Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


—Mi teniente, el capitán ha llamado a los oficiales.

—Gracias, Pepe. Voy ahora mismo.

¿Qué mosca le habría picado? ¿Tendría otra sorpresa como esos Sulcis? Igual era por darles faena, que no estaban en Arsuf de vacaciones, y Barrau tampoco olvidaba que Estébanez quería héroes muertos. Se puso el chaquetón, tomó el fusil y el tirogiro —cualquiera los dejaba rondando por ahí tantos dedos largos— y se calzó el chambergo, que volvía a caer una lluvia fina.

Cuando entró en la tienda, la llovizna se había convertido en chaparrón. Barrau se quitó el sombrero y lo sacudió, mientras refunfuñaba—. Yo que pensaba que venía a un desierto... Si lo llego a saber me quedó a disfrutar del clima de Flandes.

—Acércate a la estufa, Barrau —le indicó el capitán—, y no protestes, que ya llegará el verano y te arrepentirás.

—Sí, mi capitán, pero no negarás que este tiempo es una m***da.

—Con chorreras y pinchada en un palo, pero aprovecha para calentarte mientras esperamos a los demás.

Cuando estuvieron todos —además de Izquierdo y Barrau, los tenientes García y Villegas, y tres alféreces, entre ellos Rojas—, el capitán le pidió a Pepe que repartiera unas tazas con vino peleón.

—Mejor no puede ser, que a los cabrones de moros no les gusta el morapio, todo porque el guarro de Mahoma era un estirao. Ahí tenéis unos chuscos y un poco de chorizo, por si alguien tiene gazuza ¿Estáis todos servidos? Pues al grano. Como me temía, al Estébanez no le hace gracia nuestra presencia y ha decidido meternos en otro berenjenal. Barrau y Rojas, como sois nuevos no sabréis del lío del Chivaso, cuando el Grajo lo envió a Jafa para que saliera escaldado. Ahora ha debido pensar que, como no le salió bien la primera vez, si repite con menos soldados igual suena la flauta por casualidad. Nuestro batallón va a reforzar a los que quedan del Chivaso para intentar tomar Jafa. La compañía tendrá que reforzar el flanco de tierra y, si vienen mal dadas, proteger la retirada. La caballería estará al tanto.

—Perdona, mi capitán —interrumpió Villegas— ¿El Grajo nos manda con planes de retirada? ¿Tan poca confianza tiene?

—Esas son las órdenes.

—¿Tendremos algún apoyo?

—Esta vez sí. Una batería de obuses. Los que trajo el novato —respondió, mirando a Barrau.

—¿Quién los manda? Por si lo conozco —preguntó Barrau.

—No creo. Va a ser el teniente Guirao, que vino aquí con nosotros. Un pajarito me ha dicho que tampoco le hace mucha gracia a su mandamás y se lo ha quitado de encima. Hablaré con él, pero la idea es que los obuses vayan con la compañía. Si todo va bien, ni veremos tiros, pero si toca salir por piernas, les daremos protección mientras el batallón y los del Chivaso se retiran. Saldremos mañana al amanecer. Avisad a los hombres, y no os preocupéis porque los turcos se alarmen, que el Grajo ha dicho a la caballería que se adelante, por si algún culinegro aun no se ha enterado de que vamos a atacar.



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—Seguro que los Sulcis les vinieron la mar de bien en el Naralauja.

—Mejor que bien. Si no los hubiéramos llevado no estaría aquí. Resultó que al poco de que la Armada nos dejara Arsuf el tiempo volvió a empeorar. Los navíos tuvieron que hacerse a la mar y alejarse de la costa, pero justo antes un bergantín trajo una orden diciéndole a Grajal que se moviera de una vez. Por lo visto, al de Savona le había llegado la noticia de que Lazán ya estaba en Alejandría, y fue cuando decidió mover el cul*, después de pegarse semanas tocándose la pirindola… —Don Félix tosió y se disculpó—. Lo siento, ya sabe cómo me pone esa alimaña.

—No se necesitan disculpas.

—Es que a Doña Miriam no le hace mucha gracia la parla cuartelera. Bueno, sigamos, que si me voy por las ramas no bajo. Le decía que Savona despertó y, viendo que cualquier día aterrizaría el Marqués, decidió moverse de una puta vez a ver si ganaba algún laurel. Savona se decidió por fin a asaltar Ascalón, y necesitaba que atrajésemos a los turcos. Por desgracia, no imaginaba lo bien que le iba a salir la estrategia. Ya le he dicho que nos había tocado un turco listo, el pachá Elmes Mehmed, y le tenía tomada la medida al Grajo, digo a Grajal…

—¿El Grajo?

—Así le llamaba Izquierdo, que no lo tenía en muy bien concepto. Con todo, mejor será mostrar respeto con el mando, ahora que lo soy —contestó, riéndose de su propio chiste—. Le decía que el turco ya había visto que Grajal no era un Alejandro. Valor tenía, he de decirlo, pero en la cabeza no le entraba ni media compañía. Decidió que tenía que tomar Jafa, que era el objetivo inicial, pero en lugar de llevar toda su fuerza, lo iba a intentar con solo la caballería y dos batallones, el que quedaba del Chivaso y el mío. Si mala idea era mandar tan pocos, peor todavía mezclar unidades con diferentes lenguas. Que se suponía que los italianos entendían el cristiano, pero para mí que ponían cara de comprender y luego hacían lo que les daba la gana. Elmes Mehmed se imaginó que Grajal iba a meter otra vez la pata, y decidió que era mejor sacrificar Ascalón si a cambio nos daba un repaso.

—Pero Ascalón resistió ¿No es así? —Pregunté a Don Félix.

—Pues sí. Ya le he dicho que nos tocó un turco listo. Había ordenado a los suyos que levantaran terraplenes, pero como sabía que los cañones los desharían, el muy cuco hizo que cavaran trincheras unos metros atrás. La idea era que allí la artillería no les haría pupa y, cuando los nuestros asomaran por las brechas, los moros se les tirarían encima a sablazos. En Jafa también había preparado algunas defensas así, pero solo al pie de las murallas, porque quería que nos metiéramos en una trampa. En la que Grajo cayó, como buen gamusino que era.



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Mensaje por reytuerto »

Haré bien en colmar de elogios la construcción naval española antes de Otamendi: El galeón de Manila, pese a su desplazamiento, se mostraba muy avaro con los vientos, pues aprovechaba hasta la más pequeña ráfaga para moverse por los mares. No, no voy a engañarlos diciendo que era un buque ágil, pues tardaba lo suyo en virar, pero para lo que fue diseñado, ir cargado hasta los topes con seguridad y economía, lo hacía muy bien.

Como en los navíos zarpados del Callao, no había pilotos expertos ni en el viaje a las Indias Orientales, ni en el Tornaviaje, Lastra cedió a parte de sus pilotos, así dos vascos Juan Bilbao fue al San Cosme y Santiago Ugalde a la Santa Apolonia y un par de montañeses Gabriel de Aldecoa y Juan Arbaiza a la Derna y la zabra. Aun así, La Concepción tenía aún 4 pilotos experimentados, además de otros 8 que estaban aprendiendo las mañas de la ruta.

Cada cierto tiempo, Lastra, García y Mejicano subían a la San Cosme. Los primero que detectaron es que por bien entrenados que estuviesen los mosqueteros de la Compañía del Hospital y la Reina, estos no tenían ni idea de cómo repeler un abordaje. Pero, una cosa por otra, tal como José de Burgos señaló, los tlaxcaltecas aún disparaban mosquetes de mecha, una antigualla y no tenían idea del uso de los estoques breda, por lo que sus formaciones eran alternando piqueros y arcabuceros, otra antigualla. Eso significó que del San Cosme partiesen 150 fusiles y bredas, con todos sus accesorios, bien aceitados y en sus barriles; simétricamente, de la Concepción llegaron recias moharras de asta corta, alfanjes, mazas y hachas de abordaje. Y así, las carencias bélicas de unos y otros, fueron limándose en las cubiertas gracias al entrenamiento cruzado.

En mi amplio camarote, yo no perdía el tiempo. Ignacio me había hecho los planos de una fragata a remos, inspirada en buques similares rusos y suecos del siglo XVIII. Pero para un nostálgico de Artemisión y Salamina, un navío de guerra a remos sin espolón estaba manco. Así que calculando pesos, fui haciendo unos planos alternativos: Sin el bauprés ni las velas de cuchillo de proa, habría un ahorro de casi una tonelada, y si tenemos en cuenta que el espolón de Athlit pesaba casi media tonelada y tenía dos metros y medio de largo por uno de alto, tendría aun por lo menos 400 kgs de madera para reforzar la proa. Y siempre me quedaba el manido recurso de si quedaba muy pesado de morros, zampar lingotes de plomo en el sollado de popa. Eso sí, no mucho plomo porque los canales de navegación en las islas japonesas no son muy profundos y sus juncos mucho calado no tienen. También tuve tiempo de dibujar con mas detalle los planos de una balandra rápida de las que en el siglo siguiente serían comunes en las Bermudas, un buquecito así no seria difícil de construir y seria de mucha ayuda en una nacían que en realidad es un archipiélago. Pero no solo eso. Los dos meses y medio de navegación me dieron tiempo a repasar muchas notas de química. Después de todo, algunos pigmentos eran muy apreciados por todo el lejano oriente, y nunca hay que perder de vista que alguna fórmula y procedimiento enrevesado, era tener una carta alta bajo la manga. Además, confiaba en que la “diplomacia del escalpelo” me podría abrir tantas puertas como la buena plata de Taxco.
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Además, Fray Santiago se afanaba en que aprendiese el japonés lo mejor posible. No soy lento en aprender, pero los matices de la lengua japonesa son muy, pero muy difíciles de dominar:
- Así no, hermano! Humillad la cabeza y decidlo en un tono muy sumiso, de lo contrario, estaréis dando la apariencia de decir una cosa con la boca, pero otra con vuestras actitudes.
- A ver, Miki San: Sumimasen, onegaishimasu…
- Mejor, pero la “u” de onegaishimasu hacedla menos sonora.
- Todo para pedir disculpas.
- Para pedir disculpas antes de pedir la palabra.
- Vuestra lengua es más fácil cuando es para ser ásperos.
- Jai! Pero vos estaréis ahí para ser suave como la seda. Así que practicad vuestros modales, Haisha-Sama.
- Ah, ese es mi nombre en vuestra lengua.
- En realidad vuestro título- lo dijo sonriendo, y agregó- pero vos sabéis mejor que yo, que a veces el titulo se convierte en el nombre.

Y así pasaron las semanas, he de confesar que el tiempo fue benévolo con nuestra pequeña flota, los vientos de fresquito a frescachón siempre de popa nos acercaban al Japón con rapidez, no tuvimos ni un día de calma chicha, ni tampoco una tormenta que nos obligase a recoger trapos. Hicimos una escala en la Isla de las Velas, la principal y mayor de las Marianas, para aguar y comprar carne de cerdo fresca y en cecina (la verdad es que la presencia española en Guam era nula, de no ser por el paso del Galeón de Manila en el viaje de ida una vez al año. Por suerte, su llegada siempre era bien recibida). Estuvimos apenas un par de días, lo suficiente para que todos los tripulantes se diesen un atracón de cerdo asado con piña, pues la carne fresca la consumimos al momento.

A las pocas semanas divisamos en el horizonte una costa verde elevada. Lastra se acercó brevemente al San Cosme y nos instruyó acerca de lo que vendría:
- La costa que veis allí, es el norte de la isla Cebú, la más septentrional de las Filipinas. Aquí nos separamos, pues Nuestra Señora de la Concepción debe aproar al Sur hacia Manila, en tanto vosotros deberéis seguir hacia el Norte.
- Vuestros pilotos nos han traído con bien, Don José.
- Son gente baqueana. Ahora van a seguir la corriente del tornaviaje, aquella que los navegantes naturales de vuestra isla –lo dijo respetuosamente dirigiéndose a Fray Santiago- llaman corriente negra. Esta los llevará de sur a norte, y pasareis por la isla pequeña para luego llegar a la isla principal de Cipango.
- Recordad, por favor, que estaremos esperando con ansia ver las velas del Almirante Bracamonte y todas las que el Almirante Cereceda pueda enviar para recoger a las almas que vamos a rescatar.
- Os prometo, señor marqués, que haré cuanto pueda para que vuestras angustias sean breves. Sé que el tiempo os apremia, porque Fray Santiago me ha contado las opresivas condiciones que viven nuestros hermanos en la fe en sus islas. Regreso a mi nave. Id con Dios.

Así fue. La corriente del tornaviaje nos acercaba al Japón con más rapidez que los vientos, el veterano piloto Juan Bilbao nos iba describiendo las costas por la que íbamos pasando.
- Ved, ese promontorio que veis a la lotananza corresponde a Kagoshima, el punto más meridional de la isla más meridional, nosotros seguiremos la corriente, navegaremos algo más hacia levante, pero siempre de sur a norte.
A los días, nos actualizó:
- Ahora, la estamos navegando frente a la isla principal. Hace diez años, cuando el comercio era más libre, nuestros galeones iban hasta el puerto de la principal ciudad de Cipango, Edo, donde reside el válido del rey de esas tierras. Los portugueses hacían la ruta con carracas enormes, pero se quedaban en la isla del sur.

Aunque los términos no eran los más exactos, Bilbao sabía de lo que hablaba: en la bahía de Edo, residía el Shogún. Ieyasu ya había muerto, pero después de 37 años de gobernar sin sombras para su familia, el shogunato Tokugawa era firme en las manos de su nieto Iemitsu. Y hacia Edo debíamos de ir, para tratar de comprar las vidas de todos y cada uno de los “kirishitan” del Japón.


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Domper
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Los cañones españoles dispararon en dirección hacia Jafa. Inútil gasto de pólvora, pensó Barrau, porque la ciudad estaba a varios kilómetros y los proyectiles cayeron en los terraplenes, pero no alcanzaron las murallas. Sin embargo, el teniente se sorprendió al ver que la llanura estaba plagada de agujeros llenos de turcos, que al escuchar zumbar los proyectiles salieron a escape. Miles de hombres, con vestimentas más o menos coloridas, corriendo por su vida. Entonces escuchó cascos de caballo, y apenas tuvo tiempo de apartarse, porque cuatro escuadrones de caballería pasaron entre las líneas y se lanzaron a la caza de los turcos que se desbandaban. A la cabeza iba el mismísimo conde de Grajal, con el sable en alto.

—¡Menudo imbécil! —soltó Izquierdo, con voz suficiente como para que le oyeran desde Jerusalén— ¿Para qué leches enarbola el cuchillito? ¿Para cortarse? ¡Cuando alcance a los turcos tendrá el brazo tan agarrotado que ni lo notará! ¡Compañía! ¡Adelante, a paso rápido! ¡Guirao, mete ritmo a los mulos! Me da que el Grajo los va a necesitar.

La compañía se puso en marcha. Iban muy cargados, ya que el capitán había ordenado a cada soldado que llevara nada menos que ciento cincuenta disparos y cuatro bombas ¿Qué pretendía? —pensaba Barrau— ¿Conquistar Jerusalén él solito? Asimismo, cargaban con palas, sacos vacíos, la ración del día, y una cantimplora de dos litros. Si el jefe quería que fueran cargados como mulos sería por tener la mosca detrás de la oreja. También notó que los soldados no iban en formación, sino con un despliegue más o menos abierto. La sección de García iba en cabeza, la de Villegas cubría el flanco a la derecha, y él iba detrás. Ya le había preguntado al capitán cómo desplegar a sus hombres, y la respuesta le dejó bien claro lo que pensaba Izquierdo:

—Barrau, hombre de Dios ¿Para qué crees que sirve formar, llevando un Sulcis de repetición y bombas de mano? Tú preocúpate de que tiren bien, de que no se amontonen y de que sepan resguardarse.

No le había dado tiempo a ensayar nada, pensó Félix, pero si los soldados eran de la cosecha de ese tal Pepe, y sabiendo cómo se las gastaba el Tirillas, seguro que se las apañarían bien. Aceleraron la marcha, aunque sin llegar a la carrera, mientras el capitán iba musitando maldiciones sobre locos cazadores de gloria. Aunque parecía que todo iba bien. Los turcos siguieron corriendo como conejos, y los jinetes se dedicaron a cazar fugitivos y cruzaron el río. Dejaron de verse cuando cruzaron la arboleda ribereña.

—¿A dónde va ese memo? —Gritó Izquierdo— ¡Compañía, a la carrera, a ver si llegamos al río antes de que se líe parda!

Era un kilómetro, pero los hombres estaban en buena forma y en pocos minutos llegaron al bosquete de acirones de la ribera. Más allá, un talud marcado por las huellas de los caballos caía al río Naralauja. El teniente no esperaba que llevara tanto caudal, que casi parecía al Cinca en el llano ¿Quién iba a decirlo en una tierra tan seca? Aunque con los temporales de esa primavera, era normal que bajara crecido. No era el Ebro, se podría vadear con cuidado, pero podía suponer una barrera formidable. Entonces un cañonazo le sobresaltó. Hubo otro, y otro más, y también se escuchó el ruido como de traca de arcabuces y mosquetes. Además, escuchó el retumbo de cascos que venían desde interior. El capitán reaccionó el primero y empezó a gritar órdenes—. ¡La hostia! ¡Compañía, a formar un perímetro! ¡García, tú en la orilla, Villegas y Barrau, a la izquierda! ¡Fuego a discreción!

¿Fuego? Si no se veía a nadie. Aun así, desplegó sus hombres. Como los de García se habían metido entre los árboles, Barrau posicionó a los suyos a su izquierda.

—¡Barrau, extiende más a los tuyos! —Ordenó el capitán.

El teniente obedeció, justo cuando vio llegar una masa de jinetes que se habían acercado aprovechando la depresión del río. Como no debían querer meterse entre los árboles, se desviaron hacia donde él estaba. Entonces empezaron a tirar los de Villegas.

—¡Sección, fuego! ¡Disparad a los caballos! —Gritó Barrau.

Los fusileros se pusieron rodilla en tierra y dispararon cuando los turcos que iban en cabeza aun estaban a por lo menos trescientos metros. Obedeciendo las instrucciones, lo hacían contra las monturas, un blanco mucho mayor. Decenas cayeron, pero los turcos, en lugar de desanimarse, se lanzaron al galope, queriendo cruzar la zona de muerte cuanto antes. Eran centenares de jinetes ligeros con caballos briosos; seguramente el que los mandaba sabía que iban a sufrir, pero que podrían aplastar a los pocos defensores. Sin embargo, no imaginaba el efecto de los fusiles de repetición. Las monturas caían por decenas, y con ellas sus jinetes; además, como la carga se dirigía directamente hacia los de Barrau, casi no era preciso apuntar. Los jinetes que iban detrás se enredaron con los ya caídos, pero otros pasaron, acercándose cada vez más a los españoles… y siendo alcanzados cada vez en mayor número. Cuando estaban a cincuenta metros, los pocos supervivientes se dieron la vuelta; pero detrás llegaban infantes. No en cuadros, sino también corriendo, empuñando chuzos y espadas. Se cruzaron con los jinetes que huían y con los desmontados, pero siguieron adelante. Hasta que, cuando la distancia cayó a cien metros, empezaron a caer, derribados por racimos. Intentaron flanquear por la izquierda, sin que pudieran eludir el fuego. Al final se metieron en un pequeño barranco. Los de Barrau dispararon contra los que salían por el otro lado, hasta que los turcos dejaron de intentarlo.

—¡Alto el fuego! Aprovechen para recargar los peines.

Los soldados se pusieron en pie, pero entonces se escucharon disparos y uno se desplomó. Barrau escuchó a una bala pasar sobre su cabeza, cual avispa enfurecida.

—¡Cuerpo a tierra! Esos hideputas tienen fusiles.

Justo entonces se acercó Izquierdo, andando como si estuviera de paseo, e ignorando las balas.

—Bien hecho, Barrau.

—Mi capitán, tenga cuidado, que esos cabrones tienen fusiles largos. Se han metido ahí mismo, escondidos en un barranco. Le pido permiso para sacarlos a bombazos.

—No sé, que me parece que alguno de esos culinegros no está muerto del todo —indicó, señalando hacia donde habían caído los jinetes.

—Había pensado en ir por la izquierda mientras Villegas nos cubre.

—La verdad es que no me hace gracia tener a esos demonios tan cerca. Eso sí, ten mucho cuidado, que no nos sobra gente.

Los soldados se adelantaron sin perder un ojo a los cadáveres de los caballos y a lo que pudiera haber detrás. De vez en cuando disparaban los de la sección de Villegas, a veces por ver movimiento, otras para que no lo hubiera. Cuando cubrieron la mitad de la distancia, Barrau ordenó a dos pelotones que se desplegaran, y que el de Gordillo se adelantara. El sargento ya se lo había hecho idea—. Mire, mi teniente, mehôh que îh tôh, me yebo a media dozena con tôh lô petardô que pueda, y a lô demá lô pongo en ezô arboliyô, pa que cruzen lâ balâ con lâ de uûtté. Me bendría bien que ezô de Biyegâ dîpparen un poco pa que agaxen la xiilotra ezô malahê.

Dicho, entendido —tras alguna cavilación— y hecho. El fuego de las dos secciones hizo que los turcos no asomaran la cabeza —tampoco lo habían hecho antes, desanimados por la puntería española, que un par de soldados con Mieres con miras se estaban poniendo las botas—, y por eso el primer aviso que tuvieron fue el de las explosiones de las bombas. Eso sí, fue como remover un avispero, que salieron decenas corriendo, los más escapando, pero algunos hacia los españoles. La fusilería volvió a hablar y los atrevidos se desplomaron.

—¡Alto el fuego! ¡Reservad la munición! Recoged los peines, y nos retiramos.

Al poco, la sección de Barrau había vuelto a tomar posiciones entre los árboles. Desde Jafa seguía llegando el ruido del combate; al poco, empezaron a volver caballos sueltos. Al menos, también llegó al río el resto de la infantería española, con Estébanez cabalgando a la cabeza. El teniente vio que Izquierdo se dirigió al coronel.

—A sus órdenes, mi coronel. Me parece que el conde se ha metido en un lío.

—¿Le preocupan unos pocos turcos?

—No son unos pocos, mi coronel, y tenga cuidado, que están ahí mismo.

—Sí, ya veo de qué pie cojea. Me lo imaginaba. Quédese aquí en la ribera, con los obuses. Yo seguiré adelante con los valientes.

Barrau vio que Izquierdo enrojecía. Se temía cualquier reacción, pero el capitán consiguió contenerse. Estébanez montó en su caballo y ordenó a las compañías formar tras él, formando columnas. Luego se adelantó, vadeó el río y ascendió por la ribera contraria. Tras él fueron seis compañías que cruzaron con el agua hasta el pecho. Después se perdieron tras los árboles.

Barrau se acercó a la posición de Villegas, para preguntarle a su compañero de qué iba eso.

—Viene de lejos. Al capitán, eso de ir en columna o en línea le parece una estupidez, pero el coronel le acusó de cobarde y lo mandó con los descarriados. Apenas había finalizado la explicación cuando se acercó Izquierdo.

—Poco me ha faltado para sacar el tirogiro.

—Yo también le tuve ganas, pero ha sido mejor que no lo hiciera, mi capitán.

—Mejor para mí, que no para el hideputa, que ya me lo encontraré si sale de esta ¿Habéis visto semejante fantoche, a caballo para que todo Dios lo vea? Los pobres de detrás, bien juntitos unos con otros, para que no puedan usar sus fusiles. Igual hubiera tenido que volarle la tapa de los sesos.

El capitán iba a seguir con su diatriba cuando se presentó el artillero, que por fin había llegado.

—Capitán Izquierdo, soy el teniente Guirao. A sus órdenes.

El capitán aun tenía la cara más que roja, grana, pero respondió calmadamente—. Me alegro de verle ¿Tiene alguna orden del Grajo o del zopenco… digo del conde de Grajal o del coronel?

—No, el coronel Estébanez me ha dicho que espere aquí, que ya me llamará cuando llegue a la puerta de Jafa.

—A la puerta del infierno me parece que va. Usted, busque alguna buena posición ¿Qué le parece aquí, con Villegas? Ponga un par de piezas apuntando hacia el monte, que por ahí me parece que hay mucho turco, y los otros, hacia la otra orilla ¡Barrau, Villegas! A ver si despejamos un poco esto. Que los hombres limpien la posición, que caven pozos, llenen los sacos de tierra y planten estacas.

—¿Crees que será necesario? —Preguntó Villegas.

—Pues no lo sé, pero no me fío un pelo, que más vale prevenir que curar ¡García, pasa con tu sección al otro lado! ¡Llévate algún enlace!

La compañía se afanó en mejorar la posición. La lluvia había ablandado la tierra y en poco tiempo consiguieron cavar una trinchera en forma de «L», con el lado largo apuntando hacia el mar y con la tierra extraída formando un parapeto. Los obuses quedaron en la esquina que daba al río, y prepararon la batería para que pudiera cambiar de orientación con rapidez. En medio montaron un trípode con un telémetro. A su vez, los de García cavaron una trinchera en la otra orilla.

—¡García! —Gritó con impaciencia el capitán— ¿Qué coñ* pasa por allá? ¿Han dicho algo los escuchas? Como parecía que no le oían, envió otro enlace, que tardó unos minutos en cruzar y volver.

—Mi capitán, el cabo Ramírez dice que hacia Jafa hay tanto humo que no se ve un pimiento.

—¿Tampoco ve a los de Estébanez?

—Tampoco.

—Pues vaya. Seguiremos con la espera. Que la gente coma y beba un poco.

—¿Podríamos aprovechar el agua del río? —Se atrevió a preguntar Barrau.

—Si quieres pillarte una cagalera, tú mismo ¿Te fías de lo que hayan hecho los culinegros aguas arriba? Por ahora, bebe solo de tu cantimplora.



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Mensaje por reytuerto »

Fray Santiago, buen conocedor de su tierra y siempre prudente, embarco en la zabra, y nos pidió que siguiésemos las aguas de la San Esteban con medio día de por medio. Urquijo y yo cruzamos miradas, y pese a la duda, asentimos. La idea era que el nipón entrase en la bahía en la chalupa de la zabra, procurando pasar desapercibido. Pero ni siquiera fue así, la chalupa navegando en solitario, se encontró con un bote de pescadores y por un precio que se pagó sin regatear, Miki San, trajeado como un japonés más pero con la bolsa a rebosar de piezas de a 8, entró solo en Edo. Nosotros deberíamos hacer acto de presencia tres días después.

La zabra se hizo ver en la bahía y al poco tiempo, una barca de pesca grande y a remos (después de un tiempo, me volvería un experto en reconocer las embarcaciones asiáticas y esta era una hayabune) se acercó y se pudo ver al jesuita sano, con una sonrisa que le ensanchaba la cara. Cuando a las dos horas, la flotilla de Urquijo se volvió a reunir, Fray Santiago nos dio las buenas nuevas:

- Almirante, Hermano! Dios ha guiado mis pasos! Puede encontrarme con antiguos amigos que conservan alguna influencia y me pude ver con uno de los hombres con el derecho de dirigirse personalmente al Shogún Iematsu, el hatamoto Arakaki. Conversamos brevemente y le referí vuestra intención de comprar la libertad de los kirishitans.
- Y que os dijo?
- Nosotros los nipones tenemos los ojos rasgados, pero hubieseis visto lo redondos que se le pusieron los ojos cuando les dije que pagaríais 1 hyo de plata por cada 2000 almas.
- Ayyy!, por ventura, hermano, cuánto es un hyo?
- No estaréis trocando la paz de vuestra alma por la cicatería? –bromeó el japonés de buena gana- recordad que yo deseo que vos podáis pasar por el ojo de una aguja! No, hermano, no os alarméis. Cargáis suficiente plata la vuestras bodegas. Un hyo es poco más, poco menos una arroba y un quintal de las nuevas medidas.
Haciendo cuentas rápidas, unos 60 kilos. Si eran 40 mil los católicos japoneses que debíamos rescatar, era poco más de una tonelada. Tendríamos de sobra.
- Miki San, no habrá gato encerrado?
- Vos podréis comprobarlo. En 7 días os entrevistareis con el Shogún.
- Cómo quien me presentasteis?
- Como un amigo y consejero del Rey Felipe, además de su cirujano.
- Y cómo deberé presentarme?
- Con dignidad de embajador. Id con escolta, con vuestras banderas. Y no os olvidéis de los presentes, que deben de impresionar a nuestro anfitrión.
- Cuándo podremos desembarcar?
- A partir de mañana, cuando vos queráis. Ya tenéis donde reposar vuestra humanidad, pues vuestra plata ha hecho que el ryokan más costoso del camino que lleva a Edo le abra sus puertas. Por prudencia, no estaremos en Edo mismo, sino en un pueblo justo a su entrada.
- Y cómo he de vestir?
- He pensado en eso. No debéis ir como un guerrero, pues lo tomaría como amenaza. Pero tampoco os debéis presentar desarmado, pues a sus ojos eso sería signo de debilidad. Tampoco debéis vestir ropas europeas pues estaríais poniendo una barrera, pero sería impropio que vistieseis un kimono. Yo os he encargado una vestimenta acorde a vuestro rango y dignidad.
- La etiqueta de vuestras islas es tan difícil como vuestra lengua, Miki-San. Decidme lo más importante, cuándo deberé largar los lingotes?
- Yo os recomiendo dar una parte apenas tengáis algo sellado. Lo demás lo podemos ir negociando conforme veamos qué tan prodigo es el Shogún en sus condiciones.

Así fue, al día siguiente, sin marea pero con vientos favorables, los 4 buques del escuadrón de Urquijo entraron en la bahía de Edo, y a vista de la ciudad, dos chalupas del San Cosme fueron arriadas y una vez abarloadas, embarcamos Fray Santiago y yo, mis guardaespaldas que quedaban Juan y Antonio, y Pablo, haciendo tanto de amanuense como de auxiliar clínico. Fray Gabriel, el jesuita lusitano versado en japonés y Juan Arias, el notario era la gente que había seleccionado para desembarcar. Los hombres de armas eran una docena de hombres de la compañía con las únicas medias armaduras de piquero que embarcamos en Valencia, por precaución llevaban los arcabuces de mecha que los tlaxcaltecas dejaron, obviamente sin bredas, además de daga y espada, estando al mando del buen sargento Hernán Carrillo; Malón el tambor y Juanito Hervás, el píccolo también eran de la partida. Al mando de cada chalupa iba un nostromo con una decena de marineros, todos armados con chuzo, alfanje y pistola. Por prudencia y para evitar hacer tanta ostentación de cruces, llevamos la bandera de Castilla como enseña.

Hicimos el trayecto entre la flota y la orilla a vela y a remo, llegado a la orilla, y pese a no llevar ni armas, ni arreos a la vista, suscitamos la atención de todo el pequeño embarcadero (por precaución, Santiago evito el puerto principal a la sombra del castillo. Pero incluso en un pequeño embarcadero fuera de los muros, causamos revuelo: después nos enteramos que por más de 20 años, no habían visto hispanos en Edo), y luego de desembarcar personas y embalajes, decidimos que las chalupas regresasen, eso sí, 8 marineros se quedaron en tierra para ayudar a mover los cofres hasta la venta que Fray Santiago nos había reservado, el ryokan más caro de Shinagawa, el pueblo más cercano a Edo, a la vera del camino de la costa hacia Kyoto, y no lejos del mar, y por lo tanto de los cañones de los buques de Urquijo.

Efectivamente, la venta era para los parámetros japoneses, muy suntuosa, e incluso ostentosa, pero para los acostumbrados al barroco español, era de una sencillez espartana. Amplia, bien iluminada con la luz del día, una esmeradísima limpieza y con la discreta elegancia nipona que pronto supimos apreciar. Pero no fue lo bueno lo que llamó la atención a los hombres:
- Vive Dios! – exclamó en voz baja el sargento Carrillo – con estas paredes de papel, os tiráis un cuesco en la entrada y os escuchan en el patio.
- Si solo fuese cuestión de pedos, Hernán! – respondió Juan – un virote bien disparado atraviesa toda la casa.
- Y una tea nos achicharra a todos en un santiamén – agregó Antonio sin elevar la voz – Más nos vale tener ojos hasta en la nuca.
- Caballeros! –dijo el religioso japonés- más os vale ir a bañarse, despiojarse, hervir vuestras ropas y pasar por el barbero. Que las uñas estén bien libres de mugre. Limpiad bien vuestras armas y haced que los morriones y corazas parezcan espejos. Aprestad bien todo pues vais al palacio del válido de estas tierras, y no hagáis que Don Francisco pase vergüenza por vuestro aspecto.

Después de una sencilla comida en base a arroz, pescado, mariscos y verduras, Fray Santiago nos dijo que saldría a informarse.
- Es menester saber las últimas habladurías.
- Y también de algunas frivolidades – dijo con aire distendido el notario Arias – eso es importante si deseamos vernos como hombres de mundo.
- Koushounin-San, es cierto lo que decís.
- Koushounin?
- Algo así como escribano – más dudo que en un mercado podamos saber las nuevas de la corte.
- Fray Santiago, vos sois un recto varón de la iglesia – se explayó Arias, haciendo énfasis en el “vos”, y luego, continuo con un aire entre pícaro y satisfecho- Pero os diré que en vuestra isla debe ser como en el resto del mundo. Si deseáis saber qué es lo que los grandes murmuran, debéis ir a una casa de putas. De putas caras, las más caras.
- Pero yo he profesado los votos – respondió un sonrojado Miki.
- Sois los únicos que habláis la lengua de esta tierra, vos y Fray Gabriel. Id, traed las nuevas. Dios os iluminará para que podáis entrar en un puterío y no quebrantar vuestro voto de castidad. Preguntad al ventero, estoy seguro que sabrá guiar vuestros pasos.
- Miki-San, lo que dice Don Juan, no es baladí. Podéis aprovechar que Fray Gabriel goza de buena voz y es dado al canto, para ir a conocer la música local.
- Anche tu? – Respondió el nipón parafraseando a César- Iremos, sólo porque tu nos mandas a la perdición de nuestras almas.
- Ah, hermano. Recordad que no peca el que puede, sino el que quiere – repliqué con una sonrisa desvergonzada.

Así, mandamos a Santiago y a Gabriel al barrio rojo de Edo. Y si en mi juventud durante el último cuarto del siglo XX, los relatos que me llegaban de la milla de St. Pauli hacia que mi imaginación de adolescente se alborotasen por lo sui generis de sus vitrinas, que hacían fácilmente reconocible el inicio y el fin de la zona de tolerancia, he de confesarles que los japoneses llevaron esto al extremo: Yoshiwara, no solamente tenía sus linderos perfectamente delimitados por un muro y un foso, sino que el ingreso y la salida era por una única puerta, lo que facilitaba un control total tanto de los visitantes como de los residentes. En Yoshiwara había más de 2000 prostitutas registradas trabajando en más de 100 burdeles, junto a 300 casas de té. A la mañana siguiente, los dos religiosos regresaron, estaban desvelados, pero indudablemente asombrados por lo que vieron y oyeron:
- Hermano! Mucho ha cambiado mi país en estos 20 años. Y los cambios han sido para mal. Sí, hay paz, pero es una paz que pesa como una losa…
- Y que para los cristianos, es como la paz de Diocleciano: Persecución y martirio por doquier – agregó Fray Gabriel con gravedad.
- Sí – dije con convicción - ya sabíamos que el bakufu es un gobierno tiránico y arbitrario...
- Eso desde la época de Ieyasu, pero ahora su nieto lo ha hecho peor. Sabed que desde hace 3 o 4 años, todos los daimios tienen que vivir obligatoriamente y por ley, un año en sus dominios y al año siguiente en Edo. Pero siempre dejando a sus familias, mujeres e hijos, aquí.
- Astuta idea, hermano. Es cruel, pero de esta manera tiene a las familias de todos los daimios de rehenes.
- No solo eso, Don Francisco. Cada año, el noble que viene a Edo lo hace con una inmensa comitiva, lo que implica enormes gastos.
- Sin contar que el daimio debe mantener dos casas, una en su feudo y otra en Edo. Y como la vanidad los ha hinchado como pulgas llenas de sangre, compiten en quien hace el gasto más suntuoso y estrafalario – dijo Santiago con indignación- Aunque eso signifique agobiar a los campesinos con impuestos.
- Sí. Podéis creer que en algunas comarcas, los infelices deben entregar hasta cuatro quintas partes del arroz que cultivan? No me podían creer cuando les decía que la Católica Majestad solo cobraba para sí un quinto a sus súbditos en las Indias.
- Eso debe haber hecho crecer enormemente a esta ciudad. Habéis podido averiguar algo de los ejércitos?
- Sí, Don Francisco, sabíamos que vos os ibais a interesar en estos menesteres. Os he de confesar, todos lo dicen, que al estar el país en paz, el tamaño de las tropas que cada noble tiene, ha disminuido.
- Sí, pero aún tienen bajo sus banderas a una cantidad importante de guerreros. Pero es un número limitado que no puede crecer. Ahora, ya no se puede llamar a las armas a ningún campesino y es delito entrenarlos. Solo los guerreros, los samurái, son autorizados a portar espadas, y la carrera de las armas pasa de padres a hijos.
- Espadas y arcos. También tienen caballería. Y se ufanan en la precisión con la que sueltan las flechas a lomo de sus bestias.
- Pero en un alarde de necedad, han retirado a todas sus bocas de fuego de sus ejércitos. Hoy los tanegashima son más usados por los samurái para cazar que en batallones.
- O sea, no puede haber otro Nagashino? – pregunte con interés creciente.
- No, hermano. No hay mangas de arcabuceros. Pero, ay! No creáis que han renunciado a herir a distancia. Los arqueros entrenan todos los días, y son capaces de hacer diana a 200 pasos de distancia.
- Sí, Miki-San. Pero recordad que para hacer un arquero debéis adiestrarlo toda la vida, en cambio nuestros sargentos pueden convertir a cualquier bracero en un mosquetero aceptable en tres meses. Averiguasteis algo de los caminos?
- Hay 2 caminos que comunican a Edo con Kioto, hacia el sur, que es la ciudad en donde reside el emperador y está la corte imperial. Uno bordea el mar y el otro va a pie de las montañas. Además, de Edo parten 3 caminos importantes hacia el norte.
- Pero no son como las calzadas romanas. No están hechas para que pasen carros, solo sirven para caminantes. Las cargas grandes se deben de llevar por barco.
- O a lomo de bestias, que no son muchas y están en manos de unos pocos. O por porteadores – anotó el jesuita con precisión.
- Fray Santiago, Fray Gabriel, todo lo que nos decís son cosas graves y serias. Pero decidnos que cosas más ligeras habéis podido averiguar? – pregunto el notario con algo de sorna.
- Koushounin-San –replicó el religioso nipón con desenvuelta ligereza- sabía que vos estarías interesado en esas nimiedades mundanas, y con gusto os he de satisfacer. Preguntad.
- Podríais comenzar con las féminas. Vos sabéis que mi carne es débil.
- Yo os haré el quité, Fray Santiago –dijo el religioso jesuita con presteza – Sabed que las muchachas que están en las casas de te son delicadas, y saben tanto de poesía como de música, siendo versadas en tocar el laúd de estas tierras. Pero, ¡oh amigo Juan! No penséis que estarían con vos por vuestros encantos, pues a nosotros nos consideran peor que monos feos.
Pese que todos reímos por tal revelación, Fray Gabriel continuó:
- No, no os riais. Los nipones tienen una visión muy particular del mundo. Sabed que en sus mapas primero aparece su propio reino, Nihon lo llaman, luego aparece China y sus estados tributarios, y finalmente y con limites muy difusos y casi en las brumas de lo mítico, algo así como el reino del Preste Juan para nuestros abuelos, la India y todo lo demás, Morería y Europa incluida. Bueno, así también ven a la gente. Para ellos, vos sois tan exótico como un negro azabache del golfo de Guinea! Sabéis como nos dicen?
- No, no. Decidnos.
- Ojos de pescado! Narices largas! Nanban, o bárbaros del sur!
- Bárbaros?
- Sí, bárbaros. No solo por no hablar japonés, también por la falta de modales, y la falta de baño; sabed que aunque Don Francisco insista en el baño semanal, aquí lo normal es el baño diario. No solo esto, nuestras vestimentas les parecen toscas, apestosas, incomodas y llenas de pulgas.
- Tanto es así, que viniendo de vuelta, he encargado vestimentas nuevas para todos. Especialmente para vos hermano.
- Ya no deberé ir en coraza -pregunté recordando la armadura milanesa que me costó una fortuna y que compré justo para esta ocasión.
- Iréis en coraza, pero como un daimio dueño de un feudo de medio millón de kokus. También he ordenado la confección de vuestra bandera, vuestra uma-jirushi.
- Y los hombres del maestro Carrillo llevarán a la espalda una banderita con las armas de Castilla.
- Sí. Llevarán un sashimono, pero conociéndote, sabía que no permitiríais que llevasen vuestra insignia, por lo que llevaran la bandera del reino. No consideré necesario hacer un kamon, pues ya tenéis el vuestro, el del marqués de Campo de Derna.
- O como la gente dice, el marqués de las muelas rotas! –dije riendo- qué es el kamón?
- Son todas las insignias de vuestra casa – quiso agregar Fray Gabriel – bandera, escudo, sellos.
- A mediodía, unas geishas, damas de compañía, vendrán al ryokan. Pulirán vuestros modales, Paco-San.
- Qué deberé llevar de regalo al Shogún, Miki-San.
- Fuisteis prudente al traer varias pistolas de lujo. Serán un buen regalo. Pero sabed que los herejes calvinistas traen un aguardiente de bayas de enebro a la que se han hecho aficionados los encumbrados de Edo.
- Yo tengo algo mejor. Damascos macerados en pisco!
- El aguardiente de su tierra Don Francisco?
- Con un punto de jarabe y damascos maduros de los valles del sur. Nosotros nos comemos los damascos de postre, pero el licor es filtrado por una muselina doble. Lo trasvaso a una botella adornada con filigrana de plata y lista para el shogun. No tiene pierde.

Tal como Santiago anunció, pasado el mediodía llegaron Akiko, la geisha, con Keiko y Hatsumi, sus maiko o aprendices. En presencia del religioso que actuaba de traductor, me examinaron y sentenció:
- Es alto, no es tan peludo, no tiene los ojos tan redondos ni la nariz tan grande. Se mueve con brusquedad y sin elegancia –tradujo Miki divertido.
- Por lo visto, ante sus ojos soy huérfano de virtudes.
- Vamos a ver si pueden educarte en 3 días. Primero con la ropa y la postura…

En primer lugar me vistieron. Santiago había decidido que el shogun me vería por primera vez con una mezcla de la medio maximiliana de acero esmaltado y oro, y vestimentas japonesas. Para las piernas llevaría un hakama de seda azul oscuro. También de seda grana sería el haori que llevaría sobre la armadura, pero con la particularidad de usar una ostentosa cadena de oro en lugar de un cordoncillo. Iría calzado, no con botas pues ni bien entrase al castillo de Edo, debería descalzarme, pero si con zapatos con hebilla de plata, eso sí con los calcetines tabi japoneses, también de color azul oscuro.

Pero si vestirme llevo su tiempo, el practicar estar sentado fue una tortura, Arrodillado, con el cul* apoyado en los talones, la espalda recta y las manos como niño bueno sobre los muslos. Ni en mi preparación para la primera comunión estuve tanto tiempo arrodillado y sin hablar! Después tuve que aprender a tomar té en esa posición, lo que no fue tan difícil. Pero comer fue otra cosa! Pese a que pude notar la sorpresa de Santiago al verme usar los palillos, la sentencia de Akiko fue lapidaria: “come como un pescador” (lo que en japonés en realidad significaba “come como chino”, lo cual no era mentira, pues yo había aprendido a usar los fai-chi chinos mucho antes que los ohashi japoneses). Lo que si anticipo es que con las porciones que me daban, pasaría hambre: platillos para ver, más que para comer.

Mucho menos penoso fue escuchar música (en realidad fue como un recreo largamente esperado). Mientras Akiko tocaba el koto, una especie de cítara grande, Keiko hacía lo propio con el shamisen, el banjo japonés de 3 cuerdas y Hatsumi acompañaba con una hotchiku, una flauta que contrariamente al agudo sonido de las flautas niponas, tenía un tono más grave y cálido. Pero escucharlo de rodillas era pesado, por lo que me permití pedirle a Pablo que me trajese la flauta, y luego de sentarme con las piernas cruzadas, una postura formalmente inaceptable en Edo, les dije a Santiago que me tradujese:
- Señoras, les voy a enseñar una canción, que me gustaría que aprendiesen a tocar con vuestros instrumentos. Aun no tiene letra, aunque confío que la tendrá.
Obviamente, lo que les enseñaría era la pegadiza melodía de “Sukiyaki”, del malogrado Kyu Sakamoto. Las mujeres tenían buen oído y al poco tiempo, una canción del siglo XX sonaba en el Japon de los Tokugawa con fluidez.


- El bárbaro del sur, no es tan salvaje – El bueno de Santiago rió al traducir a Akiko – Es porque aún no te conoce, hermano. Ah! Ya podéis ir por vuestra bolsa, que el incienso está por acabarse.
- El incienso?
- El incienso. La duración de la varilla indica cuanto dura el servicio, es la tarifa.
- Visteis, no fue necesario faltar al sexto mandamiento.
- Paco-San, estas mujeres sólo se entregarán a vos si esa es su voluntad, o si vuestra bolsa no tiene fondo y vos sois generoso en gastarla, cosa que no me consta, al menos no en estos menesteres –volvió a sonreír.

Mientras, yo afinaba mis modales, Carrillo y sus hombres pulían las armaduras. No se veían arneses occidentales en Edo desde el fin de las guerras civiles hace ya más de 30 años. Y aunque no esperábamos ser atacados, mis guardaespaldas me señalaron lo vulnerable que éramos:
- A fe mía, Don Francisco, si hubiese traición, nos coserían a flechazos.
- Ah, mi buen Juanito. Al menos tuve la precaución de traer los arcabuces de los tlaxcaltecas.
- Por qué precaución, Don Francisco? Los hombres murmuran diciendo que hemos dejado en el San Cosme los mejores mosquetes, para venir a la boca del lobo con armas vetustas.
- Pues decidles, que las gentes de estas islas son tan industriosas que a los 20 años de haber conocido los arcabuces portugueses, ya hacían armas rayadas dignas de cualquier ejército europeo. Hace poco más de 30 años, el abuelo del actual válido pudo tener a más de ciento veinte mil hombres bajo su mando y de ellos dos quintos tenían arcabuces rayados.
- Ciento veinte mil hombres?
- Que se enfrentaban a otros ciento veinte mil. Si nos traicionan, no me gustaría que copiasen nuestros mejores mosquetes. Prefiero que piensen que sus armas son mejores que las nuestras.

A los tres días, estábamos listos. Mi pequeña comitiva dejó el ryokan de Shinagawa para tomar el Tokaido, la carretera de la costa, y en un par de horas, siempre al compás del tambor de Malón, atravesamos el foso y las puertas del castillo de Edo para presentarnos como enviados del rey de España ante el shogun.


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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Decidí seguir aprovechando la memoria de Don Félix. Mucho se ha escrito de aquel día infausto del Naralauja, pero era la primera vez que entrevistaba a alguien que hubiera estado ahí.

—Elefantina y Naralauja, las dos desgracias que afearon la campaña.

—Sí, y las dos por culpa de narcisos botarates. Al menos, de Naralauja salimos los más.

—Si no le importa relatarme el combate…

—Lo que le voy a contar va a ser un resumen del artículo de Sampedro y no lo que presencié, que el humo de la pólvora no me permitió ver nada. Ya le he contado que el cretino del Grajo se adelantó con toda la caballería, persiguiendo a media docena de turcos, y el no menos botarate de Estébanez, en lugar de apretar el paso, fue a la marcheta, dejando buen hueco. El mentecato del coronel no sabía que cuando cruzó el río iba de cabeza a la misma trampa que ya se había cerrado sobre Grajal. Por desgracia, tenía delante a un turco de admirar. Adoraría cerdos y se pondría un tapiz en la calva, pero debajo de esos trapos las ideas le fluían mejor que a más de un español. He de decir, además, que fue un enemigo con honor, que no es lo menos, hablando de otomanos.

—¿Lo dice por su trato a los prisioneros?

—A los prisioneros, y a cualquier cristiano, que envió sus guardias para que los protegieran. En Palestina no se produjeron los desmanes de los Balcanes o de Grecia. Ese pachá era más listo que el hambre. No sé si cuidaba de la gente por humanidad, o si también había algo de interés; fuera por lo que fuera, así se quitó amenazas de su espalda, y a nosotros, nos dejó sin informadores. Lo malo es que, además de buen hombre y mejor político, también era un excelente militar. Si no logró más es porque tuvo enfrente a Lazán, pero lidiar con el Grajo no le sirvió ni como aperitivo.

Interrumpí a Don Félix, dada su afición a divagar—. Eso deseaba, que me contara como fue la trampa.

—En seguida. Creo que habíamos dejado al bobo de Estébanez cruzando el río. Más allá solo se escuchaban los ruidos del combate, pero el humo no dejaba ver nada.

—¿El de la pólvora? ¿No empleaban ustedes pólvora rayo?

—Sí, pero ellos no. Ahora bien, el humo no venía de ahí. El pachá ya había comprendido que no tenía nada que hacer frente a nuestras armas. Su única oportunidad era llegar al cuerpo a cuerpo para aprovechar su superioridad numérica, y es lo que hizo. Había preparado hogueras con las casuchas del lugar. Las llenó de leña verde y todo lo que pudiera hacer humo, y puso aceite de roca y pólvora para que ardieran bien. El muy cuco, además, las preparó distribuidas, para prender unas u otras según de dónde viniera el viento, y encenderlas en sucesión. Cuando vio que la caballería se acercaba a Jafa ordenó dar fuego las primeras y, en cuanto le pareció que Grajal no veía ni el morro, lanzó contra él a los jinetes que tenía escondidos tras un bosquecillo. Ellos tampoco veían ni un pimiento, pero sabían dónde se metían, mientras que Grajal no se enteraba de la misa la media. Mientras, los cañones turcos dispararon, en parte para hacer ruido, en parte por incrementar la humareda. La primera noticia que tuvo el Grajo de lo que tenía encima también fue la última, que al parecer fue el primero en caer cuando un turco salió de un agujero, tomó una alabarda y le dio semejante tajo a la nuez que lo dejó sin cabeza. Bien hecho, que tampoco la usaba mucho. Lo triste es que tras él fueron los demás. En el tumulto, además, los nuestros se despistaron y los que huyeron lo hicieren hacia el interior. No volvió ni uno de cada diez.

—Fue un desastre.

—Un desastre que costó trescientas vidas, y no fueron más por la misericordia que Elmes Mehmed mostró con los cautivos. Y no solo fue la caballería, que el pachá estaba acabando con los jinetes cuando le avisaron que Estébanez estaba entrando en la misma trampa. El pachá ordenó que retiraran los muertos, sobre todo los españoles, y dispuso sus infantes, que saltaron encima del zote cuando se acercó. No le salió tan bien la cosa. Aunque el coronel seguía tal cual, al teniente coronel Mondragón le estaba mosqueando tanto humo y no saber nada de la caballería. No las tenía todas consigo, y ordenó a su batallón que se desplegara.

—Don Martín de Mondragón. Famoso vástago de no menos famoso héroe.

—Sí, fue en ese desastre en el que despuntó su carrera. Iba a demostrar que no le iba a la zaga a su antepasado. No recuerdo si el coronel Mondragón fue su bisabuelo o su tatarabuelo, pero el valor y la habilidad no se habían diluido con el curso de los años. Don Martín no pudo evitar que los turcos llegaran al cuerpo a cuerpo, pues la trampa de la humareda funcionó demasiado bien; pero su batallón, contrariamente al del Chivaso, no perdió su cohesión, y entre disparos y cuchilladas de las bredas pudo retirarse poco a poco. Cuando salieron de la nube de humo consiguió alejar a los turcos mediante sus descargas; por desgracia, los italianos no andaban tan alerta y los turcos les cayeron encima cuando aun andaban en columna. Los pocos que consiguieron librarse se unieron a los de Mondragón, que todavía no estaba fuera de peligro. Entonces se produjo la acción en la que participé.

—Espero sus palabras con ansia, Don Félix.

—No exagere, que estoy seguro que se sabe la obra de Sampedro de memoria —me respondió mi anfitrión—. El pachá turco ya había supuesto que habría españoles que escaparían, y por eso había intentado hacerse con el vado; fue ese primer intento el que menospreció el mendrugo de Estébanez. Para nuestra suerte, no todos los turcos eran listos, y no lo era el que tenía que cerrar la trampa, el pachá Amjazade Koprulu Huseín…

—Nunca faltaba un Koprulu. Eran como el perejil de las salsas.

—Desde luego— concordó conmigo Don Félix—. Aunque debe recordar que el gran visir Kara Mustafá, el que había perdido un ejército en Temesvar, no era amigo de ese clan y los había hecho salir de la capital. Tras la ejecución de Mustafá estaban recuperando su preeminencia; con todo, según Sampedro, ese Amjazade, que no sé cómo no se ahogan al pronunciar tal palabro, tuvo que salir de Estambul por pies. Elmes Mehmed lo había acogido, que le repito que tonto no era y veía de donde soplaba el viento. Lo colocó en un puesto donde pensaba que ganaría gloria sin demasiado compromiso: su misión era cerrar el caldero en el que pensaba atraparnos.

—Pues no le funcionó —repuse.

—Porque el Koprulu de marras, según se dijo, consiguió ser derrotado donde hasta el más necio vencería. Como le gustaba divisar el campo de batalla, no preparó hogueras como las de Jafa, y nos ahorró el humo. Tampoco tuvo paciencia y lanzó ese primer ataque sin sentido que solo sirvió para alertarnos y para que tomáramos posiciones en el vado. Luego, satisfecho de no sé qué, ese Koprulu tonto se sentó a verlas venir, hasta que Elmes le envió un propio para cantarle las cuarenta.



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Tercera escena

Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.

Señores y realengo

Durante el Resurgir, los estados hispánicos tuvieron que enfrentarse a una herencia de la Edad Media que era causa de malestar y que amenazaba con provocar revueltas: la jurisdicción señorial.

La inseguridad de la Edad Media llevó a la aparición del feudalismo, en el que señores y siervos se relacionaban mediante un pacto de vasallaje. En teoría, garantizaba a estos últimos la protección de su señor natural, pero en la práctica dejaba a los vasallos en situación de total dependencia del señor, que tenía la exclusividad de la violencia armada, disfrutaba de facto de la propiedad de la tierra, y administraba la justicia sin restricciones. Como cualquier institución feudal, esta jurisdicción era confusa y heterogénea, pudiéndose darse el caso de señores que por algunos de sus estados fueran vasallos del que a su vez era vasallo suyo. Esos vasallajes entremezclados llevaron a las guerras bajomedievales, especialmente a la de los Cien Años, que tanta repercusión tuvo en la Península. No toda la Península se afectaba en igual grado: el interés en poblar las regiones reconquistadas hizo que en la Corona de Castilla los siervos tuvieran un grado de libertad personal que no se conocía en otras naciones europeas. Sin embargo, los estados de la Corona de Aragón se aproximaban más al feudalismo europeo. Allí, los nobles gozaron de una serie de derechos que fueron conocidos como «malos usos» y que llevaron a las guerras de Remensa a finales del siglo XV. El conflicto de Cataluña quedó cerrado (en teoría) tras la sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, aunque sin que se resolviera la raíz del problema.

El Renacimiento supuso una «revolución nobiliaria» en el que la monarquía y, con ella, la aristocracia, recuperaron el poder que antes habían tenido las ciudades. Esta recuperación fue marcada en toda Europa, sobre todo en regiones donde los nobles se hicieron protestantes para así apropiarse de las propiedades eclesiásticas. En España no se produjo tal proceso; aun así, las condiciones de vida del pueblo llano empeoraron. Especialmente en Aragón, que conservaba instituciones que la sentencia de Guadalupe había abolido en Cataluña. Al norte del río Ebro, sobre todo, se mantenían condiciones muy parecidas a las que habían llevado a las guerras catalanas. Señal del sometimiento de esos siervos al «absoluto poder» de los señores era que ni siquiera podían apelar al Justicia de Aragón, privilegio de los aragoneses del que solo estaban excluidos los esclavos y los citados vasallos.

Entre las muchas obligaciones a las que estaban sometidas esos siervos, tal vez la peor fuera la sujeción a la tierra. Los campesinos no podían abandonarla sin pagar un crecido rescate al señor; ahora bien, estos tenían muy poco interés en dejarlos marchar. La expulsión de los moriscos de 1609 había dejado sus tierras sin brazos y, además, las difíciles condiciones meteorológicas estaban disminuyendo todavía más sus rentas. Inicialmente, los siervos poco podían hacer salvo soportar su condición, ya que si abandonaban a sus señores serían perseguidos y, sobre todo, no iban a encontrar mejores condiciones en otros lugares. Aun así, esos malos usos podían llevar antes o después a una explosión. Por eso, la Corona había intentado repetidamente aliviar su situación, sin resultados: en sucesivas cortes los señores aragoneses se negaron a aceptar compensaciones similares a las establecidas en Guadalupe para los catalanes. Es más, los aragoneses no solo rechazaron las propuestas reales, sino que pretendieron que los siervos huidos fueran perseguidos en los demás reinos de la corona. Pues, de repente, comenzaron las fugas.

La causa estuvo en los ya citados cambios sociales del Resurgir. Primero fue la necesidad de trabajadores para las tierras puestos en cultivo intensivo, como podían ser nuevos regadíos, o las marismas valencianas convertidas en arrozales. Después, fue la naciente industria la que requirió brazos. Muchos señores, sobre todo las grandes casas (que en su mayor parte recibían los pingues beneficios que producía su alianza con los modernistas) consintieron en dejar salir a sus siervos, pues el incremento de la población hizo que hubiera un exceso del que podían prescindir. No pocas veces, esos siervos se trasladaban a las tierras que su señor estaba mejorando, o a factorías de su propiedad. Sin embargo, solo era posible y la población aumentaba, y tal crecimiento precisaba que se adoptaran las nuevas técnicas agrarias. Ahora bien, cuando los amos eran reacios a las innovaciones ni aumentaba la población ni la producción. Esos señores, que tenían que enfrentarse, a su vez, a la cada vez mayor presión fiscal, y que para competir con sus vecinos modernistas necesitaban más dinero, exigían cada vez mayores cargas. A los vasallos de esos «señores montaraces» solo les quedaron dos opciones: seguir viviendo en la pobreza y que sus hijos desfallecieran de hambre, o escapar. Pues la miseria era tal que los siervos nunca conseguirían las cuantiosas compensaciones que les exigía el señor que, además, al ser quien impartía justicia, tenía poder omnímodo sobre ellos.

A partir de 1630 los campesinos comenzaron a huir. Primero, unos pocos, pero veinte años después eran aldeas enteras las que desaparecían. La solución hubiera sido sencilla: aprovechar las compensaciones que ofrecía la corona, transigir, y realizar las reformas que hacían tan atractivas a otras comarcas. Pero era, precisamente, lo que esos nobles no querían hacer. Al contrario, no solo pretendían mantener sus exagerados privilegios, sino que otros estados admitieran las partidas que buscaban a los fugados. Partidas que, las más de las veces, estaban formadas por bandoleros que apresaban a quien les apetecía, ya que se les pagaba por siervo fugado recuperado, sin preguntar si realmente lo era o no. Los municipios se opusieron a esas partidas, y en varias ocasiones llegaron a producirse choques armados entre los minyons valencianos y las bandas de perseguidores.

Si algo no podía aceptar la corona tras la aleccionadora experiencia de las guerras de banderías de los dos siglos precedentes era el enfrentamiento entre sus estados. Similares medidas se estaban tomando en toda Europa, con los monarcas arrogándose la exclusividad de la violencia. Más todavía en España, que estaba sufriendo una modernización acelerada. Además, se estaba produciendo una paradoja denunciada hasta por la Iglesia: a pesar de la abolición de la esclavitud, esos siervos, que eran «cristianos viejos», vivían en condiciones propias de esclavos.

El rey Felipe IV, a pesar de la oposición de los Haro, decidió acabar con las citadas malas prácticas. Parece que, como había ocurrido con la esclavitud, actuó por consejo de los modernistas, con los que tenía estrecha relación. En las cortes de Monzón de 1667 el rey hizo una última oferta a los señores, dando un plazo de doce meses. Al acabar, se dio conocimiento de la sentencia arbitral del Escorial que acusaba de contumacia a los que habían rechazado las ofertas, y que sin compensación ninguna declaraba nulos los malos usos, incluyendo la sujeción a la tierra. Asimismo, establecía severas penas para quienes persistieran en mantener esos usos ahora ilegales.

Como era de esperar, hubo señores que intentaron enrocarse en sus supuestos derechos, y que incluso hicieron causa común con los bandoleros. Durante el siguiente lustro la Guardia Civil persiguió a los rebeldes. Llegaron a producirse verdaderas batallas campales, como el combate de Ademuz, de 1673, que fue el último enfrentamiento armado en tierras valencianas. La derrota puso punto final a los «montaraces», que fueron desposeídos, juzgados y, no pocos, ajusticiados.

Ahora bien, la sentencia del Escorial no afrontó el problema de fondo: las diferentes jurisdicciones. Si los nobles habían podido retener a sus siervos era por mantener el control de la justicia (por llamarla de alguna manera). Ya no podían ejecutar ni imponer las condenas más graves, pero sí multar a sus siervos, desposeerlos de sus magros ahorros y condenarlos a una semi esclavitud, sin posible apelación, salvo ante el mismo señor que les había robado.

La cuestión de la jurisdicción no acababa ahí. Al ser herencia medieval, había diversos regímenes, muchas veces imbricados: el de realengo era el más favorable: los vecinos dependían directamente del monarca, que delegaba su autoridad en funcionarios. Las villas y ciudades de realengo podían organizarse en concejos y apelar las resoluciones que les perjudicaran. Por desgracia, en el siglo anterior no habían sido pocas las villas de realengo que habían pasado a la jurisdicción señorial. En un escalón inferior estaban los estados eclesiales: en ellos, las autoridades eclesiásticas tenían poderes similares a los de la nobleza, aunque solían ejercerse con moderación. Además, la Iglesia fue la primera en aliarse con los modernistas, y se sancionó a los pocos clérigos que se unieron a los montaraces. Situación similar era la que había en los estados de las órdenes militares, cuyo Gran Maestre era el rey; la diferencia estaba en que los administradores solían ser nobles locales. En el último escalón estaba la jurisdicción señorial, la que podía ser más opresiva. Además, ocurría algo parecido a las relaciones de vasallaje: la situación legal de algunos lugares podía ser muy compleja, con dependencias cruzadas, transacciones que conllevaban el paso a otra jurisdicción (habitualmente, con repetidas quejas de los afectados), etcétera.

Que hubiera tantas jurisdicciones imbricadas era perjudicial por muchas causas. Ya se han citado los malos usos; aunque fueron abolidos, prosiguieron las injusticias. Por otra parte, para que los malhechores se pusieran a salvo de sus perseguidores bastaba con que entraran en algunos señoríos o que pasasen a los reinos vecinos. Por último, aunque no por ello de menor importancia, esas diversas jurisdicciones suponían una rémora económica, ya que las autoridades locales podían oponerse a la circulación de mercancías (o gravarlas con onerosos aranceles), mantenían privilegios gremiales, imponían tributos que variaban de manera arbitraria, etcétera.

La crisis empeoró durante la guerra contra los bandoleros de Aragón, donde los bandidos se unieron a los montaraces. Una y otra vez intentaban ponerse a resguardo pasando de uno a otro estado, saltando de Aragón a Castilla y Valencia. Dentro de ellos evitaban los territorios de realengo, dificultando la actuación de la Justicia. A pesar de las atribuciones que se confirieron a la Guardia Civil (al ser un cuerpo militar, y al haberse declarado el estado de guerra, podían ignorar las jurisdicciones locales), los malhechores apresados intentaban eludir el castigo reclamando privilegios, reales o supuestos. El recurso más utilizado fue el privilegio de Manifestación en Aragón, es decir, buscar la protección del Justicia; de repente, gran parte de los forajidos que actuaban en reinos hispanos dijeron proceder de tierras aragonesas. Iba en interés de la Monarquía limitar tal estado de cosas, y lo hizo mediante medidas legales. Una, ya citada, fue conceder autorización a la Guardia Civil (que, a fin de cuentas, era una rama de los Reales Ejércitos) para perseguir a los delincuentes en cualquier lugar, sin importar la jurisdicción. Otra, la concesión a todos los habitantes de los diversos reinos la potestad de recurrir al rey si las sentencias les eran desfavorables. Aun así, se encontraron tantos obstáculos que las Cortes de Madrid de 1671 acabaron por aprobar la abolición de cualquier jurisdicción que no fuera la real. Nobles, Iglesia u Órdenes Militares conservaron sus estados con los beneficios a los que tuvieran derecho, pero en ellos pasó a primar la jurisdicción de cada uno de los reinos de la Corona. Fueron cesados en sus cometidos los corregidores, alcaldes, etcétera, de cualquier designación que no fuera real, y se sustituyeron por funcionarios que, dependiendo del caso, eran propuestos por el rey, nombrados por concejos o por las cortes. La única concesión a los señores fue escucharles antes de nombrar a los funcionarios, y permitirles apelar ante el rey si consideraban que se les perjudicaba. Con lo que se invirtió el escenario: antes, los siervos tenían que soportar los abusos, ya que sería el señor abusador el que les juzgase; ahora, los señores abusivos solo podrían apelar ante la misma monarquía que les imponía su voluntad. Con todo, esos poderes se emplearon con comedimiento, ya que se buscaba la aquiescencia de la nobleza.

La limitación de la jurisdicción señorial fue clave en la lucha contra el bandidaje. Al desaparecer la inseguridad, las regiones apartadas donde antes los malhechores campaban también pudieron incorporarse al carro del progreso (mejor dicho, al tren). Tanto a los españoles como a los europeos les impresionó que, por primera vez desde la época romana, fuera seguro andar por los caminos. Sin embargo, llamó menos la atención uno de los factores que iban a ser claves durante la Transformación: la igualdad ante la ley y la desaparición de las barreras internas contribuyeron al crecimiento y permitió el despegue económico de esas zonas apartadas.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.

Capítulo XXXII
Donde se cuenta el encuentro en Edo entre Don Francisco y el shogun Iemitsu Tokugawa


Sabed dilecto lector, que luego de estar cinco días en la venta a las afueras de Edo, estábamos listos para la audiencia con el válido del rey de estas tierras, al que se le conoce como shogun. Pero el shogun es mucho más que un válido, aun sin contar con la confianza del rey, confianza que por otro lado no significa mucho pues el rey solamente es rey de nombre, es capaz de movilizar ejércitos enormes, controlar a los nobles y sus haciendas con puño de hierro y gravar a su antojo a campesinos, artesanos y comerciantes. Ni César en los tiempos antiguos tenía tanto poder para sí mismo como Iemitsu Tokugawa, aunque en Japón el apellido va primero que el nombre: Tokugawa Iemitsu.

Fray Santiago, y unas damas escogieron los ropajes con los que iríamos al Castillo de Edo. Vestí un amplio albornoz, al que le dicen kimono, de seda azul y con dibujos en negro que se amarraba a la cintura con un cinturón también de seda, y por debajo varias capas de ropa, las más cercanas a mi piel de lino, pero todo lo demás en seda: Como era el escribano y ayudante de Don Francisco, debía vestir con la dignidad apropiada.

Salimos en procesión, dos marineros, trajeados a la japonesa, pero con telas menos ostentosas, llevaban las banderas que encabezaban la marcha: la de Castilla, y la bandera personal que Fray Santiago había mandado a hacer para Don Francisco, un largo lienzo de seda negra, con una cruz blanca y letras niponas rojas proclamando el nombre de mi maestro. El pífano y el tambor marcaban el compás de nuestros pasos.



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Los mosqueteros con las armaduras relucientes, pero con las amplias calzas japonesas en las piernas, en dos grupos, a la vanguardia y a retaguardia. Inmediatamente detrás de los hombre de armas, los marineros restantes, cargando en parihuela sendos cofres con los regalos de rigor. Luego los religiosos y el notario. Los guardaespaldas Maese Juan y Maese Antonio, con sus roperas a la vista marchaban en diagonal delante y detrás de su protegido. Don Francisco iba solo, luciendo una soberbia armadura maximiliana en esmalte negro y bordes de oro reluciente, la cabeza cubierta con una borgoñona a juego, con las calzas japonesas anchas de seda de un azul casi negro y un sobreveste también de seda, pero grana y oro, con una cadena de oro de medio dedo de gruesa uniéndolo por delante; y algunos pasos atrás, marchaba yo. Cerraba la formación el segundo grupo de mosqueteros.

Edo es una ciudad enorme, más grande que Valencia y que Sevilla juntas, aunque construida en papel y madera. Y mucha gente, muchísima gente, gente por doquier. Aunque no lo pareciese a primera vista, estaba muy fortificada. Una muralla de tierra con un foso la rodeaba en espiral, y seguidamente venía otro foso para después encontrarnos con la primera muralla de piedra y una entrada flanquead por dos torres. La vía hacia el Castillo estaba flanqueada por un muro alto y ancho a ambos lados y cruzaba otro foso, otra muralla de piedra y otra entrada con torres, esa era la ciudadela, una ciudad en medio de la ciudad. Debimos llegar al cuarto foso y la cuarta muralla, una muralla de muros muy recios por cierto, para recién entrar al Castillo del shogun.

Ya en un patio interior, nos separaron, y luego de descalzarnos, mi maestro, Fray Santiago y yo fuimos conducidos hacia la sala de audiencias. Sirvientes del shogun cargaban los cofres con los obsequios. Luego de esperar algunas horas, los ujieres y mayordomos nos hicieron pasar a una sala de audiencias o shoin.

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Era un salón amplio, despejado, bien iluminado y bien aireado. Las vigas y columnas de madera eran visibles, pero los paneles de las paredes estaban adornados por hermosas pinturas que representaban aves y árboles, campos y montañas. El piso era, como en todas las casas japonesas, de unas esteras llamadas tatami. Pero, creedme sapientísimo lector, en tan solemne sala no había muebles, ni una silla, mesa o estante. Toda la estancia estaba vacía! En la pared del fondo sobre un cojín bajo y amplio, vestido de seda negra, estaba sentado el Shogún Tokugawa Iemitsu. A su izquierda, los consejeros que había elegido para esta ocasión: un roju o consejero anciano, el kanjo bugyo o ministro de hacienda, uno de los jisha bugyo que eran los que se encargaban de los asuntos religiosos y el shoinban gashira, uno de sus jefes militares.

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Había sido instruido por Fray Santiago en repetir todo lo que él hiciese, y cuando él se arrodilló, apoyó las palmas en la estera y humilló la cabeza casi hasta tocar el piso con la frente, yo hice lo mismo, por lo que me fue difícil ver lo que sucedió, pero escuché todo. Don Francisco se mantuvo erguido y luego apoyo una rodilla y seguidamente apoyo los nudillos de su puño derecho en el tatami, inclino la cabeza y con voz grave recitó la presentación que había memorizado y practicado concienzudamente, con todas las rebuscadas inflexiones de voz propias de la lengua japonesa:
Shōgun Tokunawa Iemitsu ni go aisatsu mōshiagemasu. Ten'nō to sono-ka o kiken kara sukuidashi, teikoku no heiwa to heion o zen hōi ni iji shite kudasaru katadesu. Watashi, Furanshisuko de Rima, wa heiwa ni kite, watashi no ō ni yūjō o sasagemasu

“Saludos al shogun Tokunawa Iemitsu, el que vela porque el Emperador y su casa estén fuera de peligro, el que preserva la paz y la tranquilidad del Imperio en todas sus direcciones. Yo, Francisco de Lima, vengo en paz y ofrezco amistad de mi rey”.

Cuando fuimos autorizados a incorporarnos, quedamos todos de rodillas, en la posición de conversación formal llamada seiza. Lo primero que hizo mi maestro fue entregar los regalos: El shogun con su cara impasible, no mostro mayor interés cuando le presentó una daga de mano izquierda de acero damasquino de las Forjas de San Eloy, con una vela exquisitamente cincelada e incrustada en oro. Mostró más interés cuando examinó el anteojo largavistas que Don Francisco le ofreció, instrumento salido de los talleres del Marqués del Puerto en Valencia, era de latón y cuero, aunque su guarnición era de oro. Pero cuando abrió la caja que tenía la pistola del maestro Miruela quedó asombrado, pues acostumbrado a las llaves de mecha, una antigua llave de rueda consiguió sorprenderlo. Las llaves de rueda tenían varias décadas sin usarse en el reino, exceptuando algunas armas de fantasía como esta, pues lo que no tenía en alcance, confiabilidad y puntería, lo compensaba con creces en la ornamentación, la llave de acero con bajorrelieves e incrustaciones en oro primorosas, el cañón era liso pero también de acero, la empuñadura de plata con una terminación en cola de pez característica, toda labrada e incrustada en oro, baqueta de plata sólida cincelada: en suma, una joya.

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Finalmente en la última caja contenía una pesada bandeja de plata cincelada, típica del barroco peruano, con dos botellas de cristal con filigrana de plata, una con pisco moscatel y la otra con el macerado de damascos, además de un par de docenas de copas delicadamente talladas, todas obra del maestro Laínez, el mismo que confeccionaba los delicados instrumentos que mi maestro le solicitaba. El shogun no hizo el ademán de querer abrir alguna de las botellas, pero el rostro de Don Francisco se mantuvo inalterable.

Luego, Fray Santiago hizo una breve exposición diciendo que como el bakufu había decidido que el cristianismo no era bueno para el Japón, y no quería que estos fueran perseguidos o condenados a muerte por no abjurar de su fe, Don Francisco quería compensar – hizo hincapié en esa palabra- al shogun y a los daimios para retirar de las islas a los cristianos indeseables y permitir que Nihon viviese en paz bajo las leyes de los Tokugawa. Lo hizo con una humildad y una sumisión que conmovía verlo y escucharlo.

Luego el kanjo bugyo dijo que si los cristianos se iban, los daimios se quedaban sin trabajadores, y que se debería compensar a cada noble según la cantidad de campesinos rescatados, y esa negociación era aparte. Pero para dar el consentimiento inicial, se debería pagar al shogun. Y la cantidad era un hyo de plata por cada 1000 almas. Avisado lector, como vos recordareis, esa cantidad era el doble de lo que inicialmente le comunicaron al Fray Santiago. Además, de ninguna manera se podía considerar esos pagos como un derecho de comerciar con Japón. Al menos, para España y Portugal, el sakoku, la política de puertas cerradas, se mantenía con todo su rigor.

Cuando Fray Santiago tradujo esto y estaba por objetar, Don Francisco lo detuvo, señalando que en los buques de Urquijo, había plata suficiente. No regatearía por los varones, pero pediría 3000 mujeres por hyo, y los niños sin costo. Cuando el religioso tradujo la propuesta, el shogun bufó, y accedió de mala gana. El Maestro cirujano, confiando en la buena fe del shogun dijo que ni bien se firmen los documentos por triplicado, tanto en la lengua de Nihon como en la nuestra, le daríamos el medio hyo que llevamos en los cofres. Cuando Fray Santiago tradujo esto, Tokugawa respondió aburrido “hai, haisha”, o sea “sí, dentista”. Pero fue corregido de inmediato por nuestro religioso: “Haisha-Sama”, que en nipón quiere decir “Señor Dentista”. El shogun Iemitsu lo miró con un desagrado mal disimulado, llamó a uno de sus ayudantes militares, el cual salió de shoin luego de recibir órdenes en voz baja.

El pobre notario Arias, en la incómoda posición de seiza, tuvo que redactar el contrato y copiarlos por triplicado, los mismos que fueron traducidos por Fray Santiago y entregados al kanjo bugyo para que los revisase. Al estar conforme, se lo pasó al shogun para que finalmente pusiese su firma. Yo, actuando como secretario de mi maestro, calenté el lacre y afilé las plumas. El shogun, tomó un pincel y elegantemente caligrafió su firma y puso el sello con tinta negra que convertía los papeles firmados en documentos oficiales. Luego Don Francisco hizo lo propio, firmo los tres documentos y seguidamente, sobre el lacre caliente, puso su sello, el de Marqués de Campo de Derna.

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Cuando salimos de Edo, Fray Santiago estaba sonriente, pero no mi maestro, que guardaba silencio con gravedad. Lector dilecto, os puedo asegurar que Don Francisco algo barruntaba, había algo que le daba mala espina. De haber podido saberlo, nos habriamos ahorrado muchas y terribles penas, pues incluso antes que dejáramos la sala de audiencias, los herejes calvinistas y los consejeros del Shogún, con perfidia, tramaban nuestra perdición,


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- Muy fácil, Almirante. Todo ha sido muy fácil! Fray Santiago no quiere verlo, pero yo apuesto mis pulgares a que ahí hay gato encerrado! – A puerta cerrada en las estancias del almirante en el San Cosme, me confesaba con Urquijo, contándole mis sospechas – Fijaos, que teniendo ahí a uno de los ministros de hacienda, apenas regateamos, mostraron una condescendencia rara en el Shogún, que acostumbra imponer su voluntad a la fuerza.
- Calmaos, Don Francisco. Calmaos. Si Fray Santiago, que es de estas tierras, no ve peligro, porque vos lo veis?
- Almirante, no tengo elementos para sostener esta grave acusación, pero vos en esa sala de audiencias os hubieseis sentido como un hombre con la bolsa llena en un zoco lleno de cacos. Mirad, os juro que sentía que el shogun firmaría cualquier cosa con tal de quedarse con el par de arrobas de plata que llevábamos encima.
- Que pensáis hacer ahora?
- Nos faltan naves para reunir a los cristianos de la isla del sur. Los curas portugueses dicen que no muy lejos de aquí, en China la plata española es bien recibida y se puede comprar barcos grandes. He decidido enviar la zabra hacia esas aguas.
- Vos me dijisteis que también debéis negociar con los nobles locales.
- Es cierto, por eso estamos aproando al sur. Debemos de rodear la isla del sur. Matsukura Katsuie es el daimio que tiene la mayor cantidad de súbditos cristianos en la zona. Con él con el que debemos lidiar primero.
- Están exprimiendo vuestra bolsa por todos lados.
- Ah, mi buen José Mario –me permití esa muestra de confianza- si sólo fuese eso, dormiría más tranquilo. Confío en que Fray Manuel haga rendir mis reales y que traiga de China los mejores buques posibles. En un mes y medio nos deberíamos reunir de nuevo.
- Dónde deseáis que sea el punto de reunión – preguntó Urquijo desenrollando un mapa portugués de la zona – Esta es la isla principal y esta es la del Sur.
- Ved, aquí es donde esta Matsukura, en Shimabara. Para no poner todos los huevos en una sola cesta, no os parece correcto que nos reunamos aquí? – dije señalando un cuerpo de agua al otro lado de la isla- Vos qué pensáis?
- Sois prudente. Como se llama la bahía que habéis escogido?
- Dejadme ver, la letra es pequeña. Sí, lo leo. Tachibana…

Así, al doblar el cabo de Kagoshima, la San Esteban siguió hacia el este, hacia el golfo de Pechihli, donde se localizaban los puertos más cercanos a la capital de China. En tanto, el resto de los buques de Urquijo doblaron hacia el norte y enrumbaron hacia el Mar de Ariake, la profunda bahía en la costa occidental de Kyushu, la isla del sur. Ordené hacer unas banderas con la leyenda “Autorizado por el Shogun”, para que se luciesen en un lugar visible a la entrada de cualquier puerto. Desde varias millas mar adentro, pudimos ver la alta torre blanca del castillo de Shimabara el lugar donde deberíamos negociar con Matsukara. No más desembarcar, pudimos ver lo opresivo que era este daimio en la evidente desnutrición que se veía en sus súbditos: canijos hasta el hueso.

Pedimos audiencia y la concedieron: Fuimos conducidos al castillo, y comprobamos la solidez de sus muros, y la anchura de su foso. Pero si el shoin del shogun era de una elegante sencillez, la sala de audiencias de este noble era ostentosa pues el pan de oro cubría todas las columnas de madera, lo que hablaba bien de las personalidades de sus dueños: Mientras que a Iemitsu la máscara de impasibilidad ocultaba todos sus pensamientos (excepto cuando quería mandar un mensaje de desprecio), la cara de Katsuie era un libro abierto que proclamaba su estulticia y fatuidad. Si Goya lo hubiese retratado, habría puesto en este japonés la misma expresión de cretino pagado de sí mismo que le puso al Rey Felón.

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Luego de los regalos de rigor, los del daimio menos lujosos que los del shogun, pasamos a la negociación. Y si con Tokugawa la sensación fue de velada opresión, Matsukara se encargó de hacernos sentir que era el gato que jugaba con los ratones. Obtuvo medio hyo por millar de kirishitan varones liberados y por dos hyo, nos concedió el arrendamiento de una parcela en el extremo de la península de Shimabara, para que nos sirviese de embarcadero hasta que terminásemos la evacuación. También por un par de lingotes de plata, nos autorizó a comprar arroz y embarcaciones.

Pero no sólo eso, dijo que su concubina preferida tenía la cara hinchada y un terrible dolor de muelas, y que no se dejaba tocar por sus médicos. Y me conminaba a que la aliviase. Pablo, siempre diligente, además de secretario, seguía siendo mi asistente, y como tal, además de plumas, tinta y lacre, llevaba siempre un maletín con instrumental y fármacos.

Pasamos a una estancia bien iluminada, los paneles de papel dejaban pasar bastante luz, sin muebles. Me quité la armadura quedándome con las calzas y la casaca, hakama y haori en nipón, y nos lavamos las manos hasta el codo. La paciente, en el siglo XXI la consideraría pediátrica, era apenas una adolescente asustada: la pedofilia era otro de los vicios que afeaban a Matsukara. A Dios gracias no eran las cordales, estas no erupcionarían hasta dentro de cuatro a cinco años; era una molar inferior con una caries enorme, cúspides fracturadas y compromiso pulpar a la vista.

Pese a su miedo, se dejó examinar. Evidentemente, le dolía y mucho; y haríamos que eso jugase a nuestro favor. La anestesiamos con cocaína y a los minutos el dolor se había esfumado, eso sí, la jovencita estaba más excitada. Una vez sin dolor, evaluamos la mejor posición para trabajar y ciertamente esa no era de rodillas; así que una vez sentado, me puse unos cojines sobre los muslos y ella se acostó, reposando su cabeza sobre los cojines. Santiago me servía de apoyo sentándose espalda contra espalda conmigo, y Pablo, de rodillas, sostenía la cabeza de la muchacha. Seccionar las raíces y sacarlas una por una no fue muy difícil. La muchacha evolucionaría bien.

Pero, tal como pudimos comprobar casi en seguida, la gratitud tampoco figuraba entre las virtudes del daimio. Al vernos salir de la estancia, rió, con una risa metálica que se me antojó falsa, bromeando en voz alta con sus consejeros. Palidecimos cuando Santiago tradujo sus palabras, pues nos dimos cuenta que en Shimabara podíamos esperar la cortesía y agradecimiento de Polifemo: “… si le quita el dolor a Airi, el dentista será el último a quien le corte la cabeza”.


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Encontramos un lugar idóneo para el embarcadero en la boca del pequeño rio Minamigawa, a tiro de mosquete de las ruinas del castillo de Hara. Aguas protegidas del viento, sin corrientes fuertes, una buena playa que permitía la varada para carenar un buque del porte del San Cosme, y lo mejor, toda la extensión del terreno escogido era defendida por un lado por el rio y por otro por el mar. Si era necesario, y contando con la explanada sobre la que estaba asentada la deteriorada torre de las ruinas del castillo de Hara, ahí podrían caber veinte mil almas.

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Sin embargo, ya desde que pusimos pie en tierra, notamos la brutalidad con la que Matsukara trataba a sus súbditos: en una jaula de hierro colgada de un poste, expuesta a los vientos de otoño, estaba el cadáver reciente de una mujer embarazada (un embarazo avanzado por cierto, no tendría menos de 7 meses). Y al pie del poste una cabeza con la sangre coagulada de pocas horas. Un lienzo escrito (aunque ignoro si los pobres campesinos del lugar sabrían leer) señalaba que la mujer había sido enjaulada porque su familia no había podido pagar la cantidad de arroz de sus impuestos, y que su esposo había sido decapitado por protestar. Pagamos buenas monedas para que el recaudador nos autorizase a enterrar los cuerpos, y al cuello de la desdichada, pudimos encontrar un cordón con una cruz: llegábamos tarde para el rescate de la primera Kirishitan.

El recaudador de impuestos de la zona, Ichiki Iwao, un samurái devenido en burócrata, pero conservando la prerrogativa de los de su clase de poder usar la espada contra cualquiera situado debajo de él en la rígida pirámide social japonesa, era un individuo al que el servicio a su amo Matsukara le había endurecido el corazón y limitado el entendimiento: no se daba cuenta que estaba metiendo fuego a un caldero a punto de rebosar. Pero fue fácil llegar a un acuerdo monetario con él: Nos daría un recibo por cada medio hyo de plata entregado cuando se cumpliese la cantidad de 1000 cristianos puestos bajo nuestro cuidado. También, por su importe en metálico (seguramente con sobreprecio), pudimos comprar 50 kokus de arroz.

Muy pronto se pasó la voz y los cristianos comenzaron a llegar. Primero campesinos, luego artesanos, finalmente los ronin, samuráis sin señor. Al principio individuos aislados, luego familias enteras. Tenían un aspecto terrible y llegaban con sus pocos enseres a la espalda. Pese a que en los acuerdos con el shogun, teníamos explícitamente no predicar el cristianismo, nada nos impedía decir una misa, y para esos infelices, compartir los ritos que tenían varios años de proscripción, fue tocar el cielo.

Con el afán característico que los nipones ponían en toda tarea que comenzaban, un foso y un muro comenzó a delimitar nuestro emplazamiento al que llamamos Minami-Arima. Trazamos la cuadrícula característica de toda ciudad española del Nuevo Mundo y pronto, modestas casas de madera, paja y papel empezaron a hacer cuadras, respetando la plaza central, el espacio destinado a la iglesia y los almacenes para el arroz. Conseguir la madera buena era una dificultad, pues la tala estaba estrictamente reglamentada, pero la madera reutilizada era barata y la dureza del bakufu para con los cristianos, había despoblado mucho del campo de Shimabara, Nagasaki y las islas Amakasa, por lo que conseguirla no era difícil.

- Veis, hermano! Vuestras dudas y vuestros temores eran infundados.
- Quiera el Cielo que vos tengáis razón.
- Debemos cruzar el canal e ir a las islas Amakusa. Hay muchos cristianos viviendo ahí – me dijo Santiago mirando con intensidad al otro lado del estrecho, hacia el archipiélago de Amakusa.
- Vos me lo recordasteis hace poco. Sabéis, he pensado que el embarcadero ya está algo protegido, podemos dejar a la Compañía de guarnición. Iremos en el Derna y dejaremos a Urquijo el San Cosme y la Santa Apolonia. Mucho pan, poca mantequilla –me atreví a sonreír cansinamente, recordándole los pocos buques que teníamos.
- Nunca os he contado que en Amakusa vive mi hermana?
- No me contasteis los detalles, Miki-San. Pero siempre supe que teníais una hermana, cristiana como vos, viviendo en vuestro país.
- Ella estaba casada con Arima Shinya, poseedor de 700 koku, un sobrino del daimio anterior de Shimabara, Arima Harunobu o Juan Arima, buen cristiano que fue martirizado por el primer Tokugawa. El hijo de Juan, Miguel, abjuró de su fe y cuando el shogun le cambió el feudo de Shimabara por el de Nobeoka, Shinya cuyo nombre cristiano es el de vos, Francisco, quedó sin amo, se convirtió en un ronin. Fueron a vivir a Shimoshima, la isla grande de las Amakusa, pensando que vivir bajo Kato Tadahiro era soportable. Pero Ay! También los Kato fueron despojados de sus dominios, los cuales fueron entregados al clan Teresawa, que impusieron impuestos tan elevados como los de Matsukara. Desde entonces Marina, mi hermana y su familia, viven practicando su fe en secreto, pero en la pobreza.
- Serán los primeros en ser rescatados. Sabéis si vive aún?
- No tengo noticias de ella desde hace 5 años.
- Razón será para zarpar mañana mismo hacia Amakusa.

El archipiélago está formado por 4 islas principales, de ellas, la que concentra la mayor cantidad de población es Shimoshima, la más próxima a la península de Shimabara. Terazawa Katataka, el actual daimio, no vivía en Amakusa, sino en el lejano castillo de Karatsu, al otro lado de la isla de Kyushu, a varios días de navegación. Por lo que deberíamos entrar en negociación con el magistrado local, el gun-dai Hayashi Shigematsu, que vivía en el pueblo de Reihoku, el único de cierta importancia en Shimoshima. Las Amakusa eran islas con una topografía agreste, pues tenía muchas colinas empinadas, pero que los industriosos habitantes habían convertido en terrazas para el cultivo de arroz. Los bancales debían producir una cosecha abundante, si había miseria era por la tiránica carga que le imponían los Terezawa, casi el 75% de todo iba para el daimio y sus daikos.

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El Derna, con las banderas que proclamaban la autorización del shogun, quedó frente a Reihoku, y usando la falúa del bergantín, desembarcarnos Santiago, Fadrique, mis espadachines y yo. No fue difícil encontrar el centro administrativo o jin'ya, del magistrado, pues era una estructura rodeada por una empalizada y guarnecida por numerosos samurái. Por lo que pudimos ver, Hayashi operaba con bastante autonomía de Teresawa, ignoro si la plata que le dimos alguna vez será contabilizada por su amo. Aun así, acordamos un quintal de plata por cada 1000 kirishitan rescatados y la potestad de comprar arroz y algunas embarcaciones.

Tampoco fue difícil saber de la hermana de Santiago. Vivian un par de leguas del pueblo. Fue un encuentro muy emotivo. Francisco Arima cojeaba desde hacía un par de años; pero Marina, su hija Isabel y su hijo Diego, ambos adolescentes, estaban bien dentro de lo que cabía. Marina, indudablemente había sido una mujer bonita, pero pese a que no tendría ni 40 años, aparentaba 15 o 20 más de los que tenía. Pero había criado bien a sus hijos, leían y como buenos cristianos sabían latín y portugués; Francisco, como buen samurái, había entrenado a sus hijos varón y hembra en el uso de la espada y el arco. Y pese a la dureza de su situación, eran devotos y piadosos, a todos nos salieron las lágrimas cuando rezamos el rosario y aún más cuando nos dijeron que era mejor el martirio que la apostasía.

El capitán y el nostromo del Derna, habían echado el ojo a un par de juncos grandes, sengokubunes les llamaban, y al verlos interesados, varios pescadores se acercaron, Fray Gabriel, el sacerdote conocedor de la idiosincrasia de los lugareños, se ganó su confianza y pidió consejo y le mostraron varias hayabune grandes y un kobayabune de 24 remos. Le dijeron que muchos de ellos eran kirishitans, que practicaban su fe en secreto, y que como ahora tenían prohibido bajo pena de muerte alejarse mucho de la costa, preferían faenar en barcos más pequeños, porque el que conservaran su cabeza, muchas veces dependía del humor con el que Hayashi se hubiese levantado.

Cuando regresamos a Reihoku, una pequeña multitud de pescadores y marineros rodeaban a los nuestros. Todos eran cristianos, y todos deseaban dejar la opresión de Amakusa. Tampoco fue difícil encontrar a los dueños de los barcos, la kobaya, a la que nombramos Veloz me resultó especialmente agradable y útil, al no depender de los vientos, y no ser demasiado grande, era ideal para desplazamientos rápidos entre islas. La plata rápidamente cambió de manos. Con devoción, Fray Gabriel y Fray Santiago bautizaron a nuestras primeras naves japonesas siguiendo el consejo que había dado en la San Esteban: todo barco comprado, llevará de ser posible, el nombre de una advocación mariana; así todos saludamos con alegría cuando el pabellón de mar del reino flameó gallardamente en el palo mayor de las sengokubunes Monserrat y Aránzazu. Y cuando un par de lingotes de plata de una libra compraron unas docenas de koku de arroz, y otro par fueron a parar a la bolsa del gun-dai de las islas, supimos que el rescate de kirishitans había comenzado.

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