Al poco tiempo de llegar a Chile, Quevedo comenzó a organizar secretamente un grupo de rebeldes bolivianos decididos a dar un golpe al Gobierno de Morales, con la intención de reponer al entonces moribundo Melgarejo o a un Gobierno afín. Encontró otro fervoroso aliado en la oscura persona del boliviano Mariano Donato Muñoz, el ex Secretario Universal del caudillo derrocado, ahora exiliado en Chile al igual que Quevedo. La asonada pretendían darla en Mejillones o Cobija, suponiendo que esta aventura iba a provocar un alzamiento generalizado del pueblo boliviano.
Pero esta intentona no prosperó. Quevedo y Muñoz no supieron ser suficientemente discretos entre sus paisanos y la noticia llegó a la Cancillería de Bolivia, en agosto de 1871, motivando una advertencia de parte del ministro Bustillo a Chile. Inmediatamente, las autoridades chilenas desbarataron cualquier indicio siquiera de la tentativa revolucionaria, antes de terminado el mes.
Quevedo no se rindió y con gran meticulosidad, organizó una segunda expedición que debía salir desde Valparaíso en noviembre siguiente. Para infortunio del revolucionario, Bustillo también anticipó esta nueva intentona y pidió a Chile una investigación destinada a frenarla. Siguiendo los datos entregados por el Ministro altiplánico, el 18 de noviembre, el Intendente Francisco Echaurren Huidobro y sus hombres descubren dentro del vapor "Tomé", al mando del capitán Mac Iver, más de 100 ex soldados bolivianos armados con 40 rifles y varias municiones, que iban con destino a Antofagasta haciéndose pasar por pasajeros. Todos fueron pasados al tribunal y el vapor fue retenido.
Pero la obstinación de Quevedo no cesó. En julio de 1872, tenía lista otra expedición a la espera de la orden de salida. Los agentes bolivianos se enteraron del plan e informaron al Cónsul del Perú y viceprefecto de Cobija, S. Salmon, quien oficiaba también como encargado consular de Bolivia y se hallaba en Valparaíso. La noticia llegó a la autoridades de Cobija.
El día 31 de julio, Salmon daba aviso de una nueva intentona de los melgarejistas, esta vez a bordo de la nave "Paquete de los Vilos". Esto motivó a las autoridades chilenas a abordar la nave pretendiendo encontrar a los revolucionarios, pero dos fracasos consecutivos habían enseñado a Quevedo a tomar precauciones. No se encontró nada sospechoso entre los 20 pasajeros de primera, segunda y cubierta, totalmente desarmados. La Intendencia de Valparaíso notificó a Salmon de los resultados de la inspección, hecha por el entonces gobernador marítimo Patricio Lynch en altas horas nocturnas, y ofreció detener formalmente la nave para que designara un delegado responsable en el caso. Esta acción era formalmente necesaria para poder detener la nave sin tener pruebas de lo que se conjeturaba sobre su carga. Mas se consideró prescindible cuando el representante se negó a tal posibilidad, declarando por nota que estaba "satisfecho de lo obrado".
Lamentablemente, nadie sabía que Quevedo y Muñoz iban cuidadosamente escondidos dentro de la nave y que el grueso de sus hombres aparentemente no iban a salir sólo desde Valparaíso, sino también desde Los Vilos, en otra embarcación. Todos desembarcaron de las naves "Paquete de los Vilos" y "María Luisa" en Antofagasta, en agosto de 1872. Sumaban un número aproximado de 48 hombres, reducida cantidad que bastó para tomar pacíficamente la ciudad, para entonces siendo aún un pequeño puerto.
Por todos los puntos de vista, la aventura de Quevedo era una ilusión disparatada, fuera de toda posibilidad de éxito y alimentada únicamente por en entusiasmo más que por fundamentos reales. Al salir un destacamento boliviano desde Cobija, como respuesta, Quevedo y sus simpatizantes debieron huir como la aves al tronar de un disparo. Refugiándose dentro de los remolcadores "Morro" y "López Gama", en su escape chocaron entre sí y casi se hunden, por lo que escaparon hasta la nave chilena "Esmeralda", que se encontraba en la caleta. Su capitán A. Lynch ordenó de inmediato la detención de los rebeldes, culminando así la delirante experiencia. Todas sus armas fueron requisadas.
A pesar de toda la buena voluntad manifestada por Chile para detener los alzados; a pesar de haber aguado las dos primeras intentonas y tratar de frenar la tercera; a pesar de la oportunidad que se le dio al Ministro Salmon para involucrarse en la inspección; a pesar de la detención de Quevedo por los propios chilenos; a pesar de que las armas con que fueron derrotados los alzados habían sido enviadas desde Valparaíso; y a pesar de todas las muestras del Gobierno de Chile demostrando estar completamente ajeno a la asonada, los representantes peruano y boliviano se apresuraron a sacar dividendos políticos culpando inmediatamente a Chile de haber fraguado la intentona, convicción ridícula y patriotera que aún se mantiene en nuestros días en la historiografía oficial de ambos países.
Hemos visto que, desde la designación del ministro Bustillo como representante altiplánico, Bolivia sólo buscaba reformular las bases del Tratado de 1866. Chile tomó precauciones enviando hasta allá a don Santiago Lindsay, en mayo de 1872. Por esto, tan pronto se supo de lo sucedido en Antofagasta, el ministro altiplánico Bustillo sacó total partido al hecho en favor de su interés que ya hemos tratado, para producir una situación de eventual quiebre que forzara a Chile a renunciar a la repartición de ganancias establecida en 1866, nuevamente en favor de la paz y de la mantención de las relaciones. Si las condiciones ofrecidas por Chile no se daban, Bolivia se acogía a la autorización a declarar la guerra que tenía promulgada desde 1863 y junto a la cual había intentado obtener una Alianza con el Perú, que no prosperó entonces.
Es este escenario, la cantinflada de Quevedo caía como anillo al dedo al interés no sólo de Bolivia, sino también del Perú, pues una declaración de guerra boliviana a Chile significaría otra postergación de la construcción de los blindados por parte de los astilleros ingleses, obligados a acatar las reglas de neutralidad y dejando a los chilenos fuera de capacidad de respuesta ante las aspiraciones peruanas para recuperar su predominio militar y comercial en el océano, con miras al desplazamiento del capital chileno en la industria salitrera. Con este objeto, el agresivo Ministro boliviano en Chile dirigió a la Cancillería un violento oficio donde ruge:
"Entretanto, los inmediatos promotores y encubridores de crimen están acá, bajo la alta jurisdicción del gobierno de Chile. La conciencia pública señala con el dedo el tráfico infame y sangriento que movió su codicia a perturbar y armar en guerra contra Bolivia al jefe del bando que la misma diplomacia chilena acaba de execrar ante el mundo con documentos irrefregables".
Ibáñez se limitó a contestar calmadamente a Bustillo, recordándole la larga lista de precauciones y medidas preventivas que el Gobierno de Chile había tomado tras cada una de las notas de advertencia enviadas por los representantes bolivianos.
Por su parte, en nota del 10 de agosto, el apacible Intendente Echaurren intentaba llamar a la cordura al representante altiplánico recordándole:
"Habría bastado entonces una palabra del Señor Cónsul Salmon, encargado por Ud. del vice-consulado de Bolivia, para haber detenido oficialmente ese buque como se lo ofrecí en presencia del gobernador marítimo, yendo yo personalmente con ese último a su casa; pero Ud. comprenderá que sin una nota oficial no podía detener un buque despachado para Coquimbo que había sido registrado y examinado por el gobernador marítimo, no encontrándose en él vestigio alguno que demostrase la presencia de gente, armas y municiones que según se tiene noticia, habrían marchado con anterioridad por un buque a vela".
Pero Bustillo carecía del altruismo y de la mesura del Intendente. No contento con emitir tan graves e infundadas acusaciones en un extenso "informe" -donde abundaban pasajes extravagantes y literarios dignos de una novela policial, pero no se veía cerca ninguna prueba-, arremetió en otra nota contra el propio Echaurren, el mismo que tan buena voluntad puso en intentar detener las conspiraciones y actuar en cada uno de los avisos dados por el propio Bustillo. Ante tales infamias, el Gobierno de Chile exigió al Ministro retirar sus expresiones ofensivas. Bustillo se limitó a devolver la nota sin abrirla. Acto seguido, se cortaban las relaciones diplomáticas entre ambos países. El 25 de agosto, Ibáñez le enviaba una última nota:
"Tal conducta de parte de US. hace ya imposible toda relación entre US. y mi gobierno, pues la devolución de mi nota importa la ruptura, hecha deliberadamente por US., de las relaciones que hasta ahora me he esforzado en cultivar con esmerada solicitud".
A pesar de que una verdadera avalancha de críticas cayó sobre el ministro boliviano en su propio país por su precipitación -pues muchos advirtieron el plan beligerante representado por Bustillo-, hoy en día sus compatriotas ponen como ejemplo de firmeza el haber roto las relaciones con Chile producto de meras especulaciones y desvaríos inverificables. La verdad, sin embargo, es que en Lima el ministro Riva Agüero y el representante boliviano, Juan de la Cruz Benavente, confesaron que las conjeturas de Bustillo para acusar a los chilenos eran en realidad "indemostrables". Esto jamás es mencionado entre autores bolivianos.
Por su parte, las autoridades peruanas -ni cortas ni perezosas-, tampoco dejaron pasar la oportunidad a nivel diplomático para intentar complicar más aún la situación entre Chile y Bolivia. Enviaron de inmediato al "Huáscar" y al "Chalaco" para hacer alardes de audacia con su súbita presencia frente a Antofagasta y emitieron un insólito oficio desde su Cancillería, enviado al representante chileno, el 20 de noviembre, donde Torre Tagle declaraba con todo descaro -y en tono de amenaza- su interés por consolidar una alianza con Bolivia buscando excusa en el incidente de Quevedo (los destacados son nuestros):
"Si estas presunciones se realizaran, el Perú no podría permanecer espectador indiferente y se vería obligado a sostener a Bolivia en guarda de intereses que nos serían comunes, pues no podríamos permitir que Chile rompiendo el equilibrio americano, se hiciera dueño de un litoral que no le pertenece. El Perú ofrecería en el acto su mediación y en caso que no fuere aceptada por Chile y se pretendiese por éste seguir ocupando aquel litoral, la consecuencia inevitable y necesaria sería por nuestra parte una alianza con Bolivia".
Siguiendo una línea de ignorancia y exaltación irresponsable de sentimientos patrioteros y antichilenos, innumerables autores bolivianos y peruanos comenzaron de inmediato la producción de documentos donde culpan directamente a Chile de la aventura de Quevedo, afirmación que se ha mantenido en nuestros días para justificar la condenable posterior actitud que ambas naciones ofrecieron al acercarse contra Chile, precisamente, bajo la excusa del incidente del "Paquete de los Vilos", quitándole importancia al hecho central de la política peruana de aquellos días: el plan de monopolización del salitre y la firma de la Alianza de guerra con Bolivia.
Gilberto Harris Bucher ha abordado con amplitud este tema en más de una ocasión, demostrando al detalle la falta de rigurosidad y honestidad de parte los historiadores obsesionados con culpar a Chile de lo sucedido con Quevedo y su expedición.
No son pocos estos autores en Perú y Bolivia. En "La Guerra del Pacífico" y "Guano, Salitre y Sangre", por ejemplo, el boliviano Roberto Querejazu Calvo alega que la miserable intentona fue financiada por "capitalistas chilenos", como Nicomedes Ossa (vinculado a Quevedo por ser conocidos entre sí), y apoyada por el presidente Errázuriz Zañartu, el Canciller Ibáñez Gutiérrez y el Intendente Echaurren Huidobro. El boliviano Velentín Abecia, en su "Historia de las Relaciones Diplomáticas de Bolivia", propone que Chile financió a Quevedo para provocar una guerra civil en Bolivia. El peruano Mariano Paz Soldán, por su parte, también vincula a Nicomedes Ossa con Quevedo en su "Narración Histórica de la Guerra de Chile contra el Perú y Bolivia", señalándolo, además, como "intermediario" entre él y el Presidente Errázuriz, que habrían negociado cesiones territoriales a cambio de apoyar la asonada. ¿Pruebas de la participación de Chile en el complot?... Ninguna, sólo repasos a dimes y diretes de unos y otros, desembocando siempre e invariablemente en las notas de Bustillo en las que no hay fuentes. No existen las pruebas. Todas se encuentran en la imaginación de los narradores.
Quizás por lo anterior, el boliviano Alberto Gutiérrez, en "La Guerra de 1879", dedica más de 20 páginas al asunto, repitiendo constante y sospechosamente que la pretendida complicidad chilena en el asunto era un asunto "definitivamente terminado", con "términos sustanciales", que la "luz lo inunda por completo", que "no podría ser destruida en la hora actual", etc. ¿Es necesario reafirmar tantas veces la pretendida certeza "veracidad" de un hecho si ésta es tan "evidente" como intenta hacer creer el autor?. Y no sólo eso: advirtiendo que la bajísima cantidad de alzados no daba para un intento de revolución militar (menos de 50 hombres), Gutiérrez infla las cifras colocando "114 hombres, 600 fusiles y 40 cajones de munición" como la estructura del grupo rebelde, afirmación que se ha repetido varias veces en autores posteriores.
La cita "estrella" que estos historiadores suelen hacer como prueba, es la del rufián y reconocido traidor antichileno, el ex Coronel Juan L. Muñoz, que declaró, en efecto, contra Chile a propósito de este caso. Sin embargo, su "revelación" no fue en aquellos años, sino en un interrogatorio respondido por carta el 20 de abril de 1879, ya plena Guerra del Pacífico, siete años después del incidente. Si se observa con atención la declaración de Muñoz (que a la sazón había demostrado de sobra y sin rubores su odio a Chile y a la guerra contra Perú), se advierte, sin embargo, que repite taxativamente los detalles de la extensa nota enviada por Bustillo siete años antes a la Intendencia de Valparaíso, especulando sobre los hechos que vinculaban, según él, a las autoridades chilenas con los golpistas. Su único aporte fue presentarse descaradamente como testigo presencial y uno de los protagonistas directos de los hechos, en primera persona, cuando en realidad jamás se habría permitido la participación de un tipo como con su pésima fama en una tarea de tales características y riesgos diplomáticos, de haber existido tal.
Otra "confesión" similar fue ofrecida por uno de los golpistas, Mariano Donato Muñoz, y coincide exactamente también con lo dicho en la nota de 1872 de Bustillo y la de Muñoz, pero justo al día siguiente de emitida la de éste último, el 21 de abril de 1879. Lo curioso, sin embargo, es que ni Quevedo ni Donato vincularon en se momento a Chile en la gestación del complot, mientras que todas las declaraciones "confirmando" las notas de Bustillo de 1872, sólo aparecerían años más tarde y en plena Guerra del Pacífico, producto de una publicitada campaña disfrazada de "investigación", organizada por el ministro de Bolivia en Lima, don Zoilo Flores, valiéndose de melgarejistas exiliados en Perú y con el objeto de fomentar la adhesión contra Chile, justificando y estimulando el compromiso peruano del Tratado de Alianza Secreta de 1873.
Se recordará, además, que Donato Muñoz era un político de pésima fama y reconocida baja calidad moral, al punto de haber sido definido por su propia mujer como "un ratero". Como parte de su misma participación en aquella campaña de odio antichileno, el ex Ministro no titubeó en hacer, adicionalmente, afirmaciones tan absurdas y delirantes como que el representante chileno Vergara Albano le habría "confesado", en 1866, que Chile se disponía a aceptar el tratado firmado con Bolivia ese mismo año, prometiendo secretamente a La Paz preparar un plan para invadir Arica y entregársela al Altiplano, leyenda que ha gustado enormemente a los más revanchistas autores peruanos.
Concientes de esta carencia argumental, otros autores contemporáneos de Perú y Bolivia -siguiendo las muy mal informadas líneas del historiador aficionado Cástulo Martínez, nacido en Chile pero autodefinido "boliviano de corazón" y miembro de una oscura secta religiosa que no reconoce patria ni nacionalidades fuera de la "Israel del Reino de Cristo"-, a penas consiguen ofrecer como "prueba" de la pretendida la participación chilena en la aventura de Quevedo el hecho de que al arribo de las fuerzas bolivianas en Antofagasta, llegó casi simultáneamente una escuadra chilena a Mejillones y Tocopilla. Como lo destacaría también Harris Bucher en "Inmigrantes y Emigrantes en Chile, 1810-1915", lo que estos escribas ignoran -cegados por la interpretación tendenciosa de los hechos- es que estas naves arribaron allá producto de la nota que el Ministro de Marina enviara al Intendente Echaurren, el 9 de agosto de 1872, comunicándole del desembarco de Quevedo en el puerto nortino y pidiendo la inmediata salida de dos corbetas "en prevención de cualquiera emergencia que de ese suceso pudieran resultar para resguardar en caso necesario los intereses chilenos allí radicados", según se lee en la nota dirigida después por el propio Echaurren al Canciller Ibáñez, el 13 de agosto, disponible en el Apéndice a la Memoria del Ministro de Relaciones Exteriores de Chile de 1872, para herir la terquedad de autores peruanos, bolivianos y todo otro "boliviano de corazón" empeñado en seguir haciendo semejantes afirmaciones ignaras u otros disparates. Esta clase de salidas inspectoras de buques chilenos para evitar abusos o amenazas era, además, de larga data, iniciada en 1852 y continuada hasta las vísperas de la Guerra del Pacífico.
Otro dato significativo que, por supuesto, nunca es abordado por los autores peruanos o bolivianos, es la buena voluntad que también tuvo el Capitán A. Lynch de la "Esmeralda" tras capturar a los alzados, poniéndolos a disposición de las autoridades de Cobija. En su parte del 24 de agosto dice actuar:
"...para hallarse a la expectativa de los hechos en que pueda ser necesario intervenir con el exclusivo objeto de prestar auxilio que soliciten las autoridades (de Bolivia) para poner a salvo a las personas y propiedades contra algún atentado de malhechores".
A pesar de estos gestos, el Prefecto boliviano de Cobija, F. Fernández, tuvo la feroz ingratitud de culpar al capitán chileno de haber firmado una declaración de "simpatía" por Quevedo y por los demás revolucionarios, la que, obviamente, jamás existió y de la que no hay indicio alguno de realidad, salvo en la desatada imaginación de la campaña de ruptura.
Mirando hacia atrás, parece fácil advertir la inocencia del Gobierno de Chile en los acontecimientos del "Paquete de los Vilos". Está, por ejemplo, la nota del 23 de julio de 1872, donde el ministro Ibáñez ordena al intendente Echaurren poner el máximo rigor de la ley ante cualquier actividad boliviana con olor a complot; o las medidas precautorias tomadas en Valparaíso, el 27 de julio, con este mismo propósito; o la nota del Intendente de Coquimbo, M. Orrego, enviada al ministro Ibáñez el 8 de agosto, donde acusa recibo de las órdenes para vigilar cualquier actividad sospechosa del buque; o la orden de Ibáñez al intendente Echaurren dada al día siguiente, para extremar la vigilancia sobre los bolivianos asilados; etc.
Las pruebas a favor de Chile abundan, pero tal como abunda también la infamia de quienes, intencionalmente, las ignoran en favor de justificar decisiones políticas.
Soberania Chile