Un soldado de cuatro siglos
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- General de Ejército
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Un soldado de cuatro siglos
—Mi teniente, el capitán ha llamado a los oficiales.
—Gracias, Pepe. Voy ahora mismo.
¿Qué mosca le habría picado? ¿Tendría otra sorpresa como esos Sulcis? Igual era por darles faena, que no estaban en Arsuf de vacaciones, y Barrau tampoco olvidaba que Estébanez quería héroes muertos. Se puso el chaquetón, tomó el fusil y el tirogiro —cualquiera los dejaba rondando por ahí tantos dedos largos— y se calzó el chambergo, que volvía a caer una lluvia fina.
Cuando entró en la tienda, la llovizna se había convertido en chaparrón. Barrau se quitó el sombrero y lo sacudió, mientras refunfuñaba—. Yo que pensaba que venía a un desierto... Si lo llego a saber me quedó a disfrutar del clima de Flandes.
—Acércate a la estufa, Barrau —le indicó el capitán—, y no protestes, que ya llegará el verano y te arrepentirás.
—Sí, mi capitán, pero no negarás que este tiempo es una m***da.
—Con chorreras y pinchada en un palo, pero aprovecha para calentarte mientras esperamos a los demás.
Cuando estuvieron todos —además de Izquierdo y Barrau, los tenientes García y Villegas, y tres alféreces, entre ellos Rojas—, el capitán le pidió a Pepe que repartiera unas tazas con vino peleón.
—Mejor no puede ser, que a los cabrones de moros no les gusta el morapio, todo porque el guarro de Mahoma era un estirao. Ahí tenéis unos chuscos y un poco de chorizo, por si alguien tiene gazuza ¿Estáis todos servidos? Pues al grano. Como me temía, al Estébanez no le hace gracia nuestra presencia y ha decidido meternos en otro berenjenal. Barrau y Rojas, como sois nuevos no sabréis del lío del Chivaso, cuando el Grajo lo envió a Jafa para que saliera escaldado. Ahora ha debido pensar que, como no le salió bien la primera vez, si repite con menos soldados igual suena la flauta por casualidad. Nuestro batallón va a reforzar a los que quedan del Chivaso para intentar tomar Jafa. La compañía tendrá que reforzar el flanco de tierra y, si vienen mal dadas, proteger la retirada. La caballería estará al tanto.
—Perdona, mi capitán —interrumpió Villegas— ¿El Grajo nos manda con planes de retirada? ¿Tan poca confianza tiene?
—Esas son las órdenes.
—¿Tendremos algún apoyo?
—Esta vez sí. Una batería de obuses. Los que trajo el novato —respondió, mirando a Barrau.
—¿Quién los manda? Por si lo conozco —preguntó Barrau.
—No creo. Va a ser el teniente Guirao, que vino aquí con nosotros. Un pajarito me ha dicho que tampoco le hace mucha gracia a su mandamás y se lo ha quitado de encima. Hablaré con él, pero la idea es que los obuses vayan con la compañía. Si todo va bien, ni veremos tiros, pero si toca salir por piernas, les daremos protección mientras el batallón y los del Chivaso se retiran. Saldremos mañana al amanecer. Avisad a los hombres, y no os preocupéis porque los turcos se alarmen, que el Grajo ha dicho a la caballería que se adelante, por si algún culinegro aun no se ha enterado de que vamos a atacar.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Un soldado de cuatro siglos
—Seguro que los Sulcis les vinieron la mar de bien en el Naralauja.
—Mejor que bien. Si no los hubiéramos llevado no estaría aquí. Resultó que al poco de que la Armada nos dejara Arsuf el tiempo volvió a empeorar. Los navíos tuvieron que hacerse a la mar y alejarse de la costa, pero justo antes un bergantín trajo una orden diciéndole a Grajal que se moviera de una vez. Por lo visto, al de Savona le había llegado la noticia de que Lazán ya estaba en Alejandría, y fue cuando decidió mover el cul*, después de pegarse semanas tocándose la pirindola… —Don Félix tosió y se disculpó—. Lo siento, ya sabe cómo me pone esa alimaña.
—No se necesitan disculpas.
—Es que a Doña Miriam no le hace mucha gracia la parla cuartelera. Bueno, sigamos, que si me voy por las ramas no bajo. Le decía que Savona despertó y, viendo que cualquier día aterrizaría el Marqués, decidió moverse de una puta vez a ver si ganaba algún laurel. Savona se decidió por fin a asaltar Ascalón, y necesitaba que atrajésemos a los turcos. Por desgracia, no imaginaba lo bien que le iba a salir la estrategia. Ya le he dicho que nos había tocado un turco listo, el pachá Elmes Mehmed, y le tenía tomada la medida al Grajo, digo a Grajal…
—¿El Grajo?
—Así le llamaba Izquierdo, que no lo tenía en muy bien concepto. Con todo, mejor será mostrar respeto con el mando, ahora que lo soy —contestó, riéndose de su propio chiste—. Le decía que el turco ya había visto que Grajal no era un Alejandro. Valor tenía, he de decirlo, pero en la cabeza no le entraba ni media compañía. Decidió que tenía que tomar Jafa, que era el objetivo inicial, pero en lugar de llevar toda su fuerza, lo iba a intentar con solo la caballería y dos batallones, el que quedaba del Chivaso y el mío. Si mala idea era mandar tan pocos, peor todavía mezclar unidades con diferentes lenguas. Que se suponía que los italianos entendían el cristiano, pero para mí que ponían cara de comprender y luego hacían lo que les daba la gana. Elmes Mehmed se imaginó que Grajal iba a meter otra vez la pata, y decidió que era mejor sacrificar Ascalón si a cambio nos daba un repaso.
—Pero Ascalón resistió ¿No es así? —Pregunté a Don Félix.
—Pues sí. Ya le he dicho que nos tocó un turco listo. Había ordenado a los suyos que levantaran terraplenes, pero como sabía que los cañones los desharían, el muy cuco hizo que cavaran trincheras unos metros atrás. La idea era que allí la artillería no les haría pupa y, cuando los nuestros asomaran por las brechas, los moros se les tirarían encima a sablazos. En Jafa también había preparado algunas defensas así, pero solo al pie de las murallas, porque quería que nos metiéramos en una trampa. En la que Grajo cayó, como buen gamusino que era.
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- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Haré bien en colmar de elogios la construcción naval española antes de Otamendi: El galeón de Manila, pese a su desplazamiento, se mostraba muy avaro con los vientos, pues aprovechaba hasta la más pequeña ráfaga para moverse por los mares. No, no voy a engañarlos diciendo que era un buque ágil, pues tardaba lo suyo en virar, pero para lo que fue diseñado, ir cargado hasta los topes con seguridad y economía, lo hacía muy bien.
Como en los navíos zarpados del Callao, no había pilotos expertos ni en el viaje a las Indias Orientales, ni en el Tornaviaje, Lastra cedió a parte de sus pilotos, así dos vascos Juan Bilbao fue al San Cosme y Santiago Ugalde a la Santa Apolonia y un par de montañeses Gabriel de Aldecoa y Juan Arbaiza a la Derna y la zabra. Aun así, La Concepción tenía aún 4 pilotos experimentados, además de otros 8 que estaban aprendiendo las mañas de la ruta.
Cada cierto tiempo, Lastra, García y Mejicano subían a la San Cosme. Los primero que detectaron es que por bien entrenados que estuviesen los mosqueteros de la Compañía del Hospital y la Reina, estos no tenían ni idea de cómo repeler un abordaje. Pero, una cosa por otra, tal como José de Burgos señaló, los tlaxcaltecas aún disparaban mosquetes de mecha, una antigualla y no tenían idea del uso de los estoques breda, por lo que sus formaciones eran alternando piqueros y arcabuceros, otra antigualla. Eso significó que del San Cosme partiesen 150 fusiles y bredas, con todos sus accesorios, bien aceitados y en sus barriles; simétricamente, de la Concepción llegaron recias moharras de asta corta, alfanjes, mazas y hachas de abordaje. Y así, las carencias bélicas de unos y otros, fueron limándose en las cubiertas gracias al entrenamiento cruzado.
En mi amplio camarote, yo no perdía el tiempo. Ignacio me había hecho los planos de una fragata a remos, inspirada en buques similares rusos y suecos del siglo XVIII. Pero para un nostálgico de Artemisión y Salamina, un navío de guerra a remos sin espolón estaba manco. Así que calculando pesos, fui haciendo unos planos alternativos: Sin el bauprés ni las velas de cuchillo de proa, habría un ahorro de casi una tonelada, y si tenemos en cuenta que el espolón de Athlit pesaba casi media tonelada y tenía dos metros y medio de largo por uno de alto, tendría aun por lo menos 400 kgs de madera para reforzar la proa. Y siempre me quedaba el manido recurso de si quedaba muy pesado de morros, zampar lingotes de plomo en el sollado de popa. Eso sí, no mucho plomo porque los canales de navegación en las islas japonesas no son muy profundos y sus juncos mucho calado no tienen. También tuve tiempo de dibujar con mas detalle los planos de una balandra rápida de las que en el siglo siguiente serían comunes en las Bermudas, un buquecito así no seria difícil de construir y seria de mucha ayuda en una nacían que en realidad es un archipiélago. Pero no solo eso. Los dos meses y medio de navegación me dieron tiempo a repasar muchas notas de química. Después de todo, algunos pigmentos eran muy apreciados por todo el lejano oriente, y nunca hay que perder de vista que alguna fórmula y procedimiento enrevesado, era tener una carta alta bajo la manga. Además, confiaba en que la “diplomacia del escalpelo” me podría abrir tantas puertas como la buena plata de Taxco.

Además, Fray Santiago se afanaba en que aprendiese el japonés lo mejor posible. No soy lento en aprender, pero los matices de la lengua japonesa son muy, pero muy difíciles de dominar:
- Así no, hermano! Humillad la cabeza y decidlo en un tono muy sumiso, de lo contrario, estaréis dando la apariencia de decir una cosa con la boca, pero otra con vuestras actitudes.
- A ver, Miki San: Sumimasen, onegaishimasu…
- Mejor, pero la “u” de onegaishimasu hacedla menos sonora.
- Todo para pedir disculpas.
- Para pedir disculpas antes de pedir la palabra.
- Vuestra lengua es más fácil cuando es para ser ásperos.
- Jai! Pero vos estaréis ahí para ser suave como la seda. Así que practicad vuestros modales, Haisha-Sama.
- Ah, ese es mi nombre en vuestra lengua.
- En realidad vuestro título- lo dijo sonriendo, y agregó- pero vos sabéis mejor que yo, que a veces el titulo se convierte en el nombre.
Y así pasaron las semanas, he de confesar que el tiempo fue benévolo con nuestra pequeña flota, los vientos de fresquito a frescachón siempre de popa nos acercaban al Japón con rapidez, no tuvimos ni un día de calma chicha, ni tampoco una tormenta que nos obligase a recoger trapos. Hicimos una escala en la Isla de las Velas, la principal y mayor de las Marianas, para aguar y comprar carne de cerdo fresca y en cecina (la verdad es que la presencia española en Guam era nula, de no ser por el paso del Galeón de Manila en el viaje de ida una vez al año. Por suerte, su llegada siempre era bien recibida). Estuvimos apenas un par de días, lo suficiente para que todos los tripulantes se diesen un atracón de cerdo asado con piña, pues la carne fresca la consumimos al momento.
A las pocas semanas divisamos en el horizonte una costa verde elevada. Lastra se acercó brevemente al San Cosme y nos instruyó acerca de lo que vendría:
- La costa que veis allí, es el norte de la isla Cebú, la más septentrional de las Filipinas. Aquí nos separamos, pues Nuestra Señora de la Concepción debe aproar al Sur hacia Manila, en tanto vosotros deberéis seguir hacia el Norte.
- Vuestros pilotos nos han traído con bien, Don José.
- Son gente baqueana. Ahora van a seguir la corriente del tornaviaje, aquella que los navegantes naturales de vuestra isla –lo dijo respetuosamente dirigiéndose a Fray Santiago- llaman corriente negra. Esta los llevará de sur a norte, y pasareis por la isla pequeña para luego llegar a la isla principal de Cipango.
- Recordad, por favor, que estaremos esperando con ansia ver las velas del Almirante Bracamonte y todas las que el Almirante Cereceda pueda enviar para recoger a las almas que vamos a rescatar.
- Os prometo, señor marqués, que haré cuanto pueda para que vuestras angustias sean breves. Sé que el tiempo os apremia, porque Fray Santiago me ha contado las opresivas condiciones que viven nuestros hermanos en la fe en sus islas. Regreso a mi nave. Id con Dios.
Así fue. La corriente del tornaviaje nos acercaba al Japón con más rapidez que los vientos, el veterano piloto Juan Bilbao nos iba describiendo las costas por la que íbamos pasando.
- Ved, ese promontorio que veis a la lotananza corresponde a Kagoshima, el punto más meridional de la isla más meridional, nosotros seguiremos la corriente, navegaremos algo más hacia levante, pero siempre de sur a norte.
A los días, nos actualizó:
- Ahora, la estamos navegando frente a la isla principal. Hace diez años, cuando el comercio era más libre, nuestros galeones iban hasta el puerto de la principal ciudad de Cipango, Edo, donde reside el válido del rey de esas tierras. Los portugueses hacían la ruta con carracas enormes, pero se quedaban en la isla del sur.
Aunque los términos no eran los más exactos, Bilbao sabía de lo que hablaba: en la bahía de Edo, residía el Shogún. Ieyasu ya había muerto, pero después de 37 años de gobernar sin sombras para su familia, el shogunato Tokugawa era firme en las manos de su nieto Iemitsu. Y hacia Edo debíamos de ir, para tratar de comprar las vidas de todos y cada uno de los “kirishitan” del Japón.
Como en los navíos zarpados del Callao, no había pilotos expertos ni en el viaje a las Indias Orientales, ni en el Tornaviaje, Lastra cedió a parte de sus pilotos, así dos vascos Juan Bilbao fue al San Cosme y Santiago Ugalde a la Santa Apolonia y un par de montañeses Gabriel de Aldecoa y Juan Arbaiza a la Derna y la zabra. Aun así, La Concepción tenía aún 4 pilotos experimentados, además de otros 8 que estaban aprendiendo las mañas de la ruta.
Cada cierto tiempo, Lastra, García y Mejicano subían a la San Cosme. Los primero que detectaron es que por bien entrenados que estuviesen los mosqueteros de la Compañía del Hospital y la Reina, estos no tenían ni idea de cómo repeler un abordaje. Pero, una cosa por otra, tal como José de Burgos señaló, los tlaxcaltecas aún disparaban mosquetes de mecha, una antigualla y no tenían idea del uso de los estoques breda, por lo que sus formaciones eran alternando piqueros y arcabuceros, otra antigualla. Eso significó que del San Cosme partiesen 150 fusiles y bredas, con todos sus accesorios, bien aceitados y en sus barriles; simétricamente, de la Concepción llegaron recias moharras de asta corta, alfanjes, mazas y hachas de abordaje. Y así, las carencias bélicas de unos y otros, fueron limándose en las cubiertas gracias al entrenamiento cruzado.
En mi amplio camarote, yo no perdía el tiempo. Ignacio me había hecho los planos de una fragata a remos, inspirada en buques similares rusos y suecos del siglo XVIII. Pero para un nostálgico de Artemisión y Salamina, un navío de guerra a remos sin espolón estaba manco. Así que calculando pesos, fui haciendo unos planos alternativos: Sin el bauprés ni las velas de cuchillo de proa, habría un ahorro de casi una tonelada, y si tenemos en cuenta que el espolón de Athlit pesaba casi media tonelada y tenía dos metros y medio de largo por uno de alto, tendría aun por lo menos 400 kgs de madera para reforzar la proa. Y siempre me quedaba el manido recurso de si quedaba muy pesado de morros, zampar lingotes de plomo en el sollado de popa. Eso sí, no mucho plomo porque los canales de navegación en las islas japonesas no son muy profundos y sus juncos mucho calado no tienen. También tuve tiempo de dibujar con mas detalle los planos de una balandra rápida de las que en el siglo siguiente serían comunes en las Bermudas, un buquecito así no seria difícil de construir y seria de mucha ayuda en una nacían que en realidad es un archipiélago. Pero no solo eso. Los dos meses y medio de navegación me dieron tiempo a repasar muchas notas de química. Después de todo, algunos pigmentos eran muy apreciados por todo el lejano oriente, y nunca hay que perder de vista que alguna fórmula y procedimiento enrevesado, era tener una carta alta bajo la manga. Además, confiaba en que la “diplomacia del escalpelo” me podría abrir tantas puertas como la buena plata de Taxco.

Además, Fray Santiago se afanaba en que aprendiese el japonés lo mejor posible. No soy lento en aprender, pero los matices de la lengua japonesa son muy, pero muy difíciles de dominar:
- Así no, hermano! Humillad la cabeza y decidlo en un tono muy sumiso, de lo contrario, estaréis dando la apariencia de decir una cosa con la boca, pero otra con vuestras actitudes.
- A ver, Miki San: Sumimasen, onegaishimasu…
- Mejor, pero la “u” de onegaishimasu hacedla menos sonora.
- Todo para pedir disculpas.
- Para pedir disculpas antes de pedir la palabra.
- Vuestra lengua es más fácil cuando es para ser ásperos.
- Jai! Pero vos estaréis ahí para ser suave como la seda. Así que practicad vuestros modales, Haisha-Sama.
- Ah, ese es mi nombre en vuestra lengua.
- En realidad vuestro título- lo dijo sonriendo, y agregó- pero vos sabéis mejor que yo, que a veces el titulo se convierte en el nombre.
Y así pasaron las semanas, he de confesar que el tiempo fue benévolo con nuestra pequeña flota, los vientos de fresquito a frescachón siempre de popa nos acercaban al Japón con rapidez, no tuvimos ni un día de calma chicha, ni tampoco una tormenta que nos obligase a recoger trapos. Hicimos una escala en la Isla de las Velas, la principal y mayor de las Marianas, para aguar y comprar carne de cerdo fresca y en cecina (la verdad es que la presencia española en Guam era nula, de no ser por el paso del Galeón de Manila en el viaje de ida una vez al año. Por suerte, su llegada siempre era bien recibida). Estuvimos apenas un par de días, lo suficiente para que todos los tripulantes se diesen un atracón de cerdo asado con piña, pues la carne fresca la consumimos al momento.
A las pocas semanas divisamos en el horizonte una costa verde elevada. Lastra se acercó brevemente al San Cosme y nos instruyó acerca de lo que vendría:
- La costa que veis allí, es el norte de la isla Cebú, la más septentrional de las Filipinas. Aquí nos separamos, pues Nuestra Señora de la Concepción debe aproar al Sur hacia Manila, en tanto vosotros deberéis seguir hacia el Norte.
- Vuestros pilotos nos han traído con bien, Don José.
- Son gente baqueana. Ahora van a seguir la corriente del tornaviaje, aquella que los navegantes naturales de vuestra isla –lo dijo respetuosamente dirigiéndose a Fray Santiago- llaman corriente negra. Esta los llevará de sur a norte, y pasareis por la isla pequeña para luego llegar a la isla principal de Cipango.
- Recordad, por favor, que estaremos esperando con ansia ver las velas del Almirante Bracamonte y todas las que el Almirante Cereceda pueda enviar para recoger a las almas que vamos a rescatar.
- Os prometo, señor marqués, que haré cuanto pueda para que vuestras angustias sean breves. Sé que el tiempo os apremia, porque Fray Santiago me ha contado las opresivas condiciones que viven nuestros hermanos en la fe en sus islas. Regreso a mi nave. Id con Dios.
Así fue. La corriente del tornaviaje nos acercaba al Japón con más rapidez que los vientos, el veterano piloto Juan Bilbao nos iba describiendo las costas por la que íbamos pasando.
- Ved, ese promontorio que veis a la lotananza corresponde a Kagoshima, el punto más meridional de la isla más meridional, nosotros seguiremos la corriente, navegaremos algo más hacia levante, pero siempre de sur a norte.
A los días, nos actualizó:
- Ahora, la estamos navegando frente a la isla principal. Hace diez años, cuando el comercio era más libre, nuestros galeones iban hasta el puerto de la principal ciudad de Cipango, Edo, donde reside el válido del rey de esas tierras. Los portugueses hacían la ruta con carracas enormes, pero se quedaban en la isla del sur.
Aunque los términos no eran los más exactos, Bilbao sabía de lo que hablaba: en la bahía de Edo, residía el Shogún. Ieyasu ya había muerto, pero después de 37 años de gobernar sin sombras para su familia, el shogunato Tokugawa era firme en las manos de su nieto Iemitsu. Y hacia Edo debíamos de ir, para tratar de comprar las vidas de todos y cada uno de los “kirishitan” del Japón.
La verdad nos hara libres


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Un soldado de cuatro siglos
Los cañones españoles dispararon en dirección hacia Jafa. Inútil gasto de pólvora, pensó Barrau, porque la ciudad estaba a varios kilómetros y los proyectiles cayeron en los terraplenes, pero no alcanzaron las murallas. Sin embargo, el teniente se sorprendió al ver que la llanura estaba plagada de agujeros llenos de turcos, que al escuchar zumbar los proyectiles salieron a escape. Miles de hombres, con vestimentas más o menos coloridas, corriendo por su vida. Entonces escuchó cascos de caballo, y apenas tuvo tiempo de apartarse, porque cuatro escuadrones de caballería pasaron entre las líneas y se lanzaron a la caza de los turcos que se desbandaban. A la cabeza iba el mismísimo conde de Grajal, con el sable en alto.
—¡Menudo imbécil! —soltó Izquierdo, con voz suficiente como para que le oyeran desde Jerusalén— ¿Para qué leches enarbola el cuchillito? ¿Para cortarse? ¡Cuando alcance a los turcos tendrá el brazo tan agarrotado que ni lo notará! ¡Compañía! ¡Adelante, a paso rápido! ¡Guirao, mete ritmo a los mulos! Me da que el Grajo los va a necesitar.
La compañía se puso en marcha. Iban muy cargados, ya que el capitán había ordenado a cada soldado que llevara nada menos que ciento cincuenta disparos y cuatro bombas ¿Qué pretendía? —pensaba Barrau— ¿Conquistar Jerusalén él solito? Asimismo, cargaban con palas, sacos vacíos, la ración del día, y una cantimplora de dos litros. Si el jefe quería que fueran cargados como mulos sería por tener la mosca detrás de la oreja. También notó que los soldados no iban en formación, sino con un despliegue más o menos abierto. La sección de García iba en cabeza, la de Villegas cubría el flanco a la derecha, y él iba detrás. Ya le había preguntado al capitán cómo desplegar a sus hombres, y la respuesta le dejó bien claro lo que pensaba Izquierdo:
—Barrau, hombre de Dios ¿Para qué crees que sirve formar, llevando un Sulcis de repetición y bombas de mano? Tú preocúpate de que tiren bien, de que no se amontonen y de que sepan resguardarse.
No le había dado tiempo a ensayar nada, pensó Félix, pero si los soldados eran de la cosecha de ese tal Pepe, y sabiendo cómo se las gastaba el Tirillas, seguro que se las apañarían bien. Aceleraron la marcha, aunque sin llegar a la carrera, mientras el capitán iba musitando maldiciones sobre locos cazadores de gloria. Aunque parecía que todo iba bien. Los turcos siguieron corriendo como conejos, y los jinetes se dedicaron a cazar fugitivos y cruzaron el río. Dejaron de verse cuando cruzaron la arboleda ribereña.
—¿A dónde va ese memo? —Gritó Izquierdo— ¡Compañía, a la carrera, a ver si llegamos al río antes de que se líe parda!
Era un kilómetro, pero los hombres estaban en buena forma y en pocos minutos llegaron al bosquete de acirones de la ribera. Más allá, un talud marcado por las huellas de los caballos caía al río Naralauja. El teniente no esperaba que llevara tanto caudal, que casi parecía al Cinca en el llano ¿Quién iba a decirlo en una tierra tan seca? Aunque con los temporales de esa primavera, era normal que bajara crecido. No era el Ebro, se podría vadear con cuidado, pero podía suponer una barrera formidable. Entonces un cañonazo le sobresaltó. Hubo otro, y otro más, y también se escuchó el ruido como de traca de arcabuces y mosquetes. Además, escuchó el retumbo de cascos que venían desde interior. El capitán reaccionó el primero y empezó a gritar órdenes—. ¡La hostia! ¡Compañía, a formar un perímetro! ¡García, tú en la orilla, Villegas y Barrau, a la izquierda! ¡Fuego a discreción!
¿Fuego? Si no se veía a nadie. Aun así, desplegó sus hombres. Como los de García se habían metido entre los árboles, Barrau posicionó a los suyos a su izquierda.
—¡Barrau, extiende más a los tuyos! —Ordenó el capitán.
El teniente obedeció, justo cuando vio llegar una masa de jinetes que se habían acercado aprovechando la depresión del río. Como no debían querer meterse entre los árboles, se desviaron hacia donde él estaba. Entonces empezaron a tirar los de Villegas.
—¡Sección, fuego! ¡Disparad a los caballos! —Gritó Barrau.
Los fusileros se pusieron rodilla en tierra y dispararon cuando los turcos que iban en cabeza aun estaban a por lo menos trescientos metros. Obedeciendo las instrucciones, lo hacían contra las monturas, un blanco mucho mayor. Decenas cayeron, pero los turcos, en lugar de desanimarse, se lanzaron al galope, queriendo cruzar la zona de muerte cuanto antes. Eran centenares de jinetes ligeros con caballos briosos; seguramente el que los mandaba sabía que iban a sufrir, pero que podrían aplastar a los pocos defensores. Sin embargo, no imaginaba el efecto de los fusiles de repetición. Las monturas caían por decenas, y con ellas sus jinetes; además, como la carga se dirigía directamente hacia los de Barrau, casi no era preciso apuntar. Los jinetes que iban detrás se enredaron con los ya caídos, pero otros pasaron, acercándose cada vez más a los españoles… y siendo alcanzados cada vez en mayor número. Cuando estaban a cincuenta metros, los pocos supervivientes se dieron la vuelta; pero detrás llegaban infantes. No en cuadros, sino también corriendo, empuñando chuzos y espadas. Se cruzaron con los jinetes que huían y con los desmontados, pero siguieron adelante. Hasta que, cuando la distancia cayó a cien metros, empezaron a caer, derribados por racimos. Intentaron flanquear por la izquierda, sin que pudieran eludir el fuego. Al final se metieron en un pequeño barranco. Los de Barrau dispararon contra los que salían por el otro lado, hasta que los turcos dejaron de intentarlo.
—¡Alto el fuego! Aprovechen para recargar los peines.
Los soldados se pusieron en pie, pero entonces se escucharon disparos y uno se desplomó. Barrau escuchó a una bala pasar sobre su cabeza, cual avispa enfurecida.
—¡Cuerpo a tierra! Esos hideputas tienen fusiles.
Justo entonces se acercó Izquierdo, andando como si estuviera de paseo, e ignorando las balas.
—Bien hecho, Barrau.
—Mi capitán, tenga cuidado, que esos cabrones tienen fusiles largos. Se han metido ahí mismo, escondidos en un barranco. Le pido permiso para sacarlos a bombazos.
—No sé, que me parece que alguno de esos culinegros no está muerto del todo —indicó, señalando hacia donde habían caído los jinetes.
—Había pensado en ir por la izquierda mientras Villegas nos cubre.
—La verdad es que no me hace gracia tener a esos demonios tan cerca. Eso sí, ten mucho cuidado, que no nos sobra gente.
Los soldados se adelantaron sin perder un ojo a los cadáveres de los caballos y a lo que pudiera haber detrás. De vez en cuando disparaban los de la sección de Villegas, a veces por ver movimiento, otras para que no lo hubiera. Cuando cubrieron la mitad de la distancia, Barrau ordenó a dos pelotones que se desplegaran, y que el de Gordillo se adelantara. El sargento ya se lo había hecho idea—. Mire, mi teniente, mehôh que îh tôh, me yebo a media dozena con tôh lô petardô que pueda, y a lô demá lô pongo en ezô arboliyô, pa que cruzen lâ balâ con lâ de uûtté. Me bendría bien que ezô de Biyegâ dîpparen un poco pa que agaxen la xiilotra ezô malahê.
Dicho, entendido —tras alguna cavilación— y hecho. El fuego de las dos secciones hizo que los turcos no asomaran la cabeza —tampoco lo habían hecho antes, desanimados por la puntería española, que un par de soldados con Mieres con miras se estaban poniendo las botas—, y por eso el primer aviso que tuvieron fue el de las explosiones de las bombas. Eso sí, fue como remover un avispero, que salieron decenas corriendo, los más escapando, pero algunos hacia los españoles. La fusilería volvió a hablar y los atrevidos se desplomaron.
—¡Alto el fuego! ¡Reservad la munición! Recoged los peines, y nos retiramos.
Al poco, la sección de Barrau había vuelto a tomar posiciones entre los árboles. Desde Jafa seguía llegando el ruido del combate; al poco, empezaron a volver caballos sueltos. Al menos, también llegó al río el resto de la infantería española, con Estébanez cabalgando a la cabeza. El teniente vio que Izquierdo se dirigió al coronel.
—A sus órdenes, mi coronel. Me parece que el conde se ha metido en un lío.
—¿Le preocupan unos pocos turcos?
—No son unos pocos, mi coronel, y tenga cuidado, que están ahí mismo.
—Sí, ya veo de qué pie cojea. Me lo imaginaba. Quédese aquí en la ribera, con los obuses. Yo seguiré adelante con los valientes.
Barrau vio que Izquierdo enrojecía. Se temía cualquier reacción, pero el capitán consiguió contenerse. Estébanez montó en su caballo y ordenó a las compañías formar tras él, formando columnas. Luego se adelantó, vadeó el río y ascendió por la ribera contraria. Tras él fueron seis compañías que cruzaron con el agua hasta el pecho. Después se perdieron tras los árboles.
Barrau se acercó a la posición de Villegas, para preguntarle a su compañero de qué iba eso.
—Viene de lejos. Al capitán, eso de ir en columna o en línea le parece una estupidez, pero el coronel le acusó de cobarde y lo mandó con los descarriados. Apenas había finalizado la explicación cuando se acercó Izquierdo.
—Poco me ha faltado para sacar el tirogiro.
—Yo también le tuve ganas, pero ha sido mejor que no lo hiciera, mi capitán.
—Mejor para mí, que no para el hideputa, que ya me lo encontraré si sale de esta ¿Habéis visto semejante fantoche, a caballo para que todo Dios lo vea? Los pobres de detrás, bien juntitos unos con otros, para que no puedan usar sus fusiles. Igual hubiera tenido que volarle la tapa de los sesos.
El capitán iba a seguir con su diatriba cuando se presentó el artillero, que por fin había llegado.
—Capitán Izquierdo, soy el teniente Guirao. A sus órdenes.
El capitán aun tenía la cara más que roja, grana, pero respondió calmadamente—. Me alegro de verle ¿Tiene alguna orden del Grajo o del zopenco… digo del conde de Grajal o del coronel?
—No, el coronel Estébanez me ha dicho que espere aquí, que ya me llamará cuando llegue a la puerta de Jafa.
—A la puerta del infierno me parece que va. Usted, busque alguna buena posición ¿Qué le parece aquí, con Villegas? Ponga un par de piezas apuntando hacia el monte, que por ahí me parece que hay mucho turco, y los otros, hacia la otra orilla ¡Barrau, Villegas! A ver si despejamos un poco esto. Que los hombres limpien la posición, que caven pozos, llenen los sacos de tierra y planten estacas.
—¿Crees que será necesario? —Preguntó Villegas.
—Pues no lo sé, pero no me fío un pelo, que más vale prevenir que curar ¡García, pasa con tu sección al otro lado! ¡Llévate algún enlace!
La compañía se afanó en mejorar la posición. La lluvia había ablandado la tierra y en poco tiempo consiguieron cavar una trinchera en forma de «L», con el lado largo apuntando hacia el mar y con la tierra extraída formando un parapeto. Los obuses quedaron en la esquina que daba al río, y prepararon la batería para que pudiera cambiar de orientación con rapidez. En medio montaron un trípode con un telémetro. A su vez, los de García cavaron una trinchera en la otra orilla.
—¡García! —Gritó con impaciencia el capitán— ¿Qué coñ* pasa por allá? ¿Han dicho algo los escuchas? Como parecía que no le oían, envió otro enlace, que tardó unos minutos en cruzar y volver.
—Mi capitán, el cabo Ramírez dice que hacia Jafa hay tanto humo que no se ve un pimiento.
—¿Tampoco ve a los de Estébanez?
—Tampoco.
—Pues vaya. Seguiremos con la espera. Que la gente coma y beba un poco.
—¿Podríamos aprovechar el agua del río? —Se atrevió a preguntar Barrau.
—Si quieres pillarte una cagalera, tú mismo ¿Te fías de lo que hayan hecho los culinegros aguas arriba? Por ahora, bebe solo de tu cantimplora.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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