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Dos reflexiones a hacer
Jordi Pujol
Editorial / 09 de Febrero de 2010
Dos reflexiones a fondo, muy necesarias y urgentes. Una sobre España. La otra sobre Catalunya. Hoy haremos sólo la de España.
En España hay una crisis grave. Económica y política. Podría llegar a ser social. Una crisis seria. De todos modos, y antes de entrar a fondo, hay que decir que España es un país importante. Y que, por ejemplo, las comparaciones con Grecia no son válidas. Y que debería poder salir adelante. Pero dicho esto para poner las cosas en su lugar, no es menos cierto que la crisis que hay en España es grave económicamente, preocupante políticamente e inquietante socialmente. Y le añade gravedad la forma como se ha producido porque ha puesto al descubierto unas conductas políticas de poca calidad.
Y una conciencia cívica de bajo voltaje. Y mucha impreparación. Mucha superficialidad. Mucho cainismo en el mundo político y mediático. En conjunto, poca categoría política y social. Y poco sentido de la responsabilidad, poco sentido del bien común y del interés general. De unos y de otros.
Sin tanta demagogia, tantas fanfarronadas, sin tanto miedo a decir las cosas por su nombre y, en general, un poco más de responsabilidad no habría sido necesario llegar donde se ha llegado. Porque era previsible. Y más de uno lo había previsto. Algunos desde la modestia más grande, como este mismo boletín. Y también hubo voces con más eco. Pero no se les hizo caso.
Más de uno ya había dicho, y repetido, que el gran boom de la economía española era frágil porque se sostenía sobre cuatro patas de las cuales sólo una tenía garantías de futuro. La primera era la construcción. En España se llegaron a hacer al año más pisos que en Francia, Alemania y Gran Bretaña juntas. Es cierto que esto dio mucho trabajo, no sólo a constructores, a paletas y arquitectos, y a toda la industria conectada con la construcción (fabricantes de enchufes, de muebles, de cuartos de baño y calefacción, y un muy largo etcétera). Mucho trabajo y poco dinero. Y en el país hubo vacas gordas. Pero todo esto no contribuía a mejorar la productividad y la competitividad de la economía española. No era garantía de futuro. Porque era un negocio fácil, sin exigencia de costes y de mejoras técnicas.
La segunda pata era la inmigración. Una inmigración excepcionalmente alta. Que proporcionaba mano de obra y frenaba la subida de sueldos. Y que consumía, y que cotizaba en la Seguridad Social. Todo esto permitía mantener o incrementar el boom. Y es evidente que el país necesita ciertas aportaciones demográficas que sólo pueden venir de fuera. Pero jugar muy a fondo esta carta, como se hizo, significaba optar por un modelo productivo de baja competitividad. Y tarde o temprano tensionar mucho nuestro sistema de protección social. Y ahora esto se ve.
La tercera pata era el consumo. Es bueno que un país consuma, que tenga alegría. Que gaste. En cierto modo, podemos colocar en este capítulo la obsesión que hubo por comprar pisos. Todo esto puede ayudar a estimular la economía del país, también la productiva. Si se hace bien. Si no se sucumbe al exceso. Que es lo que de una forma muy desorbitada e incontrolada pasó aquí. Con la complicidad de casi todo el mundo, desde el Gobierno a las entidades financieras (el tema de las hipotecas, por ejemplo). Y de la gente en general. Pero la responsabilidad muy principal es del Gobierno.
Finalmente ha habido, y hay todavía, un cuarto pilar, que es el turismo. Que de todos es el más sólido. Es verdad que ahora ha habido una flexión, que era inevitable dado que la crisis afecta también a los países que nos envían turismo. Pero pese a los excesos que ha habido, el turismo español –también el catalán– es sólido. Y aguantará. Pero sólo con turismo, por bueno que sea, en Europa no se puede hacer una economía potente.
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La responsabilidad de lo que ha pasado está muy repartida. La ofuscación ha sido general. No la han sufrido tan sólo los políticos. El mundo empresarial, por ejemplo, no dio señales de alarma. Ni el mundo sindical. Ni en general los medios de comunicación. Ni las asociaciones de consumidores. Únicamente ha
habido quejas de algunos sectores industriales por la inundación de productos de la China. La euforia, casi borrachera, ha sido general. A excepción de unas cuantas voces aisladas.
Cojamos un ejemplo de esto. El de aquellos industriales del sector de la construcción que hace tres años pedían dos cosas: la primera, que no tan sólo no se pusieran límites a la inmigración, sino que se la estimulara. Porque, decían, «necesitamos más mano de obra, y a un coste no demasiado caro». Y la segunda, que se rebajara más aún el tipo de interés bancario (algunos incluso pedían que, en este sentido, se hiciera presión sobre Trichet, el Presidente del Banco Central Europeo, que se resistía a rebajarlo). Porque, decían, se harían más hipotecas. Todo ello, equivocado. E inconsciente. Demasiado acelerado. Con demasiada prisa. Y con demasiadas ganas de ganar dinero con cierta facilidad.
Todo el mundo es responsable de esto. Pero los gobernantes, más. Porque no solamente no lo frenaron, sino que lo estimularon. Con ligereza. Y con fanfarronería.
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En otros editoriales de este boletín hemos comentado este fenómeno de la fanfarronería española. Y del nuevo rico. Que ya empezó al final de la época de Aznar y que ha sido norma durante toda la etapa de gobierno de Rodríguez Zapatero. Las declaraciones petulantes –de tan petulantes a veces ridículas– de los dos Presidentes y de su entorno son sintomáticas del error de fondo que ha habido, no sólo en el campo económico, sino más general. En el campo de los valores –la ganancia fácil pasando por delante de la auténtica creación de riqueza–, en el campo de las ideas y de la percepción de la realidad –creyéndose ser mucho más de lo que se es–, en el campo de las actitudes –el estímulo del hedonismo en detrimento del esfuerzo y del sentido de responsabilidad.
A todo esto, aún hay que añadirle otro hecho muy negativo: la virulencia del enfrentamiento político, el aire destructivo, la baja calidad de la acción política de los dos grandes partidos españoles.
Y ahora no hablamos de la corrupción, que es otro tema. Que también hace daño, pero que es otro tema. Ahora hablamos de la frivolidad con la que el gobierno español trató el tema del inicio de la crisis. De su incoherencia después. De la sensación que da de ligereza y poca seriedad. De su no explicar la verdad. De ir hablando de un nuevo modelo económico verde y sostenible, sin concretar y como si fuera tan fácil como cambiar de coche. Y el país no ve qué buen recambio puede haber. Pero también es necesario hablar, no solamente de la falta de responsabilidad política de la oposición, sino de la sensación que también da de actitud poco responsable.
Todo esto –repitámoslo una vez más– no es un problema sólo político. Es un problema elemental de concepto de la política y de sentido de responsabilidad. Que impone una reflexión y un golpe de timón a los políticos.
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Pero no sólo a los políticos. Ya hemos hablado de algunos sectores empresariales que también deben hacerlo. Y de los sindicatos, piezas muy importantes de nuestra sociedad. Tanto unos como otros deben ser conscientes de que tenemos que cambiar algo de nuestra forma de hacer. El empresariado en su conjunto tiene que escoger una opción más decidida por la competitividad y la internacionalización, exportando e invirtiendo fuera. Esto no debe ser sólo una frase, y esto ahora es más posible que veinte años atrás. Con la condición de que se resuelva el ahogamiento del crédito bancario, del cual ni el gobierno ni el mundo financiero acaban de explicar bien las causa ni la posible salida. Pero en cualquier caso ahora ya no vale apostar por la baja cualificación laboral ni la queja por la invasión de la China o de quien sea (que realmente es una amenaza, a veces grave, pero con la que hay que contar y que muchos empresarios de toda Europa han demostrado que se puede neutralizar).
Y los sindicatos tienen que reflexionar sobre el peligro que corren de que la legítima defensa de los derechos adquiridos y la también legítima aspiración a mejorarlos no los convierta en unos agentes sociales conservadores, que encallen las reformas que hay que hacer en perjuicio de todo el mundo, también de ellos.
Y la Administración tiene que hacer las cosas fáciles. Y los políticos tienen que entender que algo ha fallado en su ética. No nos referimos ahora a la corrupción económica –pese a que la hay y hay que combatirla– sino al recurso, al engaño, al doble lenguaje, al ansia por destruir al adversario al precio que sea, a sacrificar el futuro por el pasado, o incluso por salir del paso durante una semana.
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Todo esto parece más fácil de decir que de hacer. Pero no del todo. ¿Era más fácil decir que íbamos la mar de bien cuando ya íbamos mal, que no decir la verdad bien dicha invitando a movilizar las energías del país? Cuando ya era tan evidente. ¿No sería ahora todo mucho más fácil? El capital de confianza que con eso se perdió no se echa ahora mucho en falta? Fijémonos en que los países que están superando mejor la crisis son países en los cuales la gente sigue teniendo más confianza en sus políticos, gobiernos y oposición.
Todo ello requiere una profunda reflexión. Que es urgente. Y un cambio en la forma de hacer. Y de hablar. Tirando unos y otros la petulancia y el sectarismo por la borda. Un acto de contrición. Tan laico como quieran, pero de contrición autentica. Sin engaño. Cuesta renunciar al engaño cuando uno se ha acostumbrado a él. Y con propósito de enmienda.
Esta, la aplicable a España, es la primera reflexión que queríamos hacer. La de Catalunya la haremos el próximo martes.
http://www.jordipujol.cat/es/jp/articles/7618