Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Lo prometido es deuda. Empiezan los tiros.


Durante la noche volvió a llover. Primero unas gotas, luego se escucharon truenos, y finalmente se abrieron las compuertas del cielo. Los hombres aguantaron el temporal como pudieron. Cuando el amanecer llegó con luz mortecina, los soldados recogieron las tiendas, no pocas del suelo, y se pusieron en marcha. No paraba de diluviar, pero Arsuf ya no estaba lejos.

A la sección de Barrau le tocaba ayudar con los carros. Ocho hombres para cada pieza, dos por rueda, con palancas para que giraran. Llovía cada vez más y empezó a caer granizo, que rebotaba sobre armones y obuses con ruido ensordecedor. El teniente pensó que sería el momento ideal para que los turcos atacaran. Entonces, escuchó gritos.

—¡Al arma! —Intentó hacerse oír; al ver que no le escuchaban, empuñó su tirogiro y disparó al aire. Los soldados se volvieron y le vieron apuntar hacia la cortina líquida. A su vez, tomaron sus Mieres y los cargaron; justo cuando se les echaban encima los turcos. Centenares de árabes con lanzas y espadas se lanzaron aullando sobre los españoles; pero estos respondieron con los fusiles. Barrau se protegió tras un cañón y siguió disparando con su pistola. Cuando se quedó sin munición, desenfundó el sable, sin que llegara a necesitarlo, porque a sus lados ya estaban formando soldados que disparaban y recargaban. Indicó a algunos que protegieran sus espaldas, mientras la sección seguía reorganizándose. El fuego de los fusiles obligó a los árabes a retirarse, dando ocasión a que la sección se desplegara y contratacara.

—¡Artilleros, preparen el cañón! —Ordenó a unos soldados que se encontraban junto a la pieza.

—Pertenecemos a la batería del capitán Gonzaga, mi teniente.

—¡Los cojo*** de Mahoma! ¡Alistad el cañón si no queréis que os corte los huevos!

Los artilleros soltaron el cañón del atalaje— ¿Hacia dónde, mi teniente?

—Hacia allá, paralelos a la columna, con metralla, hasta que diga basta ¡Sargento Ramírez, con su pelotón proteja el cañón! ¡Procure que no nos dispare por la espalda! ¡Guillén, su pelotón que se quede en retaguardia! ¡Grasa, el suyo, conmigo!

El obús del doce disparó un bote de metralla que se abrió a pocos metros. Medio minuto después volvió a abrir fuego; por entonces, el diluvio estaba dando tregua, permitiendo ver la masa de árabes aullantes que estaba atacando el convoy, y los claros sangrientos que había abierto los disparos de los obuses. Un momento después el pelotón que mandaba Barrau cayó sobre el flanco de los atacantes, ya aturdidos por los cañonazos. Los que no escaparon, cayeron ante los fusiles. El teniente siguió recorriendo y aliviando la columna, añadiendo soldados a su fuerza. Vio a un oficial apoyado en un armón y con el brazo colgando de unas tiras rojas.

—Capitán Herrero, a sus órdenes.

—Gracias, Barrau. Yo defenderé la posición. Siga hacia la cabeza.

A medida que se movía, más y más españoles se le fueron uniendo, hasta que al final eran más de un centenar los que estaban atacando a los árabes por el flanco. Mientras, otros pelotones se recompusieron, y un segundo obús se unió al fuego. Hasta que, casi tan de repente como había empezado todo, el ataque cesó. Los fusileros siguieron tirando contra los que se replegaban, hasta que desaparecieron tras un barranco.

—¡Los de mi izquierda, seguidme, vamos a desalojar a esos hideputas!

Los españoles siguieron al teniente, que se había adelantado con su sable en alto. Al llegar al barranco, vieron que estaba ocupado por centenares de árabes.

—¡Bombas de mano! —Las explosiones se sucedieron entre la masa— ¡Sigan disparando!

Atrapados en el arroyo, sin otras armas que sus espadas y lanzas, los árabes solo sirvieron de blanco a los Mieres, hasta que el fondo del barranco se convirtió en una pasta de barro, sangre y carne rota. Barrau dejó a los soldados para que vigilaran, y volvió al convoy.

—Sargento Guillén ¿Dónde está el capitán?

—Se ha desangrado, señor. El capitán Gonzaga también ha caído.

El oficial recorrió la columna, organizando a los soldados para que atendieran a sus camaradas, hasta que vio a un superior.

—Capitán Laínez, el teniente Barrau a sus órdenes.

—Vaya desastre, teniente —se lamentó el oficial, viendo el matadero en que se había convertido la cabeza de la columna—. Voy a ver quién queda vivo por allí. Mientras, tome el mando.

Cuando Laínez regresó, dos centenares de españoles habían formado un perímetro, con los obuses apuntando hacia el interior. Además, el pelotón de Guillén volvió, empujando a medio centenar de prisioneros.

—Teniente, ya veo que se las apaña bastante bien. Me temo que soy el oficial de mayor grado que ha quedado entero. Le dejo a cargo del perímetro mientras organizo el socorro.





—La intención de Lazán era que Grajal marchara hacia el sur y obligara al turco a moverse, para entonces pasar al ataque general. Pero resultó que el conde era un inepto.

—El marqués solía ser cuidadoso con sus subordinados ¿Cómo fue que se le colara Grajal?

—La verdad es que nadie se esperaba que saliera rana. Ahora bien, piense que el ejército llevaba veinte años sin librar una guerra grande. Se había peleado mucho, pero en acciones menores, contra bandas rebeldes, o en las Indias. De tal manera que nadie sabía si el barón de Perico o el vizconde de Juanito iban a dar la talla. Grajal había hecho gala de valor como capitán en Las Dunas; pero lo que tenía de bravura le faltaba de sesera. Aunque se le había advertido que tenía que esperar un ataque, al tipo no se le ocurrió mejor idea que ir dejando gente en cada parada. Además, debió pensar que hacerse acompañar de convoyes de abastecimiento afectaría al paso de caracol con el que marchaba hacia Jafa, y prefisió mandarlos tras sus huellas, uno a uno, para tentar al turco. Eso sí, no acuso solo al conde, que el de Savona podría haberle dado un par de gritos, pero ahí se quedó, en Jafa, a la espera que San Juan bajara el dedo.

—Así que Grajal iba a paso de tortuga.

—Imagínese. Le llevó doce días ir desde Acre hasta Arsuf. Siete kilómetros cada día, que cualquier rapaz recorre en hora y media. Cuando llegó, hasta en Pekín sabían lo que se preparaba. Por si no le bastara con su logradísima imitación de un caracol, al poco empezó a pedir suministros, dando ocasión a Elmes Mehmed para que nos diera un buen susto. El turco, que ya le he dicho que sería muy pagano, pero sabía más que los ratones colorados, fue a por el convoy que protegía mi batallón, y contra otro que acababa de salir de Cesárea. Nos libramos por los pelos.

—Fue en esa acción donde se ganó la Cruz de Jaime I.

—Algún tiro pegué —confirmó con modestia—, aunque la verdad es que el batallón quedó para el arrastre.



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El capitán Laínez se reunió con los oficiales que habían sobrevivido: otro capitán y siete tenientes. Además, el capitán Gonzaga de los artilleros llevaba un sablazo en la tripa; seguía vivo, pero parecía que no por mucho. No había sobrevivido nadie de la caballería.

—Señores, ya ven el panorama. No somos ni la mitad, y tenemos cien heridos graves. Las órdenes son seguir hasta Arsuf ¿Ustedes lo creen factible?

Samaniego, el otro capitán que seguía más o menos entero, fue el primero en responder—: Tendríamos que dejar a los heridos atrás.

Todos sabían lo que les harían los turcos. Aun así, Laínez vaciló un momento, y solo se negó al ver que los presentes empezaban a protestar—. No abandonaremos a nadie ¿Hay manera de llevarlos?

—Si encontramos carromatos en alguna aldea, sería factible, pero habría que dejar atrás los obuses y la munición —contestó Samaniego.

—No son esas las órdenes.

—Disculpe, mi capitán —intervino Barrau—. De aquí a Arsuf hay pocas horas. Tal vez podría ir a buscar ayuda y, de paso, llevarme los heridos que puedan andar.

—No creo que consiga pasar, teniente.

—Creo que podré hacerlo durante la noche, por la playa que hay al pie de los acantilados. Si está vigilada, tendré tiempo para volverme antes del amanecer. Mientras, podrían buscar carros y, si no vuelvo mañana, decidir si seguir o si quedarse con los heridos.

Barrau aun tuvo que insistir para convencer al capitán. Después, ordenó al sargento Guillén que repusiera las municiones y que buscara cuerdas. Al anochecer las emplearon para descolgarse por el acantilado costero de arenisca, una roca traidora que se desmoronaba con apenas tocarla. Aun así, consiguieron bajar hasta el pie. Una vez en la orilla, empezaron a marchar por la estrecha playa que quedaba entre las rompientes y el talud; la luna menguante apenas iluminaba, pero poco importó al teniente, pues si ellos no veían, menos lo harían los centinelas turcos. Con todo, envió unos centenares de metros por delante a un par de batidores, para que vieran si el camino era practicable y, también, para evitar malos encuentros. Detrás iba el pelotón y los heridos. La marcha era penosa entre la arena blanda, las piedras y las salpicaduras de espuma; de nuevo, una molestia bienvenida, pues las olas borraban las huellas y el ruido apagaba cualquiera que pudieran causar los soldados. Hasta los heridos marchaban con ánimo, aunque con demasiada frecuencia tenían que hacer altos para que recuperaran fuerzas. Cuando llevaban dos horas de marcha vieron la luz de una fogata: los turcos habían aprovechado la salida de un barranco para situar un puesto de vigilancia, pero los españoles lo sortearon con facilidad metiéndose en el agua. El teniente, viendo que aun le quedaba camino y que parecía expedito, envió a dos soldados de vuelta para avisar que se retrasaría.

Tras evitar el puesto turco, Barrau siguió hacia el sur, marchando por la franja de arena batida por los cachones para no dejar huellas. Anduvieron durante otras dos horas, sin encontrar a nadie. Cuando pensó que ya había llegado, y al seguir sin encontrar vigilancia, ordenó a dos soldados que ascendieran el acantilado aprovechando un pequeño barranco. Fue entonces cuando escucharon voces en castellano.


* * *


Como yo había leído las actas del juicio contradictorio que le valió a Don Félix la Cruz de Jaime I, sabía que habían sido algo más de «unos pocos tiros». Según el expediente, él había organizado el contrataque que salvó al batallón cuando estaba a punto de sucumbir. Sin embargo, la humilde naturaleza de Don Félix no le permitía vanagloriarse —aunque no hubiera nada de vana, sino gloria más que merecida— y prefería no hablar de sus hazañas. Así que dejé que siguiera relatando la acción a su modo.

—Le repito que el pagano que teníamos enfrente, el pachá Elmes Mehmed, adoraría a los huevos de Mahoma, pero de tonto no tenía un pelo. Tampoco de listo, que cuando se quitaba el turbante remedaba un huevo de avestruz, pero le faltaban cabellos, que no ideas. Ese turco tenía un sano respeto por lo que pudiera hacer el marqués y, cuando vio que habíamos desembarcado a su espalda, estuvo pensando en levantar el campo. Esa era la idea, que el conde de Grajal amenazara la retaguardia turca para levantar la perdiz, y así acabar con los turcos en una de esas batallas de movimiento que tanto gustaban al marqués, al que, por desgracia, seguían reteniendo los mismos vientos que tanto nos habían perjudicado. Pero yo no sé si al conde le entró el tembleque, o si pensó que con llegar hasta Arsuf bastaba; la cuestión es que aprovechó el temporal que le dejó incomunicado para fortificarse y verlas venir.

—Frustrando los planes —repuse.

—Peor todavía. Al menos, podría haber mantenido reunidas sus fuerzas, pero no se le ocurrió mejor idea que ir dejando guarniciones a cada paso, y hacer pasar convoyes por territorio enemigo con las provisiones o los cañones que había olvidado llevar consigo. Por si fuera poco, tuvo la ocurrencia de enviar al tercio de Chivaso hacia Jafa, no se sabe para qué si no llevaba artillería. Así resultó que la división fue débil en todas partes. En Arsuf, el conde tenía media legión, bastante para la defensa, pero para nada más. El resto de la fuerza estaba repartido en un rosario de puestos pequeños que ofrecieron al turco victorias fáciles. El pachá aprovechó el mal tiempo para retirar parte del ejército sin que el conde se enterara, y lanzarlo contra todos esos puestos. El resultado ya lo conoce. Mi batallón se salvó por los pelos, pero la guarnición de Cesárea fue masacrada, el convoy que de allí venía, también, la del monte Carmelo las pasó de a metro, y los del Chivaso tuvieron que retirarse tras perder un cuarto de los suyos. Mientras, Savona seguía en Jafa, haciendo tiempo por si los turcos se movían, como quien espera la segunda venida.



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Quinta escena

Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.

Migración y emigración

Como parece lógico, los tres factores antedichos (progreso tecnológico, mejora de la salud y disponibilidad de alimentos), además de llevar al rápido incremento de la población, trajeron consigo importantes modificaciones sociales.

La más llamativa fue la urbanización. En 1630, solo el 6% de la población vivía en las diez ciudades peninsulares de más de treinta mil habitantes. En las dos mayores, Sevilla y Lisboa, había unos ciento treinta mil vecinos en cada una, lejos de los doscientos mil de Londres, los trescientos mil de París o Nápoles, y muy por debajo de los seiscientos cincuenta mil de Estambul. Que las ciudades españolas fueran pequeñas no impedía que, como las europeas, fueran deficitarias de población: el hacinamiento y la pésima salubridad hacían que fueran deficitarias en población. Por ejemplo, los sistemas de alcantarillado brillaban (casi) por su ausencia. Solo unas pocas ciudades conservaban algunas cloacas de origen romano o árabe, que no tenían las mínimas condiciones sanitarias. Un ejemplo fue Valencia, que tenía una de las redes más completas, pero se componía en su mayoría de acequias descubiertas que luego echaban las aguas residuales al foso de las murallas. En la mayoría de las localidades las aguas fecales, las basuras y los residuos se echaban directamente a la calle. Como consecuencia, el ambiente era fétido, pero resultaba mucho más grave el contagio de enfermedades de transmisión fecal oral, y las transmitidas por insectos o ratas (el paludismo y la leptospirosis eran endémicos en Valencia). Las enfermedades infecciosas causaban tal mortalidad que los nacimientos no compensaban las defunciones, y la población de las ciudades solo podía sostenerse gracias a la llegada de gentes desde el campo. En este, la inmensa mayoría se dedicaba a las labores agropecuarias (el 85% de la población española de 1630), frecuentemente en pequeñas aldeas y en alquerías mal comunicadas.

Fueron las innovaciones sanitarias y la mejora de la nutrición las que iniciaron el proceso. La población rural empezó a incrementarse ya en fases tempranas del Resurgir. Este aumento no fue generalizado ni simultáneo. Empezó por la costa y en las vegas de los ríos, sobre todo de los valencianos, para luego extenderse por el resto de la Península, siguiendo los principales ríos. Incluso al final del Resurgir había comarcas alejadas que se mantenían al margen, e incluso disminuyeron de población a causa de la emigración. Solo en la Transformación el ferrocarril permitió superar las dificultades orográficas y las largas distancias, y culminar el proceso iniciado durante los decenios anteriores.

En el capítulo anterior ya se ha relatado como la sobrecogedora mortalidad maternoinfantil era la que limitaba la población: en una época sin medios anticonceptivos, una mujer que tuviera la fortuna de no perecer de complicaciones obstétricas (de «sobreparto») podía pasar hasta por quince o veinte gestaciones; sin embargo, pocas familias conseguían sacar adelante a más de dos o tres niños. En un panorama desolador, pequeños cambios tuvieron efectos explosivos. Técnicas obstétricas como la extracción fetal con fórceps (y, posteriormente, mediante ventosa) unida a la aplicación de normas higiénicas que evitaran la fiebre puerperal disminuyeron la mortalidad materna a menos de la mitad: un efecto inesperado fue que hubo excedente de mujeres, ya que muchos varones se enrolaban en el ejército o pasaban a las Indias. Los autores dieron fe con la figura de la «solterona», que se convirtió en uno de los tópicos de las novelas costumbristas.

La atención obstétrica salvó a tantos bebés como a mujeres; además, los recién nacidos tenían mayores posibilidades de superar los peligrosos primeros años de vida. La vacunación antivariólica aun estaba lejos de erradicar esa plaga de la Península, pero se estima que las muertes por viruela habían disminuido a la quinta parte al final del Resurgir. La higiene, la mejor calidad del agua y la lucha que las Juntas de Sanidad mantenían contra enfermedades como el paludismo disminuyeron aun más la mortalidad infantil. Además, la nueva técnica de la rehidratación por vía oral llevó a que bajara el número de muertes por deshidratación de causa infecciosa, que era una de las enfermedades asesinas de bebés; aunque no hay datos del todo fiables, los estudios del doctor Don Maximino Calero Núñez estiman que en 1675 la mortalidad por gastroenteritis infecciosa había disminuido en dos tercios. Al unirse estas mejoras a la disponibilidad de más alimentos y de mejor calidad, la supervivencia infantil fue mucho mayor. Según el doctor Calero, en 1675 la media de hijos por mujer (excluyendo a las religiosas) que llegaban a los cinco años de edad era de cuatro y medio. Otros autores proponen cifras de entre cuatro y seis hijos supervivientes; no fueron más porque la lactancia materna prolongada retrasaba las siguientes gestaciones, y porque se empezaron a difundir los métodos anticonceptivos que más adelante se describirán.

La consecuencia fue que la población peninsular creció rápidamente, y en 1675 superaba los diecinueve millones. Teniendo en cuenta la emigración, significa que el incremento fue de un 2% anual, aproximadamente, mientras que en el resto de Europa era de un raquítico 0,2%; debe tenerse en cuenta que la mayor parte de ese crecimiento se produjo entre 1660 y 1680, en los que la tasa superó el 3%. Sin embargo, el aumento no fue homogéneo. Algunas comarcas, las que disponían de tierras más fértiles, las que más se beneficiaban de las nuevas técnicas agrarias, y a las que primero llegaron las técnicas sanitarias, ya estaban creciendo a un ritmo del 3% anual en 1640: significa que en el plazo de una generación (en esa época, veinte años) su censo casi se había duplicado. Sin embargo, a pesar de que se habían puesto en cultivo más tierras, y se trabajaban más intensamente las existentes (al sustituir el barbecho por la rotación de cultivos o el empleo de fertilizantes), la introducción de más animales de tiro y de las primeras máquinas agrícolas llevaron a que la demanda de mano de obra creció mucho menos. Bruscamente, se produjo un excedente de población rural que el agro no podía absorber. Como resultado, primero miles y, después, millones de hispanos tuvieron que buscar otro medio de vida. Muchos lo encontraron en Ultramar, pero el principal flujo migratorio fue interno, dirigido hacia las ciudades donde la industria demandaba cada vez más mano de obra y prometía mejor calidad de vida. Ya se ha relatado que uno de los focos con mayor atractivo fue la costa mediterránea, no solo por la industria valenciana, sino gracias a la desaparición de la amenaza corsaria que había mantenido el litoral despoblado durante siglos.

El Reino de Valencia fue el caso más llamativo. Poco antes del periodo estudiado, y según el arbitrista Jiménez de Salt, la expulsión de los moriscos le hizo perder el 28% de sus habitantes; los estudiosos modernos suelen elevar esas cifras al 30-35%. En los años siguientes se dio un caso infrecuente: según el arbitrista, tras la expulsión el reino apenas recibió inmigrantes, y fueron los vecinos de las ciudades los que ocuparon el puesto que habían dejado libres los moriscos. En cualquier caso, el reino había experimentado un serio menoscabo, y en 1630 apenas tenía unos trescientos cincuenta mil habitantes. Sin embargo, fue el primero en beneficiarse de las innovaciones, y en 1640 ya tenía medio millón de habitantes, habiéndose recuperado por completo de los efectos de la expulsión. En los cuarenta años siguientes el ritmo de crecimiento se mantuvo en un 4%, aproximadamente, y en 1675 la población del reino superaba los dos millones. La capital pasó de ochenta mil habitantes de 1630 a los cuatrocientos cincuenta mil de 1675, tantos como tenía todo el reino antes de la expulsión de los moriscos. Además de Valencia, destacaban la comarca industrial de Sagunto, con cien mil habitantes, en la huerta valenciana había ciento cincuenta mil, sesenta mil en Alicante y cuarenta mil en Elche. Lo que pareció increíble a los coetáneos que, a pesar de tal expansión, no había estrecheces en el reino, entre la agricultura local, la pesca y las importaciones de cereal (principalmente de Egipto).

Algo parecido ocurrió en la Península. Desde el agro salió un enorme flujo de gentes que se dirigió hacia donde la nueva economía ofrecía trabajo. Fue, principalmente, en las ciudades costeras (incluyendo Sevilla, conectada con el mar por el Guadalquivir), y se debió a la industria (en Valencia y la costa cantábrica), al comercio, especialmente, tras la supresión del monopolio que tenían Sevilla y Cádiz, y a la agricultura especializada (como la vitivinícola en Oporto, Málaga, las Canarias o Jerez, y la cría caballar, también en Jerez). Como resultado, la costa española se llenó de grandes ciudades. Sin embargo, el centro de la Península, peor comunicado, no se benefició en la misma medida. Viejas ciudades como Valladolid, Burgos, Salamanca o Toledo apenas crecieron. Valladolid es claro ejemplo: tras perder población tras la vuelta de la Corte a Madrid, durante el periodo de estudio apenas consiguió recuperarse y en 1675 solo tenía veinticinco mil vecinos. Fue Madrid, la capital administrativa, la que más prosperó, pasando de ciento veinte mil vecinos a doscientos cincuenta mil, y no pudo hacerlo más por la dificultad de llevar suficientes alimentos; solo cuando el ferrocarril conectó la capital con la costa, ya en la Transformación, el crecimiento de Madrid se disparó. Con todo, incluso en el interior peninsular hubo ciudades que prosperaron, sobre todo en el valle del Guadalquivir (donde Córdoba, que había pasado de cincuenta mil vecinos en 1570 a solo tenía treinta mil en 1620, consiguió recuperarse y llegar a los sesenta mil) y del Ebro, donde Zaragoza duplicó su población, y la pequeña ciudad de Logroño pasó de diez mil habitantes en 1600 a treinta y dos mil en 1675, gracias a la exitosa exportación de vinos y de hortalizas.

Esta migración interna no solo se produjo hacia las grandes ciudades industriales y comerciales, sino hacia las localidades de su extrarradio, y hacia las cabeceras de comarca, que tenían papel no solo administrativo sino también comercial y, en pequeña escala, manufacturero (por ejemplo, en la producción de conservas vegetales). Muchas llegaron a ser más grandes que las capitales del siglo anterior: las más llamativas fueron los de Gijón, Mieres, Jerez, Elche y Sagunto, pero también pasó en localidades más pequeñas. Un ejemplo fue Barbastro, en Aragón, que tenía en 1675 once mil habitantes gracias no solo a la tradicional producción vitivinícola y de frutos secos, sino a haberse convertido en un centro productor de plantas medicinales.

También el resto del Imperio se vio afectado por los cambios sociales y por el proceso de urbanización. En Italia se reprodujo el proceso que había experimentado la Península, aunque con un retraso estimado en veinte años; a cambio, la fertilidad de sus suelos y la proximidad al mar favoreció el rápido desarrollo. Flandes ya había tenido una estructura urbana en el siglo anterior, pero la desastrosa rebelión y la pérdida del comercio ultramarino (con cuyos beneficios no solo se pagaban mercenarios, sino que se adquirían los alimentos que el pantanoso país apenas producía) sufrió un rápido declive, sobre todo en las antiguas provincias rebeldes: entre la capitulación de 1645 y el censo de 1675, habían perdido una tercera parte de su población, sobre todo por la emigración a estados protestantes, es decir, Inglaterra y el norte de Alemania. Esos holandeses anti españoles tuvieron un papel crucial en los sucesos que llevaron a la Guerra de Sucesión.

Por el contrario, las provincias sureñas de Flandes, que habían vuelto al catolicismo y gozaban de cierto grado de autogobierno, se incorporaron a la innovación, aunque más tardíamente que Italia. En esa región la urbanización no había sido tan marcada como en el norte, y apenas había cambiado en 1675; sin embargo, por entonces ya se había iniciado la explotación de los yacimientos de carbón de Valonia, que condujeron en los años siguientes a un rápido crecimiento.

Durante el Resurgir España completó la conquista de los puertos del norte de África ya iniciada por Carlos I. Ahora bien, eran puestos militares y, solo en segundo lugar, comerciales. Su población se mantuvo o incluso disminuyó por la salida, forzada o no, de musulmanes. Algo parecido ocurrió en Egipto, de donde salió un cuarto de millón de musulmanes, que solo fueron sustituidos en parte por inmigrantes europeos.

En las Indias, ya desde el primer momento de la Conquista la hispanización comenzó por las ciudades, tanto las antiguas, como Ciudad de México y, en menor medida, Cuzco, como las fundadas durante el siglo anterior: entre otras, Caracas, Bogotá, Lima, La Habana, Veracruz o Manila. Durante el Resurgir se fundaron otras que estaban llamadas a ser grandes urbes; sin que sea una lista exhaustiva, se podrían citar Villanueva del Río, Naiad y San Francisco en Norteamérica, Montevideo en el Río de la Plata, Ciudad del Cabo en Sudáfrica, Villa Real de Singapore en Malaca, o Nuevallanes en Tercera. Otras pasaron de ser simples puestos de avanzada a tener cierta importancia: fue el caso de Buenos Aires, también en el Río de la Plata. Estas nuevas ciudades tenían papel administrativo, pero también militar, al ser centros de resistencia frente a las revueltas indígenas y a las incursiones de otras potencias europeas. En las Indias la migración interna tuvo una dirección inversa a la que había en la Península: a los núcleos urbanos llegaban los inmigrantes europeos, allí se concentraban los criollos y los indios cristianos, y era por donde entraban los avances técnicos. Luego, de ellas salía un flujo migratorio y colonizador hacia el interior, donde se organizaban nuevas ciudades. De ahí que la repoblación en las Indias tuviera un carácter aun más urbano que la peninsular.

Con todo, en las Indias se retrasaron algunas de las innovaciones citadas en capítulos anteriores. Lo escaso y disperso de la población más las enormes distancias llevaron a que la producción fuera principalmente para el autoconsumo, y que hubiera poca especialización. Aun así, desde las grandes llanuras del Misisipí y del Mar del Plata se enviaban a Europa carnes curadas, cereal y algodón. El Caribe fue la fuente de azúcar de Europa, y Egipto, de cereal y de algodón. Con la especialización también llegó la industrialización, aunque fuera a menor escala. Factores cruciales fueron la llegada de centenares de miles de colonos, y el control de las plagas que tan grave menoscabo habían supuesto en esos territorios. Ya en la Transformación se crearían las primeras factorías de «industria pesada» (es decir, la relacionada con la siderurgia y la construcción en metal).

La urbanización en los territorios extrapeninsulares se favoreció por la llegada de emigrantes, ya que la migración interna no bastaba para absorber el exceso de población peninsular. Afortunadamente, y como más adelante se describirá con detenimiento, las Indias, que habían empezado a recuperarse del catastrófico siglo anterior, también acogieron a millones de inmigrantes: en la fase final del Resurgir fueron dos millones los que cruzaron el Atlántico. También hubo colonización a gran escala en la isla – continente de Tercera, a la que llegaron nada menos que tres cuartos de millón de refugiados quirisitanes. En ese territorio la colonización tuvo un carácter urbano aun más marcado, pues se partió desde asentamientos como Nueva Mahón, Nueva Santoña y, sobre todo, San Felipe de Nueva Llanes, la actual Nuevallanes, la capital de la Tercera España del otro lado del mundo.



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El teniente hervía por dentro. Entendía la importancia de la disciplina, y que él no era quién para discutir las órdenes, pero algunas no eran fáciles de tragar. Como las que había recibido de sumarse a la guarnición de Arsuf. Como si corriera peligro.

Barrau no entendía los temores del mando. La posición a la que había llegado parecía inexpugnable. Estaba en un promontorio junto al mar, donde descansaban los restos de un castillo, a saber si de romanos, moros o de cruzados. El conde había mandado mejorar la fortificación, que ahora estaba protegida por un laberinto de terraplenes, trincheras y caballos de Frisia. Había aprovechado las lluvias para rellenar un antiguo aljibe y, por lo que le parecía al teniente, parecía dispuesto a esperar allí hasta el día del Juicio Final. Mientras, parecía que a nadie le importara lo que quedaba del batallón. Insistió una y otra vez ante el capitán Martínez, al que le habían asignado, y este, que le daba la razón, lo hizo ante el coronel. Hasta que, con tanto dar la monserga, alguien debió pensar que allá él si tenía tantas ganas de tiros, y concedió a Barrau el permiso para reincorporarse al convoy de los cañones. Al menos, le iba a acompañar un equipo de sanitarios que se habían ofrecido voluntarios, así como un capellán que se presentó en cuanto supo que había muchos heridos. Incluso dejaron que se llevara alguna munición.

Partieron al anochecer. Como Barrau temía que los turcos hubieran descubierto las huellas de la anterior excursión, envió una patrulla por delante y situó escuchas en los barrancos. Precaución innecesaria, pues los otomanos parecían estar en la inopia. La sección llegó a medianoche a la playa donde estaba el puesto enemigo. De nuevo, la luz de la fogata delató a los vigilantes; sin embargo, esta vez estaban junto a la orilla, y el grupo tuvo que adentrarse en el ralo bosque. Cruzaron un riachuelo intentando no chapotear; al menos, que los del puesto hubieran preferido estar en la arena hacía que el oleaje les impidiera oír los pocos ruidos que los españoles hacían. Tras rodear a los guardias, los hombres de Barrau volvieron hacia el mar, buscando la protección de los acantilados. Sin embargo, cuando todavía no habían llegado a la playa escucharon forcejeos y, posteriormente, dos disparos seguidos de gemidos y luego de un gorgoteo apagado. Uno de los soldados que iban de avanzada volvió corriendo.

—Mi teniente, era un turco giñando. Ni lo hubiéramos notado si no llega a ser por las ventosidades que echaba. El cabrón llevaba preparada una pistola, menos mal que no le dio a nadie. El cabo le ha metido un tiro, pero al pichacortada no le daba la gana morirse y lo hemos tenido que degollar.

—Me da que esos tipos estaban al tanto. Algo debieron notar la noche pasada. Ahora se nos echarán encima.

Efectivamente, la luz de la fogata mostró que los turcos se estaban levantando.

—¡Acabad con ellos ahora que se les ve! ¡Fuego a discreción!

Los letales Mieres los fueron derribando uno a uno; al final, a un valiente se le ocurrió echar arena a la hoguera, heroicidad que pagó con sus sesos, pero permitiendo que los compañeros que aun vivían se refugiaran en las sombras. Ya sin mucho que ver, los españoles suspendieron el fuego.

—Cabo Martínez, usted nos cubrirá por detrás. Los demás, adelante a la carrera.

Mal que bien pasaron entre las rocas hasta bajar a la playa pedregosa. Se movieron lo más deprisa que pudieron; ahora ya no importaba dejar huellas. Por detrás sonaron unos pocos tiros, con el distintivo estampido de la pólvora rayo. Algo después, el cabo se reincorporó.

—Me pareció ver sombras. Aunque no sé si le dimos a nadie, me parece que les metimos el miedo en el cuerpo.

Los españoles siguieron, a veces al paso, a veces corriendo, sin encontrar más turcos, hasta que les dieron el alto en español: habían llegado a donde esperaban los restos del batallón. Ascendieron por las cuerdas y, una vez en la posición hispana, Barrau buscó al capitán Laínez.

—Mi capitán, vuelvo con algunos enfermeros.

—¿Nada más? ¿Grajal no manda refuerzos? ¿Ha dicho si tenemos que acercarnos nosotros?

—Ni una ni otra. El conde está inmovilizado en Arsuf, y llegar será imposible, que hay más paganos que pinos.

—Tampoco creo que podamos volver. Hemos visto caballería enemiga en el camino de Cesárea. Al menos, el tiempo ha mejorado. Esperaremos a que vuelva la Armada.


* * *

—A ustedes les salvó la Armada ¿No es así, Don Félix?

—Sí, menos mal que los marineros anduvieron al quite. Tuvieron la mala suerte de sufrir un aterrador temporal de Poniente que desarboló a la mitad de los barcos y que se llevó una corbeta y dos zabras. Recuerde que la marina de vapor de Atondo había tenido que volver al Atlántico para saldar cuentas con los bursieros, y en el Mediterráneo solo estaba la escuadra del almirante Abaria, fuerte en navíos y fragatas, pero pobretona en vapor. El almirante tuvo que barloventear como pudo hasta ponerse al abrigo en Chipre. El putañero Eolo, que tenía ganas de juerga, siguió soplando de Poniente y la escuadra se vio obligada a permanecer al ancla en Limasol. Ni ahí estuvieron a salvo, que la fragata Santa Herminia perdió las anclas y se fue contra la costa. Menos mal que el tiempo tampoco dejó que los turcos hicieran de las suyas, y que al almirante se le ocurrió enviar un despacho a Tarento pidiendo remolcadores.

—¿No decía se había llevado Atondo los barcos de guerra de vapor?

—Sí, pero quedaban los remolcadores que estaban ayudando a los barcos de suministros del Adriático. Solo había tres de suficiente porte, que se vinieron hacia Chipre remolcando cada uno un par de lanchas con carbón. Tuvieron que echarle huevos, enfrentándose con esos barquitos al viento y a las olas con la rémora de las barcazas, pero no perdieron ni una. Cuando llegaron, el almirante se atrevió a mandar una flotilla de tres fragatas pesadas que llegó a donde esperábamos. Habían pasado tres días desde mi regreso de Arsuf.

—Mucho tiempo para estar solos.



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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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El teniente encontró que poco se había hecho en el día y medio que había pasado fuera. Se habían levantado dos tiendas de campaña para resguardar a los heridos, a los que mal que bien se les prestaban algunos cuidados; sin embargo, flotaba el olor a podredumbre. Los sanitarios se pusieron a trabajar, aunque, por desgracia, para algunos heridos solo quedaba el consuelo de la morfina y el que pudiera prestarles el capellán. De los que tenían posibilidades de sobrevivir, demasiados iban a perder alguna extremidad. Además, a Barrau le desagradó ver que los cadáveres turcos atraían buitres carroñeros a pocos pasos de las posiciones españolas. Si se podían llamar posiciones, pues eran poco más que montones de piedras tras los que refugiarse. No mucho más allá, los árabes acechaban, y de vez en cuando volaban flechas o se escuchaban disparos.

—Capitán Laínez —consultó el teniente, tras buscarle—, si vamos a tener que esperar será mejor prepararse para lo que pueda pasar ¿Me autoriza a que levante algunas defensas?

—Como quiera, teniente —le contestó el desanimado oficial.

Aunque llevaba dos días en pie, mejor sería seguir despierto que dormir el sueño eterno. Buscó a los hombres que se habían quedado en la posición y los puso a cavar trincheras, y ante ellas parapetos con piedras y la tierra extraída. Delante se plantaron astillas en el suelo y se hicieron obstrucciones con las zarzas del ralo bosque cercano. También sugirió al capitán Gonzaga, cuya alma aun se aferraba a su roto cuerpo, que podrían hacer flechas de tierra para proteger a los obuses. El malherido asintió levemente, y Barrau fue con los artilleros para situar las piezas.

—¿Qué hace, teniente? —Preguntó Samaniego, el otro capitán que seguía de una pieza.

—El capitán Laínez me ha ordenado que mejore el perímetro.

—¿Para qué? Total, los árabes nos apiolarán mañana si no salimos por pies. Si usted ha conseguido llegar a Arsuf, podremos hacerlo todos.

—Mi capitán, mi marcha no ha pasado desapercibida y los turcos nos esperarán. Además, tendríamos que dejar atrás a los cañones y a los heridos.

—¿Qué importarán esos cañones? De los heridos, mejor sería ultimarlos. Total, si nos quedamos aquí, mañana estaremos como esas carroñas.

El teniente prefirió no responder y se encogió de hombros. Cuando se fue Samaniego, puso a los artilleros a trabajar hasta que le pareció que el campamento estaba mejor apañado, y entonces se fue a tumbar unas horas. Pocas, porque en seguida notó que le sacudían.

—Mi teniente, los árabes atacan.

Los estampidos de los disparos apenas tapaban el griterío ¿Tan cansado estaba que no le habían despertado? Hasta que el disparo de un cañón terminó de alertarle. Ahora bien, cuando llegó al perímetro, vio que los turcos se retiraban y que los españoles vitoreaban.

—¿Qué ha ocurrido, sargento?

—Que los árabes han intentado sorprendernos, pero ellos han sido los sorprendidos por las zarzas —repuso el sargento Ramírez— ¡Poco han aguantado los pichascortadas! ¡Buena es la metralla contra los sin Dios!

—Bien, bien. Siga así.

Barrau se volvió para su agujero. Pero aun no había conciliado el sueño cuando volvieron a llamarle.

—Mi teniente, esos malnacidos se han cargado al capitán Laínez cuando inspeccionaba la línea.

—Voy para allá ¿Dónde está el capitán Samaniego?

Encontró al oficial poco después, y a Barrau le pareció que se había dado por vencido. Como confirmó con sus palabras.

—Ahora Laínez, luego seremos nosotros, y después todos. Si esto sigue así nos van a despellejar. Sí, despellejar, como suena ¿Sabe de las salvajadas turcas? A Bragadino, el héroe veneciano que defendió Famagusta, le cortaron las orejas y la nariz antes de desollarlo vivo. Eso nos harán a nosotros si seguimos resistiendo.

—Mi capitán, no creo que esos salvajes respeten las capitulaciones. Sería mejor resistir.

—¿Resistir? ¿Con qué? Teniente, convoque a los oficiales que queden a consejo.

Justo acababa de decirlo cuando se escucharon gritos. Un grupo de turcos se acercaban enarbolando una bandera blanca.

—Teniente, parece que nos hayan oído. Es posible que nos ofrezcan condiciones ¡Ordenanza! Busque a los demás oficiales, deseo hablar con ellos.

Poco tardaron en llegar los pocos oficiales que quedaban. Reunidos los pocos que quedaban —Barrau, el teniente Losilla y tres alféreces— escucharon al capitán.

—Como sabrán, tenemos ante nuestras líneas a un enviado. Le voy a dejar pasar.

Ya que nadie parecía decidirse, Barrau se adelantó—: Mi capitán —intervino el teniente—, será mejor que no vean cuál es nuestra situación real ¿No sería mejor que nos reuniéramos con ellos a mitad camino? Así, en lugar de negociar con un zaparrastroso, podríamos hacerlo con su general.

—Buena idea, Barrau.

Los presentes empezaron a rumorear, pero Samaniego les interrumpió—. Señores, no tenemos más opciones ¿Alguno de los aquí presentes cree posible la resistencia? No somos ni doscientos los sanos, y los turcos nos superan diez a uno. Si no capitulamos ¿Qué lograremos? Mataremos a unos cuantos moros que no serán ni una gota en el océano de gentes que tienen. No, señores, la resistencia es imposible.

Mal que bien, los presentes asintieron, pero Barrau volvió a interrumpir—: Mi capitán, una cuestión. Si queremos obtener buenas condiciones, será mejor que acuda una delegación nutrida, para que así piensen que somos más ¿Le importará que le acompañe y que vengan también dos alféreces?

—Tiene la tarde inspirada, teniente. Rojas, Zapata, ustedes vendrán con nosotros.

Los dos pusieron mala cara. Si salían con bien de esta, no quedaría muy bien que en sus hojas de servicio pusiera que habían negociado una capitulación. Barrau, sin embargo, parecía aliviado. Gritaron a los turcos que en una hora saldrían a parlamentar. El teniente aprovechó el tiempo para alistar a los hombres, por si era una añagaza, y para informar al pobre Gonzaga. Cuando pasó el plazo las dos delegaciones se movieron entre los despojos y los buitres, españoles por un lado y turcos por el otro.

—Siñor hispanos, pachá Mustafá ofrece condiciones —farfulló el renegado que actuaba como traductor, aludiendo a un jefe otomano encasquetado con un turbante recargado.

—Pregúntele cuáles son —repuso Samaniego.

El traductor contestó tras hablar con su jefe.

—Las condiciones serán respetar vidas si entregar armas.

Samaniego fue a contestar, pero Barrau se adelantó—. Mi capitán, permítale que le pregunte una cosa al renegado —sugirió, aunque sin quitarle los ojos al del turbante.

—¿Otra vez interrumpiéndome? ¿No ve que molesta al turco? Y no le mire tan fijamente, que ya sabe que es descortesía entre los otomanos.

—Disculpe, mi capitán, es que no conozco la etiqueta de los pichas cortadas —replicó el teniente, que recordaba lo que le había contado el copto Antonios.

—No los insulte, que igual entienden más de lo que parece y no hemos venido a enfadarles.

—Le pido de nuevo disculpas, mi capitán, es por los nervios. Lamento haberle molestado, pero es que se trata de un detalle que me preocupa.

—Pues hable, pero no pierda el tiempo.

—No pienso hacerlo —musitó el teniente—. ¡Oiga! —Gritó al turco, dirigiéndose no al traductor, sino al jefe— ¡No ha dicho nada de los heridos que necesiten cuidados!

El otomano puso mala cara que empeoró al escuchar la traducción. Ladró más que respondió, y el renegado repuso en mal español.

—Siñor teniente, pachá Mustafá no gustar descarados y preguntar dónde tener educación.

—Pachá Mustafá —contestó Barrau antes que Samaniego le interrumpiera, dirigiéndose de nuevo al que parecía mandar—, a mí me preocupan más los heridos que las falsas cortesías.

De nuevo hubo un intercambio que fue más de reniegos que palabras, y el traductor dio la respuesta—: No preocupar, nosotros turcos encargar.

Samaniego también estaba más que harto y fue a interrumpir a Barrau, pero vio que el teniente se llevaba con disimulo la mano al tirogiro. Vaciló un momento, que fue todo lo que el teniente necesitó.

—Menos mal. Si ustedes van a cuidar a sus heridos ya no tendremos que preocuparnos nosotros. Que leches, estamos de acuerdo con las condiciones, aunque queda el asunto de la comida. No sé si tendremos suficiente.

—¿Comida? —Contestó, extrañado, el renegado— ¿Qué decir de comida? Nosotros tener mucha.

—Es un alivio. Creía que no íbamos a poder dar de comer a tanta gente. Dígale a su jefe que aceptamos. Él puede ser el primero. Que venga, que entregue su sable, y nosotros le garantizamos su vida.

Tanto el capitán como el traductor le miraron como a un loco, pero Barrau siguió.

—Señor renegado, será mejor que vayamos abreviando, que no tenemos todo el día. Dígale al pachá ese de los cojo*** que aceptamos su rendición. Que entregue el sable de una vez si quiere conservar la piel.

Samaniego fue a interrumpirle, pero se adelantó el turco—. Sucio perro, ser tú quien rendir —gritó a Barrau.

—¿Rendirme? ¿Me lo dice un marrano traidor, lacayo de un pachá que no sabe dónde tiene el cul*? ¿El perro de los adoradores de cerdos? ¡Los españoles no se rinden, se rinden los demás! No se entretenga, y dígale al pachá ese que los españoles no son como él, que ofrece su culito tierno al cabronazo del sultán. Que se entregue de una vez o le meteré el sable por el ojete hasta la empuñadura.

Samaniego, horrorizado, quiso adelantarse, mientras el traductor seguía profiriendo improperios. Algo debó entender el pachá porque se puso rojo como un tomate e hizo ademán de empuñar su sable. Al momento, dos flechazos atravesaron al capitán, otro arrancó la oreja a Rojas, y Barrau escuchó que algo silbaba junto a la suya. No se lo pensó: desenfundó y disparó tres veces al pachá, y luego al traductor. Los tiradores españoles, al ver que habían matado al capitán, también se unieron y los delegados turcos cayeron como guiñapos.

Mientras, el teniente fue a ver cómo estaba Samaniego, pero con dos flechas en el pecho había dejado de respirar. El teniente se levantó y ordenó salir corriendo—. Me parece que es el momento de salir por pies o esos cabrones nos apiolarán, que los veo cabreadillos— sugirió Barrau a los alféreces.


* * *


—La verdad es tras el ataque turco habíamos quedado en pelota picada. Al menos, no faltaban municiones, que llevábamos las que hubiera precisado un tercio, y sobraban para nosotros. Los cuatro obuses también eran un alivio. Recuerde que cuando lo de Naralauja el Ejército aun no disponía de cañones ametralladores, y lo más parecido que había a eso eran los cañones disparando metralla. Los obuses del doce del convoy eran ideales, ya que se cargaban casi tan deprisa como los cañones de montaña del ocho…

—Esos cañoncitos sí que parecían ametralladoras —me permití interrumpir a Don Félix.

—Pues los obuses del doce, aunque no tiraban tan rápido, disparaban unas bombas que tenían efectos no demasiado saludables sobre las carnes moras. Ahora bien, éramos pocos, estábamos en una posición de circunstancias, y turcos había para dar y sobrar.

—Según el general Sampedro, ustedes fueron atacados por tres mil, entre otomanos y árabes.

—No lo sé. No me puse a contar los cuerpos —rio el veterano guerrero—. Lo que sí sé es que esos tres mil, o cuantos fueran, aprendieron lo que podían hacer las armas españolas.

—Don Félix, si no le importuna, quisiera que me aclarase si es cierto lo que se dijo. Corrió el rumor de que los turcos ofrecieron parlamento, y que usted les respondió que estaba dispuesto a aceptar su rendición.

El viejo soldado esbozó una media sonrisa—. Dudo que haya leído nada de eso.

—Perdone que insista. Sampedro no lo dice en su libro, pero tuve el honor de entrevistar al general, y me avisó que hubo cosas que prefirió dejar en el tintero. Una debió ser esa que me ha contado antes del coronel siciliano.

—Pues si no ocurrió, no ocurrió. Baste con ello.



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Sexta escena

Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.

Nobles, infanzones, ricoshombres y villanos

El aumento de la población no significó que la España de 1680 fuera como la de 1630, pero dos veces más grande. También había cambiado la composición de la sociedad.

En 1630, la propiedad de la tierra era el fundamento de la estructura social, y estaba principalmente en manos de la nobleza y de la Iglesia. Había diferencias que se heredaban de la Reconquista: en la mitad norte de la Península los estados nobiliarios coexistían con pequeñas explotaciones en manos de infanzones y ricoshombres locales. Por el contrario, en Andalucía dominaban los grandes señoríos, posesión de unas pocas grandes casas que, además, no residían allí. Las Órdenes Militares también controlaban extensos territorios y, sobre todo, la Iglesia iba acumulándolos gracias a las donaciones. En conjunto, tres cuartas partes de quienes se dedicaban a las labores agrícolas lo hacían en tierras ajenas.

El despegue industrial y económico lo trastocó todo. De repente, un grupo relativamente pequeño de empresarios, liderado por Don Pedro Llopís, Marqués del Puerto, empezó a conseguir unos beneficios inimaginables. Mientras que era habitual que la alta nobleza tuviera que vender algunas parcelas para mantener su nivel de vida, los valencianos lograban provechos que superaban el 20% anual. Nótese que estos nuevos ricos no eran de alta alcurnia. Según el clásico estudio de Don Ursicino Antolín Herrera, ninguno procedía de la alta nobleza, apenas uno de cada tres era infanzón, y no pocos tenían origen dudoso. Empezando por el Marqués del Puerto, al parecer hijo natural de un veterano de los Tercios (se ha llegado a decir que los documentos que lo acreditaban eran falsificaciones; es significativo que hayan desaparecido de los archivos, a pesar de que varios coetáneos afirmaron haberlos leído) y siguiendo con Don Antonio Chapí, del que ahora se sabe que fue un siervo fugado.

Pareciera que, con tales orígenes, el grupo de los valencianos hubiera debido enfrentarse con la nobleza, pero ocurrió justamente lo contrario. Con una sabia política, Don Pedro Llopís ofreció a la aristocracia la participación en los pingües beneficios que proporcionaba la industria y el comercio. Obviamente, la oferta no fue desinteresada: así ganaron los valencianos poderosos aliados y, además, accedieron ellos mismos a la nobleza, con las ventajas judiciales y fiscales que conllevaba. También la aristocracia se benefició al lograr los fondos que desesperadamente necesitaba, pues sus estados producían cada vez menos, y se veían asfixiados por la presión impositiva de la Monarquía, necesitada de cada vez más dineros para sus guerras europeas. Con las escasas rentas de la tierra les hubiera sido imposible mantener el lujo y boato con el que vivían.

Ahora bien, para poder invertir, necesitaban conseguir dinero, y la manera más sencilla fue enajenar parte de sus posesiones. Incluso quienes no invertían, se vieron forzados a vender haciendas para calmar el ansia impositiva real. Salieron a la venta enormes extensiones. Algunas fueron adquiridas por los nuevos ricos, pero en su mayoría acabaron en manos de prohombres locales. Hubo quien consiguió hacerse con haciendas que rivalizaban con las de las grandes casas: el cordobés Don Pedro Jacinto de Angulo adquirió nada menos que ochenta mil hectáreas, dos terceras partes en Sierra Morena. Entre los compradores hubo infanzones (es decir, pertenecientes a la baja nobleza) y, sobre todo, campesinos emprendedores, que controlaban directamente sus parcelas y obtenían mayores provechos. Los vendedores fueron nobles en su mayoría; la importancia de las transacciones fue tal que en esos años las grandes familias vendieron una tercera parte de sus tierras. Las que se habían unido a los modernistas conservaron extensas posesiones, pero su fortuna ya no vino de la mano de las magras rentas agrícolas, sino de las industriales y comerciales.

Las Órdenes Militares tenían un enorme patrimonio, especialmente el sur de España. Organizadas para la lucha contra los enemigos dela Cristiandad, su participación en la Reconquista les llevó a hacerse con grandes extensiones, que dividían en «partidas». Ahora bien, durante la Baja Edad Media la monarquía consiguió hacerse con el control de las Órdenes. Durante los reinados de Carlos I y Felipe II se obtuvieron bulas papales que autorizaron a que la propiedad de determinadas partidas se traspasara a los reyes, que posteriormente las vendieron a particulares; afectó a una sexta parte de las partidas, aproximadamente. Durante el reinado de Felipe III y la primera fase del de Felipe IV se abandonó esa política desmembradora. Sin embargo, en 1765 se reanudaron las ventas, ya no por necesidad económica, sino con la intención de regularizar la situación de los arrendatarios. Es notable que, contrariamente a lo ocurrido con las tierras señoriales, esta vez los compradores no fueron terratenientes ni adinerados, sino las familias y los concejos que las trabajaban. La Corona ofreció a los adquirientes préstamos a muy bajo interés (entre el 1% y el 3% anual), ya que la intención no era conseguir fondos que ya no eran necesarios, sino intentar estabilizar la población de esas regiones. Con todo, hubo abusos, sobre todo por parte de los concejos, como en este mismo capítulo se verá.

La renovación afectó en menor grado a los estados eclesiales. La Iglesia no vendía, sino que atesoraba o, a lo sumo, intercambiaba, y no todos los clérigos tenían interés en la mejora de sus predios. Al menos, la alianza del estamento clerical con los modernistas (de nuevo, ejemplo de la gran intuición política de los «valencianos») llevó a que buena parte de esas tierras fueran arrendadas en condiciones ventajosas; los arrendatarios fueron mayoritariamente los que allí trabajaban. Posteriormente, durante la Transformación, se daría seguridad jurídica a esos aparceros. Por otra parte, y como se verá, la Iglesia adquirió un papel de gran importancia en la protección de los desfavorecidos.

En todos estos cambios también hubo perdedores. La mayor parte de los grandes propietarios imitaron las medidas que tomaba la Iglesia, pero no todos: se resistió a participar la facción tradicionalista, opuesta a los modernistas, a los que llamaban «ricachos de mala sangre» o, simplemente, «malasangres», cuando no los acusaban de ser moriscos o marranos. Aun así, esos nobles renuentes tuvieron que liquidar algunas de sus posesiones, pero se aferraron al resto, pretendiendo mantener antiguos usos más o menos leoninos. Para su desgracia, sus estados se empobrecieron y fueron abandonados por los siervos, sobre todo tras las sucesivas sentencias que afectaron a la jurisdicción señorial. El resultado fue que prosperaba el que se unía a los modernistas, y se arruinaba el que se les oponía. Las filas de los retrógrados se despoblaron, pero quedaron los más recalcitrantes, contra los que la Monarquía prefería no actuar por no querer trastocar la idea clásica de la sociedad.

Los infanzones supusieron un caso particular. Pertenecían a la baja nobleza y no pocos descendían de familias de labradores. Sin embargo, tras su salto a la aristocracia desdeñaban las labores manuales e incluso evitaban supervisar a sus siervos. El ejemplo clásico, un tanto esperpéntico, está en la novela Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Estos infanzones, a menor escala, se encontraron en la misma tesitura que la alta aristocracia: podían ceder, vendiendo o arrendando sus haciendas para invertir, o empobrecerse. En todo caso, tomaran uno u otro camino, se encontraron con que sus antiguos siervos, los que había adquirido las tierras a la venta, tenían mayor fortuna y, por consiguiente, más poder político. La estrategia habitual para mantener su nivel fue emparentar, uniendo antiguos escudos con nuevas riquezas. Otros buscaron fortuna en las armas o en la Corte, pero no faltaron los que prefirieron rumiar su resentimiento.

Los más desafortunados pertenecían al pueblo llano. Los cambios en la propiedad afectaron a las malas tierras de las que vivían: baldíos que fueron adehesados, o tierras comunales adquiridas por señores o por adinerados. En este enajenamiento tuvo papel protagonista el poder concejil. Los concejos, que habían nacido como asambleas de vecinos libres, habían sufrido el proceso de feudalización que afectaba a toda Europa, y en el siglo XVI estaban controlados por señores y, cada vez más, por los «nuevos ricos», fueran comerciantes, industriales o labradores adinerados. En demasiadas ocasiones pretendieron redondear sus posesiones adquiriendo o usurpando las tierras municipales, bien con intención de apropiárselas, bien para venderlas y conseguir los fondos que necesitaban. La enajenación de esas tierras comunales, sumada a la incorporación de la maquinaria agrícola y al aumento de la población, llevaron a que se disparara el número de marginados. Como ya se ha explicado, fueron mayoría los que migraron a regiones más prometedoras, pero los que quedaron se hundieron en la miseria y se convirtieron en semilla de bandoleros. El problema amenazaba ser tan grave que una de las primeras medidas del Marqués de Lazán en su ministerio fue ordenar que se investigaran esos cambios fraudulentos de propiedad. Se apremió a los culpables a que los devolvieran a cambio del perdón y una pequeña compensación, y aquellos que no lo hicieron fueron encausados. Con todo, estas medidas se tomaron ya durante la Transformación. En el ínterin, fue la Iglesia la que ofreció arrendamientos por mínimas cantidades a los desfavorecidos. Debe tenerse en cuenta que, por entonces, las donaciones de las grandes fortunas modernistas tenían más importancia para la Iglesia que los pequeños alquileres, permitiendo que una sucesión de clérigos progresistas se apiadase de los miserables.

Aun con el problema que supuso la marginación de un pequeño sector, el cambio de la propiedad de la tierra, bien mediante adquisiciones directas, bien por arrendamientos a muy largo plazo, conllevó la mejora de la situación económica en el medio rural, como puso de manifiesto la multiplicación de la cabaña mular (los animales preferidos por los labradores), las ventas de las primeras máquinas agrícolas (todavía movidas por la fuerza humana o la animal), y la proliferación de pequeños talleres que daban servicio a esa economía. Otra muestra fue la urbanización de las pequeñas localidades: los nuevos ricos, deseosos de conseguir reconocimiento, poder local y, también, queriendo superar a los infanzones, contribuyeron a la renovación arquitectónica. En 1680 no era raro encontrar pequeñas aldeas con calles pavimentadas, agua corriente e incluso alcantarillado.

No solo hubo marginación en el agro. También las ciudades quedaron trastocadas. Clásicamente, habían sido los núcleos de población donde se concentraban los comerciantes y artesanos, y donde también vivían nobles, funcionarios, y una masa de servidores. El desarrollo atrajo mareas de gentes a los núcleos urbanos, pero no siempre encontraban acomodo u ocupación. Además, la desaparición de las aduanas internas y la pérdida de los privilegios gremiales llevó a que los artesanos, que antes vivían más o menos holgadamente de su trabajo, ahora se enfrentasen a la competencia de las industrias. Algunos oficios, como los controlados por el gremio de pañeros, desaparecieron casi por completo. Se necesitaron otras especialidades: por ejemplo, el número de relojeros de la ciudad de Valencia se multiplicó por veinte. Sin embargo, esos oficios fueron detentados, en su mayoría, por nuevos vecinos, y no por los artesanos que habían quedado sin ocupación. Como ocurrió en el campo, fue la Iglesia la que intentó ayudar a esos desfavorecidos; sin embargo, bastantes se unieron a la población marginal presente siempre en las ciudades.

En las ciudades ocurrió como en pueblos y aldeas, aunque en mayor proporción. Además de las obras municipales, los que aspiraban a conseguir algún tipo de poder rivalizaban en el embellecimiento de sus localidades, empleando los fondos que durante el siglo anterior se hubieran destinado a edificios religiosos. Aun así, y como ya se ha explicado, prosiguió la edificación y la reconstrucción de templos, así como la fundación de conventos. Ahora bien, los ricos habían encontrado otra manera de invertir.



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