Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Lo prometido es deuda. Empiezan los tiros.
Durante la noche volvió a llover. Primero unas gotas, luego se escucharon truenos, y finalmente se abrieron las compuertas del cielo. Los hombres aguantaron el temporal como pudieron. Cuando el amanecer llegó con luz mortecina, los soldados recogieron las tiendas, no pocas del suelo, y se pusieron en marcha. No paraba de diluviar, pero Arsuf ya no estaba lejos.
A la sección de Barrau le tocaba ayudar con los carros. Ocho hombres para cada pieza, dos por rueda, con palancas para que giraran. Llovía cada vez más y empezó a caer granizo, que rebotaba sobre armones y obuses con ruido ensordecedor. El teniente pensó que sería el momento ideal para que los turcos atacaran. Entonces, escuchó gritos.
—¡Al arma! —Intentó hacerse oír; al ver que no le escuchaban, empuñó su tirogiro y disparó al aire. Los soldados se volvieron y le vieron apuntar hacia la cortina líquida. A su vez, tomaron sus Mieres y los cargaron; justo cuando se les echaban encima los turcos. Centenares de árabes con lanzas y espadas se lanzaron aullando sobre los españoles; pero estos respondieron con los fusiles. Barrau se protegió tras un cañón y siguió disparando con su pistola. Cuando se quedó sin munición, desenfundó el sable, sin que llegara a necesitarlo, porque a sus lados ya estaban formando soldados que disparaban y recargaban. Indicó a algunos que protegieran sus espaldas, mientras la sección seguía reorganizándose. El fuego de los fusiles obligó a los árabes a retirarse, dando ocasión a que la sección se desplegara y contratacara.
—¡Artilleros, preparen el cañón! —Ordenó a unos soldados que se encontraban junto a la pieza.
—Pertenecemos a la batería del capitán Gonzaga, mi teniente.
—¡Los cojo*** de Mahoma! ¡Alistad el cañón si no queréis que os corte los huevos!
Los artilleros soltaron el cañón del atalaje— ¿Hacia dónde, mi teniente?
—Hacia allá, paralelos a la columna, con metralla, hasta que diga basta ¡Sargento Ramírez, con su pelotón proteja el cañón! ¡Procure que no nos dispare por la espalda! ¡Guillén, su pelotón que se quede en retaguardia! ¡Grasa, el suyo, conmigo!
El obús del doce disparó un bote de metralla que se abrió a pocos metros. Medio minuto después volvió a abrir fuego; por entonces, el diluvio estaba dando tregua, permitiendo ver la masa de árabes aullantes que estaba atacando el convoy, y los claros sangrientos que había abierto los disparos de los obuses. Un momento después el pelotón que mandaba Barrau cayó sobre el flanco de los atacantes, ya aturdidos por los cañonazos. Los que no escaparon, cayeron ante los fusiles. El teniente siguió recorriendo y aliviando la columna, añadiendo soldados a su fuerza. Vio a un oficial apoyado en un armón y con el brazo colgando de unas tiras rojas.
—Capitán Herrero, a sus órdenes.
—Gracias, Barrau. Yo defenderé la posición. Siga hacia la cabeza.
A medida que se movía, más y más españoles se le fueron uniendo, hasta que al final eran más de un centenar los que estaban atacando a los árabes por el flanco. Mientras, otros pelotones se recompusieron, y un segundo obús se unió al fuego. Hasta que, casi tan de repente como había empezado todo, el ataque cesó. Los fusileros siguieron tirando contra los que se replegaban, hasta que desaparecieron tras un barranco.
—¡Los de mi izquierda, seguidme, vamos a desalojar a esos hideputas!
Los españoles siguieron al teniente, que se había adelantado con su sable en alto. Al llegar al barranco, vieron que estaba ocupado por centenares de árabes.
—¡Bombas de mano! —Las explosiones se sucedieron entre la masa— ¡Sigan disparando!
Atrapados en el arroyo, sin otras armas que sus espadas y lanzas, los árabes solo sirvieron de blanco a los Mieres, hasta que el fondo del barranco se convirtió en una pasta de barro, sangre y carne rota. Barrau dejó a los soldados para que vigilaran, y volvió al convoy.
—Sargento Guillén ¿Dónde está el capitán?
—Se ha desangrado, señor. El capitán Gonzaga también ha caído.
El oficial recorrió la columna, organizando a los soldados para que atendieran a sus camaradas, hasta que vio a un superior.
—Capitán Laínez, el teniente Barrau a sus órdenes.
—Vaya desastre, teniente —se lamentó el oficial, viendo el matadero en que se había convertido la cabeza de la columna—. Voy a ver quién queda vivo por allí. Mientras, tome el mando.
Cuando Laínez regresó, dos centenares de españoles habían formado un perímetro, con los obuses apuntando hacia el interior. Además, el pelotón de Guillén volvió, empujando a medio centenar de prisioneros.
—Teniente, ya veo que se las apaña bastante bien. Me temo que soy el oficial de mayor grado que ha quedado entero. Le dejo a cargo del perímetro mientras organizo el socorro.
—La intención de Lazán era que Grajal marchara hacia el sur y obligara al turco a moverse, para entonces pasar al ataque general. Pero resultó que el conde era un inepto.
—El marqués solía ser cuidadoso con sus subordinados ¿Cómo fue que se le colara Grajal?
—La verdad es que nadie se esperaba que saliera rana. Ahora bien, piense que el ejército llevaba veinte años sin librar una guerra grande. Se había peleado mucho, pero en acciones menores, contra bandas rebeldes, o en las Indias. De tal manera que nadie sabía si el barón de Perico o el vizconde de Juanito iban a dar la talla. Grajal había hecho gala de valor como capitán en Las Dunas; pero lo que tenía de bravura le faltaba de sesera. Aunque se le había advertido que tenía que esperar un ataque, al tipo no se le ocurrió mejor idea que ir dejando gente en cada parada. Además, debió pensar que hacerse acompañar de convoyes de abastecimiento afectaría al paso de caracol con el que marchaba hacia Jafa, y prefisió mandarlos tras sus huellas, uno a uno, para tentar al turco. Eso sí, no acuso solo al conde, que el de Savona podría haberle dado un par de gritos, pero ahí se quedó, en Jafa, a la espera que San Juan bajara el dedo.
—Así que Grajal iba a paso de tortuga.
—Imagínese. Le llevó doce días ir desde Acre hasta Arsuf. Siete kilómetros cada día, que cualquier rapaz recorre en hora y media. Cuando llegó, hasta en Pekín sabían lo que se preparaba. Por si no le bastara con su logradísima imitación de un caracol, al poco empezó a pedir suministros, dando ocasión a Elmes Mehmed para que nos diera un buen susto. El turco, que ya le he dicho que sería muy pagano, pero sabía más que los ratones colorados, fue a por el convoy que protegía mi batallón, y contra otro que acababa de salir de Cesárea. Nos libramos por los pelos.
—Fue en esa acción donde se ganó la Cruz de Jaime I.
—Algún tiro pegué —confirmó con modestia—, aunque la verdad es que el batallón quedó para el arrastre.
Durante la noche volvió a llover. Primero unas gotas, luego se escucharon truenos, y finalmente se abrieron las compuertas del cielo. Los hombres aguantaron el temporal como pudieron. Cuando el amanecer llegó con luz mortecina, los soldados recogieron las tiendas, no pocas del suelo, y se pusieron en marcha. No paraba de diluviar, pero Arsuf ya no estaba lejos.
A la sección de Barrau le tocaba ayudar con los carros. Ocho hombres para cada pieza, dos por rueda, con palancas para que giraran. Llovía cada vez más y empezó a caer granizo, que rebotaba sobre armones y obuses con ruido ensordecedor. El teniente pensó que sería el momento ideal para que los turcos atacaran. Entonces, escuchó gritos.
—¡Al arma! —Intentó hacerse oír; al ver que no le escuchaban, empuñó su tirogiro y disparó al aire. Los soldados se volvieron y le vieron apuntar hacia la cortina líquida. A su vez, tomaron sus Mieres y los cargaron; justo cuando se les echaban encima los turcos. Centenares de árabes con lanzas y espadas se lanzaron aullando sobre los españoles; pero estos respondieron con los fusiles. Barrau se protegió tras un cañón y siguió disparando con su pistola. Cuando se quedó sin munición, desenfundó el sable, sin que llegara a necesitarlo, porque a sus lados ya estaban formando soldados que disparaban y recargaban. Indicó a algunos que protegieran sus espaldas, mientras la sección seguía reorganizándose. El fuego de los fusiles obligó a los árabes a retirarse, dando ocasión a que la sección se desplegara y contratacara.
—¡Artilleros, preparen el cañón! —Ordenó a unos soldados que se encontraban junto a la pieza.
—Pertenecemos a la batería del capitán Gonzaga, mi teniente.
—¡Los cojo*** de Mahoma! ¡Alistad el cañón si no queréis que os corte los huevos!
Los artilleros soltaron el cañón del atalaje— ¿Hacia dónde, mi teniente?
—Hacia allá, paralelos a la columna, con metralla, hasta que diga basta ¡Sargento Ramírez, con su pelotón proteja el cañón! ¡Procure que no nos dispare por la espalda! ¡Guillén, su pelotón que se quede en retaguardia! ¡Grasa, el suyo, conmigo!
El obús del doce disparó un bote de metralla que se abrió a pocos metros. Medio minuto después volvió a abrir fuego; por entonces, el diluvio estaba dando tregua, permitiendo ver la masa de árabes aullantes que estaba atacando el convoy, y los claros sangrientos que había abierto los disparos de los obuses. Un momento después el pelotón que mandaba Barrau cayó sobre el flanco de los atacantes, ya aturdidos por los cañonazos. Los que no escaparon, cayeron ante los fusiles. El teniente siguió recorriendo y aliviando la columna, añadiendo soldados a su fuerza. Vio a un oficial apoyado en un armón y con el brazo colgando de unas tiras rojas.
—Capitán Herrero, a sus órdenes.
—Gracias, Barrau. Yo defenderé la posición. Siga hacia la cabeza.
A medida que se movía, más y más españoles se le fueron uniendo, hasta que al final eran más de un centenar los que estaban atacando a los árabes por el flanco. Mientras, otros pelotones se recompusieron, y un segundo obús se unió al fuego. Hasta que, casi tan de repente como había empezado todo, el ataque cesó. Los fusileros siguieron tirando contra los que se replegaban, hasta que desaparecieron tras un barranco.
—¡Los de mi izquierda, seguidme, vamos a desalojar a esos hideputas!
Los españoles siguieron al teniente, que se había adelantado con su sable en alto. Al llegar al barranco, vieron que estaba ocupado por centenares de árabes.
—¡Bombas de mano! —Las explosiones se sucedieron entre la masa— ¡Sigan disparando!
Atrapados en el arroyo, sin otras armas que sus espadas y lanzas, los árabes solo sirvieron de blanco a los Mieres, hasta que el fondo del barranco se convirtió en una pasta de barro, sangre y carne rota. Barrau dejó a los soldados para que vigilaran, y volvió al convoy.
—Sargento Guillén ¿Dónde está el capitán?
—Se ha desangrado, señor. El capitán Gonzaga también ha caído.
El oficial recorrió la columna, organizando a los soldados para que atendieran a sus camaradas, hasta que vio a un superior.
—Capitán Laínez, el teniente Barrau a sus órdenes.
—Vaya desastre, teniente —se lamentó el oficial, viendo el matadero en que se había convertido la cabeza de la columna—. Voy a ver quién queda vivo por allí. Mientras, tome el mando.
Cuando Laínez regresó, dos centenares de españoles habían formado un perímetro, con los obuses apuntando hacia el interior. Además, el pelotón de Guillén volvió, empujando a medio centenar de prisioneros.
—Teniente, ya veo que se las apaña bastante bien. Me temo que soy el oficial de mayor grado que ha quedado entero. Le dejo a cargo del perímetro mientras organizo el socorro.
—La intención de Lazán era que Grajal marchara hacia el sur y obligara al turco a moverse, para entonces pasar al ataque general. Pero resultó que el conde era un inepto.
—El marqués solía ser cuidadoso con sus subordinados ¿Cómo fue que se le colara Grajal?
—La verdad es que nadie se esperaba que saliera rana. Ahora bien, piense que el ejército llevaba veinte años sin librar una guerra grande. Se había peleado mucho, pero en acciones menores, contra bandas rebeldes, o en las Indias. De tal manera que nadie sabía si el barón de Perico o el vizconde de Juanito iban a dar la talla. Grajal había hecho gala de valor como capitán en Las Dunas; pero lo que tenía de bravura le faltaba de sesera. Aunque se le había advertido que tenía que esperar un ataque, al tipo no se le ocurrió mejor idea que ir dejando gente en cada parada. Además, debió pensar que hacerse acompañar de convoyes de abastecimiento afectaría al paso de caracol con el que marchaba hacia Jafa, y prefisió mandarlos tras sus huellas, uno a uno, para tentar al turco. Eso sí, no acuso solo al conde, que el de Savona podría haberle dado un par de gritos, pero ahí se quedó, en Jafa, a la espera que San Juan bajara el dedo.
—Así que Grajal iba a paso de tortuga.
—Imagínese. Le llevó doce días ir desde Acre hasta Arsuf. Siete kilómetros cada día, que cualquier rapaz recorre en hora y media. Cuando llegó, hasta en Pekín sabían lo que se preparaba. Por si no le bastara con su logradísima imitación de un caracol, al poco empezó a pedir suministros, dando ocasión a Elmes Mehmed para que nos diera un buen susto. El turco, que ya le he dicho que sería muy pagano, pero sabía más que los ratones colorados, fue a por el convoy que protegía mi batallón, y contra otro que acababa de salir de Cesárea. Nos libramos por los pelos.
—Fue en esa acción donde se ganó la Cruz de Jaime I.
—Algún tiro pegué —confirmó con modestia—, aunque la verdad es que el batallón quedó para el arrastre.
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Un soldado de cuatro siglos
El capitán Laínez se reunió con los oficiales que habían sobrevivido: otro capitán y siete tenientes. Además, el capitán Gonzaga de los artilleros llevaba un sablazo en la tripa; seguía vivo, pero parecía que no por mucho. No había sobrevivido nadie de la caballería.
—Señores, ya ven el panorama. No somos ni la mitad, y tenemos cien heridos graves. Las órdenes son seguir hasta Arsuf ¿Ustedes lo creen factible?
Samaniego, el otro capitán que seguía más o menos entero, fue el primero en responder—: Tendríamos que dejar a los heridos atrás.
Todos sabían lo que les harían los turcos. Aun así, Laínez vaciló un momento, y solo se negó al ver que los presentes empezaban a protestar—. No abandonaremos a nadie ¿Hay manera de llevarlos?
—Si encontramos carromatos en alguna aldea, sería factible, pero habría que dejar atrás los obuses y la munición —contestó Samaniego.
—No son esas las órdenes.
—Disculpe, mi capitán —intervino Barrau—. De aquí a Arsuf hay pocas horas. Tal vez podría ir a buscar ayuda y, de paso, llevarme los heridos que puedan andar.
—No creo que consiga pasar, teniente.
—Creo que podré hacerlo durante la noche, por la playa que hay al pie de los acantilados. Si está vigilada, tendré tiempo para volverme antes del amanecer. Mientras, podrían buscar carros y, si no vuelvo mañana, decidir si seguir o si quedarse con los heridos.
Barrau aun tuvo que insistir para convencer al capitán. Después, ordenó al sargento Guillén que repusiera las municiones y que buscara cuerdas. Al anochecer las emplearon para descolgarse por el acantilado costero de arenisca, una roca traidora que se desmoronaba con apenas tocarla. Aun así, consiguieron bajar hasta el pie. Una vez en la orilla, empezaron a marchar por la estrecha playa que quedaba entre las rompientes y el talud; la luna menguante apenas iluminaba, pero poco importó al teniente, pues si ellos no veían, menos lo harían los centinelas turcos. Con todo, envió unos centenares de metros por delante a un par de batidores, para que vieran si el camino era practicable y, también, para evitar malos encuentros. Detrás iba el pelotón y los heridos. La marcha era penosa entre la arena blanda, las piedras y las salpicaduras de espuma; de nuevo, una molestia bienvenida, pues las olas borraban las huellas y el ruido apagaba cualquiera que pudieran causar los soldados. Hasta los heridos marchaban con ánimo, aunque con demasiada frecuencia tenían que hacer altos para que recuperaran fuerzas. Cuando llevaban dos horas de marcha vieron la luz de una fogata: los turcos habían aprovechado la salida de un barranco para situar un puesto de vigilancia, pero los españoles lo sortearon con facilidad metiéndose en el agua. El teniente, viendo que aun le quedaba camino y que parecía expedito, envió a dos soldados de vuelta para avisar que se retrasaría.
Tras evitar el puesto turco, Barrau siguió hacia el sur, marchando por la franja de arena batida por los cachones para no dejar huellas. Anduvieron durante otras dos horas, sin encontrar a nadie. Cuando pensó que ya había llegado, y al seguir sin encontrar vigilancia, ordenó a dos soldados que ascendieran el acantilado aprovechando un pequeño barranco. Fue entonces cuando escucharon voces en castellano.
* * *
Como yo había leído las actas del juicio contradictorio que le valió a Don Félix la Cruz de Jaime I, sabía que habían sido algo más de «unos pocos tiros». Según el expediente, él había organizado el contrataque que salvó al batallón cuando estaba a punto de sucumbir. Sin embargo, la humilde naturaleza de Don Félix no le permitía vanagloriarse —aunque no hubiera nada de vana, sino gloria más que merecida— y prefería no hablar de sus hazañas. Así que dejé que siguiera relatando la acción a su modo.
—Le repito que el pagano que teníamos enfrente, el pachá Elmes Mehmed, adoraría a los huevos de Mahoma, pero de tonto no tenía un pelo. Tampoco de listo, que cuando se quitaba el turbante remedaba un huevo de avestruz, pero le faltaban cabellos, que no ideas. Ese turco tenía un sano respeto por lo que pudiera hacer el marqués y, cuando vio que habíamos desembarcado a su espalda, estuvo pensando en levantar el campo. Esa era la idea, que el conde de Grajal amenazara la retaguardia turca para levantar la perdiz, y así acabar con los turcos en una de esas batallas de movimiento que tanto gustaban al marqués, al que, por desgracia, seguían reteniendo los mismos vientos que tanto nos habían perjudicado. Pero yo no sé si al conde le entró el tembleque, o si pensó que con llegar hasta Arsuf bastaba; la cuestión es que aprovechó el temporal que le dejó incomunicado para fortificarse y verlas venir.
—Frustrando los planes —repuse.
—Peor todavía. Al menos, podría haber mantenido reunidas sus fuerzas, pero no se le ocurrió mejor idea que ir dejando guarniciones a cada paso, y hacer pasar convoyes por territorio enemigo con las provisiones o los cañones que había olvidado llevar consigo. Por si fuera poco, tuvo la ocurrencia de enviar al tercio de Chivaso hacia Jafa, no se sabe para qué si no llevaba artillería. Así resultó que la división fue débil en todas partes. En Arsuf, el conde tenía media legión, bastante para la defensa, pero para nada más. El resto de la fuerza estaba repartido en un rosario de puestos pequeños que ofrecieron al turco victorias fáciles. El pachá aprovechó el mal tiempo para retirar parte del ejército sin que el conde se enterara, y lanzarlo contra todos esos puestos. El resultado ya lo conoce. Mi batallón se salvó por los pelos, pero la guarnición de Cesárea fue masacrada, el convoy que de allí venía, también, la del monte Carmelo las pasó de a metro, y los del Chivaso tuvieron que retirarse tras perder un cuarto de los suyos. Mientras, Savona seguía en Jafa, haciendo tiempo por si los turcos se movían, como quien espera la segunda venida.
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Un soldado de cuatro siglos
Quinta escena
Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.
Migración y emigración
Como parece lógico, los tres factores antedichos (progreso tecnológico, mejora de la salud y disponibilidad de alimentos), además de llevar al rápido incremento de la población, trajeron consigo importantes modificaciones sociales.
La más llamativa fue la urbanización. En 1630, solo el 6% de la población vivía en las diez ciudades peninsulares de más de treinta mil habitantes. En las dos mayores, Sevilla y Lisboa, había unos ciento treinta mil vecinos en cada una, lejos de los doscientos mil de Londres, los trescientos mil de París o Nápoles, y muy por debajo de los seiscientos cincuenta mil de Estambul. Que las ciudades españolas fueran pequeñas no impedía que, como las europeas, fueran deficitarias de población: el hacinamiento y la pésima salubridad hacían que fueran deficitarias en población. Por ejemplo, los sistemas de alcantarillado brillaban (casi) por su ausencia. Solo unas pocas ciudades conservaban algunas cloacas de origen romano o árabe, que no tenían las mínimas condiciones sanitarias. Un ejemplo fue Valencia, que tenía una de las redes más completas, pero se componía en su mayoría de acequias descubiertas que luego echaban las aguas residuales al foso de las murallas. En la mayoría de las localidades las aguas fecales, las basuras y los residuos se echaban directamente a la calle. Como consecuencia, el ambiente era fétido, pero resultaba mucho más grave el contagio de enfermedades de transmisión fecal oral, y las transmitidas por insectos o ratas (el paludismo y la leptospirosis eran endémicos en Valencia). Las enfermedades infecciosas causaban tal mortalidad que los nacimientos no compensaban las defunciones, y la población de las ciudades solo podía sostenerse gracias a la llegada de gentes desde el campo. En este, la inmensa mayoría se dedicaba a las labores agropecuarias (el 85% de la población española de 1630), frecuentemente en pequeñas aldeas y en alquerías mal comunicadas.
Fueron las innovaciones sanitarias y la mejora de la nutrición las que iniciaron el proceso. La población rural empezó a incrementarse ya en fases tempranas del Resurgir. Este aumento no fue generalizado ni simultáneo. Empezó por la costa y en las vegas de los ríos, sobre todo de los valencianos, para luego extenderse por el resto de la Península, siguiendo los principales ríos. Incluso al final del Resurgir había comarcas alejadas que se mantenían al margen, e incluso disminuyeron de población a causa de la emigración. Solo en la Transformación el ferrocarril permitió superar las dificultades orográficas y las largas distancias, y culminar el proceso iniciado durante los decenios anteriores.
En el capítulo anterior ya se ha relatado como la sobrecogedora mortalidad maternoinfantil era la que limitaba la población: en una época sin medios anticonceptivos, una mujer que tuviera la fortuna de no perecer de complicaciones obstétricas (de «sobreparto») podía pasar hasta por quince o veinte gestaciones; sin embargo, pocas familias conseguían sacar adelante a más de dos o tres niños. En un panorama desolador, pequeños cambios tuvieron efectos explosivos. Técnicas obstétricas como la extracción fetal con fórceps (y, posteriormente, mediante ventosa) unida a la aplicación de normas higiénicas que evitaran la fiebre puerperal disminuyeron la mortalidad materna a menos de la mitad: un efecto inesperado fue que hubo excedente de mujeres, ya que muchos varones se enrolaban en el ejército o pasaban a las Indias. Los autores dieron fe con la figura de la «solterona», que se convirtió en uno de los tópicos de las novelas costumbristas.
La atención obstétrica salvó a tantos bebés como a mujeres; además, los recién nacidos tenían mayores posibilidades de superar los peligrosos primeros años de vida. La vacunación antivariólica aun estaba lejos de erradicar esa plaga de la Península, pero se estima que las muertes por viruela habían disminuido a la quinta parte al final del Resurgir. La higiene, la mejor calidad del agua y la lucha que las Juntas de Sanidad mantenían contra enfermedades como el paludismo disminuyeron aun más la mortalidad infantil. Además, la nueva técnica de la rehidratación por vía oral llevó a que bajara el número de muertes por deshidratación de causa infecciosa, que era una de las enfermedades asesinas de bebés; aunque no hay datos del todo fiables, los estudios del doctor Don Maximino Calero Núñez estiman que en 1675 la mortalidad por gastroenteritis infecciosa había disminuido en dos tercios. Al unirse estas mejoras a la disponibilidad de más alimentos y de mejor calidad, la supervivencia infantil fue mucho mayor. Según el doctor Calero, en 1675 la media de hijos por mujer (excluyendo a las religiosas) que llegaban a los cinco años de edad era de cuatro y medio. Otros autores proponen cifras de entre cuatro y seis hijos supervivientes; no fueron más porque la lactancia materna prolongada retrasaba las siguientes gestaciones, y porque se empezaron a difundir los métodos anticonceptivos que más adelante se describirán.
La consecuencia fue que la población peninsular creció rápidamente, y en 1675 superaba los diecinueve millones. Teniendo en cuenta la emigración, significa que el incremento fue de un 2% anual, aproximadamente, mientras que en el resto de Europa era de un raquítico 0,2%; debe tenerse en cuenta que la mayor parte de ese crecimiento se produjo entre 1660 y 1680, en los que la tasa superó el 3%. Sin embargo, el aumento no fue homogéneo. Algunas comarcas, las que disponían de tierras más fértiles, las que más se beneficiaban de las nuevas técnicas agrarias, y a las que primero llegaron las técnicas sanitarias, ya estaban creciendo a un ritmo del 3% anual en 1640: significa que en el plazo de una generación (en esa época, veinte años) su censo casi se había duplicado. Sin embargo, a pesar de que se habían puesto en cultivo más tierras, y se trabajaban más intensamente las existentes (al sustituir el barbecho por la rotación de cultivos o el empleo de fertilizantes), la introducción de más animales de tiro y de las primeras máquinas agrícolas llevaron a que la demanda de mano de obra creció mucho menos. Bruscamente, se produjo un excedente de población rural que el agro no podía absorber. Como resultado, primero miles y, después, millones de hispanos tuvieron que buscar otro medio de vida. Muchos lo encontraron en Ultramar, pero el principal flujo migratorio fue interno, dirigido hacia las ciudades donde la industria demandaba cada vez más mano de obra y prometía mejor calidad de vida. Ya se ha relatado que uno de los focos con mayor atractivo fue la costa mediterránea, no solo por la industria valenciana, sino gracias a la desaparición de la amenaza corsaria que había mantenido el litoral despoblado durante siglos.
El Reino de Valencia fue el caso más llamativo. Poco antes del periodo estudiado, y según el arbitrista Jiménez de Salt, la expulsión de los moriscos le hizo perder el 28% de sus habitantes; los estudiosos modernos suelen elevar esas cifras al 30-35%. En los años siguientes se dio un caso infrecuente: según el arbitrista, tras la expulsión el reino apenas recibió inmigrantes, y fueron los vecinos de las ciudades los que ocuparon el puesto que habían dejado libres los moriscos. En cualquier caso, el reino había experimentado un serio menoscabo, y en 1630 apenas tenía unos trescientos cincuenta mil habitantes. Sin embargo, fue el primero en beneficiarse de las innovaciones, y en 1640 ya tenía medio millón de habitantes, habiéndose recuperado por completo de los efectos de la expulsión. En los cuarenta años siguientes el ritmo de crecimiento se mantuvo en un 4%, aproximadamente, y en 1675 la población del reino superaba los dos millones. La capital pasó de ochenta mil habitantes de 1630 a los cuatrocientos cincuenta mil de 1675, tantos como tenía todo el reino antes de la expulsión de los moriscos. Además de Valencia, destacaban la comarca industrial de Sagunto, con cien mil habitantes, en la huerta valenciana había ciento cincuenta mil, sesenta mil en Alicante y cuarenta mil en Elche. Lo que pareció increíble a los coetáneos que, a pesar de tal expansión, no había estrecheces en el reino, entre la agricultura local, la pesca y las importaciones de cereal (principalmente de Egipto).
Algo parecido ocurrió en la Península. Desde el agro salió un enorme flujo de gentes que se dirigió hacia donde la nueva economía ofrecía trabajo. Fue, principalmente, en las ciudades costeras (incluyendo Sevilla, conectada con el mar por el Guadalquivir), y se debió a la industria (en Valencia y la costa cantábrica), al comercio, especialmente, tras la supresión del monopolio que tenían Sevilla y Cádiz, y a la agricultura especializada (como la vitivinícola en Oporto, Málaga, las Canarias o Jerez, y la cría caballar, también en Jerez). Como resultado, la costa española se llenó de grandes ciudades. Sin embargo, el centro de la Península, peor comunicado, no se benefició en la misma medida. Viejas ciudades como Valladolid, Burgos, Salamanca o Toledo apenas crecieron. Valladolid es claro ejemplo: tras perder población tras la vuelta de la Corte a Madrid, durante el periodo de estudio apenas consiguió recuperarse y en 1675 solo tenía veinticinco mil vecinos. Fue Madrid, la capital administrativa, la que más prosperó, pasando de ciento veinte mil vecinos a doscientos cincuenta mil, y no pudo hacerlo más por la dificultad de llevar suficientes alimentos; solo cuando el ferrocarril conectó la capital con la costa, ya en la Transformación, el crecimiento de Madrid se disparó. Con todo, incluso en el interior peninsular hubo ciudades que prosperaron, sobre todo en el valle del Guadalquivir (donde Córdoba, que había pasado de cincuenta mil vecinos en 1570 a solo tenía treinta mil en 1620, consiguió recuperarse y llegar a los sesenta mil) y del Ebro, donde Zaragoza duplicó su población, y la pequeña ciudad de Logroño pasó de diez mil habitantes en 1600 a treinta y dos mil en 1675, gracias a la exitosa exportación de vinos y de hortalizas.
Esta migración interna no solo se produjo hacia las grandes ciudades industriales y comerciales, sino hacia las localidades de su extrarradio, y hacia las cabeceras de comarca, que tenían papel no solo administrativo sino también comercial y, en pequeña escala, manufacturero (por ejemplo, en la producción de conservas vegetales). Muchas llegaron a ser más grandes que las capitales del siglo anterior: las más llamativas fueron los de Gijón, Mieres, Jerez, Elche y Sagunto, pero también pasó en localidades más pequeñas. Un ejemplo fue Barbastro, en Aragón, que tenía en 1675 once mil habitantes gracias no solo a la tradicional producción vitivinícola y de frutos secos, sino a haberse convertido en un centro productor de plantas medicinales.
También el resto del Imperio se vio afectado por los cambios sociales y por el proceso de urbanización. En Italia se reprodujo el proceso que había experimentado la Península, aunque con un retraso estimado en veinte años; a cambio, la fertilidad de sus suelos y la proximidad al mar favoreció el rápido desarrollo. Flandes ya había tenido una estructura urbana en el siglo anterior, pero la desastrosa rebelión y la pérdida del comercio ultramarino (con cuyos beneficios no solo se pagaban mercenarios, sino que se adquirían los alimentos que el pantanoso país apenas producía) sufrió un rápido declive, sobre todo en las antiguas provincias rebeldes: entre la capitulación de 1645 y el censo de 1675, habían perdido una tercera parte de su población, sobre todo por la emigración a estados protestantes, es decir, Inglaterra y el norte de Alemania. Esos holandeses anti españoles tuvieron un papel crucial en los sucesos que llevaron a la Guerra de Sucesión.
Por el contrario, las provincias sureñas de Flandes, que habían vuelto al catolicismo y gozaban de cierto grado de autogobierno, se incorporaron a la innovación, aunque más tardíamente que Italia. En esa región la urbanización no había sido tan marcada como en el norte, y apenas había cambiado en 1675; sin embargo, por entonces ya se había iniciado la explotación de los yacimientos de carbón de Valonia, que condujeron en los años siguientes a un rápido crecimiento.
Durante el Resurgir España completó la conquista de los puertos del norte de África ya iniciada por Carlos I. Ahora bien, eran puestos militares y, solo en segundo lugar, comerciales. Su población se mantuvo o incluso disminuyó por la salida, forzada o no, de musulmanes. Algo parecido ocurrió en Egipto, de donde salió un cuarto de millón de musulmanes, que solo fueron sustituidos en parte por inmigrantes europeos.
En las Indias, ya desde el primer momento de la Conquista la hispanización comenzó por las ciudades, tanto las antiguas, como Ciudad de México y, en menor medida, Cuzco, como las fundadas durante el siglo anterior: entre otras, Caracas, Bogotá, Lima, La Habana, Veracruz o Manila. Durante el Resurgir se fundaron otras que estaban llamadas a ser grandes urbes; sin que sea una lista exhaustiva, se podrían citar Villanueva del Río, Naiad y San Francisco en Norteamérica, Montevideo en el Río de la Plata, Ciudad del Cabo en Sudáfrica, Villa Real de Singapore en Malaca, o Nuevallanes en Tercera. Otras pasaron de ser simples puestos de avanzada a tener cierta importancia: fue el caso de Buenos Aires, también en el Río de la Plata. Estas nuevas ciudades tenían papel administrativo, pero también militar, al ser centros de resistencia frente a las revueltas indígenas y a las incursiones de otras potencias europeas. En las Indias la migración interna tuvo una dirección inversa a la que había en la Península: a los núcleos urbanos llegaban los inmigrantes europeos, allí se concentraban los criollos y los indios cristianos, y era por donde entraban los avances técnicos. Luego, de ellas salía un flujo migratorio y colonizador hacia el interior, donde se organizaban nuevas ciudades. De ahí que la repoblación en las Indias tuviera un carácter aun más urbano que la peninsular.
Con todo, en las Indias se retrasaron algunas de las innovaciones citadas en capítulos anteriores. Lo escaso y disperso de la población más las enormes distancias llevaron a que la producción fuera principalmente para el autoconsumo, y que hubiera poca especialización. Aun así, desde las grandes llanuras del Misisipí y del Mar del Plata se enviaban a Europa carnes curadas, cereal y algodón. El Caribe fue la fuente de azúcar de Europa, y Egipto, de cereal y de algodón. Con la especialización también llegó la industrialización, aunque fuera a menor escala. Factores cruciales fueron la llegada de centenares de miles de colonos, y el control de las plagas que tan grave menoscabo habían supuesto en esos territorios. Ya en la Transformación se crearían las primeras factorías de «industria pesada» (es decir, la relacionada con la siderurgia y la construcción en metal).
La urbanización en los territorios extrapeninsulares se favoreció por la llegada de emigrantes, ya que la migración interna no bastaba para absorber el exceso de población peninsular. Afortunadamente, y como más adelante se describirá con detenimiento, las Indias, que habían empezado a recuperarse del catastrófico siglo anterior, también acogieron a millones de inmigrantes: en la fase final del Resurgir fueron dos millones los que cruzaron el Atlántico. También hubo colonización a gran escala en la isla – continente de Tercera, a la que llegaron nada menos que tres cuartos de millón de refugiados quirisitanes. En ese territorio la colonización tuvo un carácter urbano aun más marcado, pues se partió desde asentamientos como Nueva Mahón, Nueva Santoña y, sobre todo, San Felipe de Nueva Llanes, la actual Nuevallanes, la capital de la Tercera España del otro lado del mundo.
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Un soldado de cuatro siglos
El teniente hervía por dentro. Entendía la importancia de la disciplina, y que él no era quién para discutir las órdenes, pero algunas no eran fáciles de tragar. Como las que había recibido de sumarse a la guarnición de Arsuf. Como si corriera peligro.
Barrau no entendía los temores del mando. La posición a la que había llegado parecía inexpugnable. Estaba en un promontorio junto al mar, donde descansaban los restos de un castillo, a saber si de romanos, moros o de cruzados. El conde había mandado mejorar la fortificación, que ahora estaba protegida por un laberinto de terraplenes, trincheras y caballos de Frisia. Había aprovechado las lluvias para rellenar un antiguo aljibe y, por lo que le parecía al teniente, parecía dispuesto a esperar allí hasta el día del Juicio Final. Mientras, parecía que a nadie le importara lo que quedaba del batallón. Insistió una y otra vez ante el capitán Martínez, al que le habían asignado, y este, que le daba la razón, lo hizo ante el coronel. Hasta que, con tanto dar la monserga, alguien debió pensar que allá él si tenía tantas ganas de tiros, y concedió a Barrau el permiso para reincorporarse al convoy de los cañones. Al menos, le iba a acompañar un equipo de sanitarios que se habían ofrecido voluntarios, así como un capellán que se presentó en cuanto supo que había muchos heridos. Incluso dejaron que se llevara alguna munición.
Partieron al anochecer. Como Barrau temía que los turcos hubieran descubierto las huellas de la anterior excursión, envió una patrulla por delante y situó escuchas en los barrancos. Precaución innecesaria, pues los otomanos parecían estar en la inopia. La sección llegó a medianoche a la playa donde estaba el puesto enemigo. De nuevo, la luz de la fogata delató a los vigilantes; sin embargo, esta vez estaban junto a la orilla, y el grupo tuvo que adentrarse en el ralo bosque. Cruzaron un riachuelo intentando no chapotear; al menos, que los del puesto hubieran preferido estar en la arena hacía que el oleaje les impidiera oír los pocos ruidos que los españoles hacían. Tras rodear a los guardias, los hombres de Barrau volvieron hacia el mar, buscando la protección de los acantilados. Sin embargo, cuando todavía no habían llegado a la playa escucharon forcejeos y, posteriormente, dos disparos seguidos de gemidos y luego de un gorgoteo apagado. Uno de los soldados que iban de avanzada volvió corriendo.
—Mi teniente, era un turco giñando. Ni lo hubiéramos notado si no llega a ser por las ventosidades que echaba. El cabrón llevaba preparada una pistola, menos mal que no le dio a nadie. El cabo le ha metido un tiro, pero al pichacortada no le daba la gana morirse y lo hemos tenido que degollar.
—Me da que esos tipos estaban al tanto. Algo debieron notar la noche pasada. Ahora se nos echarán encima.
Efectivamente, la luz de la fogata mostró que los turcos se estaban levantando.
—¡Acabad con ellos ahora que se les ve! ¡Fuego a discreción!
Los letales Mieres los fueron derribando uno a uno; al final, a un valiente se le ocurrió echar arena a la hoguera, heroicidad que pagó con sus sesos, pero permitiendo que los compañeros que aun vivían se refugiaran en las sombras. Ya sin mucho que ver, los españoles suspendieron el fuego.
—Cabo Martínez, usted nos cubrirá por detrás. Los demás, adelante a la carrera.
Mal que bien pasaron entre las rocas hasta bajar a la playa pedregosa. Se movieron lo más deprisa que pudieron; ahora ya no importaba dejar huellas. Por detrás sonaron unos pocos tiros, con el distintivo estampido de la pólvora rayo. Algo después, el cabo se reincorporó.
—Me pareció ver sombras. Aunque no sé si le dimos a nadie, me parece que les metimos el miedo en el cuerpo.
Los españoles siguieron, a veces al paso, a veces corriendo, sin encontrar más turcos, hasta que les dieron el alto en español: habían llegado a donde esperaban los restos del batallón. Ascendieron por las cuerdas y, una vez en la posición hispana, Barrau buscó al capitán Laínez.
—Mi capitán, vuelvo con algunos enfermeros.
—¿Nada más? ¿Grajal no manda refuerzos? ¿Ha dicho si tenemos que acercarnos nosotros?
—Ni una ni otra. El conde está inmovilizado en Arsuf, y llegar será imposible, que hay más paganos que pinos.
—Tampoco creo que podamos volver. Hemos visto caballería enemiga en el camino de Cesárea. Al menos, el tiempo ha mejorado. Esperaremos a que vuelva la Armada.
* * *
—A ustedes les salvó la Armada ¿No es así, Don Félix?
—Sí, menos mal que los marineros anduvieron al quite. Tuvieron la mala suerte de sufrir un aterrador temporal de Poniente que desarboló a la mitad de los barcos y que se llevó una corbeta y dos zabras. Recuerde que la marina de vapor de Atondo había tenido que volver al Atlántico para saldar cuentas con los bursieros, y en el Mediterráneo solo estaba la escuadra del almirante Abaria, fuerte en navíos y fragatas, pero pobretona en vapor. El almirante tuvo que barloventear como pudo hasta ponerse al abrigo en Chipre. El putañero Eolo, que tenía ganas de juerga, siguió soplando de Poniente y la escuadra se vio obligada a permanecer al ancla en Limasol. Ni ahí estuvieron a salvo, que la fragata Santa Herminia perdió las anclas y se fue contra la costa. Menos mal que el tiempo tampoco dejó que los turcos hicieran de las suyas, y que al almirante se le ocurrió enviar un despacho a Tarento pidiendo remolcadores.
—¿No decía se había llevado Atondo los barcos de guerra de vapor?
—Sí, pero quedaban los remolcadores que estaban ayudando a los barcos de suministros del Adriático. Solo había tres de suficiente porte, que se vinieron hacia Chipre remolcando cada uno un par de lanchas con carbón. Tuvieron que echarle huevos, enfrentándose con esos barquitos al viento y a las olas con la rémora de las barcazas, pero no perdieron ni una. Cuando llegaron, el almirante se atrevió a mandar una flotilla de tres fragatas pesadas que llegó a donde esperábamos. Habían pasado tres días desde mi regreso de Arsuf.
—Mucho tiempo para estar solos.
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Un soldado de cuatro siglos
El teniente encontró que poco se había hecho en el día y medio que había pasado fuera. Se habían levantado dos tiendas de campaña para resguardar a los heridos, a los que mal que bien se les prestaban algunos cuidados; sin embargo, flotaba el olor a podredumbre. Los sanitarios se pusieron a trabajar, aunque, por desgracia, para algunos heridos solo quedaba el consuelo de la morfina y el que pudiera prestarles el capellán. De los que tenían posibilidades de sobrevivir, demasiados iban a perder alguna extremidad. Además, a Barrau le desagradó ver que los cadáveres turcos atraían buitres carroñeros a pocos pasos de las posiciones españolas. Si se podían llamar posiciones, pues eran poco más que montones de piedras tras los que refugiarse. No mucho más allá, los árabes acechaban, y de vez en cuando volaban flechas o se escuchaban disparos.
—Capitán Laínez —consultó el teniente, tras buscarle—, si vamos a tener que esperar será mejor prepararse para lo que pueda pasar ¿Me autoriza a que levante algunas defensas?
—Como quiera, teniente —le contestó el desanimado oficial.
Aunque llevaba dos días en pie, mejor sería seguir despierto que dormir el sueño eterno. Buscó a los hombres que se habían quedado en la posición y los puso a cavar trincheras, y ante ellas parapetos con piedras y la tierra extraída. Delante se plantaron astillas en el suelo y se hicieron obstrucciones con las zarzas del ralo bosque cercano. También sugirió al capitán Gonzaga, cuya alma aun se aferraba a su roto cuerpo, que podrían hacer flechas de tierra para proteger a los obuses. El malherido asintió levemente, y Barrau fue con los artilleros para situar las piezas.
—¿Qué hace, teniente? —Preguntó Samaniego, el otro capitán que seguía de una pieza.
—El capitán Laínez me ha ordenado que mejore el perímetro.
—¿Para qué? Total, los árabes nos apiolarán mañana si no salimos por pies. Si usted ha conseguido llegar a Arsuf, podremos hacerlo todos.
—Mi capitán, mi marcha no ha pasado desapercibida y los turcos nos esperarán. Además, tendríamos que dejar atrás a los cañones y a los heridos.
—¿Qué importarán esos cañones? De los heridos, mejor sería ultimarlos. Total, si nos quedamos aquí, mañana estaremos como esas carroñas.
El teniente prefirió no responder y se encogió de hombros. Cuando se fue Samaniego, puso a los artilleros a trabajar hasta que le pareció que el campamento estaba mejor apañado, y entonces se fue a tumbar unas horas. Pocas, porque en seguida notó que le sacudían.
—Mi teniente, los árabes atacan.
Los estampidos de los disparos apenas tapaban el griterío ¿Tan cansado estaba que no le habían despertado? Hasta que el disparo de un cañón terminó de alertarle. Ahora bien, cuando llegó al perímetro, vio que los turcos se retiraban y que los españoles vitoreaban.
—¿Qué ha ocurrido, sargento?
—Que los árabes han intentado sorprendernos, pero ellos han sido los sorprendidos por las zarzas —repuso el sargento Ramírez— ¡Poco han aguantado los pichascortadas! ¡Buena es la metralla contra los sin Dios!
—Bien, bien. Siga así.
Barrau se volvió para su agujero. Pero aun no había conciliado el sueño cuando volvieron a llamarle.
—Mi teniente, esos malnacidos se han cargado al capitán Laínez cuando inspeccionaba la línea.
—Voy para allá ¿Dónde está el capitán Samaniego?
Encontró al oficial poco después, y a Barrau le pareció que se había dado por vencido. Como confirmó con sus palabras.
—Ahora Laínez, luego seremos nosotros, y después todos. Si esto sigue así nos van a despellejar. Sí, despellejar, como suena ¿Sabe de las salvajadas turcas? A Bragadino, el héroe veneciano que defendió Famagusta, le cortaron las orejas y la nariz antes de desollarlo vivo. Eso nos harán a nosotros si seguimos resistiendo.
—Mi capitán, no creo que esos salvajes respeten las capitulaciones. Sería mejor resistir.
—¿Resistir? ¿Con qué? Teniente, convoque a los oficiales que queden a consejo.
Justo acababa de decirlo cuando se escucharon gritos. Un grupo de turcos se acercaban enarbolando una bandera blanca.
—Teniente, parece que nos hayan oído. Es posible que nos ofrezcan condiciones ¡Ordenanza! Busque a los demás oficiales, deseo hablar con ellos.
Poco tardaron en llegar los pocos oficiales que quedaban. Reunidos los pocos que quedaban —Barrau, el teniente Losilla y tres alféreces— escucharon al capitán.
—Como sabrán, tenemos ante nuestras líneas a un enviado. Le voy a dejar pasar.
Ya que nadie parecía decidirse, Barrau se adelantó—: Mi capitán —intervino el teniente—, será mejor que no vean cuál es nuestra situación real ¿No sería mejor que nos reuniéramos con ellos a mitad camino? Así, en lugar de negociar con un zaparrastroso, podríamos hacerlo con su general.
—Buena idea, Barrau.
Los presentes empezaron a rumorear, pero Samaniego les interrumpió—. Señores, no tenemos más opciones ¿Alguno de los aquí presentes cree posible la resistencia? No somos ni doscientos los sanos, y los turcos nos superan diez a uno. Si no capitulamos ¿Qué lograremos? Mataremos a unos cuantos moros que no serán ni una gota en el océano de gentes que tienen. No, señores, la resistencia es imposible.
Mal que bien, los presentes asintieron, pero Barrau volvió a interrumpir—: Mi capitán, una cuestión. Si queremos obtener buenas condiciones, será mejor que acuda una delegación nutrida, para que así piensen que somos más ¿Le importará que le acompañe y que vengan también dos alféreces?
—Tiene la tarde inspirada, teniente. Rojas, Zapata, ustedes vendrán con nosotros.
Los dos pusieron mala cara. Si salían con bien de esta, no quedaría muy bien que en sus hojas de servicio pusiera que habían negociado una capitulación. Barrau, sin embargo, parecía aliviado. Gritaron a los turcos que en una hora saldrían a parlamentar. El teniente aprovechó el tiempo para alistar a los hombres, por si era una añagaza, y para informar al pobre Gonzaga. Cuando pasó el plazo las dos delegaciones se movieron entre los despojos y los buitres, españoles por un lado y turcos por el otro.
—Siñor hispanos, pachá Mustafá ofrece condiciones —farfulló el renegado que actuaba como traductor, aludiendo a un jefe otomano encasquetado con un turbante recargado.
—Pregúntele cuáles son —repuso Samaniego.
El traductor contestó tras hablar con su jefe.
—Las condiciones serán respetar vidas si entregar armas.
Samaniego fue a contestar, pero Barrau se adelantó—. Mi capitán, permítale que le pregunte una cosa al renegado —sugirió, aunque sin quitarle los ojos al del turbante.
—¿Otra vez interrumpiéndome? ¿No ve que molesta al turco? Y no le mire tan fijamente, que ya sabe que es descortesía entre los otomanos.
—Disculpe, mi capitán, es que no conozco la etiqueta de los pichas cortadas —replicó el teniente, que recordaba lo que le había contado el copto Antonios.
—No los insulte, que igual entienden más de lo que parece y no hemos venido a enfadarles.
—Le pido de nuevo disculpas, mi capitán, es por los nervios. Lamento haberle molestado, pero es que se trata de un detalle que me preocupa.
—Pues hable, pero no pierda el tiempo.
—No pienso hacerlo —musitó el teniente—. ¡Oiga! —Gritó al turco, dirigiéndose no al traductor, sino al jefe— ¡No ha dicho nada de los heridos que necesiten cuidados!
El otomano puso mala cara que empeoró al escuchar la traducción. Ladró más que respondió, y el renegado repuso en mal español.
—Siñor teniente, pachá Mustafá no gustar descarados y preguntar dónde tener educación.
—Pachá Mustafá —contestó Barrau antes que Samaniego le interrumpiera, dirigiéndose de nuevo al que parecía mandar—, a mí me preocupan más los heridos que las falsas cortesías.
De nuevo hubo un intercambio que fue más de reniegos que palabras, y el traductor dio la respuesta—: No preocupar, nosotros turcos encargar.
Samaniego también estaba más que harto y fue a interrumpir a Barrau, pero vio que el teniente se llevaba con disimulo la mano al tirogiro. Vaciló un momento, que fue todo lo que el teniente necesitó.
—Menos mal. Si ustedes van a cuidar a sus heridos ya no tendremos que preocuparnos nosotros. Que leches, estamos de acuerdo con las condiciones, aunque queda el asunto de la comida. No sé si tendremos suficiente.
—¿Comida? —Contestó, extrañado, el renegado— ¿Qué decir de comida? Nosotros tener mucha.
—Es un alivio. Creía que no íbamos a poder dar de comer a tanta gente. Dígale a su jefe que aceptamos. Él puede ser el primero. Que venga, que entregue su sable, y nosotros le garantizamos su vida.
Tanto el capitán como el traductor le miraron como a un loco, pero Barrau siguió.
—Señor renegado, será mejor que vayamos abreviando, que no tenemos todo el día. Dígale al pachá ese de los cojo*** que aceptamos su rendición. Que entregue el sable de una vez si quiere conservar la piel.
Samaniego fue a interrumpirle, pero se adelantó el turco—. Sucio perro, ser tú quien rendir —gritó a Barrau.
—¿Rendirme? ¿Me lo dice un marrano traidor, lacayo de un pachá que no sabe dónde tiene el cul*? ¿El perro de los adoradores de cerdos? ¡Los españoles no se rinden, se rinden los demás! No se entretenga, y dígale al pachá ese que los españoles no son como él, que ofrece su culito tierno al cabronazo del sultán. Que se entregue de una vez o le meteré el sable por el ojete hasta la empuñadura.
Samaniego, horrorizado, quiso adelantarse, mientras el traductor seguía profiriendo improperios. Algo debó entender el pachá porque se puso rojo como un tomate e hizo ademán de empuñar su sable. Al momento, dos flechazos atravesaron al capitán, otro arrancó la oreja a Rojas, y Barrau escuchó que algo silbaba junto a la suya. No se lo pensó: desenfundó y disparó tres veces al pachá, y luego al traductor. Los tiradores españoles, al ver que habían matado al capitán, también se unieron y los delegados turcos cayeron como guiñapos.
Mientras, el teniente fue a ver cómo estaba Samaniego, pero con dos flechas en el pecho había dejado de respirar. El teniente se levantó y ordenó salir corriendo—. Me parece que es el momento de salir por pies o esos cabrones nos apiolarán, que los veo cabreadillos— sugirió Barrau a los alféreces.
* * *
—La verdad es tras el ataque turco habíamos quedado en pelota picada. Al menos, no faltaban municiones, que llevábamos las que hubiera precisado un tercio, y sobraban para nosotros. Los cuatro obuses también eran un alivio. Recuerde que cuando lo de Naralauja el Ejército aun no disponía de cañones ametralladores, y lo más parecido que había a eso eran los cañones disparando metralla. Los obuses del doce del convoy eran ideales, ya que se cargaban casi tan deprisa como los cañones de montaña del ocho…
—Esos cañoncitos sí que parecían ametralladoras —me permití interrumpir a Don Félix.
—Pues los obuses del doce, aunque no tiraban tan rápido, disparaban unas bombas que tenían efectos no demasiado saludables sobre las carnes moras. Ahora bien, éramos pocos, estábamos en una posición de circunstancias, y turcos había para dar y sobrar.
—Según el general Sampedro, ustedes fueron atacados por tres mil, entre otomanos y árabes.
—No lo sé. No me puse a contar los cuerpos —rio el veterano guerrero—. Lo que sí sé es que esos tres mil, o cuantos fueran, aprendieron lo que podían hacer las armas españolas.
—Don Félix, si no le importuna, quisiera que me aclarase si es cierto lo que se dijo. Corrió el rumor de que los turcos ofrecieron parlamento, y que usted les respondió que estaba dispuesto a aceptar su rendición.
El viejo soldado esbozó una media sonrisa—. Dudo que haya leído nada de eso.
—Perdone que insista. Sampedro no lo dice en su libro, pero tuve el honor de entrevistar al general, y me avisó que hubo cosas que prefirió dejar en el tintero. Una debió ser esa que me ha contado antes del coronel siciliano.
—Pues si no ocurrió, no ocurrió. Baste con ello.
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Un soldado de cuatro siglos
Sexta escena
Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.
Nobles, infanzones, ricoshombres y villanos
El aumento de la población no significó que la España de 1680 fuera como la de 1630, pero dos veces más grande. También había cambiado la composición de la sociedad.
En 1630, la propiedad de la tierra era el fundamento de la estructura social, y estaba principalmente en manos de la nobleza y de la Iglesia. Había diferencias que se heredaban de la Reconquista: en la mitad norte de la Península los estados nobiliarios coexistían con pequeñas explotaciones en manos de infanzones y ricoshombres locales. Por el contrario, en Andalucía dominaban los grandes señoríos, posesión de unas pocas grandes casas que, además, no residían allí. Las Órdenes Militares también controlaban extensos territorios y, sobre todo, la Iglesia iba acumulándolos gracias a las donaciones. En conjunto, tres cuartas partes de quienes se dedicaban a las labores agrícolas lo hacían en tierras ajenas.
El despegue industrial y económico lo trastocó todo. De repente, un grupo relativamente pequeño de empresarios, liderado por Don Pedro Llopís, Marqués del Puerto, empezó a conseguir unos beneficios inimaginables. Mientras que era habitual que la alta nobleza tuviera que vender algunas parcelas para mantener su nivel de vida, los valencianos lograban provechos que superaban el 20% anual. Nótese que estos nuevos ricos no eran de alta alcurnia. Según el clásico estudio de Don Ursicino Antolín Herrera, ninguno procedía de la alta nobleza, apenas uno de cada tres era infanzón, y no pocos tenían origen dudoso. Empezando por el Marqués del Puerto, al parecer hijo natural de un veterano de los Tercios (se ha llegado a decir que los documentos que lo acreditaban eran falsificaciones; es significativo que hayan desaparecido de los archivos, a pesar de que varios coetáneos afirmaron haberlos leído) y siguiendo con Don Antonio Chapí, del que ahora se sabe que fue un siervo fugado.
Pareciera que, con tales orígenes, el grupo de los valencianos hubiera debido enfrentarse con la nobleza, pero ocurrió justamente lo contrario. Con una sabia política, Don Pedro Llopís ofreció a la aristocracia la participación en los pingües beneficios que proporcionaba la industria y el comercio. Obviamente, la oferta no fue desinteresada: así ganaron los valencianos poderosos aliados y, además, accedieron ellos mismos a la nobleza, con las ventajas judiciales y fiscales que conllevaba. También la aristocracia se benefició al lograr los fondos que desesperadamente necesitaba, pues sus estados producían cada vez menos, y se veían asfixiados por la presión impositiva de la Monarquía, necesitada de cada vez más dineros para sus guerras europeas. Con las escasas rentas de la tierra les hubiera sido imposible mantener el lujo y boato con el que vivían.
Ahora bien, para poder invertir, necesitaban conseguir dinero, y la manera más sencilla fue enajenar parte de sus posesiones. Incluso quienes no invertían, se vieron forzados a vender haciendas para calmar el ansia impositiva real. Salieron a la venta enormes extensiones. Algunas fueron adquiridas por los nuevos ricos, pero en su mayoría acabaron en manos de prohombres locales. Hubo quien consiguió hacerse con haciendas que rivalizaban con las de las grandes casas: el cordobés Don Pedro Jacinto de Angulo adquirió nada menos que ochenta mil hectáreas, dos terceras partes en Sierra Morena. Entre los compradores hubo infanzones (es decir, pertenecientes a la baja nobleza) y, sobre todo, campesinos emprendedores, que controlaban directamente sus parcelas y obtenían mayores provechos. Los vendedores fueron nobles en su mayoría; la importancia de las transacciones fue tal que en esos años las grandes familias vendieron una tercera parte de sus tierras. Las que se habían unido a los modernistas conservaron extensas posesiones, pero su fortuna ya no vino de la mano de las magras rentas agrícolas, sino de las industriales y comerciales.
Las Órdenes Militares tenían un enorme patrimonio, especialmente el sur de España. Organizadas para la lucha contra los enemigos dela Cristiandad, su participación en la Reconquista les llevó a hacerse con grandes extensiones, que dividían en «partidas». Ahora bien, durante la Baja Edad Media la monarquía consiguió hacerse con el control de las Órdenes. Durante los reinados de Carlos I y Felipe II se obtuvieron bulas papales que autorizaron a que la propiedad de determinadas partidas se traspasara a los reyes, que posteriormente las vendieron a particulares; afectó a una sexta parte de las partidas, aproximadamente. Durante el reinado de Felipe III y la primera fase del de Felipe IV se abandonó esa política desmembradora. Sin embargo, en 1765 se reanudaron las ventas, ya no por necesidad económica, sino con la intención de regularizar la situación de los arrendatarios. Es notable que, contrariamente a lo ocurrido con las tierras señoriales, esta vez los compradores no fueron terratenientes ni adinerados, sino las familias y los concejos que las trabajaban. La Corona ofreció a los adquirientes préstamos a muy bajo interés (entre el 1% y el 3% anual), ya que la intención no era conseguir fondos que ya no eran necesarios, sino intentar estabilizar la población de esas regiones. Con todo, hubo abusos, sobre todo por parte de los concejos, como en este mismo capítulo se verá.
La renovación afectó en menor grado a los estados eclesiales. La Iglesia no vendía, sino que atesoraba o, a lo sumo, intercambiaba, y no todos los clérigos tenían interés en la mejora de sus predios. Al menos, la alianza del estamento clerical con los modernistas (de nuevo, ejemplo de la gran intuición política de los «valencianos») llevó a que buena parte de esas tierras fueran arrendadas en condiciones ventajosas; los arrendatarios fueron mayoritariamente los que allí trabajaban. Posteriormente, durante la Transformación, se daría seguridad jurídica a esos aparceros. Por otra parte, y como se verá, la Iglesia adquirió un papel de gran importancia en la protección de los desfavorecidos.
En todos estos cambios también hubo perdedores. La mayor parte de los grandes propietarios imitaron las medidas que tomaba la Iglesia, pero no todos: se resistió a participar la facción tradicionalista, opuesta a los modernistas, a los que llamaban «ricachos de mala sangre» o, simplemente, «malasangres», cuando no los acusaban de ser moriscos o marranos. Aun así, esos nobles renuentes tuvieron que liquidar algunas de sus posesiones, pero se aferraron al resto, pretendiendo mantener antiguos usos más o menos leoninos. Para su desgracia, sus estados se empobrecieron y fueron abandonados por los siervos, sobre todo tras las sucesivas sentencias que afectaron a la jurisdicción señorial. El resultado fue que prosperaba el que se unía a los modernistas, y se arruinaba el que se les oponía. Las filas de los retrógrados se despoblaron, pero quedaron los más recalcitrantes, contra los que la Monarquía prefería no actuar por no querer trastocar la idea clásica de la sociedad.
Los infanzones supusieron un caso particular. Pertenecían a la baja nobleza y no pocos descendían de familias de labradores. Sin embargo, tras su salto a la aristocracia desdeñaban las labores manuales e incluso evitaban supervisar a sus siervos. El ejemplo clásico, un tanto esperpéntico, está en la novela Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Estos infanzones, a menor escala, se encontraron en la misma tesitura que la alta aristocracia: podían ceder, vendiendo o arrendando sus haciendas para invertir, o empobrecerse. En todo caso, tomaran uno u otro camino, se encontraron con que sus antiguos siervos, los que había adquirido las tierras a la venta, tenían mayor fortuna y, por consiguiente, más poder político. La estrategia habitual para mantener su nivel fue emparentar, uniendo antiguos escudos con nuevas riquezas. Otros buscaron fortuna en las armas o en la Corte, pero no faltaron los que prefirieron rumiar su resentimiento.
Los más desafortunados pertenecían al pueblo llano. Los cambios en la propiedad afectaron a las malas tierras de las que vivían: baldíos que fueron adehesados, o tierras comunales adquiridas por señores o por adinerados. En este enajenamiento tuvo papel protagonista el poder concejil. Los concejos, que habían nacido como asambleas de vecinos libres, habían sufrido el proceso de feudalización que afectaba a toda Europa, y en el siglo XVI estaban controlados por señores y, cada vez más, por los «nuevos ricos», fueran comerciantes, industriales o labradores adinerados. En demasiadas ocasiones pretendieron redondear sus posesiones adquiriendo o usurpando las tierras municipales, bien con intención de apropiárselas, bien para venderlas y conseguir los fondos que necesitaban. La enajenación de esas tierras comunales, sumada a la incorporación de la maquinaria agrícola y al aumento de la población, llevaron a que se disparara el número de marginados. Como ya se ha explicado, fueron mayoría los que migraron a regiones más prometedoras, pero los que quedaron se hundieron en la miseria y se convirtieron en semilla de bandoleros. El problema amenazaba ser tan grave que una de las primeras medidas del Marqués de Lazán en su ministerio fue ordenar que se investigaran esos cambios fraudulentos de propiedad. Se apremió a los culpables a que los devolvieran a cambio del perdón y una pequeña compensación, y aquellos que no lo hicieron fueron encausados. Con todo, estas medidas se tomaron ya durante la Transformación. En el ínterin, fue la Iglesia la que ofreció arrendamientos por mínimas cantidades a los desfavorecidos. Debe tenerse en cuenta que, por entonces, las donaciones de las grandes fortunas modernistas tenían más importancia para la Iglesia que los pequeños alquileres, permitiendo que una sucesión de clérigos progresistas se apiadase de los miserables.
Aun con el problema que supuso la marginación de un pequeño sector, el cambio de la propiedad de la tierra, bien mediante adquisiciones directas, bien por arrendamientos a muy largo plazo, conllevó la mejora de la situación económica en el medio rural, como puso de manifiesto la multiplicación de la cabaña mular (los animales preferidos por los labradores), las ventas de las primeras máquinas agrícolas (todavía movidas por la fuerza humana o la animal), y la proliferación de pequeños talleres que daban servicio a esa economía. Otra muestra fue la urbanización de las pequeñas localidades: los nuevos ricos, deseosos de conseguir reconocimiento, poder local y, también, queriendo superar a los infanzones, contribuyeron a la renovación arquitectónica. En 1680 no era raro encontrar pequeñas aldeas con calles pavimentadas, agua corriente e incluso alcantarillado.
No solo hubo marginación en el agro. También las ciudades quedaron trastocadas. Clásicamente, habían sido los núcleos de población donde se concentraban los comerciantes y artesanos, y donde también vivían nobles, funcionarios, y una masa de servidores. El desarrollo atrajo mareas de gentes a los núcleos urbanos, pero no siempre encontraban acomodo u ocupación. Además, la desaparición de las aduanas internas y la pérdida de los privilegios gremiales llevó a que los artesanos, que antes vivían más o menos holgadamente de su trabajo, ahora se enfrentasen a la competencia de las industrias. Algunos oficios, como los controlados por el gremio de pañeros, desaparecieron casi por completo. Se necesitaron otras especialidades: por ejemplo, el número de relojeros de la ciudad de Valencia se multiplicó por veinte. Sin embargo, esos oficios fueron detentados, en su mayoría, por nuevos vecinos, y no por los artesanos que habían quedado sin ocupación. Como ocurrió en el campo, fue la Iglesia la que intentó ayudar a esos desfavorecidos; sin embargo, bastantes se unieron a la población marginal presente siempre en las ciudades.
En las ciudades ocurrió como en pueblos y aldeas, aunque en mayor proporción. Además de las obras municipales, los que aspiraban a conseguir algún tipo de poder rivalizaban en el embellecimiento de sus localidades, empleando los fondos que durante el siglo anterior se hubieran destinado a edificios religiosos. Aun así, y como ya se ha explicado, prosiguió la edificación y la reconstrucción de templos, así como la fundación de conventos. Ahora bien, los ricos habían encontrado otra manera de invertir.
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Un soldado de cuatro siglos
Los españoles se apresuraron a volver a las líneas, aunque sin perder la cara a los turcos. Una vez tras las defensas, donde esperaban los demás oficiales, Barrau explicó a Losilla y a los alféreces que, antes de salir, había hablado con el capitán Gonzaga. Aun herido, seguía estando al mando, y las órdenes que tenían era seguir hasta Arsuf. Los dos callaron; Rojas, porque se dolía de la herida. Losilla, con peor cara.
—¿Ocurre algo, teniente Losilla?
—Barrau, creo que usted se ha sobrepasado. El capitán dio orden de que nos rindiéramos.
—Y yo le respondo que esa orden no era válida. El capitán Gonzaga sigue estando al mando, y Samaniego no le informó de sus intenciones. Además, poco importa. Le recuerdo que las ordenanzas solo permiten la capitulación cuando la resistencia es imposible, y que autorizan a relevar a los mandos que den muestras de cobardía ante el enemigo. La resistencia, tanto a juicio de Gonzaga como el mío, es más que factible. Samaniego no solo se arrogó el mando, sino que avergonzó el uniforme.
—Insisto en que las del capitán Samaniego siguen siendo válidas.
—Como usted desee. Teniente Losilla, le recuerdo que soy más antiguo que usted. Queda arrestado por insubordinación ante el enemigo. Entregue su arma al alférez Rojas.
Aunque a Rojas le chorreara la sangre, seguía atento al enfrentamiento. Sin apenas pensarlo, tomó, casi arrebató, el sable y la pistola del otro teniente–. Gracias, Rojas. Vaya a que le curen.
Después, Barrau ordenó a los hombres prepararse para el casi seguro ataque turco, antes de intentar descansar un poco, de nuevo sin conseguirlo: apenas había cerrado los ojos cuando le sacudieron.
—Mi teniente, el alférez Rojas dice que Losilla ha escapado.
—¿Cómo ha podido ocurrir?
—El imbécil de Martínez, un recluta que no sabe ni sonarse las narices. Lo estaba vigilando, pero el teniente le ha dicho que quería mear y le ha ordenado volverse mientras lo hacía. El burro de Martínez le ha obedecido y Losilla ha aprovechado para escapar como pajarillo.
—Ese pajarillo aun puede liarla —pensó Barrau. Salió corriendo, empuñando su tirogiro, y aun llegó a tiempo de ver a al oficial correr por la tierra de nadie, agitando un trapo blanco. Inútilmente: un flechazo atravesó el paño, la mano y el pecho. El teniente levantó el otro brazo, pero un turco salió y le cortó el cuello de un sablazo. Ante el furor de los españoles, que contestaron con una andanada que hizo que el del sable se agitara como un pelele antes de caer.
—¡Ya veis lo que pasa con los cobardes! ¡A partir de ahora, al que quiera rendirse le mataré yo! ¡Atentos por si vienen!
Sin embargo, el ataque enemigo se demoraba. Al caer la noche, Los soldados prendieron fuego a hogueras y antorchas, situadas a unas decenas de metros por delante. Aunque les cegaban, no lo hacían a los centinelas situados más allá. Cuando uno notó sombras que se movían, tiró una bomba de mano —que no le delataba— y se resguardó en su hoyo. La granada estalló, y su destello mostró una masa de árabes. También la vieron los artilleros, que dispararon botes de metralla que segaron las filas. Aun así, llegaban más de los que caían, pero se entramparon en las zarzas del perímetro, y bastaba que un árabe quedara enganchado para que se convirtiera en blanco de los Mieres. A pesar del fuego, los enemigos consiguieron pasar sobre las zarzas, con los cadáveres de los que caían sirviendo de pasarelas. Fue el momento de más bombas de mano. Al final, la resolución de los turcos vaciló, y empezaron a replegarse; primero despacio, sin volver la cara, pero los metrallazos mataban a tantos que acabaron por salir a escape.
Dos horas después se produjo otra intentona; pero los soldados seguían estando alerta. En cuanto vieron agitarse las ramas, una bengala descubrió a los atacantes y los convirtió en objetivo de los obuses. Los españoles llamaron cobardes a los que escapaban, pero Barrrau no se confió.
—No creo que se hayan dado por vencidos. A esos cabrones les cabreé a base de bien, y querrán cobrarse los agujeros de las tripas del pachá. Mejor que lo preparemos todo para otro ataque.
Bajo las órdenes de Barrau, los soldados siguieron reforzando las defensas. Repusieron las zarzas, elevaron los parapetos, y plantaron estacas y astillas en su borde. Aprovechando las sombras, salieron patrullas para recuperar las armas de los caídos enemigos, que emplearon como trampas. Finalmente, tendieron cordeles con chatarras colgando. Ya solo quedó aguardar. Bastante, pues los turcos se hicieron esperar. Hasta que escucharon un grito, una maldición, y luego el sonido de las latas.
—¡Luz! —A la orden, lanzaron otra bengala y prendieron fuego a hogueras empapadas con aceite de piedra. Al verse descubiertos, los turcos se lanzaron a la carrera, aunque no pocos fueron los que pisaron las puntas de flechas y cuchillos, o los filos de espadas. Poco tiempo tuvieron para lamentarse, porque los obuses volvieron a lanzar nubes de mortal metralla, mientras los fusiles segaban almas. Solo unos pocos árabes consiguieron acercarse, para ser recibidos a bombazos. Empezaba a clarear cuando cesó el ataque.
Tras el tercer fracaso los árabes, que parecían ser menos, debieron decidir no arriesgar más la piel. Además, los Mieres seguían acabando con los imprudentes que se asomaban. Las dos noches siguientes pasaron sin más cuitas que algún disparo. Al amanecer del tercer día, los centinelas dieron voces de júbilo al ver las grandes fragatas.
* * *
—Debió ser terrible tener que esperar en medio de tantos paganos.
—Lo realmente terrible —me contestó Don Félix— fue ver los heridos que morían con lo poco que podíamos hacer. La morfina se acabó en seguida, y menos mal que nos quedaba algo de licor.
—Pero las crónicas hablan de tres asaltos turcos.
—No fue nada. Ni hubiera dicho nada de no haber sido por los pobres capitanes Laínez y Samaniego, y por el desgraciado teniente Losilla. Los árabes debían tener algún cazador que los dejó secos.
—Usted tuvo que tomar el mando.
—No tuve otro remedio. El capitán Gonzaga entregó su alma al Creador la noche siguiente, y yo era el teniente más antiguo. Pero no pasó nada destacable. Nada como los obuses para quitarles las ganas a los paganos. Bastaba con algún cañonazo de tanto en tanto para que ahuecaran el ala. Hasta que llegó la Armada y nos sacó de ese lío.
* * *
Tras haber visto el desastre de Cesárea, el capitán Montiverdi temía no encontrar supervivientes; de ahí que le sorprendiera que se le hicieran señales desde la costa.
—Mi capitán, destellos.
—No estoy ciego, alférez —gruñó mientras intentaba descifrar el mensaje. Reflejos cortos, largos… FELIPEREXIMPERATOR. Era la contraseña. Luego siguió leyendo: DOSCIENTOS SOLDADOS CERCADOS MUCHOS HERIDOS.
—Segundo, que la batería de babor cargue bombas de metralla. Envíe dos lanchas con obuses, no vaya a ser una trampa, y avise a los patrones que se salgan de la línea de fuego. —Con el catalejo veía soldados vestidos del caqui español que agitaban chambergos, pero cualquiera se fiaba.
Las precauciones sobraron. Las lanchas llegaron a la orilla y los tripulantes se abrazaron con los que parecían españoles. Entonces escuchó disparos desde el norte: la fragata Santa Eulalia —La Lali para los amigos y para los que no lo eran tanto— había disparado un cañonazo contra unos jinetes que se estaban asomando al cantil. No amanecieron más turcos, y al poco volvió una de las lanchas.
—Mi comandante, el teniente Barrau pide permiso para subir a bordo.
—Que suba, a ver si nos cuenta lo que ha pasado ahí —ordenó, mientras miraba al oficial. Parecía cansado, llevaba encima tanto barro que pudiera labrarse, pero su expresión era una mezcla de alegría y de alivio.
—A sus órdenes, mi comandante. Soy el teniente Barrau y he quedado al mando de los hombres que están en la costa.
¿Un teniente? ¿No han dicho que ustedes son doscientos?
—Sí, mi comandante, pero los oficiales superiores han caído.
—Vaya. Pase a mi cámara, que tiene que contarme todo.
Tras una hora y dos copas de clarete comenzó el barqueo. En primer lugar, volvió a tierra el teniente con una compañía de infantes de marina que reforzó las defensas y ayudó a dar tierra a los cadáveres. A la vuelta, las lanchas trajeron a los heridos. Después fueron los obuses, aunque no fue fácil hacerlos descender por la ladera hasta la playa ni desmontados. Luego la munición, y finalmente reembarcaron los soldados, los infantes de marina y, en la última barca, el teniente Barrau.
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Un soldado de cuatro siglos
Comunicaciones IM; Enciclopedia Online
Comunicaciones IM (Imprenta del Mediterráneo) ha sido durante los últimos cuatro siglos el mayor emporio de comunicaciones del mundo. Su origen se encuentra en la principal y más antigua imprenta española en funcionamiento continuado, la pequeña imprenta valenciana propiedad de Juan Vicente Fresquet, cuya existencia consta al menos desde 1625 aunque podría ser anterior.
En aquel año de 1625 Juan Vicente Fresquet o su padre del mismo nombre, entablaron negocios con Pedro de Llópis, convirtiéndose en la imprenta de referencia de la Compañía del Carmen, siendo sus primeros productos libros de contabilidad y comercio; libro diario, libro mayor y libro de almacén, libros náuticos; diario de navegación, cuaderno de bitácora y libro de banderas. También las acciones de las empresas que cotizaban en la “Taula de Canvis de Valencia”. Las Reales fábricas de cristal, espejos, lentes, porcelanas, sedas, fieltros, tapices, relojes, Lencería, Manteleria, Sarguetas, Vulcanizados, Salvavidas y jergones, Naipes, etc., además de la Compañía Comercial del Carmen, precisaron imprimir cientos de miles de acciones que pagaban pingues dividendos a sus poseedores. Para mayor seguridad de los accionistas se desarrollaron las primeras técnicas esteganografícas, cimentándose la fortuna de la imprenta que pronto fue expandiendo sus negocios y productos.
Sin embargo no fue hasta que la imprenta fue seleccionada para imprimir los nuevos historiales militares, también conocidos como “Hoja de servicio” de la milicia efectiva y la marina de guerra del Reino de Valencia primero, y de toda la monarquía posteriormente, cuando la imprenta multiplicó su importancia. Cada soldado precisaba de dos libros de hoja de servicio, uno personal y uno que quedaba en posesión de su regimiento. Gracias a aquel impulso la imprenta expandió sus negocios, apareciendo los periódicos de Valencia; Diario Las Provincias y Semanal ABC, empresas con personalidad jurídica y comercial propia.
“Grandes Clásicos”
Producto de la nueva fortuna de la empresa en 1628 se inició la publicación de la gran serie “Grandes Clásicos” con la publicación de “De Bello Gallico”, de Julio César. La colección realizada en colaboración y bajo la supervisión de la Universidad de Valencia y posteriormente también de la de Salamanca y Alcalá de Henares, se caracterizó por su edición en cartoné con cuero azul, y letras capitales doradas de gran calidad. Las obras clásicas constaron de las ediciones críticas más acreditadas de los originales, acompañadas de su traducción al castellano, motivo por el que durante décadas fueron ampliamente utilizadas para la enseñanza de idiomas clásicos en las principales instituciones educativas europeas. Además cada libro fue acompañado de introducción, notas explicativas e índices para facilitar la comprensión del contexto del libro, habiendo participado en la traducción y edición de los volúmenes, los mayores especialistas de la filología clásica de España en aquel momento.
El proceso de edición siempre incluyó la presencia de un revisor que, tras el trabajo de los especialistas correspondientes, sugería posibles retoques. La colección que fuera impulsada por el propio Pedro Llópis, marques del Puerto, obtuvo un éxito rotundo desde el primer día. Los dos mil ejemplares de la primera edición de “De bello Gallico” se agotaron en menos de seis meses, todo un hito en un momento en el que se dependía de comunicaciones a caballo o a vela, siendo necesarias sucesivas ediciones de aquel primer libro que alcanzaron los veinte mil ejemplares en los años siguientes, un número simplemente desconocido en aquella época. Fue tal el éxito de la obra que se formaron verdaderos fanáticos de aquella, anunciándose la futura publicación de los volúmenes con hasta dos o incluso tres años de antelación, lo que llevó a la aparición de la venta anticipada por correo, una modalidad de negocio desconocida hasta entonces.
La característica fundamental de esta colección radicó en su carácter exhaustivo, pues junto a los grandes autores ya conocidos, incorporó a autores menores, obras de carácter más científico que literario, textos extraídos de fuentes marginales, como papiros o inscripciones murales, e incluso fragmentos, además de extenderse a autores asiáticos, especialmente chinos e hindúes y en menor medida, japoneses. Al acabar su publicación en 1693, con el “Mozi”, se habían publicado seiscientos veintiséis libros clásicos que abarcaban desde Grecia y Roma, a la India, China y Japón.
A día de hoy cualquiera de aquellos libros está valorado en cientos de miles de excelentes. La colección ha sido reeditada en cuatro ocasiones desde la edición original; 1754-98, 1830-70, 1910-41 y 1976 actualidad, manteniendo siempre altos estándares de calidad y una cuidada edición, revisada por las Universidades de Valencia, Alcalá de Henares y Salamanca.
La edición de “Grandes Clásicos” fue copiada en años siguientes por diversas imprentas de toda Europa, siendo los primeros intentos el francés en 1687, inglés en 1723 y alemán en 1725. Estas ediciones si bien muy apreciadas nunca alcanzaron el éxito editorial de la edición española ni el número de volúmenes, en parte debido a las tribulaciones de las imprentas que acometían aquel desafío propias de la época. Caso aparte es el de las ediciones en milanés y napolitano, publicadas entre 1650-1725 y la valona, en 1656-1735, impresas por la propia Imprentas del Mediterráneo en una edición de diez mil ejemplares cada una.
Obras científicas
Uno de los principales caballos de batalla de la Imprenta del Mediterráneo fueron las obras científicas, empezando por la impresión de las actas de la tertulia del Almirante y posterior academia de Hércules a partir de 1629 y de la “Real Societat” desde 1646. Desde entonces puede seguirse la evolución de las ciencias por las grandes obras publicadas por la Imprenta del Mediterráneo bajo el paraguas de la Real Societat, especialmente las ganadoras de los grandes premios anuales de las diferentes disciplinas, entre las que pueden mencionarse:
Se aceptan propuestas; tipo
Lucis, Luminis! (De la Luz, ¡Luz!), 1647, autor XXX, sobre la naturaleza de la luz.
Mundo Microscópico, 1649, autor XXX, primer tratado sobre microbiología de la historia.
XXX; 1648, Evangelista Torriceli, sobre la presión atmosferica.
Emplead el hilo de comentarios...
Comunicaciones IM (Imprenta del Mediterráneo) ha sido durante los últimos cuatro siglos el mayor emporio de comunicaciones del mundo. Su origen se encuentra en la principal y más antigua imprenta española en funcionamiento continuado, la pequeña imprenta valenciana propiedad de Juan Vicente Fresquet, cuya existencia consta al menos desde 1625 aunque podría ser anterior.
En aquel año de 1625 Juan Vicente Fresquet o su padre del mismo nombre, entablaron negocios con Pedro de Llópis, convirtiéndose en la imprenta de referencia de la Compañía del Carmen, siendo sus primeros productos libros de contabilidad y comercio; libro diario, libro mayor y libro de almacén, libros náuticos; diario de navegación, cuaderno de bitácora y libro de banderas. También las acciones de las empresas que cotizaban en la “Taula de Canvis de Valencia”. Las Reales fábricas de cristal, espejos, lentes, porcelanas, sedas, fieltros, tapices, relojes, Lencería, Manteleria, Sarguetas, Vulcanizados, Salvavidas y jergones, Naipes, etc., además de la Compañía Comercial del Carmen, precisaron imprimir cientos de miles de acciones que pagaban pingues dividendos a sus poseedores. Para mayor seguridad de los accionistas se desarrollaron las primeras técnicas esteganografícas, cimentándose la fortuna de la imprenta que pronto fue expandiendo sus negocios y productos.
Sin embargo no fue hasta que la imprenta fue seleccionada para imprimir los nuevos historiales militares, también conocidos como “Hoja de servicio” de la milicia efectiva y la marina de guerra del Reino de Valencia primero, y de toda la monarquía posteriormente, cuando la imprenta multiplicó su importancia. Cada soldado precisaba de dos libros de hoja de servicio, uno personal y uno que quedaba en posesión de su regimiento. Gracias a aquel impulso la imprenta expandió sus negocios, apareciendo los periódicos de Valencia; Diario Las Provincias y Semanal ABC, empresas con personalidad jurídica y comercial propia.
“Grandes Clásicos”
Producto de la nueva fortuna de la empresa en 1628 se inició la publicación de la gran serie “Grandes Clásicos” con la publicación de “De Bello Gallico”, de Julio César. La colección realizada en colaboración y bajo la supervisión de la Universidad de Valencia y posteriormente también de la de Salamanca y Alcalá de Henares, se caracterizó por su edición en cartoné con cuero azul, y letras capitales doradas de gran calidad. Las obras clásicas constaron de las ediciones críticas más acreditadas de los originales, acompañadas de su traducción al castellano, motivo por el que durante décadas fueron ampliamente utilizadas para la enseñanza de idiomas clásicos en las principales instituciones educativas europeas. Además cada libro fue acompañado de introducción, notas explicativas e índices para facilitar la comprensión del contexto del libro, habiendo participado en la traducción y edición de los volúmenes, los mayores especialistas de la filología clásica de España en aquel momento.
El proceso de edición siempre incluyó la presencia de un revisor que, tras el trabajo de los especialistas correspondientes, sugería posibles retoques. La colección que fuera impulsada por el propio Pedro Llópis, marques del Puerto, obtuvo un éxito rotundo desde el primer día. Los dos mil ejemplares de la primera edición de “De bello Gallico” se agotaron en menos de seis meses, todo un hito en un momento en el que se dependía de comunicaciones a caballo o a vela, siendo necesarias sucesivas ediciones de aquel primer libro que alcanzaron los veinte mil ejemplares en los años siguientes, un número simplemente desconocido en aquella época. Fue tal el éxito de la obra que se formaron verdaderos fanáticos de aquella, anunciándose la futura publicación de los volúmenes con hasta dos o incluso tres años de antelación, lo que llevó a la aparición de la venta anticipada por correo, una modalidad de negocio desconocida hasta entonces.
La característica fundamental de esta colección radicó en su carácter exhaustivo, pues junto a los grandes autores ya conocidos, incorporó a autores menores, obras de carácter más científico que literario, textos extraídos de fuentes marginales, como papiros o inscripciones murales, e incluso fragmentos, además de extenderse a autores asiáticos, especialmente chinos e hindúes y en menor medida, japoneses. Al acabar su publicación en 1693, con el “Mozi”, se habían publicado seiscientos veintiséis libros clásicos que abarcaban desde Grecia y Roma, a la India, China y Japón.
A día de hoy cualquiera de aquellos libros está valorado en cientos de miles de excelentes. La colección ha sido reeditada en cuatro ocasiones desde la edición original; 1754-98, 1830-70, 1910-41 y 1976 actualidad, manteniendo siempre altos estándares de calidad y una cuidada edición, revisada por las Universidades de Valencia, Alcalá de Henares y Salamanca.
La edición de “Grandes Clásicos” fue copiada en años siguientes por diversas imprentas de toda Europa, siendo los primeros intentos el francés en 1687, inglés en 1723 y alemán en 1725. Estas ediciones si bien muy apreciadas nunca alcanzaron el éxito editorial de la edición española ni el número de volúmenes, en parte debido a las tribulaciones de las imprentas que acometían aquel desafío propias de la época. Caso aparte es el de las ediciones en milanés y napolitano, publicadas entre 1650-1725 y la valona, en 1656-1735, impresas por la propia Imprentas del Mediterráneo en una edición de diez mil ejemplares cada una.
Obras científicas
Uno de los principales caballos de batalla de la Imprenta del Mediterráneo fueron las obras científicas, empezando por la impresión de las actas de la tertulia del Almirante y posterior academia de Hércules a partir de 1629 y de la “Real Societat” desde 1646. Desde entonces puede seguirse la evolución de las ciencias por las grandes obras publicadas por la Imprenta del Mediterráneo bajo el paraguas de la Real Societat, especialmente las ganadoras de los grandes premios anuales de las diferentes disciplinas, entre las que pueden mencionarse:
Se aceptan propuestas; tipo
Lucis, Luminis! (De la Luz, ¡Luz!), 1647, autor XXX, sobre la naturaleza de la luz.
Mundo Microscópico, 1649, autor XXX, primer tratado sobre microbiología de la historia.
XXX; 1648, Evangelista Torriceli, sobre la presión atmosferica.
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A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Río de sangre
En el día de Santa Irene, quinto del mes de marzo de 1682.
—Dígame, teniente ¿Qué debo hacer con usted? ¿Condecorarle, o ahorcarle?
Barrau guardó silencio. Ya se imaginaba que el coronel Estébanez le iba a soltar una filípica; lo que no esperaba era que lo hiciera estando presentes otros oficiales. Intentando justificarse no ganaría nada.
—He leído su informe, pero tengo algunas dudas ¿Seguro que ha puesto todo? ¡Conteste, teniente!
—Sí, señoría. Todo lo escrito es cierto, hasta la última coma.
—Bien, como usted es un oficial y se supone que un caballero, tendré que creerle. Sin embargo, por el campamento circulan todo tipo de rumores ¡Hombre de Dios! ¿Por qué no se dejó matar? Ahora podría enviar una bonita condecoración a su familia, el ejército tendría un héroe más, y yo un problema menos.
El teniente prefirió seguir callado. El coronel esperó un momento y, al ver que Barrau no decía nada, prefirió seguir.
—El conde de Grajal tampoco está demasiado satisfecho con usted. Él también hubiera preferido un héroe muerto a un tenientillo descarado que nadie querrá tener bajo sus órdenes. Me ha ordenado buscar una solución, y creo haberla encontrado. Espero que también sea de su satisfacción.
Barrau permaneció firme, aguantando el chaparrón.
—¿No tiene boca, teniente? ¿O sólo la sabe emplear para desobedecer órdenes?
—Mi coronel —el teniente se apresuró a responder—, yo solo cumplí las órdenes del capitán Gonzaga, que seguía al mando del convoy.
—Eso es lo que dice usted. Por lo que sé, si Gonzaga no estaba en el otro mundo, poco le bastaba, y hubo algún correveidile que le fue con el cuento de que…
—Señoría, con el respeto debido, mi honor de oficial no me permite tolerar tales insinuaciones.
—¿Honor de oficial? Yo sí que le metería ese honor por donde no luce el sol. Cállese y no empeore su situación. Le decía que el conde me ha ordenado encontrarle alguna solución, y yo creo que esta será satisfactoria para todo el mundo. Al ejército le conviene tener héroes muertos.
Las palabras del coronel habían superado las aguantaderas del teniente, que respondió a su jefe—. Mi coronel, no sé si usted tendrá por costumbre tratar de tal manera su honor, pero el mío no me permite escuchar esos insultos. Solo porque las ordenanzas lo prohíben no le exijo que apoye sus palabras con la espada.
Barrau hablaba con cuidado, pues los duelos no solo estaban proscritos, sino que tampoco estaban bien vistos entre oficiales con tal diferencia de grado. Aunque, viendo las caras que ponían los otros ahí presentes, comprendió que Estébanez había ido demasiado lejos.
—Teniente, cuide sus palabras— respondió el coronel.
Barrau entendió que era ahora Estébanez quien estaba en evidencia. Cuidaría sus palabras, desde luego, pero no dejaría la ofensa sin respuesta.
—Mi coronel, mi honor a usted no le concierne, pero si tiene alguna duda sobre él, podrá acompañarme en el próximo asalto. Allí veremos quien lo tiene más limpio.
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Un soldado de cuatro siglos
Litografía; Enciclopedia Online
La litografía (del griego antiguo λίθος, lithos, 'piedra', y γράφειν, graphein, 'escribir') es un procedimiento de impresión que consiste en trazar un dibujo, un texto, o una fotografía, en una piedra calcárea o una plancha metálica. Hoy está casi en desuso, salvo para la obtención y duplicación de obras artísticas. Se creó en la "Imprenta del Mediterráneo" alrededor de 1640 y se utilizó inicialmente sobre todo para partituras musicales, partidas de ajedrez, mapas y catálogos de moda. Es un método de impresión basado originalmente en la inmiscibilidad del aceite y el agua. La impresión se realiza a partir de una piedra (piedra caliza litográfica) o de una plancha metálica de superficie lisa. La litografía puede utilizarse para imprimir texto o imágenes en papel u otro material adecuado.
Originalmente, la imagen que se iba a imprimir se dibujaba con una sustancia grasienta, como aceite, grasa o cera, sobre la superficie de una placa de piedra caliza lisa y plana. A continuación, la piedra se trataba con una mezcla de ácido débil y goma arábiga ("aguafuerte") que hacía que las partes de la superficie de la piedra que no estaban protegidas por la grasa fueran más hidrófilas (es decir, que atrajeran el agua). Para la impresión, primero se humedecía la piedra. El agua solo se adhería a las partes tratadas con goma, haciéndolas aún más repelentes al aceite. A continuación se aplicaba una tinta a base de aceite, que se adhería solo al dibujo original. La tinta se transfería finalmente a una hoja de papel en blanco, produciendo una página impresa. Esta técnica tradicional se sigue utilizando para el estampado artístico.
De Chris 73 / Wikimedia Commons, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=600342
Historia
Según la tradición, la litografía fue un invento casual. En 1630, el general Pedro Llopis buscaba una forma de plasmar mapas de batallas soldados y otros dibujos en los libros de historia militar que estaba escribiendo sin encontrar una forma de avaratar los costes. El cobre era demasiado caro y se trataba de un material militar estratégico, así que la Imprenta del Mediterráneo utilizó una piedra bávara suave y lisa. Descubrieron fortuitamente una forma de grabar la piedra con ácido, creando una forma de bajo relieve que podía utilizarse para la impresión. De hecho, aunque la fecha de 1632 se considera generalmente como el origen de la litografía, todavía está muy lejos de la técnica conocida con ese nombre en la actualidad. La primera forma de la invención de Impretas del Mediterráneo es una técnica de impresión en relieve, como la impresión tipográfica.
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Editado para añadir
La litografía (del griego antiguo λίθος, lithos, 'piedra', y γράφειν, graphein, 'escribir') es un procedimiento de impresión que consiste en trazar un dibujo, un texto, o una fotografía, en una piedra calcárea o una plancha metálica. Hoy está casi en desuso, salvo para la obtención y duplicación de obras artísticas. Se creó en la "Imprenta del Mediterráneo" alrededor de 1640 y se utilizó inicialmente sobre todo para partituras musicales, partidas de ajedrez, mapas y catálogos de moda. Es un método de impresión basado originalmente en la inmiscibilidad del aceite y el agua. La impresión se realiza a partir de una piedra (piedra caliza litográfica) o de una plancha metálica de superficie lisa. La litografía puede utilizarse para imprimir texto o imágenes en papel u otro material adecuado.
Originalmente, la imagen que se iba a imprimir se dibujaba con una sustancia grasienta, como aceite, grasa o cera, sobre la superficie de una placa de piedra caliza lisa y plana. A continuación, la piedra se trataba con una mezcla de ácido débil y goma arábiga ("aguafuerte") que hacía que las partes de la superficie de la piedra que no estaban protegidas por la grasa fueran más hidrófilas (es decir, que atrajeran el agua). Para la impresión, primero se humedecía la piedra. El agua solo se adhería a las partes tratadas con goma, haciéndolas aún más repelentes al aceite. A continuación se aplicaba una tinta a base de aceite, que se adhería solo al dibujo original. La tinta se transfería finalmente a una hoja de papel en blanco, produciendo una página impresa. Esta técnica tradicional se sigue utilizando para el estampado artístico.
De Chris 73 / Wikimedia Commons, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=600342
Historia
Según la tradición, la litografía fue un invento casual. En 1630, el general Pedro Llopis buscaba una forma de plasmar mapas de batallas soldados y otros dibujos en los libros de historia militar que estaba escribiendo sin encontrar una forma de avaratar los costes. El cobre era demasiado caro y se trataba de un material militar estratégico, así que la Imprenta del Mediterráneo utilizó una piedra bávara suave y lisa. Descubrieron fortuitamente una forma de grabar la piedra con ácido, creando una forma de bajo relieve que podía utilizarse para la impresión. De hecho, aunque la fecha de 1632 se considera generalmente como el origen de la litografía, todavía está muy lejos de la técnica conocida con ese nombre en la actualidad. La primera forma de la invención de Impretas del Mediterráneo es una técnica de impresión en relieve, como la impresión tipográfica.
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A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Un divertimento, que puede entroncar o no con la historia canónica de SH... o con la pseudocanónica mía.
Divertimento
Siglo Treinta
Programa difundido en Hisparred el 21 de septiembre de 2019
Iker Giménez—. Buenas noches. Bienvenidos a «Siglo veintidós», el espacio donde se explora lo desconocido y lo inexplicable. Hoy tenemos un programa muy especial con nuestro querida Doña Carmen Losadas, la gran escritora que recientemente ha presentado su última obra, «El Misterio del Resurgir».
Carmen Losadas—. Gracias, Don Iker. Es un placer colaborar con tu programa, siempre abierto a las incógnitas que nos rodean.
IG—. Gracias a usted, Doña Carmen. El placer es el que tenemos cuando nos honras con tu presenta. Antes de pasar a tu libro, y si no te importa, te presentaré a algunos de nuestros colaboradores: el periodista e historiador Don Felipe Piñeiro, la investigadora Doña Blanca Gato, el padre Enrique de Carlos, insigne catedrático de Historia de la Iglesia, y al no menos insigne catedrático de Historia de la Medicina, Don Mariano Rivera Platero.
CL—. Hablabas de placer, Iker, pero es el que me proporcionas al reunirme con tan selecta compañía.
IG—. Gracias por lo que a nosotros se refiere. Ahora, sin más preámbulos, los holoespectadores, mis colaboradores y, cómo no, yo mismo, estamos ansiosos de que nos desveles el contenido de tu trabajo.
CL—. Gracias de nuevo, pero te adelanto que solo será un corto resumen. Resulta imposible compendiar en unas pocas frases el fruto de años de investigaciones. Antes de todo, quisiera agradecer a Don Mariano Rivera su ayuda, sin la cual hubiera resultado imposible realizarlo.
Mariano Rivera—. Siempre a su disposición.
IG—. Ya sabía que el catedrático había colaborado en la obra. Con todo, no nos distraigamos, pues estamos ansiosos por conocer ese misterio. Pues el título, el «Misterio del Resurgir», es indicio de que hay algo oculto en ese periodo tan asombroso de la Historia.
CL—. Así es, Don Iker. Aunque no sea necesario, primero preferiría recordar a nuestra audiencia qué significó el Resurgir. Sabrán que, tras el final de la Reconquista, las guerras de Italia y, sobre todo, con el descubrimiento de América, la monarquía unida por los Reyes Católicos alcanzó una dimensión mundial, convirtiéndose en el mayor imperio que habían visto los siglos. Sin embargo, no fue sin dificultades. Los enemigos de España, muchos apoyados en el false pretexto de la reforma religiosa, se coaligaron para destruirla, y casi lo consiguieron. Aunque el brillo del Resurgir lo oculte, hubo años en los que el Imperio se vio al borde de la catástrofe. Sobre todo, entre 1635 y 1645 España parecida superada. Aunque los ejércitos españoles seguían triunfando, se produjeron peligrosas rebeliones, sobre todo las de Portugal y de Cataluña. En España la muerte campeaba entre plagas y hambrunas, y los enemigos del Imperio se coaligaron para destruirlo, iniciando un avance que parecía imparable.
IG—. Negro panorama es el que nos muestra. Creo que el profesor Piñeiro, estudioso de esa época, podrá darnos más luz.
Felipe Piñeiro—. Gracias, Don Iker. Me ha llamado tanto la atención la magnífica obra de Doña Carmen que he de ser el primero en recomendarla encarecidamente a nuestra distinguida audiencia. No solo por lo amena e ilustrativa que resulta, sino porque hace hincapié en una cuestión que siempre ha llamado la atención a cualquier aficionado a la Historia: el imparable crecimiento del Imperio Español, cuando todo parecía estar en su contra.
IG—. Perdone que te interrumpa, Don Felipe, pero me llama la atención que digas que España lo tenía todo en contra. Creo que la impresión general es que, tras la reconquista de Granada y el descubrimiento de América, el Imperio Español incrementó su poder de manera imparable. Sin embargo, la obra de Doña Carmen presenta el Resurgir como si el Imperio hubiera estado a punto de desmoronarse. Doña Carmen ¿Le importará que sea Felipe quien se lo explique a nuestros espectadores?
CL—. Cómo no. En realidad, fue el Doctor Piñeiro mi guía al redactar esa parte. Seguro que los holoespectadores agradecerán que sea él, y no yo, quien lo describa.
FP—. Gracias por sus alabanzas, Doña Carmen, pero mis conocimientos no llegan ni por asomo a los tuyos. Eso sí, ya que me lo pide, intentaré dar una idea de las sombras que se cernían sobre España, que el gran público desconoce. Se debe a que miran el mapa de cómo era el mundo entonces, y lo ven cubiertos del rojo español. Desde luego, el Imperio era muchísimo más extenso que Francia, Inglaterra o que la minúscula Holanda, pero eso es un análisis superficial. Hay que tener en cuenta que los territorios de Ultramar estaban casi despoblados: en las Indias apenas había diez millones de habitantes, mientras que en Francia había dieciséis. En la Península vivían unos once millones, cuatro más en los dominios italianos, y menos de un millón en Oriente. En conjunto, ni reuniendo a toda la población del Imperio se alcanzaría la tercera parte de la que hoy habita la Península. De hecho, bastaba con la alianza de Francia y Holanda para superar en población al Imperio. Además, las posesiones españolas estaban dispersas por todo el mundo, y en grandes partes de las Indias la ocupación era apenas testimonial, con indígenas sin someter y unos pocos asentamientos costeros. Igualmente importante, las posesiones europeas estaban fragmentadas. No había conexión terrestre entre la Península, Italia y Flandes, y la marítima pasaba por aguas hostiles. No debe olvidarse, además, lo difícil del territorio de la Península. Mientras que Francia, Alemania y, sobre todo, Holanda, gozaban de ríos navegables que empezaban a conectarse con canales, en España apenas hay planicies costeras, y las del interior son elevadas y están rodeadas de montañas. La única manera de transportar bienes era a lomo de caballerías, un medio muy ineficiente. Por eso, la cuestión es cómo pudo ser España el germen del mundo moderno.
IG—. Interesante exposición, pero creo que debe ser nuestra invitada la que nos amplíe tu exposición.
CL—. Como no, Don Iker. No puedo menos que coincidir con Don Felipe, pues necesité de su consejo para escribir el primer capítulo de mi obra, el que describo cómo estaban España, Europa y el mundo a principios del siglo XVII. Tan solo quisiera señalar algunas cuestiones para mostrar a los espectadores y, espero, futuros lectores de mi libro, lo apurado de la situación. Me gustaría que recuerden la explosión demográfica del siglo XIX, cuando el mundo duplicó su población, a pesar de disponerse de medios de control de natalidad. Como esos medios no existían a principios del siglo XVI, las mujeres casadas encadenaban una gestación tras otra; pues, a pesar de ello, la población española ni siquiera se mantuvo, sino que experimentó un pequeño retroceso.
IG—. Un dato muy interesante que yo desconocía ¿Dice que, aun habiendo muchos nacimientos, cada vez había menos gente? ¿Por qué? ¿Se morían los niños?
CL—. Así era. La mortalidad infantil era aterradora, y apenas uno de cada dos o tres niños llegaba a crecer. Además, no eran pocas las madres morían durante el parto. Por si fuera poco, en esos años se produjeron en España varias epidemias de peste, como las dos de Sevilla. Las recordarán nuestros espectadores porque durante la segunda falleció el insigne Don Lorenzo Guillén de Apiés. Las ciudades eran tan insalubres que había más muertes que nacimiento. Además, fue una época de sequías. Recuerde lo que ha explicado Don Felipe de lo difícil de las comunicaciones; significa que, si en una provincia fallaba la cosecha, la gente se moría de hambre.
IG—. Morirse de hambre. Parece imposible.
CL—. Parecerá imposible ahora, cuando basta con dictar al automercado para recibir en casa todo lo que deseemos, pero no era raro en el siglo XVII. Con todo, más que decesos por hambre, se sufría una malnutrición crónica que debilitaba a las gentes, que luego fallecían por cualquier otra cosa. Mire hasta qué punto era un problema serio que, según los registros de reclutamiento, que fue entonces cuando se empezaron a recoger, había muchos reclutas cuya estatura no llegaba a los ciento cuarenta centímetros, y pocos pasaban de ciento sesenta.
IG—. Increíble.
CL—. Pues así era. Don Iker, le recomiendo que alguna vez te fijes en las armaduras que se exhiben en la Real Armería. Tenga en cuenta que eran de príncipes o de nobles encumbrados; aun así, pocos españoles de ahora cabrían en ellas. Si la salud de los principitos era tan mala que crecían mal, puedes imaginar cómo lo pasaban las gentes del pueblo llano. Debilitados por la escasa comida, con pocas ropas y malas, atacados por las plagas. No te extrañe que la población disminuyera. A pesar de ese negro panorama, en pocos decenios todo cambió.
IG—. A lo misterioso de ese cambio dedica su obra.
CL—. Efectivamente. Es más, antes de entrar en detalles, quisiera señalar otra cuestión que hubiera debido impedir cualquier progreso ¿Recuerda la Inquisición?
IG—. Como no. Me crie leyendo las aventuras del Capitán Vengador.
CL—. Es verdad, es la que está siempre detrás de las tramas en esas novelas. Aunque en realidad no fuera así.
IG—. En cuestiones de religión será el Padre Enrique quien pueda darnos alguna luz. Lo sabe todo sobre la historia de las religiones.
Enrique de Castro—. Todo, lo que se dice todo, solo lo sabe Dios Nuestro Señor.
IG—. Era un decir.
EC—. Es de suponer, pero es que deploro todas esas frases hechas que minusvaloran al Creador.
IG—. Acepto la corrección. Digamos que sabe mucho.
EC—. Ni siquiera es mucho si se compara con el infinito saber divino. Ahora bien, ahorraré a nuestros espectadores más puntualizaciones, aunque realmente sean necesarias, y me centraré en la Inquisición. Mejor dicho, en el Tribunal del Santo Oficio, que todo el mundo conoce de oídas, pero del que pocos saben cómo fue en la realidad. Por desgracia, no son pocos los que hicieron oídos a la malvada leyenda negra que pergeñaron los herejes holandeses e ingleses para dañar a la Iglesia. En realidad, ese tribunal era modélico comparado con esa mezcla de torturas y arbitrariedad que era lo que la gente de esa época llamaba justicia. Aun así, es cierto que en ocasiones se extralimitó. La Iglesia, aun siendo de inspiración divina, es una institución humana expuesta al yerro. La mal llamada Inquisición, en su ánimo de defender la Verdadera Fe, a veces se excedió. Además, no fueron pocas las ocasiones en las que se hicieron denuncias falsas motivadas por envidias, rencores o incluso por simples habladurías.
IG—. Quiere decir que cualquiera que destacara corría el riesgo de ser denunciado e investigado.
EC—. No fue tan exagerado como usted dice, pero no pocos tuvieron que presentarse ante el Santo Oficio.
IG—. Eso significa que la Inquisición pesaba sobre el ánimo de la gente.
EC—. No hasta tal punto. Temían al Tribunal los herejes y los judaizantes, pero no los buenos cristianos. Con todo, hubo ocasiones en las que inquisidores demasiado celosos emprendieron pesquisas apoyadas en denuncias, productos de los celos que siempre despiertan las mentes brillantes. Afortunadamente, la inspiración divina reencauzó al Tribunal, que volvió a su verdadero papel de garante de la fe y…
IG—. Padre Enrique, perdone que le interrumpa, pero es que le conozco y sé que estaría hablando durante horas. Por lo que entiendo, un filósofo natural, como se llamaba por entonces a los investigadores, podía encontrarse con problemas.
EC—. En realidad, fueron casos contados, y se les exoneró.
IG—. Recuerdo que el eximio Galileo Galilei tuvo que exiliarse.
EC—. Fue por culpa de un mal papa, que también los hubo, pero recuerde que Galileo encontró refugio en España. Prueba de lo exagerado de las acusaciones contra el Santo Oficio.
IG—. Entiendo su argumento, pero igual sería conveniente que Don Felipe nos ilustre.
EC—. ¿Ilustrarnos ese descreído?
IG—. Por favor, padre, déjele hablar. Don Felipe, le ruego que nos explique lo que fue la Inquisición, digo el Santo Oficio.
FP—. Pues, aunque pueda parecer extraño, mi opinión, que es la de la mayoría de los investigadores, coincide con lo que ha dicho el Padre Enrique. La Inquisición, que ya sé que no es ese su nombre, pero que emplearé porque es como la suele conocer la audiencia, fue una institución que operaba en el secreto, que cometió excesos, pero también el primer tribunal europeo en el que el reo gozaba de garantías. El problema no fue tanto la Inquisición, sino que las denuncias causadas por las envidias podían llevar ante el Santo Oficio a cualquiera, y más a los brillantes. Un mínimo de prudencia les aconsejaba dedicar su genio a campos menos peligrosos, como las Artes, y hay historiadores que dicen que el Siglo de Oro comenzó precisamente porque los más inteligentes se dedicaron a la escritura o a la pintura.
EC—. Otra vez con exageraciones. Mire, un genio como Velázquez procedía de una familia de pintores ¿Alguien cree que hubiera colgado la paleta para ponerse a investigar?
IG—. Tal vez Doña Carmen pueda dar alguna luz en este asunto.
CL—. Con su permiso. El Padre Enrique tiene razón, nadie dejó los pinceles para pasarse a los telescopios, pero esa no era la única manera de brillar. Es posible que personas insignes como Don Guillén de Apiés, de haber nacido medio siglo antes, escogieran el sacerdocio o hubieran estudiado leyes. La cuestión es que verse ante el Santo Oficio no era ningún acicate para el desarrollo. Ten en cuenta que, aunque el reo fuera absuelto, que lo fue las más de las veces, la prisión podía durar años.
IG—. Queda clara su posición, Doña Carmen. Dices que en España había, a la vez, miseria y sospechas ¿Cómo pudo alumbrarse el Resurgir?
CL—. Esa es la cuestión que intenta analizar mi libro. Dedico varios capítulos a todos esos avances, pero para no aburrir a los holoespectadores había pensado en centrarme en un campo concreto, en los avances sanitarios.
IG—. Me parece excelente, pues vamos regular de tiempo.
CL—. Pues no me alargaré demasiado. Ahora la gente vive en la salud. Las enfermedades se previenen y, las pocas veces que alguien se siente mal, basta con acudir al ambulatorio para ser curado, ya que la ciencia médica ha conseguido encontrar la cura a las enfermedades que antes nos afligían. Pero no siempre ha sido así. A principios del siglo XVII la medicina eran poco más que sortilegios de dudosa utilidad.
IG—. ¿Sortilegios? ¿No es un poco exagerada esa descripción? ¿Usted que piensa, Don Mariano?
Mariano Rivera—. Pues que Carmen no anda descaminada.
CL—. Ha sido gracias a su ayuda.
MR—. Gracias, Doña Carmen. Cierto es que me consultaste algún detalle, pero me limité a felicitarte por tus conocimientos sobre la medicina de entonces, que no se parecía en nada a la actual. En esa época había dos partes diferentes. Una era la Cirugía, que practicaban los barberos y que era bárbara, valga la redundancia. Por el contrario, la Medicina era un arte universitaria que se basaba en las teorías de Hipócrates y Galeno, los sabios de la Antigüedad, cuyas ideas fueron desarrolladas posteriormente por filósofos árabes. Suponían que había ciertos elementos y humores, y que su desequilibrio era la causa de la enfermedad. Por desgracia para los enfermos, esas teorías, sobre la que se escribieron extensísimos tratados, no eran sino elucubraciones alejadas de la realidad. Sin ningún tipo de base, poco podías ayudar; incluso se dio el caso de que se dejaron de emplear tratamientos eficaces porque no cuadraban con la doctrina. Muchas de las prácticas que se recomendaban, como la de practicar sangrías a los enfermos, eran perjudiciales.
IG—. Malo sería caer en sus manos.
MR—. En realidad, las gentes vivían o morían hicieran lo que hicieran esos matasanos, y nunca mejor dicho. No olvide, además, lo que ha dicho antes Doña Carmen de la Inquisición. Esa teoría galénica había sido aceptada por la Iglesia. Por eso, igual que Galileo fue perseguido porque sus estudios rompían la cosmología tradicional…
EC—. Eso no es cierto. Galileo fue encausado porque publicó un opúsculo que atacaba al Sumo Pontífice.
IG—. Padre Enrique, el asunto de Galileo ya lo tratamos la temporada pasada. Le ruego que deje que Don Mariano siga con su exposición.
MR—. Gracias, Don Iker. Decía que quien se enfrentaba a la teoría dominante podía verse en problemas. Ya los había tenido el anatomista Vesalio con la Inquisición italiana ¿Quién podría atreverse a enfrentarse, al mismo tiempo, a la Universidad y a la Iglesia? Sin embargo, fue en ese difícil ambiente en el que se pusieron las primeras piedras de la Medicina moderna, como describe Doña Carmen en su obra.
IG—. Ha quedado muy claro, Don Mariano. Doña Carmen, nuestros holoespectadores estarán esperando que les describa algunos de esos avances.
CL—. Desde luego. Adelanto que no hay referencias claras de quién, dónde y cuándo los descubrió. Parece que el primero fue la inmunización antivariólica con la viruela de las vacas, la comúnmente llamada vacuna. El famoso cirujano Don Francisco de Lima, marqués de Derna, dice haberla visto aplicar en Polonia, pero no hay ningún documento que lo avale, y parece poco probable que tal avance pasara desapercibido. Actualmente se cree que se empleó por primera vez en España, ya que estudios moleculares en sepulturas han demostrado que en 1630 había gente vacunada en lugares que el de Lima no visitó. Sin embargo, no se sabe quién pudo ser el pionero. Don Francisco de Lima también aplicó la anestesia, la analgesia y la asepsia, diciendo, de nuevo, que provenían de Polonia. Sin embargo, ocurre como con la vacuna, que no hay ninguna prueba documental de su empleo, ni siquiera de la visita de Don Francisco. Aunque el registro escrito no sea completo, llama la atención que no se recordara el paso del que se convertiría en tan insigne médico, militar y explorador.
IG—. Por lo que nos dice, parece probable que fuera Don Francisco de Lima quien los descubrió.
CL—. Es la opinión general. Fíjese que, según se cree, fue capaz de poner los fundamentos de la medicina sin apoyarse en descubrimientos previos. Solo eso ya debiera llamar la atención. Pero hay algo más sospechoso. Don Francisco no fue el único descubridor insigne. Recordemos a Don Guillén de Apiés que, además de descubrir cómo se contagiaban las enfermedades, inventó la matemática estadística. O a Don Antonio de Lastanosa, el padre de los elementos. Pero hay una diferencia: Guillén o Lastanosa relataron el proceso que les llevó a sus hallazgos, pero Don Francisco de Lima, aunque dejó miles de páginas describiendo sus técnicas, no dedicó ni una a decir cómo las había descubierto.
FP—. Don Iker, perdone que interrumpa a Doña Carmen. Es cierto que en los escritos del marqués de Derna callan esa cuestión, pero no fue el primero. Recuerde que el Almirante Don Cristóbal Colón también ocultó sus orígenes, y tenía motivos, al ser de ascendencia hebraica. En su libro, Doña Carmen se hace la misma pregunta, y encuentra una respuesta o, mejor dicho, una falta de respuesta. Tal vez podría relatarla.
CL—. Va a destripar mi libro. De todas maneras, voy a señalar esa cuestión, pues me parece clave. Colón ordenó a sus familiares ocultar su origen. El marqués de Derna no lo hizo, pero prohibió que se perturbara su descanso eterno. Aparentemente, aunque nada tuviera que ocultar, lo hizo, y no fue el único.
IG—. No nos deje con la miel en los labios.
CL—. Si sigo así me quedaré sin clientes.
IG—. Pues cometerán un error, pues en su obra hay muchísimo más que lo que está contando. Igual, si presenta lo hondo del misterio, incluso consigue más suscriptores.
CL—. Puede que sí. Le haré caso, pero si no consigo más subscripciones se lo recordaré. La cuestión está en que hay varios prohombres del Resurgir de los que se sabe muy poco. El marqués del Puerto, por ejemplo. Según la documentación, fue hijo natural de un hidalgo valenciano, pero hay serias dudas sobre si se trata de una falsificación. Igual que ordenó el marqués de Derna, el del Puerto prohibió perturbar su descanso eterno, pero se ha podido estudiar a sus descendientes, y no se ha encontrado nada raro: sus orígenes eran peninsulares, casi con seguridad valencianos, y no hay marcadores de ascendencia morisca o hebraica, como se ha sugerido. Lo mismo ocurre con el genio militar, el marqués de Camarasa, o con el gran ingeniero, el barón de Otamendi. De nuevo, no hay documentos que confirmen su origen. En otro caso, tampoco sería demasiado raro su ausencia del registro documental, pero resulta que esos tres grandes hombres no fueron don nadies, sino que revolucionaron la Historia ¿No le parece raro que las localidades donde nacieron no quisieran reclamar tal honor? Porque no hablamos de cualquieras. Don Diego de Entrerríos, marqués de Camarasa, fue un genio militar que derrotó una y otra vez a los enemigos del Reino, y que no solo fue un militar genial, sino que también reformó los ejércitos españoles; incluso se dice que fue quien ideó el cuchillo de Breda. Don Ignacio de Otamendi, barón de Otamendi, diseñó barcos que rompían con la tradición anterior y que dieron a España el dominio de los mares. No bastándole, fundó la industria siderúrgica española, y sus enseñanzas son la base de la ingeniería. Qué puedo decir de Don Pedro Llopís, marqués del Puerto, y de su carrera asombrosa. Marino, político, estratega, científico, que lo mismo derrotaba a la flota holandesa en las Frisias que conquistaba Egipto, fundaba fábricas de espejos o formulaba la ley de la gravitación universal. Fueron esos cuatro grandes los que ocultaron sus orígenes. De ahí la importancia de los análisis genéticos que hizo Doña Blanca Gato.
IG—. Hablando de Doña Blanca, tengo una primicia que es seguro que interesará a la audiencia, y es que próximamente se va a publicar un estudio en la revista Naturaleza que desvela el origen de esos prohombres, pero que a la vez añade un gran interrogante.
CL—. Ese gran misterio es el que me llevó a escribir mi obra, pero tal vez sea mejor que sea Doña Blanca quien nos lo relate.
IG—. Adelante, Doña Blanca.
Blanca Gato—. Gracias, Don Iker. Ante todo, agradecer la oportunidad que significa poder presentar en este programa mi gran descubrimiento. Como ha contado Doña Carmen, esos enigmáticos personajes del Resurgir ocultaron su origen, pero ahora disponemos de una herramienta, el análisis genético. Para no cansar a los holoespectadores, describiré someramente la técnica: se basa en analizar el ácido desoxirribonucleico, o ADN, que viene a ser como el plano con el que se construye nuestro cuerpo.
EC—. Doña Blanca, perdone que le contradiga, pero nuestros cuerpos fueron hechos a imagen de Dios.
BG—. Nunca lo he negado, padre Enrique. Pero usted sabe que somos cuerpo y alma. El alma no la puedo estudiar con mis medios, pero sí el cuerpo, y este contiene en el ADN una especie de planos de cómo somos.
EC—. Dudo mucho que esos planos…
IG—. Padre Enrique, le agradecería que deje hablar a Doña Blanca. La cuestión el ADN la debatimos hace dos temporadas, y nuestros holoespectadores podrán repasar el debate que mantuvimos. Sin embargo, creo que hoy preferirán saber cuál ha sido ese enigmático descubrimiento.
BG—. Continuaré pues con mi exposición. Como decía, el ADN viene a ser como las instrucciones del cuerpo, y está presente en cada célula.
EC—. ¿Usted cree que Dios Nuestro Señor necesita esos planos para darnos forma? Vaya sinrazón.
IG—. Padre Enrique, vuelvo a rogarle que deje seguir a Doña Blanca.
BG—. Decía que en nuestras células tenemos copias del ADN. Ese ADN nos lo transmiten nuestros progenitores. Allí pone si seremos rubios o more-nos, o si tendremos o no los ojos azules. Ahora bien, hay partes del ADN que proviene solo del padre, como el del cromosoma Y, y otras, solo de la madre, como es el ADN de las mitocondrias. Hay más marcadores que permiten conocer el origen de una persona, tanto por la rama paterna como la mater-na. Fue mediante esos estudios como se descubrió que el Almirante Colón no era genovés, como se creía, sino un judío sefardí valenciano. Sin embargo, esos cuatro enigmáticos hombres ordenaron que sus restos fuesen enterrados en el mar o incinerados, aun en contra de lo que decía por entonces la Iglesia. En realidad, fueron falsos, y no se sabe dónde se depositaron sus cenizas.
IG—. Luego no se han podido hacer esos estudios.
BG—. En ellos, no, pero sí en sus descendientes. Aunque, por tradición familiar, también fueron incinerados, hubo algunos que fueron inhumados y he podido acceder a cuyos restos mortales. Esa más, también quedan descendientes vivos que han tenido la gentileza de permitirme realizar mis pruebas.
IG—. Supongo que el resultado de esas pruebas es el que se va a publicar ¿Por qué es misterioso?
BG—. A eso iré. A primera vista, los análisis confirmaron lo que se dijo en vida de esos grandes. El marqués del Puerto es de origen valenciano, más concretamente del norte del reino. Don Francisco de Lima tiene marcadores hispanos y amerindios del Perú. Otamendi es vizcaíno, y Camarasa tiene antecesores repartidos por toda la Península. Ninguno tenía antepasados moriscos o hebreos.
IG—. Quiere decir que poco misterio hay.
CL—. Don Iker, fíjese en la paradoja: parece que no tuvieran nada que esconder, pero lo escondieron ¿Por qué?
FP—. Un inciso. Ocultar el origen no fue tan raro. Recuerda que se ha demostrado que Don Antonio Chapí, el fundador de la casa de tal renombre, fue un siervo fugado. Tal vez ocurriera lo mismo, o que fueran hijos naturales, o tal vez les persiguiera la justicia.
CL—. Es posible, aunque sería demasiada coincidencia que fuera el caso de los cuatro. Además, creo que Doña Blanca no ha terminado con su exposición.
IG—. Creo que todos estamos ansiosos de escucharla.
BG—. Continuaré con la explicación. Como ya he dicho, el origen de los cuatro quedó claro. Sin embargo, en seguida vi que había algo extraño.
EC—. Otra vez los científicos con sus visiones. Más valdría que no intentaran desvelar los designios divinos.
IG—. Padre Enrique, por favor. Siga, Doña Blanca.
BG—. Decía que encontré algo que no cuadraba: esos marcadores no correspondían a la época.
EC—. Ahora resultará que su dichoso ADN tiene anillos, como los árboles.
BG—. Anillos no, sino algo parecido. Resulta que, cuando se transmite la herencia, es decir, el ADN, las copias no son exactas. Es como si alguien copiara un texto al dictado: de vez en cuando, comete un error. El texto seguiría siendo reconocible, pero ya no sería como el original. Lo mismo, con los marcadores genéticos. Se producen pequeños errores en la transcripción. A veces, esas mutaciones producen efectos perjudiciales, pero hay zonas del ADN que no contienen genes y donde esos errores, esas mutaciones, no tienen repercusión. Los errores se producen de manera aleatoria, es decir, viene a ser como un sorteo. Pero, igual que podemos calcular la probabilidad de una determinada jugada de dados, se puede hacer con los marcadores. Si tenemos dos personas emparentadas, revisándolos podremos saber con alguna aproximación hace cuánto se produjo la divergencia, si fue hace un siglo o hace tres.
IG—. Qué interesante. Es una manera diferente de analizar la Historia.
BG—. Efectivamente. Ha sido así como hemos podido confirmar que ni los invasores visigodos ni los musulmanes de Taric fueron muchos, ya que hay pocas huellas genéticas con esa antigüedad. Por el contrario, hemos confirmado que en el periodo almohade se produjo la llegada de un gran contingente de inmigrantes norteafricanos: los españoles que presentan esos marcadores tienen una divergencia con los norteafricanos que se estima en ocho siglos. Ahora bien, al estudiar a los cuatro, y a sus descendientes, me he encontrado con una sorpresa: sus genes son muy antiguos.
IG—. ¿Genes antiguos? ¿Cómo puede ser?
BG—. Cómo, no lo sé, pero es. Los genes valencianos de los descendientes del marqués divergieron de los de otros valencianos hace cuatro siglos, y lo mismo ocurre con el de Lima, con Camarasa o con Otamendi. No es el primer caso. Precisamente, al principio se dudó de la fiabilidad de este tipo de análisis, ya que ocasionalmente se encontraban divergencias que invalidaban la escala temporal. Sin embargo, solo se han hallado en el Imperio Español, sobre todo en la metrópoli. Además, he rastreado algunos de esos casos, y siempre me encuentro el mismo resultado: que descienden de aquellos cuatro prohombres. En los pocos casos que no se ha podido confirmar, parece probable que fuera por haber tenido algún antepasado que fuera hijo natural.
EC—. Ya veo, cuando los resultados no cuadran, se amañan.
IG—. Padre Enrique…
BG—. Don Iker, la objeción del padre Enrique es muy sensata. Las afirmaciones sin pruebas no tienen ningún valor. Sin embargo, en este caso sí las hay: aunque hay casos en los que se han encontrado divergencias sin que se pueda comprobar su parentesco con los cuatro personajes que estudiamos, resulta que en todos los casos la diferencia temporal es la misma, esos cuatro siglos.
IG—. Impresionante.
BG—. Desde luego. Sin embargo, voy a adelantarme a otra objeción ¿No podría ocurrir que esas personas tuvieran algún tipo de alteración que favoreciera las mutaciones? Sería improbable que la tuvieran los cuatro, pues se ha demostrado que no estaban emparentados. Ahora bien, hay otra prueba en contra de esa teoría: al estudiar los marcadores genéticos de sus descendientes, se ha visto que a partir de entonces el reloj biológico ha funcionado bien. La única explicación es que esos cuatro personajes tuvieron genes cuatro siglos más antiguos.
IG—. Cuatro siglos ¿Cómo podría ser?
BG—. No lo sé. Mis estudios solo apuntan a una divergencia inesperada, pero no dan pistas sobre las causas.
IG—. Doña Carmen, usted ha investigado esa cuestión ¿Qué cree que pasó?
CL—. Ese es el mayor misterio. Resulta que esos prohombres que cambiaron la historia de España y del mundo sí que tenían algo que ocultar, Y por eso prohibieron que se estudiara sus restos. Creo que la respuesta es que no venían de este mundo.
EC—. ¿De qué otro mundo podrían venir? ¿Es que hay otros mundos? Valiente tontería.
CL—. Padre Enrique, no hay duda de que hay otros planetas habitables. Además, hay otras coincidencias. Fueron, como usted sabe, años de apariciones y de experiencias místicas, más que en cualquier otra época. Eso solo tiene una explicación: en algún momento llegó algo a la Tierra.
EC—. Ya estamos con los algos.
IG—. Padre, estamos aquí para investigarlos. Doña Carmen ¿Qué piensa que ocurrió?
CL—. Lo que voy a decir es solo una hipótesis. Sabemos que las estrellas están demasiado lejos, y que se precisan siglos o milenios para viajar entre ellas. Esos personajes tuvieron que llegar de la Contratierra.
EC—. Primero los Algos, luego la famosa Contratierra. Vaya sandez. Don Iker, si no le importa, me llaman otros asuntos. —Sale del estudio.
IG—. Una pena que nos deje el Padre. Doña Carmen, háblenos de esa Contratierra.
CL—. Creemos que hay un planeta gemelo a nuestra Tierra, como si fuera la imagen de un espejo; lamentablemente, no sabemos si el marqués del Puerto o sus amigos eran zurdos, como lo son en su mayoría allí. Esa Contratierra se diferencia en que el espín inverso de sus moléculas de ozono no protege contra la radiación, y por eso las mutaciones son más rápidas. De ahí esos siglos de adelanto. Creemos que esa radiación está afectando a su vida; por eso, en algún momento, enviaron naves espaciales con delegados que tenían que cambiar nuestra Tierra para que pudiera darles cobijo, y la única manera era acelerando el desarrollo tecnológico. Unas naves que…
Divertimento
Siglo Treinta
Programa difundido en Hisparred el 21 de septiembre de 2019
Iker Giménez—. Buenas noches. Bienvenidos a «Siglo veintidós», el espacio donde se explora lo desconocido y lo inexplicable. Hoy tenemos un programa muy especial con nuestro querida Doña Carmen Losadas, la gran escritora que recientemente ha presentado su última obra, «El Misterio del Resurgir».
Carmen Losadas—. Gracias, Don Iker. Es un placer colaborar con tu programa, siempre abierto a las incógnitas que nos rodean.
IG—. Gracias a usted, Doña Carmen. El placer es el que tenemos cuando nos honras con tu presenta. Antes de pasar a tu libro, y si no te importa, te presentaré a algunos de nuestros colaboradores: el periodista e historiador Don Felipe Piñeiro, la investigadora Doña Blanca Gato, el padre Enrique de Carlos, insigne catedrático de Historia de la Iglesia, y al no menos insigne catedrático de Historia de la Medicina, Don Mariano Rivera Platero.
CL—. Hablabas de placer, Iker, pero es el que me proporcionas al reunirme con tan selecta compañía.
IG—. Gracias por lo que a nosotros se refiere. Ahora, sin más preámbulos, los holoespectadores, mis colaboradores y, cómo no, yo mismo, estamos ansiosos de que nos desveles el contenido de tu trabajo.
CL—. Gracias de nuevo, pero te adelanto que solo será un corto resumen. Resulta imposible compendiar en unas pocas frases el fruto de años de investigaciones. Antes de todo, quisiera agradecer a Don Mariano Rivera su ayuda, sin la cual hubiera resultado imposible realizarlo.
Mariano Rivera—. Siempre a su disposición.
IG—. Ya sabía que el catedrático había colaborado en la obra. Con todo, no nos distraigamos, pues estamos ansiosos por conocer ese misterio. Pues el título, el «Misterio del Resurgir», es indicio de que hay algo oculto en ese periodo tan asombroso de la Historia.
CL—. Así es, Don Iker. Aunque no sea necesario, primero preferiría recordar a nuestra audiencia qué significó el Resurgir. Sabrán que, tras el final de la Reconquista, las guerras de Italia y, sobre todo, con el descubrimiento de América, la monarquía unida por los Reyes Católicos alcanzó una dimensión mundial, convirtiéndose en el mayor imperio que habían visto los siglos. Sin embargo, no fue sin dificultades. Los enemigos de España, muchos apoyados en el false pretexto de la reforma religiosa, se coaligaron para destruirla, y casi lo consiguieron. Aunque el brillo del Resurgir lo oculte, hubo años en los que el Imperio se vio al borde de la catástrofe. Sobre todo, entre 1635 y 1645 España parecida superada. Aunque los ejércitos españoles seguían triunfando, se produjeron peligrosas rebeliones, sobre todo las de Portugal y de Cataluña. En España la muerte campeaba entre plagas y hambrunas, y los enemigos del Imperio se coaligaron para destruirlo, iniciando un avance que parecía imparable.
IG—. Negro panorama es el que nos muestra. Creo que el profesor Piñeiro, estudioso de esa época, podrá darnos más luz.
Felipe Piñeiro—. Gracias, Don Iker. Me ha llamado tanto la atención la magnífica obra de Doña Carmen que he de ser el primero en recomendarla encarecidamente a nuestra distinguida audiencia. No solo por lo amena e ilustrativa que resulta, sino porque hace hincapié en una cuestión que siempre ha llamado la atención a cualquier aficionado a la Historia: el imparable crecimiento del Imperio Español, cuando todo parecía estar en su contra.
IG—. Perdone que te interrumpa, Don Felipe, pero me llama la atención que digas que España lo tenía todo en contra. Creo que la impresión general es que, tras la reconquista de Granada y el descubrimiento de América, el Imperio Español incrementó su poder de manera imparable. Sin embargo, la obra de Doña Carmen presenta el Resurgir como si el Imperio hubiera estado a punto de desmoronarse. Doña Carmen ¿Le importará que sea Felipe quien se lo explique a nuestros espectadores?
CL—. Cómo no. En realidad, fue el Doctor Piñeiro mi guía al redactar esa parte. Seguro que los holoespectadores agradecerán que sea él, y no yo, quien lo describa.
FP—. Gracias por sus alabanzas, Doña Carmen, pero mis conocimientos no llegan ni por asomo a los tuyos. Eso sí, ya que me lo pide, intentaré dar una idea de las sombras que se cernían sobre España, que el gran público desconoce. Se debe a que miran el mapa de cómo era el mundo entonces, y lo ven cubiertos del rojo español. Desde luego, el Imperio era muchísimo más extenso que Francia, Inglaterra o que la minúscula Holanda, pero eso es un análisis superficial. Hay que tener en cuenta que los territorios de Ultramar estaban casi despoblados: en las Indias apenas había diez millones de habitantes, mientras que en Francia había dieciséis. En la Península vivían unos once millones, cuatro más en los dominios italianos, y menos de un millón en Oriente. En conjunto, ni reuniendo a toda la población del Imperio se alcanzaría la tercera parte de la que hoy habita la Península. De hecho, bastaba con la alianza de Francia y Holanda para superar en población al Imperio. Además, las posesiones españolas estaban dispersas por todo el mundo, y en grandes partes de las Indias la ocupación era apenas testimonial, con indígenas sin someter y unos pocos asentamientos costeros. Igualmente importante, las posesiones europeas estaban fragmentadas. No había conexión terrestre entre la Península, Italia y Flandes, y la marítima pasaba por aguas hostiles. No debe olvidarse, además, lo difícil del territorio de la Península. Mientras que Francia, Alemania y, sobre todo, Holanda, gozaban de ríos navegables que empezaban a conectarse con canales, en España apenas hay planicies costeras, y las del interior son elevadas y están rodeadas de montañas. La única manera de transportar bienes era a lomo de caballerías, un medio muy ineficiente. Por eso, la cuestión es cómo pudo ser España el germen del mundo moderno.
IG—. Interesante exposición, pero creo que debe ser nuestra invitada la que nos amplíe tu exposición.
CL—. Como no, Don Iker. No puedo menos que coincidir con Don Felipe, pues necesité de su consejo para escribir el primer capítulo de mi obra, el que describo cómo estaban España, Europa y el mundo a principios del siglo XVII. Tan solo quisiera señalar algunas cuestiones para mostrar a los espectadores y, espero, futuros lectores de mi libro, lo apurado de la situación. Me gustaría que recuerden la explosión demográfica del siglo XIX, cuando el mundo duplicó su población, a pesar de disponerse de medios de control de natalidad. Como esos medios no existían a principios del siglo XVI, las mujeres casadas encadenaban una gestación tras otra; pues, a pesar de ello, la población española ni siquiera se mantuvo, sino que experimentó un pequeño retroceso.
IG—. Un dato muy interesante que yo desconocía ¿Dice que, aun habiendo muchos nacimientos, cada vez había menos gente? ¿Por qué? ¿Se morían los niños?
CL—. Así era. La mortalidad infantil era aterradora, y apenas uno de cada dos o tres niños llegaba a crecer. Además, no eran pocas las madres morían durante el parto. Por si fuera poco, en esos años se produjeron en España varias epidemias de peste, como las dos de Sevilla. Las recordarán nuestros espectadores porque durante la segunda falleció el insigne Don Lorenzo Guillén de Apiés. Las ciudades eran tan insalubres que había más muertes que nacimiento. Además, fue una época de sequías. Recuerde lo que ha explicado Don Felipe de lo difícil de las comunicaciones; significa que, si en una provincia fallaba la cosecha, la gente se moría de hambre.
IG—. Morirse de hambre. Parece imposible.
CL—. Parecerá imposible ahora, cuando basta con dictar al automercado para recibir en casa todo lo que deseemos, pero no era raro en el siglo XVII. Con todo, más que decesos por hambre, se sufría una malnutrición crónica que debilitaba a las gentes, que luego fallecían por cualquier otra cosa. Mire hasta qué punto era un problema serio que, según los registros de reclutamiento, que fue entonces cuando se empezaron a recoger, había muchos reclutas cuya estatura no llegaba a los ciento cuarenta centímetros, y pocos pasaban de ciento sesenta.
IG—. Increíble.
CL—. Pues así era. Don Iker, le recomiendo que alguna vez te fijes en las armaduras que se exhiben en la Real Armería. Tenga en cuenta que eran de príncipes o de nobles encumbrados; aun así, pocos españoles de ahora cabrían en ellas. Si la salud de los principitos era tan mala que crecían mal, puedes imaginar cómo lo pasaban las gentes del pueblo llano. Debilitados por la escasa comida, con pocas ropas y malas, atacados por las plagas. No te extrañe que la población disminuyera. A pesar de ese negro panorama, en pocos decenios todo cambió.
IG—. A lo misterioso de ese cambio dedica su obra.
CL—. Efectivamente. Es más, antes de entrar en detalles, quisiera señalar otra cuestión que hubiera debido impedir cualquier progreso ¿Recuerda la Inquisición?
IG—. Como no. Me crie leyendo las aventuras del Capitán Vengador.
CL—. Es verdad, es la que está siempre detrás de las tramas en esas novelas. Aunque en realidad no fuera así.
IG—. En cuestiones de religión será el Padre Enrique quien pueda darnos alguna luz. Lo sabe todo sobre la historia de las religiones.
Enrique de Castro—. Todo, lo que se dice todo, solo lo sabe Dios Nuestro Señor.
IG—. Era un decir.
EC—. Es de suponer, pero es que deploro todas esas frases hechas que minusvaloran al Creador.
IG—. Acepto la corrección. Digamos que sabe mucho.
EC—. Ni siquiera es mucho si se compara con el infinito saber divino. Ahora bien, ahorraré a nuestros espectadores más puntualizaciones, aunque realmente sean necesarias, y me centraré en la Inquisición. Mejor dicho, en el Tribunal del Santo Oficio, que todo el mundo conoce de oídas, pero del que pocos saben cómo fue en la realidad. Por desgracia, no son pocos los que hicieron oídos a la malvada leyenda negra que pergeñaron los herejes holandeses e ingleses para dañar a la Iglesia. En realidad, ese tribunal era modélico comparado con esa mezcla de torturas y arbitrariedad que era lo que la gente de esa época llamaba justicia. Aun así, es cierto que en ocasiones se extralimitó. La Iglesia, aun siendo de inspiración divina, es una institución humana expuesta al yerro. La mal llamada Inquisición, en su ánimo de defender la Verdadera Fe, a veces se excedió. Además, no fueron pocas las ocasiones en las que se hicieron denuncias falsas motivadas por envidias, rencores o incluso por simples habladurías.
IG—. Quiere decir que cualquiera que destacara corría el riesgo de ser denunciado e investigado.
EC—. No fue tan exagerado como usted dice, pero no pocos tuvieron que presentarse ante el Santo Oficio.
IG—. Eso significa que la Inquisición pesaba sobre el ánimo de la gente.
EC—. No hasta tal punto. Temían al Tribunal los herejes y los judaizantes, pero no los buenos cristianos. Con todo, hubo ocasiones en las que inquisidores demasiado celosos emprendieron pesquisas apoyadas en denuncias, productos de los celos que siempre despiertan las mentes brillantes. Afortunadamente, la inspiración divina reencauzó al Tribunal, que volvió a su verdadero papel de garante de la fe y…
IG—. Padre Enrique, perdone que le interrumpa, pero es que le conozco y sé que estaría hablando durante horas. Por lo que entiendo, un filósofo natural, como se llamaba por entonces a los investigadores, podía encontrarse con problemas.
EC—. En realidad, fueron casos contados, y se les exoneró.
IG—. Recuerdo que el eximio Galileo Galilei tuvo que exiliarse.
EC—. Fue por culpa de un mal papa, que también los hubo, pero recuerde que Galileo encontró refugio en España. Prueba de lo exagerado de las acusaciones contra el Santo Oficio.
IG—. Entiendo su argumento, pero igual sería conveniente que Don Felipe nos ilustre.
EC—. ¿Ilustrarnos ese descreído?
IG—. Por favor, padre, déjele hablar. Don Felipe, le ruego que nos explique lo que fue la Inquisición, digo el Santo Oficio.
FP—. Pues, aunque pueda parecer extraño, mi opinión, que es la de la mayoría de los investigadores, coincide con lo que ha dicho el Padre Enrique. La Inquisición, que ya sé que no es ese su nombre, pero que emplearé porque es como la suele conocer la audiencia, fue una institución que operaba en el secreto, que cometió excesos, pero también el primer tribunal europeo en el que el reo gozaba de garantías. El problema no fue tanto la Inquisición, sino que las denuncias causadas por las envidias podían llevar ante el Santo Oficio a cualquiera, y más a los brillantes. Un mínimo de prudencia les aconsejaba dedicar su genio a campos menos peligrosos, como las Artes, y hay historiadores que dicen que el Siglo de Oro comenzó precisamente porque los más inteligentes se dedicaron a la escritura o a la pintura.
EC—. Otra vez con exageraciones. Mire, un genio como Velázquez procedía de una familia de pintores ¿Alguien cree que hubiera colgado la paleta para ponerse a investigar?
IG—. Tal vez Doña Carmen pueda dar alguna luz en este asunto.
CL—. Con su permiso. El Padre Enrique tiene razón, nadie dejó los pinceles para pasarse a los telescopios, pero esa no era la única manera de brillar. Es posible que personas insignes como Don Guillén de Apiés, de haber nacido medio siglo antes, escogieran el sacerdocio o hubieran estudiado leyes. La cuestión es que verse ante el Santo Oficio no era ningún acicate para el desarrollo. Ten en cuenta que, aunque el reo fuera absuelto, que lo fue las más de las veces, la prisión podía durar años.
IG—. Queda clara su posición, Doña Carmen. Dices que en España había, a la vez, miseria y sospechas ¿Cómo pudo alumbrarse el Resurgir?
CL—. Esa es la cuestión que intenta analizar mi libro. Dedico varios capítulos a todos esos avances, pero para no aburrir a los holoespectadores había pensado en centrarme en un campo concreto, en los avances sanitarios.
IG—. Me parece excelente, pues vamos regular de tiempo.
CL—. Pues no me alargaré demasiado. Ahora la gente vive en la salud. Las enfermedades se previenen y, las pocas veces que alguien se siente mal, basta con acudir al ambulatorio para ser curado, ya que la ciencia médica ha conseguido encontrar la cura a las enfermedades que antes nos afligían. Pero no siempre ha sido así. A principios del siglo XVII la medicina eran poco más que sortilegios de dudosa utilidad.
IG—. ¿Sortilegios? ¿No es un poco exagerada esa descripción? ¿Usted que piensa, Don Mariano?
Mariano Rivera—. Pues que Carmen no anda descaminada.
CL—. Ha sido gracias a su ayuda.
MR—. Gracias, Doña Carmen. Cierto es que me consultaste algún detalle, pero me limité a felicitarte por tus conocimientos sobre la medicina de entonces, que no se parecía en nada a la actual. En esa época había dos partes diferentes. Una era la Cirugía, que practicaban los barberos y que era bárbara, valga la redundancia. Por el contrario, la Medicina era un arte universitaria que se basaba en las teorías de Hipócrates y Galeno, los sabios de la Antigüedad, cuyas ideas fueron desarrolladas posteriormente por filósofos árabes. Suponían que había ciertos elementos y humores, y que su desequilibrio era la causa de la enfermedad. Por desgracia para los enfermos, esas teorías, sobre la que se escribieron extensísimos tratados, no eran sino elucubraciones alejadas de la realidad. Sin ningún tipo de base, poco podías ayudar; incluso se dio el caso de que se dejaron de emplear tratamientos eficaces porque no cuadraban con la doctrina. Muchas de las prácticas que se recomendaban, como la de practicar sangrías a los enfermos, eran perjudiciales.
IG—. Malo sería caer en sus manos.
MR—. En realidad, las gentes vivían o morían hicieran lo que hicieran esos matasanos, y nunca mejor dicho. No olvide, además, lo que ha dicho antes Doña Carmen de la Inquisición. Esa teoría galénica había sido aceptada por la Iglesia. Por eso, igual que Galileo fue perseguido porque sus estudios rompían la cosmología tradicional…
EC—. Eso no es cierto. Galileo fue encausado porque publicó un opúsculo que atacaba al Sumo Pontífice.
IG—. Padre Enrique, el asunto de Galileo ya lo tratamos la temporada pasada. Le ruego que deje que Don Mariano siga con su exposición.
MR—. Gracias, Don Iker. Decía que quien se enfrentaba a la teoría dominante podía verse en problemas. Ya los había tenido el anatomista Vesalio con la Inquisición italiana ¿Quién podría atreverse a enfrentarse, al mismo tiempo, a la Universidad y a la Iglesia? Sin embargo, fue en ese difícil ambiente en el que se pusieron las primeras piedras de la Medicina moderna, como describe Doña Carmen en su obra.
IG—. Ha quedado muy claro, Don Mariano. Doña Carmen, nuestros holoespectadores estarán esperando que les describa algunos de esos avances.
CL—. Desde luego. Adelanto que no hay referencias claras de quién, dónde y cuándo los descubrió. Parece que el primero fue la inmunización antivariólica con la viruela de las vacas, la comúnmente llamada vacuna. El famoso cirujano Don Francisco de Lima, marqués de Derna, dice haberla visto aplicar en Polonia, pero no hay ningún documento que lo avale, y parece poco probable que tal avance pasara desapercibido. Actualmente se cree que se empleó por primera vez en España, ya que estudios moleculares en sepulturas han demostrado que en 1630 había gente vacunada en lugares que el de Lima no visitó. Sin embargo, no se sabe quién pudo ser el pionero. Don Francisco de Lima también aplicó la anestesia, la analgesia y la asepsia, diciendo, de nuevo, que provenían de Polonia. Sin embargo, ocurre como con la vacuna, que no hay ninguna prueba documental de su empleo, ni siquiera de la visita de Don Francisco. Aunque el registro escrito no sea completo, llama la atención que no se recordara el paso del que se convertiría en tan insigne médico, militar y explorador.
IG—. Por lo que nos dice, parece probable que fuera Don Francisco de Lima quien los descubrió.
CL—. Es la opinión general. Fíjese que, según se cree, fue capaz de poner los fundamentos de la medicina sin apoyarse en descubrimientos previos. Solo eso ya debiera llamar la atención. Pero hay algo más sospechoso. Don Francisco no fue el único descubridor insigne. Recordemos a Don Guillén de Apiés que, además de descubrir cómo se contagiaban las enfermedades, inventó la matemática estadística. O a Don Antonio de Lastanosa, el padre de los elementos. Pero hay una diferencia: Guillén o Lastanosa relataron el proceso que les llevó a sus hallazgos, pero Don Francisco de Lima, aunque dejó miles de páginas describiendo sus técnicas, no dedicó ni una a decir cómo las había descubierto.
FP—. Don Iker, perdone que interrumpa a Doña Carmen. Es cierto que en los escritos del marqués de Derna callan esa cuestión, pero no fue el primero. Recuerde que el Almirante Don Cristóbal Colón también ocultó sus orígenes, y tenía motivos, al ser de ascendencia hebraica. En su libro, Doña Carmen se hace la misma pregunta, y encuentra una respuesta o, mejor dicho, una falta de respuesta. Tal vez podría relatarla.
CL—. Va a destripar mi libro. De todas maneras, voy a señalar esa cuestión, pues me parece clave. Colón ordenó a sus familiares ocultar su origen. El marqués de Derna no lo hizo, pero prohibió que se perturbara su descanso eterno. Aparentemente, aunque nada tuviera que ocultar, lo hizo, y no fue el único.
IG—. No nos deje con la miel en los labios.
CL—. Si sigo así me quedaré sin clientes.
IG—. Pues cometerán un error, pues en su obra hay muchísimo más que lo que está contando. Igual, si presenta lo hondo del misterio, incluso consigue más suscriptores.
CL—. Puede que sí. Le haré caso, pero si no consigo más subscripciones se lo recordaré. La cuestión está en que hay varios prohombres del Resurgir de los que se sabe muy poco. El marqués del Puerto, por ejemplo. Según la documentación, fue hijo natural de un hidalgo valenciano, pero hay serias dudas sobre si se trata de una falsificación. Igual que ordenó el marqués de Derna, el del Puerto prohibió perturbar su descanso eterno, pero se ha podido estudiar a sus descendientes, y no se ha encontrado nada raro: sus orígenes eran peninsulares, casi con seguridad valencianos, y no hay marcadores de ascendencia morisca o hebraica, como se ha sugerido. Lo mismo ocurre con el genio militar, el marqués de Camarasa, o con el gran ingeniero, el barón de Otamendi. De nuevo, no hay documentos que confirmen su origen. En otro caso, tampoco sería demasiado raro su ausencia del registro documental, pero resulta que esos tres grandes hombres no fueron don nadies, sino que revolucionaron la Historia ¿No le parece raro que las localidades donde nacieron no quisieran reclamar tal honor? Porque no hablamos de cualquieras. Don Diego de Entrerríos, marqués de Camarasa, fue un genio militar que derrotó una y otra vez a los enemigos del Reino, y que no solo fue un militar genial, sino que también reformó los ejércitos españoles; incluso se dice que fue quien ideó el cuchillo de Breda. Don Ignacio de Otamendi, barón de Otamendi, diseñó barcos que rompían con la tradición anterior y que dieron a España el dominio de los mares. No bastándole, fundó la industria siderúrgica española, y sus enseñanzas son la base de la ingeniería. Qué puedo decir de Don Pedro Llopís, marqués del Puerto, y de su carrera asombrosa. Marino, político, estratega, científico, que lo mismo derrotaba a la flota holandesa en las Frisias que conquistaba Egipto, fundaba fábricas de espejos o formulaba la ley de la gravitación universal. Fueron esos cuatro grandes los que ocultaron sus orígenes. De ahí la importancia de los análisis genéticos que hizo Doña Blanca Gato.
IG—. Hablando de Doña Blanca, tengo una primicia que es seguro que interesará a la audiencia, y es que próximamente se va a publicar un estudio en la revista Naturaleza que desvela el origen de esos prohombres, pero que a la vez añade un gran interrogante.
CL—. Ese gran misterio es el que me llevó a escribir mi obra, pero tal vez sea mejor que sea Doña Blanca quien nos lo relate.
IG—. Adelante, Doña Blanca.
Blanca Gato—. Gracias, Don Iker. Ante todo, agradecer la oportunidad que significa poder presentar en este programa mi gran descubrimiento. Como ha contado Doña Carmen, esos enigmáticos personajes del Resurgir ocultaron su origen, pero ahora disponemos de una herramienta, el análisis genético. Para no cansar a los holoespectadores, describiré someramente la técnica: se basa en analizar el ácido desoxirribonucleico, o ADN, que viene a ser como el plano con el que se construye nuestro cuerpo.
EC—. Doña Blanca, perdone que le contradiga, pero nuestros cuerpos fueron hechos a imagen de Dios.
BG—. Nunca lo he negado, padre Enrique. Pero usted sabe que somos cuerpo y alma. El alma no la puedo estudiar con mis medios, pero sí el cuerpo, y este contiene en el ADN una especie de planos de cómo somos.
EC—. Dudo mucho que esos planos…
IG—. Padre Enrique, le agradecería que deje hablar a Doña Blanca. La cuestión el ADN la debatimos hace dos temporadas, y nuestros holoespectadores podrán repasar el debate que mantuvimos. Sin embargo, creo que hoy preferirán saber cuál ha sido ese enigmático descubrimiento.
BG—. Continuaré pues con mi exposición. Como decía, el ADN viene a ser como las instrucciones del cuerpo, y está presente en cada célula.
EC—. ¿Usted cree que Dios Nuestro Señor necesita esos planos para darnos forma? Vaya sinrazón.
IG—. Padre Enrique, vuelvo a rogarle que deje seguir a Doña Blanca.
BG—. Decía que en nuestras células tenemos copias del ADN. Ese ADN nos lo transmiten nuestros progenitores. Allí pone si seremos rubios o more-nos, o si tendremos o no los ojos azules. Ahora bien, hay partes del ADN que proviene solo del padre, como el del cromosoma Y, y otras, solo de la madre, como es el ADN de las mitocondrias. Hay más marcadores que permiten conocer el origen de una persona, tanto por la rama paterna como la mater-na. Fue mediante esos estudios como se descubrió que el Almirante Colón no era genovés, como se creía, sino un judío sefardí valenciano. Sin embargo, esos cuatro enigmáticos hombres ordenaron que sus restos fuesen enterrados en el mar o incinerados, aun en contra de lo que decía por entonces la Iglesia. En realidad, fueron falsos, y no se sabe dónde se depositaron sus cenizas.
IG—. Luego no se han podido hacer esos estudios.
BG—. En ellos, no, pero sí en sus descendientes. Aunque, por tradición familiar, también fueron incinerados, hubo algunos que fueron inhumados y he podido acceder a cuyos restos mortales. Esa más, también quedan descendientes vivos que han tenido la gentileza de permitirme realizar mis pruebas.
IG—. Supongo que el resultado de esas pruebas es el que se va a publicar ¿Por qué es misterioso?
BG—. A eso iré. A primera vista, los análisis confirmaron lo que se dijo en vida de esos grandes. El marqués del Puerto es de origen valenciano, más concretamente del norte del reino. Don Francisco de Lima tiene marcadores hispanos y amerindios del Perú. Otamendi es vizcaíno, y Camarasa tiene antecesores repartidos por toda la Península. Ninguno tenía antepasados moriscos o hebreos.
IG—. Quiere decir que poco misterio hay.
CL—. Don Iker, fíjese en la paradoja: parece que no tuvieran nada que esconder, pero lo escondieron ¿Por qué?
FP—. Un inciso. Ocultar el origen no fue tan raro. Recuerda que se ha demostrado que Don Antonio Chapí, el fundador de la casa de tal renombre, fue un siervo fugado. Tal vez ocurriera lo mismo, o que fueran hijos naturales, o tal vez les persiguiera la justicia.
CL—. Es posible, aunque sería demasiada coincidencia que fuera el caso de los cuatro. Además, creo que Doña Blanca no ha terminado con su exposición.
IG—. Creo que todos estamos ansiosos de escucharla.
BG—. Continuaré con la explicación. Como ya he dicho, el origen de los cuatro quedó claro. Sin embargo, en seguida vi que había algo extraño.
EC—. Otra vez los científicos con sus visiones. Más valdría que no intentaran desvelar los designios divinos.
IG—. Padre Enrique, por favor. Siga, Doña Blanca.
BG—. Decía que encontré algo que no cuadraba: esos marcadores no correspondían a la época.
EC—. Ahora resultará que su dichoso ADN tiene anillos, como los árboles.
BG—. Anillos no, sino algo parecido. Resulta que, cuando se transmite la herencia, es decir, el ADN, las copias no son exactas. Es como si alguien copiara un texto al dictado: de vez en cuando, comete un error. El texto seguiría siendo reconocible, pero ya no sería como el original. Lo mismo, con los marcadores genéticos. Se producen pequeños errores en la transcripción. A veces, esas mutaciones producen efectos perjudiciales, pero hay zonas del ADN que no contienen genes y donde esos errores, esas mutaciones, no tienen repercusión. Los errores se producen de manera aleatoria, es decir, viene a ser como un sorteo. Pero, igual que podemos calcular la probabilidad de una determinada jugada de dados, se puede hacer con los marcadores. Si tenemos dos personas emparentadas, revisándolos podremos saber con alguna aproximación hace cuánto se produjo la divergencia, si fue hace un siglo o hace tres.
IG—. Qué interesante. Es una manera diferente de analizar la Historia.
BG—. Efectivamente. Ha sido así como hemos podido confirmar que ni los invasores visigodos ni los musulmanes de Taric fueron muchos, ya que hay pocas huellas genéticas con esa antigüedad. Por el contrario, hemos confirmado que en el periodo almohade se produjo la llegada de un gran contingente de inmigrantes norteafricanos: los españoles que presentan esos marcadores tienen una divergencia con los norteafricanos que se estima en ocho siglos. Ahora bien, al estudiar a los cuatro, y a sus descendientes, me he encontrado con una sorpresa: sus genes son muy antiguos.
IG—. ¿Genes antiguos? ¿Cómo puede ser?
BG—. Cómo, no lo sé, pero es. Los genes valencianos de los descendientes del marqués divergieron de los de otros valencianos hace cuatro siglos, y lo mismo ocurre con el de Lima, con Camarasa o con Otamendi. No es el primer caso. Precisamente, al principio se dudó de la fiabilidad de este tipo de análisis, ya que ocasionalmente se encontraban divergencias que invalidaban la escala temporal. Sin embargo, solo se han hallado en el Imperio Español, sobre todo en la metrópoli. Además, he rastreado algunos de esos casos, y siempre me encuentro el mismo resultado: que descienden de aquellos cuatro prohombres. En los pocos casos que no se ha podido confirmar, parece probable que fuera por haber tenido algún antepasado que fuera hijo natural.
EC—. Ya veo, cuando los resultados no cuadran, se amañan.
IG—. Padre Enrique…
BG—. Don Iker, la objeción del padre Enrique es muy sensata. Las afirmaciones sin pruebas no tienen ningún valor. Sin embargo, en este caso sí las hay: aunque hay casos en los que se han encontrado divergencias sin que se pueda comprobar su parentesco con los cuatro personajes que estudiamos, resulta que en todos los casos la diferencia temporal es la misma, esos cuatro siglos.
IG—. Impresionante.
BG—. Desde luego. Sin embargo, voy a adelantarme a otra objeción ¿No podría ocurrir que esas personas tuvieran algún tipo de alteración que favoreciera las mutaciones? Sería improbable que la tuvieran los cuatro, pues se ha demostrado que no estaban emparentados. Ahora bien, hay otra prueba en contra de esa teoría: al estudiar los marcadores genéticos de sus descendientes, se ha visto que a partir de entonces el reloj biológico ha funcionado bien. La única explicación es que esos cuatro personajes tuvieron genes cuatro siglos más antiguos.
IG—. Cuatro siglos ¿Cómo podría ser?
BG—. No lo sé. Mis estudios solo apuntan a una divergencia inesperada, pero no dan pistas sobre las causas.
IG—. Doña Carmen, usted ha investigado esa cuestión ¿Qué cree que pasó?
CL—. Ese es el mayor misterio. Resulta que esos prohombres que cambiaron la historia de España y del mundo sí que tenían algo que ocultar, Y por eso prohibieron que se estudiara sus restos. Creo que la respuesta es que no venían de este mundo.
EC—. ¿De qué otro mundo podrían venir? ¿Es que hay otros mundos? Valiente tontería.
CL—. Padre Enrique, no hay duda de que hay otros planetas habitables. Además, hay otras coincidencias. Fueron, como usted sabe, años de apariciones y de experiencias místicas, más que en cualquier otra época. Eso solo tiene una explicación: en algún momento llegó algo a la Tierra.
EC—. Ya estamos con los algos.
IG—. Padre, estamos aquí para investigarlos. Doña Carmen ¿Qué piensa que ocurrió?
CL—. Lo que voy a decir es solo una hipótesis. Sabemos que las estrellas están demasiado lejos, y que se precisan siglos o milenios para viajar entre ellas. Esos personajes tuvieron que llegar de la Contratierra.
EC—. Primero los Algos, luego la famosa Contratierra. Vaya sandez. Don Iker, si no le importa, me llaman otros asuntos. —Sale del estudio.
IG—. Una pena que nos deje el Padre. Doña Carmen, háblenos de esa Contratierra.
CL—. Creemos que hay un planeta gemelo a nuestra Tierra, como si fuera la imagen de un espejo; lamentablemente, no sabemos si el marqués del Puerto o sus amigos eran zurdos, como lo son en su mayoría allí. Esa Contratierra se diferencia en que el espín inverso de sus moléculas de ozono no protege contra la radiación, y por eso las mutaciones son más rápidas. De ahí esos siglos de adelanto. Creemos que esa radiación está afectando a su vida; por eso, en algún momento, enviaron naves espaciales con delegados que tenían que cambiar nuestra Tierra para que pudiera darles cobijo, y la única manera era acelerando el desarrollo tecnológico. Unas naves que…
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Taula de Cambio de Valencia
La Taula de canvi (en español tabla o mesa de cambio, es decir, de cambio de monedas y divisas), o simplemente Taula, fue una institución financiera (el precedente más directo de los bancos públicos, pues complementaba a la banca privada) que apareció en distintas ciudades de la Corona de Aragón (Valencia, Barcelona, Gerona) en el siglo XV, en respuesta a la necesidades generadas por el aumento del comercio y los viajes a larga distancia producido desde la Baja Edad Media; tanto las terrestres como sobre todo las marítimas que unían los puertos mediterráneos (Marsella, Génova, Venecia, Barcelona, Valencia) y los atlánticos del Sur y Norte de Europa (Sevilla, Lisboa, Francia, Inglaterra, Flandes y la Hansa). La Taula de Canvi de Barcelona se puede considerar el primer banco público de Europa.
Valencia
Según Sanchis Guarner, Martín el Humano autorizó el 1407 la creación de la Tabla de Cambios y Depósitos de la ciudad Valencia).
Esta primera Taula de Canvis i Depòsits de la Ciutat de València se suprimió en 1416. En 1519 se reabrió una Nova Taula, que aún perdura, si bien con una función diferente. Durante algún tiempo se ubicó en el salón de las columnas de la Llotja de la Seda (Lonja de la Seda o de Valencia), que era el centro mercantil de la ciudad. En 1631 se renovó como la Taula Novíssima, pasando de ser una simple institución de intercambio de divisas a tomar su función actual de compra y venta de las acciones mercantiles de las incipientes empresas de la ciudad.
De Francesco Bini - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.p ... =148945201
Suele tomarse el 3 de febrero de 1628 como punto de partida de aquel negocio, al salir a "Taula" cinco mil acciones de la Compañía Mercantil de Nuestra Señora del Carmen". Unas acciones que curiosamente tuvieron una tibia acogida. La siguiente compañía en salir a Taula, que era como se denominaba el hecho de poner a la venta todas o parte de sus acciones, fue la entonces llamada Compañía de Espejos de Valencia". En aquel caso los dueños de la empresa, con tal de congraciarse con la baja nobleza del reino de Valencia, "alquilaron o cedieron temporalmente" diez acciones de la Compañía a cada uno de los aproximadamente 4.500 miembros de la nobleza del reino, otras tantas a cada uno de los artesanos que en ella trabajaban y 5.000 acciones a su majestad el rey, reservándose para sí el control del 51% de la empresa. Cuando ese año se realizó un reparto de dividendos se requirió la devolución de las acciones prestadas aunque se permitió a los tenedores de acciones la compra de aquellos títulos con sus beneficios, despertando el interés de la baja nobleza valenciana por la inversión en la Taula, que se convirtió así en un rentable negocio para una baja nobleza hasta entonces arruinada.
Este interés fue rápidamente confirmado por la gran demanda de las anteriormente desapercibidas acciones de la Compañía del Carmen. En años posteriores se sumaron a la Taula otras empresas de gran renombre como la; Fábrica de Jergones y Salvavidas, Fábrica de Porcelanas, Fábrica de Fieltros, Fábrica de Relojes e Instrumentos de Precisión, Fábrica de Luminarias, Fábrica de Tintes, Altos Hornos de Sagunto o los Astilleros del Guarnizo. Con el tiempo muchas de las anteriores ganaron el título de "Real Fábrica" por estar su trabajo relacionado con la corona y bajo el auspicio de la casa real, la cual detentaba parte de las acciones de la fábrica. Valga señalar que no todas las reales fábricas salieron a Taula, pues las creadas directamente por la corona, especialmente las militares, permanecieron bajo el control de la Corona o devinieron en cooperativas bajo el control de sus propios trabajadores.
La necesidad de seguir el rastro de las acciones para evitar falsificaciones motivó en pocos años que la Taula abandonara su función primigenia de lugar de intercambio de dinero y divisas a uno de acciones, quedando los accionistas obligados a formalizar toda compra venta de acciones a través de la Taula....
La Taula de canvi (en español tabla o mesa de cambio, es decir, de cambio de monedas y divisas), o simplemente Taula, fue una institución financiera (el precedente más directo de los bancos públicos, pues complementaba a la banca privada) que apareció en distintas ciudades de la Corona de Aragón (Valencia, Barcelona, Gerona) en el siglo XV, en respuesta a la necesidades generadas por el aumento del comercio y los viajes a larga distancia producido desde la Baja Edad Media; tanto las terrestres como sobre todo las marítimas que unían los puertos mediterráneos (Marsella, Génova, Venecia, Barcelona, Valencia) y los atlánticos del Sur y Norte de Europa (Sevilla, Lisboa, Francia, Inglaterra, Flandes y la Hansa). La Taula de Canvi de Barcelona se puede considerar el primer banco público de Europa.
Valencia
Según Sanchis Guarner, Martín el Humano autorizó el 1407 la creación de la Tabla de Cambios y Depósitos de la ciudad Valencia).
Esta primera Taula de Canvis i Depòsits de la Ciutat de València se suprimió en 1416. En 1519 se reabrió una Nova Taula, que aún perdura, si bien con una función diferente. Durante algún tiempo se ubicó en el salón de las columnas de la Llotja de la Seda (Lonja de la Seda o de Valencia), que era el centro mercantil de la ciudad. En 1631 se renovó como la Taula Novíssima, pasando de ser una simple institución de intercambio de divisas a tomar su función actual de compra y venta de las acciones mercantiles de las incipientes empresas de la ciudad.
De Francesco Bini - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.p ... =148945201
Suele tomarse el 3 de febrero de 1628 como punto de partida de aquel negocio, al salir a "Taula" cinco mil acciones de la Compañía Mercantil de Nuestra Señora del Carmen". Unas acciones que curiosamente tuvieron una tibia acogida. La siguiente compañía en salir a Taula, que era como se denominaba el hecho de poner a la venta todas o parte de sus acciones, fue la entonces llamada Compañía de Espejos de Valencia". En aquel caso los dueños de la empresa, con tal de congraciarse con la baja nobleza del reino de Valencia, "alquilaron o cedieron temporalmente" diez acciones de la Compañía a cada uno de los aproximadamente 4.500 miembros de la nobleza del reino, otras tantas a cada uno de los artesanos que en ella trabajaban y 5.000 acciones a su majestad el rey, reservándose para sí el control del 51% de la empresa. Cuando ese año se realizó un reparto de dividendos se requirió la devolución de las acciones prestadas aunque se permitió a los tenedores de acciones la compra de aquellos títulos con sus beneficios, despertando el interés de la baja nobleza valenciana por la inversión en la Taula, que se convirtió así en un rentable negocio para una baja nobleza hasta entonces arruinada.
Este interés fue rápidamente confirmado por la gran demanda de las anteriormente desapercibidas acciones de la Compañía del Carmen. En años posteriores se sumaron a la Taula otras empresas de gran renombre como la; Fábrica de Jergones y Salvavidas, Fábrica de Porcelanas, Fábrica de Fieltros, Fábrica de Relojes e Instrumentos de Precisión, Fábrica de Luminarias, Fábrica de Tintes, Altos Hornos de Sagunto o los Astilleros del Guarnizo. Con el tiempo muchas de las anteriores ganaron el título de "Real Fábrica" por estar su trabajo relacionado con la corona y bajo el auspicio de la casa real, la cual detentaba parte de las acciones de la fábrica. Valga señalar que no todas las reales fábricas salieron a Taula, pues las creadas directamente por la corona, especialmente las militares, permanecieron bajo el control de la Corona o devinieron en cooperativas bajo el control de sus propios trabajadores.
La necesidad de seguir el rastro de las acciones para evitar falsificaciones motivó en pocos años que la Taula abandonara su función primigenia de lugar de intercambio de dinero y divisas a uno de acciones, quedando los accionistas obligados a formalizar toda compra venta de acciones a través de la Taula....
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Venta (establecimiento)
Venta, ventorro y ventorrillo se refieren a establecimientos o edificios de arquitectura popular de antigua tradición, situados originalmente en caminos o despoblados, y luego en carreteras y zonas de servicio de autovías. A lo largo de su historia, las ventas han ofrecido servicio de comida y hospedaje a los viajeros, y pueden asociarse a otros establecimientos de carácter histórico como los mesones o las posadas. En España, su antigüedad queda bien referida y documentada por obras literarias como el El Libro de buen amor (ca. 1330) o Don Quijote de la Mancha (1615), y en pinturas como La riña en la Venta Nueva, de Francisco de Goya. También se registra el uso de este término con tal acepción en algunos países hispanoamericanos, como la Venta de Aguilar, primera que se estableció en el camino Ciudad de México-Veracruz, o la popular Venta de Perote, ambas en México.
Aunque la estructura arquitectónica puede variar en función de los modelos populares de cada región o país, las ventas, como establecimiento de conjunto al servicio de unos fines (cuya datación en España se puede confirmar en la Edad Media), tienen en común su emplazamiento, casi siempre aislado, en encrucijadas de caminos reales, pasos, etcétera. Otras coincidencias son: el gran portón accesible para carruajes y entrada única al recinto general; las cuadras y corrales para guardar el ganado en tránsito; pajares para alojar a los arrieros y habitaciones, en principio muy primitivas, para los comerciantes, tratantes y viajeros. Además de la gran cocina y el comedor en la planta baja, el patio interior (a menudo varios y empedrados), con pozo, abrevaderos y la escalera de acceso a la galería y el piso alto, y otras dependencias como almacenes, etcétera.
De Manuel Díaz - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.p ... d=50342136
Reformas de 1636
En 1636 el reino de Valencia llevaba tres lustros de un crecimiento económico desaforado asociado a sus nuevas industrias y comercios que "Urbieto" (1976) cifra en un 20% anual. La misma ampliación del comercio interno y muy especialmente el envío de mercancias entre las diferentes factorias, situadas a cierta distancia las unas de las otras por motivos estrátegicos, que motivo la construcción de la nueva red de carreteras del reino, motivó la aparición de ventas que facilitaran la labor de arrieros y trajineros.
Para soslayar interferencias forales las nuevas carreteras reales evitaban entrar en las localidades y cuando era posible discurrian a no menos de dos mil varas de aquellas (1920 metros). En aquella situación los nuevos establecimientos fueron planificados con sumo cuidado. Su emplazamiento a lo largo de las nuevas carreteras se planificó para ofrecer restauración alojamiento y descanso a intervalos regulares con una Venta cada tres a cuatro leguas reales (20.061 a 26.748 metros), la distancia que ordinariamente podía recorrer una yunta de bueyes y la mitad de la distancia que recorría un arriero y que por lo tanto podía hacer un alto de poca duración a media jornada, aprovechando para comer (restaurarse) y continuar durante la tarde hasta una segunda venta en la que se alojaba para pasar la noche.
Otorgadas por concesión real a veteranos de los tercios, las nuevas ventas se construyeron casi sin excepciones con los ladrillos rojos propios del modernismo industrial que les otorgó su reconocible aspecto. Rodeadas por un muro de ladrillo de al menos dos varas y media de alto, las ventas mantuvieron las antiguas facilidades como el patio empedrado, pozo o cisterna, almacenes, pajares, corrales y otros, pero adaptando su estructura a los modernismos que se iban introduciendo como habitaciones individuales con inodoro, duchas y baños. Aunque no siempre contaban con personal especializado también solían disponer de una pequeña herreria para realizar reparaciones menores a los carruajes o reponer herraduras pérdidas por las monturas. Dos años más tarde, en 1638 las ventas pasaron a integrarse en la red de Correos Reales, dependiendo de los Correos Mayores de la región y obteniendo estatus protegido por ello.
Para llevar a cabo esta nueva función, las Ventas mantuvieron los caballos y alojaron empleados para el relevo de los correos, gracias a los cuales el correo podía llegar a recorrer hasta treinta leguas (200 km) al día. Para 1650, cuando habían transcurrido diez años desde el inicio de la construcción de la red de carreteras reales, el correo tardaba menos de cuatro días en viajar desde ciudades como Lisboa, Vigo, Bilbao, Barcelona, Valencia, Cartagena, Málaga o Cádiz y Madrid.
Venta, ventorro y ventorrillo se refieren a establecimientos o edificios de arquitectura popular de antigua tradición, situados originalmente en caminos o despoblados, y luego en carreteras y zonas de servicio de autovías. A lo largo de su historia, las ventas han ofrecido servicio de comida y hospedaje a los viajeros, y pueden asociarse a otros establecimientos de carácter histórico como los mesones o las posadas. En España, su antigüedad queda bien referida y documentada por obras literarias como el El Libro de buen amor (ca. 1330) o Don Quijote de la Mancha (1615), y en pinturas como La riña en la Venta Nueva, de Francisco de Goya. También se registra el uso de este término con tal acepción en algunos países hispanoamericanos, como la Venta de Aguilar, primera que se estableció en el camino Ciudad de México-Veracruz, o la popular Venta de Perote, ambas en México.
Aunque la estructura arquitectónica puede variar en función de los modelos populares de cada región o país, las ventas, como establecimiento de conjunto al servicio de unos fines (cuya datación en España se puede confirmar en la Edad Media), tienen en común su emplazamiento, casi siempre aislado, en encrucijadas de caminos reales, pasos, etcétera. Otras coincidencias son: el gran portón accesible para carruajes y entrada única al recinto general; las cuadras y corrales para guardar el ganado en tránsito; pajares para alojar a los arrieros y habitaciones, en principio muy primitivas, para los comerciantes, tratantes y viajeros. Además de la gran cocina y el comedor en la planta baja, el patio interior (a menudo varios y empedrados), con pozo, abrevaderos y la escalera de acceso a la galería y el piso alto, y otras dependencias como almacenes, etcétera.
De Manuel Díaz - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.p ... d=50342136
Reformas de 1636
En 1636 el reino de Valencia llevaba tres lustros de un crecimiento económico desaforado asociado a sus nuevas industrias y comercios que "Urbieto" (1976) cifra en un 20% anual. La misma ampliación del comercio interno y muy especialmente el envío de mercancias entre las diferentes factorias, situadas a cierta distancia las unas de las otras por motivos estrátegicos, que motivo la construcción de la nueva red de carreteras del reino, motivó la aparición de ventas que facilitaran la labor de arrieros y trajineros.
Para soslayar interferencias forales las nuevas carreteras reales evitaban entrar en las localidades y cuando era posible discurrian a no menos de dos mil varas de aquellas (1920 metros). En aquella situación los nuevos establecimientos fueron planificados con sumo cuidado. Su emplazamiento a lo largo de las nuevas carreteras se planificó para ofrecer restauración alojamiento y descanso a intervalos regulares con una Venta cada tres a cuatro leguas reales (20.061 a 26.748 metros), la distancia que ordinariamente podía recorrer una yunta de bueyes y la mitad de la distancia que recorría un arriero y que por lo tanto podía hacer un alto de poca duración a media jornada, aprovechando para comer (restaurarse) y continuar durante la tarde hasta una segunda venta en la que se alojaba para pasar la noche.
Otorgadas por concesión real a veteranos de los tercios, las nuevas ventas se construyeron casi sin excepciones con los ladrillos rojos propios del modernismo industrial que les otorgó su reconocible aspecto. Rodeadas por un muro de ladrillo de al menos dos varas y media de alto, las ventas mantuvieron las antiguas facilidades como el patio empedrado, pozo o cisterna, almacenes, pajares, corrales y otros, pero adaptando su estructura a los modernismos que se iban introduciendo como habitaciones individuales con inodoro, duchas y baños. Aunque no siempre contaban con personal especializado también solían disponer de una pequeña herreria para realizar reparaciones menores a los carruajes o reponer herraduras pérdidas por las monturas. Dos años más tarde, en 1638 las ventas pasaron a integrarse en la red de Correos Reales, dependiendo de los Correos Mayores de la región y obteniendo estatus protegido por ello.
Para llevar a cabo esta nueva función, las Ventas mantuvieron los caballos y alojaron empleados para el relevo de los correos, gracias a los cuales el correo podía llegar a recorrer hasta treinta leguas (200 km) al día. Para 1650, cuando habían transcurrido diez años desde el inicio de la construcción de la red de carreteras reales, el correo tardaba menos de cuatro días en viajar desde ciudades como Lisboa, Vigo, Bilbao, Barcelona, Valencia, Cartagena, Málaga o Cádiz y Madrid.
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Un soldado de cuatro siglos
Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey
Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.
Capítulo XXX
Donde se cuenta el encuentro en Lima de Don Francisco y Fray Santiago con Fray Martín.
Sepa dilectísimo lector, que las aguas al sur del Nuevo Mundo movieron mis tripas de tal modo, que hasta hoy vivo con mareos. Os juro que eran las aguas más tormentosas que estos ojos hayan visto, con olas grandes como catedrales que parecían que iban a quebrar incluso al gallardo San Cosme. Y tales aguas eran tanto al lado del Atlántico, como al del Mar del Sur, el océano al que algunos insensatos llaman Pacífico.
Pero luego de aguar en Valparaíso (Don Francisco insistió en comprar abundantes barriles de frutos secos, orejones de albaricoque, uvas y ciruelas pasas principalmente), enrumbamos hacia el Callao. Nuevamente, el Almirante Urquijo no estuvo ocioso, y en una maniobra que los marineros llaman orzar, pudimos ver las bondades del nuevo velamen de los buques que están saliendo de los astilleros reales de Santander: mientras que la zabra, que de por si es un barquito bastante maniobrable, necesitaba casi el mismo espacio que el remozado San Cosme para dar la vuelta en contra del viento, la fragata y el bergantín hacían la maniobra con una facilidad que a muchos marinos curtidos dejaba estupefactos. Pero el Derna podía exhibir un truco adicional, cuando el viento que soplaba por atrás (por la aleta le dicen los que conocen de esto) era de fresquito a frescachón, largaba una vela especial a la que le decían balón, pues el viento la inflaba como tal, y hacia correr al buquecito como si lo persiguiesen mil diablos. No vi si el buen capitán Echevarria bajó la corredera, pero no me extrañaría que pasasen más de 14 nudos en una hora.
Llegamos así al Callao, el puerto de la ciudad de Reyes, capital del enorme Virreinato del Perú, que iba desde Panamá hasta el cruzado Cabo de Hornos y desde estas costas hasta las interminables selvas no exploradas que son bañadas por el rio de las Amazonas. Pero lo primero que nos llamó la atención fue la precariedad de las defensas de un puerto tan importante, pues toda la plata del Perú salía por el Callao, excepto la de la Mina Rica de Potosí. Apenas un par de terraplenes y pocas bocas de fuego, anticuadas y débiles. Tampoco era un puerto particularmente abrigado, aunque era de aguas quietas y disponía de varias playas en donde se podían carenar buques hasta del tamaño de un galeón.
Luego de cabalgar un par de leguas a una ciudad que todos decían que era de ensueño, pero que no me pareció ni moderna, ni suntuosa, ni limpia, con unas defensas tan precarias como las de su puerto. De hecho, hace menos de 20 años, el pirata holandés L’Ermite se plantó ante Lima, y si no intentó atacar la ciudad, fue por las oraciones de la venerable Rosa de Lima (y vos, lector avispado, recordaréis que es el nombre que mi maestro eligió para la polacra capturada en Derna), quien con su fervor ante el Santísimo expuesto consiguió interceder ante nuestro Señor y hacer que los piratas y herejes desistiesen, se largasen y saqueasen el humilde puerto de Paita y no la ciudad de los Reyes, Lima, la capital del virreinato.
Pero no tuvimos tiempo de descansar las fatigas de tan luengo viaje. Al día siguiente apenas, el virrey del Perú el conde de Chinchón, le pidió a mi maestro que se apersonase a la Casa de Pizarro, el palacio del virrey, con carácter de urgencia. Fuimos conducidos rápidamente hasta los aposentos privados de la máxima autoridad virreinal.
- Gracias por acudir con celeridad, Don Francisco.
- No tiene nada que agradecer, Don Luis Jerónimo. Decidme, en que os puedo servir.
- Es mi señora, la condesa, quien requiere de vuestras atenciones. Está muy quebrantada y ya estamos temiendo por su vida.
- Por favor, contadme los antecedentes, con el mayor detalle posible, aunque parezca nimio.
- No penséis mal de mi, Don Francisco, pero mis deberes obligan a que el Virrey del Perú deba ausentarse de su hogar muchos meses al año- De la enfermedad de la virreina sólo os puedo decir que apenas come, está cansadísima, y por las noches tiene escalofríos y luego fiebre alta…
- Con sudores justo cuando la fiebre estaba por pasar.
- Estáis en lo cierto! – La expresión de asombro no se podía borrar de la cara del Conde de Chinchón – duraba toda la noche. Temo por la vida de la condesa.
- Por favor, Don Luis Jerónimo, dígame con la mayor exactitud posible, si las fiebres se presentaban cada 2 o cada 3 días.
- Os podría jurar que eran cada 3 días. Las fiebres eran como enviadas por un demonio que tuviese un reloj del maestro Otamendi.
- Dejemos a los diablos lejos de los instrumentos del buen Ignacio. Me consta que la luz divina guía su mano cuando inventa algo: los naos que nos trajeron con bien a la Ciudad de los Reyes atestiguan lo que os digo – dijo mi maestro con una expresión preocupada - Me permite que examinemos a la condesa?
- Os lo permito.
Lector dilecto, por muy condesa que fuese doña Francisca, la apariencia de la pobre parecía que estuviese más de allende, que de aquende. Estaba demacradísima, pálida como el papel, y con un hilo de voz. Mi maestro rápidamente le tomo el pulso y le escuchó los latidos. Seguidamente le examinó el abdomen y mirándome me dijo: “esplenomegalia”. Tomó una lancetilla y pinchó con delicadeza y rapidez uno de los dedos de la condesa, y puso una gota de su sangre en una de las laminillas de vidrio que llevaba en el maletín que yo le cargaba. Con un movimiento rutinario, con otra laminilla extendió la sangre y esta rápidamente se secó.
- Don Luis Jerónimo, enviad con presteza a alguien de vuestra confianza a la iglesia de San Pedro, donde los jesuitas y pedidles un atado generoso de corteza del árbol de la quina, árbol de la ceja de montaña que ellos ciertamente conocen.
- Disculpe que os pregunte, Don Francisco, pero como sabéis que los jesuitas disponen de esa planta?
- No tenéis nada por que pedir estas disculpas. Pero os he de confesar que nada de lo que sucede en la vuestro virreinato me es ajeno. Quiero entrañablemente al país que me vio nacer… aunque poco o nada sepa de él.
- Como veis a mi señora?, os confieso que temo por su vida.
- Excelencia – mi maestro lo dijo con especial énfasis, mirando al virrey – os puedo prometer que haré todo lo que esté a mi alcance para que la ciencia y la experiencia ayuden a la condesa. Pero su vida es propiedad de Dios. Rezad con fe, que todas nuestras plegarias ayudan. Vuestra esposa está al límite, ya está muy débil, y la enfermedad que tiene, en cada ataque de fiebre la debilita aún más.
- Gracias por vuestra sinceridad, es desnuda como espada, pero sé que esperar. Por favor, quedaos en Palacio hasta que mi mujer mejore.
- Gracias a vos, Don Luis Jerónimo. Por favor, dadnos una habitación bien iluminada que debemos examinar la sangre de vuestra esposa. Y por favor, permitidme tomar una muestra también a VM.
Con cierta extrañeza, el Virrey permitió que le extrajesen una gota de sangre, mientras que mi maestro le explicaba que no había nada de brujería en su acción, que lo único que necesitaba era un “testigo” para comparar la sangre de la condesa, y que mejor testigo que la del cónyuge.
Una vez instalados en la Casa de Pizarro (si os he de hablar con la verdad, el palacio del virrey de Lima, es más bien modesto: He visto en Madrid, Valencia, Sevilla y Cádiz casa particulares que merecen con más propiedad el nombre de “palacio”) ya intuía la razón por la que Don Francisco insistió en una habitación bien ventilada. Ni bien desempacó el microscopio de su caja, puso al bueno de José de Segovia contar los discos de la sangre: Os sorprende lo que os digo? Sepa doctísimo lector que la sangre a grandes aumentos no es un líquido rojo, sino que está formado por multitud de discos – glóbulos rojos los llama Don Francisco- bermejos, más gruesos en la periferia y más delgados en el centro, que nadan en un líquido transparente como el agua. Y no, no os apresuréis en vuestras conclusiones: saber que la sangre no es roja no nos hace ni hechiceros, ni brujos y menos, herejes; hace que nos maravillemos más de la Creación y de nuestro Creador.
- Y bien José, cómo veis la sangre?
- He utilizado la fórmula matemática que nos distéis, y el recuento es bajo. La virreina tiene lo que vos llamáis anemia.
- Y que forma tienen los glóbulos rojos que visteis?
- Eso es lo que más me llamó la atención! No sé si mis ojos ya estaban cansados, pero podría apostar reales a maravedís, que algunos estaban como reventados.
- Y yo estoy persuadido que lo que los ha reventado es lo que ha enfermado a la condesa – dijo mi maestro con una sonrisa– y más tarde o más temprano averiguaremos que es. Por lo pronto, apenas tengamos la corteza del árbol de la quina, prepararemos diversos brebajes.
- Y eso la curará?
- Cura a los indios, y bajo la piel, todos somos iguales. Deberá curar a la condesa.
- Vos creéis eso? – me atreví a preguntar.
- Qué?, qué somos iguales? Sí, Pablo. Dios nos creó a todos a su imagen y semejanza. Y no es nuestro cuerpo lo que nos hace más o menos parecidos a Él, sino como nos conducimos con Dios y con el prójimo. Por qué lo preguntáis?
- Porque he visto tanta maldad gratuita, que me hacen creer que hay ciertas razas más proclives a la sevicia que otras.
- Y lo que te falta por ver, porque ciertamente aún no has visto mucho; pero sí, hay maldad en el mundo, y a veces mucha. Pero no hay razas pérfidas, hay personas malvadas – y otra vez se permitió una sonrisa, pícara esta vez– lo que pasa es que el diablo las junta en determinados países! Es más, a veces personas buenas son capaces de actos terribles. Eso no las envilece per se, y posiblemente lleven ese recuerdo como una carga pesada en sus almas hasta su último día. Pero, ea! Hablemos de cosas más alegres…
- Las cortezas de los jesuitas han llegado!
- Presto, presto! Id por ellas.
Y ni bien las tuvimos, las lavamos y secamos, y me puso a limar las cortezas con una escofina, me tuvo limando hasta que mis brazos estuvieron cansados. En tanto, él estuvo troceando la corteza en bastoncitos pequeños y finos que puso a hervir. Previamente, había pedido el aguardiente local, claro, aromático y muy fuerte, que los locales llaman pisco, y los trozos de corteza más bastos, los puso a macerar en varias damajuanas de licor.
- Don Francisco, por qué utilizáis tres procedimientos tan diferentes para obtener la medicina?
- Porque, joven colega, no tengo la menor idea de con que forma va a funcionar mejor. Así que, conforme vaya viniendo, iremos viendo! Mañana es el día!
Efectivamente, al día siguiente la condesa tendría su cita inexorable con las fiebres. Mi maestro determinó que suministraríamos infusiones de cortezas de quina 6 horas antes. Y a esperar.
El acceso febril debería ser a medianoche, pero pasaron las doce, pasó la 1, las 2. A las 3 Don Francisco nos mandó a dormir a José y a mí, escuchamos los gallos y finalmente, amaneció. No hubo fiebre, tampoco escalofríos. El desayuno de Doña Francisca incluyó una buena taza de agua hervida con dos cucharaditas de raspaduras de quina.
El bueno de mi maestro ordenó para el almuerzo de la condesa una sopa de patas de pollo, con ajo, cebolla y jengibre, huevo escalfado y poco más: su famoso “caldo levantamuertos”. Y no sé si en realidad era capaz de traer a un ánima del más allá, pero ciertamente obró maravillas en Doña Francisca: a la semana parecía otra, no sólo había ganado algo de peso y recompuesto su semblante, sino que incluso tenía fuerzas para oír la misa de 7. El virrey tampoco salía de su asombro: no sólo habían cesado las fiebres que minaban la salud de su esposa, sino que la enferma mostraba una mejoría, milagrosa a ojos de todos, menos para los de Don Francisco.
Fray Santiago, que muchas veces ofició la misa matutina, pasaba largas horas en el convento de Santo Domingo, y una vez pasada la crisis de la virreina, nos pidió que lo acompañásemos. Ni cortos ni perezosos, recorrimos las cuatro cuadras que nos separaban y entramos al convento de los dominicos, fácilmente reconocible por la alta torre de su iglesia, la única de la ciudad con sólo un campanario. Sin, embargo, pese a su no ocultada emoción, Don Francisco se excusó, diciendo que se acercaría algo después.
Quien nos recibió fue un anciano mulato, el pobre había perdido todos o casi todos los dientes, pero aun así tenía una sonrisa capaz de derretir las nieves del invierno más duro. Era Fray Martín de Porres.
- Bienvenidos, bienvenidos! Enhorabuena, ya la ciudad sabe que habéis curado a la virreina con vuestra ciencia! Y Don Francisco? No ha venido tan ilustre cirujano?
- Ah, Fray Martín, él os pide disculpas. Como veis, hemos venido solo los 3, sus dos jóvenes ayudantes y yo. El Maestro Cirujano vendrá después, pues desea fervorosamente hablar con vos.
- Y yo con vos, Fray Santiago. Vos tenéis que contarme mucho de vuestro lejano país. Si Dios permite que mis ancianos huesos aguanten, me gustaría predicar allí.
- Fray Martín, en Nihon es mala hora para ser cristiano. La religión verdadera es perseguida con cruel resolución. Don Francisco va con la idea de rescatar más que convertir.
- Dios os dará fuerzas, si estas llegasen a flaquear. Nunca perdáis la esperanza – lo dijo con una convicción tan reconfortante, que por un momento olvidamos de lo difícil que sería la misión encomendada.
Nos enteramos esa mañana de muchas cosas, para empezar, Fray Martín no vivía ahí, sino en la casa conventual de Nuestra Señora del Rosario, también de los dominicos. Y Fray Martin no era fraile, por ser hijo natural, y tener madre liberta, no podía profesar los votos, por lo que era tan solo un donado, es decir casi un esclavo propiedad del convento, que solo gozaba del privilegio de vestir el hábito blanquinegro de la orden. Pero con humildad y buen humor, él hacía que esa condición no fuese una carga, haciendo que sus tareas cotidianas fuesen ligeras. De hecho, durante buena parte de nuestra visita él continuó barriendo los pisos del convento. Nos contó que al día siguiente iría a Limatambo, a llevar consuelo a los indígenas que laboraban en la hacienda que también pertenecía a la orden de los Predicadores y con una enorme y edéntula sonrisa, nos preguntó si queríamos acompañarlo, porque sabiendo que tendría de visita a cirujanos militares, los necesitados preferirán que manos más expertas que las suyas tiren de sus dientes. Puestos en ese brete, no nos quedó más que aceptar la invitación.
Casi cuando regresábamos al palacio del virrey, llegó mi maestro. Saludo con muchísimo respeto a Fray Martín, se le veía mucho más grave y emocionado que de costumbre, se disculparon y se fueron caminando al patio interior del convento. Vimos cuando se sentaron, y comenzaron a conversar, y sí que conversaron! Pues cuando los minutos se convirtieron en horas, parecía como si el bueno de Don Francisco le estuviese confesando toda su vida al hermano Martin, aunque como el lector avisado puede suponer, esto es imposible, pues como recordará, el lego dominico no había, ni podía, ser ordenado.
Sin embargo, retornando a la casa de Pizarro, a mi maestro se le veía muy aliviado, como si se hubiese liberado de una carga pesada. Algo le escuché conversar con Don Santiago:
- Francisco! Vais a provocar celos en vuestro confesor! Estuvisteis con Fray Martín mucho más tiempo que el que pasasteis conmigo el día de los azotes!
- Aquietad vuestras iras santas, Miki San! –dijo mi maestro en medio de risas – tendréis que reconocer que una plática con Fray Martín, sirve para aquietar los temores del futuro y aliviar los pesares del pasado.
- A fe mía que tenéis razón! Es como si conversases con alguien que te conoce de años.
- De toda la vida. Y te reprende con una humildad que hace que vuestra falta se vea más necia, pero menos grave.
- A que él os hubiese dado menos azotes! – río Don Santiago con ganas – Que cosas habréis confesado a Fray Martin que no me habéis querido confesar a mí!
- Vos me hubieses dado la absolución… pero acaso ¿habrías entendido todo?, ah, Miki San, la vida a veces es más extraña y retorcida que el nudo que cortó Alejandro – otra vez un velo de pesadumbre pasó por el rostro de Don Francisco – Fray Martín oyéndome, me quitó una carga que sin ser pecado, pesaba como el dintel de una catedral.
Esa noche, luego de cenar ligeramente, mi maestro me encargó que preparase el instrumental que llevar, honor que usualmente le correspondía a Martinico, que era el más afín con las cosas de dientes y muelas, pero yo no lo haría mal: Aunque no esperábamos atender a un par de docenas de dolientes, llevaría un par de frascos de éter (indicación especifica de mi maestro, cosa que me extraño, pues normalmente prefería para labores en la boca, la anestesia local basada en la coca), para que la fama de extracciones sin dolor del buen Don Francisco, se cimentase bien en su propia tierra, y aunque él prefería usar los botadores, de los que llevaba una buena provisión, no faltaban fórceps de todo tipo, ni dos estuches de cirugía que no podían faltar, con los escalpelos y las agujas de sutura bien afilados; además de la marmita para hervir los instrumentos, gasa, algodón en rama, jabón, lejía y el agua que hace espumar las heridas.
Desayunamos muy temprano, “tan solo” una versión ligera del almuerzo, que es de 7 platos (en la casa de Pizarro se come copiosamente, aunque yo diría que esa es una costumbre de la ciudad: en todas las casas pudientes y no tan pudientes, comen mucho y bien): champús de leche, pejerreyes fritos, pan con chicharrón (cerdo frito en su propia grasa, con hierbas aromáticas, que cuando se come con pan, va acompañado con camote y una salsa de cebolla roja, aceite de oliva, limón y alguno de los muchos picantes que es encuentran en esta tierra), e higos en almíbar (los limeños comen muchos dulces, a toda hora). Aunque el virrey nos ofreció caballos e incluso un carruaje, declinamos su ofrecimiento pues los dominicos irían a pie y con algunas mulas que llevasen nuestros bultos estaríamos bien. Nos encontramos con Fray Martín cuando aún era oscuro a las afueras de las murallas y tomamos el camino hacia el este.
Os he de confesar que pocas veces había visto a Don Francisco tan animado, caminaba como siempre, a paso vivo, pero deteniéndose y preguntando por cada árbol, casa, tapia o acequia por la que pasábamos. En más de una ocasión esbozaba una sonrisa, sonrisa que a mí se me antojaba melancólica; y cuando se enteró que las edificaciones que a la lontananza se veían eran los abandonados adoratorios que se conocen como huaca Juliana y huaca Huallamarca, por alguna extraña razón se le aguaron los ojos.
Cuando llegamos al tambo (que es una especie de venta de indios, incluye un cercado que sirve como corral) de los dominicos cerca del mediodía, vi la sorpresa dibujarse en cara de mi maestro (en realidad, en la cara de todos): en lugar del par de docenas de pacientes que esperábamos atender, había dos centenas de estos, algunos con los flemones tan evidentes que parecían pacientes con paperas. Pero el de Lima se repuso luego de un rato y comenzó a ordenar:
- Ea, Pablo! Haced rápidamente el cribado. Extracciones a la derecha, cirugías a la izquierda y urgencias adelante. Vivo, vivo!
- Y vos José, preparad una camilla, con la mayor luz que podáis conseguir de este cielo encapotado (sabed que en Lima está nublado casi siempre, el cielo gris pocas veces deja ver el sol, incluso en verano, pareciendo que va a llover de un momento a otro, pero nunca llueve). Y tened a punto un equipo de cirugía de emergencia, y otro de extracciones, ambos en la misma mesa.
- Por favor, Miki San decidle a los dominicos que pongan a hervir agua y vos que la sabeis como se bate el cobre, instruidlos en como cepillar, lavar, hervir y desinfectar con lejia y alcohol los instrumentos que se vayan utilizando, porque os anticipo que van a faltar manos, y van a faltar instrumentos.
- Don Francisco – le dije- no deseáis que primero traiga la caja de medicinas?
- No, haced lo que os dije, yo voy por las mulas. – Lo vi acercarse a las acémilas y ya de regreso, conversó con Fray Martín, que veía todo con una gran sonrisa.
- Ay, Fray Martin! En buena nos habéis puesto! Habéis traído un pueblo!
- Ah, hijo! No habréis pensado en negar vuestras artes a estas buenas gentes.
- No, no! Pero Fray Martín, sabed que no a todos los podré atender sin dolor. Tan solo traje dos de frascos de éter, y eso apenas alcanzará para las cirugías y alguna de las extracciones más difíciles. Mucho me temo que para la mayoría de los pacientes que trajisteis, vos me tendréis que ayudar sujetando bien sus piernas y sus brazos.
- Ja ja ja!, hijo mío, a buen palo os arrimáis! Pese a mis años, aún puedo hacerlo. Pero confiad en la Providencia.
- Siempre lo hago, pero una cosa es la voluntad de Dios y otra dos frascos escasos de anestésico.
- Entonces, hijo mío, no estáis confiando. Dormid a todos los dolientes que traje para que aliviéis sus pesares sin dolor.
- Vos sabéis que no puedo hacerlo, son muchos…
- Podéis hacerlo, si vos queréis –interrumpió el lego- Confiad.
- Conforme vaya viniendo, iremos viendo –frase que con frecuencia usaba Don Francisco cuando no tenía ninguna certeza que lo que tenía al frente- Deseáis ayudarnos?
- En lo que pueda.
- Ayudad a Pablo, el muchacho es un buen cristiano…
- Y tiene más paciencia que vos! – Dijo el bueno de Fray Martin con una enorme sonrisa - pese a que evidentemente lo estaban apartando.
- Don Francisco – llegué jadeando - hay 143 extracciones simples, algunas muy sencillas, muchas son raigones con movilidad. También tenemos 36 extracciones múltiples seguidas que van a necesitar sutura. Hay 6 casos de pacientes que ya presentan calentura, edema facial y dientes muy picados. Finalmente, 26 extracciones que para mi ojo son muy complicadas, pero que tal vez no lo sean tanto…
- Va bene! Pablo, por favor, aceptad la ayuda de Fray Martin, dejad que os ayude pues vos sois el menos dentista de nosotros y el buen fraile ha sido ayudante de barbero y ya está iniciado en estas lides.
- José, tenéis ya todo presto?
- Sí, Don Francisco. Las urgencias primero, no?
- Sí, muchacho! La mujer con el flemón, se ve muy quebrantada.
- Me quedo con vos?, o preferís que atienda a otro doliente?
- No, José. Quedaos conmigo - y elevando la voz, se dirigió a mí – Y vos Pablo, comenzad!
- Don Francisco! –y señalé con la cabeza a una india jovencita que temblaba de miedo, y luego señalé con el dedo el frasco de éter. Y vi la duda en la cara del bueno de mi maestro, miró a la niña, miró a Fray Martín, se pasó la mano de arriba abajo por la cara, y la dejó de soporte para el mentón, volvió a mirar al lego dominico, me miró, y sin dejar de apoyar la barbilla en la mano, de mala gana asintió- Gracias! – dije en voz baja, y de haber tenido ojos en el cogote, hubiese visto a Fray Martin sonreír.
Y así comenzamos a trabajar. Como Don Francisco nos ha enseñado a sacar los dientes con el instrumento que formalmente llama elevador, pero cuando do está de buen humor o está muy en confianza llama botador, apenas ensucié los fórceps, que reservaba para los casos más complicados. José y Don Francisco se empeñaron en los pacientes difíciles hasta bien entrada la tarde y la luz ya no ayudaba, hora en que pausamos para comer.
- A ver, Pablo. Yo entre los 6 pacientes que atendimos primero y los que vimos hace un rato, ya casi me he gastado un frasco de éter. Y vos, como vais?
Quedé in albis. Todo el tiempo le pedía a Fray Martin que me trajese una gasa embebida de éter para anestesiar, cosa que el dominico hizo con todos los pacientes atendidos.
- El bueno de Pablo se ha mostrado celoso con el líquido del frasco restante –salió Fray Martín al quite- apenas ha gastado unos tres dedos.
- No habréis utilizado el éter para tirar los dientes fáciles –dijo en tono de broma José- porque os he contado más de 40 pacientes.
- No, no! –dije con gravedad- Yo recuerdo que siempre debemos comenzar por lo más difícil, para que cuando estemos cansados, sólo nos reste lo fácil.
- Don Francisco –preguntó José- por qué trajisteis éter para esta jornada, cuando vos utilizáis el anestésico local en vuestras extracciones?
- Buena pregunta, joven cirujano! Es sencillo, cuando embarquemos, vendrán con nosotros algunos cientos de damajuanas del licor de uva de la comarca de Pisco, licor que con los alambiques que tenemos a bordo, podremos convertir en anestésico con facilidad. En cambio, la cantidad de coca que llevamos es limitada, y como sabéis, hacer el polvo es tarea laboriosa, y con los medios que llevamos encima, imposible. Por lo que es menester reservarla. Entonces, Pablo, aun contamos con casi un frasco de éter?
- Si Fray Martín así lo dice, yo lo digo también.
- Entonces descansad, porque mañana nos toca un día pesado, serán más de 100 dolientes, y dolientes de verdad, porque un frasco de éter no alcanzara para todos.
Otro lego dominico llegó para decirnos que era hora de cenar. Los indios del Perú hacen tres comidas, una antes del alba, otra antes del mediodía y la última justo antes del ocaso. Cuando nos aprestábamos a cenar, Don Francisco nos hizo una indicación:
- Miki San, muchachos, comed en silencio. Las gentes de estas tierras lo hacen así, sobre todo si son venidos de las montañas. Comed callados y tomad la bebida que os sirvan sólo al final.
A fe mía que os digo que la indicación de nuestro maestro fue utilísima. No se oía voz alguna, parecía el refectorio de un convento con voto de silencio. Aunque había una mesa dispuesta para nosotros, los indios comían en dos largas hileras de hombres sentados en el suelo frente a frente, con diversas viandas entre ellos, y a sus espaldas, sus mujeres comiendo, a veces parándose para ir a traer más comida o bebida.
La comida era sencilla: en el suelo, había grandes fuentes con granos de maíz hervido que llaman mote, o tostado que es conocido como cancha, junto con papas, camotes (tubérculo que en España se conoce como batata) y yuca sancochados. Primero nos trajeron una patasca, que es una sopa hecha de cabeza de oveja y mote, que olia a hierbabuena y a perjil, muy apetitosa. Luego vino un guiso de charqui, la carne de llama seca y salada, con ollucos, una suerte de papa pequeña y algo dulzona. Todo condimentado abundantemente con uchucta, una salsa muy picante de rocoto; también con chichi llacguana, menos picante, pero hecha con un polvo de pescaditos secos y salados, que le daban un agradable sabor a mariscos. Al final, nos sirvieron un brebaje, la chicha de jora, que cuando fermenta, es la principal bebida alcohólica de los locales.
No había camas, así que nos envolvimos lo mejor que pudimos y pasamos la noche con frío. Antes del alba, fuimos despertados por Fray Martin para iniciar el día acompañándolo en oración. Apenas terminamos, nos sirvieron el desayuno: tanta (pan) con las sobras de la patasca, que seguramente habían “bautizado” (aguado) para que rindiese más, además de papas, mote y charqui.
Ya de día siguiente, fuimos los tres los que hicimos las extracciones restantes, incluso Fray Martín se dio la maña de ayudarnos sacando muchos de los raigones. Y aunque fue una jornada extensa y agotadora, nunca nos sentimos tan descansados como cuando llegamos a la Casa de Pizarro al final del día. Otrosí digo: la Providencia divina estuvo con nosotros. Fray Santiago dice que es un milagro, aunque Don Francisco opina que fue una dosificación prudente y exacta. Dilectísimos lectores, os confieso poniendo por testigo la salud de mi alma inmortal, que aún mi sesera no comprende cómo Fray Martín hizo rendir el frasco de éter para atender más de 100 pacientes con dolor. Providencia, divina Providencia.
Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.
Capítulo XXX
Donde se cuenta el encuentro en Lima de Don Francisco y Fray Santiago con Fray Martín.
Sepa dilectísimo lector, que las aguas al sur del Nuevo Mundo movieron mis tripas de tal modo, que hasta hoy vivo con mareos. Os juro que eran las aguas más tormentosas que estos ojos hayan visto, con olas grandes como catedrales que parecían que iban a quebrar incluso al gallardo San Cosme. Y tales aguas eran tanto al lado del Atlántico, como al del Mar del Sur, el océano al que algunos insensatos llaman Pacífico.
Pero luego de aguar en Valparaíso (Don Francisco insistió en comprar abundantes barriles de frutos secos, orejones de albaricoque, uvas y ciruelas pasas principalmente), enrumbamos hacia el Callao. Nuevamente, el Almirante Urquijo no estuvo ocioso, y en una maniobra que los marineros llaman orzar, pudimos ver las bondades del nuevo velamen de los buques que están saliendo de los astilleros reales de Santander: mientras que la zabra, que de por si es un barquito bastante maniobrable, necesitaba casi el mismo espacio que el remozado San Cosme para dar la vuelta en contra del viento, la fragata y el bergantín hacían la maniobra con una facilidad que a muchos marinos curtidos dejaba estupefactos. Pero el Derna podía exhibir un truco adicional, cuando el viento que soplaba por atrás (por la aleta le dicen los que conocen de esto) era de fresquito a frescachón, largaba una vela especial a la que le decían balón, pues el viento la inflaba como tal, y hacia correr al buquecito como si lo persiguiesen mil diablos. No vi si el buen capitán Echevarria bajó la corredera, pero no me extrañaría que pasasen más de 14 nudos en una hora.
Llegamos así al Callao, el puerto de la ciudad de Reyes, capital del enorme Virreinato del Perú, que iba desde Panamá hasta el cruzado Cabo de Hornos y desde estas costas hasta las interminables selvas no exploradas que son bañadas por el rio de las Amazonas. Pero lo primero que nos llamó la atención fue la precariedad de las defensas de un puerto tan importante, pues toda la plata del Perú salía por el Callao, excepto la de la Mina Rica de Potosí. Apenas un par de terraplenes y pocas bocas de fuego, anticuadas y débiles. Tampoco era un puerto particularmente abrigado, aunque era de aguas quietas y disponía de varias playas en donde se podían carenar buques hasta del tamaño de un galeón.
Luego de cabalgar un par de leguas a una ciudad que todos decían que era de ensueño, pero que no me pareció ni moderna, ni suntuosa, ni limpia, con unas defensas tan precarias como las de su puerto. De hecho, hace menos de 20 años, el pirata holandés L’Ermite se plantó ante Lima, y si no intentó atacar la ciudad, fue por las oraciones de la venerable Rosa de Lima (y vos, lector avispado, recordaréis que es el nombre que mi maestro eligió para la polacra capturada en Derna), quien con su fervor ante el Santísimo expuesto consiguió interceder ante nuestro Señor y hacer que los piratas y herejes desistiesen, se largasen y saqueasen el humilde puerto de Paita y no la ciudad de los Reyes, Lima, la capital del virreinato.
Pero no tuvimos tiempo de descansar las fatigas de tan luengo viaje. Al día siguiente apenas, el virrey del Perú el conde de Chinchón, le pidió a mi maestro que se apersonase a la Casa de Pizarro, el palacio del virrey, con carácter de urgencia. Fuimos conducidos rápidamente hasta los aposentos privados de la máxima autoridad virreinal.
- Gracias por acudir con celeridad, Don Francisco.
- No tiene nada que agradecer, Don Luis Jerónimo. Decidme, en que os puedo servir.
- Es mi señora, la condesa, quien requiere de vuestras atenciones. Está muy quebrantada y ya estamos temiendo por su vida.
- Por favor, contadme los antecedentes, con el mayor detalle posible, aunque parezca nimio.
- No penséis mal de mi, Don Francisco, pero mis deberes obligan a que el Virrey del Perú deba ausentarse de su hogar muchos meses al año- De la enfermedad de la virreina sólo os puedo decir que apenas come, está cansadísima, y por las noches tiene escalofríos y luego fiebre alta…
- Con sudores justo cuando la fiebre estaba por pasar.
- Estáis en lo cierto! – La expresión de asombro no se podía borrar de la cara del Conde de Chinchón – duraba toda la noche. Temo por la vida de la condesa.
- Por favor, Don Luis Jerónimo, dígame con la mayor exactitud posible, si las fiebres se presentaban cada 2 o cada 3 días.
- Os podría jurar que eran cada 3 días. Las fiebres eran como enviadas por un demonio que tuviese un reloj del maestro Otamendi.
- Dejemos a los diablos lejos de los instrumentos del buen Ignacio. Me consta que la luz divina guía su mano cuando inventa algo: los naos que nos trajeron con bien a la Ciudad de los Reyes atestiguan lo que os digo – dijo mi maestro con una expresión preocupada - Me permite que examinemos a la condesa?
- Os lo permito.
Lector dilecto, por muy condesa que fuese doña Francisca, la apariencia de la pobre parecía que estuviese más de allende, que de aquende. Estaba demacradísima, pálida como el papel, y con un hilo de voz. Mi maestro rápidamente le tomo el pulso y le escuchó los latidos. Seguidamente le examinó el abdomen y mirándome me dijo: “esplenomegalia”. Tomó una lancetilla y pinchó con delicadeza y rapidez uno de los dedos de la condesa, y puso una gota de su sangre en una de las laminillas de vidrio que llevaba en el maletín que yo le cargaba. Con un movimiento rutinario, con otra laminilla extendió la sangre y esta rápidamente se secó.
- Don Luis Jerónimo, enviad con presteza a alguien de vuestra confianza a la iglesia de San Pedro, donde los jesuitas y pedidles un atado generoso de corteza del árbol de la quina, árbol de la ceja de montaña que ellos ciertamente conocen.
- Disculpe que os pregunte, Don Francisco, pero como sabéis que los jesuitas disponen de esa planta?
- No tenéis nada por que pedir estas disculpas. Pero os he de confesar que nada de lo que sucede en la vuestro virreinato me es ajeno. Quiero entrañablemente al país que me vio nacer… aunque poco o nada sepa de él.
- Como veis a mi señora?, os confieso que temo por su vida.
- Excelencia – mi maestro lo dijo con especial énfasis, mirando al virrey – os puedo prometer que haré todo lo que esté a mi alcance para que la ciencia y la experiencia ayuden a la condesa. Pero su vida es propiedad de Dios. Rezad con fe, que todas nuestras plegarias ayudan. Vuestra esposa está al límite, ya está muy débil, y la enfermedad que tiene, en cada ataque de fiebre la debilita aún más.
- Gracias por vuestra sinceridad, es desnuda como espada, pero sé que esperar. Por favor, quedaos en Palacio hasta que mi mujer mejore.
- Gracias a vos, Don Luis Jerónimo. Por favor, dadnos una habitación bien iluminada que debemos examinar la sangre de vuestra esposa. Y por favor, permitidme tomar una muestra también a VM.
Con cierta extrañeza, el Virrey permitió que le extrajesen una gota de sangre, mientras que mi maestro le explicaba que no había nada de brujería en su acción, que lo único que necesitaba era un “testigo” para comparar la sangre de la condesa, y que mejor testigo que la del cónyuge.
Una vez instalados en la Casa de Pizarro (si os he de hablar con la verdad, el palacio del virrey de Lima, es más bien modesto: He visto en Madrid, Valencia, Sevilla y Cádiz casa particulares que merecen con más propiedad el nombre de “palacio”) ya intuía la razón por la que Don Francisco insistió en una habitación bien ventilada. Ni bien desempacó el microscopio de su caja, puso al bueno de José de Segovia contar los discos de la sangre: Os sorprende lo que os digo? Sepa doctísimo lector que la sangre a grandes aumentos no es un líquido rojo, sino que está formado por multitud de discos – glóbulos rojos los llama Don Francisco- bermejos, más gruesos en la periferia y más delgados en el centro, que nadan en un líquido transparente como el agua. Y no, no os apresuréis en vuestras conclusiones: saber que la sangre no es roja no nos hace ni hechiceros, ni brujos y menos, herejes; hace que nos maravillemos más de la Creación y de nuestro Creador.
- Y bien José, cómo veis la sangre?
- He utilizado la fórmula matemática que nos distéis, y el recuento es bajo. La virreina tiene lo que vos llamáis anemia.
- Y que forma tienen los glóbulos rojos que visteis?
- Eso es lo que más me llamó la atención! No sé si mis ojos ya estaban cansados, pero podría apostar reales a maravedís, que algunos estaban como reventados.
- Y yo estoy persuadido que lo que los ha reventado es lo que ha enfermado a la condesa – dijo mi maestro con una sonrisa– y más tarde o más temprano averiguaremos que es. Por lo pronto, apenas tengamos la corteza del árbol de la quina, prepararemos diversos brebajes.
- Y eso la curará?
- Cura a los indios, y bajo la piel, todos somos iguales. Deberá curar a la condesa.
- Vos creéis eso? – me atreví a preguntar.
- Qué?, qué somos iguales? Sí, Pablo. Dios nos creó a todos a su imagen y semejanza. Y no es nuestro cuerpo lo que nos hace más o menos parecidos a Él, sino como nos conducimos con Dios y con el prójimo. Por qué lo preguntáis?
- Porque he visto tanta maldad gratuita, que me hacen creer que hay ciertas razas más proclives a la sevicia que otras.
- Y lo que te falta por ver, porque ciertamente aún no has visto mucho; pero sí, hay maldad en el mundo, y a veces mucha. Pero no hay razas pérfidas, hay personas malvadas – y otra vez se permitió una sonrisa, pícara esta vez– lo que pasa es que el diablo las junta en determinados países! Es más, a veces personas buenas son capaces de actos terribles. Eso no las envilece per se, y posiblemente lleven ese recuerdo como una carga pesada en sus almas hasta su último día. Pero, ea! Hablemos de cosas más alegres…
- Las cortezas de los jesuitas han llegado!
- Presto, presto! Id por ellas.
Y ni bien las tuvimos, las lavamos y secamos, y me puso a limar las cortezas con una escofina, me tuvo limando hasta que mis brazos estuvieron cansados. En tanto, él estuvo troceando la corteza en bastoncitos pequeños y finos que puso a hervir. Previamente, había pedido el aguardiente local, claro, aromático y muy fuerte, que los locales llaman pisco, y los trozos de corteza más bastos, los puso a macerar en varias damajuanas de licor.
- Don Francisco, por qué utilizáis tres procedimientos tan diferentes para obtener la medicina?
- Porque, joven colega, no tengo la menor idea de con que forma va a funcionar mejor. Así que, conforme vaya viniendo, iremos viendo! Mañana es el día!
Efectivamente, al día siguiente la condesa tendría su cita inexorable con las fiebres. Mi maestro determinó que suministraríamos infusiones de cortezas de quina 6 horas antes. Y a esperar.
El acceso febril debería ser a medianoche, pero pasaron las doce, pasó la 1, las 2. A las 3 Don Francisco nos mandó a dormir a José y a mí, escuchamos los gallos y finalmente, amaneció. No hubo fiebre, tampoco escalofríos. El desayuno de Doña Francisca incluyó una buena taza de agua hervida con dos cucharaditas de raspaduras de quina.
El bueno de mi maestro ordenó para el almuerzo de la condesa una sopa de patas de pollo, con ajo, cebolla y jengibre, huevo escalfado y poco más: su famoso “caldo levantamuertos”. Y no sé si en realidad era capaz de traer a un ánima del más allá, pero ciertamente obró maravillas en Doña Francisca: a la semana parecía otra, no sólo había ganado algo de peso y recompuesto su semblante, sino que incluso tenía fuerzas para oír la misa de 7. El virrey tampoco salía de su asombro: no sólo habían cesado las fiebres que minaban la salud de su esposa, sino que la enferma mostraba una mejoría, milagrosa a ojos de todos, menos para los de Don Francisco.
Fray Santiago, que muchas veces ofició la misa matutina, pasaba largas horas en el convento de Santo Domingo, y una vez pasada la crisis de la virreina, nos pidió que lo acompañásemos. Ni cortos ni perezosos, recorrimos las cuatro cuadras que nos separaban y entramos al convento de los dominicos, fácilmente reconocible por la alta torre de su iglesia, la única de la ciudad con sólo un campanario. Sin, embargo, pese a su no ocultada emoción, Don Francisco se excusó, diciendo que se acercaría algo después.
Quien nos recibió fue un anciano mulato, el pobre había perdido todos o casi todos los dientes, pero aun así tenía una sonrisa capaz de derretir las nieves del invierno más duro. Era Fray Martín de Porres.
- Bienvenidos, bienvenidos! Enhorabuena, ya la ciudad sabe que habéis curado a la virreina con vuestra ciencia! Y Don Francisco? No ha venido tan ilustre cirujano?
- Ah, Fray Martín, él os pide disculpas. Como veis, hemos venido solo los 3, sus dos jóvenes ayudantes y yo. El Maestro Cirujano vendrá después, pues desea fervorosamente hablar con vos.
- Y yo con vos, Fray Santiago. Vos tenéis que contarme mucho de vuestro lejano país. Si Dios permite que mis ancianos huesos aguanten, me gustaría predicar allí.
- Fray Martín, en Nihon es mala hora para ser cristiano. La religión verdadera es perseguida con cruel resolución. Don Francisco va con la idea de rescatar más que convertir.
- Dios os dará fuerzas, si estas llegasen a flaquear. Nunca perdáis la esperanza – lo dijo con una convicción tan reconfortante, que por un momento olvidamos de lo difícil que sería la misión encomendada.
Nos enteramos esa mañana de muchas cosas, para empezar, Fray Martín no vivía ahí, sino en la casa conventual de Nuestra Señora del Rosario, también de los dominicos. Y Fray Martin no era fraile, por ser hijo natural, y tener madre liberta, no podía profesar los votos, por lo que era tan solo un donado, es decir casi un esclavo propiedad del convento, que solo gozaba del privilegio de vestir el hábito blanquinegro de la orden. Pero con humildad y buen humor, él hacía que esa condición no fuese una carga, haciendo que sus tareas cotidianas fuesen ligeras. De hecho, durante buena parte de nuestra visita él continuó barriendo los pisos del convento. Nos contó que al día siguiente iría a Limatambo, a llevar consuelo a los indígenas que laboraban en la hacienda que también pertenecía a la orden de los Predicadores y con una enorme y edéntula sonrisa, nos preguntó si queríamos acompañarlo, porque sabiendo que tendría de visita a cirujanos militares, los necesitados preferirán que manos más expertas que las suyas tiren de sus dientes. Puestos en ese brete, no nos quedó más que aceptar la invitación.
Casi cuando regresábamos al palacio del virrey, llegó mi maestro. Saludo con muchísimo respeto a Fray Martín, se le veía mucho más grave y emocionado que de costumbre, se disculparon y se fueron caminando al patio interior del convento. Vimos cuando se sentaron, y comenzaron a conversar, y sí que conversaron! Pues cuando los minutos se convirtieron en horas, parecía como si el bueno de Don Francisco le estuviese confesando toda su vida al hermano Martin, aunque como el lector avisado puede suponer, esto es imposible, pues como recordará, el lego dominico no había, ni podía, ser ordenado.
Sin embargo, retornando a la casa de Pizarro, a mi maestro se le veía muy aliviado, como si se hubiese liberado de una carga pesada. Algo le escuché conversar con Don Santiago:
- Francisco! Vais a provocar celos en vuestro confesor! Estuvisteis con Fray Martín mucho más tiempo que el que pasasteis conmigo el día de los azotes!
- Aquietad vuestras iras santas, Miki San! –dijo mi maestro en medio de risas – tendréis que reconocer que una plática con Fray Martín, sirve para aquietar los temores del futuro y aliviar los pesares del pasado.
- A fe mía que tenéis razón! Es como si conversases con alguien que te conoce de años.
- De toda la vida. Y te reprende con una humildad que hace que vuestra falta se vea más necia, pero menos grave.
- A que él os hubiese dado menos azotes! – río Don Santiago con ganas – Que cosas habréis confesado a Fray Martin que no me habéis querido confesar a mí!
- Vos me hubieses dado la absolución… pero acaso ¿habrías entendido todo?, ah, Miki San, la vida a veces es más extraña y retorcida que el nudo que cortó Alejandro – otra vez un velo de pesadumbre pasó por el rostro de Don Francisco – Fray Martín oyéndome, me quitó una carga que sin ser pecado, pesaba como el dintel de una catedral.
Esa noche, luego de cenar ligeramente, mi maestro me encargó que preparase el instrumental que llevar, honor que usualmente le correspondía a Martinico, que era el más afín con las cosas de dientes y muelas, pero yo no lo haría mal: Aunque no esperábamos atender a un par de docenas de dolientes, llevaría un par de frascos de éter (indicación especifica de mi maestro, cosa que me extraño, pues normalmente prefería para labores en la boca, la anestesia local basada en la coca), para que la fama de extracciones sin dolor del buen Don Francisco, se cimentase bien en su propia tierra, y aunque él prefería usar los botadores, de los que llevaba una buena provisión, no faltaban fórceps de todo tipo, ni dos estuches de cirugía que no podían faltar, con los escalpelos y las agujas de sutura bien afilados; además de la marmita para hervir los instrumentos, gasa, algodón en rama, jabón, lejía y el agua que hace espumar las heridas.
Desayunamos muy temprano, “tan solo” una versión ligera del almuerzo, que es de 7 platos (en la casa de Pizarro se come copiosamente, aunque yo diría que esa es una costumbre de la ciudad: en todas las casas pudientes y no tan pudientes, comen mucho y bien): champús de leche, pejerreyes fritos, pan con chicharrón (cerdo frito en su propia grasa, con hierbas aromáticas, que cuando se come con pan, va acompañado con camote y una salsa de cebolla roja, aceite de oliva, limón y alguno de los muchos picantes que es encuentran en esta tierra), e higos en almíbar (los limeños comen muchos dulces, a toda hora). Aunque el virrey nos ofreció caballos e incluso un carruaje, declinamos su ofrecimiento pues los dominicos irían a pie y con algunas mulas que llevasen nuestros bultos estaríamos bien. Nos encontramos con Fray Martín cuando aún era oscuro a las afueras de las murallas y tomamos el camino hacia el este.
Os he de confesar que pocas veces había visto a Don Francisco tan animado, caminaba como siempre, a paso vivo, pero deteniéndose y preguntando por cada árbol, casa, tapia o acequia por la que pasábamos. En más de una ocasión esbozaba una sonrisa, sonrisa que a mí se me antojaba melancólica; y cuando se enteró que las edificaciones que a la lontananza se veían eran los abandonados adoratorios que se conocen como huaca Juliana y huaca Huallamarca, por alguna extraña razón se le aguaron los ojos.
Cuando llegamos al tambo (que es una especie de venta de indios, incluye un cercado que sirve como corral) de los dominicos cerca del mediodía, vi la sorpresa dibujarse en cara de mi maestro (en realidad, en la cara de todos): en lugar del par de docenas de pacientes que esperábamos atender, había dos centenas de estos, algunos con los flemones tan evidentes que parecían pacientes con paperas. Pero el de Lima se repuso luego de un rato y comenzó a ordenar:
- Ea, Pablo! Haced rápidamente el cribado. Extracciones a la derecha, cirugías a la izquierda y urgencias adelante. Vivo, vivo!
- Y vos José, preparad una camilla, con la mayor luz que podáis conseguir de este cielo encapotado (sabed que en Lima está nublado casi siempre, el cielo gris pocas veces deja ver el sol, incluso en verano, pareciendo que va a llover de un momento a otro, pero nunca llueve). Y tened a punto un equipo de cirugía de emergencia, y otro de extracciones, ambos en la misma mesa.
- Por favor, Miki San decidle a los dominicos que pongan a hervir agua y vos que la sabeis como se bate el cobre, instruidlos en como cepillar, lavar, hervir y desinfectar con lejia y alcohol los instrumentos que se vayan utilizando, porque os anticipo que van a faltar manos, y van a faltar instrumentos.
- Don Francisco – le dije- no deseáis que primero traiga la caja de medicinas?
- No, haced lo que os dije, yo voy por las mulas. – Lo vi acercarse a las acémilas y ya de regreso, conversó con Fray Martín, que veía todo con una gran sonrisa.
- Ay, Fray Martin! En buena nos habéis puesto! Habéis traído un pueblo!
- Ah, hijo! No habréis pensado en negar vuestras artes a estas buenas gentes.
- No, no! Pero Fray Martín, sabed que no a todos los podré atender sin dolor. Tan solo traje dos de frascos de éter, y eso apenas alcanzará para las cirugías y alguna de las extracciones más difíciles. Mucho me temo que para la mayoría de los pacientes que trajisteis, vos me tendréis que ayudar sujetando bien sus piernas y sus brazos.
- Ja ja ja!, hijo mío, a buen palo os arrimáis! Pese a mis años, aún puedo hacerlo. Pero confiad en la Providencia.
- Siempre lo hago, pero una cosa es la voluntad de Dios y otra dos frascos escasos de anestésico.
- Entonces, hijo mío, no estáis confiando. Dormid a todos los dolientes que traje para que aliviéis sus pesares sin dolor.
- Vos sabéis que no puedo hacerlo, son muchos…
- Podéis hacerlo, si vos queréis –interrumpió el lego- Confiad.
- Conforme vaya viniendo, iremos viendo –frase que con frecuencia usaba Don Francisco cuando no tenía ninguna certeza que lo que tenía al frente- Deseáis ayudarnos?
- En lo que pueda.
- Ayudad a Pablo, el muchacho es un buen cristiano…
- Y tiene más paciencia que vos! – Dijo el bueno de Fray Martin con una enorme sonrisa - pese a que evidentemente lo estaban apartando.
- Don Francisco – llegué jadeando - hay 143 extracciones simples, algunas muy sencillas, muchas son raigones con movilidad. También tenemos 36 extracciones múltiples seguidas que van a necesitar sutura. Hay 6 casos de pacientes que ya presentan calentura, edema facial y dientes muy picados. Finalmente, 26 extracciones que para mi ojo son muy complicadas, pero que tal vez no lo sean tanto…
- Va bene! Pablo, por favor, aceptad la ayuda de Fray Martin, dejad que os ayude pues vos sois el menos dentista de nosotros y el buen fraile ha sido ayudante de barbero y ya está iniciado en estas lides.
- José, tenéis ya todo presto?
- Sí, Don Francisco. Las urgencias primero, no?
- Sí, muchacho! La mujer con el flemón, se ve muy quebrantada.
- Me quedo con vos?, o preferís que atienda a otro doliente?
- No, José. Quedaos conmigo - y elevando la voz, se dirigió a mí – Y vos Pablo, comenzad!
- Don Francisco! –y señalé con la cabeza a una india jovencita que temblaba de miedo, y luego señalé con el dedo el frasco de éter. Y vi la duda en la cara del bueno de mi maestro, miró a la niña, miró a Fray Martín, se pasó la mano de arriba abajo por la cara, y la dejó de soporte para el mentón, volvió a mirar al lego dominico, me miró, y sin dejar de apoyar la barbilla en la mano, de mala gana asintió- Gracias! – dije en voz baja, y de haber tenido ojos en el cogote, hubiese visto a Fray Martin sonreír.
Y así comenzamos a trabajar. Como Don Francisco nos ha enseñado a sacar los dientes con el instrumento que formalmente llama elevador, pero cuando do está de buen humor o está muy en confianza llama botador, apenas ensucié los fórceps, que reservaba para los casos más complicados. José y Don Francisco se empeñaron en los pacientes difíciles hasta bien entrada la tarde y la luz ya no ayudaba, hora en que pausamos para comer.
- A ver, Pablo. Yo entre los 6 pacientes que atendimos primero y los que vimos hace un rato, ya casi me he gastado un frasco de éter. Y vos, como vais?
Quedé in albis. Todo el tiempo le pedía a Fray Martin que me trajese una gasa embebida de éter para anestesiar, cosa que el dominico hizo con todos los pacientes atendidos.
- El bueno de Pablo se ha mostrado celoso con el líquido del frasco restante –salió Fray Martín al quite- apenas ha gastado unos tres dedos.
- No habréis utilizado el éter para tirar los dientes fáciles –dijo en tono de broma José- porque os he contado más de 40 pacientes.
- No, no! –dije con gravedad- Yo recuerdo que siempre debemos comenzar por lo más difícil, para que cuando estemos cansados, sólo nos reste lo fácil.
- Don Francisco –preguntó José- por qué trajisteis éter para esta jornada, cuando vos utilizáis el anestésico local en vuestras extracciones?
- Buena pregunta, joven cirujano! Es sencillo, cuando embarquemos, vendrán con nosotros algunos cientos de damajuanas del licor de uva de la comarca de Pisco, licor que con los alambiques que tenemos a bordo, podremos convertir en anestésico con facilidad. En cambio, la cantidad de coca que llevamos es limitada, y como sabéis, hacer el polvo es tarea laboriosa, y con los medios que llevamos encima, imposible. Por lo que es menester reservarla. Entonces, Pablo, aun contamos con casi un frasco de éter?
- Si Fray Martín así lo dice, yo lo digo también.
- Entonces descansad, porque mañana nos toca un día pesado, serán más de 100 dolientes, y dolientes de verdad, porque un frasco de éter no alcanzara para todos.
Otro lego dominico llegó para decirnos que era hora de cenar. Los indios del Perú hacen tres comidas, una antes del alba, otra antes del mediodía y la última justo antes del ocaso. Cuando nos aprestábamos a cenar, Don Francisco nos hizo una indicación:
- Miki San, muchachos, comed en silencio. Las gentes de estas tierras lo hacen así, sobre todo si son venidos de las montañas. Comed callados y tomad la bebida que os sirvan sólo al final.
A fe mía que os digo que la indicación de nuestro maestro fue utilísima. No se oía voz alguna, parecía el refectorio de un convento con voto de silencio. Aunque había una mesa dispuesta para nosotros, los indios comían en dos largas hileras de hombres sentados en el suelo frente a frente, con diversas viandas entre ellos, y a sus espaldas, sus mujeres comiendo, a veces parándose para ir a traer más comida o bebida.
La comida era sencilla: en el suelo, había grandes fuentes con granos de maíz hervido que llaman mote, o tostado que es conocido como cancha, junto con papas, camotes (tubérculo que en España se conoce como batata) y yuca sancochados. Primero nos trajeron una patasca, que es una sopa hecha de cabeza de oveja y mote, que olia a hierbabuena y a perjil, muy apetitosa. Luego vino un guiso de charqui, la carne de llama seca y salada, con ollucos, una suerte de papa pequeña y algo dulzona. Todo condimentado abundantemente con uchucta, una salsa muy picante de rocoto; también con chichi llacguana, menos picante, pero hecha con un polvo de pescaditos secos y salados, que le daban un agradable sabor a mariscos. Al final, nos sirvieron un brebaje, la chicha de jora, que cuando fermenta, es la principal bebida alcohólica de los locales.
No había camas, así que nos envolvimos lo mejor que pudimos y pasamos la noche con frío. Antes del alba, fuimos despertados por Fray Martin para iniciar el día acompañándolo en oración. Apenas terminamos, nos sirvieron el desayuno: tanta (pan) con las sobras de la patasca, que seguramente habían “bautizado” (aguado) para que rindiese más, además de papas, mote y charqui.
Ya de día siguiente, fuimos los tres los que hicimos las extracciones restantes, incluso Fray Martín se dio la maña de ayudarnos sacando muchos de los raigones. Y aunque fue una jornada extensa y agotadora, nunca nos sentimos tan descansados como cuando llegamos a la Casa de Pizarro al final del día. Otrosí digo: la Providencia divina estuvo con nosotros. Fray Santiago dice que es un milagro, aunque Don Francisco opina que fue una dosificación prudente y exacta. Dilectísimos lectores, os confieso poniendo por testigo la salud de mi alma inmortal, que aún mi sesera no comprende cómo Fray Martín hizo rendir el frasco de éter para atender más de 100 pacientes con dolor. Providencia, divina Providencia.
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Un soldado de cuatro siglos
El Pequeño León
El Pequeño León es una serie de historietas de aventuras gráficas a color creada por Joan Martell en 1642 como suplemento del periódico dominical, Las Provincias de Valencia, destinada principalmente al público juvenil. Se trata pues, de la primera novela gráfica o Tebeo y el origen de un medio de amplia difusión que ha llegado a nuestros días. El Pequeño León publicado entre agosto de 1642 y noviembre de 1655 en los dominicales las Provincias, primero en el de Valencia pero no tardó en extenderse al resto de diarios del grupo a lo largo y ancho del imperio. Sus aventuras inicialmente confinadas a los periódicos, no tardaron en dar el salto y en 1651 se publicó el primer recopilatorio mensual, "El pequeño León contra el Buitre".
Argumento
El pequeño León o Leoncito es un joven huérfano de unos trece o catorce años que vaga por las calles de la Habana en 1518, cuando llama la atención de Hernán Cortés al enfrentarse a tres malandros a los que pone en fuga, ganándose el mote que lo acompañará desde ese momento. Convertido en paje de Hernán Cortés, lo acompañará en su expedición al continente.
Durante sus aventuras se convertirá en confidente de Hernán Cortés, cortejará a la princesa Tlaxcalteca, María Techualuazin, hija de uno de los caciques aliados. Conocerá a Bernal Díaz del Castillo, Pedro Álvarado, Cristóbal de Olite y otros muchos conquistadores, así como a caciques como Xicotenga, con los que entrenará hasta convertirse en un destacado esgrimista y feroz cazador y rastreador. Se hermanará con Jon de Muy, el fornido guerrero vascongado y con el inteligente y sagaz Flavio el napolitano, con quienes compartirá aventuras y se enfrentará a feroces enemigos como el sacerdote mexica Coyotl, el contrabandista luterano Jean Voltor o el envidioso capitán español Carlos Alaman, antagonistas que tratan de impedir que Hernán Cortés cumpla su sueño de unir a los indios en una alianza para enfrentar a los mexicas.
Características e impacto popular
Una característica de la obra es que Hernán Cortés no aparece como el gran conquistador sino como un gran diplomático. Un hombre capaz de unir a todos los pueblos subyugados por los mexicas, desde los Tlaxcaltecas a los Chichimecas que son los verdaderos artífices del derrocamiento de los antropofagos mexicas. En sus aventuras además, se demuestra como un protector del mundo natural y si bien es un eficaz cazador y no hace ascos a emplear los recursos naturales cuando es necesario, protege el medio ambiente y se niega a destruirlo de forma gratuita. Muestra de esta faceta es cuando se niega a acabar con un cachorro de jaguar cuya madre es abatida tras devorar a un aldeano. Sabiendo que el cachorro morirá sin su madre y que esá solo actuó como lo hizo por el hambre y la necesidad de alimentar a su cachorro, León rescata al cachorro y lo cría y adopta como mascota.
El pequeño León tuvo un gran impacto en la cultura popular de una población ávida de entretenimientos. Pronto periódicos de todo el Imperio publicaron esta y otras obras gráficas que fueron traducidas a decenas de idiomas como el milanes, napolitano, griego, alemán, portugués, maya, náhuatl y quechua. Otras obras destacadas de esta época fueron:
Caballero de Aragón; El caballero Ferrán se enfrenta a los moros en tiempos de Jaime I.
El vengador verde;
El matador; el caballero cruzado Juan sin nombre trata de impulsar la alianza de los reyes de la península para enfrentar a los almohades en las Navas de Tolosa.
El corsario de Castilla; El noble César, señor del castillo de Cartal, se embarca para rescatar a su amada Helena, tomada cautiva por el feroz Barbarroja.
El Pequeño León es una serie de historietas de aventuras gráficas a color creada por Joan Martell en 1642 como suplemento del periódico dominical, Las Provincias de Valencia, destinada principalmente al público juvenil. Se trata pues, de la primera novela gráfica o Tebeo y el origen de un medio de amplia difusión que ha llegado a nuestros días. El Pequeño León publicado entre agosto de 1642 y noviembre de 1655 en los dominicales las Provincias, primero en el de Valencia pero no tardó en extenderse al resto de diarios del grupo a lo largo y ancho del imperio. Sus aventuras inicialmente confinadas a los periódicos, no tardaron en dar el salto y en 1651 se publicó el primer recopilatorio mensual, "El pequeño León contra el Buitre".
Argumento
El pequeño León o Leoncito es un joven huérfano de unos trece o catorce años que vaga por las calles de la Habana en 1518, cuando llama la atención de Hernán Cortés al enfrentarse a tres malandros a los que pone en fuga, ganándose el mote que lo acompañará desde ese momento. Convertido en paje de Hernán Cortés, lo acompañará en su expedición al continente.
Durante sus aventuras se convertirá en confidente de Hernán Cortés, cortejará a la princesa Tlaxcalteca, María Techualuazin, hija de uno de los caciques aliados. Conocerá a Bernal Díaz del Castillo, Pedro Álvarado, Cristóbal de Olite y otros muchos conquistadores, así como a caciques como Xicotenga, con los que entrenará hasta convertirse en un destacado esgrimista y feroz cazador y rastreador. Se hermanará con Jon de Muy, el fornido guerrero vascongado y con el inteligente y sagaz Flavio el napolitano, con quienes compartirá aventuras y se enfrentará a feroces enemigos como el sacerdote mexica Coyotl, el contrabandista luterano Jean Voltor o el envidioso capitán español Carlos Alaman, antagonistas que tratan de impedir que Hernán Cortés cumpla su sueño de unir a los indios en una alianza para enfrentar a los mexicas.
Características e impacto popular
Una característica de la obra es que Hernán Cortés no aparece como el gran conquistador sino como un gran diplomático. Un hombre capaz de unir a todos los pueblos subyugados por los mexicas, desde los Tlaxcaltecas a los Chichimecas que son los verdaderos artífices del derrocamiento de los antropofagos mexicas. En sus aventuras además, se demuestra como un protector del mundo natural y si bien es un eficaz cazador y no hace ascos a emplear los recursos naturales cuando es necesario, protege el medio ambiente y se niega a destruirlo de forma gratuita. Muestra de esta faceta es cuando se niega a acabar con un cachorro de jaguar cuya madre es abatida tras devorar a un aldeano. Sabiendo que el cachorro morirá sin su madre y que esá solo actuó como lo hizo por el hambre y la necesidad de alimentar a su cachorro, León rescata al cachorro y lo cría y adopta como mascota.
El pequeño León tuvo un gran impacto en la cultura popular de una población ávida de entretenimientos. Pronto periódicos de todo el Imperio publicaron esta y otras obras gráficas que fueron traducidas a decenas de idiomas como el milanes, napolitano, griego, alemán, portugués, maya, náhuatl y quechua. Otras obras destacadas de esta época fueron:
Caballero de Aragón; El caballero Ferrán se enfrenta a los moros en tiempos de Jaime I.
El vengador verde;
El matador; el caballero cruzado Juan sin nombre trata de impulsar la alianza de los reyes de la península para enfrentar a los almohades en las Navas de Tolosa.
El corsario de Castilla; El noble César, señor del castillo de Cartal, se embarca para rescatar a su amada Helena, tomada cautiva por el feroz Barbarroja.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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