El Príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, despedirá el próximo miércoles al Príncipe de Asturias (R-11), el portaaviones que durante 25 años ha ostentado con orgullo la bandera de buque insignia de la Armada española. El barco zarpará de Rota (Cádiz) para emprender su travesía más triste: recorrerá en unas 44 horas más de 700 millas (1.300 kilómetros) hasta el arsenal de Ferrol (A Coruña), donde será inmovilizado y desarmado, primero, y vendido luego en subasta al mejor postor.
La jubilación le ha llegado al Príncipe de Asturias con carácter anticipado. Su antecesor, el Dédalo, estuvo operativo durante 45 años (contando con su primera vida en la Navy como USS Cabot), pero el único portaaviones que tiene España está obsoleto y resulta muy caro mantenerlo: 30 millones de euros al año.
En 2005 debía haberse sometido a una profunda modernización, que hubiese alargado su vida operativa, pero la falta de fondos obligó a aparcar las obras y eso le condenó a ir languideciendo poco a poco.
Desde julio pasado, el Príncipe de Asturias está en situación de baja disponibilidad, lo que supone que necesitaría 12 meses para recuperar su plena capacidad y solo realiza cortas salidas al mar para mantener a su tripulación adiestrada.
Durante el verano se hizo un exhaustivo inventario de todo lo que hay a bordo y en qué estado se encuentra. Ha sido una tarea ingente, pues el catálogo abarca más de 17.000 elementos diferentes y el stock de repuestos supera los 66.000.
Todo en el Príncipe de Asturias tiene dimensiones colosales: su altura equivale a un edificio de 12 pisos y su eslora, 195 metros, a dos manzanas de casas. En su cubierta (5.000 metros cuadrados) podría jugarse un partido de fútbol. Se trata de una pequeña ciudad de 596 habitantes con 650 habitaciones, hospital, planta desaladora, talleres, gimnasio, capilla y, por supuesto, aeropuerto.
Su alcalde es el capitán de navío Alfredo Rodríguez Fariñas (Ferrol, 1958), quien reconoce que le produce un sabor agridulce comandar el buque en su última singladura. Atrás quedan su participación en la primera guerra del Golfo (1991), cuando patrulló el Mediterráneo con la OTAN, o en el conflicto de los Balcanes (1994), que le llevó a navegar en el Adriático. Estuvo en la conmemoración de la batalla de Trafalgar, frente a Cádiz, y —lo cortés no quita lo valiente— en la Revista Naval presidida en Portsmouth por la reina Isabel II. Nunca entró en combate, pero su utilidad era precisamente esa: estar siempre disponible. Por si acaso.
Deconstruir un buque es mucho menos gratificante que construirlo, pero casi tan arduo. Ya se han desmontado algunos equipos, como los cañones Meroka, que se aprovecharán para las fragatas de la clase Santa María, de la misma generación, o las aeronaves y embarcaciones menores. La tripulación que navegará hasta Ferrol será de solo 213 marineros y los depósitos cargarán dos toneladas de diésel, un 40% de su capacidad.
Todavía queda por delante una dura tarea de desmontaje y desarme que se acometerá hasta mediados de marzo en Ferrol. Solo entonces volverá la tripulación a Rota y quedará un retén de 15 o 20 marineros para custodiar el buque.
El traslado del portaaviones a Galicia ha provocado indignación en Cádiz, donde cualquier carga de trabajo se espera como agua de mayo en unos astilleros ayunos de pedidos. La Armada se limita a señalar que Ferrol “era el lugar idóneo por la disponibilidad del muelle, la capacidad de desmilitarización y la disminución de costes”. El capitán de navío Rodríguez recuerda que el buque no puede atracar en el arsenal gaditano, porque no tiene calado suficiente.
Según la hoja de ruta de la Jefatura de Apoyo Logístico de la Armada, a finales de junio está previsto pasar a la fase de “valoración y subasta” de todo aquello que no le sea útil. Empezando por el propio Príncipe de Asturias. O lo que quede de él.
Y lo que quedará son 11.680 toneladas de chatarra: sobre todo acero de diferente espesor, pero también aluminio y miles de kilómetros de cable, entre otros materiales.
La Armada hundió en el fondo del mar, utilizándolas como blanco para ejercicios de tiro, algunas viejas fragatas y destructores, pero los propios mandos reconocen que la sensibilidad hacia el medio ambiente lo hace ahora impensable. Tampoco parece fácil que una entidad privada se lo quede para convertirlo en museo flotante: el buque escuela Galatea, de mantenimiento mucho más económico, se pudría en aguas del Guadalquivir hasta que lo rescató su ciudad de origen (Glasgow).
Su destino más probable es el desguace y, aun así, su comprador deberá pensárselo dos veces. La legislación europea impone severos controles en el tratamiento de materiales contaminantes y Francia casi se enfrenta a un conflicto diplomático con India cuando, en 2006, envió a dicho país al portaaviones Clemenceau para que fuera desguazado.
El capitán de navío Rodríguez asegura, en todo caso, que la Armada se quedará con el elemento más valioso del portaaviones: su tripulación. Y también el 100% de los pertrechos y casi el 80% de los equipos. Muchos de ellos acabarán en el Juan Carlos I, el sucesor del Príncipe de Asturias como buque insignia de la Armada. Un barco de proyección estratégica que puede operar aviones, pero que no es un portaaviones. Como un aeródromo tampoco es un aeropuerto.
Se construyó pensando en que sustituyera al Príncipe de Asturias temporalmente, cuando este estuviera en dique seco por mantenimiento. La crisis ha obligado a cambiar de planes.
http://politica.elpais.com/politica/201 ... 71866.html
Una pena que acabe asi....