Un caso muy habitual de sobreanálisis es el que atribuye una intención a la torpeza. La improvisación es más frecuente de lo que los dirigentes de los partidos están dispuestos a reconocer y de lo que los cronistas políticos están dispuestos a aceptar. Lo de ahora parece justo lo contrario. Por más que sólo parezca una torpeza, esta vez sí se adivina una intencionalidad en la enmienda de lesa oportunidad con la que el Partido Popular propone disolver a las fuerzas independentistas que promuevan un referéndum ilegal.
¿Cómo se les ha ocurrido, justo ahora, plantear algo semejante? Se acerca un hito crucial de esta legislatura. El rito crucial, de hecho, porque será la viva representación del acto de corrupción política con el que nació la legislatura. Las transacciones viles de la política suelen producirse de forma subterránea y, sin embargo, esta vez
toda España podrá asistir como público al degradante espectáculo del canje de impunidad por apoyo parlamentario. Nada debería disputarle la atención a ese hecho, el Partido Popular debería estar entregado únicamente a realzarlo y está haciendo todo lo contrario.
Todos los paliativos que luego se le quisieron poner al extemporáneo anuncio son ciertos. No es lo mismo ilegalizar a un partido por sus ideas que disolverlo por sus acciones, y ya hay otros delitos que podrían condenar a la desaparición a las organizaciones. Y sin embargo. La medida fue defendida con una preocupante falta de pericia técnica por parte de Miguel Tellado y cogió por sorpresa a los barones y a los cuadros que tendrían que defenderla. El resto de la semana del anuncio, el PP fue criticado con hiriente unanimidad por todos los medios que suelen leer o escuchar sus bases. Si hay algo que se espera de un partido liberal conservador es seriedad en sus planteamientos. Incluir una medida que, sin llegar a cambiar la naturaleza no militante de la Constitución española sí afecta a la médula de la democracia, es algo peor que impropio: es puramente sanchista. Así que la precipitación es sospechosa, más si cabe cuando no se aprecia una sola recompensa por tanto riesgo.
Esta semana Juanma Lamet contaba en EL MUNDO que «los populares temen que la formación de Puigdemont comience un chantaje continuo contra ellos y desgrane el contenido de las conversaciones que hayan tenido miembros de la cúpula del partido con los independentistas». Que esta sea la explicación más plausible de lo ocurrido es un problema para el Partido Popular. Porque lo que es inverosímil es que la dirección quisiera tapar la primicia que ofrecía en su portada La Vanguardia sobre una reunión de Daniel Sirera con dos dirigentes de Junts en agosto. Hay dos testimonios que evidencian que el PP mantiene una relación muy distinta con Junts que el PSOE. Jaume Collboni es alcalde de Barcelona y Pedro Sánchez es presidente del Gobierno. Bastaría con recordarlo para conjurar el peligro de una asimilación, que ya de por sí suena desquiciada, y sin embargo parece que el PP necesita forzar un conflicto que le permita ser acusado de intransigente con los independentistas.
Se trata, por tanto, de un inexplicable exceso de iniciativa y nada resulta tan inquietante en política como lo inexplicable. Para el PP, y para cualquiera, es bastante fácil explicar que Pedro Sánchez ha comprado su investidura a cambio de impunidad, igual que antes compró una prórroga en el poder con el desarme legal del Estado. Si algo ha demostrado el procés es que el Estado tenía herramientas para sofocar una intentona secesionista. Si el independentismo llegó tan lejos no fue por el ordenamiento legal, sino por la dilación del Gobierno al emplear las herramientas administrativas a su disposición. En esto Mariano Rajoy tiene un atenuante: el trance de destituir a un gobierno de la Generalitat era, desde la restauración democrática, tan inédito como aterrador.
Sánchez pudo administrar gracia porque antes hubo un Gobierno que reprimió. El sucesor de Sánchez sólo puede administrar conflicto porque cualquiera de las medidas para recuperar los anticuerpos del Estado democrático que habrá que tomar será interpretada como una agresión. Esto es fácil de explicar, pero el PP parece decidido a enredarse voluntariamente en otros asuntos de muy difícil explicación, como es la disolución de fuerzas políticas.
Al PP le urge zanjar lo suyo con Junts para ocuparse de un asunto delicado. El no de los de Puigdemont a los decretos anticrisis es una muestra abrupta de lo tortuosa que va a ser esta legislatura para un Gobierno soportado por una mayoría parlamentaria transideológica, con elementos lunáticos e imprevisibles y cuyos grupos están a punto de enfrentarse entre sí en un vertiginoso ciclo electoral. Ni siquiera ha sido preciso llegar a la negociación de los Presupuestos para constatarlo.
Lo que ahora viene es previsible. Todas las baterías del Gobierno, hasta ahora ocupadas en la recreación de una lucha antifascista, van a reorientarse para apuntar al sentido de Estado del PP. Feijóo no debería tener ninguna duda de que a él le van a exigir que cubra esa carencia de los socios del Gobierno. Allí donde se presente una votación crucial, esto es, de alguna de las consideradas materias troncales de un Ejecutivo, se va a señalar al PP como el culpable de la catástrofe. Huelga decir que nadie le agradecerá luego a Feijóo que evite el descarrilamiento, si es que se presta a hacerlo. Dirán que es lo natural.
¿Puede contar Sánchez con los cinco diputados de Podemos para cualquier votación cabal sobre política exterior? ¿Puede reclamarle a Bildu su apoyo en alguna cuestión sensible que afecte a la seguridad del Estado? Si mañana las reglas fiscales de la Unión Europea exigen algún tipo de sacrificio, ¿cabe esperar que alguna de estas fuerzas excéntricas comparta el desgaste en plena precampaña electoral? Los decretos sobre las medidas anticrisis supondrán un ensayo general del chantaje permanente sobre la oposición.
Describirán, de nuevo, al PP como una fuerza egoísta, que pretende hundir España para poder gobernarla. Pero el PP no puede ser la bombona de oxígeno a la que se amorra el Gobierno para coger fuerza y continuar con su escalada destituyente. Cualquier ayuda de Estado lo va a poner al servicio de un proyecto contra el Estado. Todo el esfuerzo intelectual de la ejecutiva del PP debería estar dedicado a desmontar esa trampa. No parece lícito que se le conceda la categoría de fuerza auxiliar al partido al que has decidido, y declarado, que vas a marginar. Sin embargo, la historia reciente demuestra que esta es la clase de argumentario que termina por desquiciar al PP. Aunque el PP no parece que necesite a nadie para desquiciarlo, sabe hacerlo muy bien solo.
https://www.elmundo.es/opinion/columnis ... b45e9.html