Las Malvinas no son argentinasBienvenidos el reciente artículo de Luis Alberto Romero y la declaración en La Nación, de 17 argentinos que piensan racionalmente sobre las Malvinas y su invitación a instaurar un debate sobre el tema, que recibí en Europa, donde vivo desde hace medio siglo. En cualquier sociedad civilizada, los asuntos importantes suscitan divergencias de opinión y es imprescindible que éstas se expresen claramente, para evaluarlas mejor.
Sabiendo qué se pondera, se puede llegar a conclusiones sensatas, sin dejarse influir por eslóganes politiqueros en los que predomina, como en la frase “las Malvinas son argentinas” la ausencia de lógica y de verdad.
Las Malvinas no son argentinas y, excepto en cuanto explico, no lo fueron desde su descubrimiento, hacia 1600, hasta la breve ocupación militar de 1982. En su historia precedente predominan las intervenciones holandesa, francesa, española y sobre todo británica, salvo dos períodos, hace dos siglos. Entonces unas pocas decenas de personas, allí por cortos años hasta ser expulsadas por los británicos, las proclamaron posesión de nuestro país. Dicha declaración vino tras otras, similares, de otras potencias, y cayó, como casi todas, en saco roto. Por entonces ni siquiera la Patagonia había sido explorada y no ejercíamos sobre los indígenas que la habitaban ninguna jurisdicción. También nos desentendimos de las islas, tras la expulsión, y por muchos lustros no efectuamos ningún reclamo.
Mientras tanto, los británicos prosiguieron su colonización, consonante con una política imperialista de estrategia hegemónica. En el Atlántico Sur ésta cobró impulso con el conflicto napoleónico, y los llevó a ocupar la colonia holandesa del Cabo, en Africa del Sur, de donde partieron las dos invasiones a Buenos Aires. Existía ya, empero, y había llevado a Gran Bretaña a asentarse en muchos otros territorios. Los más cercanos a nosotros fueron Ascensión (1815), Santa Helena (1659), Tristán da Cunha (1816), Malvinas (en 1765 por primera vez), Georgia del Sur (1775) y Sandwich del Sur (1908). Aunque la Argentina reclama también la posesión de las dos últimas desde principios del XX, cuando despertó a la idea, nos asisten menos derechos que en el caso de las Malvinas, o sea ninguno.
Tampoco el argumento de que las Malvinas están lejos de la metrópoli y cerca de la Patagonia nos confiere ningún derecho. Basten tres ejemplos: 1. St. Pierre y Miquelon, junto a Canadá, siguen siendo posesión francesa, pese a que el territorio continental adyacente pasó hace varios siglos a la soberanía británica. 2. Jersey y Guernesey están más cerca de Francia que de Inglaterra, pero sus ciudadanos son súbditos británicos desde hace muchos siglos. Fueron ocupadas por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, pero Francia no las reclamó tras la contienda. 3. La más antigua colonia británica, las Bermudas, data de 1609 y está frente a Estados Unidos que, sin embargo, jamás la han reclamado. Según la lógica que predomina en la Argentina, habrían debido hacerlo.
Puesto que no tenemos derecho a las Malvinas por razones históricas ni geográficas, el único motivo por el que cabría esperar que pasasen a nuestro país sería el deseo de sus habitantes de ser argentinos. ¿Cuál es su voluntad? La respuesta es clara. No quieren. Desde su punto de vista, el único que interesa, tienen razón. También la tuvo el primer ministro Cameron cuando acusó a nuestro gobierno, recientemente, de neocolonialismo. La frase no gustó. En efecto, hay verdades que ofenden. Imponer la voluntad y los intereses de una potencia a los habitantes de otro territorio es, sin embargo, la perfecta definición del colonialismo, tanto neo como pasado de moda.
Esa es, curiosamente, la posición de nuestro canciller.
Los malvinenses prefieren ser súbditos británicos. Ello les confiere ventajas. Se desempeñan en un estado de derecho verdadero y gozan de muy alto nivel de vida. Disponen de un servicio nacional de salud, gratuito, obligatorio, sin excepción, que es modélico; se amparan en una Justicia accesible, rápida e imparcial; cuentan con algunas de las mejores universidades, bibliotecas e instituciones científicas de la tierra, desconocen la burocracia y la corrupción; el Estado los protege, no están a su merced. Son beneficios de los que gozan también quienes residen en el Reino Unido o sus territorios, cualquiera que sea su nacionalidad. ¿Por qué habían de aceptar los malvinenses, entonces, nuestras imperfecciones sociales? ¿Qué ventaja podría redundarles? Ninguna, sino lo contrario.
¿Debemos lamentarlo? Claro que no. Alegrémonos en cambio de que en pleno hemisferio sur, en un lugar por demás remoto, frío y lluvioso, exista un pequeñísimo ejemplo de la sociedad a la que debemos aspirar, pues nos asiste todo derecho a querer imitarlos y querer gozar en nuestro propio medio de los mismos beneficios que ellos en el suyo. Lejos de amenazarlos, deberíamos cultivarlos, con visitas e intercambios, para aprender de ellos lo mejor de lo que tienen y brindarles a la vez lo mejor de lo que nos distingue como pueblo: espontaneidad, calidez, entusiasmo, optimismo, buena voluntad. En la pobreza histórica tanto de unas islas como de una Patagonia, ambas desoladas, despobladas, semidesiertas, con un pasado reciente todo menos que edificante y ante la falta de variedad que caracteriza a toda sociedad aislada y remota, cualquier contacto con alguien distinto no puede sino beneficiar a ambas partes. Por eso no debemos exigir soberanía, sino buscar amistad y buena vecindad.
Dicha posibilidad existía hasta 1982, cuando todo anunciaba que se encontraría en los años venideros un acuerdo que llevaría a una progresiva integración de las islas con la sociedad argentina. Convenía a la metrópoli, dados los costos siempre crecientes de mantener una presencia civil y militar en región tan remota, y convenía a los malvinenses. Con el sanguinario episodio cuyo trigésimo aniversario deploramos en estas próximas semanas, esa posibilidad se perdió por varios decenios más. La invasión armada vertió la sangre de nuestros conscriptos, en mayor número, pero también de soldados profesionales, británicos y nepalíes. No sirvió, por suerte, para conquistar por la fuerza un territorio donde, desde hace muchas generaciones, gente pacífica que no quiere ser argentina se dedica a actividades del todo inobjetables. Sirvió, en cambio, para algo que nuestra jerarquía militar no imaginó: liberarnos de ella y de la dictadura que nos había impuesto. Los familiares de los muertos en esa guerra, así como los combatientes que conservaron la vida, tienen un consuelo verdadero, grande e importante. Deben saberlo: no conquistaron unas islas que no nos interesan ni nos sirven, pero en cambio arrastraron a su tumba la dictadura militar, tigre de papel que sucumbió como castillo de naipes tras el fracaso de su última, más absurda y desesperada aventura.
Son las ironías de la historia. Nuestra jerarquía militar de entonces, cobarde y asesina, ayudó a la Sra. Thatcher, victoriosa, a ganar las elecciones que en el Reino Unido siguieron a la campaña militar. Ella, a su vez, al derrotar a Galtieri y sus esbirros, hizo mucho, aunque no se lo hubiese propuesto, por la democracia argentina. La oportunidad de corregir los errores pasados existe siempre. Tengamos en cuenta ahora, por primera vez, el bien de todos, o sea argentinos e isleños. Está al alcance de nuestro gobierno. Educar al pueblo es el primer paso que le compete para lograrlo, mediante nuestras instituciones; pero educar al pueblo, como quería Sarmiento, significa educarlo con y para la verdad. Durante muchos años la escuela nos enseñó que “las Malvinas son argentinas.” Es mentira. No lo son, no lo fueron y lo más probable es que no lo sean nunca. Tal cosa no nos empobrece ni nos disminuye. Es hora de hacerlo saber y aceptar: redundará en beneficio de todos.
*Crítico literario y traductor de la ONU (
[email protected]).
http://www.perfil.com/ediciones/2012/4/ ... _0037.html
"Los tiranos no pueden acercarse a los muros invencibles de Colombia sin expiar con su impura sangre la audacia de sus delirios."...Simón Bolívar