerte.
RAFAEL ALBERTI
Licenciado en Geografía, Técnico en Gestión Ambiental y Planificación Territorial
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Las siete pruebas de Enrique Lister (1907-1994)
Las siete pruebas de Enrique Lister (1907-1994)
Enrique Lister Forján (1907-1994), como tantos otros personajes coetáneos, resume en su biografía todos los avatares, sucesos y contradicciones que jalonaron el convulso siglo que le tocó vivir. Pocas generaciones como la suya fueron llamadas a protagonizar los acontecimientos más decisivos de la Historia Contemporánea: la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la expansión exterior del “socialismo real” y su progresiva esclerosis interna hasta el derrumbe final del modelo en los años 80.... Pocas, también, tuvieron la oportunidad de ver pasar ante sus ojos el ciclo completo de una era, la que conforma lo era que el historiador británico E.J. Hobsbawm ha denominado “el corto siglo XX”.
Lister – cuyo nombre real era Jesús, y su apellido Liste, al que añadió una “r” final para dotarlo de eufonía internacionalista y revolucionaria- nació en 1907 en la aldea coruñesa de Ameneiro y, cumpliendo el destino de muchos gallegos de aquel comienzo de centuria, se vio abocado a emigrar a Cuba, donde además del oficio de cantero adquirió la fe comunista que profesaría hasta su muerte. De regreso a la Península, se afilió al PCE en 1928 y se inició en la azarosa vida del militante clandestino.
Con la llegada de la República y la necesidad de dotarse de un contingente de cuadros capacitados, el partido envió a Lister a la Unión Soviética, donde recibió formación política y militar, y tuvo ocasión de participar personalmente en esa metáfora de la edificación del socialismo que fueron las obras del Metro de Moscú. A su retorno a España, en 1935, fue encargado del aparato antimilitarista en el seno de las fuerzas armadas, paradójica misión para quien llegaría a ser general de cuatro ejércitos –el de la República Española, el Ejército Rojo de la URSS, el polaco y el yugoslavo-. Junto a Juan Modesto Guilloto, compañero de vicisitudes con el que mantendría una dicotómica relación de proximidad y recelo, organizó y adiestró la fuerza paramilitar comunista, las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC). Estas, que operaron en principio como un instrumento de autodefensa, se convertirían en la base comunista de reclutamiento al producirse la sublevación militar contra el gobierno del Frente Popular en julio de 1936. A partir de ese momento, la figura de Enrique Lister iría cobrando una relevancia pública que correría paralela a la del prestigio de la unidad que contribuyó a forjar, el Quinto Regimiento de Milicias Populares, primero, y la XI División del Ejército Popular, posteriormente.
Cuando el gobierno de la República decidió dotarse de una fuerza militar centralizada sobre la base del encuadramiento de las milicias sindicales y de partido, Lister se contó entre los oficiales de nuevo cuño, no profesionales, que nutrieron la médula del nuevo Ejército Popular Regular, esmaltando su historial con los topónimos de batallas libradas, en la mayor parte de los casos, con más valor que medios y más moral que eficacia: el Jarama, Brunete, Guadalajara, Teruel, el Ebro... La figura de Lister adquirió entonces tintes épicos: la propaganda de guerra lo ensalzó, y poetas como Antonio Machado declamaron en versos vibrantes su deseo de trocar la pluma por su pistola.
Pero, al mismo tiempo que para unos se convertía en personalidad legendaria, emblema de una lucha de liberación nacional que llevaba en su seno el germen revolucionario de una democracia de nuevo tipo, para otros se erigía en el verdugo de la auténtica revolución proletaria. La XI División a su mando fue la herramienta que Negrín, Prieto, el PCE y, en general, los partidarios de recuperar para la República el monopolio de la autoridad juzgaron adecuada para suprimir el poder concurrente del Consejo de Defensa de Aragón, hegemonizado por los libertarios. Durante el verano de 1937, las fuerzas de la XI División ocuparon Caspe y liquidaron el universo de experiencias colectivizadoras emprendidas por los anarcosindicalistas. Y Lister no dudó en aplicar mano de hierro cuando lo consideró preciso: le precedía una fama en la que no escaseaban las alusiones al empleo de una severidad ejemplarizante e intransigente en la punición de las desviaciones o la tibieza en el combate. Él mismo no lo negaba, pues nada tenía que reprocharse quien había hecho de una acerada disciplina la guía fundamental de su acción política.
Las siete pruebas de Enrique Lister.
Porque si hay una palabra que caracterice la relación que Enrique Lister mantuvo con la fuerza política a la que perteneció desde 1928 es “disciplina”. La disciplina era la garantía de la preservación de la unidad del partido, el valor supremo al que había que supeditar todo interés personal. Incluso en los momentos más difíciles, la disciplina se impuso sobre la tentación de emprender una batalla política interna: “Me retenía siempre lo mismo: el temor al daño que con ello pudiera causar al Partido [...] La unidad del Partido estaba por encima de todo otro interés o de todo otro sentimiento. Ese era el deber supremo y a ello debía estar supeditado todo lo demás” [1].
Esa disciplina fue puesta a prueba en distintas ocasiones, hasta que en agosto de 1970 el veterano dirigente se encontrara, por primera vez en cincuenta años, excluido de las filas del PCE. El pretexto, el rechazo a la condena de la intervención soviética de 1968 en Checoslovaquia, constituiría el último eslabón de una prolongada cadena de fricciones, cuyo origen se remontaba al periodo final de la guerra civil española, y cuyos eslabones se habían ido soldando unos a otros a lo largo de un cuarto de siglo de pertenencia a los órganos de dirección.
La primera prueba: el fin de la guerra civil.
Los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar a partir del 5 de marzo de 1939 no solo lastraron durante décadas las relaciones entre las fuerzas del exilio antifranquista; las diferencias de criterio en el seno del PCE acerca de cuál debería haber sido la reacción correcta de sus dirigentes ante la rebelión de Casado, determinaron también la aparición de líneas de fractura que solo se suturaron a golpe de escisiones y purgas en los años subsiguientes. Algunos de los más significados cuadros políticos y militares del PCE fueron llamados a capítulo por la Internacional Comunista para explicar su comportamiento durante los días transcurridos entre la sedición del Consejo Nacional de Defensa (CND) y su salida de España. Lister informó personalmente a Dimitrov a su llegada a Moscú, el 14 de abril de 1939[2].
Lister manifestó su descontento por la forma en que se condujo la campaña de Cataluña y la evacuación de Barcelona. También se mostró sumamente crítico con el hecho de que la plana mayor del partido se hubiera trasladado casi íntegramente a Cataluña, siguiendo al gobierno Negrín, descuidando la zona central y evidenciando una total falta de previsión para la adopción de medidas preparatorias del paso del partido a la clandestinidad. Sus críticas alcanzarían tonos más acerados cuando constató que no todos los que habían alcanzado refugio momentáneo en Francia tenían previsto retornar a España para continuar la resistencia: “En el avión en que salí de Toulouse para la zona centro-sur –recordaría más tarde- la noche del 13 al 14 de febrero de 1939 […] íbamos trece pasajeros a pesar de que el avión tenía 33 plazas. Es decir que veinte iban vacías”[3].
El ambiente en la zona central era cada vez más hostil contra Negrín y el PCE. Un creciente sector del arco político y militar republicano confiaba en que una negociación directa entre elementos castrenses de ambos bandos, prescindiendo tanto del gobierno que apostaba por la resistencia como de los comunistas que lo apoyaban, y con la ayuda de una mediación internacional de carácter diplomático y humanitario, podía conducir a un armisticio pactado. En estas circunstancias, la promoción por el gobierno Negrín de Lister, Modesto, Cordón y otros militares de adscripción comunista –con el correlato de una previsible intensificación de la resistencia y una prolongación de la guerra- fue el pretexto que arguyeron los partidarios de la rendición para sublevarse.
La desorientación, la imprevisión y la desmoralización se apoderaron de los mandos comunistas concentrados en el aeródromo de Monóvar la madrugada del 5 al 6 de marzo de 1939. Se tomó la decisión de que Dolores Ibárruri, Pasionaria, emprendiera el camino del exilio junto a Negrín. El resto de la dirección presente (Vicente Uribe, Manuel Delicado, Modesto, Lister, Enrique Castro Delgado, Luis Delage, Pedro Checa y Alfredo –Togliatti) trató sobre la posibilidad de ofrecer resistencia al Consejo de Defensa. Togliatti interpeló a Lister y Modesto acerca de si el PCE tenía fuerza para hacerse con la situación, a lo que contestaron que no. Lister, en concreto, dijo que “no solo ahora, pero jamás la tuvo el partido solo, para ello”[4].
Con este dictamen, Togliatti convalidaba la decisión de cerrar la página de la guerra, para pasar a organizar la lucha clandestina y sacar del país a la mayor parte de la cúpula del PCE, que partió hacia Orán entre los días 6 y 7 de marzo. Con la salida de España del grueso del Buró Político, la situación de la organización era crítica: por fuga o por captura de sus principales dirigentes, se encontraba prácticamente descabezada y falta de línea a seguir[5]. Fue en ese momento cuando el sector político-militar comunista rellenó el vacío dejado por la dirección desaparecida. Jesús Hernández se hizo cargo de la resistencia a Casado en Valencia, obteniendo del general Menéndez, representante del Consejo en Levante, ciertas garantías que libraron al partido de una persecución como la que se desencadenó en Madrid, donde los responsables provinciales comunistas combatieron al CND durante una semana. Cuando partieron de Monóvar, algunos cuadros político-militares se habían ido pensando que todo había acabado. Al tener noticia de los sucesos de Madrid, no pudieron por menos que manifestar su contrariedad por haberles privado de la posibilidad de seguir luchando. Lister y Manuel Tagüeña figuraron entre ellos, y así lo expresaron cuando fueron interpelados en las reuniones de balance sobre el fin de la guerra. Pero, en agosto, el pacto germano-soviético arrojaría una capa de silencio sobre las conclusiones de lo que había sido el primer episodio de combate abierto contra el fascismo en Europa. La línea de Moscú viró 180º, y Lister acató la nueva situación disciplinadamente.
A su llegada a la URSS, los evacuados españoles fueron conducidos a distintos destinos, dependiendo de su puesto en el organigrama del partido y de su nivel de especialización. Los dirigentes se instalaron en Moscú, en el famoso “Hotel Lux”, residencia habitual de los representantes extranjeros en la Komintern. Los mandos militares fueron divididos en dos grupos: los de carrera – como Francisco Galán y Antonio Cordón- se integraron en la Academia Superior Vorochilov; los procedentes de milicias -Lister, Modesto, “El Campesino”, Tagüeña…- lo hicieron en la Academia Frunze. Los demás militantes fueron destinados al trabajo en fábricas de los alrededores de Moscú.
Al producirse la invasión nazi de la URSS, Lister y Modesto fueron enviados al Cáucaso, tras finalizar su estancia en la Frunze, donde sus resultados académicos no habían sido especialmente brillantes. Cuando pensaban que el mando militar soviético iba a emplearles en el frente de Moscú, recibieron la orden de trasladarse a la retaguardia. Al llegar al lugar asignado en la orden, relataba Hernández en carta a Pasionaria, “sin apearlos del tren, recibieron una nueva orden que les empujaba, ni más ni menos, que hasta el Taskent. Omito describirte la cantidad y calidad de mala ‘molko’ que llevaban los hombres […] Ellos razonaban que una vez que habían sacado los estudios, o bien que les utilizasen en el Ejército o que los liberasen definitivamente y que el Partido los enviase a las fábricas. Lo aceptaban todo menos transformarse en eternos estudiantes sin perspectiva. Según dicen, a todos los camaradas soviéticos que habían acabado el curso con ellos, en cada estación iban llamándoles y dándoles destino. Y ellos ¡evacuados!”[6]
Desde Taskent remitieron varias cartas a Hernández urgiéndole a instar la incorporación de los españoles al Ejército Rojo[7]. Los militares que habían superado los cursos de Estado Mayor de la Academia Voroschilov, como Antonio Cordón, ya habían dirigido peticiones en igual sentido a los máximos dirigentes de la Komintern[8]. Pero el 27 de noviembre de 1942, Modesto se lamentaba: “Desde luego estamos cabreados Jesús, en serio, porque ya está bueno lo bueno. Ya hemos llegado a la convicción de que aquí no se nos utilizará nunca, y entonces nos preguntamos si nuestro destino es ver pasar el tiempo en este Tashkent, yo creo que podemos servir para otra cosa”. Y Lister insistía una semana después: “Los militares seguimos como antes, nada ha mejorado ni nada ha cambiado, nadie cree en su empleo en el frente, ni en la posibilidad de ir a observar nada al frente […] Nos parece que año y medio enterándose de los tiros desde 4.000 kms. del frente ya está bueno, y no es que nosotros nos creamos que sabemos de la guerra más que nadie, pero no tampoco como se creen […] y si el uniforme y las graduaciones son un obstáculo para nuestro empleo, lo abandonaríamos sin pena con tal de poder hacer algo más útil de lo que estamos haciendo”.
Los dos tuvieron la ocasión de manifestarle sus demandas a Dimitrov en sendas reuniones, el 4 de mayo y el 14 de julio de 1943. Se lamentaban de no haber sido empleados por el Ejército Rojo a pesar de haber concluido los cursos de capacitación hacía más de dos años y solicitaban que, si no podían ser utilizados en la guerra contra los alemanes, se les enviara al exterior, “más cerca de España, para participar en la preparación de la insurrección contra Franco”[9].
La guerra terminó sin que los jefes del antiguo Ejército Popular pudieran poner a disposición de la URSS la experiencia adquirida en España. En compensación fueron enviados a Yugoslavia, en noviembre de 1944, con la misión de asistir con sus conocimientos a las fuerzas triunfantes comandadas por Josip Broz, Tito. Lister, de nuevo, aceptó las órdenes con disciplina.
Tercera prueba: la sucesión en el PCE.
Cuando José Díaz puso fin a su vida, arrojándose por la ventana del hospital en que convalecía en Tiflis, se desencadenó la pugna por la sucesión entre el antiguo Ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández, y Dolores Ibárruri. Como atestiguan muchos de quienes les trataron en el exilio soviético, Lister y Modesto se habían encontrado entre los más fervientes propagandistas de Jesús Hernández y se contaban entre los asiduos a su apartamento del “Hotel Lux” mientras fue considerado el sucesor indiscutible de Díaz[10]. Los puntos de coincidencia entre Lister, Modesto y Hernándezhabían sido, fundamentalmente, la oposición al arribismo de Francisco Antón. Ambos mantuvieron públicamente una virulenta oposición a la relación entre Antón y Dolores Ibárruri, aunque Lister asegurara años más tarde que sus profundas discrepancias con “los métodos intolerables de dirección [empleados por Antón] y con su conducta inmoral” no significaba necesariamente estar conspirando junto a Hernández: “Hernándezera más antiguo que Antón en el BP. Había desempeñado cargos más importantes que Antón y para toda la emigración aparecía teniendo más responsabilidad que Antón incluso en las cosas de la emigración en la Unión Soviética […] Lo que no quería Jesús Hernández, como no lo queríamos ninguno de los que estábamos al corriente de la cuestión, era tener un secretario general consorte. No queríamos a Antón como secretario general del Partido y a Dolores como tapadera” [11].
Cuando Hernández fue enviado a México y expulsado del partido, Lister y Modesto rectificaron radicalmente sus posiciones. Ello les valió la crítica de ponerse a la sombra de quienes combatían a la dirección hasta que, derrotados, volvían a ponerse a la sombra de los dirigentes supremos[12]. Lister tuvo ocasión de lavar su imagen en dos ocasiones, ante la delegación del Comité Central del partido en Moscú, reunido para dar cuenta de la suspensión de militancia de Hernández en México, y en la asamblea de los militares españoles de las academias Frunze y Vorochilov. La autoexculpación de Lister recorrió los clásicos derroteros de las imputaciones culposas (las relaciones de Hernández “con sujetos políticamente indeseables”, su “actitud desleal y antisoviética”, la corrupción como resultado de la ambición y la degeneración…), y no estuvo exenta del ingrediente de sospecha consustancial al estalinismo: Hernández quizás no actuaba por cuenta propia; su sistemática labor de descomposición de la unidad del partido estaba dirigida a, “en el momento que ellos [Hernández y sus acólitos] creyeran conveniente o cuando alguien se lo ordenara, dar el golpe al Partido, golpe que le permitiría alcanzar el puesto máximo en él”[13].
Habiendo sido pública su proximidad al ex-Ministro caído en desgracia, su nuevo posicionamiento trajo consigo que el crédito personal de Lister y Modesto se resintiera entre la emigración. Algunos comentarios sobre el cambio de actitud de ambos generales no podía ser más contundentes (“[Nuestro acercamiento a Dolores] nos ha valido que alguno nos haya dicho en la cara que hemos perdido los cojo*** de comunistas”), máxime si las autoras eran dos mujeres, Caridad Mercader –madre de Ramón, el asesino de Trotski- y Carmen Parga, la esposa de Tagüeña.
Si Modesto y Lister no solo acataron, si no que defendieron las medidas tomadas contra Hernández y alguno de sus seguidores (como Castro Delgado) –a pesar de sus profundas discrepancias con el círculo allegado a Pasionaria- fue debido a su concepción de que, por encima de todo, se encontraba la sagrada unidad del partido: “Los hombres mueren, desaparecen, el Partido queda por encima de los hombres, de las personas y de los personajes”. La obediencia obtuvo su recompensa. Lister y Modesto fueron cooptados al máximo órgano de dirección del PCE en la URSS, y los generales envainaron, momentáneamente, el sable de sus críticas.
Cuarta prueba: la disolución de las guerrillas.
En febrero de 1948 Santiago Carrillo y Enrique Lister viajaron a Belgrado en representación del Buró Político del PCE para entrevistarse con Tito y solicitarle el lanzamiento en paracaídas de hombres y armas sobre el Levante español en apoyo de la lucha guerrillera. Inmersos ya en la escalada de fricciones que llevaría a la ruptura entre su país y la Kominform, los dirigentes yugoslavos pretextaron que sus aviones no tenían suficiente autonomía de vuelo para ejecutar la operación y retornar con seguridad a sus bases, y que tampoco era posible el abastecimiento de hombres y pertrechos por mar, con argumentos técnicos que convencieron a Carrillo pero no a Lister. La ayuda yugoslava se limitó a la entrega de 30.000 dólares. Tras quince días de estancia en el país balcánico, los dirigentes comunistas españoles regresaron a París sin conseguir su propósito.
Tampoco encontraron ecos más favorables en otros lugares. En septiembre del mismo año, Pasionaria, Carrillo y Antón se entrevistaron personalmente con Stalin en Moscú. De aquella reunión trascendió la indicación del mandatario soviético sobre la conveniencia de disolver las guerrillas que operaban en la Península, una vez comprobado que el despliegue de la Guerra Fría excluía cualquier posibilidad de intervención aliada en España para derribar la dictadura del más veterano socio del Eje. Un mes después, el Buró Político del PCE trasmitió la consigna de clausurar la etapa de la lucha armada.
Lister, el político disciplinado, no podía dejar de aceptar la nueva línea, máxime si en su origen se encontraba el mismísimo Stalin. Pero Lister, el militar, que había sido encargado por el partido de la coordinación de las fuerzas en armas del partido, no se plegó a conceder incondicionalmente su asenso a una medida cuya aplicación, demorada durante –al menos- dos años, juzgó efectuada en virtud de intereses espurios. Para él, el paso de la lucha guerrillera a otras modalidades de lucha clandestina se hizo en las peores condiciones posibles (de forma gradual, sin medios ni directrices de repliegue…) y, lo que es más grave, sembrando la sospecha y el enfrentamiento entre los integrantes de los propios destacamentos guerrilleros. Lister veía en ello la mano oculta de quienes estaban imprimiendo bandazos estratégicos a la línea del partido, no con la intención de ajustar sus métodos de lucha al nuevo contexto de una dictadura consolidada en el interior y que recomponía sus alianzas en el exterior, sino con el más mezquino objetivo de escalar posiciones en la dirección partidaria con vistas a un relevo de la vieja guardia. Pero, una vez más, el Lister miembro del Buró Político calló, a pesar de que su confianza en la cúpula dirigente estuviera siendo, cada vez con más intensidad, sometida a duras pruebas.
Quinta Prueba: la desestalinización.
En febrero de 1956, Lister y el resto de la alta dirección comunista española se encontraba en Moscú para asistir al XX Congreso del PCUS, el primero tras la desaparición de Stalin, muerto tres años antes. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que ocurrió: una de las últimas sesiones fue declarada secreta, y el acceso exclusivamente limitado a los delegados soviéticos. No tardó en conocerse su contenido: Durante horas, el secretario general, Nikita Kruschov, fue desgranando ante los asombrados delegados el relato de la degeneración del proyecto leninista, la conformación de un monstruoso altar de culto a la personalidad, y el terrible correlato de persecuciones y crímenes ejecutados bajo la égida de Josif Stalin.
Cuando los representantes extranjeros accedieron al contenido del denominado “informe secreto”, las reacciones fueron de sorpresa e incredulidad. Pasionaria, Uribe, Mije y Lister pasaron una noche en blanco, prácticamente en estado de shock, analizando las consecuencias del texto. No eran los únicos: cuadros dirigentes de todos los países, intelectuales y compañeros de viaje que habían glorificado al dirigente bolchevique –“cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado”, “guía genial”, “padre de los pueblos”- asistían atónitos a la voladura de un mito. El tiempo verificaba la intuición de Picasso, que había recibido feroces críticas por el retrato que realizara para la edición de L´Humanité que anunció la muerte del líder: “Se quejaban de que no lo había representado majestuosamente, pero quizás llegue el día en que lo que me reprochen sea haberlo pintado”.
Lister nunca metabolizó las conclusiones del informe de Kruschov. En aplicación del principio de “los hombres pasan, pero el partido permanece”, encontró el ámbito de reserva mental suficiente como para cohonestar las críticas a los excesos de Stalin con la caracterización como jefe revolucionario que nunca dudó en atribuir al georgiano. Stalin fue, a su juicio, el Robespierre soviético, y si el rigor –no exento de los abusos inevitables en un contexto de guerra contra el enemigo interior y exterior- del Incorruptible había sido integrado en la interpretación canónica de la revolución burguesa, ¿por qué no habría de ocurrir otro tanto con la lectura de la soviética cuando los historiadores del futuro situaran el foco de su análisis sobre el periodo estalinista? Para Lister, los resultados del régimen le exoneraban en gran parte de los abusos: la conversión de la URSS en superpotencia industrial y militar, la victoria sobre el nazismo, la extensión del “socialismo real” a la tercera parte del globo, absolvían a Stalin de la aniquilación de cualquier tipo de oposición. Como si en el estrangulamiento de la democracia socialista, en la instauración de un sistema de burocracia gerencial y en la conformación de una economía que primaba la acumulación estatal sobre el bienestar de los ciudadanos no se encontrasen los gérmenes que iban a provocar la esclerosis, primero, y la implosión, por último, del modelo que se pretendió alternativo a la hegemonía mundial del capitalismo.
Quizás Lister estaba incapacitado para percibir el calado del daño infligido por el estalinismo al proyecto socialista, deslumbrado -como lo estaba su generación- por la percepción del recuerdo de la ayuda soviética a la República española. Él, como el resto de los líderes del PCE durante la guerra civil –Dolores Ibárruri, Uribe, Antón...- tenían muy difícil reelaborar un imaginario en el que Stalin ya no ocupase el lugar de preferencia. Lo cierto es que tampoco ellos iban a tener mucho tiempo para adaptarse al nuevo discurso: por desplazamiento, cese o depuración, la mayoría habrían de ceder su puesto ante el empuje de una nueva generación que se creyó legitimada por la nueva coyuntura para tomar las riendas del partido.
Sexta prueba: el ascenso de Santiago Carrillo.
Las relaciones entre Lister y Santiago Carrillo nunca fueron cordiales. Para el gallego, el asturiano representaba el ascenso de un grupo generacional dentro del partido que, debiendo –por edad- haber empuñado las armas contra el fascismo, se había emboscado en la retaguardia o en un distante exilio en tierras americanas, desde donde había aguardado el momento de asaltar la cúpula de la organización. La primera vez en que Lister compartió responsabilidades con Carrillo fue ya en Paris, tras el fin de la guerra mundial. Semprún recuerda los cumplidos envenenados que se dedicaban si, por casualidad, ambos accedían al mismo tiempo al local donde se reunía el Buró Político: “Monsieur le Géneral, s´il vous plait”... “Aprez vous, monsieur le Ministre...”
Los choques se sucedieron a medida que Carrillo y sus adláteres ocupaban posiciones de mayor responsabilidad. El disciplinado Lister siguió callando en público, pero en privado no dejó de prestar atención a cuantas quejas se le trasmitían sobre el comportamiento de Carrillo, cuya estrategia de acceso al poder percibía jalonada de deslealtades personales y colectivas, de persecuciones a competidores y adversarios, y hasta de tentativas de eliminación.
No es que Lister se escandalizara por la severidad practicada contra quienes pudieran considerarse enemigos de la línea del partido: ni durante la guerra ni en el exilio le tembló el pulso a la hora de sancionar las desviaciones de la ortodoxia. La cuestión, ahora, era que las purgas se dirigían no contra infiltrados o desviacionistas, sino contra militantes probados en las duras luchas de la guerra mundial y la resistencia, y en última instancia, contra aquellos que conformaban el friso de la dirección partidaria durante la epopeya de la guerra civil. Cayó Uribe en el congreso de Praga de 1954; Antón fue enviado de forma humillante a la cadena de montaje de una fábrica de motocicletas en Varsovia; Pasionaria recibió un impulso hacia la presidencia honorífica del partido que, en realidad, enmascaraba una pérdida total de poder ejecutivo… Después de 1956, Santiago Carrillo y su cohorte de antiguos miembros de la dirección de la JSU (Claudín, Federico Melchor, Ignacio Gallego…) pasaron a dominar la dirección del PCE en detrimento de la vieja guardia, imprimiendo al partido nuevos giros estratégicos que, en un periodo de conmoción del movimiento comunista internacional –con el cisma chino y el impacto de la revuelta húngara de 1956-, no dejarían de tener consecuencias en el seno de la militancia.
Séptima prueba: la ruptura de la fidelidad a la URSS.
Cuando la noche del 20 de agosto de 1968, los tanques del Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para aplastar el experimento reformista conocido como la “primavera de Praga” no solo liquidaron la última posibilidad de evolución democratizadora de un régimen socialista desde dentro, sino que acabaron de volar en pedazos el mito de la comunidad de países socialistas que avanzaban juntos y fraternalmente hacia el comunismo, bajo el liderazgo patriarcal de la URSS. La intervención en Checoslovaquia se reveló como un ataque preventivo inscrito en la mera estrategia soviética de conservación de su glacis defensivo en la Europa central.
Las reacciones contra la invasión, desde dentro del propio mundo comunista, difirieron sustancialmente de las suscitadas por la intervención en Hungría doce años antes. No existía en aquellos momentos un clima de aguda confrontación bipolar, como el de la Guerra Fría, y en el universo progresista, la Unión Soviética, criticada por el maoísmo y cuestionada por la nueva izquierda que surgía en torno a los movimientos del 68, había perdido definitivamente el papel de referente. En este contexto, algunos partidos comunistas de la Europa occidental se desmarcaron de la operación del Pacto de Varsovia: unos, como el italiano, porque precisaban resaltar su autonomía si querían tener opciones de acceder al poder; otros, como el español, porque necesitaban desmarcarse del estigma de la dependencia de Moscú para acrecentar su papel en la oposición al régimen. En este último caso, además, pesaban las derivaciones de la línea de reconciliación nacional y de superación del recuerdo de la guerra que el equipo de Carrillo había imprimido al partido desde su ascenso a la dirección.
La marginación de los viejos mitos emblemáticos de la guerra, unido al alejamiento de las posiciones soviéticas en política internacional – lo que los ortodoxos valoraron como un abandono del “internacionalismo proletario”- fueron los factores que sometieron el proverbial acatamiento de la disciplina partidaria por parte de Lister a su prueba definitiva. Entre la condena del PCE de la intervención en Praga, en 1968, y el verano de 1970, Enrique Lister no cesó de reclamar un pronunciamiento colectivo del partido sobre lo que juzgaba una traición de sus dirigentes a los principios definitorios de la naturaleza del PCE. En ese proceso, desbordados por fin los diques que había autoimpuesto a su crítica durante los últimos veinticinco años, sacó a la luz todos los puntos de discrepancia, desde el final de la guerra hasta la fecha. Pero si contaba con que su carisma de peso pesado podía conservar aún algo de autoridad moral, valoró mal sus fuerzas. La mayor parte de los veteranos no quiso romper con el partido, ni someterlo a las tensiones de un debate interno cuyos resultados, en términos de escisión, se presentían. Al fin y al cabo, se comportaron tal como él lo había hecho durante décadas siempre que habían surgido disidencias: “los hombres pasan, el partido permanece”. Para la nueva hornada de dirigentes jóvenes, Lister era poco más que una figura ligada al pasado, incómoda, incluso, en los tiempos que corrían, en los que la línea del partido se inscribía en un discurso de superación del recuerdo de la guerra.
Lister apenas arrastró consigo a un puñado de cuadros y militantes aunque, cumpliendo una ley implícita de las escisiones comunistas, pretendió que con ellos se marchaba la esencia del partido, dejando para los “revisionistas” apenas la cáscara vacía bajo unas siglas históricas usurpadas. Lister recuperó la antigua denominación de PCOE para su grupo, que tuvo una existencia modesta y poco rutilante, tributaria de un discreto reconocimiento de gratitud por parte de la URSS, que le permitió sobrevivir orgánicamente hasta que la caída de Santiago Carrillo, durante la crisis del eurocomunismo en los años 80, permitiera al veterano comunista gallego retornar al partido de cuyo imaginario había sido un referente emblemático.
Enrique Lister murió en 1994, al mismo tiempo en que se clausuraba una era, aquella que había sido testigo de los afanes de una generación en cuyas manos fue depositada la responsabilidad de liderar las grandes batallas contra la barbarie del siglo, pero que, al mismo tiempo, no pudo evitar que periclitara la energía que había erigido la Revolución de Octubre en hito fundacional de un mundo nuevo.
[1] LISTER, E: ¡Basta! Una aportación a la lucha por la recuperación del Partido. Ed. G. Del Toro, Madrid, 1978, pp. 221-222.
[2] DIMITROV, G: Diario. Gli anni di Mosca, Einaudi, Turín, 2002, entrada del día 7 de abril de 1939 y pp. 168-169.
[3] LISTER, E: Así destruyo Carrillo el PCE. Barcelona, Planeta, 1983, p. 16.
[4] DIMITROV, op. cit., pp. 168-169.
[5] AHPCE, Documentos, La lucha armada del pueblo español por la libertad e independencia de España, 1939, carpeta 20.
[6] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández, Carta a Dolores Ibárruri, 18/11/41.
[7] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández , “Informes sobre situación en la URSS”, 31/12.1.
[8] El 23 de noviembre, Dimitrov había recibido a Cordón y le había prometido tomar iniciativas políticas para resolver la cuestión DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 543.
[9] DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 642.
[10] AHPCE, Documentos, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff …, “Informe de Ignacio Gallego”, 6 de mayo de 1944; y AHPCE, Documentos, caja 25, Reunión del CC. 5/5/44, “Intervención de Enrique Lister”, 1944
[11] LISTER, E, op. cit. p.94-97
[12] VÁZQUEZ MONTALBÁN, M: Pasionaria y los siete enanitos. Barcelona, Planeta, 1995, p. 244.
[13] AHPCE, Documentos, 1944, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff…6 de mayo de 1944.
Fernando Hernández
Fuente:
http://sbhac.net
Enrique Lister Forján (1907-1994), como tantos otros personajes coetáneos, resume en su biografía todos los avatares, sucesos y contradicciones que jalonaron el convulso siglo que le tocó vivir. Pocas generaciones como la suya fueron llamadas a protagonizar los acontecimientos más decisivos de la Historia Contemporánea: la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la expansión exterior del “socialismo real” y su progresiva esclerosis interna hasta el derrumbe final del modelo en los años 80.... Pocas, también, tuvieron la oportunidad de ver pasar ante sus ojos el ciclo completo de una era, la que conforma lo era que el historiador británico E.J. Hobsbawm ha denominado “el corto siglo XX”.
Lister – cuyo nombre real era Jesús, y su apellido Liste, al que añadió una “r” final para dotarlo de eufonía internacionalista y revolucionaria- nació en 1907 en la aldea coruñesa de Ameneiro y, cumpliendo el destino de muchos gallegos de aquel comienzo de centuria, se vio abocado a emigrar a Cuba, donde además del oficio de cantero adquirió la fe comunista que profesaría hasta su muerte. De regreso a la Península, se afilió al PCE en 1928 y se inició en la azarosa vida del militante clandestino.
Con la llegada de la República y la necesidad de dotarse de un contingente de cuadros capacitados, el partido envió a Lister a la Unión Soviética, donde recibió formación política y militar, y tuvo ocasión de participar personalmente en esa metáfora de la edificación del socialismo que fueron las obras del Metro de Moscú. A su retorno a España, en 1935, fue encargado del aparato antimilitarista en el seno de las fuerzas armadas, paradójica misión para quien llegaría a ser general de cuatro ejércitos –el de la República Española, el Ejército Rojo de la URSS, el polaco y el yugoslavo-. Junto a Juan Modesto Guilloto, compañero de vicisitudes con el que mantendría una dicotómica relación de proximidad y recelo, organizó y adiestró la fuerza paramilitar comunista, las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC). Estas, que operaron en principio como un instrumento de autodefensa, se convertirían en la base comunista de reclutamiento al producirse la sublevación militar contra el gobierno del Frente Popular en julio de 1936. A partir de ese momento, la figura de Enrique Lister iría cobrando una relevancia pública que correría paralela a la del prestigio de la unidad que contribuyó a forjar, el Quinto Regimiento de Milicias Populares, primero, y la XI División del Ejército Popular, posteriormente.
Cuando el gobierno de la República decidió dotarse de una fuerza militar centralizada sobre la base del encuadramiento de las milicias sindicales y de partido, Lister se contó entre los oficiales de nuevo cuño, no profesionales, que nutrieron la médula del nuevo Ejército Popular Regular, esmaltando su historial con los topónimos de batallas libradas, en la mayor parte de los casos, con más valor que medios y más moral que eficacia: el Jarama, Brunete, Guadalajara, Teruel, el Ebro... La figura de Lister adquirió entonces tintes épicos: la propaganda de guerra lo ensalzó, y poetas como Antonio Machado declamaron en versos vibrantes su deseo de trocar la pluma por su pistola.
Pero, al mismo tiempo que para unos se convertía en personalidad legendaria, emblema de una lucha de liberación nacional que llevaba en su seno el germen revolucionario de una democracia de nuevo tipo, para otros se erigía en el verdugo de la auténtica revolución proletaria. La XI División a su mando fue la herramienta que Negrín, Prieto, el PCE y, en general, los partidarios de recuperar para la República el monopolio de la autoridad juzgaron adecuada para suprimir el poder concurrente del Consejo de Defensa de Aragón, hegemonizado por los libertarios. Durante el verano de 1937, las fuerzas de la XI División ocuparon Caspe y liquidaron el universo de experiencias colectivizadoras emprendidas por los anarcosindicalistas. Y Lister no dudó en aplicar mano de hierro cuando lo consideró preciso: le precedía una fama en la que no escaseaban las alusiones al empleo de una severidad ejemplarizante e intransigente en la punición de las desviaciones o la tibieza en el combate. Él mismo no lo negaba, pues nada tenía que reprocharse quien había hecho de una acerada disciplina la guía fundamental de su acción política.
Las siete pruebas de Enrique Lister.
Porque si hay una palabra que caracterice la relación que Enrique Lister mantuvo con la fuerza política a la que perteneció desde 1928 es “disciplina”. La disciplina era la garantía de la preservación de la unidad del partido, el valor supremo al que había que supeditar todo interés personal. Incluso en los momentos más difíciles, la disciplina se impuso sobre la tentación de emprender una batalla política interna: “Me retenía siempre lo mismo: el temor al daño que con ello pudiera causar al Partido [...] La unidad del Partido estaba por encima de todo otro interés o de todo otro sentimiento. Ese era el deber supremo y a ello debía estar supeditado todo lo demás” [1].
Esa disciplina fue puesta a prueba en distintas ocasiones, hasta que en agosto de 1970 el veterano dirigente se encontrara, por primera vez en cincuenta años, excluido de las filas del PCE. El pretexto, el rechazo a la condena de la intervención soviética de 1968 en Checoslovaquia, constituiría el último eslabón de una prolongada cadena de fricciones, cuyo origen se remontaba al periodo final de la guerra civil española, y cuyos eslabones se habían ido soldando unos a otros a lo largo de un cuarto de siglo de pertenencia a los órganos de dirección.
La primera prueba: el fin de la guerra civil.
Los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar a partir del 5 de marzo de 1939 no solo lastraron durante décadas las relaciones entre las fuerzas del exilio antifranquista; las diferencias de criterio en el seno del PCE acerca de cuál debería haber sido la reacción correcta de sus dirigentes ante la rebelión de Casado, determinaron también la aparición de líneas de fractura que solo se suturaron a golpe de escisiones y purgas en los años subsiguientes. Algunos de los más significados cuadros políticos y militares del PCE fueron llamados a capítulo por la Internacional Comunista para explicar su comportamiento durante los días transcurridos entre la sedición del Consejo Nacional de Defensa (CND) y su salida de España. Lister informó personalmente a Dimitrov a su llegada a Moscú, el 14 de abril de 1939[2].
Lister manifestó su descontento por la forma en que se condujo la campaña de Cataluña y la evacuación de Barcelona. También se mostró sumamente crítico con el hecho de que la plana mayor del partido se hubiera trasladado casi íntegramente a Cataluña, siguiendo al gobierno Negrín, descuidando la zona central y evidenciando una total falta de previsión para la adopción de medidas preparatorias del paso del partido a la clandestinidad. Sus críticas alcanzarían tonos más acerados cuando constató que no todos los que habían alcanzado refugio momentáneo en Francia tenían previsto retornar a España para continuar la resistencia: “En el avión en que salí de Toulouse para la zona centro-sur –recordaría más tarde- la noche del 13 al 14 de febrero de 1939 […] íbamos trece pasajeros a pesar de que el avión tenía 33 plazas. Es decir que veinte iban vacías”[3].
El ambiente en la zona central era cada vez más hostil contra Negrín y el PCE. Un creciente sector del arco político y militar republicano confiaba en que una negociación directa entre elementos castrenses de ambos bandos, prescindiendo tanto del gobierno que apostaba por la resistencia como de los comunistas que lo apoyaban, y con la ayuda de una mediación internacional de carácter diplomático y humanitario, podía conducir a un armisticio pactado. En estas circunstancias, la promoción por el gobierno Negrín de Lister, Modesto, Cordón y otros militares de adscripción comunista –con el correlato de una previsible intensificación de la resistencia y una prolongación de la guerra- fue el pretexto que arguyeron los partidarios de la rendición para sublevarse.
La desorientación, la imprevisión y la desmoralización se apoderaron de los mandos comunistas concentrados en el aeródromo de Monóvar la madrugada del 5 al 6 de marzo de 1939. Se tomó la decisión de que Dolores Ibárruri, Pasionaria, emprendiera el camino del exilio junto a Negrín. El resto de la dirección presente (Vicente Uribe, Manuel Delicado, Modesto, Lister, Enrique Castro Delgado, Luis Delage, Pedro Checa y Alfredo –Togliatti) trató sobre la posibilidad de ofrecer resistencia al Consejo de Defensa. Togliatti interpeló a Lister y Modesto acerca de si el PCE tenía fuerza para hacerse con la situación, a lo que contestaron que no. Lister, en concreto, dijo que “no solo ahora, pero jamás la tuvo el partido solo, para ello”[4].
Con este dictamen, Togliatti convalidaba la decisión de cerrar la página de la guerra, para pasar a organizar la lucha clandestina y sacar del país a la mayor parte de la cúpula del PCE, que partió hacia Orán entre los días 6 y 7 de marzo. Con la salida de España del grueso del Buró Político, la situación de la organización era crítica: por fuga o por captura de sus principales dirigentes, se encontraba prácticamente descabezada y falta de línea a seguir[5]. Fue en ese momento cuando el sector político-militar comunista rellenó el vacío dejado por la dirección desaparecida. Jesús Hernández se hizo cargo de la resistencia a Casado en Valencia, obteniendo del general Menéndez, representante del Consejo en Levante, ciertas garantías que libraron al partido de una persecución como la que se desencadenó en Madrid, donde los responsables provinciales comunistas combatieron al CND durante una semana. Cuando partieron de Monóvar, algunos cuadros político-militares se habían ido pensando que todo había acabado. Al tener noticia de los sucesos de Madrid, no pudieron por menos que manifestar su contrariedad por haberles privado de la posibilidad de seguir luchando. Lister y Manuel Tagüeña figuraron entre ellos, y así lo expresaron cuando fueron interpelados en las reuniones de balance sobre el fin de la guerra. Pero, en agosto, el pacto germano-soviético arrojaría una capa de silencio sobre las conclusiones de lo que había sido el primer episodio de combate abierto contra el fascismo en Europa. La línea de Moscú viró 180º, y Lister acató la nueva situación disciplinadamente.
A su llegada a la URSS, los evacuados españoles fueron conducidos a distintos destinos, dependiendo de su puesto en el organigrama del partido y de su nivel de especialización. Los dirigentes se instalaron en Moscú, en el famoso “Hotel Lux”, residencia habitual de los representantes extranjeros en la Komintern. Los mandos militares fueron divididos en dos grupos: los de carrera – como Francisco Galán y Antonio Cordón- se integraron en la Academia Superior Vorochilov; los procedentes de milicias -Lister, Modesto, “El Campesino”, Tagüeña…- lo hicieron en la Academia Frunze. Los demás militantes fueron destinados al trabajo en fábricas de los alrededores de Moscú.
Al producirse la invasión nazi de la URSS, Lister y Modesto fueron enviados al Cáucaso, tras finalizar su estancia en la Frunze, donde sus resultados académicos no habían sido especialmente brillantes. Cuando pensaban que el mando militar soviético iba a emplearles en el frente de Moscú, recibieron la orden de trasladarse a la retaguardia. Al llegar al lugar asignado en la orden, relataba Hernández en carta a Pasionaria, “sin apearlos del tren, recibieron una nueva orden que les empujaba, ni más ni menos, que hasta el Taskent. Omito describirte la cantidad y calidad de mala ‘molko’ que llevaban los hombres […] Ellos razonaban que una vez que habían sacado los estudios, o bien que les utilizasen en el Ejército o que los liberasen definitivamente y que el Partido los enviase a las fábricas. Lo aceptaban todo menos transformarse en eternos estudiantes sin perspectiva. Según dicen, a todos los camaradas soviéticos que habían acabado el curso con ellos, en cada estación iban llamándoles y dándoles destino. Y ellos ¡evacuados!”[6]
Desde Taskent remitieron varias cartas a Hernández urgiéndole a instar la incorporación de los españoles al Ejército Rojo[7]. Los militares que habían superado los cursos de Estado Mayor de la Academia Voroschilov, como Antonio Cordón, ya habían dirigido peticiones en igual sentido a los máximos dirigentes de la Komintern[8]. Pero el 27 de noviembre de 1942, Modesto se lamentaba: “Desde luego estamos cabreados Jesús, en serio, porque ya está bueno lo bueno. Ya hemos llegado a la convicción de que aquí no se nos utilizará nunca, y entonces nos preguntamos si nuestro destino es ver pasar el tiempo en este Tashkent, yo creo que podemos servir para otra cosa”. Y Lister insistía una semana después: “Los militares seguimos como antes, nada ha mejorado ni nada ha cambiado, nadie cree en su empleo en el frente, ni en la posibilidad de ir a observar nada al frente […] Nos parece que año y medio enterándose de los tiros desde 4.000 kms. del frente ya está bueno, y no es que nosotros nos creamos que sabemos de la guerra más que nadie, pero no tampoco como se creen […] y si el uniforme y las graduaciones son un obstáculo para nuestro empleo, lo abandonaríamos sin pena con tal de poder hacer algo más útil de lo que estamos haciendo”.
Los dos tuvieron la ocasión de manifestarle sus demandas a Dimitrov en sendas reuniones, el 4 de mayo y el 14 de julio de 1943. Se lamentaban de no haber sido empleados por el Ejército Rojo a pesar de haber concluido los cursos de capacitación hacía más de dos años y solicitaban que, si no podían ser utilizados en la guerra contra los alemanes, se les enviara al exterior, “más cerca de España, para participar en la preparación de la insurrección contra Franco”[9].
La guerra terminó sin que los jefes del antiguo Ejército Popular pudieran poner a disposición de la URSS la experiencia adquirida en España. En compensación fueron enviados a Yugoslavia, en noviembre de 1944, con la misión de asistir con sus conocimientos a las fuerzas triunfantes comandadas por Josip Broz, Tito. Lister, de nuevo, aceptó las órdenes con disciplina.
Tercera prueba: la sucesión en el PCE.
Cuando José Díaz puso fin a su vida, arrojándose por la ventana del hospital en que convalecía en Tiflis, se desencadenó la pugna por la sucesión entre el antiguo Ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández, y Dolores Ibárruri. Como atestiguan muchos de quienes les trataron en el exilio soviético, Lister y Modesto se habían encontrado entre los más fervientes propagandistas de Jesús Hernández y se contaban entre los asiduos a su apartamento del “Hotel Lux” mientras fue considerado el sucesor indiscutible de Díaz[10]. Los puntos de coincidencia entre Lister, Modesto y Hernándezhabían sido, fundamentalmente, la oposición al arribismo de Francisco Antón. Ambos mantuvieron públicamente una virulenta oposición a la relación entre Antón y Dolores Ibárruri, aunque Lister asegurara años más tarde que sus profundas discrepancias con “los métodos intolerables de dirección [empleados por Antón] y con su conducta inmoral” no significaba necesariamente estar conspirando junto a Hernández: “Hernándezera más antiguo que Antón en el BP. Había desempeñado cargos más importantes que Antón y para toda la emigración aparecía teniendo más responsabilidad que Antón incluso en las cosas de la emigración en la Unión Soviética […] Lo que no quería Jesús Hernández, como no lo queríamos ninguno de los que estábamos al corriente de la cuestión, era tener un secretario general consorte. No queríamos a Antón como secretario general del Partido y a Dolores como tapadera” [11].
Cuando Hernández fue enviado a México y expulsado del partido, Lister y Modesto rectificaron radicalmente sus posiciones. Ello les valió la crítica de ponerse a la sombra de quienes combatían a la dirección hasta que, derrotados, volvían a ponerse a la sombra de los dirigentes supremos[12]. Lister tuvo ocasión de lavar su imagen en dos ocasiones, ante la delegación del Comité Central del partido en Moscú, reunido para dar cuenta de la suspensión de militancia de Hernández en México, y en la asamblea de los militares españoles de las academias Frunze y Vorochilov. La autoexculpación de Lister recorrió los clásicos derroteros de las imputaciones culposas (las relaciones de Hernández “con sujetos políticamente indeseables”, su “actitud desleal y antisoviética”, la corrupción como resultado de la ambición y la degeneración…), y no estuvo exenta del ingrediente de sospecha consustancial al estalinismo: Hernández quizás no actuaba por cuenta propia; su sistemática labor de descomposición de la unidad del partido estaba dirigida a, “en el momento que ellos [Hernández y sus acólitos] creyeran conveniente o cuando alguien se lo ordenara, dar el golpe al Partido, golpe que le permitiría alcanzar el puesto máximo en él”[13].
Habiendo sido pública su proximidad al ex-Ministro caído en desgracia, su nuevo posicionamiento trajo consigo que el crédito personal de Lister y Modesto se resintiera entre la emigración. Algunos comentarios sobre el cambio de actitud de ambos generales no podía ser más contundentes (“[Nuestro acercamiento a Dolores] nos ha valido que alguno nos haya dicho en la cara que hemos perdido los cojo*** de comunistas”), máxime si las autoras eran dos mujeres, Caridad Mercader –madre de Ramón, el asesino de Trotski- y Carmen Parga, la esposa de Tagüeña.
Si Modesto y Lister no solo acataron, si no que defendieron las medidas tomadas contra Hernández y alguno de sus seguidores (como Castro Delgado) –a pesar de sus profundas discrepancias con el círculo allegado a Pasionaria- fue debido a su concepción de que, por encima de todo, se encontraba la sagrada unidad del partido: “Los hombres mueren, desaparecen, el Partido queda por encima de los hombres, de las personas y de los personajes”. La obediencia obtuvo su recompensa. Lister y Modesto fueron cooptados al máximo órgano de dirección del PCE en la URSS, y los generales envainaron, momentáneamente, el sable de sus críticas.
Cuarta prueba: la disolución de las guerrillas.
En febrero de 1948 Santiago Carrillo y Enrique Lister viajaron a Belgrado en representación del Buró Político del PCE para entrevistarse con Tito y solicitarle el lanzamiento en paracaídas de hombres y armas sobre el Levante español en apoyo de la lucha guerrillera. Inmersos ya en la escalada de fricciones que llevaría a la ruptura entre su país y la Kominform, los dirigentes yugoslavos pretextaron que sus aviones no tenían suficiente autonomía de vuelo para ejecutar la operación y retornar con seguridad a sus bases, y que tampoco era posible el abastecimiento de hombres y pertrechos por mar, con argumentos técnicos que convencieron a Carrillo pero no a Lister. La ayuda yugoslava se limitó a la entrega de 30.000 dólares. Tras quince días de estancia en el país balcánico, los dirigentes comunistas españoles regresaron a París sin conseguir su propósito.
Tampoco encontraron ecos más favorables en otros lugares. En septiembre del mismo año, Pasionaria, Carrillo y Antón se entrevistaron personalmente con Stalin en Moscú. De aquella reunión trascendió la indicación del mandatario soviético sobre la conveniencia de disolver las guerrillas que operaban en la Península, una vez comprobado que el despliegue de la Guerra Fría excluía cualquier posibilidad de intervención aliada en España para derribar la dictadura del más veterano socio del Eje. Un mes después, el Buró Político del PCE trasmitió la consigna de clausurar la etapa de la lucha armada.
Lister, el político disciplinado, no podía dejar de aceptar la nueva línea, máxime si en su origen se encontraba el mismísimo Stalin. Pero Lister, el militar, que había sido encargado por el partido de la coordinación de las fuerzas en armas del partido, no se plegó a conceder incondicionalmente su asenso a una medida cuya aplicación, demorada durante –al menos- dos años, juzgó efectuada en virtud de intereses espurios. Para él, el paso de la lucha guerrillera a otras modalidades de lucha clandestina se hizo en las peores condiciones posibles (de forma gradual, sin medios ni directrices de repliegue…) y, lo que es más grave, sembrando la sospecha y el enfrentamiento entre los integrantes de los propios destacamentos guerrilleros. Lister veía en ello la mano oculta de quienes estaban imprimiendo bandazos estratégicos a la línea del partido, no con la intención de ajustar sus métodos de lucha al nuevo contexto de una dictadura consolidada en el interior y que recomponía sus alianzas en el exterior, sino con el más mezquino objetivo de escalar posiciones en la dirección partidaria con vistas a un relevo de la vieja guardia. Pero, una vez más, el Lister miembro del Buró Político calló, a pesar de que su confianza en la cúpula dirigente estuviera siendo, cada vez con más intensidad, sometida a duras pruebas.
Quinta Prueba: la desestalinización.
En febrero de 1956, Lister y el resto de la alta dirección comunista española se encontraba en Moscú para asistir al XX Congreso del PCUS, el primero tras la desaparición de Stalin, muerto tres años antes. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que ocurrió: una de las últimas sesiones fue declarada secreta, y el acceso exclusivamente limitado a los delegados soviéticos. No tardó en conocerse su contenido: Durante horas, el secretario general, Nikita Kruschov, fue desgranando ante los asombrados delegados el relato de la degeneración del proyecto leninista, la conformación de un monstruoso altar de culto a la personalidad, y el terrible correlato de persecuciones y crímenes ejecutados bajo la égida de Josif Stalin.
Cuando los representantes extranjeros accedieron al contenido del denominado “informe secreto”, las reacciones fueron de sorpresa e incredulidad. Pasionaria, Uribe, Mije y Lister pasaron una noche en blanco, prácticamente en estado de shock, analizando las consecuencias del texto. No eran los únicos: cuadros dirigentes de todos los países, intelectuales y compañeros de viaje que habían glorificado al dirigente bolchevique –“cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado”, “guía genial”, “padre de los pueblos”- asistían atónitos a la voladura de un mito. El tiempo verificaba la intuición de Picasso, que había recibido feroces críticas por el retrato que realizara para la edición de L´Humanité que anunció la muerte del líder: “Se quejaban de que no lo había representado majestuosamente, pero quizás llegue el día en que lo que me reprochen sea haberlo pintado”.
Lister nunca metabolizó las conclusiones del informe de Kruschov. En aplicación del principio de “los hombres pasan, pero el partido permanece”, encontró el ámbito de reserva mental suficiente como para cohonestar las críticas a los excesos de Stalin con la caracterización como jefe revolucionario que nunca dudó en atribuir al georgiano. Stalin fue, a su juicio, el Robespierre soviético, y si el rigor –no exento de los abusos inevitables en un contexto de guerra contra el enemigo interior y exterior- del Incorruptible había sido integrado en la interpretación canónica de la revolución burguesa, ¿por qué no habría de ocurrir otro tanto con la lectura de la soviética cuando los historiadores del futuro situaran el foco de su análisis sobre el periodo estalinista? Para Lister, los resultados del régimen le exoneraban en gran parte de los abusos: la conversión de la URSS en superpotencia industrial y militar, la victoria sobre el nazismo, la extensión del “socialismo real” a la tercera parte del globo, absolvían a Stalin de la aniquilación de cualquier tipo de oposición. Como si en el estrangulamiento de la democracia socialista, en la instauración de un sistema de burocracia gerencial y en la conformación de una economía que primaba la acumulación estatal sobre el bienestar de los ciudadanos no se encontrasen los gérmenes que iban a provocar la esclerosis, primero, y la implosión, por último, del modelo que se pretendió alternativo a la hegemonía mundial del capitalismo.
Quizás Lister estaba incapacitado para percibir el calado del daño infligido por el estalinismo al proyecto socialista, deslumbrado -como lo estaba su generación- por la percepción del recuerdo de la ayuda soviética a la República española. Él, como el resto de los líderes del PCE durante la guerra civil –Dolores Ibárruri, Uribe, Antón...- tenían muy difícil reelaborar un imaginario en el que Stalin ya no ocupase el lugar de preferencia. Lo cierto es que tampoco ellos iban a tener mucho tiempo para adaptarse al nuevo discurso: por desplazamiento, cese o depuración, la mayoría habrían de ceder su puesto ante el empuje de una nueva generación que se creyó legitimada por la nueva coyuntura para tomar las riendas del partido.
Sexta prueba: el ascenso de Santiago Carrillo.
Las relaciones entre Lister y Santiago Carrillo nunca fueron cordiales. Para el gallego, el asturiano representaba el ascenso de un grupo generacional dentro del partido que, debiendo –por edad- haber empuñado las armas contra el fascismo, se había emboscado en la retaguardia o en un distante exilio en tierras americanas, desde donde había aguardado el momento de asaltar la cúpula de la organización. La primera vez en que Lister compartió responsabilidades con Carrillo fue ya en Paris, tras el fin de la guerra mundial. Semprún recuerda los cumplidos envenenados que se dedicaban si, por casualidad, ambos accedían al mismo tiempo al local donde se reunía el Buró Político: “Monsieur le Géneral, s´il vous plait”... “Aprez vous, monsieur le Ministre...”
Los choques se sucedieron a medida que Carrillo y sus adláteres ocupaban posiciones de mayor responsabilidad. El disciplinado Lister siguió callando en público, pero en privado no dejó de prestar atención a cuantas quejas se le trasmitían sobre el comportamiento de Carrillo, cuya estrategia de acceso al poder percibía jalonada de deslealtades personales y colectivas, de persecuciones a competidores y adversarios, y hasta de tentativas de eliminación.
No es que Lister se escandalizara por la severidad practicada contra quienes pudieran considerarse enemigos de la línea del partido: ni durante la guerra ni en el exilio le tembló el pulso a la hora de sancionar las desviaciones de la ortodoxia. La cuestión, ahora, era que las purgas se dirigían no contra infiltrados o desviacionistas, sino contra militantes probados en las duras luchas de la guerra mundial y la resistencia, y en última instancia, contra aquellos que conformaban el friso de la dirección partidaria durante la epopeya de la guerra civil. Cayó Uribe en el congreso de Praga de 1954; Antón fue enviado de forma humillante a la cadena de montaje de una fábrica de motocicletas en Varsovia; Pasionaria recibió un impulso hacia la presidencia honorífica del partido que, en realidad, enmascaraba una pérdida total de poder ejecutivo… Después de 1956, Santiago Carrillo y su cohorte de antiguos miembros de la dirección de la JSU (Claudín, Federico Melchor, Ignacio Gallego…) pasaron a dominar la dirección del PCE en detrimento de la vieja guardia, imprimiendo al partido nuevos giros estratégicos que, en un periodo de conmoción del movimiento comunista internacional –con el cisma chino y el impacto de la revuelta húngara de 1956-, no dejarían de tener consecuencias en el seno de la militancia.
Séptima prueba: la ruptura de la fidelidad a la URSS.
Cuando la noche del 20 de agosto de 1968, los tanques del Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para aplastar el experimento reformista conocido como la “primavera de Praga” no solo liquidaron la última posibilidad de evolución democratizadora de un régimen socialista desde dentro, sino que acabaron de volar en pedazos el mito de la comunidad de países socialistas que avanzaban juntos y fraternalmente hacia el comunismo, bajo el liderazgo patriarcal de la URSS. La intervención en Checoslovaquia se reveló como un ataque preventivo inscrito en la mera estrategia soviética de conservación de su glacis defensivo en la Europa central.
Las reacciones contra la invasión, desde dentro del propio mundo comunista, difirieron sustancialmente de las suscitadas por la intervención en Hungría doce años antes. No existía en aquellos momentos un clima de aguda confrontación bipolar, como el de la Guerra Fría, y en el universo progresista, la Unión Soviética, criticada por el maoísmo y cuestionada por la nueva izquierda que surgía en torno a los movimientos del 68, había perdido definitivamente el papel de referente. En este contexto, algunos partidos comunistas de la Europa occidental se desmarcaron de la operación del Pacto de Varsovia: unos, como el italiano, porque precisaban resaltar su autonomía si querían tener opciones de acceder al poder; otros, como el español, porque necesitaban desmarcarse del estigma de la dependencia de Moscú para acrecentar su papel en la oposición al régimen. En este último caso, además, pesaban las derivaciones de la línea de reconciliación nacional y de superación del recuerdo de la guerra que el equipo de Carrillo había imprimido al partido desde su ascenso a la dirección.
La marginación de los viejos mitos emblemáticos de la guerra, unido al alejamiento de las posiciones soviéticas en política internacional – lo que los ortodoxos valoraron como un abandono del “internacionalismo proletario”- fueron los factores que sometieron el proverbial acatamiento de la disciplina partidaria por parte de Lister a su prueba definitiva. Entre la condena del PCE de la intervención en Praga, en 1968, y el verano de 1970, Enrique Lister no cesó de reclamar un pronunciamiento colectivo del partido sobre lo que juzgaba una traición de sus dirigentes a los principios definitorios de la naturaleza del PCE. En ese proceso, desbordados por fin los diques que había autoimpuesto a su crítica durante los últimos veinticinco años, sacó a la luz todos los puntos de discrepancia, desde el final de la guerra hasta la fecha. Pero si contaba con que su carisma de peso pesado podía conservar aún algo de autoridad moral, valoró mal sus fuerzas. La mayor parte de los veteranos no quiso romper con el partido, ni someterlo a las tensiones de un debate interno cuyos resultados, en términos de escisión, se presentían. Al fin y al cabo, se comportaron tal como él lo había hecho durante décadas siempre que habían surgido disidencias: “los hombres pasan, el partido permanece”. Para la nueva hornada de dirigentes jóvenes, Lister era poco más que una figura ligada al pasado, incómoda, incluso, en los tiempos que corrían, en los que la línea del partido se inscribía en un discurso de superación del recuerdo de la guerra.
Lister apenas arrastró consigo a un puñado de cuadros y militantes aunque, cumpliendo una ley implícita de las escisiones comunistas, pretendió que con ellos se marchaba la esencia del partido, dejando para los “revisionistas” apenas la cáscara vacía bajo unas siglas históricas usurpadas. Lister recuperó la antigua denominación de PCOE para su grupo, que tuvo una existencia modesta y poco rutilante, tributaria de un discreto reconocimiento de gratitud por parte de la URSS, que le permitió sobrevivir orgánicamente hasta que la caída de Santiago Carrillo, durante la crisis del eurocomunismo en los años 80, permitiera al veterano comunista gallego retornar al partido de cuyo imaginario había sido un referente emblemático.
Enrique Lister murió en 1994, al mismo tiempo en que se clausuraba una era, aquella que había sido testigo de los afanes de una generación en cuyas manos fue depositada la responsabilidad de liderar las grandes batallas contra la barbarie del siglo, pero que, al mismo tiempo, no pudo evitar que periclitara la energía que había erigido la Revolución de Octubre en hito fundacional de un mundo nuevo.
[1] LISTER, E: ¡Basta! Una aportación a la lucha por la recuperación del Partido. Ed. G. Del Toro, Madrid, 1978, pp. 221-222.
[2] DIMITROV, G: Diario. Gli anni di Mosca, Einaudi, Turín, 2002, entrada del día 7 de abril de 1939 y pp. 168-169.
[3] LISTER, E: Así destruyo Carrillo el PCE. Barcelona, Planeta, 1983, p. 16.
[4] DIMITROV, op. cit., pp. 168-169.
[5] AHPCE, Documentos, La lucha armada del pueblo español por la libertad e independencia de España, 1939, carpeta 20.
[6] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández, Carta a Dolores Ibárruri, 18/11/41.
[7] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández , “Informes sobre situación en la URSS”, 31/12.1.
[8] El 23 de noviembre, Dimitrov había recibido a Cordón y le había prometido tomar iniciativas políticas para resolver la cuestión DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 543.
[9] DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 642.
[10] AHPCE, Documentos, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff …, “Informe de Ignacio Gallego”, 6 de mayo de 1944; y AHPCE, Documentos, caja 25, Reunión del CC. 5/5/44, “Intervención de Enrique Lister”, 1944
[11] LISTER, E, op. cit. p.94-97
[12] VÁZQUEZ MONTALBÁN, M: Pasionaria y los siete enanitos. Barcelona, Planeta, 1995, p. 244.
[13] AHPCE, Documentos, 1944, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff…6 de mayo de 1944.
Fernando Hernández
Fuente:
http://sbhac.net
Última edición por nou_moles el 10 Jun 2009, 00:01, editado 1 vez en total.
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ENTREVISTA AL CAMPESINO
En 1982 el programa Rasgos hizo esta entrevista/documental a Valentín González. La entrevistadora es Mónica Randall.
http://guadalajara1937.awardspace.com/i ... Itemid=159
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http://www.youtube.com/watch?v=ZHG7qUHBHAU
Acorazado españa en la actualidad en el fondo del mar, es muy corto, no he hallado al versión extendida.
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Yo recomiendo a este escritor -historiador que no tiene desperdicio
Francisco Olaya Morales
http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Olaya_Morales
Es realmente un lujo el poder contar con sus libros
y si se desea tener una idea clara del Alzamiento en Madrid recomiendo este
Madrid Julio 1936 de Maximiano Garcia Venero
http://www.google.es/#hl=es&q=Maximiano ... 2f41f4bffb
Francisco Olaya Morales
http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Olaya_Morales
Es realmente un lujo el poder contar con sus libros
y si se desea tener una idea clara del Alzamiento en Madrid recomiendo este
Madrid Julio 1936 de Maximiano Garcia Venero
http://www.google.es/#hl=es&q=Maximiano ... 2f41f4bffb
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- Rmu78
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Documentos, textos y articulos respecto a la Guerra Civil.
No sabia donde publicar esto ,aqui lo dejo .
Pelicula sobre como se inicio la guerra civil española contada desde la perspectiva de la historia de amor de una pareja que desde niños estan juntos y al hacerse mayores ,descubren que tienen ideologias diferentes . Ahi empieza la trama con tintes de cine negro
La pelicula , estuvo "perdida" durante decadas hasta hace unos años, que la encontraron y emitieron por la 2,es muy buena para la epoca comparable a muchos filmes americanos de cine negro de los años 30-40 y con una banda sonora increible del maestro Telleria autor del cara al sol entre otras musicas e himnos .
Véanla sin sesgo ideologico solo como meros espectadores del siglo XXI o como documento historico de una epoca pasada y veran como la disfrutan y ven las virtudes del film y las grandes actuaciones de artistas de la epoca como Luis Merlo y Conchita Montenegro.
TITULO: ROJO Y NEGRO
DIRECTOR: CARLOS AREVALO ;AÑO 1942
Pelicula sobre como se inicio la guerra civil española contada desde la perspectiva de la historia de amor de una pareja que desde niños estan juntos y al hacerse mayores ,descubren que tienen ideologias diferentes . Ahi empieza la trama con tintes de cine negro
La pelicula , estuvo "perdida" durante decadas hasta hace unos años, que la encontraron y emitieron por la 2,es muy buena para la epoca comparable a muchos filmes americanos de cine negro de los años 30-40 y con una banda sonora increible del maestro Telleria autor del cara al sol entre otras musicas e himnos .
Véanla sin sesgo ideologico solo como meros espectadores del siglo XXI o como documento historico de una epoca pasada y veran como la disfrutan y ven las virtudes del film y las grandes actuaciones de artistas de la epoca como Luis Merlo y Conchita Montenegro.
TITULO: ROJO Y NEGRO
DIRECTOR: CARLOS AREVALO ;AÑO 1942
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