Un soldado de cuatro siglos

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Domper
General de Ejército
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España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

Lo prometido es deuda. Empiezan los tiros.


Durante la noche volvió a llover. Primero unas gotas, luego se escucharon truenos, y finalmente se abrieron las compuertas del cielo. Los hombres aguantaron el temporal como pudieron. Cuando el amanecer llegó con luz mortecina, los soldados recogieron las tiendas, no pocas del suelo, y se pusieron en marcha. No paraba de diluviar, pero Arsuf ya no estaba lejos.

A la sección de Barrau le tocaba ayudar con los carros. Ocho hombres para cada pieza, dos por rueda, con palancas para que giraran. Llovía cada vez más y empezó a caer granizo, que rebotaba sobre armones y obuses con ruido ensordecedor. El teniente pensó que sería el momento ideal para que los turcos atacaran. Entonces, escuchó gritos.

—¡Al arma! —Intentó hacerse oír; al ver que no le escuchaban, empuñó su tirogiro y disparó al aire. Los soldados se volvieron y le vieron apuntar hacia la cortina líquida. A su vez, tomaron sus Mieres y los cargaron; justo cuando se les echaban encima los turcos. Centenares de árabes con lanzas y espadas se lanzaron aullando sobre los españoles; pero estos respondieron con los fusiles. Barrau se protegió tras un cañón y siguió disparando con su pistola. Cuando se quedó sin munición, desenfundó el sable, sin que llegara a necesitarlo, porque a sus lados ya estaban formando soldados que disparaban y recargaban. Indicó a algunos que protegieran sus espaldas, mientras la sección seguía reorganizándose. El fuego de los fusiles obligó a los árabes a retirarse, dando ocasión a que la sección se desplegara y contratacara.

—¡Artilleros, preparen el cañón! —Ordenó a unos soldados que se encontraban junto a la pieza.

—Pertenecemos a la batería del capitán Gonzaga, mi teniente.

—¡Los cojo*** de Mahoma! ¡Alistad el cañón si no queréis que os corte los huevos!

Los artilleros soltaron el cañón del atalaje— ¿Hacia dónde, mi teniente?

—Hacia allá, paralelos a la columna, con metralla, hasta que diga basta ¡Sargento Ramírez, con su pelotón proteja el cañón! ¡Procure que no nos dispare por la espalda! ¡Guillén, su pelotón que se quede en retaguardia! ¡Grasa, el suyo, conmigo!

El obús del doce disparó un bote de metralla que se abrió a pocos metros. Medio minuto después volvió a abrir fuego; por entonces, el diluvio estaba dando tregua, permitiendo ver la masa de árabes aullantes que estaba atacando el convoy, y los claros sangrientos que había abierto los disparos de los obuses. Un momento después el pelotón que mandaba Barrau cayó sobre el flanco de los atacantes, ya aturdidos por los cañonazos. Los que no escaparon, cayeron ante los fusiles. El teniente siguió recorriendo y aliviando la columna, añadiendo soldados a su fuerza. Vio a un oficial apoyado en un armón y con el brazo colgando de unas tiras rojas.

—Capitán Herrero, a sus órdenes.

—Gracias, Barrau. Yo defenderé la posición. Siga hacia la cabeza.

A medida que se movía, más y más españoles se le fueron uniendo, hasta que al final eran más de un centenar los que estaban atacando a los árabes por el flanco. Mientras, otros pelotones se recompusieron, y un segundo obús se unió al fuego. Hasta que, casi tan de repente como había empezado todo, el ataque cesó. Los fusileros siguieron tirando contra los que se replegaban, hasta que desaparecieron tras un barranco.

—¡Los de mi izquierda, seguidme, vamos a desalojar a esos hideputas!

Los españoles siguieron al teniente, que se había adelantado con su sable en alto. Al llegar al barranco, vieron que estaba ocupado por centenares de árabes.

—¡Bombas de mano! —Las explosiones se sucedieron entre la masa— ¡Sigan disparando!

Atrapados en el arroyo, sin otras armas que sus espadas y lanzas, los árabes solo sirvieron de blanco a los Mieres, hasta que el fondo del barranco se convirtió en una pasta de barro, sangre y carne rota. Barrau dejó a los soldados para que vigilaran, y volvió al convoy.

—Sargento Guillén ¿Dónde está el capitán?

—Se ha desangrado, señor. El capitán Gonzaga también ha caído.

El oficial recorrió la columna, organizando a los soldados para que atendieran a sus camaradas, hasta que vio a un superior.

—Capitán Laínez, el teniente Barrau a sus órdenes.

—Vaya desastre, teniente —se lamentó el oficial, viendo el matadero en que se había convertido la cabeza de la columna—. Voy a ver quién queda vivo por allí. Mientras, tome el mando.

Cuando Laínez regresó, dos centenares de españoles habían formado un perímetro, con los obuses apuntando hacia el interior. Además, el pelotón de Guillén volvió, empujando a medio centenar de prisioneros.

—Teniente, ya veo que se las apaña bastante bien. Me temo que soy el oficial de mayor grado que ha quedado entero. Le dejo a cargo del perímetro mientras organizo el socorro.





—La intención de Lazán era que Grajal marchara hacia el sur y obligara al turco a moverse, para entonces pasar al ataque general. Pero resultó que el conde era un inepto.

—El marqués solía ser cuidadoso con sus subordinados ¿Cómo fue que se le colara Grajal?

—La verdad es que nadie se esperaba que saliera rana. Ahora bien, piense que el ejército llevaba veinte años sin librar una guerra grande. Se había peleado mucho, pero en acciones menores, contra bandas rebeldes, o en las Indias. De tal manera que nadie sabía si el barón de Perico o el vizconde de Juanito iban a dar la talla. Grajal había hecho gala de valor como capitán en Las Dunas; pero lo que tenía de bravura le faltaba de sesera. Aunque se le había advertido que tenía que esperar un ataque, al tipo no se le ocurrió mejor idea que ir dejando gente en cada parada. Además, debió pensar que hacerse acompañar de convoyes de abastecimiento afectaría al paso de caracol con el que marchaba hacia Jafa, y prefisió mandarlos tras sus huellas, uno a uno, para tentar al turco. Eso sí, no acuso solo al conde, que el de Savona podría haberle dado un par de gritos, pero ahí se quedó, en Jafa, a la espera que San Juan bajara el dedo.

—Así que Grajal iba a paso de tortuga.

—Imagínese. Le llevó doce días ir desde Acre hasta Arsuf. Siete kilómetros cada día, que cualquier rapaz recorre en hora y media. Cuando llegó, hasta en Pekín sabían lo que se preparaba. Por si no le bastara con su logradísima imitación de un caracol, al poco empezó a pedir suministros, dando ocasión a Elmes Mehmed para que nos diera un buen susto. El turco, que ya le he dicho que sería muy pagano, pero sabía más que los ratones colorados, fue a por el convoy que protegía mi batallón, y contra otro que acababa de salir de Cesárea. Nos libramos por los pelos.

—Fue en esa acción donde se ganó la Cruz de Jaime I.

—Algún tiro pegué —confirmó con modestia—, aunque la verdad es que el batallón quedó para el arrastre.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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